Cuando estaba al servicio de los turcos, tenía la costumbre de pasearme en mi yate por el mar de Mármara, desde donde se goza de una admirable vista de Constantinopla.
Una mañana en que me encontraba absorto en la belleza y serenidad de aquel cielo, vi flotando en el aire un objeto redondo del tamaño de una bola de billar, del que parecía colgar algo. De inmediato, eché mano de mi carabina, que nunca dejo en casa, y cargándola con bala hice fuego sobre el misterioso objeto. Al parecer, no acerté el tiro, por lo que decidí repetirlo con doble munición, también sin éxito. Finalmente, al tercer intento, logré acertarle con cuatro o cinco balas que perforaron su costado, de modo que empezó a descender.
Imaginaos mi sorpresa cuando vi caer a dos toesas de mi nave, una especie de cilindro dorado, suspendido de un enorme globo cuyo tamaño superaba el de la cúpula de una catedral. En el interior del cilindro había un hombre y medio carnero asado.
Recuperándome de mi sorpresa, formé con mis hombres un círculo en torno al misterioso personaje.
El desconocido, que supuse francés, tenía los bolsillos repletos de oro y joyas. Sus dedos estaban cubiertos de exquisitos anillos guarnecidos de diamantes y todo él, en general, daba la impresión de enorme riqueza. Para mis adentros, no pude menos que pensar que aquel hombre debía de haber prestado enormes servicios a la humanidad para que los nobles, a pesar de su habitual tacañería, le hubieran hecho tan fastuosos regalos.
El golpe de la caída lo había aturdido un poco, de modo que hubo que esperar algún tiempo hasta que se halló en condiciones de responder a nuestras preguntas. Finalmente se recuperó y nos contó lo siguiente:
"No he sido yo, claro está, quien ideó este ingenioso medio de transporte, pero sin dudas he sido el primero en utilizarlo para dejar en ridículo a los acróbatas y equilibristas, elevándome más alto que ellos. Hará unos siete u ocho días, realicé una ascensión a la punta del Cornouailles, en Inglaterra. Llevaba conmigo un carnero, con la intención de dejarlo caer desde las alturas, para diversión de los espectadores. Por desgracia, el viento cambió su dirección diez minutos después de mi partida, y en vez de llevarme hacia Exeter me condujo hacia el mar, sobre el cual he estado flotando a gran altura. Entonces me alegré de no haber lanzado el carnero, ya que al tercer día, acuciado por el hambre, no tuve más remedio que sacrificar al desdichado animal. Hacía ya un buen tiempo que había superado la altura de la Luna, y a decir verdad me hallaba tan cerca del Sol que se me habían quemado ya las pestañas. Coloqué al carnero, previamente desollado, en la parte donde más daba el Sol y así, en tres cuartos de hora, estuvo asado. Con él me alimenté durante mi viaje".
"No podía descender, ya que se había roto la cuerda que acciona la válvula del globo, a través de la cual se supone que deben escapar los gases que lo sustentan, provocando un lento descenso. Si no hubierais disparado contra el globo, perforándolo, muy probablemente habría permanecido en el aire como Mahoma, suspendido entre el Cielo y la Tierra hasta el último Día."
El hombre, acto seguido, regaló la barquilla a mi piloto, quien en ningún momento había abandonado el timón, y arrojó al mar los restos del carnero. El globo, ya averiado por mis disparos, había terminado de destrozarse durante la caída.