Otro de mis viajes fue de Inglaterra a las Indias Orientales, en compañía del capitán Hamilton. En esa ocasión, llevé conmigo a un perro de caza que valía literalmente lo que pesaba, ya que jamás me había fallado.
Un día en que, según mis cálculos, estaríamos a unas trescientas millas de la costa, mi perro se puso al acecho. Con asombro, observé que permanecía en esta posición por más de una hora. Le comenté al capitán que debíamos estar cerca de tierra, ya que el perro olía la caza. Tanto él como la tripulación rompieron en carcajadas.
Luego de discutir un buen rato el asunto, terminé por decirle al capitán que confiaba más en la nariz de mi perro que en los ojos de sus marineros, y lo desafié a una apuesta. El hombre, que era una excelente persona, se rió de nuevo y le pidió al médico que me tomara el pulso. Así lo hizo y declaró que mi salud era perfecta.
Pusiéronse entonces a deliberar en voz baja, pero aun así llegué a comprender que el capitán se negaba a aceptar mi apuesta, por considerarme loco, mientras que el médico sostenía que no era así, y que si yo confiaba más en mi perro que en los marineros, tenía merecido perder. Por segunda vez, hice la oferta y mi apuesta fue aceptada.
Apenas habíamos formalizado, cuando unos marinos que pescaban a popa, atraparon un enorme pez. Al despedazarlo, encontraron en su vientre doce perdices vivas.
Los pájaros debían de vivir allí hacía largo tiempo, pues habían puesto huevos, y algunos ya estaban a punto de romper. Criamos estos pollos recién nacidos y tuvimos caza durante todo el viaje.