Paso por alto muchas alegres anécdotas de las que fuimos protagonistas o testigos, porque deseo contarles varias historias de caza aun mucho más maravillosas y entretenidas.
Como es fácil suponer, me encontraba más a gusto que nunca en compañía de gentes capaces de apreciar los placeres de la caza y de disfrutar como es debido de un coto abierto, sin restricciones. En todas mis aventuras me acompañó la buena fortuna, pero la que guió todos mis disparos quedará para siempre como uno de los más hermosos recuerdos de mi vida.
Una mañana, desde la ventana de mi dormitorio, vi que un gran lago cercano estaba cubierto de patos silvestres. Rápidamente tomé mi escopeta y me lancé escaleras abajo, con tanta precipitación que choqué de cara contra la puerta. El golpe me hizo ver estrellas, chispas y centellas, pero no por eso perdí un instante. Pronto estuve a tiro del lago, mas en el momento de disparar percibí con desesperación que el tropezón me había hecho perder el pedernal de la escopeta. ¿Qué podía hacer yo ante tal percance? No tenía tiempo que perder. Entonces, recordé lo que me había ocurrido al bajar corriendo la escalera. Levanté la escopeta, la apunté en dirección a los patos, y me di un fuerte puñetazo en el ojo, provocando la cantidad de chispas suficiente para que el arma disparara y matase cinco parejas de patos, cuatro gansos y dos gallinetas. Esto demuestra que la presencia de ánimo es el fundamento de las grandes acciones. Así como el soldado y el marino reciben de ella inapreciables servicios, el cazador debe también agradecerle más de un buen lance.
Recuerdo que cierto día, vi nadar en un lago -a cuya orilla había llegado en uno de mis paseos- unas cuantas docenas de patos silvestres, pero desgraciadamente muy diseminados como para albergar la esperanza de cobrar más de uno por disparo. Por si eso fuera poco, me quedaba tan sólo una carga para la escopeta. Y yo necesitaba cazar unos cuantos de esos patos, pues esa noche había invitado a mi casa, a varios amigos.
Recordé entonces que aún tenía en mi bolsa un pequeño trozo de tocino. Destrencé la correa de mi perro para obtener una cuerda de longitud considerable y a su extremo até el trozo de grasa. Me oculté entonces entre los cañaverales de la orilla y lancé el señuelo. En muy poco tiempo, vi con placer cómo un pato se acercaba y se lo tragaba. Los demás patos se acercaron también detrás del primero. Como el tocino es muy grasoso, rápidamente atravesaba al pato y salía por su otro extremo, y el siguiente pato se lo tragaba, y así sucesivamente. Muy pronto el cebo había pasado por todos los patos, que quedaron ensartados como cuentas en un collar. Contento con el resultado y con mi astucia, me enrollé la cuerda con los patos alrededor del cuerpo y emprendí el camino de regreso al hogar.
Tenía un buen trecho hasta casa, y al poco rato comencé a arrepentirme de haber capturado tantos patos. Fue entonces cuando sucedió algo inesperado. Los patos aún estaban vivos, y al recuperar poco a poco sus facultades, comenzaron a aletear vigorosamente, elevándose en el aire y elevándome por lo tanto a mí con ellos. Lejos de dejarme amedrentar por la situación, decidí usarla en mi provecho y, sirviéndome de los faldones de mi casaca, dirigí el vuelo en dirección a mi casa. Cuando estuve sobre el techo de mi vivienda, el asunto era descender suavemente, para lo cual fui retorciendo el cuello a los animales uno tras otro y de forma gradual, bajando paulatinamente con tan buena puntería que acerté justo en la chimenea, para gran asombro de mi cocinero. Tuve la gran suerte de que el fuego estuviera apagado.
Una historia parecida a ésta me ocurrió con una bandada de perdices. Había salido a probar una escopeta nueva y ya había agotado todos mis perdigones cuando, a mis pies, descubrí una bandada de perdices. De inmediato me acometió el deseo de contar con la presencia de algunas de ellas en mi mesa, esa noche. Movido por tal deseo, se me ocurrió un método que, sin duda, cualquiera puede emplear con suma eficacia en situaciones parecidas. Una vez que vi el sitio donde la bandada se había posado, cargué el arma, introduciendo, en vez de perdigones, la baqueta, cuyo extremo -que yo había afilado como pude y apresuradamente- sobresalía del cañón. Así pertrechado, apunté contra las perdices y disparé con tan buena fortuna que el hierro en vuelo ensartó siete de ellas. Sin duda debieron asombrarse de verse tan rápidamente en el asador.
