El desconocido sostuvo su revólver un momento más y luego lo dejó caer sobre la alfombra.
– ¡Este asunto no merece pasar por unas situaciones tan absurdas!
– Haga el favor de coger la pistola, señor Fields -le dijo Lowell al editor, como si ésa fuera su ocupación diaria-. Ahora, tú, bribón, nos dirás quién eres y a qué has venido. Dinos qué tienes que ver con Pietro Bachi y por qué el señor Sheldon te estaba dando órdenes en plena calle. ¡Y dime por qué estás en mi casa!
Fields tomó la pistola caída.
– Aparte su arma, profesor, o no diré nada -dijo el hombre.
– Escúchelo, Lowell -susurró Fields, para satisfacción del tercero en discordia.
Lowell bajó su arma.
– Muy bien, pero por su bien sea franco con nosotros.
Acercó una butaca a su rehén, que no hacía más que repetir que toda la escena era una «tontería».
– Creo que no tuvimos ocasión de ser presentados antes de que usted me apuntara con su fusil a la cabeza -dijo el visitante-. Soy Simon Camp, detective de la agencia Pinkerton. Me contrató el doctor Augustus Manning, de la Universidad de Harvard.
– ¡El doctor Manning! -Exclamó Lowell-. ¿Con qué fin?
– Quería que investigara los cursos sobre ese tal Dante, por si podía demostrarse que producían un «efecto pernicioso» sobre los estudiantes. Debo hacer pesquisas sobre el asunto e informar de mis hallazgos.
– ¿Y qué ha hallado usted?
– Pinkerton me asigna toda el área de Boston. Este insignificante caso no era mi principal prioridad, profesor, así que me he repartido el trabajo. Llamé a uno de los antiguos profesores, un tal señor Bakee, para que se reuniera conmigo en el campus. También entrevisté a varios estudiantes. Ese joven insolente, el señor Sheldon, no me estaba dando órdenes, profesor. Me estaba diciendo lo que debía hacer con mis preguntas, y su lenguaje era demasiado hiriente para repetirlo en tan distinguida compañía.
– ¿Y qué dijeron los demás? -preguntó Lowell. Camp replicó sarcásticamente:
– Mi trabajo es confidencial, profesor. Pero consideré que ya era hora de hablar con usted cara a cara y preguntarle su propia opinión acerca de ese Dante. Por esta razón he venido hoy aquí, a su casa. ¡Y vaya bienvenida!
Fields bizqueó, confuso.
– ¿Manning lo envió directamente a hablar con Lowell?
– No estoy a sus órdenes, señor. Éste es mi caso y formulo mis propios juicios -replicó arrogantemente Camp-. Suerte ha tenido de que mi dedo en el gatillo actuara con lentitud, profesor Lowell:
– ¡Oh, menuda bronca le voy a armar a Manning! -Lowell dio un salto y se inclinó sobre Simon Camp-. Usted ha venido aquí a ver qué decía, ¿no es así, señor? ¡Pues abandone inmediatamente esta caza de brujas! ¡Esto es lo que digo!
– ¡Eso a mí me importa menos que nada, profesor! -dijo Camp, riéndosele en la cara-. ¡Éste caso me lo han asignado y no lo abandonaré por nadie, ni por ese pisaverde de Harvard ni por un tipo como usted! ¡Usted puede dispararme si quiere, pero yo llevo mis casos hasta el final! -Hizo una pausa y añadió-: Soy un profesional.
Con la descuidada inflexión que Camp dio a esta última palabra, Fields pareció entender en seguida para qué había venido.
– Quizá podríamos trabajar en algo más -dijo el editor, sacando algunas piezas de oro de su bolsa-. ¿Qué me dice usted de dejar indefinidamente en suspenso este caso, señor Camp?
Fields dejó caer varias monedas en la mano abierta de Camp. El detective esperó pacientemente, y Fields soltó dos más, propiciando una tensa sonrisa.
– ¿Y mi arma?
Fields le devolvió el revólver.
– Al parecer, caballeros, de vez en cuando surge un caso que se resuelve a satisfacción de todas las partes.
Simon Camp se inclinó y se marchó escaleras abajo.
– ¡Tener que pagar a un hombre como ése! -dijo Lowell-. ¿Cómo supo usted que iba a aceptar, Fields?
– Bill Ticknor decía siempre que a la gente le gusta sentir el oro en las manos.
Con el rostro apretado contra la ventana de la buhardilla, Lowell observó con ira contenida a Simon Camp cruzar el sendero de ladrillos hasta la cancela, muy despreocupado, jugueteando con las piezas de oro y dejando sus huellas en la nieve de Elmwood.
Aquella noche, Lowell, abrumado por el cansancio, se sentó, quieto como una estatua, en su sala de música. Antes de entrar en ella, en la puerta dudó, como si fuera a encontrarse al auténtico dueño de la habitación sentado en su butaca junto al fuego.
Mabel escudriñó el interior desde el pasillo.
– ¿Padre? Ocurre algo y quisiera que hablaras de ello conmigo.
Bess, el cachorro de terranova, entró galopando y lamió la mano de Lowell. Éste sonrió, pero luego se entristeció sobremanera recordando los saludos soñolientos de Argus, su viejo terranova, que ingirió una cantidad fatal de veneno en una granja cercana.
