CANTO PRIMERO

I

John Kurtz, jefe de la policía de Boston, hizo un esfuerzo para acomodarse entre las dos criadas. A un lado, la irlandesa que había descubierto el cadáver lloraba a lágrima viva y gimoteaba, plegaria que no resultaban familiares (porque eran católicas) ni inteligibles causa del llanto), y con sus cabellos producía picazón en la oreja de Kurtz. Al otro lado se sentaba la sobrina, muda y desesperada. La sal estaba profusamente amueblada con butacas y canapés, pero las mujeres se habían colocado muy apretadas contra el visitante mientras aguardaban. Él tenía que concentrarse en no derramar su té, pues las criadas imprimían fuertes sacudidas al diván de tela de crin negra.

Como jefe de policía, Kurtz se había enfrentado a otros asesinatos. Pero no a los suficientes para que aquello se convirtiera en una rutina: por lo general se perpetraban uno o dos al año, y en Boston podía transcurrir un período de doce meses sin un homicidio digne de señalarse. Los pocos asesinados eran de baja extracción, de manera que consolar no había formado parte de las funciones de Kurtz. D todos modos era un hombre demasiado impaciente con las emociones para haberse desempeñado bien en ese terreno. El subjefe de policía, Edward Savage, que ocasionalmente escribía poesía, hubiera podido hacerlo mejor.

Aquello, aquello era el único nombre que el jefe Kurtz podía permitirse dar a la horrible situación que iba a cambiar la vida de una ciudad no se limitaba a un asesinato. Era el asesinato de w brahmán de Boston, un miembro de la casta de los salones de Nueva Inglaterra, pasada por Harvard y bendecida por el unitarismo. Y la víctima rea más que eso: se trataba del más alto magistrado de los tribunales de Massachusetts. Aquello no sólo había matado a un hombre, como en ocasiones hacen los asesinos casi compasivamente, sino que lo había destrozado por completo.

La mujer a la que estaban aguardando en el mejor salón de Wide Oaks, había tomado el primer tren que pudo en Providence, después de recibir el telegrama. Los vagones de primera avanzaban ruidosamente, con irresponsable lentitud, pero ahora aquel viaje, como todo cuanto lo había antecedido, parecía formar parte de algo irreconocible y olvidado. Ella había hecho una apuesta consigo misma y con Dios: que el ministro de su familia no habría llegado a su casa antes que ella, y que el mensaje contenido en el telegrama sería una equivocación. Aquella apuesta suya no tenía ningún sentido, pero debía inventar algo en lo que creer, algo para mantener alejado al difunto de figura borrosa. Ednah Healey, basculando en el umbral del terror y el sentimiento de pérdida, miraba al vacío. Al entrar en su salón sólo percibió la ausencia de su ministro y se agitó con un irreal sentimiento de victoria.

Kurtz, un hombre robusto, que exhibía una coloración mostaza bajo su híspido bigote, se dio cuenta de que él también estaba temblando. Había ensayado el encuentro en el carruaje que lo llevaba a Wide Oaks:

– Señora, nos sentimos muy apenados por reclamar su presencia para esto. Comprenda que el juez presidente Healey… -No debía intentar anteponer una introducción a aquello-. Creímos mejor -continuó-explicarle las tristes circunstancias aquí, ¿sabe?, en su propia casa, donde usted se sentiría más cómoda.

Pensó que esa idea era generosa.

– Usted no hubiera encontrado al juez Healey, jefe Kurtz -dijo ella, y lo invitó a sentarse-. Lamento que haya hecho esta llamada en vano, pero se trata de una simple equivocación. El juez presidente estaba…, está pasando unos días en Beverly para trabajar con tranquilidad, mientras yo visitaba Providence con nuestros dos hijos. No se espera su regreso hasta mañana.

Kurtz no se sintió responsable por llevarle la contraria.

– Su doncella -dijo, señalando a la más corpulenta de las dos criadas-encontró su cadáver, señora. Fuera, cerca del río.

Nell Ranney, la criada, lloraba sintiéndose culpable por el descubrimiento. No se dio cuenta de que había restos de unas pocas lar vas ensangrentadas en el bolsillo de su delantal.

– Parece que sucedió hace varios días. Me temo que su marido no llegó a partir hacia el campo -dijo Kurtz, preocupado por no parecer demasiado brusco.

Ednah Healey lloró contenidamente al principio, como una mujer puede hacerlo por un animal de compañía muerto: reflexivamente y dominándose, pero sin ira. La pluma entre marrón y verde oliva que sobresalía de su sombrero se inclinaba con digna resistencia

Nell miró a la señora Healey nerviosamente y luego dijo en tono conmiserativo:

– Debería usted volver más tarde, jefe Kurtz. Por favor.

John Kurtz agradeció el permiso para escapar de Wide Oaks. Caminó con apropiada solemnidad hacia su nuevo conductor, un joyel y apuesto patrullero que mantenía bajados los estribos del carruaje policial. No había razón para apresurarse; no con lo que ya debería estar incubándose a propósito de aquello en la comisaría central entre los furiosos concejales y el alcalde Lincoln. Éste ya se había enemistado con él por no hacer suficientes redadas en los garitos de apostadores y en los prostíbulos para contentar a los periódicos.

Un terrible grito hendió el aire antes de que hubiera llegado muy lejos. Salió en ligeros ecos a través de la docena de chimeneas de la casa Kurtz se volvió y observó con obtuso distanciamiento a Ednah Healey a quien el sombrero con la pluma se le volaba y que, con el pelo suelto en mechones indómitos, corría por la escalinata principal y lanzaba, directamente a su cabeza, como un rayo, algo blanco y borroso.

Kurtz recordaría más tarde que parpadeó. Parecía que parpa dejar era lo único que podía hacer para evitar la catástrofe. Aceptó si propia indefensión. El asesinato de Artemus Prescott Healey había acabado con él. No la muerte en sí; la muerte era un visitante tan común en Boston, en 1865, como siempre: enfermedades infantiles; fiebres consuntivas, innominadas e inexorables; incendios incontenibles disturbios que estallaban; mujeres jóvenes que morían de parto en tal gran número que parecía que su destino no fuera permanecer en este mundo, y -hasta sólo seis meses antes-la guerra, que había reducido a miles y miles de muchachos de Boston a nombres escritos en notas enmarcadas en negro y enviadas a sus familias. Pero la meticulosa e insensata -la elaborada y desprovista de sentido-destrucción de un ser humano en concreto a manos de un desconocido…

Kurtz tropezó con su abrigo y rodó por el blando césped bañado por el sol. El jarrón arrojado por la señora Healey se rompió en mil fragmentos azules y marfileños contra el panzudo tronco de un roble (uno de los árboles que se decía habían dado nombre a la finca). Quizá, pensó Kurtz, después de todo debería haber mandado al subjefe Savage para ocuparse de aquello.

El patrullero Nicholas Rey, conductor de Kurtz, lo tomó del brazo y lo levantó hasta que se puso de pie. Los caballos dieron un bufido y piafaron al final del sendero para carruajes.

– ¡Él lo hizo todo lo mejor que supo! ¡Nosotros lo hicimos! ¡Nosotros no merecíamos esto, jefe, sea lo que sea lo que le hayan dicho! ¡No merecíamos nada de esto! ¡Y ahora yo estoy completamente sola!

Nell Ranney rodeó con sus gruesos brazos a la mujer que gritaba, la invitó a callar y la acarició, acunándola como hiciera con uno de los niños de Healey muchos años antes. Ednah Healey, a cambio, le clavó las uñas y la empujó, obligando a intervenir al apuesto y joven agente de policía, el patrullero Rey.

Pero la rabia de la viuda reciente se extinguió, y ella se dobló sobre la amplia blusa negra de la criada, ocupada sólo por su abultado pecho.


La vieja mansión nunca había parecido tan vacía.

Ednah Healey había partido para una de sus frecuentes visitas al hogar de su familia, los industriosos Sullivan, de Providence, mientras su marido se quedaba para trabajar sobre un litigio a propósito de una propiedad entre dos de las más importantes entidades bancarias de Boston. El juez se despidió de los suyos según su acostumbrada manera balbuciente y afectuosa, y se mostró lo bastante generoso como para prescindir del servicio una vez que la señora Healey estuvo fuera. La esposa nunca renunciaría a los criados, pero él disfrutaba de breves momentos de autonomía. Además, le gustaba tomarse

Un trago de jerez en aquellas ocasiones, y estaba seguro de que los domésticos informarían a su señora de cualquier infracción en materia de templanza, pues él les gustaba, pero ella les inspiraba un miedo que les llegaba a la médula.

Al día siguiente daría comienzo a un fin de semana de estudio tranquilo en Beverly. La siguiente vista que requería la presencia de Healey no se iniciaría hasta el miércoles, y entonces regresaría en tren a la ciudad y se reintegraría al palacio de justicia.

El juez Healey no se daba cuenta de nada, pero Nell Ranney, que llevaba veinte años de criada, desde que escapó del hambre y la enfermedad de su Irlanda natal, sabía que un entorno bien ordenado era esencial para un hombre tan importante como el juez presidente. Así que Nell se presentó el lunes, que fue cuando encontró la primera salpicadura roja y seca cerca de la alacena, y un reguero junto al pie de la escalera. Supuso que algún animal herido se había introducido en la casa y quizá se había ido después.

Luego vio una mosca en las tapicerías del salón. La echó fuera, por la ventana, al tiempo que producía un fuerte chasquido con la lengua y lo acompañaba blandiendo el plumero. Pero la mosca reapareció mientras limpiaba la larga mesa de caoba del comedor. Pensó que las nuevas pinches de cocina negras habrían dejado negligentemente algunas migas. El contrabando -que es como seguía considerando a las mujeres liberadas de la esclavitud, y siempre las consideraría así-no se preocupaba de la verdadera limpieza; sólo de su apariencia.

A Nell el insecto le pareció que zumbaba tan fuerte como una locomotora. Mató la mosca con una North American Review enrollada. El aplastado espécimen tenía un tamaño doble del de una mosca común y presentaba tres rayas negras que le cruzaban el cuerpo verde azulado. ¡Y qué pinta tiene!, pensó Nell Ranney. La cabeza de la criatura era algo ante lo que el juez Healey hubiera emitido un murmullo de admiración antes de arrojar la mosca al cesto de los papeles. Los ojos saltones, de un llamativo color naranja, ocupaban casi la mitad del torso. Se apreciaba un brillo de un extraño tono también anaranjada o rojo. Algo entre ambos, y también con matices de amarillo y negro. Cobre: el fulgor del fuego.

Regresó a la casa a la mañana siguiente para limpiar la escalera.

En el momento de trasponer la puerta, otra mosca pasó volando como una flecha ante la punta de su nariz. Molesta, se proveyó de otra de las pesadas revistas del juez y persiguió a la mosca por la escalera principal. Nell utilizaba siempre la escalera de servicio, incluso cuando estaba sola en casa. Pero aquella situación reclamaba cambios en las prioridades. Se descalzó, y sus grandes pies se apoyaron ligeramente en los cálidos y alfombrados peldaños, y siguió a la mosca hasta el dormitorio de los Healey.

Los ojos de fuego miraban irritados, el cuerpo se retorcía como el de un caballo a punto de partir al galope, y el rostro del insecto por un momento se asemejó al de un hombre. Fue el último momento en muchos años en que, al oír el monótono zumbido, Nell Ranney experimentó algo de paz.

Lanzó un gruñido y aplastó la Review contra la ventana y la mosca. Pero durante el ataque dio un traspié con algo, y ahora miró el obstáculo y sus pies descalzos imprimieron una sacudida a su cuerpo. Recogió aquella masa confusa, todo un surtido de dientes humanos pertenecientes al maxilar superior.

Los soltó en seguida, pero permaneció atenta, como si aquello pudiera censurarla por su descortesía.

Eran dientes postizos, realizados con el cuidado de un artista por un eminente odontólogo de Nueva York, a fin de complacer el deseo del juez Healey de presentar un aspecto más elegante en el estrado. Se sentía muy orgulloso de ellos, y explicaba su procedencia a cualquiera que quisiera oírlo, sin comprender que poner la vanidad en cosas tan accesorias sólo disuade a los demás de hablar de ellas. Eran demasiado brillantes y nuevos, como hechos para incidir sobre ellos el sol de verano, entre los labios de un hombre.

Nell advirtió con el rabillo del ojo un gran charco de sangre coagulada y convertida en una costra sobre la alfombra. Y cerca de él, un montoncito de ropas de calle cuidadosamente dobladas. Esas ropas eran tan familiares para Nell Ranney como su propio delantal blanco, su blusa negra y su ondulante falda también negra. Había hecho mucho trabajo de aguja en aquellos bolsillos y en aquellas mangas, pues el juez no encargaba trajes nuevos al señor Randridge, el excepcional sastre de la calle School, a menos que fuera absolutamente imprescindible.

Bajó de nuevo las escaleras para calzarse, y sólo ahora la criad se dio cuenta de las salpicaduras de sangre en el pasamano y de la camufladas por la lujosa alfombra roja que cubría los peldaños. A otro lado de la amplia ventana oval del salón, más allá del inmaculado jardín, donde el terreno descendía hacia los valles, los bosques, lo campos resecos y, al final, llegaba hasta el río Charles, vio un enjambre de moscas azules. Nell salió a inspeccionar.

Las moscas se concentraban sobre un montón de desperdicio: El tremendo hedor le arrancó lágrimas de los ojos mientras se acercaba. Se hizo con una carretilla y, mientras la tomaba, recordó el ternero que los Healey habían permitido criar en los campos al mozo d establo. Pero eso sucedió años atrás. Tanto el mozo como el ternero habían crecido en Wide Oaks y lo habían abandonado a su monotonía de siempre.

Las moscas eran de aquella nueva variedad, de ojos de fuego También había moscardones amarillos que habían concebido cierto interés morboso por la carne putrefacta que pudiera haber debajo Pero más numerosas que las criaturas voladoras eran las bullente masas de blancas bolitas que, al moverse, producían chasquidos: era gusanos con púas en el dorso, que se retorcían apretadamente sobre algo; no, no es que se retorcieran, sino que estallaban, horadaban, s sumergían, se comían allá dentro unos a otros, allá dentro… Pero ¿que era lo que sostenía aquella horrenda montaña viviente de viscosidad blanca? Un extremo del montón parecía un arbusto espinoso con franjas de color castaño y marfil de…

En lo alto del montón había hincado un corto palo de madera con una bandera hecha jirones, blanca por ambas caras: ondeaba impulsada por la brisa indecisa.

No pudo averiguar en qué consistía aquel montón, pero en su temor rezó para encontrar el ternero del mozo de establo. Sus ojos no podían resistir desvelar la desnudez, la amplia y ligeramente encorvada espalda que formaba declive hacia la hendidura de las enormes y níveas nalgas que rebosaban de larvas arrastrándose, pálidas, e forma de alubia, y soportadas por las piernas, desproporcionadamente cortas, abiertas en direcciones opuestas. Una densa formación de moscas, cientos de ellas, volaba en derredor, protectoramente. La parte posterior de la cabeza estaba por completo envuelta en gusano blancos que debían de sumar, más que centenares, miles.

Nell apartó de un puntapié aquel avispero y cargó al juez en la carretilla. A medias empujando ésta y a medias arrastrando el cuerpo desnudo, atravesó los prados, el jardín, el vestíbulo y llegó al estudio del juez. Descargó el cadáver sobre un montón de documentos legales, y apoyó la cabeza de Healey sobre su regazo. Las larvas llovieron a puñados de su nariz, sus oídos y su boca abierta y floja. Empezó a arrancar las larvas luminiscentes de la parte posterior de la cabeza. Los gusanos, como bolitas, estaban húmedos y calientes. También agarró algunas de las moscas de ojos ígneos que la habían seguido hasta el interior de la casa, y las aplastó con la palma de la mano, dejándolas con las alas abiertas, arrojándolas una tras otra por la habitación como en una venganza sin sentido. Lo que oyó y vio luego le hizo proferir un alarido como para dejarse oír en toda Nueva Inglaterra.

Dos mozos de establo de la casa vecina encontraron a Nell saliendo del estudio a gatas, llorando desesperadamente.

– Pero ¿qué es esto, Nellie, qué es esto? ¡Dios! ¿Estás herida?

Más tarde, cuando Nell Ranney le contó a Ednah Healey que el juez se había quejado antes de morir en sus brazos, la viuda echó a correr y arrojó un jarrón al jefe de la policía. Que su marido hubiera podido permanecer consciente durante aquellos cuatro días, aunque fuera de manera atenuada, era demasiado para que ella pudiera admitirlo.

El conocimiento que la señora Healey manifestó tener del asesino de su marido resultó más bien impreciso:

– Boston lo mató -le reveló más tarde, aquel mismo día, al jefe Kurtz, cuando su agitación cesó-. Toda esta espantosa ciudad. Se lo comió vivo.

Insistió en que Kurtz le mostrara el cadáver. Los ayudantes del forense invirtieron cuatro horas en extraer las larvas, de cuerpo en espiral y de seis milímetros de longitud, de los lugares donde se hallaban en el interior del cuerpo. Las pequeñas bocas córneas debían ser arrancadas. Las oquedades de carne devorada que dejaron en su recorrido, permanecían abiertas. La terrible hinchazón en la parte posterior de la cabeza aún parecía latir con las larvas después de que éstas fueron retiradas. Las ventanas de la nariz estaban ahora netamente divididas y los codos, comidos. Desprovista de los dientes postizos, la cara se hundía, caída y floja como un acordeón. Lo más humillante y lastimoso no era su quebranto, y ni siquiera que el cadáver hubiera sido invadido por las larvas y cubierto de moscas y avispas, sino el simple hecho de la desnudez. A veces un cadáver, se dice, semeja para quienes lo contemplan un rábano ahorquillado con una cabeza fantásticamente tallada encima. El juez Healey tenía uno de esos cuerpos que nunca se le ocurriría a nadie ver desnudo excepto a su mujer.

En el frío viciado de las dependencias del forense, Ednah Healey lo vio y supo en aquel instante lo que significaba ser viuda, el recelo atroz que inspiraba. Con una súbita torsión del brazo, agarró de un manotazo, de una repisa, la cizalla del forense, afilada como una navaja. Kurtz, acordándose del jarrón, retrocedió y se arrojó sobre el confuso forense, que soltó una maldición.

Ednah se arrodilló y, tiernamente, cortó un mechón de los revueltos cabellos de la coronilla del juez. De rodillas, con su voluminosa falda desparramada por todos los rincones de la pequeña habitación, una mujer menuda se inclinaba sobre un cuerpo frío y purpúreo, con una mano enfundada en un guante de gasa apretando las cuchillas y con la otra acariciando el mechón cortado, grueso y seco como pelo de caballo.


– Bueno, nunca había visto a un hombre tan comido por los gusanos -dijo Kurtz con una voz tenue, en el depósito de cadáveres, una vez que dos de sus hombres hubieron acompañado a Ednah Healey a su casa.

Barnicoat, el forense, tenía una cabeza informe y pequeña, cruelmente punteada por unos ojos de langosta. Las ventanas de su nariz estaban rellenas hasta el doble de su capacidad con bolas de algodón.

– Larvas -dijo Barnicoat, haciendo una mueca. Tomó una de las «alubias» blancas que se retorcían y que habían caído al suelo. Luchó contra la carnosa palma de la mano antes de que Barnicoat la lanzara al incinerador, donde produjo un sonido sibilante, se volvió negra y luego reventó convirtiéndose en humo-. No es corriente que los cadáveres se dejen pudrir en un campo. Pero es cierto que la muchedumbre alada que nuestro juez Healey atrajo sobre sí es más común en los cuerpos de ovejas y cabras abandonados a la intemperie.

Lo cierto era que la cantidad de larvas que habían criado en el interior de Healey durante los cuatro días que permaneció en su campo era asombrosa, pero Barnicoat no poseía suficientes conocimientos para admitirlo. Su nombramiento como forense obedecía a razones políticas, y el cargo no requería una especial pericia médica o científica; sólo soportar los cuerpos muertos.

– La criada que trasladó el cadáver a la casa -explicó Kurtz-trató de limpiar de insectos la herida, y creyó ver, no sé cómo decirlo…

Barnicoat tosió para que Kurtz recobrara el hilo.

– Ella oyó al juez Healey murmurar antes de morir -dijo Kurtz-. Eso es lo que dice, señor Barnicoat.

– ¡Oh, es imposible! -replicó Barnicoat riendo despreocupadamente-. Las larvas de la mosca azul sólo pueden vivir en tejido muerto, jefe.

Por eso, explicó, las moscas hembra buscaban heridas en el ganado para anidar en ellas, o bien en la carne estropeada. Si se hallaban en la herida de un ser vivo que no era consciente de ellas o que era incapaz de quitarlas, las larvas podían ingerir solamente las partes muertas del tejido, lo que causaba pocos daños.

– Esta herida de la cabeza parece haber duplicado o triplicado su circunferencia, lo cual quiere decir que todo el tejido estaba muerto, o sea, que el juez presidente sin duda había fallecido cuando los insectos se dieron el festín.

– Pero el golpe en la cabeza que causó la herida original, ¿fue lo que lo mató? -preguntó Kurtz.

– Oh, es muy probable, jefe -dijo Barnicoat-. Y lo bastante fuerte como para que se le saltaran los dientes. ¿Dice usted que lo encontraron en su campo?

Kurtz asintió. Barnicoat pensó en la posibilidad de que la muerte no hubiera sido intencionada. Un asalto con el propósito de matar hubiera incluido algo que garantizara la empresa más allá de un golpe, como una pistola o un hacha.

– Incluso un puñal. No, parece más probable que se trate de un vulgar acto de fuerza. El delincuente golpea al juez presidente en la cabeza en su dormitorio; lo golpea hasta dejarlo inconsciente, luego los saca afuera para quitarlo de en medio mientras él registra la casa en busca de objetos de valor, probablemente sin pensar ni por un momento que la herida de Healey fuera tan grave.

Lo dijo casi con simpatía hacia el equivocado ladrón. Kurtz dirigió a Barnicoat una mirada fija y torva.

– Pero no se llevaron nada de la casa. Ni eso. La ropa del juez presidente fue retirada y doblada cuidadosamente, incluso colocada en sus cajones. -Carraspeó para recobrar su voz natural, que ante había sonado apagada-. ¡Con su cartera, su cadena de oro y su reloj dejados en orden sobre su ropa!

Uno de los ojos de langosta se clavó muy abierto en Kurtz.

– ¿Lo desnudaron? ¿Y no se llevaron nada?

– Una auténtica locura -dijo Kurtz, y el hecho le chocó d nuevo por tercera o cuarta vez.

– ¡Sin duda! -exclamó Barnicoat, mirando en derredor come si buscara otros interlocutores.

– Usted y sus ayudantes deben considerar que esto es completamente confidencial, por orden del alcalde. Usted ya lo sabe, ¿verdad señor Barnicoat? ¡Ni una sola palabra fuera de estas paredes!

– Oh, muy bien, jefe Kurtz. -Barnicoat profirió una risa rápida, irresponsable, infantil-. Bien, el viejo Healey pudo haber sido un hombre terriblemente gordo, difícil de levantar. Al menos eso s han ahorrado.


Kurtz se rindió a la lógica y a la emoción cuando explicó, en Wild Oaks, por qué necesitaba tiempo para estudiar el asunto antes de hacer público lo sucedido. Pero Ednah Healey no le respondió mientras su doncella le arreglaba la ropa de cama en torno al cuerpo.

– Ya ve… Bueno, si se monta un circo a nuestra costa, si la prensa ataca ferozmente nuestros métodos, como suele hacer, ¿qué puede descubrirse?

Los ojos de ella, por lo general como dardos y dispuestos a juzgar, estaban tristemente inmóviles. Incluso las criadas, que temían si fiera mirada de censura, lloraban por su actual estado tanto como por la pérdida del juez Healey.

Kurtz retrocedió, casi dispuesto a rendirse. Se dio cuenta de que la señora Healey cerraba apretadamente los ojos cuando Nell Rannel entró en la habitación con el té.

– El señor Barnicoat, el forense, dice que la idea de su sirvienta de que el juez presidente estaba vivo cuando lo encontró, es sencillamente imposible, una alucinación. Barnicoat puede afirmar, por el número de larvas, que el juez presidente ya había fallecido.

Ednah Healey se volvió hacia Kurtz con una mirada abiertamente interrogadora.

– Cierto, señora Healey -continuó Kurtz con recobrado aplomo-. Las larvas de mosca, por su propia naturaleza, sólo se alimentan de tejido muerto, ¿sabe usted?

– Entonces, ¿no pudo haber sufrido mientras estaba allí? -preguntó la señora Healey en tono de súplica, con la voz rota.

Kurtz negó firmemente con la cabeza. Antes de que abandonara Wide Oaks, Ednah llamó a Nell Ranney y le prohibió repetir la parte más horrible de su relato.

