Y a que aún queda tiempo para otra botella de vino, me permitirán relatarles otra asombrosa historia que me aconteció pocos meses antes de emprender el regreso a Europa.
El Gran Señor, al que había sido presentado por los embajadores, me encomendó una misión de la más alta importancia en El Cairo, la cual debía llevar a cabo lo más discretamente posible.
Durante la travesía tuve oportunidad de aumentar mi servidumbre con algunos personajes de los más interesantes. Me hallaba a poca distancia de Constantinopla, cuando vi a un hombre correr a través del campo a una velocidad asombrosa, más aún cuando noté que llevaba atado a cada pie un lastre de plomo de por lo menos cincuenta libras.
Movido por la sorpresa lo llamé y le pregunté a dónde se dirigía con tanta prisa y por qué razón se estorbaba los pies de tal manera.
Me contestó que había partido media hora antes de Viena, donde un gran personaje había prescindido de sus servicios, y no teniendo ya necesidad de su rapidez, la limitaba con el peso de sus lastres.
El joven me caía tan simpático que le pregunté si no querría ponerse a mis órdenes, y sin pensarlo mucho aceptó la propuesta.
Más adelante, no muy lejos del camino que seguíamos, avisté a un hombre que permanecía tendido, inmóvil, en el suelo. Cualquiera hubiese pensado a primera vista que estaba durmiendo, pero no era así, puesto que tenía el oído aplicado a la tierra, como si quisiera escuchar las conversaciones de los habitantes subterráneos.
– ¿Qué es lo que se escucha, amigo? -le grité.
– Estoy oyendo crecer la hierba… sirve para matar el aburrimiento -me respondió.
– ¿Y la oyes crecer, en efecto? -Pues claro que sí, señor.
Un oído tan fino sería de gran utilidad sin duda, así que lo invité a unirse a mi servicio.
No muy lejos de allí, vi a un cazador que apuntaba su escopeta al cielo y la disparaba. Asombrado, le pregunté a qué le disparaba, ya que nada se veía en el cielo.
– ¡Oh! -me dijo-, tan sólo estoy probando esta escopeta. Parado en la veleta de la catedral de Estrasburgo había un pájaro al que acabo de derribar.
Conociendo mi pasión por la caza, no les asombrará que haya abrazado fuertemente a tan eximio tirador. Y ni hace falta decir que lo atraje a mi servicio por todos los medios posibles.
Siguiendo nuestro camino, llegamos por fin al Monte Líbano. Allí, en medio de un bosque de cedros, encontramos a un hombre petiso y gordo, tirando de una soga que rodeaba el bosque. Le pregunté de qué estaba tirando, y me respondió que al salir de su casa en busca de madera, había olvidado en aquélla el hacha y trataba de suplir la herramienta, de la mejor manera posible. Y diciendo esto, de un solo tirón echó por tierra todo el bosque, como si los cedros hubieran sido arbustos. Adivinaréis fácilmente los esfuerzos que hice para evitar que se me escapara este joven.
Ya en territorio egipcio, nos vimos envueltos por un huracán tan furioso que, por un momento, temí que fuéramos arrastrados por el viento. A la izquierda del camino, las aspas de una fila de molinos giraban a toda velocidad. Y a poca distancia de allí, había un personaje con un cuerpo digno de John Falstaff, que permanecía de pie y con un dedo apoyado en la ventana derecha de su nariz. Cuando vio nuestros esfuerzos en medio del huracán, se quitó respetuosamente el sombrero y, de inmediato, el viento cesó como por encantamiento y los molinos quedaron inmóviles. Asombrado ante un fenómeno tan poco natural, interrogué al corpulento muchacho.
– Le ruego que me disculpe, señor -me respondió- hago un poco de viento para mi amo, dueño de estos molinos.
De inmediato pensé que el hombre podría serme de gran utilidad cuando, de regreso en casa, me faltara el aliento para relatar mis numerosas aventuras. Pronto llegamos a un acuerdo, y el famoso soplador abandonó los molinos para unirse a mí.
Pero ya era tiempo de cumplir mi misión en El Cairo, y una vez terminados mis deberes decidí deshacerme de mi séquito ya inútil, con excepción de mis últimas adquisiciones. Con ellas, emprendí el regreso como un simple caballero.
Aprovechando el espléndido tiempo que hacía, quise darme el gusto de alquilar un bote y remontar el Nilo hasta la altura de Alejandría.
Todo marchó perfectamente hasta el tercer día.
Sin dudas, habréis oído hablar de las inundaciones que una vez por año afectan los campos que rodean al río. Al tercer día, como recién dije, comenzaron a crecer las aguas con increíble rapidez, y al día siguiente, varias millas de campo estaban totalmente cubiertas con las aguas. El quinto día, luego de la puesta del Sol, nuestra barca encalló en algo que confundimos en principio con un cañaveral. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando a la mañana siguiente, nos hallamos rodeados de almendros. La sonda indicaba sesenta pies de profundidad, y no había forma de avanzar ni retroceder. A eso de las ocho o las nueve, según calculé por la altura del Sol, una ráfaga volcó nuestra embarcación, mandándola a pique rápidamente. Por suerte, ninguno de nosotros -éramos ocho hombres y dos niños- murió en el accidente, ya que pudimos sujetarnos a las ramas, lo bastante fuertes como para soportar nuestro peso, pero no así el de la barca.
Permanecimos de ese modo por tres días, alimentándonos sólo con almendras. De más está decir que teníamos sobradamente con qué apagar la sed.
Veintitrés días después de este accidente, volvieron las aguas a su cauce normal, con tanta rapidez como habían crecido, y en el día veintiséis, pudimos volver a tocar la tierra.
El primer objeto con el cual chocó nuestra vista fue la barca, que yacía a cierta distancia del sitio donde se había hundido. Luego de haber secado nuestras pertenencias, tomamos de la barca lo imprescindible y nos pusimos en camino. Según los cálculos, nos habíamos desviado más de cincuenta millas de nuestro rumbo. Luego de siete días, llegamos al río y le contamos nuestras aventuras a un bey que solícitamente nos ayudó, poniendo a nuestra disposición su barca.
Después de seis jornadas de viaje arribamos a Alejandría, y desde allí nos embarcamos hacia Constantinopla, donde el Gran Señor me recibió con los brazos abiertos y tuvo la generosidad de otorgarme el honor de visitar su harén, y de llegar al extremo de permitirme elegir de entre sus mujeres las que fueran de mi agrado, incluyendo a sus favoritas.
Como no es mi costumbre fanfarronear de mis aventuras con mujeres, terminaré aquí mi narración.