Sobre los perros y caballos del Barón

Fueron mi valor y mi presencia de ánimo los que me permitieron salir airoso en todas estas difíciles situaciones, en las cuales siempre estuvo en peligro mi vida. Esas dos virtudes son las que definen al buen cazador, al buen soldado y al buen marino. Sin embargo, sería muy imprudente el cazador, soldado o marino que confiara sólo en su valor y presencia de ánimo, sin cuidarse de poseer las habilidades e instrumentos que aseguren el éxito de sus acciones. No se me puede reprochar a mí tal defecto, ya que siempre he sido citado como autoridad, tanto por la excelencia de mis perros y caballos como por mi destreza a la hora de valerme de ellos.

No quisiera aburrir a nadie con detalles de mis caballerizas, de mis perreras o de mi armería, como suelen hacerlo los que poseen caballos, perros o armas, pero no puedo menos que mencionar a algunos de mis perros, que quedarán para siempre en mi memoria, por los fieles servicios que me prestaron.

Era el primero de ellos un perdiguero tan inteligente, incansable y precavido, que todo aquel que lo veía me lo envidiaba. Me era tan útil de día como de noche: cuando oscurecía, le sujetaba al rabo una linterna, y por este medio podía hacer caza nocturna tan bien como de día, si no mejor.

A poco de haberme casado, manifestó mi esposa sus deseos de acompañarme en una cacería. Yo cabalgué delante para buscar alguna presa, y a poco vi a mi fiel perdiguero ante una bandada de perdices. Esperé entonces para que llegara mi esposa, que me seguía con mi teniente y uno de mis criados. Como pasaba el tiempo y no se veían ni rastros de ellos, la inquietud empezó a apoderarse de mí, hasta que finalmente decidí volver sobre mis pasos. A mitad de camino, llegaron a mis oídos unos angustiados gemidos, pero por más que miré en todas direcciones, no fui capaz de hallar señal alguna de persona viva.

Apeándome, aproximé el oído al suelo y descubrí con asombro que los gemidos provenían de debajo de la tierra, y no sólo eso, sino que pude distinguir las voces de mi esposa, mi teniente y el criado. Advertí entonces que, a poca distancia, se abría el pozo de una mina de carbón, y ante este descubrimiento ya no me quedaron dudas de que mi esposa y sus acompañantes habían caído en ella. Me dirigí a todo galope al pueblo, donde ubiqué fácilmente a los mineros. Después de denodados esfuerzos, consiguieron rescatarlos del pozo, que mediría cuando menos veinticinco metros de profundidad.

El primero en salir a la superficie fue mi criado con su caballo. Después le tocó a mi teniente con su cabalgadura, y por último, a mi esposa con la suya. Lo más curioso del caso fue que nadie -ni personas ni animales- habían sufrido más daño que unos leves magullones y un considerable susto. Como todos pueden suponer, ya nadie pensó en la partida de caza. Y como pienso que quienes me oyen se habrán olvidado de mi perro, a lo largo de esta narración, me sabrán disculpar que yo también lo haya olvidado.

Al día siguiente debí emprender un viaje por asuntos de servicio, del que recién volví quince días después. Al regresar, pregunté por mi Diana, sólo para descubrir que nadie tenía noticias de ella. Mis criados supusieron que me la había-llevado en mi viaje, pero no siendo así, había que renunciar a la idea de volver a verla con vida.

Mas de pronto se me ocurrió una idea. ¿No estaría aún donde vi las perdices? Me dirigí sin demora al sitio, con la esperanza de ver confirmada mi ilusión, y al llegar encontré a mi fiel perra clavada en el lugar donde la había dejado dos semanas atrás. Le grité para que viniera hacia mí, pero el pobre animal estaba tan extenuado y hambriento que apenas podía seguirme. No tuve más remedio que ponerlo sobre el caballo para llevarlo de regreso a casa. Acepté gustoso la incomodidad. Unos pocos días de reposo y buenos cuidados fueron todo lo que mi Diana necesitó para recuperarse totalmente, y poco tiempo después, me permitió resolver un misterio que jamás hubiera podido dilucidar sin ella.