– Pero, señora Healey, yo sé que… -protestó Nell con voz apagada, sacudiendo la cabeza.

– ¡Nell Ranney! ¡Haz lo que te digo!

Luego, para contentar al jefe, la viuda se mostró de acuerdo en ocultar las circunstancias de la muerte de su marido.

– Pero debe hacerlo -le dijo, agarrándole la manga de la chaqueta-, debe jurarme que va a encontrar al asesino. Kurtz asintió.

– Señora Healey, para empezar, el departamento está aportando todos nuestros recursos, y en nuestra situación actual…

– No. -Su mano pálida seguía agarrando, inmóvil, la chaqueta, como si cuando abandonara Kurtz la habitación aquella mano fuera a continuar colgando allí, impertérrita-. No, jefe Kurtz. Nada de empezar. Terminar. Encontrar. Júremelo.

Ella apenas le dejaba elección.

– Le juro que lo haremos, señora Healey. -No tenía intención de decir nada más, pero la torturante duda que albergaba lo impulsó a añadir-: De un modo u otro.


J. T. Fields, editor de poetas, estaba apoyado en el asiento junto a la ventana de su despacho en el New Corner, estudiando los cantos que Longfellow había seleccionado para la noche, cuando un oficinista joven apareció con un visitante. La delgada figura de Augustus Manning se materializó procedente del vestíbulo, aprisionado en un, rígida levita. Entró en el despacho desorientado, como si no tuviere idea de cómo había llegado al segundo piso de la recién renovad; mansión de la calle Tremont que ahora albergaba Ticknor, Fields Compañía.

– Aquí hay mucho espacio, señor Fields, mucho. Pero para m usted será siempre el socio joven instalado tras su cortina verde en e Old Corner, predicando a su reducida congregación de autores.

Fields, ahora socio principal y el editor de más éxito de Estado, Unidos, sonrió y se dirigió a su mesa, extendiendo su pie suavemente hasta el tercero de cuatro pedales -A, B, C y D-que se alineaban bajo su silla. En una dependencia distante de la oficina, una campanilla marcada con una «C» emitió una ligera nota, llamando a un recadero. La campana «C» significaba que el editor debía ser interrumpido al cabo de veinticinco minutos; la campana «B», que en diez minutos; la «A», en cinco. Ticknor y Fields era el selecto editor oficial de los textos, folletos, memorias e historiales académicos de 1k Universidad de Harvard. Así que el doctor Augustus Manning, que manejaba el dinero de la institución, recibió aquel día la más generosa «C».

Manning se quitó el sombrero y se pasó la mano por el desnude canal que se abría entre oleadas de cabello rizado que se derramaban desde ambos lados de la cabeza.

– Como tesorero de la corporación de Harvard -dijo-, debe plantearle a usted un posible problema que recientemente ha llamado nuestra atención, señor Fields. Usted comprende que una empresa editorial comprometida con la Universidad de Harvard debe gozar de una reputación impecable.

– Doctor Manning, me atrevería a afirmar que no hay ninguna empresa que nos aventaje en reputación.

Manning juntó sus dedos ganchudos dirigiéndolos hacia arriba y dejó escapar un largo y estridente suspiro o golpe de tos; Fields no hubiera podido decir de qué se trataba.

– Hemos sabido de una nueva traducción literaria que tiene usted intención de publicar, señor Fields, realizada por el señor Longfellow. Por supuesto que apreciamos los años de colaboración del señor Longfellow con nuestra universidad, y sus poemas poseen el mayor mérito, sin duda. Pero hemos oído algo sobre ese proyecto, sobre ese tema, y abrigamos alguna preocupación acerca de esa bobada…

Fields le dirigió una fría mirada, ante la que los dedos levantados de Manning se deslizaron hasta separarse. El editor oprimió con el tacón el cuarto y más urgente llamador.

– Usted sabe bien, mi querido doctor Manning, hasta qué punto la sociedad valora la obra de mis poetas: Longfellow, Lowell, Holmes…

Aquel triunvirato reforzaba su postura.

– Señor Fields, precisamente estoy hablando en nombre de la sociedad. Sus autores dependen de usted. Aconséjeles adecuadamente. Si lo desea no mencione esta visita, y yo tampoco lo haré. Sé que usted desea que su empresa siga gozando de estima, y sin duda considerará todas las repercusiones de su publicación.

– Gracias por su lealtad, doctor Manning. -Fields respiró profundamente, luchando por conservar su famosa diplomacia-. He considerado muy bien las repercusiones y las he previsto. Si no desea usted seguir adelante con las publicaciones pendientes de la universidad, con mucho gusto le devolveré de inmediato los clisés sin cargo alguno. Espero que comprenda que me sentiría ofendido ante cualquier alusión desconsiderada hecha en público a propósito de mis autores. Ah, señor Osgood…

El jefe administrativo de Fields, J. R. Osgood, se coló en el despacho y Fields dispuso que el doctor Manning visitara las nuevas oficinas.

– No es necesario. -La palabra se filtró a través de la tiesa barba patricia de Manning, que iba a durar tanto como el siglo, mientras se ponía de pie-. Espero que disfrute de días placenteros en este lugar, señor Fields -dijo, lanzando una fría mirada al reluciente enmaderado de nogal negro-. Recuerde que vendrán tiempos en los que no podrá usted proteger a sus autores de sus propias ambiciones.

Se inclinó con extremada cortesía y dirigió la mirada al hueco de la escalera.

– Osgood -dijo Fields, cerrando la puerta-, coloque un poco de chismorreo en el New York Tribune a propósito de la traducción.

– Ah, ¿no lo ha hecho ya el señor Longfellow? -preguntó vivamente Osgood.

Fields frunció sus gruesos y arrogantes labios.

– ¿Sabía usted, señor Osgood, que Napoleón le disparó a un vendedor de libros por ser demasiado agresivo?

Osgood se quedó pensativo.

– No, nunca lo había oído, señor Fields.

– La gran ventaja de una democracia es que somos libres para exagerar sobre nuestros libros todo lo que queramos, y quedar perfectamente a salvo de cualquier perjuicio. Quiero que ninguna familia respetable duerma tranquila cuando mandemos el libro al encuadernador. -Y cualquiera que en una milla a la redonda hubiera podido oír su voz, habría creído que se saldría con la suya-. Al señor Greeley, de Nueva York, para su inmediata inclusión en la sección «Boston literario».

Los dedos de Fields punteaban y rasgaban el aire, como un músico que tocara un piano imaginario. Su muñeca le producía calambres al escribir, de modo que Osgood era la mano sustituta para la mayor parte de los escritos del editor, incluidos sus versos.

Llegó a su mente en una forma casi definitiva:


– ¿QUÉ ESTÁN HACIENDO LOS HOMBRES DE LETRAS EN BOSTON?

Se rumorea que una nueva traducción está en las prensas de Ticknor, Fields y Compañía, la cual atraerá considerable atención en muchos ámbitos. Se dice que el autor es un caballero de nuestra ciudad, cuya poesía ha conquistado desde hace muchos años al público de ambas orillas del Atlántico. Nos consta además que dicho caballero ha contado con la ayuda de los más finos talentos literarios de Boston…» Alto, Osgood. Sustituya «de Boston» por «de Nueva Inglaterra». No queremos que el viejo Greene ponga una sonrisita tonta, ¿verdad?

– Desde luego que no, señor -consiguió responder Osgood mientras garabateaba.

– «… los más finos talentos literarios de Nueva Inglaterra para llevar a cabo la tarea de revisar y completar su nueva y elaborada traducción poética. El contenido del trabajo de momento se desconoce, pero podemos afirmar que nunca se había leído en nuestro país, y que transformará el panorama literario». Etcétera. Que Greeley ponga «Fuente anónima». ¿Ha tomado usted nota de todo?

– Mañana por la mañana lo enviaré con el primer correo -dijo Osgood.

– Cablegrafíelo a Nueva York.

– ¿Para que se imprima la semana próxima? -Osgood creyó haber oído mal.

– ¡Sí, sí! -Fields levantó las manos. El editor raras veces se ponía nervioso-. ¡Y le aviso de que habrá que tener listo otro texto para la semana siguiente!

Osgood se volvió con cautela cuando se dirigía a la puerta. -Señor Fields, ¿qué ha traído aquí esta tarde al doctor Manning, si puedo preguntarlo?

– Nada por lo que haya que preocuparse.

Fields emitió un suspiro contenido que desmentía sus palabras. Regresó al abultado montón de originales que se apilaban en su asiento junto a la ventana. Abajo se veía el Boston Common, donde los peatones seguían fieles a sus ropas veraniegas de lino y algunos incluso se tocaban con sombreros de paja. Cuando Osgood se disponía a marcharse, Fields sintió el deseo de explicarse.

– Si seguimos adelante con el Dante de Longfellow, Augustus Manning hará que se cancelen todos los contratos de edición entre Harvard y Ticknor y Fields.

– ¡Pero eso representa miles de dólares; decenas de miles, si pensamos en los próximos años! -dijo Osgood, alarmado. Fields asintió pacientemente.

– Hummm… ¿Sabe usted, Osgood, por qué no publicamos a Whitman cuando nos trajo Hojas de hierba? -No aguardó la respuesta-. Porque Bill Ticknor no quiso crearle problemas a la casa debido a los pasajes carnales.

– ¿Puedo preguntarle si ahora lo lamenta, señor Fields?

Se sintió complacido por la pregunta. Moduló el tono de su voz, que pasó de la propia del patrón a la del mentor.

– No, mi querido Osgood. Whitman pertenece a Nueva York, como perteneció Poe. -Este nombre lo pronunció con más amargura, por razones que todavía permanecían latentes-. Y les dejaré conservar lo poco que tienen. Pero ante la verdadera literatura no debemos retroceder. En Boston, no. Y ahora no lo haremos.

Quiso decir «ahora que Ticknor nos ha dejado». No es que el difunto William D. Ticknor no tuviera sentido de la literatura. De hecho, podía decirse que los Ticknor llevaban la literatura en la sangre, o al menos en algún órgano vital, y su primo George Ticknor había sido en otro tiempo una autoridad en materia de literatura en Boston, como predecesor de Longfellow y de Lowell en la cátedra Smith de Harvard. Pero William D. Ticknor había empezado en Boston en el campo complejo de las finanzas, y había trasladado a la edición, que por aquel tiempo era poco más que vender libros, la mentalidad de un sutil banquero. Era Fields quien reconocía el genio en los manuscritos y las monografías a medio terminar, y era Fields quien había alimentado amistades entre los grandes autores de Nueva Inglaterra, cuando otros editores echaban el cierre por falta de beneficios o porque dedicaban mucho tiempo a la venta al por menor.

Cuando Fields era un joven empleado se decía que mostraba capacidades sobrenaturales (o «muy extrañas», como puntualizaban los demás asalariados): podía predecir, por el porte y apariencia de un cliente, qué libro desearía. Al principio eso se lo reservaba, pero cuando los otros empleados descubrieron su don, se convirtió en fuente de frecuentes apuestas, y los que apostaban contra Fields siempre acababan mal el día. Poco después Fields transformaría la industria al convencer a William Ticknor para que retribuyera a los autores en lugar de engañarlos, y le hizo darse cuenta de que la publicidad podía convertir a los poetas en personalidades notorias. Como socio, Fields adquirió The Atlantic Monthly y The North American Review como tribunas para sus autores.

Osgood nunca sería un hombre de letras como Fields, un literato, y por eso dudaba al comparar ideas en materia de verdadera literatura.

– ¿Por qué Augustus Manning habría de amenazar con semejante medida? Eso es extorsión, ni más ni menos -dijo, indignado.

Al oír esto, Fields sonrió para sus adentros, pensando cuánto le quedaba aún por aprender a Osgood.

– Nosotros extorsionamos a todos los que conocemos, Osgood; de lo contrario no se haría nada. La poesía de Dante es extranjera y desconocida. La corporación vela por la reputación de Harvard controlando toda palabra que se permita atravesar las puertas de la universidad, Osgood: cualquier cosa desconocida o que no se pueda conocer los atemoriza sobremanera. -Fields tomó la edición de bolsillo de la Divina Commedia de Dante que había encontrado en Roma-. Entre estas dos cubiertas hay suficiente rebelión para desenmarañarlo todo. La mentalidad de nuestro país está cambiando con la velocidad de un telégrafo, Osgood, y nuestras grandes instituciones van por detrás, a paso de diligencia.

– Pero ¿por qué habría de verse afectado su buen nombre en este asunto? Nunca han impugnado una traducción de Longfellow. El editor fingió indignación.

– Así es, pero ellos siguen asociando ese texto con algo de lo más temible, algo que difícilmente puede ser eliminado.

La relación de Fields con Harvard era la de editor de la universidad. Los demás eruditos tenían lazos más estrechos: Longfellow había sido su más famoso profesor hasta que se retiró, unos diez años antes, para dedicarse plenamente a su poesía; Oliver Wendell Holmes, James Russell Lowell y George Washington Greene eran ex alumnos; y Holmes y Lowell, profesores prestigiosos: Holmes, titular de la cátedra Parkman en la facultad de Medicina, y Lowell encabezaba la sección de lenguas modernas y literatura en Harvard, que había sido el anterior puesto desempeñado por Longfellow.

– Esto se considerará una obra maestra surgida del corazón de Boston y del alma de Harvard, querido Osgood. Incluso Augustus Manning no está tan ciego como para no tenerlo en cuenta.


El doctor Oliver Wendell Holmes, profesor de medicina y poeta, se apresuraba por los senderos despejados del Boston Common, en dirección al despacho de su editor, como si lo estuvieran persiguiendo (aunque se detuvo dos veces para firmar unos autógrafos). Si uno pasaba cerca del doctor Holmes o fuera uno de aquellos paseantes que esgrimían la pluma en demanda de una firma en un libro, se le podía oír canturrear en tono resuelto. En el bolsillo de su chaleco de moaré ardía el doblado rectángulo de papel que impulsaba al pequeño doctor al Corner (o sea, al despacho de su editor) y que le producía temor.

Cuando se encontraba con sus admiradores, los animaba a que nombraran a sus favoritos. «Oh, eso. Dicen que el presidente Lincoln recitaba ese poema de memoria. Bien, verdaderamente, él mismo m dijo…» La forma del rostro juvenil de Holmes, la boca pequeña apretada contra la mandíbula floja, le hacían parecer que realizaba un es fuerzo para mantener la boca cerrada por un período de tiempo apreciable.

Después de dejar atrás a los demandantes de autógrafos, se de tuvo una sola vez, vacilante, en la librería Dutton y Cía, donde contó tres novelas y cuatro volúmenes de poesía completamente nuevos y (con toda probabilidad) de jóvenes autores de Nueva York. Todas la; semanas, las noticias literarias anunciaban que acababa de publicarse el libro más extraordinario de la época. «Profunda originalidad» se había convertido en algo común que, en caso de no saber más, uno podía considerar el producto nacional más corriente. Unos poco años antes de la guerra, parecía que el único libro del mundo era su Autocrat of the Breakfast-Table [El autócrata de la mesa del desayuno], el ensayo seriado con el que Holmes sobrepasó todas las expectativas al inventar una nueva actitud hacia la literatura, hecha de observación personal.

Holmes irrumpió en la amplia sala de exposiciones de Ticknor y Fields. Como los antiguos judíos recordaban ante el Segundo Templo las glorias que éste había reemplazado, el doctor Holmes no podía resistir la brillantez aceitada y pulida ni dejar que se filtraran en sus evocaciones sensoriales los rancios locales de la librería Old Corner, en las calles Washington y School, en las que la editorial y sus autores estuvieron apretujándose durante décadas. Los autores de Fields llamaban al nuevo palacete, en la esquina de la calle Tremont y la plaza Hamilton, Corner o el New Corner, en parte por costumbre pero también como una afilada nostalgia de sus comienzos.

– Buenas tardes, doctor Holmes. ¿Viene usted a ver al señor Fields?

La señorita Cecilia Emory, la agradable joven de recepción, tocada con un sombrero azul, recibió al doctor Holmes con una nube de perfume y con una cálida sonrisa. Fields había tomado a varias mujeres como secretarias cuando se inauguró el Corner, un mes antes, a pesar de que un coro de críticos condenaba esa práctica en un edificio repleto de hombres. La idea, casi con certeza, tuvo su origen en la esposa de Fields, Annie, voluntariosa y bella (cualidades que por lo general son aliadas).

– Sí, querida -dijo Holmes inclinándose-. ¿Está?

– Ah, ¿es que el gran autócrata de la mesa del desayuno desciende a presentarse ante nosotros?

Samuel Ticknor, uno de los empleados, se despidió de Cecilia Emory con un gesto demasiado prolongado mientras se ponía los guantes. No era el típico empleado de editorial, y poco después sería bienvenido por su esposa y sus sirvientes en uno de los rincones más deseables de Back Bay.

Holmes estrechó su mano.

– New Corner es un gran pequeño lugar, ¿no es así, mi querido señor Ticknor? -Se rió-. Estoy algo sorprendido de que el señor Fields no se haya perdido aquí todavía.

– No se ha perdido.

Samuel Ticknor se alejó murmurando en tono serio, a lo que siguió una ligera risita o gruñido.

J. R. Osgood acudió para guiar a Holmes arriba.

– No haga usted caso, doctor Holmes -dijo Osgood sorbiendo por la nariz y mirando al sujeto en cuestión salir a la calle Tremont y lanzar al aire una moneda destinada al vendedor de palomitas de la esquina, como si fuese un pordiosero-. Me atrevería a decir que el joven Ticknor cree que puede adoptar en el Common las mismas actitudes que su difunto padre, sólo por llevar el nombre que lleva. Y pretende que todo el mundo se entere.

El doctor Holmes no tenía tiempo para el cotilleo, al menos aquel día.

Osgood informó de que Fields estaba reunido, así que Holmes sufrió el purgatorio de la Sala de Autores, una estancia lujosa para la comodidad y placer de los escritores de la casa. Un día corriente, Holmes hubiera podido pasar el tiempo allí admirando los recuerdos literarios y los autógrafos que colgaban de la pared, entre los cuales se contaba su nombre. En lugar de eso, su atención se volvió hacia el cheque que sacó de su bolsillo con gesto vacilante. En el insultante número escrito con mano descuidada, Holmes vio sus propios fallos. Veía en los divagantes puntos de tinta su vida como poeta, agitada por los acontecimientos de los últimos años, incapaz de igualar los logros del pasado. Se sentó en silencio y se frotó la mejilla con rudeza, entre el índice y el pulgar, como Aladino pudo hacerlo con su vieja lámpara. Holmes imaginaba a todos los autores audaces y llenos d frescura a los que Fields estaba cortejando, convenciendo y dando forma.

Salió en dos ocasiones de la Sala de Autores y se dirigió al des pacho de Fields, que encontró cerrado. Pero antes de que se retirara la segunda vez, se dejó oír la voz de James Russell Lowell, poeta y redactor. Lowell hablaba alto (como siempre), incluso dramáticamente, y el doctor Holmes, en lugar de llamar o de marcharse, optó pe enterarse de la conversación, pues creía que casi con seguridad tenía algo que ver con él.

Entornando los ojos, como si pudiera trasladar la capacidad d éstos a los oídos, Holmes acababa de captar una palabra que le intrigaba, cuando algo lo golpeó y lo tiró al suelo.

El joven que se había detenido de repente frente al hombre que escuchaba furtivamente, agitó las manos en un gesto de estúpido arrepentimiento.

– La culpa es toda mía, querido muchacho -dijo el poeta, riendo-. Soy el doctor Holmes, y usted es…

– Teal, doctor, señor…

El joven tembloroso era un mozo de la tienda, que logró presentarse antes de volverse amarillo y desaparecer.

– Veo que ha conocido a Daniel Teal -dijo Osgood, el jefe administrativo, que apareció procedente del vestíbulo-. No podría regentar un hotel, pero es de lo más trabajador que tenemos.

Holmes bromeó con Osgood: pobre chico, ¡un novato en la firma y casi se topa de cabeza con Oliver Wendell Holmes! Esta recuperación de su importancia hizo sonreír al poeta.

– ¿Quiere usted que compruebe si el señor Fields está libre? -preguntó Osgood.

Entonces la puerta se abrió desde dentro. James Russell Lowel majestuosamente desaliñado, con sus penetrantes ojos grises que apartaban la atención de su cabello ensortijado y de la barba que se alisaba con dos dedos, echó una mirada desde el umbral. Estaba en el despacho de Fields solo, con el periódico del día.

Holmes imaginó lo que diría si trataba de hacerle partícipe de su inquietud: Es el momento de concentrar todas las energías en Longfellow y en Dante, Holmes, no en nuestras mezquinas vanidades…

– ¡Venga, venga, Wendell! -lo invitó Lowell, que se dispuso a prepararle una bebida.

– ¿Por qué, Lowell -preguntó Holmes-, creí oír voces aquí hace un instante? ¿Fantasmas?

– Cuando a Coleridge le preguntaron si creía en fantasmas, respondió negativamente, explicando que ya había visto demasiados. -Se echó a reír y sacudió el extremo ardiente de su cigarro-. Oh, el club Dante celebrará reunión esta noche. Yo estaba leyendo esto en voz alta para comprobar cómo sonaba, ¿sabe?

Lowell señaló el periódico que había sobre la mesa. Explicó que Fields había bajado al café.

– Dígame, Lowell, ¿sabe usted si The Atlantic ha cambiado su política de pagos? Quiero decir que no he oído si envió usted versos para el último número. Claro que bastante ocupado está con The Review.

Los dedos de Holmes se enredaban con el cheque que llevaba en el bolsillo. Lowell no le escuchaba.

– ¡Holmes, debe echar un vistazo a esto! Fields se ha superado a sí mismo. Aquí, mire.

Holmes asintió con gesto de conspirador y observó cuidadosamente. El periódico estaba doblado en la página literaria y olía como el cigarro de Lowell.

– Pero lo que quiero saber, querido Lowell -insistió Holmes, apartando el periódico-, es si recientemente… Oh, gracias -dijo, al tiempo que aceptaba un brandy con agua.

Fields regresó, sonriendo ampliamente, atusándose su barba rizada. Se mostraba tan inexplicablemente animoso y complaciente como Lowell.

– ¡Holmes! No esperaba tener el placer de verlo hoy. Estaba a punto de avisarlo en la facultad de Medicina para que viera al señor Clark. Se produjo un desdichado error en algunos de los cheques correspondientes al último número de The Atlantic. Usted pudo recibir uno de setenta y cinco en lugar de uno de cien por su poema.

Desde que se inició la rápida inflación a consecuencia de la guerra, los mejores poetas percibían 100 dólares por poema, con la excepción de Longfellow, a quien se pagaban 150. Los autores menores cobraban entre veinticinco y cincuenta.

– ¿De veras? -preguntó Holmes con un suspiro de alivio que en seguida consideró embarazoso-. Bueno, a mí siempre me hacía feliz cobrar más.

– Estos oficinistas de la nueva hornada son criaturas como usted nunca ha visto. -Fields movió la cabeza-. Me encuentro al timón de un barco enorme, amigos míos, que se estrellará contra 1i rocas a menos que yo vigile todo el tiempo.

Holmes se sentó satisfecho y, finalmente, dirigió una mirada New York Tribune que tenía en la mano. Guardó silencio, sorprendido, y se deslizó hasta el fondo del sillón, como permitiendo que si gruesos repliegues de cuero se lo tragaran.

James Russell Lowell había venido al Corner desde Cambridge para cumplir unas obligaciones largo tiempo desatendidas en The North American Review. Lowell abandonaba el grueso de su trabajo en la Review, una de las dos revistas principales de Fields, a un equipo de redactores auxiliares cuyos nombres confundía, hasta que s presencia era requerida para revisar las pruebas finales. Fields sabía que Lowell apreciaría el avance publicitario más que nadie, más que el propio Longfellow.

– ¡Exquisito! ¡Usted conserva algo de judío, mi querido Field! -dijo Lowell, arrancándole a Holmes el periódico de un manotazo.

Sus amigos no prestaron particular atención al extraño comentario de Lowell, pues estaban acostumbrados a su tendencia a teorizar que el mundo con capacidad, incluido él, era judío por algún camino desconocido, o al menos descendiente de judíos.

– Mis vendedores de libros se van a poner las botas -se jactó Fields-. ¡Sólo con los beneficios que saquemos en Boston nos vamos a forrar!

– Mi querido Fields -dijo Lowell, riendo animadamente acariciando el periódico como si contuviera un premio secreto-, ¡ Usted hubiera sido el editor de Dante, me atrevo a decir que habría sido bienvenido en Florencia y le habrían dedicado una fiesta en plena calle!

Oliver Wendell Holmes se rió, pero alimentaba también algún deseo de discutir cuando dijo:

– Si Fields hubiera sido el editor de Dante, Lowell, el poeta nunca hubiera sido desterrado.

Cuando el doctor Holmes se excusó para reunirse con el señor Clark, el contable, antes de marchar a casa de Longfellow, Fields pudo ver que Lowell estaba preocupado. El poeta no era de los que ocultaban su desagrado en ninguna circunstancia.

