Décima aventura en el mar

Ya os conté una vez acerca del viaje que hice a la luna en busca de mi hacha de plata. Tiempo después, tuve oportunidad de volver allí, pero de manera mucho más agradable y para quedarme por un lapso más largo.

Uno de mis parientes -quien insistía constantemente en que en alguna parte del mundo debía existir un país como el que Gulliver dice haber hallado en el reino de Brobdingnag- había decidido partir en su búsqueda, rogándome que lo acompañara.

Por mi parte, siempre había pensado que las historias de Gulliver no eran más que simples cuentos para niños, y dudaba de la existencia de tal país, pero como este pariente me había nombrado su heredero universal, comprenderéis que debía tener ciertas consideraciones con él.

Llegamos hasta los mares del Sur, sin encontrar nada notable, a no ser unos hombres y mujeres voladores.

Días después, se desató un huracán tan fuerte que arrancó de cuajo nuestro barco y nos elevó unas mil leguas sobre el nivel del mar, manteniéndonos a esa altura durante mucho tiempo. Por fin, un viento favorable hinchó nuestras velas y nos hizo avanzar a gran velocidad.

Hacía ya seis semanas que navegábamos por sobre las nubes, cuando divisamos una tierra redonda y plateada, parecida a una isla. Entramos en un puerto seguro y confortable, saltamos a tierra y descubrimos que el país estaba habitado. A nuestro alrededor se veían ciudades, bosques, lagos, ríos.

En la Luna (porque allí era donde habíamos llegado) habitan unos seres de gran tamaño que montan en enormes buitres de tres cabezas, en lugar de los caballos que usamos nosotros.

Al momento de nuestro arribo, el rey de la Luna estaba en guerra con el Sol y me ofreció un puesto de oficial que yo rehusé amablemente.

Todo allí es enorme. Una mosca, por ejemplo, tiene el mismo tamaño que un carnero de los nuestros. Las armas comunes, allí son enormes rábanos silvestres que utilizan como jabalinas. Cuando los rábanos se han acabado, usan espárragos con el mismo éxito. A guisa de escudos, recurren a grandes hongos.

También pudimos conocer a algunos habitantes de Sirio que habían llegado a la luna, por negocios. Tienen cabeza de perro y los ojos colocados en la punta de la nariz, más bien abajo. Carecen de párpados, pero para dormir se cubren los ojos con la lengua. Su altura promedio es de veinte pies. Los habitantes de la Luna nunca miden menos de treinta y seis.

Llevan el particular nombre que puede traducirse como seres cocineros. Se los llama así porque preparan la comida como nosotros, cocida, pero no pierden demasiado tiempo en ingerirla, pues tienen en el costado del cuerpo una ventanilla por donde introducen los alimentos en el estómago. Comen una sola vez por mes, así que toman tan sólo doce comidas al año.

Los placeres de la carne y el amor son desconocidos, porque hay un solo sexo. Todo nace en árboles que se distinguen según el fruto que producen. Cuando se quiere sacar lo que hay adentro del fruto, se lo arroja en una gran caldera de agua hirviendo; la cáscara se abre, y entonces sale la criatura, que antes de nacer ha recibido ya un destino determinado por la Naturaleza.

De unos frutos salen soldados, de otros, pensadores, y así sucesivamente. La dificultad radica en saber qué es lo que va a salir de cada fruto, aunque durante mi estancia oí decir a un sabio que poseía el secreto, pero nadie hacía caso de él y todos pensaban que estaba loco.

Cuando estas gentes llegan a la ancianidad, no mueren tal como lo hacemos nosotros, sino que se desvanecen en una nube de humo.

Llevan la cabeza bajo el brazo derecho, y cuando se van de viaje o tienen que hacer algo que requiera mucho movimiento, la dejan en casa, ya que pueden pedirle consejo a distancia. De la misma manera, cuando los nobles desean saber qué es lo que sucede afuera, no se toman la molestia de salir sino que envían su cabeza a la calle. Una vez recogidas las informaciones, regresan al cuerpo al que pertenecen.

Hay en la luna unas uvas cuyas pepitas tienen gran semejanza con nuestro granizo, y estoy convencido de que cuando aquí graniza, en realidad estamos recibiendo una lluvia de pepitas arrancadas allí por alguna tempestad.

Olvidaba uno de los detalles más interesantes. Los habitantes de la Luna usan sus vientres como bolsa de viaje, guardando en ella todo lo que necesitan. Les sobra espacio, ya que no tienen ningún tipo de vísceras. Pueden quitarse y ponerse los ojos, viendo igual de bien en ambos casos. Si llegaran a perder uno en un accidente o por descuido, pueden comprar uno nuevo o incluso alquilarlo.

Sin duda, señores, todo esto parecerá bastante extraño, pero ruego a aquellos que duden de mí, darse una vuelta por la Luna, y así os convenceréis.

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