Relatos de un compañero de viaje, en ausencia del Barón
Una vez concluido el relato, el Barón de Münchhausen se retiró, dejando a todos regocijados. Al marcharse, prometió relatar
en la próxima oportunidad, las aventuras de su padre, tan extraordinarias como las suyas.
Como todos se habían puesto a comentar las aventuras del Barón, uno de los presentes, que lo había acompañado en su viaje a Turquía, dijo que, a pocas millas de Constantinopla había una enorme pieza de artillería de la cual hacía mención el Barón Tott en sus memorias, poco más o menos con las siguientes palabras:
"Los turcos habían instalado en una ciudadela a orillas del río Simois, no muy lejos de la ciudad, una pieza de artillería. Era un formidable cañón hecho de bronce, cuyas municiones pesaban mil cien libras. Tenía grandes deseos de disparar este cañón -dice el Barón Tott- para poder juzgar por mí mismo sus efectos. Pero todos temblaban ante tal perspectiva, pues se daba por seguro que el temblor destruiría la ciudadela y la ciudad cercana.
Obtuve, no obstante, la autorización necesaria. Trescientas libras de pólvora hicieron falta para cargar el cañón.
Cuando el artillero se disponía a prender fuego a la mecha, la multitud de curiosos que había alrededor se alejó a una prudente distancia. El propio artillero, mientras aguardaba mi orden para disparar, se había puesto blanco como un papel y temblaba de miedo. Me metí en mi refugio y di la señal. De inmediato, se sintió un temblor idéntico al que produce un terremoto. A eso de unas trescientas toesas de su vuelo, se dividió el proyectil en tres fragmentos que volaron por sobre las aguas del estrecho, cubriendo todo de espuma".
Éstas son, si mi memoria no falla, las palabras del Barón Tott referentes al mayor cañón del mundo.
Cuando visité este país, acompañando al Barón de Münchhausen, todo el mundo tenía al Barón Tott como ejemplo de valentía y serenidad, por su hazaña.
Mi señor, que no podía soportar que un francés fuera más que él, se alzó el cañón al hombro y balanceándolo se arrojó al canal con él a cuestas y nadó hasta la orilla opuesta. Tenía la idea de volver el cañón a su sitio, arrojándolo por sobre el canal. Desgraciadamente, en el momento en que lo balanceaba para darle impulso, resbaló el artefacto de su mano, con lo cual fue a parar al fondo del canal, donde aún permanece y sin dudas permanecerá hasta el fin del mundo.
Aunque el Sultán ya había olvidado y perdonado la historia del Barón con el Tesoro, esta nueva aventura no le hizo ninguna gracia. Más aún, movido por la furia ordenó que se le cortara la cabeza. Por suerte, el Barón gozaba de la gran estima de una de las sultanas, quien nos avisó secretamente. Como no podíamos escapar tan rápidamente, la buena mujer lo mantuvo oculto en sus aposentos, mientras el funcionario encargado de la ejecución lo buscaba con afán, por todas partes.
El Barón no gusta mucho de recordar esta historia, porque no pudo lograr su objetivo con el cañón y además corrió el riesgo de dejar su cabeza, debiendo ser salvado por una mujer. No obstante, como no hace mella alguna a su honor, yo tengo la costumbre de contarla cuando él se retira.
Ahora conocéis a fondo al Barón, y supongo que no abrigaréis duda alguna sobre su veracidad, pero para que no dudéis tampoco de la mía, creo que debo deciros en pocas palabras quién soy yo.
Soy hijo de un hombre de Berna, en Suiza. Mi padre trabajaba allí, como inspector de calles, pasajes, avenidas y puentes; oficio que recibe el nombre de barrendero.
Mi madre, oriunda de las montañas de Saboya, abandonó su hogar muy joven y la fortuna la llevó a Berna. Vagabundeó durante un buen tiempo y, compartiendo con mi padre la misma afición, se encontraron un día en el correccional.
De inmediato se enamoraron y, a la brevedad, contrajeron matrimonio. La dicha no duró demasiado, ya que al poco tiempo mi padre abandonó a mi madre, dejándole la renta de una tienda de ropa usada. La buena señora ingresó entonces en una compañía de títeres hasta que el destino la llevó a Roma, donde se dedicó a vender ostras.