– ¿No encuentra usted a Holmes muy apesadumbrado? -preguntó Lowell-. Se diría que ha estado leyendo un obituario -disparó, sabiendo que Fields era receptivo a sus chanzas-. El suyo.

Fields emitió una risa breve.

– Está preocupado por su novela, eso es todo: a ver si los críticos lo tratan bien esta vez. Y, bueno, él siempre tiene cien cosas en la cabeza. Eso ya lo sabe usted, Lowell.

– ¡De eso se trata! Si Harvard se propone seguir intimidándonos… -empezó a decir Lowell, y tras una pausa prosiguió-: No quiero que alguien crea que no vamos a llevar esto hasta el final, Fields. ¿No ha pensado que esto podría llevar a Wendell a integrarse en otro club?

A Lowell y a Holmes les gustaba dar muestras de ingenio el uno frente al otro, y Fields hacía lo que podía para desanimarlos. Competían sobre todo para atraer la atención. Después de un reciente banquete, la señora Fields informó de que había oído a Lowell demostrar a Harriet Beecher Stowe por qué Tom Jones era la mejor novela que se había escrito, mientras que Holmes probaba ante el marido de Stowe, profesor de teología, que la religión era responsable de todas las desdichas del mundo. El editor estaba preocupado porque volviera a producirse una tensión grave entre dos de sus mejores poetas. Estaba preocupado también porque Lowell trataba tercamente de demostrar que sus dudas a propósito de Holmes eran fundadas. Fields no podía soportar que alguien que no fuera él pudiera ser causa de inquietud para Holmes.

Fields hizo una exhibición de su orgullo a propósito de Holmes, permaneciendo en pie junto a un daguerrotipo del pequeño doctor, enmarcado y colgado de la pared. Puso la mano sobre el vigoroso hombro de Lowell y le habló con sinceridad:

– Nuestro club Dante estaría vacío sin él, mi querido Lowell. Ciertamente, tiene sus rarezas, pero eso le confiere brillantez. Es un hombre al que el doctor Johnson hubiera considerado clubable. Pero ha estado siempre con nosotros, ¿no es así? Y con Longfellow.

El doctor Augustus Manning, tesorero de la corporación de Harvard permaneció en la universidad hasta más tarde que otros colegas. E menudo volvía la cabeza desde su escritorio hacia la ventana, cada vez más oscura, que reflejaba la incierta luz de su lámpara, y pensaba en los peligros que a diario amenazaban con sacudir los cimientos de la institución. Precisamente aquella tarde, mientras estaba fuera dando su caminata de diez minutos, hizo una lista mental con lo nombres de varios de sus ofensores. Tres estudiantes charlaban entre ellos cerca de Grays Hall. Cuando se dieron cuenta de que se le aproximaba ya era demasiado tarde. Como un fantasma, no hacía ruido, ni siquiera cuando caminaba sobre hojas secas. Serían amonestados por la junta de facultad por «congregarse», o sea, por permanecer en el recinto de pie, parados, en grupos de dos o más.

Aquella mañana, en la obligada asistencia de los universitarios a la capilla, a las seis, Manning había llamado la atención del tutor Bradlee sobre un estudiante que leía un libro disimulado bajo su Biblia. El infractor, un alumno de segundo año, sería amonestado el privado por leer en la capilla, así como por la tendencia a la agitación del autor del libro, un filósofo francés que sustentaba ideas política inmorales. En la siguiente reunión de la junta de facultad, se somete ría a juicio al joven, al que se impondría una multa de varios dólares y se le restarían puntos de su clasificación en la clase.

Ahora Manning pensaba en cómo enfrentarse al problema de Dante. Leal a toda prueba a los estudios y lenguas clásicos, se decía que Manning una vez pasó un año entero llevando todos sus asuntos personales y de negocios en latín. Algunos lo dudaban, y señalabas que su esposa ignoraba esa lengua, en tanto otros conocidos señalaban que ese hecho confirmaba la veracidad de la historia. Las lengua vivas, como las denominaban los compañeros de Harvard, eran poco más que imitaciones baratas, torpes distorsiones. El italiano, al igual que el español y el alemán, en particular, representaban bajas pasiones políticas, apetitos carnales y la ausencia de moral propia de la de cadente Europa. El doctor Manning no tenía intención de permitir que los venenos extranjeros se extendieran bajo el disfraz de la literatura.

Mientras permanecía sentado, el doctor Manning oyó un sorprendente ruido de golpes secos procedente de su antesala. A aquella hora no cabía esperar ruido alguno, pues el secretario de Manning se había ido a su casa. Manning caminó hacia la puerta y accionó el pomo, pero estaba cerrada. Miró arriba y vio una punta de metal clavada en el marco y luego otra unos centímetros hacia la derecha. Manning dio repetidos tirones violentos, cada vez más fuertes, hasta que el brazo le dolió y la puerta crujió y se abrió como de mala gana. Al otro lado, un estudiante, armado con un tablero de madera y algunos tornillos, se balanceaba sobre un taburete, riendo mientras trataba de condenar la puerta de Manning.

Quienes acompañaban al ofensor echaron a correr a la vista de Manning. Éste agarró al estudiante subido al taburete. -¡Tutor! ¡Tutor!

– ¡Le digo que sólo es una travesura! ¡Déjeme ir!

El muchacho de dieciséis años pareció rejuvenecer otros cinco en un instante y, con los ojos de mármol de Manning clavados en él, fue presa del pánico.

Golpeó a Manning varias veces y luego le hundió los dientes en la mano, que soltó su presa. Pero llegó un tutor residente y, ya en la puerta, agarró al estudiante por el cuello de la camisa.

Manning se aproximó como calculando sus pasos y con una mirada gélida. Mantuvo esa mirada tanto rato, presentando un aspecto cada vez más menudo y endeble, que hasta el tutor se sintió incómodo y preguntó en voz alta qué debía hacer. Manning se miró la mano, donde dos brillantes puntos de sangre apuntaban entre los huesos: eran las marcas de los dientes.

Las palabras de Manning parecían emerger directamente de su híspida barba más que de su boca.

– Sonsáquele los nombres de sus cómplices en esta hazaña, tutor Pearce. Y averigüe dónde ha estado tomando bebidas alcohólicas. Luego, entréguelo a la policía.

Pearce dudó.

– ¿A la policía, señor?

El estudiante protestó.

– ¡Llamar a la policía por un asunto interno de la universidad! ¡A menos que se trate de un sucio truco…!

– ¡Cuanto antes, tutor Pearce!

Augustus Manning cerró la puerta tras él. Volvió a ocupar su lugar, ignorando su respiración pesada a causa de la furia, y se sentó tieso, con dignidad. Tomó de nuevo el New York Tribune para recordar: los asuntos que necesitaban desesperadamente su atención. Mientras: leía el cotilleo de J. T. Fields en la sección «Boston literario», y si mano latía en los puntos donde la piel estaba desgarrada, por la mente del tesorero pasaron, más o menos, los pensamientos siguientes Fields se considera invencible en su nueva fortaleza… Esa misma arrogancia la lleva orgullosamente Lowell como si fuera una chaqueta nueva… Longfellow sigue siendo intocable; el señor Greene, una reliquia desde hace mucho, un parapléjico mental… Pero el docto Holmes… El Autócrata busca la controversia sólo por temor, no por principio… El pánico en la carita del doctor cuando miraba lo que le sucedió al profesor Webster hace tantos años… No por la convicción del asesinato o por el ahorcamiento, sino por la pérdida de su lugar que se había ganado en la sociedad por su buen nombre, por formación y por la carrera como hombre de Harvard… Sí, Holmes; el doctor Holmes resultará nuestro mayor aliado.

II

Por todo Boston, a lo largo de la noche, los policías reunieron a «personas sospechosas», una media docena, por orden del jefe. Cada oficial contemplaba a los sospechosos de sus colegas con gesto adusto, mientras los registraban en la comisaría central, como si temiera que sus propios rufianes fueran juzgados inferiores. Los detectives de paisano, porque se habían evitado los uniformes, subían a zancadas desde las tumbas -las celdas de detención subterráneas-y se comunicaban mediante códigos silenciosos y señales de aprobación con la cabeza.

La oficina de detectives, derivada de un modelo europeo, se había establecido en Boston con la finalidad de suministrar la más completa información sobre el paradero de los delincuentes; por tanto, la mayor parte de los detectives escogidos eran ellos mismos antiguos bribones. Sin embargo, desconocían los métodos perfeccionados de investigación, de modo que recurrían a los viejos trucos (sus favoritos eran la extorsión, la intimidación y la mentira) para procurarse su cuota de arrestos y ganarse así el sueldo. El jefe Kurtz había hecho cuanto estaba en su mano para asegurarse de que los detectives, junto con la prensa, creyeran que la nueva víctima del asesino era un don nadie. El último problema con el que hubiera querido enfrentarse era que sus detectives trataran de sacar dinero de la desgracia del rico Healey.

Algunos de los sujetos reunidos cantaban canciones obscenas o se cubrían el rostro con las manos. Otros gritaban maldiciones y amenazas a los agentes que los habían llevado allí. Unos pocos se apretujaban en los bancos de madera alineados en un lado de la estancia. Allí había toda clase de delincuentes, desde estafadores de al tos vuelos, los más clásicos, hasta los practicantes del robo con fractura, ladrones de guante blanco y fulanas con bonitos sombreros, que atraían al peatón a callejuelas donde sus cómplices hacían el resto Pálidos golfillos irlandeses arrodillados en la galería pública, arribe sostenían grasientas bolsas de papel de las que extraían cacahuete calientes con los que hacían puntería a través de la reja. Alternaba esos proyectiles con andanadas de huevos podridos.

– ¿No has oído a nadie irse de la lengua sobre un tipo al que han apiolado? Eh, ¿has oído algo?

– ¿De dónde has sacado esta cadena de oro, chico? ¿Y este pañuelo de seda?

– ¿Qué estás pensando hacer con esta cachiporra?

– ¿Qué pasa con eso? Socio, ¿no has tratado nunca de matar un hombre, aunque sólo sea para ver cómo es la cosa?

Los agentes, de rostros enrojecidos, gritaban al formular estas preguntas. Entonces el jefe Kurtz empezó a detallar la muerte de Healey, eludiendo hábilmente la identidad de la víctima, pero no tardó mucho en ser interrumpido.

– Eh, jefecito. -Un corpulento bribón negro tosió, pensativo mientras mantenía sus ojos saltones fijos en un rincón de la estancia-. Eh, jefecito, ¿qué hay con el nuevo poli moreno? ¿Dónde está su uniforme? No me creo que estéis a punto de reclutar detectives negros. ¿Puedo yo apuntarme también?

Nicholas Rey se puso en pie muy tieso ante la carcajada que s guió. De pronto fue consciente de su falta de participación en el interrogatorio y de sus ropas de paisano.

– Pero si no es moreno, compadre -dijo un hombre vivaz, alto y delgado, mientras avanzaba y examinaba al patrullero Rey con 1 mirada de un experto en valoraciones-. Me parece que es mestizo y un hermoso ejemplar de mestizo: madre esclava, padre peón de un plantación. Es así, ¿verdad, amigo?

Rey se acercó más a la fila.

– ¿Qué contesta a la pregunta del jefe, señor? A ver si somos capaces de colaborar.

– Muy bien dicho, blanquito.

El hombre alto y delgado, en un gesto apreciativo, se llevó un dedo a su fino bigote, que se curvaba hacia las comisuras de la boca, como para señalar el arranque de una barba, pero acababa por caer abruptamente antes de llegar a la barbilla.

El jefe Kurtz apoyó su porra en el botón de diamante que lucía sobre el esternón de Langdon Peaslee.

– ¡No me hagas enfadar, Peaslee!

– Tenga cuidado -advirtió Peaslee, el mayor ladrón de cajas fuertes de Boston, sacudiéndose el polvo del chaleco-. El pedrusco vale ochocientos dólares, jefe, ¡y legítimamente adquirido!

Brotaron carcajadas por doquier; incluso por parte de algunos detectives. Kurtz no debió permitir que Langdon Peaslee le provocara; aquel día, no.

– Me da la impresión de que tuviste algo que ver con la serie de cajas reventadas el domingo pasado en la calle Commercial -dijo Kurtz-. Te voy a empapelar ahora mismo por quebrantar la ley sobre descanso dominical y podrás dormir en los calabozos junto con los rateros de poca monta.

Willard Burndy, unos puestos más allá de la fila, prorrumpió en risotadas.

– Bueno, yo le contaré algo sobre eso, mi querido jefe -dijo Peaslee, alzando la voz teatralmente, en atención a todos los reunidos en la sala (incluido el súbito arrebato que se produjo en los asientos de arriba)-. Seguro que, aquí, nuestro amigo el señor Burndy no sería capaz de hacer algo parecido a lo de la calle Commercial. ¿O es que esas cajas fuertes pertenecen a una asociación de damas?

Los brillantes ojos rosados de Burndy doblaron su tamaño mientras se abría paso en medio de los hombres a empujones, a zarpazos, en dirección a Langdon Peaslee, y a punto estuvo de encender un motín a su paso entre los malandrines más camorristas. Los muchachos harapientos de arriba lo vitoreaban y le lanzaban gritos. El espectáculo prosiguió y acabó sacando a la luz los secretos del hampa que operaba en las bodegas de North End, y a los que cobraban 25 centavos por una cabeza.

Mientras los agentes contenían a Burndy, un hombre desorientado fue empujado fuera de la fila. Dio un tremendo traspié, y Nicholas Rey lo agarró antes de que llegara a caer.

Tenía una complexión frágil y unos ojos oscuros, hermosos pero: cansados, con expresión vacilante. El desconocido desplegó una dentadura como un tablero de ajedrez, con dientes inexistentes y carcomidos, y emitía una especie de silbido que desprendía olor a agua diente de Medford. Ni siquiera se daba cuenta de que toda su rol estaba manchada de huevos podridos, o eso no le preocupaba.

Kurtz avanzó hacia la reorganizada hilera de delincuentes y explicó de nuevo. Contó lo del hombre hallado desnudo en un campo cerca del río, con el cuerpo bullendo de moscas, avispas, larvas que se alimentaban bajo su piel y se empapaban en su sangre.

Uno de los presentes, les informó Kurtz, lo mató de un golpe i la cabeza, lo transportó allí y lo abandonó a los efectos de la intemperie. Mencionó otro extraño detalle: una bandera, blanca y andrajosa, plantada sobre el cadáver.

Rey paró la caída de su desorientado pupilo con los pies. La nariz y la boca del hombre eran rojas e irregulares, sobreponiéndose su fino bigote y a su barba. Era cojo de una pierna, resultado de un accidente o de una pelea olvidada desde hacía tiempo. Sus manos anchas se agitaron en gestos salvajes. El temblor del desconocido acentuaba con cada detalle aportado por el jefe de policía.

El subjefe Savage dijo:

– ¡Oh, ese sujeto! ¿Quién lo ha traído? ¿Usted lo sabe, Rey? No quiso dar ningún nombre antes, cuando estaban fotografiando a 1os nuevos para la galería de retratos de delincuentes. ¡Silencioso con una esfinge egipcia!

El cuello de papel de la esfinge casi estaba oculto bajo su harapienta bufanda negra, que lo envolvía cayendo floja a un lado. Fija una mirada vacía y sacudía sus desproporcionadas manos en el aire describiendo aproximados círculos concéntricos.

– ¿Tratas de dibujar algo? -preguntó Savage bromeando.

En efecto, sus manos dibujaban una especie de mapa, algo que hubiera ayudado enormemente a la policía en las semanas que siguieron, pues habría sabido qué buscar. Aquel desconocido había sido durante mucho tiempo asiduo del escenario del asesinato de Hea1 pero no de los salones ricamente enmaderados de Beacon Hill. No; hombre no estaba trazando en el aire una imagen terrenal, sino una lóbrega antecámara del inframundo. Porque fue allí, allí, tal como comprendió el hombre, donde la imagen de la muerte de Artemus Healey se filtraba en su mente y crecía con cada detalle; sí, allí se había descargado el castigo.

– Yo diría que es sondo y mudo -susurró el subjefe Savage a Rey, después de que varios meditados gestos con la mano resultaran infructuosos-. Y pon el olor, todo un personaje. Le traeré un poco de pan y queso. No le quise ojo a ese Burndy, Rey.

Savage movió la cabeza en dirección al perturbador que se había destacado de los demás y que ahora se frotaba los ojos rosados con sus manos esposadas, fascinado pon las grotescas descripciones de Kurtz.

El subjefe separó con suavidad al hombre tembloroso de la custodia del patrullero Rey, y lo condujo a través de la estancia. pero el hombre se agitó, prorrumpió en llanto y luego, con lo que pareció un esfuerzo impremeditado, apartó a gritos al subjefe de policía, enviándolo de cabeza contra un banco.

Entonces el hombre saltó detrás de Rey, le echó el brazo izquierdo alrededor del cuello, con los dedos engarfiados bajo el codo derecho del patrullero, apartó con la otra mano su sombrero y se inmovilizó ante sus ojos. Torció la cabeza de Rey hacia él, para que la oreja del oficial quedara atrapada frente al aliento que salía de sus labios. El susurro del hombre era san bajo, san desesperado y gutural, san parecido a una confesión, que sólo Rey pudo captan las palabras que pronunció.

Entre los hampones estalló un divertido caos.

De repente, el desconocido soltó a Rey y se agarró a una columna estriada. Se lanzó con fuerza, girando en torno a ella, catapultándose hacia delante. Las incomprensibles palabras que pronunciaba entre silbidos atrajeron la atención de Rey: era un código de sonidos sin sentido, san estridente y enérgico como para sugerir un significado más allá de lo que Rey podía imaginar. Dinanzi. Rey luchó por recordar, pon oír de nuevo el susurro, al tiempo que se esforzaba (etterne etterno, etterne etterno) a fin de no pender el equilibrio mientras jadeaba para atrapar al fugitivo. pero éste se había lanzado con sal impulso, que no hubiera podido detenerse de haberlo querido en aquel último instante de su vida.

Se estrelló contra el grueso cristal de una de las amplias ventanas. Un fragmento desprendido de cristal, con una perfecta forma de guadaña, giró en un movimiento de danza casi gracioso, alcanzando la bufanda negra y penetrando limpiamente en la tráquea. 1 golpe hizo que el hombre inclinara hacia delante su lacia cabeza Luego se lanzó con fuerza a través del cristal hecho añicos y cayó patio.

Todo quedó en silencio. Los trozos de cristal, delicados como copos de nieve, cayeron bajo los zapatos de punteras desgastadas de Re', mientras se aproximaba al manco de la ventana y miraba abajo. E hombre estaba tendido sobre un grueso colchón de hojas otoñales, los cristales rotos de la ventana fragmentaban el cuerpo y su lecho en un caleidoscopio de amarillo, negro y rojo pálido. Los golfillos harapientos, que fueron los primeros en bajan al patio, señalaban y vociferaban, danzando en torno al cadáver. Mientras descendía, Rey no podía olvidan las torpes palabras que el hombre había escogido, pon alguna razón, para legárselas a él como el último acto de su vida. Voi Ch'intrate. Voi Ch'intrate. Vosotros, los que entráis. Vosotros, los que entráis.


James Russell Lowell se sentía como sir Launfal, el héroe en busca del Grial de su poema más popular, mientras atravesaba al galope la cancela de hierro del patio de Harvard. Pon supuesto, el poeta hubiera podido considerar que representaba el papel de caballero galante cuando entró aquel día, alto en su blanco corcel, perfilado pon los vivos colones del otoño, de no haber sido por sus peculiares preferencias en materia de imagen: su barba estaba cortada en forme cuadrada, dos o tres pulgadas por debajo del mentón, pero su bigote crecía más largo, dejándolo colgar. Algunos de sus detractores, y muchos amigos, señalaban en privado que ésa no era quizá la elección más adecuada para su rostro, pon lo demás gallardo. La opinión de Lowell era que debía llevarse barba, puesto que Dios la había dado aunque no especificaba si aquel peculiar estilo era lo requerido teológicamente.

Su caballerosidad imaginada era sentida con una pasión más; fuerte aquellos días, cuando la universidad se presentaba como una ciudadela crecientemente hostil. Unas pocas semanas antes, la corporación intentó convencer al profesor Lowell para que adoptara una propuesta de reformas que eliminaría muchos de los obstáculos a los que su departamento se enfrentaba (por ejemplo, que los estudiantes recibieran la mitad de créditos por matricularse en una lengua extranjera moderna en lugar de hacerlo en una clásica). En contrapartida, la corporación garantizaría la aprobación final de todas las clases de Lowell, el cual rechazó de plano la oferta. Si querían imponer su propuesta, deberían seguir el largo procedimiento de someterla a la Mesa de Supervisores de Harvard, la hidra de veinte cabezas.

Una tarde, el presidente le dio a Lowell un consejo que le hizo comprender que recurrir a la Mesa para la aprobación de todas sus clases era un despropósito.

– Lowell, al menos cancele ese seminario suyo sobre Dante, y Manning puede mejorarle a usted las cosas -le dijo el presidente, tomándolo del codo confidencialmente.

Lowell entornó los ojos.

¿De eso se trata? ¡Andan detrás de eso! -Se volvió, indignado-. ¡A mí no me engatusarán para que me incline ante ellos! Se libraron de Ticknor y vive Dios que dieron motivos a Longfellow para que se sintiera ofendido. Creo que todo hombre que se tenga por un caballero debe estar en contra de ellos; todo hombre, claro, que no haya obtenido su doctorado mediante apaños.

– Usted me considera un cero a la izquierda, profesor Lowell, porque no controlo la corporación más que usted mismo, y las más de las veces dirigirse a sus miembros es como hablar a la pared. Ah, y eso a pesar de que yo presido esta universidad -añadió, riendo entre dientes. En efecto, Thomas Hill era el presidente de Harvard, y nuevo en el cargo, el tercero en una década, una muestra de que los miembros de la corporación acumulaban mucho más poder del que él poseía-. Ellos creen que Dante es un tema inadecuado dentro de las actividades de su departamento, eso está claro. Le darán un escarmiento, Lowell. ¡Manning convertirá eso en un escarmiento! -advirtió, y agarró de nuevo el brazo de Lowell, como si en determinado momento hubiera que apartar al poeta de algún peligro.

Lowell manifestó que no toleraría que los miembros de la corporación sometieran a juicio una literatura sobre la que no sabían nada. Y Hill ni siquiera trató de discutir este punto. Era una cuestión de principios para el claustro de Harvard ignorarlo todo en materia de lenguas vivas.

La siguiente ocasión en que Lowell vio a Hill, el presidente iba; provisto de un trozo de papel azul con una anotación manuscrita de un poeta británico recientemente fallecido, acerca de algún aspecto (del poema de Dante. «¡Qué odio hacia la entera raza humana! ¡Qué exaltación y qué gozo ante los sufrimientos eternos cuyo rigor no disminuye! Contenemos el aliento mientras leemos y nos tapamos lo oídos. ¿Alguien reunió con anterioridad tan ofensivos olores, suciedades, excrementos, sangre, cuerpos mutilados, alaridos y monstruo míticos como castigo? A la vista de ello, no puedo dejar de considerar este libro como el más inmoral e impío jamás escrito.» Sonrió satisfecho, como si aquello lo hubiera escrito él mismo. Lowell se echó a reír.

– ¿Mandan los ingleses en lo que tenemos en nuestros anaqueles? ¿Por qué no entregamos Lexington a los casacas rojas y ahorramos al general Washington el inconveniente de la guerra? -Lowell advirtió algo en la mirada de Hill, algo que vio a veces en la expresión inexperta de un estudiante, que lo indujo a pensar que el presidente podría llegar a comprender-. Mientras Estados Unidos no aprenda a amar la literatura no como una diversión, no como una, simples coplillas para aprendérselas de memoria en un aula universitaria, sino para alimentar su energía humanizadora y ennoblecedora mi querido y reverendo presidente, no habrá alcanzado ese alto designio que consiste en hacer de un pueblo una nación. Y eso se logra, transformando un nombre muerto en una fuerza viva.

Hill se esforzó en no apartarse de su propósito.

– Esa idea de viajar por el más allá, de enumerar los castigos de infierno, eso es una absoluta crueldad, Lowell. ¡Y una obra como ésa es muy impropio titularla «Comedia»! Es medieval, escolástica y…

– Católica -esta palabra tapó la boca a Hill-. ¿Es eso lo que quiere usted decir, reverendo presidente? ¿Que es demasiado italiana demasiado católica para la Universidad de Harvard?

Hill levantó una de sus blancas cejas con gesto socarrón.

– Usted mismo debería saber que esas aterradoras ideas sobre Dios no pueden soportarlas nuestros oídos protestantes.

