Sexta aventura en el mar

E1 Barón se disponía a acostarse una vez terminado el relato de sus aventuras en Egipto, pero el auditorio, motivado por la palabra "harén", quería enterarse de sus aventuras allí. De más está decir que el Barón fue inflexible en este punto, pero para satisfacer la curiosidad de sus amigos, accedió a relatarles algunas aventuras concernientes a sus peculiares amigos y compañeros de viaje, y prosiguió de la siguiente manera.

Desde mi regreso de El Cairo, compartíamos con el Gran Señor una intimidad tan estrecha que llegó al punto de que Su Majestad no podía pasar un día sin mí, invitándome siempre a comer y a cenar.

Debo decir, a mero título informativo, que el Emperador de los Turcos es, entre todos los potentados del mundo, el que más se mima, al menos en lo que a comidas se refiere, porque ya sabéis que en lo que respecta a bebidas, Mahoma prohíbe a sus fieles, tomar alcohol. Por lo tanto, no hay que esperar beber ni siquiera un trago del divino licor, cuando se encuentra uno a la mesa de un turco. Pero no por no hacerse en público es menos frecuente allí que alguien empine el codo en secreto, por más que esto le pese a Mahoma y al mismísimo Alá.

Durante las comidas, a las que asistía normalmente el capellán mayor del palacio, no se veía en la mesa ni una gota de vino. Pero cuando nos levantábamos, un buen frasco aguardaba al Sultán en su gabinete privado.

En una ocasión, me hizo el Gran Señor gesto de que lo siguiera, y yo marché tras de sus pasos, sin demora.

Apenas nos encontramos a puerta cerrada, sacó de un armario una botella y me dijo:

– Münchhausen, sé que los cristianos son grandes entendidos en vinos. Aquí tienes una botella de tokay, única de mi posesión, y estoy seguro de que en tu vida has probado nada parecido.

Y diciendo esto, llenó dos vasos que rápidamente terminamos.

– ¿Qué dices, amigo mío? ¿Has probado alguna vez algo semejante? -me preguntó.

– Es bueno -respondí-, pero si se me permite, os diré que he bebido vinos superiores en la mesa del excelso Emperador Carlos VI de Viena.

– Mi estimado caballero Münchhausen -respondió el Sultán-, no es mi intención tratarlo de mentiroso, pero se me hace imposible que exista en el mundo una botella de tokay superior a ésta, que me ha sido regalada por un noble húngaro que entendía del tema.

– Ese señor húngaro, con su permiso, se vanaglorió en exceso. Y a decir verdad, no fue tampoco tan generoso.

– Tienes razón en lo último, pero…

– Y en lo primero también. ¿Deseáis apostar algo a que dentro de una hora pongo a vuestra disposición una botella de auténtico tokay de la bodega imperial de Viena, infinitamente superior a éste?

– Me parece, amigo, que deliras.

– Nada de eso, caro mío. Dentro de una hora tendremos aquí la botella.

– ¡Me temo, Münchhausen, que estás tomándome a broma y eso me desagrada en extremo! Siempre he creído que eras hombre serio, pero me estoy inclinando a pensar lo contrario.

– Pues entonces, señor, aceptad la apuesta y veremos. Si no cumplo con lo dicho, podéis mandar que me corten la cabeza sin contemplaciones.

– Acepto la apuesta. Si a las cuatro en punto no está aquí la botella, tu cabeza rodará por el suelo. Por el contrario, si cumples, te permitiré tomar del Tesoro Imperial cuantas joyas, plata y oro pueda cargar el más fuerte de tus hombres.

Pedí enseres para escribir y dirigí a la Em peratriz María Teresa la siguiente esquela:

"Vuestra Majestad, como heredera universal del Imperio, tiene sin duda la bodega de su excelso padre. Me permito rogarle tenga la bondad de entregar al portador de esta misiva una botella del excelente tokay que en ella se guarda y que tantas veces bebí en compañía de vuestro padre. Os pido encarecidamente que sea del mejor, ya que se halla en juego mi cabeza. Aprovecho la ocasión para asegurar a Vuestra Majestad el profundo respeto que debo a su Ilustre Ser, etcétera."

Como habían pasado ya cinco minutos de las tres, entregué la carta a mi corredor, que se desató las pesas de los pies y rápidamente salió corriendo hacia la capital de Austria.