En otra ocasión, me hallaba en uno de esos magníficos bosques de Rusia y me crucé con un hermoso ejemplar de zorro. Perforar esa soberbia piel hubiera sido una lástima. El amigo zorro se había escondido detrás de un árbol. Rápidamente, saqué el plomo de mi escopeta y coloqué en su lugar un clavo. Hice fuego con tan buena puntería que la cola del zorro quedó clavada en el tronco del árbol. Entonces, y con total tranquilidad, me aproximé con mi cuchillo de monte, con el cual le hice un corte en forma de cruz en la cara. luego le di de latigazos hasta que se salió de su propia piel tan perfectamente, que el solo verlo era una maravilla.
El azar y la casualidad, a menudo, reparan nuestros errores. Una vez tropecé en un espeso bosque con un jabato y una jabalina que corrían hacia mí. Les disparé con tan mala suerte que no di en el blanco. Sin embargo, el jabato, que iba delante, salió corriendo espantado, mientras que la jabalina se quedó inmóvil, como clavada en el suelo. Al acercarme para averiguar la razón de tan extraño comportamiento, descubrí que se trataba de una jabalina ciega que, con la boca, andaba agarrándose del rabo del jabato que fielmente le hacía de lazarillo. Mi disparo, al pasar entre los dos animales, había cortado el rabo, cuyo extremo aún sostenía la jabalina en sus fauces. De inmediato, agarré la otra punta del rabo y tirando de él, conduje al animal tranquilamente hasta mi casa.
Por muy fieras y peligrosas que sean las hembras, pueden ustedes estar seguros de que el jabalí macho es aun más feroz y terrible. Una vez me encontré en medio de un bosque con un jabalí, con tan mala suerte que no estaba preparado para defenderme y mucho menos para atacarlo. Apenas había tenido tiempo de escabullirme detrás de un grueso árbol, cuando el animal se arrojó con toda su furia para darme una dentellada. Al hacerlo, sus colmillos penetraron en el tronco con tanto vigor que le resultó absolutamente imposible extraerlos para volver a atacarme. En el acto, recogí una piedra del suelo y con ella golpeé los colmillos para clavarlos con más fuerza, de forma tal que el jabalí no pudiera soltarse. De modo que tuvo que resignarse a esperar pacientemente hasta que fui al pueblo y regresé con una carreta y cuerdas para llevarlo vivo, pero fuertemente amarrado, a mi casa.
Sin duda alguna habréis oído hablar de San Humberto, santo patrono de los cazadores, y también del ciervo que se le apareció en un bosque y que tenía la santa cruz entre los cuernos. Todos los años le he presentado mis ofrendas en su día, y muchas veces he visto al ciervo, pintado en iglesias o en las insignias de los caballeros de la orden que lo tiene por patrono, de forma tal que no osaré negar que hubo en otros tiempos ciervos así, y ni siquiera que pueda haberlos ahora. Sin entrar en esta discusión, permitidme que os cuente lo que yo he visto con mis propios ojos.
En cierta ocasión, cuando ya había agotado todas mis municiones, se me cruzó el más espléndido ciervo del mundo. El bello animal se detuvo y me miró detenidamente, como si supiera que yo no podía dispararle.
En el acto eché en la escopeta una carga de pólvora y en vez del plomo coloqué un puñado de carozos de cereza que a toda prisa despojé de su piel y pulpa, y le disparé en la frente. El tiro lo aturdió, pero de inmediato se recuperó y huyó a toda velocidad. Un par de años habrían pasado, cuando, mientras estaba de cacería en el mismo bosque, se me apareció un magnífico ciervo que llevaba entre sus cuernos un cerezo de más de tres metros de altura. En el acto recordé mi anterior aventura, y considerando al ciervo como una propiedad por mí adquirida mucho tiempo atrás, lo derribé de un disparo, con lo cual tuve esa noche asado y cerezas de postre, porque el árbol estaba cargado de fruta y creedme que era la más delicada y exquisita que he probado en mi vida.