La verdad era que Lowell experimentaba tan poca simpatía como su colega de Harvard por los papistas irlandeses que se amontonaban a lo largo de los muelles y en los distantes suburbios de Boston. Pero la idea de que el poema era una especie de edicto del Vaticano…

– Sí, nosotros más bien condenamos a la gente para la eternidad sin la cortesía de informarla. Y Dante llama a su obra commedia, querido señor, porque está escrita en su rústica lengua italiana en lugar de en latín y porque termina felizmente, con el poeta elevándose a los cielos, en oposición a la tragedia. En lugar de esforzarse en crear un gran poema sobre algo ajeno y artificioso, deja que el poema brote por sí mismo de él.

A Lowell le gustó advertir que el presidente estaba exasperado.

– Por favor, profesor, ¿no cree usted que es fruto del rencor, que es algo malévolo por parte de alguien infligir torturas inmisericordes a todos los que practican una lista de pecados en concreto? ¡Imagine a un hombre público de nuestros días asignando a sus enemigos lugares en el infierno! -replicó Hill.

– Mi querido y reverendo presidente, lo imagino incluso mientras hablamos. Y no me malinterprete. Dante también manda a sus amigos allá abajo. Puede usted decirle esto a Augustus Manning. La piedad sin rigor sería egoísmo cobarde, mero sentimentalismo.

Los miembros de la corporación de Harvard, el presidente y seis piadosos hombres de negocios escogidos fuera del claustro universitario, se mostraban firmes en su defensa de un currículo de larga duración que a ellos les había servido bien -griego, latín, hebreo, historia antigua, matemáticas y ciencias-y afirmaban, como corolario de lo anterior, que las lenguas y literaturas modernas, inferiores, se quedarían como una novedad, como algo para engordar sus catálogos. Longfellow había abierto algún camino tras la partida del profesor Ticknor, incluido un seminario de iniciación a Dante, y contrató a un brillante exiliado italiano llamado Pietro Bachi como profesor de su lengua. El seminario sobre Dante fue, con mucho, el menos popular debido a la falta de interés por el tema y por el idioma. Aun así, el poeta gozó del entusiasmo de unas pocas mentes que siguieron aquel curso. Uno de los entusiastas fue James Russell Lowell.

Ahora, al cabo de diez años de peleas con la administración, Lowell se enfrenta a un acontecimiento que había estado esperando y para el cual los tiempos estaban maduros: el descubrimiento de Dante en Estados Unidos. Pero no sólo Harvard se apresuraba a obstaculizar concienzudamente el asunto, sino que también el club Dante se enfrentaba a un obstáculo interno: Holmes y su ambigua posición.

En ocasiones Lowell paseaba por Cambridge con el hijo mayor de Holmes, Oliver Wendell Holmes Junior. Dos veces por semana, el estudiante de leyes salía de la facultad de Derecho Dane en el mismo momento en que Lowell concluía su clase en el edificio principal de la universidad. Holmes era incapaz de apreciar su buena suerte por tener un hijo como Junior, porque había conseguido que éste lo odiara. Hubiera bastado que Holmes lo escuchara, en lugar de hacerle hablar. Lowell preguntó una vez al joven si el doctor Holmes había hablado en alguna ocasión en casa sobre el club Dante.

– Oh, claro que sí, señor Lowell -dijo el joven, apuesto y de elevada estatura, haciendo una mueca-, y también del club Atlantic, del club Union, del club del Sábado, del club Científico, de la Asociación Histórica, de la Sociedad Médica…

Phineas Jennison, uno de los hombres de negocios más ricos de Boston, se sentó junto a Lowell en una reciente cena del club del Sábado, en la casa Parker, cuando todo esto ensombreció la mente de Lowell.

– Harvard está acosándolo de nuevo -dijo Jennison. Lowell estaba molesto porque en su rostro pudiera leerse con la misma facilidad que en una pizarra-. No lo tome usted así, querido amigo -prosiguió Jennison riendo, con el profundo hoyuelo de su barbilla moviéndose de un lado a otro. Quienes conocían íntimamente a Jennison sostenían que su cabello dorado como el lino y su regio hoyuelo presagiaban su vasta fortuna desde los tiempos en que era un muchacho, pues, hablando con propiedad, quizá aquél era un hoyuelo regicida, heredado supuestamente de un antepasado que había decapitado a Carlos 1-. Es que el otro día tuve ocasión de hablar con algunos miembros de la corporación. Usted sabe que yo acabo por enterarme de todo cuanto ocurre en Boston o en Cambridge.

– Va usted a construir otra biblioteca para nosotros, ¿no es así?

– Los miembros de la corporación parecían haber discutido acaloradamente entre ellos a propósito del departamento de usted. Parecían muy decididos. Yo no osaría inmiscuirme en sus asuntos, desde luego, pero…

– Entre nosotros, mi querido Jennison, ellos se proponen librarse de mí con el pretexto de mi curso sobre Dante -lo interrumpió Lowell-. En ocasiones temo que se hayan puesto en contra de Dante en la misma medida en que yo estoy a favor de él. Incluso han ofrecido incrementar la matrícula para los estudiantes de mi curso si someto a su aprobación el contenido de los temas de mi seminario.

La expresión de Jennison reflejó inquietud. -Me negué, por supuesto -aclaró Lowell. Jennison desplegó su amplia sonrisa.

– ¿De veras?

Los interrumpieron algunos brindis, entre los que se incluyó la más aclamada rima improvisada de la noche, que la regocijada concurrencia había solicitado al doctor Holmes, dispuesto como siempre, aunque excusándose por el tosco estilo de la composición.


Un verso exquisito no consigue emocionar, y sí lo logra una carambola de billar.


– Estos versos de sobremesa podrían acabar con cualquier poeta, pero no con Holmes -comentó Lowell con una mueca de admiración. En sus ojos había una mirada borrosa-. A veces siento que no tengo madera de profesor, Jennison. Soy mejor en unos aspectos y peor en otros. Demasiado sensible y no lo bastante vanidoso; podría decir que no físicamente vanidoso. Me consta que todo eso me perjudica. -Hizo una pausa-. ¿Y por qué estos años sentado en la cátedra no me han entumecido para el mundo? ¿Qué ha de pensar alguien como usted, príncipe de la industria, sobre una existencia tan mezquina?

– ¡Chácharas infantiles, mi querido Lowell! -Jennison parecía cansado del tema pero, tras permanecer pensativo un momento, su interés se renovó-. ¡Usted tiene una gran deuda con el mundo y con usted mismo, para limitarse a ser un mero espectador! ¡No quiero saber nada de sus dudas! No me interesa lo que tenga que ver Dante con la salvación de mi alma. Pero un genio como usted, mi querido amigo, adquiere la divina responsabilidad de luchar por todos los desterrados del mundo.

Lowell murmuró algo inaudible, pero sin duda una profesión de modestia.

– Ahora, ahora, Lowell -dijo Jennison-. ¿No fue usted el único que convenció al club del Sábado de que un simple comerciante era lo bastante bueno como para cenar con unos inmortales como sus amigos?

– ¿Hubieran podido rechazarlo después de haberse ofrecido usted a adquirir la casa Parker? -replicó Lowell riendo.

– Hubieran podido rechazarme, y yo habría desistido de mi lucha por pertenecer al círculo de los grandes hombres. Permítame que cite a mi poeta favorito: «Y lo que ellos osan soñar, osan llevarlo a cabo.» ¡Oh, qué bueno es esto!

Lowell arreció en sus carcajadas ante la idea de que a su interlocutor lo inspirase su poesía, pero lo cierto era que, en efecto, lo inspiraba. ¿Y por qué no? En la mente de Lowell, la justificación de la poesía era que reducía a la esencia de una sola línea la vaga filosofía que flotaba en las mentes de todos los hombres, como para hacerla asequible y útil, como para tenerla a mano.

Ahora, cuando se dirigía a dar una clase más, bostezó ante el mero pensamiento de entrar en una estancia repleta de estudiantes que aún creían posible aprenderlo todo sobre algo.

Lowell espoleó su caballo hacia la vieja bomba de agua situada en el exterior del edificio Hollis.

– Dales de comer si vienen, muchacho -dijo, al tiempo que encendía un cigarro.

Los caballos y los cigarros figuraban en el catálogo de las cosas prohibidas en el patio de Harvard.

Un hombre se apoyaba perezosamente en un olmo. Vestía un chaleco de cuadros amarillos y presentaba unas facciones flacas o más bien gastadas. El hombre, que se ofrecía al poeta en una postura sesgada, era demasiado mayor para ser estudiante, y su ropa estaba demasiado gastada para tratarse de un miembro del claustro. Lo contemplaba con el familiar e insaciable brillo en la mirada del admirador literario.

La fama no significaba mucho para Lowell, a quien le gustaba pensar que sólo sus amigos hallaban algo bueno en lo que escribía, y que Mabel Lowell se sentiría orgullosa de ser su hija una vez que él hubiese muerto. Por lo demás se consideraba teres atque rotundus: un microcosmos en sí mismo, su propio autor, público, crítico y posteridad. Aun así, el elogio de hombres y mujeres por la calle no dejaba de halagarlo. En ocasiones se paseaba por Cambridge con el corazón tan anhelante, que una mirada indiferente, aunque se la dirigiera un completo extraño, le arrancaba lágrimas de los ojos. Pero había algo igualmente doloroso en el encuentro con la mirada opaca y ofuscada del reconocimiento. Eso le hacía sentirse del todo transparente y ajeno: el poeta Lowell, una aparición.

El observador del chaleco amarillo, apoyado en el árbol, se llevó la mano al ala de su hongo negro cuando pasó Lowell. El poeta, confundido, inclinó la cabeza y sintió hormiguillo en las mejillas. Mientras se apresuraba por el campus universitario para atender a las obligaciones del día, Lowell no se dio cuenta de la extraña atención que aquel observador le dedicaba.


El doctor Holmes se coló en el empinado anfiteatro. Una andanada de ruido de botas, producido por aquellos cuyos lápices y cuadernos les impedían aplaudir con las manos, retumbó a su entrada. A esto siguieron unos rápidos hurras procedentes de los camorristas (Holmes los llamaba los jóvenes bárbaros), reunidos en aquellas alturas del aula conocidas como la Montaña (a semejanza de la Asamblea durante la Revolución Francesa). Aquí Holmes construía el cuerpo humano volviendo del revés cada elemento. Aquí, cuatro veces por semana había cincuenta hijos que lo adoraban y que aguardaban cada una de sus palabras. En pie frente a su clase, en el centro del anfiteatro, sintió que alcanzaba los doce pies de estatura, en lugar de quedarse en sus cinco-cinco (y eso contando las botas, particularmente altas, hechas por el mejor zapatero de Boston).

Oliver Wendell Holmes era el único miembro de la facultad que desde siempre pudo dar clase a la una, cuando el hambre y el cansancio se combinaban con el aire narcotizado del edificio de ladrillo, de dos plantas, de North Grove. Algunos colegas envidiosos decían que su fama literaria se imponía sobre sus estudiantes. En efecto, la mayoría de los muchachos que escogían medicina en lugar de derecho o teología eran rústicos, y si hubieran conocido algo de verdadera literatura antes de llegar a Boston, se habría tratado de algún poema de Longfellow. Aun así, la voz de la reputación literaria de Holmes se había extendido como un cotilleo sensacional, y alguien se procuraba un ejemplar de Autocrat of the Breakfast-Table y lo hacía circular, señalando con mirada incrédula a un compañero: «¿No has leído el Autocrat?» Pero esta reputación literaria entre los estudiantes era más la reputación de una reputación.

– Hoy -dijo Holmes-empezaremos con un tema que confío en que no les resulte a ustedes en absoluto familiar, muchachos.

Apartó de un manotazo una limpia sábana blanca que cubría un cadáver de mujer y levantó las palmas de las manos ante los pateos y las voces que siguieron.

– ¡Respeto, señores! ¡Respeto hacia la obra más divina de la humanidad y de Dios!

El doctor Holmes estaba demasiado perdido en el océano de atención para advertir al intruso entre los estudiantes.

– Sí, el cuerpo femenino será el tema de hoy -prosiguió Holmes.

Un joven tímido, Alvah Smith, uno de la media docena de alumnos brillantes a los que, en toda clase, el profesor dirige su explicación de forma natural, como si fueran intermediarios del resto, se ruborizó visiblemente en la primera fila, donde sus vecinos se mostraban felices mofándose de su turbación. Holmes se dio cuenta.

– Aquí, en la persona de Smith, advertimos una muestra de la acción inhibidora de los nervios vasomotores sobre las arteriolas, que, de pronto, se relajan y llenan los capilares superficiales con sangre; el mismo agradable fenómeno del que algunos de ustedes son testigos en la mejilla de esa persona joven a la que esperan visitar esta noche.

Smith se echó a reír con el resto. Pero Holmes también oyó una involuntaria carcajada que estalló con la lentitud propia de la edad. Miró hacia uno de los laterales y descubrió al reverendo doctor Putnam, uno de los miembros con menos poder de la corporación de Harvard. Quienes la componían, aunque representaban el más alto nivel de supervisión, jamás acudían a las clases de su universidad: trasladarse desde Cambridge hasta el edificio de la facultad de Medicina, que se levantaba al otro lado del río, en Boston, por su proximidad a los hospitales, hubiera sido una idea inaceptable para la mayoría de los administradores.

– Ahora -dijo Holmes distraídamente, dirigiéndose a su clase y disponiendo el instrumental para el cadáver, junto al que se encontraban sus dos ayudantes-sumerjámonos en las profundidades de nuestro tema.

Una vez concluida la clase y después de que los bárbaros se abrieran paso a codazos a través de los pasillos laterales, Holmes condujo al reverendo doctor Putnam a su despacho.

– Usted, mi querido doctor Holmes, representa el referente máximo para los hombres de letras norteamericanos. Nadie ha trabajado tan arduamente para destacar en tantos ámbitos. Su nombre se ha convertido en un símbolo de erudición y autoría. Precisamente ayer estaba yo hablando con un caballero inglés que me decía la estima en que lo tienen en la madre patria.

Holmes sonrió, distraído.

– ¿Y qué dijo? ¿Qué dijo, reverendo Putnam? Usted sabe que me gustan los cumplidos exagerados.

Putnam frunció el ceño ante la interrupción.

– Pese a ello, Augustus Manning está preocupado por algunas de sus actividades literarias, doctor Holmes.

Holmes se sorprendió.

– ¿Se refiere usted al trabajo del señor Longfellow sobre Dante? Longfellow es el traductor. Yo soy uno más de sus ayudantes, por así decirlo. Le sugiero que aguarde y que lea la obra; seguro que disfrutará con ella.

– James Russell Lowell, J. T. Fields, George Greene y el doctor Oliver Wendell Holmes. ¡Vaya «ayudantes» selectos!

Holmes estaba disgustado. No había pensado que su club fuera materia de interés general y no gustaba de hablar de él con alguien ajeno. El club Dante era una de sus escasas actividades sin proyección pública.

– Oh, arroje usted una piedra en Cambridge y por fuerza acertará al autor de un par de volúmenes, querido Putnam.

Putnam se cruzó de brazos y aguardó. Holmes agitó una mano sin apuntar a ninguna dirección en concreto.

– El señor Fields es quien se ocupa de esos asuntos.

– Le ruego que se aleje de esa precaria asociación -dijo Putnam con sombría seriedad-. Hábleles en ese sentido a sus amigos. El profesor Lowell, por ejemplo, sólo se ha avenido a…

– Si anda usted buscando a alguien a quien Lowell escuche, mi querido reverendo -Holmes se interrumpió para dejar escapar una carcajada-, se ha equivocado al dirigirse a la facultad de Medicina.

– Holmes -dijo Putnam con amabilidad-, he venido principalmente para advertirle, porque lo considero un amigo. Si el doctor Manning supiera que le estaba hablando como lo hago, él… -Putnam hizo una pausa y bajó la voz adoptando un tono elogioso-. Querido Holmes, su futuro está vinculado a Dante. Temo lo que, en su actual situación, pueda ocurrir con su poesía y con su nombre desde el momento en que Manning intervenga.

– Manning no tiene por qué atacarme personalmente aunque ponga objeciones a los selectos intereses de nuestro pequeño club.

Putnam replicó:

– Estamos hablando de Augustus Manning. Considérelo.

Cuando el doctor Holmes se fue, tenía el aspecto de haberse tragado un globo. Putnam se preguntaba a menudo por qué no todos los hombres llevaban barba. Estaba contento, aun con la agitación de su cabalgada de regreso a Cambridge, pues sabía que el doctor Manning se mostraría muy complacido con su informe.


Artemus Prescott Healey, nacido en 1804, muerto en 1865, fue depositado en una gran parcela, una de las primeras que se adquirieron, unos años antes, en la colina principal del cementerio del monte Auburn.

Aún eran muchos los brahmanes que recriminaban a Healey por sus cobardes decisiones antes de la guerra. Pero todos coincidían en que sólo los antiguos radicales más extremistas ofenderían la memoria del juez presidente de su estado desdeñando sus ceremonias fúnebres.

El doctor Holmes se inclinó hacia su esposa.

– Sólo cuatro años de diferencia, Melia.

Ella respondió a la observación con un breve ronroneo.

– El juez Healey tenía sesenta -continuó susurrando Holmes-. O estaba a punto de cumplirlos. Sólo cuatro años más que yo, querida, ¡casi día por día!

Realmente casi un mes, pero aun así el doctor Holmes tomaba en consideración la edad de las personas fallecidas y su cercanía a la suya. Amelia Holmes, con un movimiento de los ojos, le advirtió que permaneciese en silencio durante los panegíricos. Holmes calló y miró al frente, a los tranquilos campos.

Holmes no podía presumir de una amistad íntima con el difunto: pocos hombres podían hacerlo, incluso entre los brahmanes. El juez presidente Healey había pertenecido a la Mesa de Supervisores de Harvard, con lo que el doctor Holmes había mantenido alguna relación rutinaria con el juez, relativa a la función de Healey como administrador. Holmes había conocido también a Healey por ser miembro de Phi Beta Kappa, pues Healey había presidido una vez esa orgullosa sociedad. El doctor Holmes mantuvo su llave (DBK en la cadena de su reloj, un objeto con el que sus dedos luchaban ahora, mientras el cuerpo de Healey era colocado en el lugar donde iba a yacer. Con una simpatía propia de un médico, Holmes pensaba que, al menos, el pobre Healey no sufrió al morir.

El contacto más prolongado del doctor Holmes con el juez se había producido en el palacio de justicia, en una época agitada para Holmes, que lo indujo a desear retirarse por completo a un mundo de poesía. La defensa del proceso Webster, presidido, como todas las causas de delitos mayores, por un tribunal compuesto por tres jueces y el presidente, convocó al doctor Holmes como testigo de carácter de John W. Webster. Durante la acalorada vista, celebrada muchos años antes, Wendell Holmes tuvo ocasión de conocer el estilo de discurso grave y agotador con que Artemus Healey exponía sus conclusiones legales.

«Los profesores de Harvard no cometen asesinatos.» Esto fue lo que testimonió en favor de Webster el entonces presidente de Harvard, que subió al estrado inmediatamente antes que el doctor Holmes.

El asesinato del doctor Parkman se había perpetrado en el laboratorio situado bajo el aula de Holmes, mientras éste daba clase. Ya era bastante penoso que Holmes hubiera sido amigo tanto del criminal

como de la víctima, pues no sabía por quién lamentarse más. Al menos las acostumbradas risas contagiosas de los estudiantes del doctor Holmes ahogaron la descripción de cómo el profesor Webster descuartizó el cadáver.

– Un hombre devoto, temeroso de Dios como toda su familia…

Las chillonas promesas celestiales del predicador, con la expresión apropiada de quien encabeza la comitiva fúnebre, no le cayeron bien a Holmes. Por una cuestión de principios, pocos eran los aspectos de las ceremonias religiosas que le caían bien, como hijo que era de uno de esos leales ministros cuyo calvinismo se mantuvo duro y alerta frente a la rebelión unitarista. Oliver Wendell Holmes y su huraño hermano menor, John, fueron criados ateniéndose a aquella descomunal necedad que aún zumbaba en los oídos del doctor: «Con la caída de Adán, pecamos todos.» Afortunadamente, se vieron protegidos por la rápida agudeza de su madre, que les susurraba en sensatos apartes mientras el reverendo Holmes y los ministros que eran sus huéspedes predicaban la condenación predestinada y el pecado innato. Ella les prometió que llegarían nuevas ideas, en particular a Wendell, cuando quedó impresionado por cierta historia acerca del control del diablo sobre nuestras almas. Y, en efecto, las nuevas ideas llegaron para Boston y para Oliver Wendell Holmes. Sólo los unitaristas hubieran podido construir el cementerio del monte Auburn, un lugar de enterramiento que era también un jardín.

Mientras el doctor Holmes observaba a los numerosos notables presentes y no se ocupaba de sí mismo, otros muchos volvían la cabeza en dirección al doctor Holmes, pues formaba parte de un puñado de celebridades conocidas con diversos nombres: los Santos de Nueva Inglaterra o los Poetas Junto a la Chimenea. Cualquiera que fuese el nombre que se les diera, eran los más altos representantes literarios del país. Junto a los Holmes se hallaba James Russell Lowell, poeta, profesor y editor de textos, retorciéndose perezosamente la larga guía del bigote, hasta que Fanny Lowell le tiró de la manga. Al otro lado, J. T. Fields, el editor que publicaba a los mayores poetas de Nueva Inglaterra, con la cabeza y la barba señalando hacia abajo en un perfecto triángulo de seria contemplación, una figura llamativa para ser yuxtapuesta a las angélicas mejillas rosadas y el perfecto equilibrio de su joven esposa. Lowell y Fields no eran más íntimos del juez presidente Healey de lo que lo era Holmes, pero asistían a la ceremonia por respeto a la posición y a la familia de Healey (de esta última, además, los Lowell eran primos en algún grado).

Los presentes, al ver a aquel trío de literatos, buscaron en vano al más ilustre de sus colegas. A decir verdad, Henry Wadsworth Longfellow estaba dispuesto a acompañar a sus amigos al monte Auburn, adonde se llegaba desde su casa dando un paseo, pero, como tenía por costumbre, se había quedado junto a su chimenea. Pocas cosas en el mundo, fuera de la casa Craigie, podían presumir de atraer a Longfellow. Después de tantos años dedicados a aquel proyecto, la realidad de la inminente publicación le imponía una plena dedicación. Además, Longfellow temía (y con razón) que, de haber ido al monte Auburn, su fama hubiera apartado de la familia Healey la atención de los asistentes al luctuoso acto. Siempre que Longfellow caminaba por las calles de Cambridge, la gente murmuraba, los niños se arrojaban en sus brazos y los sombreros eran levantados en tan gran número, que se diría que todo el condado de Middlesex penetraba simultáneamente en una capilla.

Holmes podía recordar que una vez, años atrás, antes de la guerra, viajando con Lowell en un traqueteante carruaje, pasaron frente a la ventana de la casa Craigie, que enmarcaba a Fanny y a Henry Longfellow al amor de la lumbre, rodeados de sus cinco hermosos niños junto al piano. Detrás, el rostro de Longfellow aún estaba abierto al mundo.

– Tiemblo al mirar la casa de Longfellow -dijo Holmes.

Lowell, que se había estado quejando de un defectuoso ensayo de Thoreau de cuya edición se encargaba, respondió con una risa ligera que contrastaba con el tono de Holmes.

– Su felicidad es tan perfecta -prosiguió Holmes-que ningún cambio, ninguno de los cambios que lleguen a afectarlo puede dejar de ser para peor.

Cuando la oración fúnebre del reverendo Young tocó a su fin, un solemne murmullo se alzó sobre las tranquilas extensiones del cementerio. Mientras Holmes se sacudía unas hojitas amarillas de su cuello de terciopelo y dejaba vagar sus ojos por los pétreos rostros de los dolientes, advirtió que el reverendo Elisha Talbot, el ministro más prominente de Cambridge, aparecía abiertamente irritado por la calida recepción que había tenido la oración fúnebre de Young. Sin duda estaba ensayando lo que él hubiera dicho de haber sido el ministro de Healey. Holmes admiró la expresión contenida de la viuda de Healey. Las viudas de lágrima fácil eran las que menos tardaban en encontrar nuevo marido. Holmes también se entretuvo en observar al señor Kurtz, pues el jefe de policía se había colocado confiadamente junto a la viuda de Healey y se la llevaba aparte, al parecer con el propósito de convencerla de algo, pero de una forma abreviada, como si su intercambio de palabras fuera una recapitulación de alguna conversación previa. El jefe Kurtz no estaba argumentando sino más bien recordando algo amablemente a la viuda de Healey. Ésta asentía con deferencia; oh, pero muy tensa, pensó Holmes. El jefe Kurtz terminó con un suspiro de alivio que Eolo hubiera envidiado.