Durante dos días me había empeñado yo en perseguir a una liebre. Mi perra la corría sin parar, pero yo nunca lograba ponerme a distancia de tiro de ella. No soy dado a creer en brujerías, porque he visto muchas cosas maravillosas en mi vida, pero mi lucha con esa maldita liebre me tenía a mal traer. Por fin, el segundo día, logré acercarme lo suficiente al animal y di fin a la cacería. Entonces, ¿qué creéis que descubrí con gran asombro? La famosa liebre tenía cuatro pares de patas, dos en el vientre y otros dos en el lomo. Así, cuando las patas inferiores se cansaban, el animal daba una vuelta en el aire y renovaba con más bríos su carrera.

Nunca he vuelto a ver una liebre como ésa, que sin duda se me hubiera escapado, sin la ayuda de mi fiel perra. Diana era muy superior a todos los otros perros de su raza, y me atrevería a llamarla única, si no fuera por otra perra, una galga, también de mi posesión, que le disputaba el puesto. No era tanto su figura sino su velocidad lo que deslumbraba. Nadie que la haya visto en acción dejó de admirarla, y mucho menos se extrañó de que yo la tuviera en tan alta estima y cazara tan a menudo con ella. Tanto fue lo que corrió este sufrido animal, cazando conmigo, que en su vejez las patas se le habían gastado casi hasta la altura del vientre; aun así, supo prestarme buenos servicios de otras maneras.

Una vez, cuando era todavía joven, se lanzó en persecución de una enorme liebre más gorda que cualquiera que jamás se haya visto. Mi perra estaba preñada y daba pena ver los esfuerzos que hacía por correr tan de prisa como siempre. De repente, oí que los ladridos se multiplicabas, como si se acercara una jauría. Me aproximé y pude entonces ver uno de los espectáculos más maravillosos del mundo. La liebre, que según descubría ahora debía su peculiar tamaño al hecho de estar preñada, había parido mientras huía, y la suerte había querido que otro tanto ocurriera con mi perra, dando la casualidad de que la cantidad de lebratillos y cachorros era la misma. Por instinto, los lebratillos huyeron también, pero los perritos no sólo los persiguieron sino que cada uno de ellos capturó uno, de modo que al terminar la cacería tenía en mi poder seis liebres y seis perros, cuando al comenzar había tenido tan sólo una liebre y un perro.

Con el mismo placer recuerdo a un admirable caballo de origen lituano que resultó, a todas luces, inestimable. Me convertí en su dueño merced a un juego del destino que me permitió a la vez demostrar mis habilidades como jinete. Me encontraba como invitado en uno de los palacios del conde de Przobowski de Lituania, y mientras el resto de los caballeros había ido al patio para admirar un hermoso ejemplar equino recién llegado, yo preferí quedarme en el salón, tomando té con las damas. De pronto, oímos un clamor pidiendo ayuda, y al bajar a toda prisa las escaleras, me di de bruces con el susodicho caballo, tan furioso y salvaje que ni los mejores jinetes allí presentes se atrevían siquiera a acercársele. Decididamente, me' arrojé sobre su lomo de un salto, provocando el terror y el asombro en todos los rostros. Sorprendido sin duda por mi imprevisto ataque, el salvaje potro sucumbió pronto a mis habilidades de domador. Para tranquilizar a las señoras presentes, obligué al potro a entrar en el sablón a través de una ventana, y una vez adentro, lo obligué a encaramarse sobre una mesa y a efectuar sobre ella una serie de pruebas, sin romper siquiera una taza. Este suceso me granjeó no sólo la simpatía de las damas, sino también la del conde, que con infinita cortesía me rogó que aceptara al animal para que me acompañase con merecida gloria en mi futura campaña contra los turcos, a las órdenes del conde de Munich.


Aventuras del Barón en la guerra contra los Turcos


Pocos regalos me hubieran regocijado más que el de aquel caballo, sobre todo teniendo en cuenta que me sería de gran utilidad en una campaña en la que por primera vez iba a demostrar mis dotes de soldado. ¡Un caballo tan dócil y tan fogoso a la vez, un animal que era un cordero y un Bucéfalo al mismo tiempo, me recordaría constantemente mis deberes de soldado y las heroicas aventuras de Alejandro en sus conquistas!