Mabel apartó a Bess, en un intento de mantener cierta seriedad.
– Padre, últimamente hemos pasado muy poco tiempo juntos. Sé…
Se contuvo y no acabó de expresar su pensamiento.
– ¿Qué es esto? -preguntó Lowell-. ¿Qué es lo que sabes, Mab?
– Sé que algo te inquieta y que no te deja en paz.
Él tomó amorosamente su mano.
– Estoy cansado, mi querida Hopkins. -Éste era el nombre que Lowell siempre le daba-. Me iré a la cama y me sentiré mejor. Eres muy buena chica, querida. Ahora, saluda a tu progenitor.
Ella condescendió y le dio mecánicamente un beso en la mejilla.
Una vez en su habitación, en el piso de arriba, Lowell enterró la cabeza en su almohada en forma de hoja de loto, sin mirar a su esposa. Pero no tardó en descansar la cabeza en el regazo de Fanny Lowell, donde permaneció llorando sin pausa casi media hora. Todas las emociones que había experimentado cruzaban por su cerebro y rebosaban de él. Podía ver proyectado en los párpados cerrados a Holmes, derrotado, tendido cuan largo era en el suelo del Corner, y al despedazado Phineas Jennison llamando a gritos a Lowell para que lo salvara, para que lo librase de Dante. '
Fanny sabía que su marido no hablaría sobre lo que le preocupaba, así que se limitó a pasar una mano por su cálido cabello castaño rojizo, y aguardó a que se arrullara a sí mismo hasta quedar dormido entre sollozos.
Lowell, Lowell, por favor, Lowell. Levántese, levántese.
Cuando Lowell abrió los ojos, con un gruñido, quedó aturdido por la luz del sol.
– ¿Qué…, qué es esto? ¿Fields?
Fields estaba sentado en el borde de la cama, agarrando contra su pecho un periódico doblado.
– ¿Todo va bien, Fields?
– Todo mal. Es mediodía, Jamey. Fanny dice que lleva durmiendo como un tronco todo el día… sin parar de dar vueltas. ¿Se encuentra indispuesto?
– Me siento mucho mejor. -Lowell se fijó inmediatamente en el objeto que las manos de Fields parecían querer ocultar de su vista-. Ha pasado algo, ¿verdad?
Fields dijo en tono sombrío:
– Yo creía saber cómo manejar cualquier situación. Ahora me siento tan oxidado como una aguja vieja, Lowell. A ver, míreme, haga el favor. He engordado tan terriblemente que mis más antiguos acreedores difícilmente me reconocerían.
– Fields, por favor…
– Necesito que usted sea más fuerte que yo, Lowell. Por Longfellow debemos…
– ¿Otro asesinato?
Fields le pasó el periódico.
– Todavía no. Lucifer ha sido detenido.
El «sudadero» de la comisaría central medía un metro de anchura por dos de longitud. La puerta interior era de hierro. En el exterior había otra puerta, de sólido roble. Cuando se cerraba esta segunda puerta, la celda se convertía en una mazmorra sin el más leve rastro de luz ni esperanza de que lo hubiera. Un prisionero podía ser mantenido allí días seguidos, hasta que ya no soportaba la oscuridad y se mostraba dispuesto a hacer lo que se le pidiera.
Willard Burndy, el segundo mejor reventador de cajas fuertes de Boston, detrás de Langdon W. Peaslee, oyó girar una llave en la puerta de roble, y un plano cegador de luz de gas lo dejó aturdido.
– ¡Me tendrás aquí diez años y un día, cerdo, pero yo no voy a cargar con unos crímenes que no he cometido!
– Basta, Burndy -le atajó el agente.
– Juro por mi honor…
– ¿Por qué has dicho? -replicó el agente, riendo.
– ¡Por mi honor de caballero!
Willard Burndy fue conducido, esposado, a través del vestíbulo. Los que ocupaban las otras celdas, y que observaban con ojos vigilantes, conocían a Burndy de nombre, pero no en persona. Sureño trasladado a Nueva York para hacer su agosto a cuenta de la afluencia hacia el Norte durante la guerra, Burndy había emigrado a Boston tras una larga temporada en la prisión neoyorquina de The Tombs. Burndy se fue enterando de que en el mundo del hampa se había ganado una reputación por echar el ojo a las viudas de los brahmanes pudientes, una etiqueta de la que él mismo ni se había dado cuenta. No tenía mucho interés en ser conocido como asaltante de vejestorios adinerados, pues nunca se consideró un canalla. Burndy prestaba su colaboración de buen grado siempre que se ofrecía una recompensa por recuerdos de familia y por joyas, devolviendo una parte de los objetos a un detective imparcial a cambio de algo del dinero prometido.
Ahora, un agente zarandeaba y daba empellones a Burndy hasta introducirlo en una habitación y, una vez en ella, le hizo sentarse de un empujón en una silla. Era un hombre de rostro enrojecido y cabello alborotado, con tantas arrugas entrecruzándose en su cara, que parecía una caricatura de Thomas Nast.