La cena de aquella noche en el 21 de la calle Charles fue más tranquila de lo acostumbrado, pues nunca era tranquila. Los huéspedes solían departir atolondradamente, por no mencionar el bajo volumen de la conversación de los Holmes, lo que llevaba a preguntarse si algún miembro de aquella familia había escuchado al otro. El doctor había implantado la tradición de recompensar con una ración extra de mermelada al mejor conversador de la velada. Hoy la hija del doctor Holmes, la «pequeña» Amelia, charlaba más de lo habitual, contando el último compromiso matrimonial, el de la señorita B… con el coronel F…, y contando lo que su círculo de costura había estado haciendo para los regalos de boda.

– Padre -dijo Oliver Wendell Holmes Junior, el héroe, con un pequeño visaje-, creo que esta noche te vas a quedar sin mermelada.

Junior estaba fuera de lugar en la mesa de los Holmes. No sólo medía un metro ochenta en una casa de personas vivaces y de baja estatura, sino que era deliberadamente parco en palabras y en movimientos.

Holmes sonrió pensativamente sobre su asado.

– Wendy, no te he oído hablar mucho esta noche.

Junior odiaba que su padre lo llamara así.

– Oh, yo no ganaré la ración extra, pero tú tampoco. -Se volvió a su hermano menor, Edward, que sólo estaba en casa de vez en cuando, pues se alojaba en la universidad-. Dicen que están recogiendo firmas para dar el nombre del pobre Healey a una cátedra en

la facultad de Derecho. ¿Tú lo crees, Neddie? ¡Después de que eludió su responsabilidad en la Ley de Esclavos Fugitivos todos estos años! Morirse es la única manera de que Boston perdone tu pasado, por lo poco que sé.

En su paseo de después de la cena, el doctor Holmes se detuvo para dar a algunos niños que jugaban a las canicas un puñado de monedas con las que formar una palabra en la acera. Eligió nudo (¿por qué no?), y cuando dibujaron correctamente las letras con las piezas de cobre, los obsequió con las monedas. Estaba satisfecho de que el verano en Boston tocara a su fin y, con él, aquel calor asfixiante que agravaba su asma.

Holmes se sentó bajo los altos árboles situados detrás de su casa, pensando en «los más finos talentos literarios de Nueva Inglaterra», según el exagerado elogio de Fields en el New York Tribune. Su club Dante era importante para la misión de Lowell de introducir la poesía de Dante en Estados Unidos, y para los planes de edición de Fields. Sí, estaban en juego intereses académicos y empresariales. Pero para Holmes el triunfo del club consistía en la unión de intereses de aquel grupo de amigos que él se sentía afortunado de tener. Le gustaba más que nada la libre charla y la brillante chispa que brotaba cuando daban libre curso a la poesía. El club Dante era una asociación curativa -pues en los últimos años todos habían envejecido de pronto-que unía a Holmes y a Lowell tras sus diferencias a propósito de la guerra; que unía a Fields con sus mejores autores en su primer año sin su socio William Ticknor, para proporcionarles seguridad; y que unía a Longfellow con el mundo exterior, o al menos con alguno de sus embajadores con más inclinaciones literarias.

El talento de Holmes para traducir no era extraordinario. Poseía la imaginación necesaria, pero carecía de aquella cualidad que adornaba a Longfellow y que permitía que un poeta se abriera plenamente a la voz de otro poeta. Además, en una nación con escaso intercambio de pensamiento con países extranjeros, Oliver Wendell Holmes se sentía feliz por considerarse versado en Dante, un «dantesco» más que un erudito especialista en Dante. Cuando Holmes estudiaba en la universidad, el profesor George Ticknor, el literato aristócrata, se aproximaba al límite de la tolerancia ante la constante obstrucción de la corporación de Harvard a su acceso al puesto de primer profesor de la cátedra Smith. Wendell Holmes, mientras tanto, habiendo llegado a dominar el griego y el latín a la edad de doce años, estaba ahogado por el aburrimiento durante las obligadas horas de recitación en las que se memorizaban y se repetían a coro versos de la Hécuba de Eurípides, en cuyo significado se llevaba largo tiempo insistiendo.

Cuando se conocieron en el salón de la familia Holmes, los ojos del profesor Ticknor, fijos y negros, se posaron en el estudiante, que descargaba su peso alternativamente en uno y otro pie.

– No para un momento -dijo suspirando Oliver Wendell Holmes padre, el reverendo Holmes.

Ticknor sugirió que el italiano podría disciplinarlo. En esa época, los recursos del departamento eran demasiado restringidos para ofrecer una enseñanza formal de la lengua. Pero Holmes no tardó en recibir en préstamo una gramática y un vocabulario preparados por Ticknor, junto con una edición de la Divina Commedia de Dante, un poema dividido en partes llamadas can tica: Inferno, Purgatorio y Paradiso.

Holmes temía ahora que las eminencias de Harvard hubieran dado con algo sobre Dante desde su insondable ignorancia. En la facultad de Medicina, las ciencias habían permitido a Oliver Wendell Holmes descubrir cómo obraba la naturaleza cuando se liberaba de la superstición y el temor. Él creía que, de la misma manera que la astronomía había reemplazado a la astrología, la «teonomía» algún día haría otro tanto con su gemela corta de talento. Con esta fe, Holmes prosperó como poeta y como profesor.

Entonces la guerra tendió una emboscada al doctor Holmes y también a Dante Alighieri.

Empezó una noche de invierno de 1861. Holmes se hallaba sentado en Elmwood, la mansión de Lowell, inquieto por las noticias de la partida de Wendell Junior con el regimiento 25 de Massachusetts. Lowell era el antídoto adecuado a su nerviosismo: impetuoso y confiando a gritos en que, en todo momento, el mundo era exactamente como él había dicho que era. En caso necesario, si las preocupaciones de uno eran excesivas, ese mundo era risible.

Desde aquel verano, la sociedad se lamentaba porque echaba de menos la presencia consoladora de Henry Wadsworth Longfellow.

Éste escribió a sus amigos declinando todas las invitaciones que lo hubiesen obligado a abandonar la casa Craigie, explicando que se hallaba ocupado. Había empezado a traducir a Dante, dijo, y no tenía previsto parar: Hago este trabajo porque no puedo hacer otra cosa.

Viniendo del reticente Longfellow, esas notas eran gritos lastimeros. Era tranquilo por fuera, pero por dentro se desangraba hasta morir.

Y Lowell, plantado en el escalón de acceso a la casa de Longfellow, insistía en ayudar. Lowell se había lamentado de que los norteamericanos, poco conocedores de las lenguas modernas, no tenían acceso ni siquiera a las pocas y lamentables traducciones británicas existentes.

– ¡Necesito el nombre de un poeta para vender un libro así a este público de asnos! -había replicado Fields a las apocalípticas advertencias de Lowell sobre la ceguera de Estados Unidos respecto a Dante.

Siempre que Fields se proponía apartar a sus autores de un proyecto arriesgado, invocaba la estupidez del público lector.

A lo largo de los años, Lowell había insistido muchas veces a Longfellow para que tradujera el poema tripartito, incluso amenazándolo una vez con hacerlo él mismo, algo para lo que carecía de fuerza interior. Ahora no podía dejar de ayudar. Después de todo, Lowell era uno de los pocos eruditos norteamericanos que sabían algo de Dante; incluso parecía saberlo todo.

Lowell detalló a Holmes de qué forma tan notable Longfellow estaba captando a Dante, a juzgar por los cantos que le había mostrado.

– Nació para esa tarea, estoy convencido, Wendell.

Longfellow estaba empezando con el Paradiso, luego pasaría al Purgatorio y, finalmente, al Inferno.

– ¿Va para atrás? -preguntó Holmes, intrigado. Lowell asintió y se sonrió.

– Me atrevería a decir que nuestro querido Longfellow quiere asegurarse el cielo antes de mandarse a sí mismo al infierno.

– Yo nunca recorrería el camino para llegar a Lucifer -dijo Holmes, refiriéndose al Inferno-. El Purgatorio y el Paraíso son todo música y esperanza, y te sientes flotar hacia Dios. ¡Pero el horror y la barbarie de esa pesadilla medieval! Alejandro Magno debiera haber dormido con ese libro bajo la almohada.

– El infierno de Dante forma parte tanto de nuestro mundo como del inframundo, y no debería eludirse -dijo Lowell-, sino más bien compararse. Alcanzamos las profundidades del infierno muy a menudo en esta vida.

La fuerza de la poesía de Dante resonaba más en quienes no profesaban la fe católica, pues sería inevitable que la teología del autor se prestara a equívocos entre los creyentes. Pero para los más distantes teológicamente, la fe de Dante era tan perfecta, tan firme, que un lector se sentiría captado por la poesía como para tomarla muy a pecho. Por eso Holmes temía al club Dante: temía, en efecto, que abriera la puerta a un nuevo infierno, avalado por el puro genio literario de los poetas. Y, peor aún, temía que él mismo, tras una vida huyendo del diablo predicado por su padre, se mostrara parcial rechazándolo.

En el estudio de Elmwood, aquella noche de 1861, un mensajero interrumpió el té del poeta. El doctor Holmes supo sin la menor duda que era un telegrama que se había dirigido a sí mismo desde su casa, en un alarde de complejidad, informándose de la muerte del pobre Wendell Junior en algún campo de batalla helado, probablemente por agotamiento: ésta era la explicación en la lista de bajas. Holmes encontró que «muerto por agotamiento» era lo más terrible y lo más vívido. Se trataba, en cambio, de un sirviente enviado por Henry Longfellow, cuya propiedad, la casa Craigie, estaba a la vuelta de la esquina: una simple nota solicitando la ayuda de Lowell en algunos cantos ya traducidos. Lowell persuadió a Holmes de que lo acompañara.

– Tengo tantos asuntos entre manos, que me aterra una nueva tentación -dijo Holmes, riendo al principio-. Temo contraer su dantemanía.

Lowell convenció a Fields de que se ocupara también de Dante. Aunque no era especialista en cultura italiana, el editor contaba con un útil conocimiento del idioma gracias a sus viajes de negocios (tales viajes obedecían más a su placer y al de Annie, pues era escaso el comercio de libros entre Roma y Boston), y ahora se sumergió en diccionarios y en comentarios. El interés de Fields, como le gustaba decir a su mujer, era lo que interesaba a los demás. Y el viejo George Washington Greene, que había facilitado a Longfellow el primer ejemplar de Dante, mientras ambos recorrían tierras italianas treinta años antes, empezó a parar a todo el que llegaba a la ciudad procedente de Rhode Island, y le ofrecía cumplida información acerca de su tarea. Fue Fields, muy necesitado de establecer horarios, quien sugirió las noches de los miércoles para las reuniones sobre Dante en el estudio de la casa Craigie; y el doctor Holmes, muy diestro en poner nombres a las cosas, bautizó la empresa como club Dante. Aunque el propio Holmes solía referirse a las reuniones como sus séances, insistiendo en que, si uno se esforzaba lo bastante en mirar, podría encontrarse frente a frente con Dante junto a la chimenea de Longfellow.

La nueva novela de Holmes le devolvería el favor del público. Sería la historia norteamericana que los lectores esperaban en cada librería y en cada biblioteca; la que Hawthorne no había conseguido hallar antes de morir; la que espíritus prometedores como Herman Melville enturbiaron con lo peculiar, adentrándose en la vía del anonimato y el aislamiento. Dante se atrevió a hacer de sí mismo un héroe casi divino, transformando su propia personalidad defectuosa a través de la jactancia de la poesía. Pero para esto el florentino sacrificó su hogar, su vida con su mujer y sus hijos, su lugar en la retorcida ciudad que amaba. En su pobreza y su soledad definió su nación: sólo en su imaginación experimentó la paz. El doctor Holmes, a su manera habitual, lo realizaría todo, todo de una vez.

Y después de que su novela obtuviera el apoyo nacional, entonces, ¡que el doctor Manning y otros buitres del mundo trataran de picotear su reputación! Sobre la cresta de una redoblada adoración, Oliver Wendell Holmes, con un escudo sostenido con una sola mano, podría defender a Dante frente a sus atacantes y asegurar el triunfo de Longfellow. Pero si la traducción de Dante iniciaba demasiado aprisa una batalla que ahondara las heridas que ya estaban afectando a su buen nombre, entonces la historia norteamericana podría pasar inadvertida o algo peor.

Holmes vio con la claridad de un veredicto judicial lo que tenía que hacer. Debía frenarlos lo bastante como para terminar su novela antes de que la traducción estuviera completada. Aquello no era el asunto de Dante; era el asunto de Oliver Wendell Holmes, su sino literario. Además, Dante, lamentablemente, había retrasado su momento varios cientos de años antes de aparecer en el Nuevo Mundo. ¿Qué podían significar unas semanas más?


En el vestíbulo de la comisaría de policía de Court Square, Nicholas Rey miraba por encima de su cuaderno de notas, bizqueando a la luz de gas tras una prolongada tarea sobre una hoja de papel. Un hombre fornido como un oso, con uniforme añil, agitando una hojita de papel como si acunara a un niño, aguardaba frente al escritorio.

– Es usted el patrullero Rey, ¿verdad? Soy el sargento Stoneweather. No quisiera interrumpirlo. -El hombre se adelantó y extendió su impresionante mano-. Creo que hay que ser un hombre de temple para convertirse en el primer policía negro, con todo lo que algunos dicen. ¿Qué está usted escribiendo ahí, Rey?

– ¿Puedo serle de alguna utilidad, sargento? -preguntó Rey.

– Puede, ya lo creo que puede. Usted ha estado preguntando por las comisarías sobre ese mendigo del demonio que ha saltado por la ventana, ¿no es así? Fui yo quien lo trajo para el reconocimiento.

Rey se aseguró de que la puerta del despacho de Kurtz estaba cerrada. El sargento Stoneweather sacó de su envoltorio un pastel de arándanos y fue comiendo a ratos mientras hablaba.

– ¿Recuerda usted dónde lo detuvo? -preguntó Rey.

– Sí. Estaba buscando a alguien que pudiera ser de interés, tal como se nos ordenó. En las tabernuchas y en las posadas. Yo estaba en la estación de tranvías de Boston Sur, porque sabía que allí operaban algunos carteristas. Su mendigo estaba tirado en uno de los bancos, medio dormido, pero agitándose, como si tuviera tremulus demendus o delirius tremendus o algo así.

– ¿Sabía usted quién era? -preguntó Rey.

Stoneweather respondió, mientras masticaba:

– Son muchos los vagos y los borrachos que continuamente van y vienen en el tranvía. Así que no me resultan familiares. A decir verdad, ni pensé en llevármelo, de tan inofensivo que parecía.

A Rey esto le sorprendió.

– ¿Y qué le hizo cambiar de parecer?

– ¡Ese maldito mendigo, eso fue! -farfulló Stoneweather, dejándose algunas migas en la barba-. Me ve moverme entre algunos de aquellos bribones, y corre hacia mí con las muñecas juntas y se pone delante de ellos como si quisiera que lo esposaran y se le formularan cargos allí mismo ¡por asesinato! Así que yo pensé para mí: el cielo me ha enviado para que me las vea en este sarao. Y el maldito estúpido se derrumba. Todo ocurre por alguna razón que Dios sabe; yo lo creo así. ¿Usted no, patrullero?

Rey tenía dificultad para imaginar al saltador en cualquier circunstancia que no fuera huyendo.

– ¿Le dijo algo durante el camino? ¿Hacía algo? ¿Habló con alguien más? ¿Quizá leía un periódico? ¿Un libro?

Stoneweather se encogió de hombros.

– No me fijé.

Mientras Stoneweather buscaba en los bolsillos de su guerrera un pañuelo para secarse las manos, Rey advirtió con distraído interés el revólver que sobresalía de su cinturón de cuero. El día en que Rey fue admitido en la policía por el gobernador Andrew, el consejo rector dictó una resolución por la que se le aplicaban restricciones. Rey no podía vestir uniforme, portar un arma que fuera más allá de una porra ni detener a una persona de raza blanca sin la presencia de otro oficial.

Aquel primer mes, la ciudad destinó a Nicholas Rey a hacer guardia en el Distrito Segundo. El capitán de la comisaría decidió que Rey sólo podría efectuar patrullas en Nigger Hill. Pero allí había suficientes negros que alimentaban resentimiento hacia un oficial mulato y desconfiaban de él, de tal manera que los demás patrulleros de la zona temían disturbios. La comisaría no era mucho mejor. Sólo dos o tres policías le dirigían la palabra, y los demás firmaron una carta al jefe Kurtz solicitando que se pusiera fin al experimento de un oficial de color.

– ¿Realmente desea usted saber qué lo llevó a hacer lo que hizo, patrullero? -preguntó Stoneweather-. Según mi experiencia, a veces un hombre no puede averiguar el porqué de las cosas.

– Murió en el edificio de esta comisaría, sargento Stoneweather -replicó Rey-. Pero en su cerebro él estaba en algún otro lugar… lejos de nosotros, lejos de la seguridad.

Eso era más de lo que Stoneweather podía digerir.

– Me gustaría saber más sobre ese pobre tipo, sí.

Aquella tarde, el jefe Kurtz y el subjefe Savage visitaron Beacon

Hill. Rey, en el pescante, permanecía más tranquilo de lo habitual.

Cuando se apearon, Kurtz dijo:

– ¿Sigue usted pensando en aquel maldito vagabundo, patrullero? -Puedo averiguar quién era, jefe -dijo Rey. Kurtz frunció el ceño, pero su mirada y su voz se suavizaron. -Bien, ¿qué sabe usted de él?

– El sargento Stoneweather lo encontró en una estación de tranvías. Podría ser de esa zona.

– ¡Una estación de tranvías! Pudo haber llegado de cualquier

sitio.

Rey no discrepó y se abstuvo de discutir. El subjefe Savage, que había estado escuchando, dijo evasivamente:

– También nosotros tenemos nuestra idea, jefe, desde inmediatamente antes del reconocimiento.

– Escúchenme bien ustedes dos -dijo Kurtz-. Esa gallina vieja de Healey me agarrará de las orejas si no queda satisfecha. Y no quedará satisfecha hasta que un día le dejemos hacer de verdugo. Rey, no quiero que ande usted hurgando en el asunto del saltador. ¿Se entera? Ya tenemos bastantes quebraderos de cabeza sin provocar que todos se nos echen encima por un hombre que se nos murió ante nuestras narices.

Las ventanas de la mansión Wide Oaks estaban cubiertas con pesadas telas negras que sólo permitían que penetrase la luz del día a través de estrechas franjas a lo largo de sus lados. La viuda de Healey levantó la cabeza de un montón de almohadones en forma de hojas de loto.

– Ha encontrado usted al asesino, jefe Kurtz -aseveró más que preguntó cuando entró Kurtz.

– Mi querida señora -dijo el jefe Kurtz quitándose el sombrero y colocándolo sobre una mesa a los pies de la cama-, tenemos hombres trabajando en todas direcciones. La investigación está aún en sus primeras etapas…

Kurtz explicó cuáles eran las posibilidades. Había dos hombres

que debían dinero a Healey y un notorio delincuente cuya sentencia había sido confirmada por el juez presidente cinco años antes.

La viuda permaneció con la cabeza lo bastante quieta como para mantener una compresa caliente equilibrada sobre las blancas eminencias de sus sienes. Desde el funeral y las diversas ceremonias en memoria del juez presidente, Ednah Healey se negaba a abandonar la habitación y no recibía más visitas que las de sus familiares más allegados. De su cuello colgaba el broche de cristal de roca que encerraba el enmarañado mechón de cabellos del juez, un adorno que la viuda había pedido a Nell Ranney que ensartara en un collar.

Sus dos hijos, de hombros y cabezas tan voluminosos como los del juez presidente Healey, pero ni con mucho tan corpulentos, se sentaban como desplomados en sendos sillones que flanqueaban la puerta, como dos bulldogs de granito. Roland Healey interrumpió a Kurtz:

– No comprendo por qué han avanzado tan despacio, jefe Kurtz.

– ¡Sólo con que hubiéramos ofrecido una recompensa! -añadió a la queja de su hermano Richard, el primogénito-. ¡Seguro que hubiéramos atrapado a alguien de haber puesto suficiente dinero! La diabólica codicia, eso es lo que impulsa a la gente a colaborar.

El subjefe los oía con paciencia profesional.

– Dios mío, señor Healey, si revelamos las verdaderas circunstancias del fallecimiento de su padre, a ustedes los abrumarían con informaciones falsas personas que no pretenderían otra cosa que ganarse algún dólar. Deben ustedes mantener todo el asunto velado para el público y dejarnos a nosotros continuar. Créanme, amigos míos -añadió-; a ustedes no les gustarían las consecuencias de una amplia divulgación del caso.

– El hombre que murió en su reconocimiento -dijo la viuda-. ¿Ya han descubierto su identidad?

Kurtz levantó las manos.

– Muchísimos de nuestros buenos ciudadanos pertenecen a la misma familia cuando comparecen en un reconocimiento de la policía -dijo, y sonrió haciendo una mueca-. Smith o Jones.

– Y ése -preguntó la señora Healey-, ¿a qué familia pertenecía?

– No nos dio ningún nombre, señora -respondió Kurtz, re

plegando compungidamente su sonrisa bajo su bigote enmarañado y colgante-. Pero no tenemos razones para creer que tuviera alguna información sobre el asesinato del juez Healey. Sencillamente, estaba mal de la cabeza y también un poco bebido.

– Al parecer, sordo y mudo -añadió Savage.

– ¿Por qué estaría tan desesperado como para tirarse, jefe Kurtz? -preguntó Richard Healey.

Ésa era una excelente pregunta, aunque Kurtz no quería admitirlo.

– No acabaría nunca de contarles a cuántos hombres encontramos en la calle que se creen perseguidos por los demonios y nos dan descripciones de sus perseguidores, cuernos incluidos.

La señora Healey se inclinó hacia delante y miró de través.

– Jefe Kurtz, ¿y su mozo?

Kurtz invitó a entrar a Rey, que permanecía en el vestíbulo.

– Señora, le presento al patrullero Nicholas Rey. Usted nos pidió que nos acompañara hoy, por lo del hombre que pereció durante el reconocimiento.

– ¿Un agente de policía negro? -preguntó con visible incomodidad.

– En realidad, mulato -precisó Savage con orgullo-. El patrullero Rey es el primero del país. El primero en toda Nueva Inglaterra, dicen.

Alargó la mano e hizo que Rey se la estrechara. La señora Healey se volvió y alzó el cuello lo suficiente para ver a placer al mulato.

– ¿Es usted el agente que estaba a cargo del vagabundo, del que murió allí?

Rey asintió.

– Entonces, dígame, agente. ¿Qué cree usted que le hizo actuar de aquel modo?

El jefe Kurtz tosió nerviosamente en dirección a Rey.

– No puedo decírselo con precisión, señora -respondió Rey sinceramente-. No puedo decir qué creyó o si consideró que corría algún peligro su integridad física en aquel momento.

– ¿Le habló a usted? -preguntó Roland.

– Sí, señor Healey. Al menos trató de hacerlo. Pero me temo que lo que susurró no podía entenderse.

– ¡Ja! ¡Ustedes ni siquiera son capaces de descubrir la identidad de un vagabundo que se les muere en sus propias dependencias! ¡Creo que usted, jefe Kurtz, considera que mi marido tuvo el fin que merecía!

– ¿Yo? -Kurtz se volvió y miró inerme a su subjefe-. ¡Señora!

– Yo soy una mujer enferma, a punto de comparecer ante Dios, ¡pero a mí no me engañan! ¡Usted cree que somos tontos y unos palurdos, y está deseando mandarnos a todos al diablo!

– ¡Señora! -exclamó Savage haciendo eco al jefe.

– ¡No le daré el placer de verme muerta, jefe Kurtz! ¡Usted y su desagradable policía negro! ¡Él hizo todo lo que sabía hacer y no tenemos que avergonzarnos de nada!

La compresa cayó al suelo cuando ella se hurgó el cuello con las uñas. Era una nueva convulsión, provocada por las costras recientes y las marcas rojas que cubrían su piel. Se rascó el cuello, ahondando en la carne y escarbando en un enjambre de insectos invisibles que aguardaban en los recovecos de su mente.

Sus hijos saltaron de sus asientos, pero sólo pudieron retroceder hacia la puerta. Kurtz y Savage habían hecho otro tanto, indefensos, como si a la viuda pudieran consumirla las llamas en cualquier instante.

Rey aguardó un momento más y luego, tranquilamente, dio un paso hacia un lado de la cama.

– Señora Healey. -Sus arañazos habían aflojado las cintas de su camisa de dormir. Rey se acercó y rebajó la llama de la lámpara hasta que sólo pudo distinguirse la silueta de la viuda-. Señora, quiero que sepa que su marido me ayudó en una ocasión.

Se había tranquilizado.

Kurtz y Savage intercambiaron miradas de sorpresa junto a la puerta. Rey habló demasiado bajo para que desde el otro lado de la habitación se oyeran todas las palabras, pero los otros estaban demasiado asustados para adelantarse y provocar un nuevo acceso en la viuda. Aun en la oscuridad pudieron percibir hasta qué punto se había tranquilizado, lo apaciguada y silenciosa que estaba salvo por su agitada respiración.

