Según Kim, la Dirección de Salud ha recibido muchas cartas de antiguos pacientes míos y sus familiares que estiman que soy tan víctima como los que han perecido en el restaurante volado por mi esposa. El hospital está dividido, y como las pasiones se han aplacado algo, buena parte de mis detractores se preguntan si las peticiones que firmaron eran razonables. Ante la complejidad de la situación, mis superiores han declarado que no se consideran capacitados para decidir y han dejado el caso en manos de los altos mandos.
Por mi parte, ya he tomado la decisión de no volver a pisar mi despacho, ni siquiera para recuperar mis efectos personales. La cábala que Ilan Ros ha organizado en mi contra me ha afectado profundamente. Y eso que no daba la menor muestra de religiosidad. Desde que pisé la universidad, he intentado cumplir escrupulosamente con mis obligaciones ciudadanas. Consciente de los estereotipos que me exponen a la vindicta pública, me empeño en superarlos uno tras otro, ofreciendo lo mejor de mí mismo y tragándome las salidas de tono de mis compañeros judíos. Ya desde muy joven comprendí que no tenía sentido nadar entre dos aguas y que tenía que elegir cuanto antes mi bando. Elegí el de la competencia profesional, y tomé como aliadas mis convicciones, convencido de que con el tiempo acabaría imponiendo respeto. No creo haber faltado una sola vez a las normas que me impuse, y que eran mi hilo de Ariadna, tan cortante como una navaja. Para un árabe que se salía del tiesto, y que se permitía el lujo de ser el primero de su promoción, el menor tropiezo podía ser fatal. Tanto más si se es hijo de beduino, carne de prejuicios, y cargas con el peso de esa caricatura sorteando una y otra vez la mezquindad humana, que te cosificaba a ratos, te demonizaba otras veces y casi siempre te descalificaba. Nada más entrar en la universidad, pude calibrar la brutalidad extrema del recorrido que me esperaba, los esfuerzos titánicos para merecerme el estatuto de ciudadano de pleno derecho. El diploma no lo resolvía todo, debía seducir y tranquilizar, encajar golpes sin devolverlos y no perder la paciencia para no perder la cara. Para mi pesar, caí en la cuenta de que estaba representando a mi comunidad. En cierto modo, debía conseguir el éxito sobre todo por ella. Ni siquiera necesitaba que me lo exigieran los míos; la mirada de los demás me designaba de oficio para esa misión ingrata y felona.
Mi ascendencia era pobre pero digna, y para ella la palabra dada y la rectitud eran los pilares de la salvación. Mi abuelo era el patriarca de la tribu. Tenía tierras y no ambiciones, e ignoraba que la longevidad no propiciaba la firmeza de carácter sino el permanente cuestionamiento de las propias certidumbres. Murió expoliado, con los ojos muy abiertos y el corazón partido de tanta estupefacción ultrajada. Mi padre no quiso heredar sus anteojeras. La condición de campesino no le producía el menor entusiasmo. Él quería ser artista, y eso, en el glosario ancestral, equivalía a holgazán y marginado. Recuerdo las broncas apocalípticas que se montaban cada vez que mi abuelo lo pillaba pintando lienzos en un barracón convertido en improvisado taller mientras los demás miembros de la familia, pequeños y grandes, se deslomaban faenando en las huertas. Mi padre le contestaba con calma olímpica que la vida no consistía solamente en escardar, podar, regar y recoger, sino también en pintar, cantar y escribir; e instruir, y que la vocación más bonita era la de sanar. Su mayor deseo era que yo fuera médico. Pocas veces he visto a alguien desvivirse tanto por su retoño. Era su único hijo y no quería tener más para dedicarse mejor a mí. Apostó todo lo que tenía para ofrecer a la tribu su primer cirujano. Cuando me vio llegar agitando mi diploma de médico, se echó en mis brazos como un riachuelo al mar. Ésa fue sin duda la única vez que advertí lágrimas en sus ojos. Murió en una cama de hospital acariciando, como si se tratase de una reliquia sagrada, el estetoscopio que yo llevaba expresamente porque a él le gustaba.