Sin dudas habréis oído hablar del Papa Ganganelli, conocido con el nombre de Clemente XIV, y sabréis de su afición a las ostras. Un jueves, mientras se dirigía a San Pedro para la misa, vio las ostras de mi madre, que eran las mejores y más frescas que se conseguían allí, y no pudo resistir la tentación de detenerse a probarlas. También hizo detenerse a las quinientas personas que lo acompañaban y mandó avisar a quienes lo aguardaban en la iglesia que no podría decir misa aquella mañana. Luego, apeóse el Papa de su montura y entró en la tienda de mi madre, donde acabó con todas las ostras, pero como tenía ella más provisión en el depósito, hizo pasar a todo el séquito, que rápidamente dio cuenta del resto. Estuvieron allí hasta la noche, y antes de salir, el Papa llenó de indulgencias a mi madre por todas sus culpas pasadas, presentes y futuras.
Ahora, señores, espero que no sea necesario explicaros más profundamente mi relación con la historia de las ostras y que hayáis comprendido bien a qué ateneros con respecto a mi nacimiento.
El Barón de Münchhausen
prosigue su relato
Cada vez que tenían oportunidad, los amigos del Barón le rogaban que prosiguiera el relato de sus aventuras, pero todos sus pedidos fueron inútiles por un tiempo. El Barón tenía la buena costumbre de hacer todo según su capricho.
Al fin, llegó la ansiada noche en que el Barón lanzó una sonora carcajada, anunciando a sus amistades que la inspiración había vuelto a él. Todos guardaron silencio y prestaron oídos a sus palabras. Irguiéndose en el sillón, el Barón comenzó a hablar:
Durante el último sitio de Gibraltar, me embarqué en la flota mandada por Lord Rodney, con la misión de llevar pertrechos. Aproveché para hacerle una visita al general Elliot, que ganó en esa plaza laureles eternos.
Luego de dedicarnos por unos momentos a las usuales expresiones de amistad, recorrí la fortaleza en su compañía. Llevaba conmigo un espléndido telescopio comprado en Londres.
Con la ayuda de este instrumento, descubrí que el enemigo apuntaba precisamente hacia nuestra posición, una pieza de 36. Se lo comuniqué al general, quien de inmediato comprobó la veracidad de mi observación. Con su autorización, hice traer una pieza de 48 de la batería cercana y la apunté con tal exactitud que no podía albergarse ninguna duda acerca de que diera en el blanco. Debo decir con orgullo que jamás encontré nadie que me supere en asuntos de artillería.
Me puse a observar entonces al enemigo con toda atención, y en el instante en que prendían fuego a la mecha del cañón para dispararlo, ordené hacer lo mismo.
Las dos balas se encontraron en mitad del camino, y se produjo un choque tan violento que la bala enemiga rebotó hacia atrás con tanta fuerza que no sólo decapitó al artillero sino que, siguiendo de largo, arrancó las cabezas de dieciséis soldados que huían hacia África, rompió los palos mayores de tres barcos que se hallaban en el puerto, se adentró doscientas millas en el país de Berbería, derribó el techo de la casa de unos campesinos y le arrancó el último diente a una vieja que dormía en su interior, deteniéndose luego en su buche. Su marido, que regresó poco después, intentó infructuosamente quitarle el proyectil, tras lo cual decidió hundirlo a puñetazos en su estómago, de donde salió siguiendo el curso natural.
Mientras tanto, nuestra bala, no satisfecha con haber devuelto la del oponente, continuó su camino y arrancó de su lugar la pieza enemiga, con tanta fuerza que la lanzó contra el casco de un buque que comenzó a hacer agua y se hundió en muy poco tiempo con mil marineros y otros tantos soldados a bordo.
Sin dudas, fue éste un extraordinario hecho de armas, pero aunque el honor de la idea es mío, no quiero atribuírmelo yo solo. La casualidad tuvo también un papel muy importante. Luego del disparo, pude ver que nuestro cañón había recibido doble carga de pólvora, y esto fue lo que dio tanta fuerza a nuestro proyectil.
El general Elliot, muy satisfecho de mi actuación, quiso darme un nombramiento de oficial que me negué a aceptar, conformándome con los cumplidos que me dirigió esa misma noche luego de cenar frente a todo su estado mayor.
Siempre he sentido una fuerte simpatía por los ingleses y su bravura, por lo que decidí no retirarme de la fortaleza sin prestarles otro servicio, y tres semanas después vi presentarse la ocasión.