– Cuéntemelo, por favor -dijo.

– De niño me trajo a Boston una mujer de Virginia que viajó aquí con motivo de una festividad. Algunos abolicionistas me apartaron de su lado para hacerme comparecer ante el juez presidente. Éste dictaminó que un esclavo quedaba emancipado legalmente en cuanto cruzaba a un estado libre. Me puso al cuidado de un herrero negro, Rey, y de su familia.

– Antes de que nos impusieran esa desdichada Ley de Esclavos Fugitivos. -Los párpados de la señora Healey se cerraron mientras suspiraba, y su boca se torció de una manera extraña-. Sé lo que piensan los amigos de su raza a propósito de aquel chico, Sims. Al juez presidente no le gustaba que yo acudiera a las vistas, pero fui. Había mucho que decir, entonces. Sims era como usted, un negro apuesto, pero tan oscuro como lo que mucha gente tiene dentro de la cabeza. El juez presidente nunca lo hubiera mandado de vuelta de no haberse visto obligado a hacerlo. No tuvo elección, compréndalo. Pero a usted le proporcionó una familia. Esa familia, ¿le hizo a usted feliz?

Él asintió.

– ¿Por qué las equivocaciones sólo se subsanan después? ¿Acaso no pueden remediarse alguna vez con antelación? Eso produce mucho cansancio. Mucho cansancio.

Recobró en parte la lucidez, y ahora se dio cuenta de lo que había que hacer una vez los agentes se hubiesen marchado. Pero necesitaba una cosa más de Rey.

– Por favor, ¿le dijo algo a usted cuando era niño? Al juez Healey lo que más le gustaba era hablar con los niños.

Recordaba a Healey con sus propios hijos.

– Me preguntó si quería quedarme aquí, señora Healey, antes de poner por escrito sus conclusiones. Dijo que siempre estaría seguro en Boston, pero que era yo quien tenía que elegir ser un bostoniano, un hombre que cuidara de sí mismo y velara por la ciudad al mismo tiempo; de lo contrario sería siempre un marginal. Me dijo que, cuando un bostoniano alcanza las puertas del cielo, llega un ángel y le previene: «Aquí no estarás a gusto; esto no es Boston.»


Percibió el susurro al tiempo que oía a la viuda de Healey caer dormida. Lo oyó en la desnudez de su gélida casa de huéspedes. Despertaba cada mañana con las palabras en la punta de la lengua. Podía saborearlas, podía oler el penetrante aroma que las arropaba, podía frotarse contra las híspidas barbas que las recitaban, pero cuando trataba de hablar él mismo en susurros, en ocasiones mientras conducía el carruaje, otras veces ante un espejo, aquello carecía de sentido. Se sentaba a todas horas con su pluma, gastando tinteros, pero la falta de sentido era peor por escrito que de palabra. Podía ver al hombre que susurraba, inquieto por aquel disparate, los ojos atónitos brillando ante él antes de que el cuerpo se lanzara a través del cristal. El hombre innominado había caído del cielo, desde un lugar lejano en el que Rey no podía pensar, a los brazos de Rey, desde donde había vuelto a caer. Se impuso apartarlo de su mente. Pero podía ver con toda claridad la caída a plomo por el patio, donde el hombre era todo sangre y hojas, una y otra vez; tan suave y constante como las imágenes de las transparencias de una linterna mágica. Debía detener la caída, maldita orden del jefe Kurtz. Debía encontrar algún sentido a las palabras que quedaron colgando en el aire muerto.

– No quisiera dejarlo ir -dijo Amelia Holmes, con un fruncimiento en su carita, mientras subía el cuello del abrigo de su marido para cubrir la bufanda-. Señor Fields, él no debería salir esta noche. Estoy preocupada por lo que pueda sucederle. Oiga cómo resuella a causa del asma. ¿Cuándo volverás a casa, Wendell?

El bien equipado carruaje de J. T. Fields se dirigió al 21 de la calle Charles. Aunque estaba a sólo dos manzanas de su casa, Fields nunca hacía caminar a Holmes. El doctor respiraba con dificultad en el escalón de la entrada, acusando el tiempo frío, como a menudo le ocurría también con el calor.

– Oh, no lo sé -respondió el doctor Holmes, algo fastidiado-. Me pongo en manos del señor Fields.

– Bien, señor Fields -dijo ella en tono grave-, ¿cuándo le permitirá regresar?

Fields consideró la pregunta con la mayor seriedad. El apoyo de una esposa era tan importante para él como el de un autor, y Amelia Holmes hacía poco que se había vuelto aprensiva.

– Quisiera que Wendell no publicara nada más, señor Fields -había dicho Amelia durante un almuerzo en casa de los Fields a principios de aquel mes, en la hermosa estancia que, a través de hojas y flores, daba al apacible río-. Lo único que consigue es regañar por las críticas de los periódicos, ¿y de qué sirve eso?

Fields abrió la boca para dejarle a ella descansar la mente, pero Holmes fue demasiado rápido. Cuando estaba agitado o asustado, nadie podía hablar tan aprisa, especialmente de sí mismo:

– ¿Qué quieres decir, Melia? He escrito algo nuevo que no suscitará las quejas de los críticos. Se trata de la «Historia norteamericana». El señor Fields ha estado presionándome mucho tiempo para escribirla. ¿Sabes, querida?, será mejor que cualquier otra cosa que haya hecho.

– Oh, eso es lo que dices siempre, Wendell. -Agitó la mano tristemente-. Pero yo quiero que lo dejes.

Fields sabía que Amelia había reforzado la decepción de Holmes cuando la continuación de la serie el Autocrat, The Professor at the Breakfast-Table se consideró repetitiva, pese a las promesas de éxito hechas por Fields. Holmes planeó una tercera parte, que se titularía The Poet at the Breakfast-Table. Se sintió derrotado por los ataques de la crítica, y sólo obtuvo el modesto éxito de Elsie Veneer, su primera novela, que había escrito de un tirón y que publicó poco antes de la guerra.

A la nueva tropa de críticos bohemios de Nueva York le gustaba atacar la estructura establecida de Boston, y Holmes representaba a su orgullosa ciudad mejor que nadie; él, después de todo, había llamado a Boston el Eje del Universo y denominado a su propia clase social los brahmanes de Boston, inspirándose en tierras más exóticas. Ahora, los rufianes que se llamaban a sí mismos la Joven América y habitaban las tabernas subterráneas de Manhattan, a lo largo de Broadway, habían declarado irrelevante para la próxima era el prolongado dominio de los Poetas junto a la Chimenea patrocinados por Fields. ¿Qué había hecho para evitar la guerra civil la camarilla de Longfellow, con sus rimas anticuadas y sus estampas aldeanas?, preguntaban. Holmes, por su parte, años antes de la guerra había abogado por el compromiso e incluso firmó, junto con Artemus Healey, un manifiesto en apoyo de la Ley de Esclavos Fugitivos, que propugnaba la devolución a sus amos de los esclavos huidos, como una esperanzadora medida para evitar el conflicto.

– Pero es que no lo entiendes, Amelia -continuaba Holmes a la mesa del desayuno-. Eso me dará dinero, lo cual nunca está de más. -De pronto dirigió la mirada a Fields-. Si me ocurriera algo antes de que tuviera la historia terminada, no vendría a reclamarle el dinero a la viuda, ¿verdad?

Todos se echaron a reír. Ahora, sentados juntos en el carruaje, Fields miraba el cielo de colores cómo si pudiera darle la respuesta que Amelia seguía esperando.

– Alrededor de las doce -dijo-. ¿Qué le parece las doce, mi querida señora Holmes?

La miró con sus amables ojos castaños, aunque sabía que más bien sería a las dos de la madrugada. El poeta tomó del brazo al editor.

– Eso está muy bien para una noche dedicada a Dante, Melia. El señor Fields cuidará de mí. Uno de los mayores cumplidos que un hombre ha dedicado nunca a otro es mi visita a Longfellow esta noche, después de todo lo que he hecho últimamente, entre mis clases y mi novela y los almuerzos elegantes. ¿Por qué no debería ir esta noche?

Fields decidió no dar por oído este último comentario, aunque fuera pronunciado con despreocupación.


Era una leyenda popular en Cambridge, en 1865, que Henry Wadsworth Longfellow decidiría divinamente cuándo mostrarse fuera de su mansión colonial de color amarillo sol, para saludar a quienes llegaban, tanto si se trataba de huéspedes largamente esperados como de imprevistos peticionarios. Por supuesto que las leyendas a menudo decepcionan, y por lo general uno de los sirvientes del poeta atendía la maciza puerta de la casa Craigie, así llamada por sus anteriores dueños. En años recientes hubo ocasiones en que Henry Longfellow optó sencillamente por no recibir a nadie en absoluto.

Pero aquella tarde, confiando lo suficiente en la sabiduría popular aldeana, Longfellow permanecía en el escalón de entrada cuando los caballos de Fields remolcaron su carga por el camino para carruajes de la casa Craigie. Holmes, asomándose a la ventanilla, percibió desde lejos la figura antes de que el seto cubierto de blancura se partiera en dos y describiera una curva. Su agradable visión de Longfellow de pie, serenamente, bajo la luz de la lámpara en la nieve blanda, con el peso de su leonina barba flotante y su levita de impecable hechura, se ajustaba a la representación que del poeta se hacía el público. La imagen había cristalizado en la estela de la pérdida irreparable de Fanny Longfellow, y el mundo parecía intentar consagrar al poeta (como si el muerto hubiera sido él, en lugar de su mujer) cual una divina aparición enviada para responder a la raza humana, cuando sus admiradores trataran de esculpir su efigie en una permanente alegoría de genio y sufrimiento.

Las tres niñas Longfellow llegaron corriendo de jugar con la nieve inesperada, haciendo una pausa lo bastante larga a la entrada del vestíbulo como para sacudirse los chanclos antes de trepar por las escaleras bruscamente angulosas.


Desde mi estudio veo a la luz de la lámpara descender la amplia escalera del vestíbulo a la grave Alice y a la reidora Allegra, y a Edith con su cabello dorado.


Holmes acababa de pasar ante esa amplia escalera, y ahora estaba de pie junto a Longfellow en aquel estudio, donde la luz de la lámpara iluminaba el escritorio del poeta. Mientras tanto, las tres niñas desaparecieron de la vista. Todavía camina a través de un poema vivo. Holmes sonrió para sí y tomó la pata del perrito ladrador de Longfellow, que mostraba todos sus dientes y sacudía su cuerpo porcino.

Luego Holmes saludó al lánguido erudito de barba caprina que se sentaba, inclinado, en una butaca junto a la chimenea, con la mirada perdida en un enorme infolio.

– ¿Cómo va el George Washington más vivo de la colección de Longfellow, mi querido Greene?

– Mejor, mejor, gracias, doctor Holmes. Me temo que no me encontraba lo suficientemente bien para asistir al funeral del juez Healey.

A George Washington Greene solían referirse los demás como

«el viejo», pero en realidad tenía sesenta años, cuatro más que Holmes y dos más que Longfellow. Las enfermedades crónicas habían envejecido varias décadas al ministro unitarista retirado e historiador. Pero todas las semanas viajaba en ferrocarril desde East Greenwich, Rhode Island, con tanto entusiasmo por las veladas de los miércoles en la casa Craigie como por los sermones que pronunciaba allá donde era invitado o por las historias de la guerra revolucionaria que su propio nombre le había impulsado a reunir.

– Longfellow, ¿acudió usted?

– Me temo que no, señor Greene -respondió Longfellow, el cual no había estado en el cementerio del monte Auburn desde antes del funeral de Fanny Longfellow, ceremonia en cuyo transcurso permaneció confinado en su cama-. Pero imagino que estuvo muy concurrido.

– Oh, sí, mucho, Longfellow -dijo Holmes juntando los dedos sobre el pecho, pensativo-. Un hermoso y adecuado tributo.

– Demasiado concurrido, tal vez -intervino Lowell, entrando, procedente de la biblioteca, con un montón de libros e ignorando el hecho de que Holmes ya había contestado a la pregunta.

– El viejo Healey se conocía bien a sí mismo -señaló Holmes con suavidad-. Sabía que su lugar era el palacio de justicia, no la bárbara arena de la política.

– ¡Wendell! Usted no puede decir eso -replicó Lowell con tono autoritario.

– Lowell -le advirtió Fields, clavando en él la mirada.

– Y pensar que nos convertimos en cazadores de esclavos… -Lowell se apartó de Holmes sólo un segundo. Lowell era primo en sexto o séptimo grado de los Healey, porque los Lowell eran primos en sexto o séptimo grado, al menos, de las mejores familias de brahmanes, y esto sólo incrementaba su insistencia-. ¿Se hubiera usted comportado tan cobardemente como Healey, Wendell? De haber podido usted decidir, ¿habría mandado a aquel chico, Sims, de vuelta a su plantación cargado de cadenas? Dígamelo, dígame sólo eso, Holmes.

– Debemos respetar la pérdida que ha sufrido la familia -dijo tranquilamente Holmes, dirigiendo su comentario principalmente al medio sordo señor Greene, que asentía con gesto cortés.

Longfellow se excusó cuando sonó una campanilla en el piso de arriba. Podía haber profesores o reverendos, senadores o reyes entre sus huéspedes, pero ante aquella señal Longfellow se ausentaría para escuchar las oraciones de Alice, Edith y Annie Allegra antes de acostarse.

Cuando regresó, Fields había reconducido hábilmente la conversación a asuntos más ligeros, de modo que el poeta se integró en una ronda de carcajadas motivadas por una anécdota narrada al alimón por Holmes y Lowell. El anfitrión dirigió una mirada a su reloj de caoba Aaron Willard, una antigua pieza por la que sentía debilidad, no por su exactitud, sino porque su tictac le parecía más agradable que el de otros relojes.

– Empieza la clase -dijo con tono suave.

Los reunidos guardaron silencio. Longfellow cerró los postigos verdes de las ventanas y Holmes bajó la intensidad de las lámparas destinadas al moderador, mientras los demás ayudaban a disponer una hilera de velas. Esta serie de halos que se solapaban se fundía con el tembloroso brillo del fuego. Los cinco eruditos y Trap -el rollizo terrier escocés de Longfellow-ocuparon sus lugares establecidos resiguiendo la circunferencia de la pequeña estancia.

Longfellow tomó un fajo de papeles de su cajón y pasó unas pocas páginas de Dante en italiano a cada invitado, junto con un juego de pruebas de imprenta con su correspondiente traducción línea por línea. En el claroscuro delicadamente tejido por el hogar, la lámpara y la mecha, la tinta parecía despegarse de las pruebas de Longfellow, como si una página de Dante de pronto cobrara vida bajo los ojos de cada uno. Dante había escrito su verso en una terza rima: cada tres líneas un contenido poético, la primera y la tercera rimando entre ellas y la de en medio proyectando una rima con la primera línea del siguiente terceto, de tal manera que los versos se inclinaban adelante en un movimiento de avance.

Holmes siempre disfrutaba con la manera como Longfellow iniciaba sus reuniones sobre Dante, con una recitación de las primeras líneas de la Commedia con un inimitable y perfecto italiano.

– «En medio del camino de nuestra vida, me encontré en una selva oscura, pues había extraviado el recto sendero.»

III

Como primer punto del orden del día en una reunión del club Dante, el anfitrión revisaba las pruebas de la sesión de la semana anterior.

– Buen trabajo, mi querido Longfellow -dijo el doctor Holmes.

Estaba satisfecho siempre que una de las correcciones que había sugerido resultaba aprobada, y dos del miércoles anterior se habían impuesto en las pruebas finales de Longfellow. Holmes dirigió su atención a los cantos de aquella noche. Había puesto un cuidado especial en su preparación, porque hoy debía convencerlos de que él había acudido allí para proteger a Dante.

– En el séptimo círculo -dijo Longfellow-, Dante nos dice cómo él y Virgilio van a parar a una selva oscura.

En cada región del infierno, Dante seguía a su adorado guía, el poeta romano Virgilio. A lo largo del camino, supo del sino de cada grupo de pecadores, escogiendo a uno o dos para dirigirse al mundo de los vivos.

– La selva perdida que ha ocupado las pesadillas de todos los lectores de Dante en un momento u otro -dictaminó Lowell-. Dante escribe como Rembrandt, con un pincel mojado en la oscuridad y con un brillo de fuego infernal como luz.

Lowell, según su costumbre, tenía cada pulgada de Dante en la punta de la lengua; vivía la poesía de Dante en cuerpo y alma. Holmes, en una de las pocas ocasiones en su vida, envidiaba el talento de otra persona.

Longfellow leyó su traducción. Su voz, mientras leía, sonaba

honda y veraz, sin aspereza, como el rumor del agua fluyendo bajo una capa de nieve reciente. George Washington Greene parecía particularmente adormecido, pues el erudito, en su espacioso sillón verde del rincón, se deslizaba hacia el sueño en medio de las suaves entonaciones del poeta y del calor benigno del fuego. Trap, el pequeño terrier, que se había enroscado sobre su rechoncho estómago bajo el asiento de Greene, también dormitaba, y sus ronquidos, como en un arreglo para dúo, sonaban como el gruñido del contrabajo en una sinfonía de Beethoven.

En el canto que se estaba tratando, Dante se encontró en el Bosque de los Suicidas, donde las «sombras» de los pecadores habían sido convertidas en árboles, manando sangre en lugar de savia. Luego llegó un castigo más: arpías bestiales, con rostros y cuello de mujer y cuerpo de ave, pies con garras y vientres prominentes, se abrían paso quebrando la maleza, comiéndose y desgarrando por el camino cada uno de los árboles. Pero, junto con el gran sufrimiento, los desgarros y las lágrimas de los árboles aportaban a las sombras el único desahogo para exteriorizar su dolor, para contar sus historias a Dante.

– La sangre y las palabras deben brotar a la vez.

Así habló Longfellow. Después de dos cantos de castigos de los que Dante era testigo, a los libros se les pusieron puntos de lectura y se guardaron, los papeles se mezclaron y se intercambiaron muestras de admiración. Longfellow dijo:

– La clase ha terminado. Sólo son las nueve y media y merecemos algún refrigerio por nuestro trabajo.

– ¿Saben? -intervino Holmes-. El otro día estaba pensando en la obra de nuestro Dante bajo una nueva luz.

Peter, el criado de Longfellow, llamó a la puerta y entregó un mensaje a Lowell con un susurro indeciso.

– ¿Que alguien quiere verme? -protestó Lowell, interrumpiendo a Holmes-. ¿Quién viene a buscarme aquí? -Cuando Peter balbució una vaga respuesta, Lowell dio voces atronadoras para que todos en la casa lo oyeran-: ¿Quién diablos osa presentarse la noche en que se reúne nuestro club?

Peter se inclinó y se acercó más.

– Señor Lowell, dice que es policía.

En el vestíbulo principal, el patrullero Nicholas Rey se sacudió la nieve de las botas, y luego se quedó helado ante la profusión de esculturas y pinturas de George Washington que tenía Longfellow. La casa había servido de cuartel a Washington en los primeros días de la Revolución norteamericana.

Peter, el sirviente negro, irguió la cabeza dubitativamente cuando Rey le mostró la placa. A Rey se le dijo que las reuniones de los miércoles del señor Longfellow no podían ser perturbadas y que, policía o no, debería aguardar en la sala. La habitación a la que fue conducido estaba envuelta en una decoración intangiblemente ligera: paredes empapeladas con dibujos de flores y cortinas colgadas de bulbos góticos. Un busto de mármol crema de una mujer estaba enmarcado por un arco junto a la chimenea, con rizos de pétreo cabello cayendo graciosamente sobre unas formas suavemente cinceladas.

Rey permanecía de pie cuando dos hombres entraron en la estancia. Uno tenía una barba fluvial y una dignidad que le hacía aparecer muy alto, aunque era de estatura media. Su compañero era robusto, de porte resuelto, con un bigote como unos colmillos de morsa que se proyectaban adelante como para presentarse ellos primero. Se trataba de James Russell Lowell, el cual se detuvo un momento, como para establecer una distancia, y luego avanzó apresuradamente. Se echó a reír con la afectación de quien sabe de antemano cuál es la situación.

– Longfellow, ¡a que no sabe! Me he enterado de todo acerca de este mozo leyéndolo en el periódico de los hombres libres. Fue un héroe del regimiento de los negros, el Cincuenta y Cuatro, y Andrew lo admitió en el departamento de policía la semana de la muerte del presidente Lincoln. ¡Es un honor conocerlo, amigo!

– El regimiento Cincuenta y Cinco, profesor Lowell, el regimiento «de las dos hermanas». Gracias -dijo Rey-. Profesor Longfellow, le pido excusas por privarlo de su compañía.

– Acabábamos de terminar la parte seria, agente -replicó Longfellow sonriendo-, y el señor hará muy bien lo que tenga que hacer.

Su cabello plateado y su suelta barba le conferían un aspecto patriarcal, propio de alguien mayor de cincuenta y ocho años. Los ojos eran azules y sin edad. Longfellow vestía una impecable levita oscura, con botones dorados y un chaleco de ante ajustado.

– Yo me despojé de mi toga profesoral hace años, y el profesor Lowell ha ocupado mi lugar.

– Yo aún no me he acostumbrado a ese detestable título -murmuró Lowell.

Rey se volvió hacia él.

– En su casa, una joven dama me ha encaminado amablemente hasta aquí. Dijo que un miércoles por la noche no se le podría encontrar en ningún otro lugar.

– ¡Ah, ha debido de ser Mabel! -comentó Lowell riendo-. Al menos no lo echó de casa, ¿verdad?

Rey rió también.

– Es una dama joven de lo más encantador, señor. Me enviaron aquí, profesor, desde el edificio principal de la universidad.

Lowell pareció sorprendido.

– ¿Qué? -murmuró. Luego explotó, sus mejillas y sus orejas adquirieron un color de vino de Borgoña y su voz pareció abrasarle la garganta-. ¡Que me han mandado a un agente de policía! ¿Con qué posible justificación? ¿No son hombres capaces de hablar por su cuenta, sin mover los hilos de alguna marioneta municipal? ¡Explíquese, señor!

Rey permaneció tan inmóvil como la estatua de mármol de la esposa de Longfellow situada junto a la chimenea.

Longfellow colgó una mano de la manga de su amigo.

– Ya ve, agente, que el profesor Lowell es tan amable que, junto con algunos de nuestros colegas, me ayuda en un empeño literario que en el momento presente no cuenta con el favor de ciertos miembros de la junta de gobierno de la universidad. Pero se debe a que…

– Lo lamento -dijo el policía, dejando que su mirada recayera en el hombre que había hablado anteriormente, cuyo rubor había desaparecido de su rostro de manera tan súbita como apareció-. Fui al edificio principal de la universidad directamente. Ando buscando a un experto en lenguas, ¿sabe?, y allí algunos estudiantes me han dado, su nombre.

– En ese caso, agente, acepte mis excusas -dijo Lowell-, pero

ha tenido usted suerte y me ha encontrado. Sé hablar seis idiomas como un nativo… de Cambridge.

El poeta se echó a reír y depositó el papel que le entregó Rey en el escritorio de Longfellow, de marquetería de palisandro. Rey vio fruncirse en pliegues la despejada frente de Lowell.

– Un caballero me dijo ciertas palabras. Las pronunció en voz baja, fuera lo que fuese lo que pretendía comunicar, y además todo ocurrió de repente. Sólo puedo concluir que era alguna lengua rara y extranjera.

– ¿Cuándo? -preguntó Lowell.

– Hace unas semanas. Fue un encuentro extraño e inesperado. -Rey entornó los ojos. Evocó la prolongada presión del hombre que susurraba sobre su cráneo. Podía oír formarse las palabras de manera muy clara, pero no era capaz de repetir ninguna de ellas-. Me temo que sólo se trata de una trascripción aproximada, profesor.

– ¡Desde luego, menudo galimatías! -dijo Lowell pasando el papel a Longfellow-. No podrá sacarse gran cosa de este jeroglífico. ¿No puede usted preguntarle a esa persona qué quiso decir? O al menos averiguar en qué lengua pretendía hablar.

Rey dudó antes de contestar. Longfellow dijo:

– Agente, tenemos un gabinete de eruditos hambrientos ahí dentro, cuya sabiduría podría ser sobornada con ostras y macarrones. ¿Sería tan amable de dejarnos una copia de este papel?

– Le quedo muy reconocido, señor Longfellow -dijo Rey. Estudió a los poetas antes de añadir-: Debo pedirles que no mencionen a nadie mi visita de hoy. Tiene relación con un caso policial delicado.

Lowell levantó las cejas, escéptico.

– No faltaba más -aseguró Longfellow, e inclinó la cabeza en una señal que daba a entender que la confianza era algo inherente a la casa Craigie.


– Aleje usted esta noche de la mesa al buen ahijado de Cerbero, querido Longfellow.

Fields se introducía la punta de una servilleta en el cuello de la camisa. Ocupaban sus sitios en torno a la mesa del comedor. Trap protestó con un quejido ahogado.