Mi padre era una buena persona. Se adaptaba a las circunstancias según se presentaban, sin tapujos ni aspavientos. No le hacía gracia agarrar el toro por los cuernos, pero tampoco se amargaba cuando se veía sin blanca. Para él, los infortunios no eran una prueba, sino obstáculos del camino que había que superar aunque uno lo lamentara unos minutos después. Su humildad y discernimiento me maravillaban. Siempre deseé parecerme a él, gozar de su frugalidad y moderación. Gracias a él, a pesar de haber nacido en una tierra atormentada desde la noche de los tiempos, me negué a considerar que el mundo era un campo de batalla. Ya veía yo que las guerras sucedían a las guerras, las represalias a las represalias, pero de una manera o de otra evitaba hacerme garante de ellas. No creía en las profecías de la discordia y no conseguía hacerme a la idea de que Dios pudiese incitar a sus hijos a enfrentarse y a convertir la práctica de la fe en un absurdo y espantoso asunto de relación de fuerzas. Desde entonces he desconfiado de todo lo que me reclama algo de mi sangre para purificar mi alma. No quería creer en valles de lágrimas o de tinieblas, pues siempre había algún lugar más atractivo y menos disparatado en alguna parte. Mi padre me decía: «Miente quien te cuente que existe una sinfonía mayor que el hálito que te anima, pues en el fondo odia lo mejor que hay en ti, que es la posibilidad de sacar provecho a cada instante de tu vida. Si partes del principio de que tu peor enemigo es aquel que intenta sembrar el odio en tu corazón, ya tienes media felicidad ganada. No tendrás más que tender la mano para coger lo demás. Y recuerda bien esto: no hay nada, absolutamente nada por encima de tu vida… Y tu vida no está por encima de la de los demás».
No lo he olvidado.
Lo he convertido incluso en mi lema, convencido de que cuando los hombres se hayan adherido a esta lógica habrán alcanzado por fin la madurez.
Mis pequeñas escaramuzas con Naveed me han dejado nuevo. Si bien no me han devuelto toda la lucidez, al menos me han permitido verme a mí mismo con cierta perspectiva. La ira sigue presente, pero ha dejado de removerme las tripas como un cuerpo extraño al acecho de una arcada para salir al aire libre. A ratos me siento en el balcón y me pongo a contemplar los coches, que hasta me resultan atractivos. Kim ha dejado de vigilar su lenguaje con esa excesiva prudencia de hace tres días. Improvisa agudezas para sonsacarme alguna sonrisa y, cuando se va por la mañana al hospital, ya no me encierro a cal y canto en mi habitación hasta su regreso. He aprendido a callejear. Voy a los cafés a fumar pitillos o me siento en alguna plazoleta para observar a los chiquillos brincando al sol. Todavía no he conseguido arrimarme a un periódico; no obstante, en mis paseos, cuando oigo una radio dando información, ya no me apresuro a cambiar de acera.
Ezra Benhaím ha venido a visitarme a casa de Kim. No hemos hablado de mi hipotética vuelta al trabajo ni de Ilan Ros. Ezra quería saber cómo estaba y si me iba reponiendo. Me ha llevado a un restaurante para demostrarme que no le importa que lo vean conmigo. Su sinceridad resulta patética. Insistí en pagar. Después de la cena, como Kim tenía guardia, fuimos a una cervecería y nos emborrachamos como dos dioses juergueándose tras haber agotado sus anatemas.
– Tengo que ir a Belén.
Se detiene el ruido de vajilla procedente de la cocina. Kim tarda unos segundos en sacar la cabeza tras la puerta. Me mira con una ceja por encima de la otra.
Aplasto mi pitillo en el cenicero y me dispongo a encender otro.
Kim se limpia las manos en un trapo colgado a la pared y viene junto a mí.
– ¿Estás de broma?
– ¿Te parece que estoy de broma, Kim?
Se sobresalta ligeramente.
– Claro que estás de broma. ¿Qué vas a hacer en Belén?
– Sihem me mandó la carta desde allí.
– ¿Y qué?
– Pues que quiero saber lo que hacía allí cuando yo la creía en casa de su abuela en Kafr Kanna.
Kim se deja caer sobre la silla de mimbre que tengo enfrente, irritada por mis ocurrencias. Respira hondo, como para contener su despecho, se tritura los labios en busca de palabras, no las encuentra y se coge las sienes con dos dedos.
– Estás desvariando, Amín. Ignoro lo que te traes entre manos, pero ahí te estás pasando. No se te ha perdido nada en Belén.