– ¿Qué juego se trae? -le dijo Burndy, arrastrando las palabras, al hombre que se sentaba frente a él-. Alargaría una mano, pero ya ve que estoy trabado. Ah…, ya he leído sobre usted. El primer policía negro. Héroe militar durante la guerra. ¡Estaba en el reconocimiento cuando aquel vagabundo saltó por la ventana!
Burndy se echó a reír evocando al saltador que se rompió la crisma.
– El fiscal del distrito quiere colgarlo -dijo Rey en tono tranquilo, borrando la sonrisa de la cara de Burndy-. La suerte está echada. Si sabe por qué está aquí, dígamelo.
– Lo mío es reventar cajas fuertes. El mejor de Boston, ¿se entera?, mejor que ese canalla de Langdon Peaslee, ¡de todas, todas! Pero yo no he matado a nadie y tampoco voy a implicar en este lío a ningún colega. He hecho venir a Squire Howe desde Nueva York y ya verá. ¡Arreglaremos esto en los tribunales!
– ¿Por qué está aquí, Burndy?
– ¡Esos farsantes de detectives, que a cada paso se inventan pruebas!
Rey sabía de qué iba el asunto.
– Dos testigos lo vieron la noche en que robaron en casa de Talbot, el día anterior a su asesinato, inspeccionando el domicilio del reverendo. Decían la verdad, ¿no es así? Por eso el detective Henshaw lo ha escogido. Tiene suficiente pecado como para que le caiga la condena.
Burndy se disponía a refutar lo anterior, pero dudó.
– ¿Por qué tendría yo que confiar en un tipo como usted?
– Quiero que vea algo -dijo. Rey, observándolo cuidadosamente-. Puede ayudarlo, si es capaz de entenderlo.
Le alargó un sobre sellado a través de la mesa.
A pesar de las esposas, Burndy consiguió abrir el sobre con los dientes, y extender el papel, de buena calidad, doblado en tres. Lo examinó durante unos segundos antes de romperlo violentamente en dos, decepcionado, arrojándolo con rabia y golpeándose la cabeza contra la pared y contra la mesa, en un movimiento pendular.
Oliver Wendell Holmes contemplaba cómo la noticia impresa se curvaba por los bordes y se deshacía lentamente por los lados antes de hundirse entre las llamas.
… dente del Tribunal Supremo de Massachusetts fue hallado desnudo, cubierto de insectos y a…
El doctor arrojó otro artículo, con lo que las llamas aumentaron.
Pensó en el arranque de cólera de Lowell, que no se mostró precisamente ecuánime sobre la creencia ciega de Holmes en el profesor Webster, quince años antes. Era cierto que Boston había perdido gradualmente su fe en el desdichado profesor de medicina, pero Holmes tenía sus razones para no perderla. Vio a Webster al día siguiente de la desaparición de George Parkman y habló con él acerca de aquel misterio. No había el más mínimo signo de duplicidad en el amistoso rostro de Webster. Y la historia de Webster, tal como más tarde salió a la luz, era del todo coherente con los hechos: Parkman había acudido a cobrar su deuda pendiente, Webster se la pagó, Parkman firmó el recibo y se fue. Holmes aportó su contribución para pagar a los defensores de Webster, adjuntando el dinero a cartas de ánimo dirigidas a la señora Webster. Holmes testificó y proclamó la bondad de carácter de Webster y la absoluta imposibilidad de que estuviera envuelto en semejante delito. También explicó al jurado que no existía método alguno que permitiera afirmar rotundamente que los restos humanos hallados en las habitaciones de Webster pertenecieran al doctor Parkman; podían pertenecerle, sí, pero igual podía resultar que no.
No es que Holmes no sintiera simpatía por los Parkman. Después de todo, George había sido el patrón más importante de la escuela de medicina, financió sus instalaciones en la calle North Grove y dotó la cátedra Parkman de Anatomía y Fisiología, la misma que ocupaba el doctor Holmes. Éste incluso pronunció el elogio de Parkman durante la ceremonia fúnebre. Pero Parkman pudo haberse vuelto loco, haberse ido y estar vagando en estado de confusión mental. El hombre podía seguir vivo, ¡y ellos estaban dispuestos a colgar a otro basándose en los más fantásticos indicios! ¿No pudo ser que el portero, temeroso de perder su empleo después de que el pobre Webster lo sorprendiera jugando, se hiciera con unos fragmentos de huesos, tomándolos del amplio surtido de la escuela de medicina, y los repartiera por las habitaciones de Webster, a fin de que pareciese que estaban escondidos?
Al igual que Holmes, Webster se había criado en un ambiente cómodo antes de asistir a la Universidad de Harvard. Los dos hombres, dedicados a la medicina, nunca habían tenido una amistad íntima. Pero a partir del día de la detención de Webster, cuando el pobre hombre trató de envenenarse, angustiado por la desgracia que se abatía sobre su familia, no hubo nadie a quien el doctor Holmes se sintiera más unido. ¿Acaso él mismo no pudo verse envuelto fácilmente en tan dañinas circunstancias? Con sus cortas estaturas, patillas pobladas y rostros afeitados, ambos profesores eran parecidos físicamente. Holmes tuvo la certeza de que podría desempeñar algún papel, modesto pero digno de atención, en la inevitable declaración de inocencia de su colega de claustro.