– Oh, es muy amigo de los poetas, Fields -objetó Longfellow.

– ¡Ah! Tenía que haberlo visto la semana pasada, señor Greene -dijo Fields-. Cuando usted guardaba cama, este amigable compañero se hizo con una perdiz que estaba en la mesa de la cena, mientras nosotros, en el estudio, nos ocupábamos del canto undécimo.

– Eso fue resultado de su visión de la Divina Commedia -explicó Longfellow sonriendo.

– Un extraño encuentro -observó Holmes, vagamente interesado-. ¿Qué dijo de esto el agente de policía?

Estaba estudiando la nota del agente, sosteniéndola bajo la cálida luz del candelabro y dándole vueltas antes de pasársela a otro. Lowell asintió.

– Al igual que Nimrod, todo cuanto nuestro agente Rey oyó es como la infancia gigantesca del mundo.

– Quisiera decir que el escrito es una pobre tentativa de emplear el italiano.

George Washington Greene se encogió de hombros como excusándose, y entregó la nota a Fields con un hondo suspiro.

El historiador volvió a concentrarse en la comida. Se mostraba cohibido cuando tenía que competir con las estrellas brillantes que habitaban la constelación social de Longfellow. El club Dante había incorporado sus libros a sus anaqueles y, en contrapartida, lo hacía objeto de chanzas durante las cenas. La vida de Greene había estado pavimentada de escasas promesas y grandes reveses. Sus conferencias públicas nunca tuvieron la consistencia suficiente como para asegurarle una plaza de profesor, y su trabajo como ministro jamás quedó lo bastante definido como para ganarse una parroquia propia (sus detractores afirmaban que sus conferencias se parecían demasiado a sermones y que sus sermones contenían un exceso de historia). Longfellow observaba a su viejo amigo confiadamente, y pasó a través de la mesa los bocados escogidos que creyó que Greene preferiría.

– El patrullero Rey -dijo Lowell con admiración-. La imagen de un hombre de verdad, ¿eh, Longfellow? Soldado en la mayor de nuestras guerras y ahora el primer miembro de color de la policía. Ah, nosotros, los profesores, nos limitamos a permanecer en el portalón observando a los pocos que se embarcan en el vapor.

– Oh, pero viviremos mucho más a través de nuestras pesquisas intelectuales -dijo Holmes-, según un artículo del último número de The Atlantic acerca de los saludables efectos de la erudición sobre la longevidad. Felicidades por otro estupendo número, mi querido Fields.

– ¡Sí, ya lo vi! Un excelente trabajo. Cuide a ese joven autor, Fields -dijo Lowell.

– Hummm. -Fields sonrió al oír estas palabras-. Al parecer debería consultarle a usted antes de permitir que un autor ponga la pluma sobre el papel. Ciertamente, The Review se apresuró a acabar con nuestra Vida de Percival. ¡Un extraño podría muy bien preguntarse por qué no me muestra usted la mínima consideración!

– Fields, yo no lisonjeo a nadie por sentimentalismo -declaró Lowell-. Usted sabe muy bien que conviene publicar un libro que es pobre en sí pero que está en el camino de un trabajo mejor sobre el tema.

– Pregunto a los presentes si es justo que Lowell publique en The North American Review, una de mis revistas, un ataque contra un libro de mi casa.

– Bueno, pues yo, a mi vez, pregunto si alguien de los presentes ha leído el libro y está dispuesto a discutir mis conclusiones -replicó Lowell.

– Me arriesgaría a contestar con un resonante no en nombre de todos los que están a la mesa -admitió Fields-, pero yo les aseguro que desde el día en que apareció el artículo de Lowell ¡no se ha vendido un solo ejemplar del libro!

Holmes golpeó el vaso con el tenedor.

– Aquí mismo formulo una acusación contra Lowell por asesinato, pues ha matado irremisiblemente la Vida.

Todos rieron.

– Oh, lo que murió fue un nonato, juez Holmes -replicó el defensor-; ¡yo me limité a clavar los clavos de su ataúd!

– Díganme -intervino Greene, que trató de conferir a su voz un tono despreocupado, volviendo a su tema preferido-. ¿Alguien ha advertido un carácter dantesco en los días y fechas de este año?

– Corresponden exactamente a los del dantesco 1300 -respondió Longfellow asintiendo-. En ambos años Viernes Santo cayó el veinticinco de marzo.

– ¡Gloria! -exclamó Lowell-. Este año hace quinientos sesenta y cinco que Dante descendió a la citta dolente, a la ciudad doliente. ¿No había de ser éste el año de una traducción, aunque sea mala? -preguntó con una sonrisa infantil.

Pero su comentario le recordó la persistencia de la corporación de Harvard, y su amplia sonrisa se marchitó. Longfellow dijo:

– Mañana, con nuestros últimos cantos del Inferno en la mano, descenderemos entre los diablos de la imprenta (los Malebranches de Riverside Press) y nos aproximaremos, arrastrándonos, al final. He prometido enviar una edición limitada del Inferno a la Comisión Florentina a fines de año, para que se sume, humildemente, por supuesto, a la conmemoración del sexto centenario del nacimiento de Dante.

– Ustedes saben, mis queridos amigos -dijo Lowell frunciendo el entrecejo-, que esos malditos estúpidos de Harvard aún están tratando por todos los medios de suspender mi curso sobre Dante.

– Y después de que Augustus Manning me advirtiera sobre las consecuencias de publicar la traducción -precisó Fields, tamborileando sobre la mesa con gesto de frustración.

– ¿Por qué habrían de llegar a tales extremos? -inquirió Greene, alarmado.

– De una u otra forma tratan de mantener todo lo lejos posible a Dante -explicó Longfellow amablemente-. Temen su influencia porque es extranjero y católico, querido Greene.

Holmes, exhibiendo una simpatía espontánea, dijo:

– Supongo que podría entenderse, en parte, porque hay algo dantesco que nos afecta. ¿Cuántos padres fueron al cementerio del monte Auburn a visitar la tumba de sus hijos el pasado junio, en lugar de acudir a su fiesta de graduación? En muchos casos creo que ya tenemos bastante con el infierno del que acabamos de salir.

Lowell se estaba sirviendo su tercer o cuarto vaso de falerno tinto. Al otro lado de la mesa, Fields trataba sin éxito de calmarlo con una mirada de apaciguamiento. Pero Lowell dijo:

– ¡Una vez empiecen a arrojar libros al fuego, nos mandarán a nosotros a un infierno del que nos costará escapar, querido Holmes!

– Oh, no crea que me gusta la idea de tratar de impermeabilizar la mente norteamericana contra cuestiones que el cielo le hace llover encima, querido Lowell. Pero acaso… -Holmes dudó. Aquélla era su oportunidad. Se volvió a Longfellow-: Acaso deberíamos considerar un plan de publicación menos ambicioso, querido Longfellow… Una edición limitada, al principio, a unas docenas de ejemplares, para que nuestros amigos y colegas estudiosos pudieran apreciarla, pudieran comprender su fuerza antes de divulgar la obra entre las masas…

Lowell saltó en su asiento.

– ¿Es que el doctor Manning ha hablado con usted? ¿Acaso Manning le envió a alguien para meterle miedo, Holmes?

– Por favor, Lowell -intervino Fields, sonriendo diplomáticamente-. Manning nunca acudiría a Holmes con ese propósito.

– ¿Qué? -El doctor Holmes hizo como que no se enteraba. Lowell aún estaba aguardando la respuesta-. Desde luego que no, Lowell. Manning es precisamente uno de esos hongos que siempre crecen en las universidades más antiguas. Pero me parece que no pretendemos suscitar un conflicto innecesario. Sólo serviría para apartarnos de Dante, que es lo que nos interesa. Tendría que ver con la lucha, no con la poesía. Demasiados médicos utilizan la medicina para atiborrar a sus pacientes con todos los potingues posibles. Deberíamos ser juiciosos con nuestras honradas curas, y cautelosos en nuestros progresos literarios.

– Cuanto más unidos, mejor -sentenció Fields, dirigiéndose a todos los presentes.

– ¡No podemos mostrarnos cautelosos ante los tiranos! -protestó Lowell.

– Ni tampoco deseamos formar un ejército de cinco personas contra el mundo entero -añadió Holmes.

Estaba ansioso porque Fields empezaba a considerar su idea de esperar. Completaría su novela antes de que la nación llegara a oír hablar de Dante.

– ¡Yo quiero que me quemen en la hoguera! -exclamó Lowell-. ¡No! Quisiera que me encerraran a solas una hora con la corporación de Harvard al completo antes que retrasar la publicación de la traducción.

– Por supuesto que no cambiaremos los planes de edición -dijo Fields. El viento dejó de soplar a favor de las velas de Holmes-. Pero Holmes tiene razón en lo de sacar esto adelante nosotros solos. Podríamos tratar de conseguir apoyo. Podría llamar al anciano profesor Ticknor para que ejerza la influencia que pueda quedarle. Y quizá al señor Emerson, que leyó a Dante hace años. Nadie en el mundo sabe si de un libro se venderán cinco mil ejemplares o no cuando se publique. Pero si se venden esos cinco mil ejemplares, bien pueden venderse veinticinco mil.

– ¿Pueden tratar de despojarlo de su plaza de profesor, señor Lowell? -interrumpió Greene, preocupado todavía por la corporación de Harvard.

– Jamey es demasiado famoso para eso -rechazó Fields.

– ¡Me importa un rábano lo que hagan conmigo, en todos los sentidos! No entregaré Dante a los filisteos.

– ¡Ni ninguno de nosotros! -se apresuró a declarar Holmes.

Para su sorpresa, nadie lo contradijo; antes bien, todos parecían más decididos a darle la razón y más convencidos de que podría salvar a sus amigos de Dante, y a Dante del ardor de sus amigos. El animoso volumen de sus exclamaciones contagió a los circunstantes, que prorrumpieron en «Oigan, oigan» y «¡Eso, eso!». La voz de Lowell era la más fuerte.

Greene, viendo un resto de relleno de tomate en su tintineante tenedor, se inclinó para compartir aquella riqueza con Trap. Desde debajo de la mesa, Greene vio que Longfellow se ponía de pie.

Aunque sólo eran cinco amigos reunidos en el comedor de Longfellow, en la extrema intimidad de la casa Craigie, lo insólito de que el anfitrión se pusiera de pie para proponer un brindis suscitó un silencio total.

– A la salud de los reunidos a la mesa.

Eso es todo cuanto dijo. Pero ellos lanzaron hurras como si estuvieran ante otra proclamación de la Independencia. Llegaron luego la tarta de cerezas, el helado y el coñac con terrones de azúcar flameantes, se desenvolvieron los cigarros y se encendieron con las velas del centro de la mesa.

Antes de que acabara la noche, Lowell había convencido a Longfellow de que contara a los reunidos la historia de los cigarros. Como nadie tenía la habilidad de halagar a Longfellow para hacerle hablar de sí mismo, debía centrarse su interés en un tema neutro, como el de los cigarros.

– Yo había sido convocado para tratar asuntos en el Corner -empezó a decir Longfellow, mientras Fields se reía por adelantado-, cuando el señor Fields me convenció de que lo acompañara a un tabaquero próximo para adquirir algunos regalos. El tabaquero sacó una caja de cierta marca de cigarros de la que les juro que nunca había oído hablar. Y dijo, con toda la seriedad del mundo: «Éstos, señor, son la clase preferida de Longfellow.»

– ¿Y qué replicó usted? -preguntó Greene, elevando la voz sobre las muestras de regocijo.

– Miré al hombre, luego los cigarros y dije: «Muy bien, pues los

probaré.» Y le pagué una caja para que me la enviara.

– ¿Y qué piensa ahora, mi querido Longfellow? -preguntó Lowell riendo, de tal modo que se le atragantó el postre. Longfellow exhaló un suspiro.

– Oh, creo que aquel hombre estaba completamente en lo cierto. Los encuentro buenos.


– «Así pues, es bueno que me arme de prudencia, pues si soy arrojado del lugar que me es más querido, yo…» -declamó el estudiante en tono de frustración, desplazando el dedo atrás y adelante bajo el texto italiano.

Desde hacía varios años, el estudio de Lowell en Elmwood se había desdoblado en aula para su curso sobre Dante. En su primera etapa como profesor de la cátedra Smith, solicitó un local y le asignaron un sombrío espacio situado en el sótano del edificio principal de la universidad, con largos tableros de madera en lugar de pupitres y un púlpito para el profesor, que, seguro, provenía de los tiempos de los puritanos. Al curso no asistían suficientes alumnos, se le dijo a Lowell, para merecer una de las aulas más deseadas. Dar clase en Elmwood le aportó la comodidad de una pipa y el calor de una chimenea, y era otra razón para no tener que salir de casa.

La clase se daba dos veces por semana en días escogidos por Lowell, algunas veces en domingo, pues le gustaba la idea de reunirse el mismo día de la semana que Boccaccio, siglos antes, había acudido a las primeras conferencias de Dante en Florencia. Mabel Lowell a menudo se sentaba y escuchaba las lecciones de su padre desde la habitación contigua, comunicada con la otra a través de dos arcadas.

– Recuerde, Mead -dijo el profesor Lowell cuando el estudiante frustrado se detuvo-. Recuerde que en esta quinta esfera del cielo, la esfera de los mártires, Cacciaguida ha profetizado a Dante que el poeta será desterrado de Florencia en cuanto regrese al mundo de los vivos, y que la sentencia será de muerte en la hoguera si vuelve a cruzar las puertas de la ciudad. Ahora, Mead, traduzca la frase siguiente, «io non perdessi li altri per i miei carmi», teniendo eso en cuenta.

El italiano de Lowell era fluido y siempre técnicamente correcto. Pero a Mead, un alumno de penúltimo año de Harvard, le gustaba pensar que la condición de norteamericano de Lowell se manifestaba en la escrupulosa pronunciación de cada sílaba, como si cada una de ellas no tuviera relación con la siguiente.

– «No perderé otros lugares a causa de mis poemas.»

– ¡Aténgase al texto, Mead! Carmi son cantos, no precisamente sus poemas, sino la auténtica musicalidad de su voz. En los tiempos de los ministriles, usted, pagando un dinero, habría podido escoger entre sus historias cantadas o un sermón. Un sermón que canta y una canción que predica; eso es la Commedia de Dante. «Para que por causa de mis cantos yo no pierda los otros lugares.» Una hermosa lectura, Mead -dijo Lowell con un gesto que parecía forzado y que comunicaba su aprobación general.

– Dante se repite -dijo en tono monótono Pliny Mead. Edward Sheldon, el estudiante sentado junto a él, se revolvió al oírlo. Mead continuó-: Como usted dice, un profeta divino ya ha previsto que Dante hallará refugio y protección con Can Grande. Entonces, ¿qué «otros» lugares podría necesitar Dante? Se incurre en falta de sentido por causa de la poesía.

Lowell replicó:

– Cuando Dante se refiere a un nuevo hogar en el futuro gracias a su trabajo, cuando alude a que busca otros lugares, no habla de su vida en 1302, el año de su destierro, sino de su segunda vida, su vida como la vivirá a través del poema por cientos de años.

Mead insistió:

– Pero Dante nunca alcanza de verdad el «lugar más querido», sino que se aparta de él. Florencia le ofreció una oportunidad de retornar al hogar, junto con su esposa y su familia, ¡y él la rechazó!

Pliny Mead nunca era de los que impresionan a los profesores o a sus iguales por su genialidad, pero desde la mañana que recibió las notas de su último período académico -que le produjeron una triste desilusión-había puesto la mirada con acritud sobre Lowell. Mead atribuía su baja calificación -y su consiguiente caída en la clasificación de la promoción de 1867 del duodécimo al decimoquinto puesto-al hecho de haberse mostrado en desacuerdo con Lowell en varias ocasiones durante los debates de literatura francesa, y a que el profesor no pudo soportar que se le considerase equivocado. Mead hubiera renunciado a su curso de lenguas vivas, pero el reglamento de la corporación establecía que, una vez matriculado en un curso de lengua, el estudiante debía permanecer tres períodos académicos más en el departamento; un recurso adoptado para disuadir la inconstancia de los muchachos. Así pues, Mead tropezó con el gran saco hinchado de Russell Lowell. Y con Dante Alighieri.

– ¡Menudo ofrecimiento le hicieron! -replicó Lowell riendo-. Clemencia plena para Dante y restauración de su posición en Florencia, y a cambio el poeta ¡debía solicitar la absolución y pagar una crecida suma de dinero! ¡Qué cosa tan degradante! Es impensable que un hombre que clama justicia acepte un compromiso tan corrupto con sus perseguidores.

– Bueno, ¡Dante sigue siendo florentino, digamos nosotros lo que digamos! -afirmó Mead, tratando de obtener el apoyo de Sheldon mediante una mirada de complicidad-. ¿No lo ves así, Sheldon? Dante escribe incesantemente sobre Florencia, y de los florentinos a los que conoce y con los que habla en su visita al más allá, ¡y todo eso lo escribe mientras está desterrado! Para mí está claro, amigos, que sólo anhela el retorno. La muerte del hombre en el destierro y la pobreza es un gran fracaso final.

Con irritación, Edward Sheldon observó que Mead hacía muecas que daban a entender que había dejado sin argumentos a Lowell, el cual se levantó y hundió las manos en su más bien raído batín. Pero Sheldon pudo ver en Lowell, pudo advertirlo en la manera de exhalar el humo de su pipa, que su mente estaba ocupada en elevados pensamientos. Parecía vagar por otro plano de percepción mental, muy por encima del estudio de Elmwood, mientras daba zancadas sobre la alfombra con sus botas de gruesos cordones. Era propio de Lowell no admitir a principiantes en una clase avanzada de literatura, pero el joven Sheldon había insistido, y Lowell le dijo que ya se vería si conseguía manejarse. Sheldon le guardó agradecimiento por la oportunidad y esperó la ocasión de defender a Lowell y a Dante en contra de Mead, de la misma manera que, de pequeño, había colocado monedas de cobre en las vías del tren. Sheldon abrió la boca, pero Mead lo acalló con una mirada y Sheldon se guardó sus pensamientos para sí.

Lowell no pudo disimular una mirada de decepción hacia Sheldon, y luego se volvió hacia Mead.

– ¿Dónde está en usted el judío, muchacho? -preguntó.

– ¿Qué? -exclamó Mead, ofendido.

– No, no se preocupe. No era eso en lo que estaba pensando, Mead. El tema de Dante es el hombre, no un hombre -aclaró finalmente con la tierna paciencia que sólo reservaba para los estudiantes-. Los italianos siempre se agarran a Dante para tratar de que diga que está a favor de su política y de su manera de pensar. ¡Su manera de pensar, claro! Confinarlo en Florencia o en Italia es sustraerlo a las simpatías de la humanidad. Leemos el Paraíso perdido como un poema, pero la Commedia de Dante la leemos como una crónica para nuestras vidas interiores. ¿Conocen, muchachos, Isaías 38, 10?

Sheldon se esforzó en pensar. Mead permanecía sentado con una terca inexpresividad, empeñado en no pensar en si conocía o no el pasaje.

– Ego dixi: In dimidio dierum meorum vadam ad portas inferi! -cacareó Lowell, y luego se apresuró hacia sus repletos anaqueles, donde encontró al instante el capítulo que había citado y el versículo en una Biblia latina-. ¿Lo ven? -preguntó, colocándola abierta sobre la alfombra, a los pies de sus estudiantes, encantado de demostrar que había recordado la cita con exactitud-. ¿Debo traducir? -preguntó-. «Yo dije: En medio de mis días iré a las puertas del infierno.» ¿Hay algo en lo que los autores de nuestras viejas Escrituras no hubieran pensado? Alguna vez, en mitad de nuestras vidas, todos y cada uno de nosotros viajamos para enfrentarnos a nuestro propio infierno. ¿Cuál es el primer verso del poema de Dante?

– «En medio del camino de nuestra vida» -se prestó a recitar un Edward Sheldon feliz, que había leído una y otra vez este inicio del Inferno en su habitación de Stoughton Hall, sin haberse sentido nunca tan atrapado por verso alguno, tan captado por el llanto ajeno-. «Me encontré en una selva oscura, pues había extraviado el recto sendero.»

– Nel mezzo del cammin di nostra vita. En medio del camino de nuestra vida -repitió Lowell dirigiendo una amplia mirada en dirección a la chimenea, que Sheldon veía por encima de su hombro, pensando que la linda Mabel Lowell debía de haber entrado detrás de él, pero su sombra demostraba que seguía sentada en la habitación contigua-. Nuestra vida. Desde el primer verso del poema de Dante, estamos metidos en un viaje, estamos emprendiendo la peregrinación a la vez que él, y debemos enfrentarnos a nuestro infierno con la firmeza con que Dante se enfrentó al suyo. Ya ven ustedes que el gran valor y la perdurabilidad del poema es la autobiografía de un alma humana. Las de ustedes y la mía, tal vez, tanto como la del propio Dante.

Lowell pensó para sí, mientras oía a Sheldon leer los siguientes quince versos en italiano, en lo bien que se sentía enseñando algo real. En lo tonto que fue Sócrates al pensar en ¡expulsar a los poetas de Atenas! En lo mucho que gozaría asistiendo a la derrota de Augustus Manning cuando la traducción de Longfellow tuviera un éxito inmenso.


Al día siguiente, Lowell abandonaba el edificio principal de la universidad, después de pronunciar una conferencia sobre Goethe. Apenas experimentó sorpresa cuando se encontró frente a un italiano de baja estatura, corriendo, vestido con chaqueta planchada de cualquier manera, pues conservaba las arrugas.

– ¿Bachi? -preguntó Lowell.

Pietro Bachi había sido contratado años antes por Longfellow como lector de italiano. A la corporación nunca le agradó la idea de emplear a extranjeros, en particular a un italiano papista: el hecho de que Bachi hubiera sido reprobado por el Vaticano no le hacía cambiar de criterio. En la época en que Lowell se hizo con el control del departamento, la corporación había hallado motivos razonables para eliminar a Pietro Bachi: su intemperancia y su insolvencia. El día que fue despedido, el italiano había murmurado al profesor Lowell:

– A mí no me vuelven a ver por aquí ni muerto.

Aunque no las tomara al pie de la letra, Lowell dio por buenas las palabras de Bachi.

– Mi querido profesor.

Bachi ofrecía ahora su mano a su antiguo jefe de departamento, y la sacudió vigorosamente, como era usual en él.

– Bien -empezó Lowell, que no estaba seguro de si debía preguntar cómo Bachi, manifiestamente vivo y coleando, había ido a parar al recinto de Harvard.

– He salido a dar una vuelta, profesor -explicó Bachi.

Como parecía mirar ansiosamente más allá de Lowell, el profesor abrevió sus muestras de simpatía. Lowell advirtió, al volverse brevemente y cada vez más extrañado de la aparición de Bachi, que éste dirigía la mirada a una figura vagamente familiar. Se trataba del individuo del bombín negro y el chaleco de cuadros, el amante de la poesía al que Lowell había visto apoyado ociosamente en un olmo americano unas semanas antes. ¿Qué negocio se traería con Bachi? Lowell aguardó para ver si Bachi saludaba al desconocido, quien ciertamente parecía estar aguardando a alguien. Pero entonces un mar de estudiantes, encantados de haberse liberado de las recitaciones de griego, los rodeó como un enjambre y Lowell perdió de vista a la curiosa pareja, si es que ambos hombres iban juntos.

Lowell, olvidando por completo la escena, se encaminó a la facultad de Derecho, donde Oliver Wendell junior se encontraba rodeado de sus condiscípulos, a los que aclaraba algún aspecto legal que no entendían bien. En general, su aspecto no era distinto del que presentaba el doctor Holmes, pero era como si alguien hubiera cogido al pequeño doctor y, en un potro de tortura, lo hubiera alargado hasta el doble de su estatura.


El doctor Holmes se paseaba al pie de la escalera de servicio de su casa. Se detuvo ante un espejo colgado a baja altura y, con un peine, se echó su espesa mata de pelo oscuro hacia un lado. Consideraba que su rostro no componía un retrato muy lisonjero de su persona. «Es algo útil más que un adorno», gustaba de decirle a la gente. Con una tez algo más oscura, la nariz mejor formada en su inclinación y el cuello más largo, hubiera podido considerarse un reflejo de Wendell Junior. Neddie, el hijo menor de Holmes, había sido lo bastante infortunado como para presentar el mismo aspecto que el doctor Holmes y para heredar sus problemas respiratorios. El doctor Holmes y Neddie eran Wendell, hubiera dicho el reverendo Holmes; y Wendell Junior, un Holmes puro. Con esa sangre, Junior no dudaba que aventajaría a su padre en renombre; no sólo sería el caballero Holmes, sino Su Excelencia Holmes o el presidente Holmes. El doctor Holmes se irguió al percibir los pasos de unas pesadas botas, y se apresuró a introducirse en una habitación próxima. Luego reanudó sus paseos junto a la escalera, con andares despreocupados y la mirada fija en un viejo libro. Oliver Wendell Holmes Junior entró en la casa y pareció dar un gran salto hasta el segundo piso.