Me disfracé de sacerdote católico y, a eso de la una de la madrugada, dejé la fortaleza y me dirigí a las líneas enemigas. Luego entré en la tienda donde el Conde de Artois había reunido a todos sus oficiales para comunicarles el plan de ataque del día siguiente. Protegido por mi disfraz, nadie pensó siquiera en echarme, y así pude enterarme perfectamente de sus planes. Una vez terminado el consejo, se retiraron todos a dormir, y advertí que también los centinelas se habían entregado al noble acto del descanso.
Sin perder un minuto, me puse a desarmar todas las piezas de artillería, que fui arrojando al mar, a distancia de unas tres millas. Como estaba solo, puedo aseguraros que ése fue el trabajo más extenuante de mi vida, con excepción del que mi buen compañero os ha relatado en mi ausencia.
Una vez terminado esto, reuní todas las cajas y pertrechos en el centro del campo. Temiendo que el ruido al arrastrarlos pudiera despertar a los centinelas, me iba echando encima cada cosa para llevarla hasta el montón. Al terminar de reunir todo, la montaña tenía una altura semejante a la del peñón de Gibraltar.
Tomé luego una bala de 48 y, golpeándola contra los restos de una construcción, obtuve fuego. Prendí una mecha y me alejé. Olvidé decir antes que había colocado, encima de todo, la totalidad de las municiones de guerra. Las llamas alcanzaron rápidamente la cima del montón, entonces, para evitar sospechas, di la alarma yo mismo.
Es fácil imaginar la consternación que se abatió sobre todo el campamento, convencido de que el ejército enemigo había hecho una incursión nocturna y degollado a los centinelas.
M. Drinckwater menciona en sus memorias de este conflicto la considerable pérdida sufrida por el enemigo, a consecuencia de un incendio, pero no le atribuye ninguna causa. Es cierto que tampoco le era posible hacerlo, ya que a nadie le confié mi secreto, ni siquiera a mi amigo, el general Elliot.
El Conde de Artois huyó con todos sus hombres y no descansó hasta llegar a París. El terror del episodio les impidió a todos comer durante tres meses.
Habrían pasado unos dos meses de mi hazaña cuando, mientras nos hallábamos almorzando con el general Elliot, una bomba atravesó el techo y cayó en nuestra estancia. El general hizo lo que cualquier persona haría en ese caso, o sea, salió de la habitación a gran velocidad. Yo levanté la bomba del suelo antes de que explotara y con ella me dirigí rápidamente a la cima del peñón. Desde allí divisé una gran reunión de gente a poca distancia del campo enemigo, pero desde mi posición no podía verse claramente lo que hacían. Recurrí a mi telescopio y descubrí que el enemigo se disponía a ahorcar como espías a dos de los nuestros. La distancia era excesiva como para lanzar a mano la bomba, pero recordé que en mi bolsillo tenía la honda con que David alcanzó tanta fama en su episodio con el gigante Goliath, y coloqué en ella la bomba. Al caer, estalló matando a todos los presentes, menos a los dos ingleses, quienes por fortuna ya estaban colgando de la horca. Uno de los fragmentos de la bomba dio contra la base del catafalco y lo derribó.
Apenas nuestros compañeros pusieron pie a tierra, intentaron encontrar una explicación a tan curioso hecho, pero al ver a los verdugos y soldados muy ocupados muriendo, se quitaron la soga que les oprimía el cuello y luego de saltar a un bote se dirigieron hacia nuestros barcos de guerra.
Al rato, cuando estaba por contarle al general Elliot la aventura, llegaron ellos. Después de un mutuo y afectuoso intercambio de opiniones y felicitaciones, celebramos entre todos el feliz desenlace.
Seguramente todos deseáis saber cómo es que yo tengo en mi poder un tesoro tan maravilloso como la honda de David. Pues bien, dejaré satisfecha vuestra curiosidad. Yo soy descendiente, como seguramente sabréis, de la mujer de Urías, que como seguramente sabréis también, mantuvo muy estrechas relaciones con el Rey David.