Mientras tanto, a la espera de la respuesta, el Gran Turco y yo continuamos atacando la botella.

Dieron las tres y cuarto, las tres y media, las cuatro menos cuarto… y no regresaba mi mensajero. Debo confesar que, poco a poco, la inquietud hacía nido en mi pecho. Probablemente a causa de que el Gran Turco, de vez en cuando, clavaba su mirada en el cordón de la campanilla, para llamar al verdugo.

Notando sin duda mi malestar, el Gran Turco me permitió bajar a los jardines a tomar el aire, bajo la custodia de dos hombres.

Eran ya las cuatro menos cinco. Mi angustia no tenía límites. Mandé llamar a mi escucha y a mi tirador.

Mi escucha se echó al suelo y pegó el oído para averiguar si se acercaba o no mi mensajero, y para desazón de mi alma me anunció que se encontraba lejos de allí y durmiendo a pierna suelta. Habiendo oído esto, mi cazador se dirigió a la terraza más alta y poniéndose en puntas de pie para ver mejor exclamó:

– Pues claro que lo veo. Allí está, echado bajo un roble cerca de Belgrado, con la botella a un costado. Le haré algunas cosquillas para que se despierte.

Se echó la escopeta al hombro y soltó una descarga sobre el follaje del roble, con lo cual cayó sobre el durmiente una lluvia de hojas, ramitas y bellotas. De inmediato se despertó y, temiendo haber dormido demasiado tiempo, continuó su camino con tanta velocidad que llegó a nosotros faltando un minuto para las cuatro, con la botella en la, mano y una carta autografiada de María Teresa.

Abrimos la botella con ansiedad y el Gran Turco probó su contenido.

– Münchhausen -me dijo-, espero que no tomes a mal que conserve esta botella para mí solo.

Dicho esto, guardó la botella en el armario, bajo llave, y llamó a su tesorero.

– Es menester que pague yo mi deuda ahora. Escucha -dijo al tesorero-, dejarás que este señor tome del Tesoro todo lo que pueda cargar uno de sus hombres.

El tesorero se inclinó tanto, en señal de obediencia, que los cuernos de la media luna de su turbante tocaron el suelo.

Podéis imaginaros que no tardé mucho en hacer valer mi derecho. Mandé llamar a mi forzudo, quien rápidamente acudió con su soga, y los dos nos dirigimos al Tesoro Imperial. Debo decir que no quedaba gran cosa cuando me retiré.

Rápidamente fuimos al puerto, y allí fleté el barco más grande que pude encontrar, para poner a buen resguardo mi tesoro. Fue acertado hacer esto, pues lo que había temido sucedió. Al ver el tesorero lo que yo había hecho, corrió a notificar al Sultán de la manera en que había abusado de la libertad que se me otorgó. Para corregir su error y recobrar lo perdido, dio órdenes de que la flota de guerra zarpara en mi persecución, a fin de hacerme comprender que no era ésa la forma en que debía interpretarse la apuesta.

Apenas nos habíamos alejado dos millas del puerto cuando vi a la armada turca venírseme encima con todas las velas desplegadas, y debo admitir que de nuevo sentí miedo por mi cabeza. Pero mi fiel soplador se acercó y me dijo:

– No tenga temor alguno, señor. Yo me encargo de este detalle.

Y se fue hacia popa, de modo que una de las ventanas de su nariz apuntaba a nuestras velas y la otra a la armada enemiga. Luego, se puso a soplar con tanta fuerza que los turcos fueron devueltos al puerto, con enormes daños, y nosotros arribamos a Italia en pocas horas.

Pero en fin, os diré que no pude sacar mayor provecho de mi tesoro, ya que muy a pesar de las afirmaciones del bibliotecario Jagemann de Weimar, hay tal nivel de mendicidad en Italia y tal abandono en la Policía, que la mayor parte se me escurrió en limosnas.

Los salteadores de caminos se encargaron del resto en los alrededores de Roma. Los malditos no tuvieron reparo alguno en robarme todo, aun sabiendo que una milésima de lo que me quitaron era suficiente para comprar en Roma la indulgencia plenaria de sus crímenes, los de sus hijos y los de sus nietos.

Pero es precisamente la hora en que acostumbro irme a la cama, señores. De modo que, les deseo buenas noches.

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