El propósito principal de la guerra era, al parecer, lavar el honor del Imperio Ruso, que había quedado bastante manchado en el Pruth, en tiempos del zar Pedro 1. Logramos nuestro objetivo luego de una dura aunque gloriosa campaña, gracias al talento del gran general antes mencionado.

La modestia hace que los subalternos jamás se adjudiquen la autoría de grandes e ilustres hechos de armas.-La gloria se atribuye normalmente a los jefes, por más incapaces e ineptos que sean, o no reyes que no han sentido el olor de la pólvora sino en las cacerías o que jamás han visto maniobrar a un ejército sino en los desfiles.

Por esta razón, yo no voy a reivindicar para mí ni la más ínfima parte de la fama que nuestros ejércitos alcanzaron en el curso de durísimas batallas contra el enemigo. Todos cumplimos con nuestro deber, eso es todo.

En esa época, yo tenía a mi mando un batallón de húsares, y se confiaba en que mi inteligencia y mi valor los llevaría al éxito en sus expediciones. Pero debo ser justo y aclarar que el éxito debe ser atribuido no sólo a mi persona sino también a mis bravos compañeros de aventura.

Un día, mientras rechazábamos una salida de los turcos en Oczakow, los hombres de la vanguardia se encontraron en difícil situación. Yo estaba entre ellos, y de pronto vi venir desde la ciudad un batallón enemigo, envuelto en una enorme nube de polvo que hacía imposible apreciar su cantidad o a qué distancia se encontraba. Podría perfectamente haberme rodeado yo de una nube similar, pero me pareció que este recurso no nos reportaría ningún beneficio y, además, hubiera constituido una estrategia poco menos que vulgar. En cambio, ordené a mis fuerzas que se dispersaran por los flancos, haciendo tanto polvo como pudieran, mientras yo me lanzaba rectamente contra el enemigo para observarlo de cerca. Llegué a las filas enemigas, que lucharon conmigo hasta que mis hombres llegaron y los dispersaron en retirada, obligándolas a retroceder aun más allá de su ciudadela, resultado éste que nunca nos hubiéramos atrevido a esperar.

Pero hete aquí que, al ser mi hermoso caballo mucho más veloz que los otros, yo me puse a la cabeza de la persecución, y viendo que el enemigo huía hacia la otra puerta de la ciudad, juzgué conveniente detenerme unos minutos en la plaza y tocar llamada. Qué enorme fue mi asombro al descubrir que ni el trompeta ni ninguno de mis húsares se ponía a mi lado. Pensé que estarían persiguiendo al enemigo por otras calles, y consideré oportuno permitir a mi caballo acercarse a una fuente que allí había y dejar que bebiera. En efecto, púsose a beber el noble bruto y lo hacía de manera realmente asombrosa, como si tuviera una sed imposible de apagar. Muy pronto aclaré este fenómeno. Al mirar hacia atrás para ver si por fin venían los míos, descubrí con asombro que a mi cabalgadura le faltaba toda la parte trasera, de modo que el agua que bebía se le escapaba de inmediato por detrás. No acerté a explicarme cómo podía haberle ocurrido esto, hasta que uno de mis subordinados, que recién venía del otro extremo de la ciudad, me contó lo sucedido, mezclando en el relato profusas felicitaciones y abundantes juramentos. En el preciso instante en que yo, en medio de los enemigos, entraba en la ciudad, habían dejado caer el rastrillo de la puerta, que de un solo tajo seccionó la parte trasera de mi cabalgadura. Sólo esa parte trasera de mi caballo -que en un comienzo, quedó atrapada entre los enemigos-, les causó graves estragos, a pura coz. Luego se había dirigido hacia un prado cercano, donde la encontraría si me dignaba ir a buscarla. De inmediato, di la vuelta y a la mayor velocidad que me permitía mi medio corcel corrí al prado, donde con gran alegría encontré la mitad posterior, entregada a placenteras actividades con las yeguas que por allí correteaban.