¿Quién puede afirmar entonces que no fue un piadoso cazador, un abad o un obispo aficionado a la caza quien plantó de un disparo la cruz en la frente del ciervo de San Humberto? En casos extremos, un buen cazador prefiere recurrir a los recursos más extraños, antes que perder una buena oportunidad. Yo- mismo he pasado muchas veces por situaciones similares.
Citaré como ejemplo el siguiente caso…
Me encontraba una vez en un bosque de Polonia, ya sin municiones; caía la tarde, y yo marchaba de regreso a mi casa, cuando se cruzó en mi camino un enorme oso con la evidente intención de devorarme. Por más que busqué y rebusqué en todos mis bolsillos, sólo pude hallar dos pedernales de ésos que uno siempre lleva encima en previsión de un apuro. Sin pensármelo demasiado, arrojé uno a las fauces abiertas del animal. Al parecer, el bocado no fue del agrado del oso, que dio media vuelta. Aproveché entonces la ocasión para arrojarle la segunda piedra al otro extremo de su aparato digestivo, con tan buena fortuna que no sólo penetró en el animal sino que en su interior chocó con la primera, provocando una cantidad tal de chispas que el oso saltó en mil pedazos por los aires.
Mi destino era, sin duda, ser atacado por las más terribles fieras justamente en los momentos en que estaba más indefenso, como si el instinto les indicara la debilidad de mi posición. Me sucedió una vez que, apenas había terminado de quitar el pedernal de mi escopeta, se lanzó contra mi persona un oso gigantesco. Sólo atiné a trepar a toda velocidad a un árbol, con tan mala fortuna que en la ascensión perdí mi cuchillo de monte, que había utilizado para aflojar el pedernal. El oso rondaba la base del árbol y, de un momento a otro, subiría en pos de mí. Hubiera podido detonar la escopeta sacando chispas de mis ojos, como ya había hecho en otra ocasión, pero la idea no me atraía demasiado, ya que los fuertes dolores que me había provocado persistían. Miraba con tristeza mi cuchillo, clavado en la nieve al pie del árbol, pero ninguna mirada triste podría mejorar la situación. De pronto, se me ocurrió una idea tan feliz como singular. Rebuscando en mi morral, donde suelo llevar una abundante variedad de cosas, encontré un ovillo de hilo, un pequeño trozo de hierro curvo y una buena cantidad de pez. Rápidamente, até el trozo de hierro a uno de los extremos del cordel y luego lo embadurné de pez, que ablandé con el calor de mi pecho. Una vez que tuve todo preparado, arrojé con presteza el aparejo hacia abajo, logrando apoyar el hierro sobre el mango de mi cuchillo, que se adhirió a él por efecto de la mezcla que, al endurecerse por el frío, formaba una especie de fuerte pegamento. Izando el hilo con cuidado, pude así recuperar ingeniosamente mi cuchillo. Apenas había terminado de atornillar de nuevo mi pedernal, cuando el oso decidió que había llegado el momento de venir por mí. "Tenía que ser oso, pensé, para elegir tan bien el momento", y lo recibí con una cálida bienvenida de plomo, de forma que no le quedaron ya más ganas de andar trepando árboles.
Recuerdo otra vez que me vi de pronto cara a cara con un feroz lobo; tan cerca lo tenía que mi único recurso fue hundirle el puño en las fauces. Llevado por el instinto, hundí mi puño cada vez más, hasta el hombro. Ya en este punto, tuve que considerar cuál sería mi próximo paso. Si sacaba el brazo de sus fauces, el lobo se me echaría encima. En consecuencia, y sin pérdida de tiempo, sujeté firmemente sus entrañas y tiré hacia mí, dándolo vuelta como si fuera un guante, y lo dejé muerto sobre la nieve.
No me atreví, sin embargo, a utilizar este método con un perro rabioso que se cruzó en una calle de San Petersburgo. Me eché a correr a toda velocidad, y para hacerlo más cómodamente me quité la capa y la arrojé tras de mí. Permanecí refugiado en mi hogar y, más tarde, envié a uno de mis criados a recuperar la capa perdida.
Al día siguiente, oí gran barullo en la casa, en tanto mi fiel Juan se me acercaba diciéndome:
– ¡Dios santo, señor! ¡Vuestra capa está rabiosa!
Rápidamente me aproximé y descubrí que, en efecto, mi capa estaba rabiosa. En el preciso instante en que yo entraba, ella se lanzó sobre una de mis casacas nuevas, despedazándola sin piedad alguna.