Pero acabaron encontrándose al pie del patíbulo. Ese día parecía muy remoto, imposible, alterable, durante los meses de declaraciones y recursos. La mayoría de la buena sociedad de Boston se quedó en casa, avergonzada de su vecino. Acudieron carreteros, estibadores, obreros fabriles y lavanderas. No disimulaban su entusiasmo por la muerte y humillación de un brahmán.
Un J. T. Fields que sudaba copiosamente se deslizó a través del anillo formado por ese público y se acercó a Holmes.
– Tengo a mi cochero esperando, Wendell. Vuelva a casa con Amelia, siéntese con sus hijos.
– ¿Ve usted en qué ha venido a parar todo, Fields?
– Wendell -dijo Fields apoyando las manos en los hombros de su autor-. La evidencia.
La policía trató de acotar el área, pero no había llevado cuerdas suficientes. Cada tejado y cada ventana de los edificios que se apretujaban en torno al patio de la cárcel de la calle Leverett, mostraban un desbordamiento humano poseído por una sola idea. En ese momento, Holmes sintió a un tiempo parálisis y urgencia de hacer algo más que mirar. Se dirigiría a la multitud. Sí, improvisaría un poema proclamando la gran estupidez de la ciudad. Después de todo, ¿no era Wendell Holmes el más celebrado orador de sobremesa de Boston? En su cabeza, empezaron a tomar forma unos versos exaltando las virtudes del doctor Webster. Al mismo tiempo, Holmes se puso de puntillas para echar un vistazo a la calzada de carruajes, detrás de Fields, para ser el primero en ver llegar el indulto o a George Parkman, la supuesta víctima del asesino.
– Si Webster debe morir hoy -dijo Holmes a su editor-, no lo hará sin honores.
Se abrió paso en dirección al cadalso, pero cuando llegó ante el dogal del verdugo, se detuvo en seco y emitió un sofocado jadeo. Era la primera vez que veía aquel aterrador lazo desde su niñez, cuando Holmes se escabulló con su hermano menor, John, a Gallows Hill, en Cambridge, en el momento en que un condenado se contorsionaba en su postrer sufrimiento. Holmes siempre creyó que esta visión fue lo que hizo de él a la vez médico y poeta.
Un murmullo recorrió la multitud. Holmes cruzó la mirada con la de Webster, que subía al cadalso tambaleándose, con un guardián agarrándolo fuertemente del brazo.
Cuando Holmes daba un paso atrás, una de las hijas de Webster apareció ante él apretando un sobre contra su pecho.
– ¡Oh, Marianne! -exclamó Holmes, y abrazó estrechamente a aquel pequeño ángel-. ¿Del gobernador?
Marianne Webster le tendió el sobre alargando el brazo cuanto éste daba de sí.
– Mi padre quiso que se le entregara esto antes de irse, doctor Holmes.
Holmes se volvió de espaldas al cadalso. A Webster se le colocó una capucha negra. Holmes abrió el sobre.
Mi muy querido Wendell:
No me atrevo siquiera a intentar expresarle mi gratitud con meras palabras por lo que ha hecho. Usted ha creído en mí sin una sombra de duda en su mente, y yo siempre contaré con ese sentimiento para apoyarme en él. Usted es el único que ha permanecido fiel a mi persona desde que la policía me sacó de mi casa, en tanto otros, uno a uno, se han ido apartando de mi lado. Imagine mis sentimientos cuando los de nuestro propio ambiente, con los que se ha compartido mesa en los banquetes y junto a los que se ha orado en la capilla, lo miran a uno horrorizados. Cuando incluso los ojos de mis dulces hijas reflejan involuntariamente reservas mentales sobre el honor de su pobre papá.
Pero por todo eso considero, querido Holmes, que debo confesarle que lo hice. Yo maté a Parkman, lo descuarticé y luego lo incineré en el horno de mi laboratorio. Compréndalo. Fui hijo único, muy consentido, y nunca fui capaz de mantener el control sobre mis pasiones, que debí haber adquirido tempranamente. Y la consecuencia es ¡todo esto! Todos los procedimientos en mi caso han sido justos, como es justo que deba morir en el cadalso, de acuerdo con esa sentencia. Todo el mundo está en lo cierto y yo estoy equivocado, y esta mañana he enviado relatos completos y veraces del asesinato a varios periódicos, así como al portero al que vergonzosamente acusé. Sería un consuelo para mí que la entrega de mi vida por haber violado la ley me sirva de expiación, aunque sólo sea en parte.
Rompa este papel ahora mismo, sin una segunda lectura. Usted ha venido para contemplar cómo me voy en paz, una paz que no se encuentra en lo que escribo con mano temblorosa porque he vivido en la mentira.
Mientras la nota escapaba flotando de las manos de Holmes, cedió la plataforma metálica que soportaba el peso del hombre encapuchado, golpeando el patíbulo y produciendo un estruendo. Lo que amargaba a Holmes ya no era tanto que hubiera dejado de creer en la inocencia de Webster, cuanto la convicción de que todos hubieran podido ser culpables, de haberse visto en las mismas circunstancias desesperadas. Como médico, Holmes nunca había dejado de considerar lo pésimamente concebido que estaba el género humano.
Además, ¿no podía haber un delito que no fuera un pecado?
Amelia entró en la habitación, alisándose el vestido.