Pasó lo que con frecuencia pasa con el correr del tiempo. Su Majestad dejó enfriar notablemente las relaciones con la Condesa (hubo de recibir ese título tan sólo tres meses después de la muerte de su marido). Un día entablaron una polémica, acerca de una importante cuestión, que consistía en saber en qué parte del mundo había sido construida el arca de Noé y en qué lugar habría ido a parar una vez terminado el diluvio. Mi abuelo tenía la debilidad -tan común entre los grandes- de no tolerar contradicción alguna, y ella tenía el defecto -tan común en las mujeres- de querer tener razón en todo. Sobrevino la separación.
Con frecuencia, había oído hablar a mi abuela acerca de la susodicha honda como el objeto más precioso de la colección, y creyó oportuno llevársela como recuerdo de mi abuelo. Pero antes de que hubiese tenido tiempo de pasar la frontera, se echó en falta la honda y seis hombres de la guardia del Rey fueron enviados en su búsqueda, con la orden de detener a mi abuela.
Al verse perseguida, la Condesa hizo uso de la honda con tan buena mano que derribó a uno de los soldados. Este hecho ocurrió, casualidad o no, en el mismo paraje donde David llevó a cabo su hazaña.
Los otros guardias, viendo morir a su compañero, discutieron el asunto entre ellos y decidieron que lo mejor sería regresar, para informar al Rey de los acontecimientos. Mi abuela, por su parte, creyó conveniente continuar su viaje hacia Egipto, donde contaba con unos cuantos amigos en la corte.
Olvidé deciros que en su huida, mi abuela había llevado a su hijo predilecto. La fertilidad de las tierras de Egipto dio a este hijo gran cantidad de hermanos, de modo que la Condesa hubo de redactar en su testamento, una cláusula especial por la cual le hacía heredero de la honda, y es de él de quien ha llegado a mí en línea directa.
Este antepasado mío, que vivió hará unos doscientos cincuenta años, trabó conocimiento durante un viaje a Inglaterra, con un poeta que era plagiario y cazador furtivo. Hacíase llamar Shakespeare. Este hombre tomó prestada muchas veces la honda a mi padre, y con ella causó tantas bajas en la fauna de las tierras de sir Thomas Lucy que, a poco estuvo de correr la misma suerte que mis amigos de Gibraltar. Descubierto, fue enviado a prisión, y solamente lo liberaron gracias a un pedido especial de mi antepasado.
Mi padre, de quien yo heredé la honda, me contó una vez una historia cuya veracidad no pondrá en duda ninguno de los que conocieron al digno caballero.
"En uno de mis viajes a Inglaterra -me contaba-, me paseaba yo por las playas de Harwich, cuando se arrojó sobre mí un enorme caballo de mar. No tenía para defenderme más que mi honda, con la cual llegué a arrojarle dos piedras, con tan buena puntería que le vacié ambos ojos. Salté entonces encima de él y lo dirigí hacia el mar, porque al perder la vista había perdido también toda su ferocidad y se dejaba conducir como un caballo. Le calcé la honda a modo de bridas y lo lancé al galope. Menos de tres horas tardé en llegar a la otra orilla, recorriendo en tan poco tiempo más de treinta millas.
En Helvoetsluys, vendí el caballo por setecientos ducados, a un hombre que hizo buen dinero exponiendo públicamente al animal".
Pero según contaba mi padre, lo más extraordinario de esta modalidad de viaje fueron los descubrimientos que pudo hacer.
"El animal que montaba -me dijo- no nadaba, sino que corría por el fondo del mar, espantando en su avance a montones de peces muy distintos de los que usualmente vemos. Algunos de ellos tenían la cabeza en mitad del cuerpo y otros en la punta de la cola. Algunos otros estaban formados en círculo y cantaban a coro. Había algunos que construían, con agua, edificios transparentes de increíble belleza, rodeados de enormes columnas. Los aposentos que constituían estos edificios contaban con todas las comodidades que un pez distinguido pudiera desear: algunas de las salas estaban ya preparadas para la conservación de las huevas, y otras, destinadas evidentemente a la educación de los jóvenes.
Entre muchos otros incidentes, pasé en un momento por una cadena montañosa tan alta como los Alpes. Los flancos de roca se hallaban cubiertos de enormes cantidades de árboles a los que se trepaban cangrejos, ostras, caracoles, almejas y toda clase de animales marinos, algunos de ellos tan grandes que, con uno solo, habría alcanzado para llenar un carro. Los ejemplares que recogemos en nuestras costas son insignificantes, comparados con los que habitan las profundidades, pequeños animalejos que las corrientes submarinas arrancan de las ramas, tal como en la tierra, lo hace el viento con la fruta débil de los árboles.