Teniendo así la certeza de que ambas mitades de mi caballo estaban vivas y sanas, mandé llamar a nuestro veterinario. En el acto, él decidió unir las dos, partes, cosiéndolas con los tallos de un laurel que crecía en las cercanías. La herida curó rápidamente y sin problemas, y ocurrió algo que me habría asombrado si no hubiese yo sabido de antemano que se trataba de un animal maravilloso: los tallos del laurel enraizaron en el cuerpo del caballo y brotaron, creando una enramada bajo la cual, en más de una ocasión, pude pasearme a la sombra de mis laureles, para rematar aquel glorioso episodio.

Aprovecharé para relatarles un leve inconveniente, consecuencia del combate recién referido. Había pasado tanto tiempo acuchillando turcos que mi brazo adquirió el irresistible hábito de realizar el movimiento correspondiente, aun en ausencia de enemigos. Temiendo acuchillarme a mí mismo o a alguno de los míos, decidí que lo mejor sería llevar el brazo en cabestrillo durante ocho días, como si lo tuviera herido, y de esa manera inmovilizarlo hasta tanto abandonara la peligrosa costumbre.

Relataré ahora otra hazaña que a nadie debe extrañar, proviniendo de un hombre capaz de montar un caballo como mi potro lituano. Nos hallábamos sitiando una ciudad cuyo nombre no quiero recordar, y era muy importante para el general saber con la mayor exactitud posible qué ocurría dentro de sus murallas. Parecía imposible que uno de los nuestros pudiera colarse al interior de una plaza tan bien defendida, pues para lograrlo, sería necesario abrirse paso sigilosamente a través de puestos de avanzada, líneas de centinelas y las más diversas fortificaciones, y nadie se atrevía a emprender tal viaje. Pero yo lo hice, del modo más ingenioso.

Confiando un poco ciegamente en mi valor, y arrastrado por mi sentido del deber, me ubiqué al lado de uno de nuestros más poderosos cañones, y en el instante en que el tiro salió, me arrojé sobre la bala y me así a ella con todas mis fuerzas, con la idea de penetrar en la plaza por este medio. Estaba ya en mitad de mi vuelo cuando me di cuenta de lo difícil que resultaría volver. ¿Qué sucedería una vez que me encontrara en el interior de la plaza? Sin dudas sería descubierto y me ahorcarían. Éste no era un final digno de mí. Mientras hacía esta reflexión y otras por el estilo, advertí que a mi alrededor pasaban muchas balas de cañón en dirección contraria, las que desde la fortaleza disparaban contra nuestro campo. En cierto momento, una de ellas cruzó a muy poca distancia de mí; entonces, abandoné la mía para saltar sobre ella y así regresé con mi gente. Es cierto que en esta ocasión no logré mi cometido inicial, pero pude retornar sano y salvo.

Nadie vaya a creer, por lo que acabo de narrar, que mi caballo era menos dispuesto que yo para los saltos. No había foso ni vallado que lo detuviera. Recuerdo una ocasión en que una liebre que perseguíamos cruzó el camino real, en momentos en que se aproximaba un carruaje que se interpuso entre la presa y nosotros. Mi potro lituano, lejos de amedrentarse por el obstáculo, atravesó el carruaje por las ventanillas, a tal velocidad que apenas me dio tiempo de quitarme el sombrero para saludar a las damas que en él viajaban y pedirles disculpas por la libertad que me había tomado.

En otra ocasión, intenté saltar por encima de un pantano, pero ya en vuelo, a mitad de camino, advertí que mi cálculo había sido erróneo y que no alcanzaría la otra orilla. De inmediato, volví grupas en medio del salto y caí de nuevo en la misma orilla de la que había partido, desde la cual tomé acrecentado impulso para saltar otra vez. Nuevamente erré el cálculo, y esta vez caí en medio del pantano, en el que me hundí hasta el cuello. Sin dudas allí hubiera perecido, de no mediar la genial idea que tuve de tirar vigorosamente de mi coleta, elevando y arrancando de la muerte tanto a mi propia persona como a mi caballo, al que sujetaba con toda la fuerza de mis piernas.

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