– ¡Wendell Holmes! -llamó a su marido-. Te estoy hablando. No puedo entender lo que te pasa últimamente.
– ¿Sabes las cosas que me metieron en la cabeza de niño, Melia? -dijo Holmes, mientras arrojaba al fuego un fajo de pruebas que había conservado de las reuniones del club Dante de Longfellow.
Guardaba una caja con todos los documentos relacionados con el club: pruebas de Longfellow, notas recordatorias de éste para que acudiera a las reuniones de los miércoles. Holmes pensó que algún día podría escribir una memoria sobre aquellas reuniones. Una vez lo mencionó de pasada hablando con Fields, quien de inmediato empezó a planear quién podría escribir un elogio de la obra de Holmes. Una vez editor, editor para siempre. Holmes arrojó ahora otro lote al fuego.
– El personal de cocina, criado en nuestro país, me decía que nuestro cobertizo estaba lleno de demonios y diablos negros. Otro chiquillo ingenuo me informó de que, si escribía mi nombre con mi propia sangre, el agente de Satán que merodeaba por allí, si no el propio Maligno, se lo echaría al bolsillo y desde aquel día en adelante me convertiría en su sirviente. -Holmes emitió una risita amarga entre dientes-. Por mucho que eduques a un hombre apartándolo de las supersticiones, siempre pensará en lo que la francesa decía de los fantasmas: Je ny crois pas, mais je les crains: No creo en ellos, pero los temo.
– Tú decías que aquellos hombres iban tatuados según sus especiales creencias, como los isleños de los mares del Sur.
– ¿Eso decía, Melia? -preguntó Holmes, y luego repitió para sí mismo-: Es una frase muy gráfica, así que debí haberla dicho. No es la clase de frase que una mujer se inventaría.
– Wendell. -Amelia plantó un pie en la alfombra, frente a su marido, que más o menos era de su estatura cuando se quitaba el sombrero y las botas-. Si tan sólo contaras lo que te preocupa, yo podría ayudarte. Deja que escuche, querido Wendell.
Holmes se molestó y no respondió.
– ¿Has escrito versos nuevos, entonces? Espero que me los leas por la noche, ya sabes.
– Con todos los libros que tenemos en las estanterías de nuestra biblioteca -replicó Holmes-, con Mílton, Donne y Keats en toda su plenitud, ¿por qué esperas que yo haga algo, querida Melia?
Ella se inclinó hacia delante y sonrió.
– Me gustan más los poetas vivos que los muertos, Wendell. -Lo tomó de las manos-. ¿Y ahora me contarás tus inquietudes? Por favor.
– Perdón por la interrupción, señora. -La criada pelirroja de los Holmes asomó por la puerta.
Anunció a un visitante del doctor Holmes. Éste asintió dubitativamente. La criada salió e introdujo al recién llegado.
– Se pasa el día en su vieja guarida. ¡Bien, pues ahora está en sus manos, señor! -dijo Amelia Holmes levantando sus propias manos y cerrando la puerta del estudio tras ella.
– Profesor Lowell.
– Doctor Holmes. -James Russell Lowell se quitó el sombrero-. No puedo entretenerme mucho. Tan sólo quería agradecerle toda la ayuda que nos ha prestado. Le pido excusas, Holmes, por haberme disgustado con usted. Y por no haberle auxiliado cuando se cayó al suelo. Y por decir lo que dije…
– No hace falta, no hace falta -replicó el doctor arrojando otro fajo de pruebas al fuego.
Lowell miró los papeles de Dante luchar y danzar contra las llamas, despidiendo chispas mientras se reducían los versos a cenizas.
Holmes esperaba fríamente que se pusiera a vociferar ante el espectáculo, pero no fue así.
– Si algo sé, Wendell -dijo Lowell, e inclinó la cabeza en dirección a la pira-, sé que fue la Commedia lo que me condujo al escaso conocimiento que poseo. Dante fue el primer poeta que pensó en hacer un poema totalmente ajeno a su propia invención; pensó que no sólo podía escribir la historia de algún personaje heroico, sino también la de cualquier hombre, y que la vía hacia el cielo no estaba fuera del mundo sino que pasaba a través de él. Wendell, hay algo que siempre quise decir, desde que estamos ayudando a Longfellow.
Holmes arqueó sus enmarañadas cejas.
– Cuando lo conocí, hace tantos años, quizá mi primer pensamiento fue lo mucho que me recordaba usted a Dante.
– ¿Yo? -preguntó Holmes, fingiendo humildad-. ¿Dante y yo? -Pero se dio cuenta de que Lowell estaba muy serio.
– Sí, Wendell. Dante se instruyó en todos los campos de la ciencia de su tiempo, fue un maestro en astronomía, filosofía, derecho, teología y poesía. Algunos, como usted sabe, han llegado a decir que frecuentó la escuela médica y que por eso pudo pensar tanto en cómo sufre el cuerpo humano. Al igual que usted, todo lo hizo bien. Demasiado bien, hasta el punto de preocupar a otras gentes.