Me encontraba ya a mitad del camino y calculo que a unas quinientas toesas de profundidad. En este punto, comencé a sentir la falta de aire. Pero esto no era lo único desagradable de mi situación. De vez en cuando, nos cruzábamos con enormes peces que, a juzgar por la abertura de sus bocas, parecían más que dispuestos a tragarnos a mí y a mi cabalgadura al mismo tiempo. Recordemos que mi montura estaba ciega, por lo cual debe agradecerse a mi pericia el haberme salvado de esos ataques. Una vez cerca de las costas de Holanda, con poco más de veinte toesas de agua por sobre mi cabeza, creí ver sobre la arena una figura humana que, a juzgar por su traje, había de ser femenina. Me pareció que aún daba señales de vida, y en efecto, al aproximarme noté que movía una mano. Tomándola de esa mano, llevé conmigo el cuerpo a la orilla.
Aunque en esas épocas estaba menos desarrollado que ahora el arte de resucitar a los muertos, los auxilios del boticario lograron volver a la mujer a la vida. Resultó ser la esposa del capitán de un barco que había salido del puerto hacía muy poco. Parece ser que, en el apresuramiento de la partida, el capitán había embarcado por error a otra mujer en lugar de su esposa. Habiéndose enterado ésta del grave equívoco, se lanzó en persecución de su marido en una lancha, con tan mala suerte que apenas lo hubo alcanzado, cayó al agua, por otro lamentable error del capitán.
Imagino las bendiciones que habrá echado el capitán sobre mí cuando encontró a su mujer viva, al regresar de su viaje. Pero por más que el hombre sienta que le causé daño, mi corazón no sufre remordimiento alguno, ya que obré por pura caridad".
En este punto solía interrumpirse el relato de mi padre, que ha venido a mi mente a causa de la famosa honda de la que os estaba hablando. Por desgracia, mi hazaña con la bomba fue la última de la honda, ya que la mayor parte de ella desapareció junto con el patíbulo y la bomba misma. El trozo que me quedó en la mano se conserva aún hoy en el museo de nuestra familia, junto con varias piezas más de valor incalculable.
Poco tiempo después, abandoné Gibraltar y volví a Inglaterra, donde me aconteció una de las más singulares aventuras de mi vida.
Había ido a Wapping, para supervisar el embarque de unos regalos que enviaba a amigos de Hamburgo. Una vez terminado, regresé con el Tower Warf. Era ya mediodía y la fatiga me vencía. De pronto, se me ocurrió que podría descansar cómodo y a resguardo del Sol, metiéndome en unos de los cañones, y apenas me hube recostado, me dormí profundamente.
Pero resulta que precisamente era ese día el cumpleaños del Rey Jorge III, y a la una en punto todos los barcos debían disparar salvas para saludar al monarca. Los cañones habían sido cargados por la mañana, y como nadie podía sospechar mi presencia en el interior de uno de ellos, me vi lanzado de pronto hacia las casas que se encontraban en la otra orilla, y fui a caer en un corral entre Benmondsey y Deptford. Tuve suerte de caer de cabeza en una parva, donde quedé clavado y dormido, sin duda aturdido por el golpe.
Tres meses más tarde, al parecer, subió el precio del heno de tal manera que el dueño de la parva donde yo había caído consideró conveniente venderla. El ruido de los campesinos que se aprestaban a subir a la parva me despertó, y sorprendido y sin saber dónde me encontraba, quise huir y fui a caer justamente sobre el dueño del campo.
No sufrí ningún daño en la caída, pero no puede decirse lo mismo del dueño, que quedó desnucado, por el golpe de mi cuerpo. Para tranquilidad de mi conciencia, me enteré luego de que el hombre era un infame usurero que almacenaba sus frutos y granos hasta que el hambre hacía subir los precios, de manera que su muerte fue un justo castigo enviado por el Cielo y un servicio prestado a la comunidad.
Imaginad, empero, el asombro de mis amigos de Londres al verme reaparecer luego de tres meses, después de las infructuosas pesquisas que habían ordenado para encontrarme.
Ahora, caballeros, beberemos un trago y continuaré con el relato de otra de mis aventuras.