– Tengo allí una hermana de leche. Seguro que Sihem se refugió en su casa para cumplir su insensata misión. El matasellos es del viernes 27, o sea, el día anterior al drama. Quiero saber quién ha adoctrinado a mi mujer, quién la ha cargado de explosivos y enviado al matadero. No tengo la menor intención de quedarme de brazos cruzados y de pasar una página que no he asimilado.
Kim está a punto de arrancarse los pelos.
– ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Te recuerdo que se trata de terroristas. Esa gente no se anda con chiquitas. Eres un cirujano, no un madero. Eso es asunto de la policía. Dispone de medios apropiados y de personal cualificado para llevar a cabo esas investigaciones. Si quieres saber lo que le ha ocurrido a tu mujer, habla con Naveed y cuéntale lo de la carta.
– Es un asunto personal.
– ¡Y una leche! Han muerto diecisiete personas y hay decenas de heridos. Éste no es para nada un asunto personal. Se trata de un atentado suicida, y su tratamiento compete exclusivamente a la policía. En mi opinión, estás disparatando, Amín. Si de verdad quieres ser útil, entrega la carta a Naveed. Puede que sea el cabo que la policía está esperando para poner en marcha su maquinaria.
– ¡Ni hablar! No quiero que nadie se meta en mis asuntos. Quiero ir a Belén, y solo. No necesito a nadie. Conozco a gente allí. Acabaré provocando indiscreciones y obligando a algunos a soltar prenda.
– ¿Y luego?
– ¿Luego qué?
– Supongamos que consigues que algunos suelten prenda; ¿cuál es el plan, echarles una bronca o reclamarles daños y perjuicios? Por favor, seamos serios. Detrás de Sihem tiene que haber una red, una logística y todo un entramado. Nadie se hace volar en un espacio público por una cabezonada. Eso es el desenlace de un prolongado lavado de cerebro, de una minuciosa preparación psicológica y material. Antes de actuar se toman enormes medidas de seguridad. Los cabecillas necesitan proteger su base y despistar. Sólo eligen a su kamikaze cuando están absolutamente seguros de su determinación y fiabilidad. Ahora, imagínate apareciendo en su vida y husmeando alrededor de sus guaridas. ¿Crees que van a estar esperando tranquilamente que llegues hasta ellos? Te liquidarán tan pronto que ni siquiera te dará tiempo de comprender lo estúpida que era tu iniciativa. Te juro que me aterra imaginarte rondando ese nido de víboras.
Me agarra las manos y me hace daño en la muñeca.
– No es una buena idea, Amín.
– Quizá, pero no pienso en otra cosa desde que recibí la carta.
– Lo entiendo, pero eso no es para ti.
– No te molestes, Kim. Sabes lo testarudo que soy.
Alza los brazos para rebajar la tensión.
– Bueno… Dejemos el debate para esta noche. Espero que para entonces hayas recuperado el juicio.
Me invita a cenar en un restaurante de la playa. Cenamos en la terraza, con el rostro azotado por la brisa. El mar está algo revuelto y su rumor tiene algo de sentencioso. Kim intuye que no me hará cambiar de opinión. Picotea de su plato como un pajarillo cansado.
El lugar es agradable. Lo lleva un emigrante francés y está decorado a la buena de Dios, con larguísimos ventanales, sillas acolchadas de cuero burdeos y mesas con salvamanteles bordados. Un imponente cirio se consume dentro de una gran copa de cristal. No hay mucha gente, pero las parejas parecen clientela habitual. Sus gestos son refinados y hablan en voz baja. El anfitrión es un hombrecillo endeble y vivo, vestido de punta en blanco y exquisitamente cortés. Él mismo nos ha recomendado el primer plato y el vino. Seguro que Kim tuvo algún motivo para traerme a este restaurante, pero parece que se le ha olvidado.
– Cualquiera diría que te divierte jugar con mi nivel de glucemia -suspira soltando su servilleta como quien arroja la toalla.
– Ponte en mi lugar, Kim. No se trata sólo del acto de Sihem. También estoy yo. Si mi mujer se ha matado, eso demuestra que no he sabido inculcarle el amor a la vida. Seguro que parte de la responsabilidad es mía.
Intenta protestar; levanto la mano para rogarle que no me interrumpa.
– Es la verdad, Kim. Cuando el río suena, agua lleva. Por supuesto que es culpa suya, pero endosársela no me aliviará la conciencia.
– No tienes ninguna culpa.