– Siempre creí haber ganado un premio, al menos uno de cinco dólares, en las apuestas de la carrera intelectual de la vida. -Holmes volvió la espalda a la chimenea y puso algunas pruebas de la traducción en la estantería de su biblioteca, sintiendo el peso del mensaje de Lowell-. Puedo ser perezoso, Jamey, o indiferente o tímido, pero de ningún modo uno de esos hombres… Se trata, sencillamente, de que en este momento no podemos evitar nada.
– Al principio, el ruido vivo de la botella al ser descorchada ejerce gran poder sobre la imaginación -dijo Lowell, y se rió con melancolía contenida-. Supongo que, por unas pocas benditas horas, con todo esto olvidaba que era profesor y me sentía como si yo fuera algo real. Confieso que hago bien, aunque invocar que los cielos se vengan abajo es algo admirable hasta que los cielos te toman la palabra. Sé lo que es dudar, mi querido amigo. Pero si usted renuncia a Dante, los demás vamos a hacer lo mismo.
– Si sólo supieran ustedes cómo se clavó en mi mente lo que quedaba de Phineas Jennison… Hecho trizas, despedazado… Las consecuencias de fracasar en eso…
– Pudo ser la mayor de las calamidades, Wendell, y es para asustarse -dijo Lowell, y se encaminó solemnemente a la puerta del estudio-. Bien, ante todo yo quería transmitirle mis excusas; Fields, por supuesto, insistía en que debía hacerlo. Mi pensamiento más feliz es que, pese a los defectos de mi temperamento, no he perdido a un verdadero amigo. -Lowell se detuvo junto a la puerta y se volvió-. Y me gustan sus poesías. Usted lo sabe, mi querido Holmes.
– ¿Sí? Bien, pues gracias, pero quizá haya algo demasiado saltarín en ellas. Supongo que mi naturaleza es tratar de arrebatar todos los frutos del conocimiento y tomar un buen bocado del lado bueno… y, después de esto, dejárselo a los cerdos. Soy un péndulo con un brevísimo período de oscilación. -La mirada de Holmes se encontró con los grandes ojos, muy abiertos, de su amigo-. ¿Qué tal le ha ido estos días, Lowell?
Lowell se encogió a medias de hombros, por toda respuesta.
Holmes no le dio tiempo a contestar.
– No quiero decirle que sea valiente, porque los hombres de ideas no se ven disminuidos por las contrariedades de un día o de un año.
– Todos giramos en torno a Dios siguiendo órbitas más o menos amplias, Wendell, unas veces con una mitad de nosotros expuesta a la luz, y otras veces con la otra mitad. Algunas personas parece que siempre permanecen en la sombra. Usted es una de las pocas ante las cuales puedo abrir mi corazón para… Bien. -El poeta se aclaró la garganta ásperamente y bajó la voz-. Tengo que asistir a una importante conferencia en el castillo Craigie.
– Oh. ¿Y qué hay de la detención de Willard Burndy? -preguntó Holmes con cautela y fingido desinterés, cuando Lowell ya se disponía a salir.
– Mientras estamos hablando, el patrullero Rey se ha apresurado a ir a echar un vistazo. ¿Cree usted que es una farsa?
– ¡Sin duda! ¡Puro disparate! -declaró Holmes-. Pero según los periódicos el fiscal anda detrás de colgarlo.
Lowell reunió sus indómitas oleadas de cabello dentro de la chistera.
– Entonces, tenemos un pecador más que salvar.
Holmes se sentó con su caja de Dante largo rato después de que las pisadas de Lowell se desvanecieran por la escalera. Continuó arrojando pruebas al fuego, decidido a terminar la penosa tarea, aunque no podía dejar de leer las palabras de Dante conforme pasaban por sus manos. Al principio leía con indiferencia, como cuando uno re= pasa las pruebas, señalando detalles pero sin dejarse embargar por las emociones. Luego leyó aprisa y codiciosamente, absorbiendo pasajes mientras se ennegrecían para dejar de existir. Su sentido del descubrimiento evocó la época en que oyó por primera vez al profesor Ticknor afirmar, con aquella digna capacidad de predicción, el impacto que el viaje de Dante tendría algún día en Norteamérica.
Los demonios de Malebranche se acercaban a Dante y a Virgilio… Dante recuerda: «Así vi a los otrora temibles infantes salir custodiados de Caprona, viéndose entre tan gran número de enemigos.»
Dante recordaba la batalla de Caprona, contra los pisanos, en la que tomó parte. Holmes pensó en algo que Lowell había omitido de su lista de los talentos de Dante: Dante fue un soldado. Al igual que usted, todo lo hizo bien. «Y también a diferencia de mí, también -pensó Holmes-. Un soldado debe afirmar su culpabilidad a cada paso, silenciosa e irreflexivamente.» Se preguntaba si el hecho de ver a sus amigos morir junto a él por el alma de Florencia o por algún estandarte güelfo desprovisto de sentido, habría servido para hacer de Dante un poeta mejor. Wendell Junior fue el poeta de la clase en sus comienzos en Harvard -muchos decían que sólo por el nombre que compartía con su padre-, pero ahora Holmes se planteaba si Junior aún podía conocer la poesía después de la guerra. En el campo de batalla, Junior había visto algo que no vio Dante, y había apartado de sí la poesía -y al poeta-, dejándosela tan sólo al doctor Holmes.
Holmes hojeó las pruebas y leyó durante una hora. Gustaba en particular del segundo canto del Inferno, donde Virgilio convence a Dante para iniciar su peregrinación, pero resurgen los temores de Dante por su propia seguridad. Momento supremo de valor: enfrentar el tormento de la muerte de los demás y pensar con claridad cómo cada uno de ellos se sentiría. Pero Holmes ya había quemado la prueba de Longfellow correspondiente a aquel canto. Recurrió a su edición italiana de la Commedia y leyó: «Lo giorno se n'andava… El día se iba…» Dante retrasa su deliberación mientras se dispone a penetrar en los reinos infernales por vez primera: «… e io sol uno… y únicamente yo solo…» ¡Cuán solo debió sentirse! ¡Tiene que repetirlo tres veces! «Io, sol, uno… m'apparecchiava a sostener la guerra, si del carnmino e si de la pietate.» Holmes no podía recordar cómo había traducido Longfellow este verso, así que, inclinándose sobre su obra maestra, lo hizo él mismo, oyendo el comentario deliberativo de Lowell, Greene, Fields y Longfellow con el fondo del zumbido del fuego. Animándolo.
– «Y yo solo, únicamente yo… -Holmes se dio cuenta de que debía hablar en voz alta para traducir- me aprestaba para sostener la batalla…» No, guerra…, «… para sostener la guerra… tanto del camino como de la piedad».
Holmes se levantó de un salto de su sillón y corrió escaleras arriba, hasta el tercer piso.
– Yo solo, únicamente yo… -repetía, mientras iba subiendo.
Wendell Junior estaba debatiendo la utilidad de la metafísica con William James, John Gray y Minny Temple, entre ponches de ginebra y cigarros. Mientras escuchaba uno de los discursos de James, llenos de rodeos, hasta Junior llegó el sonido, clip-clop, al principio leve, de su padre subiendo trabajosamente la escalera. Junior se encogió. Por aquellos días, su padre parecía de veras preocupado por algo que no era él mismo; por tanto, algo potencialmente grave. James Lowell apenas había rondado la facultad de Derecho, probablemente en buena parte, según pensaba Junior, porque andaba metido en algo que también mantenía distraído a su padre. Al principio, Junior imaginaba que su padre había ordenado a Lowell apartarse de él, pero Junior sabía que Lowell no le haría caso. Y tampoco su padre tenía un carácter lo bastante firme como para dar órdenes a Lowell.
No debía haberle dicho nada a su padre acerca de su amistad con Lowell. Por supuesto, se había guardado para sí los súbitos elogios que a menudo hacía Lowell del doctor Holmes, y que introducía sin venir a cuento. «No sólo dio nombre a The Atlantic, Junior -decía, evocando los tiempos en que el padre sugirió el nombre de The Atlantic Monthly-, sino también al Autocrat.» El regalo paterno por el bautizo no era sorprendente; era un experto en categorizar la superficie de las cosas. Cuántas veces se había visto obligado Junior a escuchar en presencia de huéspedes la historia de cómo su padre había llamado anestesia al invento de aquel dentista. Pese a todo, Junior se preguntaba por qué el doctor Holmes no podía haberle puesto un nombre mejor que Wendell Junior.
El doctor Holmes llamó a la puerta protocolariamente, y luego se asomó con un brillo salvaje en los ojos.
– Padre, estamos un poquito ocupados.
Junior mantuvo una expresión de desagrado ante los saludos excesivamente respetuosos de sus amigos. Holmes exclamó:
– Wendy, ¡debo saber algo ahora mismo! ¡Debo saber si entiendes algo de larvas!
Hablaba tan aprisa que su voz sonaba como el zumbido de una abeja. Junior dio una calada a su cigarro. ¿Es que no se acostumbraría nunca a su padre? Después de pensar acerca de ello, Junior se echó a reír ruidosamente, y sus amigos se le unieron.
– ¿Has dicho larvas, padre?
– ¿Y qué hay de nuestro Lucifer en esa celda, haciéndose el mudo? -preguntó Fields ansiosamente.
– No entendía el italiano, eso lo vi en sus ojos -aseguró Nicholas Rey-. Y lo ponía furioso.
Estaban reunidos en el estudio de la casa Craigie. Greene, que había ayudado en la traducción toda la tarde, regresó a casa de su hija en Boston para pasar la noche.
El breve mensaje contenido en la nota que Rey había pasado a Willard Burndy -«a te convien tenere altro viaggio se vuo' campar d'esto loco selvaggio»-podía traducirse como «a ti te conviene emprender otro viaje si quieres escapar de este lugar salvaje». Eran palabras de Virgilio a Dante, quien estaba perdido y amenazado por unas bestias en un oscuro lugar salvaje.
– El mensaje era simplemente una última precaución. Su historia no concuerda con nada de cuanto tenemos sobre el perfil del asesino -dijo Lowell, sacudiendo su cigarro fuera de la ventana de Longfellow-. Burndy no tiene cultura. Y no hemos hallado otras conexiones en nuestras pesquisas sobre cualquiera de las víctimas.
– Los periódicos presentan el caso como si estuvieran acumulando pruebas -dijo Fields.
Rey asintió.