– Sí. Era su marido, y mi deber era cuidarla y protegerla. Seguro que intentó llamar mi atención sobre el mar de fondo que amenazaba con arrastrarla. Me juego lo que sea a que intentó hacerme una señal. ¿Dónde estaba yo, por Dios, cuando quiso salir de todo esto?
– ¿Cómo sabes que intentó salir de todo esto?
– ¡Pues claro! Nadie busca su perdición como quien va a una fiesta. Inevitablemente, cuando se está a punto de dar el paso, la duda se apodera de uno. Y ése es el instante que no he sabido descubrir. Probablemente, Sihem estaba deseando que la despertara, pero yo estaba pensando en otras cosas, y eso no me lo perdonaré jamás.
Enciendo rápidamente un pitillo.
– No me hace ninguna gracia preocuparte -le digo tras un largo silencio-. He perdido afición a las bromas. Desde aquella maldita carta no dejo de pensar en esa señal que no supe descodificar a tiempo y que aún hoy sigue siendo un misterio. Quiero encontrarla, ¿me entiendes? Es necesario. No tengo elección. Desde aquella carta no paro de remover los recuerdos para encontrarla. Ya esté durmiendo o despierto, no pienso en otra cosa. He pasado revista a los momentos más fuertes, a las palabras más ambiguas, a los gestos más imprecisos, y nada. Y esa nada me vuelve loco. No puedes imaginarte hasta qué punto me tortura, Kim. No puedo seguir así, persiguiéndola y a la vez padeciéndola…
Kim no sabe qué hacer con sus pequeñas manos.
– Quizá no necesitara hacerte una señal.
– Imposible. Ella me quería. No podía ignorarme hasta el punto de no comunicarme nada.
– No dependía de ella. No era la misma mujer, Amín. No podía permitirse un error. Hacerte partícipe de su secreto habría ofendido a los dioses y puesto en peligro su compromiso. Esto es como una secta, no puede filtrarse nada. Ese imperativo es la clave de la salvación de la cofradía.
– Sí, pero era asunto de muerte, Kim. Sihem tenía que morir. Era consciente de lo que eso significaba para ella y para mí. Era demasiado digna para escaquearse de una manera tan falsa. Me hizo una señal, no tengo la menor duda.
– ¿Y eso habría cambiado algo?
– ¡Quién sabe!
Doy varias caladas a mi cigarrillo, como para impedir que se apague. Se me forma un cuajaron en la garganta al hablar:
– Hay que ver lo desgraciado que soy.
Kim vacila pero aguanta.
Aplasto la colilla en el cenicero.
– Mi padre decía: guárdate tus penas para ti, pues son lo único que te queda cuando lo has perdido todo…
– Por favor, Amín…
No le hago caso y prosigo:
– No resulta nada fácil para un hombre todavía conmocionado -¡y menuda conmoción!- saber cuándo acaba el luto y empieza la viudez, pero hay fronteras que hay que cruzar si se quiere seguir adelante. ¿Adónde? Lo ignoro, pero en cambio sé que no puede uno quedarse ahí lamentándose por su suerte.
Para mi asombro, le agarro las manos y las encierro en las mías. Tengo la impresión de haber atrapado un par de gorriones tullidos. Mi apretón es tan delicado que los hombros de Kim se contraen; sus ojos relucen con un lagrimeo púdico, que intenta disimular con una sonrisa que jamás he visto en ninguna mujer desde que aprendí a tratarlas.
– Tendré mucho cuidado -le prometo-. No tengo intención de vengarme ni de desmantelar la red. Sólo quiero comprender por qué la mujer de mi vida me ha excluido de la suya, por qué la que yo amaba con locura ha sido más sensible a las prédicas ajenas que a mis poemas.
La lágrima de mi ángel de la guarda se desprende de las pestañas que ya no pueden contenerla y cae rodando sobre su pómulo. Sorprendida y confusa, Kim trata de enjugársela cuando mi dedo se adelanta y la recoge justo cuando está a punto de alcanzar la comisura del labio.
– Eres una persona maravillosa, Kim.
– Ya lo sé -dice soltando una carcajada a medio camino del sollozo.
Le vuelvo a coger las manos y las aprieto con fuerza.
– No necesito decirte que sin ti no lo habría podido soportar.
– Esta noche no, Amín… Quizá otro día.
Le tiemblan los labios al sonreír tristemente. Sus ojos centellean al apoyarse en los míos para librarse de la emoción. La miro profundamente sin darme cuenta de que le estoy retorciendo los dedos.
– Gracias -le digo.