– Tienen testigos que vieron a Burndy acechar la casa del reverendo Talbot la noche antes de que fuera asesinado, la noche en que robaron mil dólares de la caja fuerte de Talbot. Esos testigos fueron entrevistados por buenos patrulleros. Burndy no quiso decirme gran cosa. Pero eso encaja con las prácticas de los detectives. Echan mano de un mero indicio para construir sobre él su falso caso. No tengo la menor duda de que Langdon Peaslee los tiene bien agarrados. Se quita de delante a su principal rival en Boston en materia de cajas fuertes, y los detectives le deslizan una sustanciosa parte del dinero de la recompensa. Ya trató de llegar a un arreglo así conmigo cuando se anunciaron las recompensas.
– ¿Y si estamos olvidándonos de algo? -se lamentó Fields.
– ¿Cree usted que ese tal señor Burndy podría ser responsable de los asesinatos? -preguntó Longfellow.
Fields frunció sus hermosos labios y sacudió la cabeza.
– Supongo que sólo quiero unas respuestas que nos permitan regresar a nuestras vidas.
El sirviente de Longfellow anunció que estaba en la puerta cierto señor Edward Sheldon, de Cambridge, y que buscaba al profesor Lowell.
Lowell acudió a toda prisa al vestíbulo principal y condujo a Sheldon a la biblioteca de Longfellow.
Sheldon llevaba el sombrero calado.
– Le pido perdón por venir a molestarlo, profesor, pero su nota parecía urgente, y en Elmwood me dijeron que podría encontrarlo aquí. Dígame, ¿está a punto de reanudarse la clase sobre Dante? -preguntó, sonriendo con ingenuidad.
– ¡Pero si yo envié esa nota hace casi una semana! -exclamó Lowell.
– Ah, pues… Yo no la he recibido hasta hoy. Y se quedó mirando al suelo.
– ¡No me diga! ¡Y quítese el sombrero cuando esté en la casa de un caballero, Sheldon!
Lowell le arrancó el sombrero de un manotazo. Entonces pudo ver que tenía una hinchazón roja alrededor de un ojo y la mandíbula contusionada. Lowell se arrepintió inmediatamente.
– Pero, Sheldon, ¿qué le ha pasado?
– Una tremenda tunda, señor. Estaba a punto de contarle que mi padre me envió a recuperarme a casa de unos parientes, en Salem. Quizá como castigo, también para meditar bien mis acciones -dijo Sheldon, con una recatada sonrisa-Por eso no recibí su nota. -Sheldon dio un paso para recoger su sombrero y la luz le dio de lleno. Entonces percibió la mirada de horror en el semblante de Lowell-. Oh, en gran parte ya se me ha ido, profesor. El ojo apenas me duele últimamente.
Lowell se sentó.
– Dígame cómo sucedió, Sheldon.
Sheldon se quedó cabizbajo…
– ¡No pude evitarlo! Usted debe saber que ese horrible sujeto, Simon Camp, anda merodeando por ahí. Y si no lo sabe, se lo contaré. Me paró en la calle. Me dijo que estaba haciendo una inspección encargada por la dirección de Harvard sobre si su curso acerca de Dante podía tener repercusiones negativas en el carácter de los estudiantes. Estuve a punto de darle un puñetazo en la cara, ¿sabe?, por semejante insinuación.
– ¿Fue Camp quien le hizo eso? -preguntó Lowell con un fiero temblor paternalista.
– No, no, se escabulló, como corresponde a esa clase de tipos. La cosa sucedió a la mañana siguiente con Pliny Mead. ¡Un traidor como jamás conocí otro!
– ¿Por qué lo dice?
– Me dijo encantado que se sentó con Camp y le contó los «horrores» de la melancolía que experimentaba Dante. Me preocupa, profesor Lowell, que cualquier indicio de escándalo pudiera resultar peligroso para su clase. Está bastante claro que la corporación no ha cedido en su lucha. Le dije a Mead que lo mejor que podía hacer era llamar a Camp y retractarse de sus pésimos comentarios, pero se negó y me gritó un juramento y, bien, maldijo el nombre de usted, profesor. ¡Me volví loco! Así que allí mismo, en el cementerio viejo, tuvimos una pelea.
Lowell sonrió, orgulloso.
– ¿Empezó usted una pelea con él, señor Sheldon?
– La empecé, sí, señor -afirmó Sheldon. Le dio un temblor y se acarició la mandíbula con la mano-. Pero la terminó él.
Después de escoltar a Sheldon al exterior y hacerle abundantes promesas de reanudar pronto sus clases sobre Dante, Lowell volvió corriendo al estudio, pero no tardó en sonar otra llamada en la puerta.
– ¡Maldita sea, Sheldon, le he dicho que un día de éstos daremos la clase! -exclamó Lowell abriendo la puerta de par en par.
A causa de la excitación, el doctor Holmes se había puesto de puntillas.
– ¿Holmes? -Las carcajadas de Lowell revelaban una alegría tan espontánea que atrajeron a Longfellow al vestíbulo-. ¡Ha regresado al club, Wendell! ¡No tiene ni idea de cuánto lo hemos echado de menos! -Lowell les gritaba a los demás, en el estudio-: ¡Holmes ha vuelto!
– No sólo eso, amigos míos -dijo Holmes, entrando-. Creo que sé dónde encontraremos a nuestro asesino.