– Ah, Wendy -le llamó Holmes, dibujando una rápida sonrisa-. ¿Eres tú?

Junior se detuvo a mitad de la escalera.

– Hola, padre.

– Tu madre me preguntaba si te había visto hoy, y me di cuenta de que no. ¿De dónde vienes tan tarde, muchacho? -De dar un paseo.

– ¿De veras?

Junior se detuvo de mala gana en el descansillo. Bajo sus cejas oscuras, dirigió una mirada airada a su padre, que manoseaba el balaustre de madera al final de los peldaños.

– En realidad estuve hablando con James Lowell. Holmes exteriorizó su sorpresa.

– ¿Lowell? ¿Habéis estado juntos hasta tan tarde? ¿Tú y el profesor Lowell?

Levantó ligeramente el hombro.

– Bien, ¿y de qué tenías que hablar con nuestro común y querido amigo, si puedo preguntarlo?

En el rostro del doctor Holmes se dibujó una sonrisa amistosa.

– De política, de mi participación en la guerra, de mis clases de derecho. Yo diría que lo pasamos bien.

– Estos días pierdes mucho el tiempo, estás muy ocioso. Te ordeno que renuncies a esas excursiones tontas con el señor Lowell. -No hubo réplica-. Te roban el tiempo para estudiar, ¿sabes? Y eso no puede ser, ¿estamos?

Junior se echó a reír.

– Todas las mañanas lo mismo: «¿Para qué, Wendy? Un abogado nunca llega a ser un gran hombre, Wendy.» -Esto lo dijo con una voz ligera, ronca-. ¿Y ahora quieres que me esfuerce en estudiar derecho?

– Así es, Junior. Hacer algo que merezca la pena cuesta sudor, nervios y fósforo. Y ya tendré yo algunas palabras con el señor Lowell sobre vuestras costumbres, en nuestra próxima sesión del club Dante. Estoy seguro de que se mostrará de acuerdo conmigo. Él también fue abogado y sabe lo que eso implica.

Holmes echó a andar hacia el vestíbulo, más bien satisfecho de su firmeza. Junior refunfuñó y el doctor Holmes se volvió:

– ¿Algo más, muchacho?

– Sólo que me gustaría -dijo Junior-saber más sobre vuestro club Dante, padre.

Wendell Junior nunca había mostrado el menor interés por sus actividades, tanto literarias como profesionales. Nunca había leído los poemas del doctor ni su primera novela, ni tampoco asistió a sus conferencias en el liceo acerca de los avances médicos o de la historia de la poesía. El caso más significativo se dio después de que Holmes publicara «My Hunt After the Captain» en The Atlantic Monthly, narración de su viaje al Sur después de recibir un telegrama equivocado en el que se le informaba de la muerte de Junior en el campo de batalla.

De hecho, Junior había hojeado las pruebas de imprenta, sintiendo la palpitación de sus heridas mientras lo hacía. No podía creer que su padre creyera que encerraba toda la guerra en unos pocos miles de palabras que, en su mayoría, narraban anécdotas de rebeldes que morían en camas de hospital, y de recepcionistas de hoteles de ciudades pequeñas preguntando si él no era el autócrata de la mesa del desayuno.

– Quiero decir -continuó Junior, irguiéndose-si realmente te sientes molesto porque se te considere miembro del club.

– No te entiendo, Wendy. ¿Qué significa eso? ¿Qué sabes del asunto?

– Sólo que el señor Lowell dice que tu voz se oye más durante la cena que en el estudio. Para el señor Longfellow, ese trabajo es toda su vida; para Lowell, su vocación. Ya ves que actúa según sus creencias; no se limita a hablar de ellas. Así lo hizo cuando, ejerciendo de abogado, defendió a los esclavos. Para ti el club no pasa de ser otro lugar donde dejar oír tu voz.

– Así que Lowell dijo… -empezó el doctor Holmes-. ¡Mira, Junior…!

Junior terminó de subir la escalera y se encerró en su cuarto.

– ¡Cómo vas a saber algo del club Dante! -gritó el doctor Holmes.

Holmes vagó por la casa como desvalido, antes de retirarse a su estudio. ¿Su voz se dejaba oír principalmente a la mesa? Cuanto más repetía para sí esta observación, más molesto se sentía. Lowell estaba tratando de conservar su lugar a la derecha de Longfellow, mostrándose superior a expensas de Holmes.

Con las palabras de Junior pronunciadas por la voz de barítono de Lowell resonándole encima, escribió tenazmente las siguientes semanas, avanzando de una forma sostenida que no era la natural en él. Su momento sibilino le llegaba cuando se le ocurría un nuevo pensamiento, pero solía entregarse al acto de componer con una desagradable sensación de embotamiento en la frente. Esa sensación se veía interrumpida sólo de vez en cuando por el simultáneo descenso de algún grupo de palabras o una imagen inesperada, lo cual producía una llamarada del entusiasmo y la autocomplacencia más insana. En tales ocasiones, llegaba a incurrir en pueriles excesos de lenguaje y acción.

En cualquier caso, no podía trabajar muchas horas seguidas sin trastornar todo su sistema. Sus pies se enfriaban, su cabeza se calentaba, sus músculos se fatigaban y sentía que debía levantarse. Por la noche tenía que renunciar a cualquier trabajo arduo antes de las once y tomar un libro de lectura ligera, a fin de vaciar la mente de sus contenidos previos. Demasiado trabajo cerebral le producía una sensación de desagrado, como comer demasiado. Atribuía eso, en parte, al clima, agotador y causante de tensión nerviosa. Brown-Séquard, un colega médico de París, había dicho que los animales no sangran tanto en América como en Europa. ¿No daba miedo pensarlo? A pesar de ese inconveniente biológico, ahora Holmes se dedicó a escribir como un loco.


– Como usted sabe, yo he sido el único que ha hablado con el profesor Ticknor sobre su ayuda a nuestra causa en favor de Dante -le dijo Holmes a Fields.

Se había detenido en el despacho de Fields, en el Corner.

– ¿Y qué? -Fields estaba leyendo tres cosas a la vez: un manuscrito, un contrato y una carta-. ¿Dónde están esos acuerdos sobre derechos?

J. R. Osgood le alargó otro montón de papeles.

– Está muy ocupado, Fields, y tiene usted que pensar en el próximo número del Atlantic; en cualquier caso, debe dar descanso a su fatigado cerebro -dijo Holmes-. El profesor Ticknor fue mi maestro, después de todo. Es muy posible que sea yo quien ejerza mayor influencia sobre el viejo compañero, en favor de Longfellow.

Holmes aún recordaba un tiempo en que Boston era conocido como Ticknorville en los ambientes literarios: si a uno no lo invitaban a las veladas que se celebraban en la biblioteca de Ticknor, uno no era nadie. Esa estancia fue conocida otrora como el Salón del Trono de Ticknor. Ahora era más frecuente que se hablara del Iceberg de Ticknor. Entre gran parte de su sociedad, el antiguo profesor había perdido la reputación de ocioso refinado y de antiabolicionista, pero su posición como uno de los primeros maestros literarios de la ciudad permanecería siempre. Su influencia podría revivir para beneficio de los integrantes del club.

– Mi vida la amargan más criaturas de las que puedo aguantar, mi querido Holmes -dijo Fields suspirando-. Hoy día, la vista de un manuscrito es como un pez espada: me parte en dos. -Se quedó mirando a Holmes un buen rato, y luego se mostró conforme con enviarlo en su lugar al número 9 de la calle Park-. Pero refiérase a mí con amabilidad cuando hable con él, ¿eh, Wendell?

Holmes sabía que Fields se sentía aliviado por traspasarle la

tarea de hablar con George Ticknor. El profesor Ticknor -en ese título aún se insistía, aunque no se había dedicado a la enseñanza desde su jubilación, treinta años antes-nunca tuvo en gran consideración a su primo, más joven, William D. Ticknor, y esa pobre opinión se extendía al socio de William, J. T. Fields, como manifestó a Holmes después de que el doctor fuera introducido hasta lo alto de la curvada escalera del cercano número 9 de la calle Park. El profesor Ticknor dijo, con sus resecos labios fruncidos en una mueca de repugnancia:

– ¡La escandalosa falacia de los beneficios, que considera los libros según las ventas y las pérdidas! Mi primo William sufría de esa enfermedad, doctor Holmes, y contagió a mis sobrinos. Estoy asustado. Los que se dedican a esas tareas no deben controlar el arte literario. ¿No lo cree usted así, doctor Holmes?

– Pero el señor Fields tiene una mirada perspicaz, ¿no le parece? Él sabía que la Historia que usted escribió conseguiría una buena acogida, profesor. Él cree que el Dante de Longfellow tendrá aceptación.

En efecto, la Historia de la literatura española de Ticknor halló escasos lectores fuera de los colaboradores de las revistas, pero el profesor consideraba eso una exacta medida de su éxito.

Ticknor ignoró la lealtad de Holmes y, delicadamente, apartó las manos de la voluminosa máquina. Le construyeron aquella máquina de escribir -una especie de imprenta en miniatura, como él la describía-cuando sus manos empezaron a temblar demasiado para utilizar la pluma. Como resultado de ello, no había visto su caligrafía en varios años. Estaba ocupado con una carta cuando llegó Holmes.

Ticknor, sentado, con su gorro púrpura de terciopelo y en zapatillas, dejó que su ojo crítico se detuviera por segunda vez en el corte del traje de Holmes y en la calidad de su corbatín y su pañuelo.

– Me temo, doctor, que el señor Fields sabe qué clase de gente lee, pero nunca comprenderá por qué. Se deja llevar por el entusiasmo de sus amigos íntimos, lo cual resulta peligroso.

– Usted siempre dijo lo importante que era extender el conocimiento de las culturas extranjeras entre la clase culta -le recordó Holmes.

Con las cortinas echadas, al anciano profesor lo iluminaba vaga

mente el fuego de la chimenea de la biblioteca, cuya amortiguada luz era compasiva con sus patas de gallo. Holmes se daba golpecitos en la frente. El Iceberg de Ticknor en realidad estaba en ebullición por efecto de su hogar, que nunca se apagaba.

– Debemos esforzarnos en comprender a nuestros extranjeros, doctor Holmes. Si no adaptamos a los recién llegados a nuestro carácter nacional y los llevamos a aceptar de buen grado la sujeción a nuestras instituciones, algún día las multitudes de forasteros harán que seamos nosotros quienes nos adaptemos a ellos.

Holmes insistía:

– Pero, entre nosotros, profesor, ¿qué piensa usted de las posibilidades de que la traducción del señor Longfellow sea bien acogida por el público?

Holmes presentaba un aspecto de tan obstinada concentración que Ticknor hizo una pausa para reflexionar de veras. Su avanzada edad le había procurado, como defensa contra la tristeza, una tendencia a ofrecer la misma docena, aproximadamente, de respuestas automáticas a cualesquiera preguntas relativas a su edad o al estado del mundo.

– No cabe duda alguna, creo, de que el señor Longfellow logrará algo sorprendente. Por algo lo elegí para sucederme en Harvard. Pero, recuerde, hubo un tiempo en que yo consideré la posibilidad de presentar a Dante aquí, y la respuesta de la corporación fue vaciar de contenido mi cátedra… -Una niebla ensombreció los ojos azabache de Ticknor-. No creí llegar a vivir para ver una traducción norteamericana de Dante, y no puedo entender cómo Longfellow llevará a cabo la tarea. Que las masas la acepten es un asunto diferente que la voz popular se encargará de establecer, al margen de los amantes eruditos de Dante. Yo no puedo erigirme en juez de eso -dijo Ticknor, con una indisimulada altivez que le hizo animarse-. Pero alcanzo a creer que, cuando alentamos la esperanza de que Dante será ampliamente leído, incurrimos en una pedantería estúpida, doctor Holmes. Yo he dedicado a Dante muchos años de mi vida, como lo está haciendo Longfellow. No pregunte qué es lo que Dante le da al hombre, sino lo que el hombre aporta a Dante: penetrar personalmente en su esfera, aunque eso sea siempre duro e inolvidable.

IV

Aquel domingo, bajo las calles, entre los muertos, el reverendo Elisha Talbot, ministro de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge, sostenía una linterna en lo alto, mientras se abría paso por el pasadizo esquivando los ataúdes en precario equilibrio y los montones de huesos rotos. Se preguntaba si necesitaba ya la guía de su linterna de queroseno, pues se había acostumbrado por completo a la oscuridad del intrincado y ventoso pasadizo subterráneo, pese a las invencibles contracciones nasales que le provocaba el hedor de la descomposición. Algún día se atrevería a hacer el recorrido sin lámpara, armado sólo con su confianza en Dios.

Por un momento, pensó haber oído un crujido. Giró en redondo, pero las tumbas y las columnas de pizarra permanecían inconmovibles.

– ¿Quién vive?

Su voz, famosa por su tono melancólico, golpeó la negrura. Quizá era un comentario inapropiado viniendo de un ministro, pero la verdad era que, de pronto, sintió miedo. Talbot, como todos los hombres que han vivido la mayor parte de su vida solos, sufría de muchos temores ocultos. La muerte siempre lo había asustado más allá de toda medida normal, y ésa era su gran vergüenza. Lo cual podía aportar una razón para que caminara entre las tumbas subterráneas de su iglesia: se proponía superar su temor irreligioso por la mortalidad del cuerpo. Quizá eso contribuyera a explicar, si alguien se propusiera escribir su biografía, con qué ansiedad Talbot sostenía los preceptos racionalistas del unitarismo frente a los demonios calvinistas de las viejas generaciones. Talbot alentó nerviosamente su

linterna, y no tardó en aproximarse a la escalera, situada al final de la bóveda, que le prometía el regreso a las cálidas luces de gas y un recorrido más corto hasta su casa que yendo por las calles.

– ¿Quién está ahí? -preguntó, moviendo su linterna en círculo, esta vez seguro de haber oído un rumor.

Nada otra vez. Pero el movimiento era demasiado ruidoso para que lo produjeran roedores, y demasiado leve para ser obra de golfillos de la calle. «¿Qué podrá ser?», pensó. El reverendo Talbot sostuvo la susurrante linterna al nivel de los ojos. Había oído que bandas de vándalos, desplazados por el desarrollo urbanístico y por la guerra, últimamente se reunían en cámaras funerarias abandonadas. Talbot decidió que a la mañana siguiente enviaría a un policía para que investigara el asunto. Aunque ¿de qué le había servido dar parte el día anterior del robo de mil dólares de su propia caja fuerte? Estaba seguro de que la policía de Cambridge no había hecho nada al respecto. Su única satisfacción era que la incompetencia de los ladrones de Cambridge corría pareja con la policial, pues habían desdeñado el restante y valioso contenido de la caja.

El reverendo Talbot era virtuoso, siempre hacía lo adecuado para sus vecinos y su congregación. Sólo que, en ocasiones, mostraba quizá un celo excesivo. Treinta años antes, al comienzo de su servicio en la Segunda Iglesia, aceptó reclutar hombres en Alemania y en los Países Bajos para que se trasladaran a Boston, con la promesa de acogerlos en su congregación y facilitarles un trabajo bien pagado. Si los católicos podían diseminarse procedentes de Irlanda, ¿por qué no traer algunos protestantes? Sólo que el trabajo consistía en construir ferrocarriles, y decenas de los reclutados murieron de fatiga y a causa de enfermedades, dejando huérfanos y viudas desamparadas. Talbot se distanció cautelosamente de la iniciativa y se pasó años borrando las huellas de su responsabilidad en ella. Pero había aceptado pagos «por consultas» de los constructores de ferrocarriles, y aunque se había prometido a sí mismo devolver el dinero, no lo hizo. En lugar de eso, apartó el asunto de su mente, y todas las decisiones de su vida las tomó mirando siempre de reojo la obstinación ajena.

Cuando el reverendo Talbot, cauteloso y escéptico, retrocedió unos pasos, tropezó con algo duro. Mientras permanecía inmóvil, pensó por un momento que había extraviado su brújula interna y

optó por reseguir un muro. A Elisha Talbot no lo había sujetado ninguna persona, ni siquiera tocado -excepto para estrecharle la mano-desde hacía muchos años. Pero ahora no cabía duda -ni siquiera él lo dudaba-de que el calor de los brazos que le rodeaban el pecho y apartaban la linterna pertenecía a otro ser. La presa era viva y apasionada, ofensiva.

Cuando Talbot recobró la conciencia, se dio cuenta, en un instante que le pareció una eternidad, de que lo envolvía una negrura diferente e impenetrable. El penetrante hedor de la bóveda persistía en sus pulmones, pero ahora una fría y blanda humedad se frotaba contra sus mejillas, y se arrastraba dentro de su boca una salobridad que reconoció como su propio sudor. Sintió asimismo que las lágrimas fluían de las comisuras de los ojos hacia su frente. Hacía frío, frío como en un depósito de hielo. Su cuerpo, despojado de toda vestidura, tiritaba. Pero el calor se apoderó de su aterida carne, proporcionándole una insoportable sensación que nunca había conocido. ¿Se trataba de alguna horrible pesadilla? ¡Sí, desde luego! Era aquella basura espantosa que últimamente estaba leyendo antes de acostarse, sobre demonios, bestias y demás. Pero no podía recordar cómo salió de la bóveda, cómo llegó hasta su modesta casa de madera, pintada de color melocotón, ni cómo transportó agua a su lavabo. En realidad, no había emergido del mundo bajo las aceras de Cambridge. De algún modo, comprendió, el latido de su corazón se había desplazado arriba. Estaba suspendido sobre él, golpeando desesperadamente, bombeando la sangre a su cuerpo hacia su cabeza. Respiraba con débiles exhalaciones.

El ministro se sintió dando puntapiés en el aire como un loco, y por el calor supo que aquello no era un sueño. Estaba a punto de morir. Resultaba extraño. La emoción más alejada de él en aquel momento era el miedo. Quizá lo había gastado por completo en vida. En lugar de eso, le embargaba una ira profunda y rabiosa porque aquello pudiera ocurrirle, porque nuestra condición fuera tal que un hijo de Dios pudiera morir mientras todos los demás continuaban despreocupados y sin experimentar cambios.

En su último momento, trató de rezar con una voz entrecortada por el llanto: «Señor, perdóname si he pecado», pero en lugar de eso un penetrante alarido escapó de sus labios, y quedó ahogado por el implacable fragor de su corazón.

V

El domingo 22 de octubre de 1865, la última edición del Boston Transcript publicaba en primera plana un anuncio en el que se ofrecía una recompensa de diez mil dólares. Aquella estupefacción, aquellas paradas de ruidosos carruajes junto a los vendedores de periódicos, no se habían conocido en lo que parecía toda una vida, desde que fuera atacado el fuerte Sunter, cuando se tenía la seguridad de que una campaña de noventa días podía acabar con la salvaje rebelión del Sur.

La viuda de Healey envió al jefe Kurtz un simple telegrama revelándole sus planes. Ella insistió en recurrir al telegrama, pues era sabido que en la comisaría muchos ojos lo verían antes que el jefe. Escribió a cinco periódicos de Boston, le dijo a Kurtz, describiendo la verdadera naturaleza de la muerte de su marido y anunciando una recompensa por cualquier información que condujera a la captura del asesino. Debido a la pasada corrupción en la oficina de detectives, los concejales habían aprobado normas prohibiendo a los policías recibir recompensas, pero el público ciertamente podía enriquecerse. Kurtz no tenía motivos para sentirse feliz, manifestaba la viuda, pues había incumplido la promesa que le hizo. La última edición del Transcript fue la primera en dar la noticia.

Ahora Ednah Healey imaginaba los concretos mecanismos capaces de suscitar en el villano sufrimiento y contrición. Su favorito consistía en conducir al criminal a Gallóws Hill, pero en lugar de ahorcarlo, se lo desnudaba, se lo mandaba a la hoguera y luego se le daba a escoger (sin éxito, por supuesto) entre seguir o apagar las llamas. Tales pensamientos la inquietaban y aterrorizaban. Servían al propósito adicional de distraerse de pensar en su marido y de alimentar el creciente odio que sentía hacia él por haberla abandonado.

Llevaba mitones que le cubrían las muñecas, a fin de evitar que se arrancara más piel a arañazos. Su manía se había vuelto constante, y la ropa ya no podía cubrir las cicatrices de su automutilación. Tras una pesadilla nocturna, había salido corriendo de su dormitorio y, desesperada, halló un escondite para el broche con el mechón de cabello de su marido. Por la mañana, sus sirvientes y sus hijos buscaron por todo Wide Oaks, debajo del parqué y entre la estructura de madera, pero no pudieron encontrar nada. Fue mejor, pues con tales pensamientos colgándole del cuello la viuda de Healey nunca hubiera podido volver a dormir.

Por suerte para ella no pudo saber que durante aquellos agitados días, en aquellos días cálidos del otoño, el juez presidente Healey había murmurado lentamente «Señores del jurado…» una y otra vez, mientras las larvas hambrientas se arrojaban a cientos sobre la herida abierta en la palpitante esponjosidad de su cerebro, y cada una de las fértiles moscas daba nacimiento a más larvas devoradoras de carne. Primero, el juez presidente Artemus Prescott Healey no pudo mover un brazo. Luego movió los dedos, cuando comprendió que estaba dando puntapiés. Al cabo de un rato, sus palabras no le salían coherentes: «Juradores bajo nuestros señores…» Alcanzó a percibir que aquello carecía de sentido, pero no pudo hacer nada para evitarlo. La porción de su cerebro que ordenaba la sintaxis estaba siendo ingerida por criaturas que ni siquiera disfrutaban con su alimento, aunque lo necesitaban. Cuando la lucidez volvía brevemente a lo largo de los cuatro días, la angustia hacía recordar a Healey que estaba muerto, y rezaba para morir otra vez. «Mariposas y el último lecho…» Miró la raída bandera encima de él y, con el escaso sentido que quedaba en su mente, se sorprendió.


A última hora de la tarde, tras la partida del reverendo Talbot, el sacristán de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge estuvo anotando los actos de la semana en el diario de la iglesia. Aquella mañana, Talbot había pronunciado un porfiado sermón. Luego pasó el tiempo en la iglesia, solazándose con las entusiastas noticias de los diáconos. Pero el sacristán Gregg refunfuñó cuando Talbot le pidió que quitara el cerrojo de la pesada puerta de piedra situada al final del ala de la iglesia donde se habían celebrado los oficios.

Parecía como si sólo hubieran pasado unos minutos desde que el sacristán oyó un llanto de intensidad creciente. El ruido no parecía provenir de ningún lugar en concreto, pero sin duda de dentro de la iglesia. Luego, casi por capricho, pensando en los que llevaban largo tiempo enterrados, el sacristán Gregg aplicó la oreja a aquella puerta de pizarra que conducía a las bóvedas sepulcrales subterráneas, las sombrías catacumbas de la iglesia. Lo notable era que el ruido, aunque ahora extinguido, parecía tener su origen, por sus reverberaciones, en la cavidad que se abría al otro lado de la puerta. El sacristán tomó el tintineante manojo de llaves que llevaba al cinto y abrió la puerta, como había hecho para Talbot. Respiró hondo y bajó.

El sacristán Gregg llevaba trabajando allí doce años. La primera vez que oyó hablar al reverendo Talbot fue en una serie de debates públicos con el obispo Fenwick sobre los peligros del auge de la Iglesia Católica en Boston.

En aquellos discursos, Talbot había articulado su vigorosa argumentación sobre tres puntos principales:


1. Que los rituales supersticiosos y las fastuosas catedrales de la fe católica constituían una idolatría blasfema.

2. Que la tendencia de los irlandeses a congregarse en barrios alrededor de sus catedrales y conventos podría dar lugar a conspiraciones secretas contra Estados Unidos y oponía una marcada resistencia a la norteamericanización.

3. Que el pontificado, la gran amenaza extranjera que controlaba todos los aspectos de la actuación de los católicos, amenazaba la independencia de las religiones norteamericanas con su proselitismo y su propósito de extenderse a todo el país.


Por supuesto, ningún ministro unitarista anticatólico disculpó las acciones de los airados trabajadores de Boston, que prendieron fuego a un convento católico después de que unos testigos dijeran que unas muchachas protestantes habían sido raptadas y encerradas en mazmorras para convertirlas en monjas. Los revoltosos escribieron con yeso en los muros de mampostería ¡AL INFIERNO CON EL PAPA!

Se trataba menos de un desacuerdo con el Vaticano que de una advertencia al creciente número de irlandeses que ocupaban puestos de trabajo.

En pleno auge de sus debates, sermones y escritos anticatólicos, el reverendo Talbot fue apoyado por algunos para suceder al profesor Norton en la facultad de Teología de Harvard. Declinó el ofrecimiento. Talbot disfrutaba demasiado con la sensación de penetrar en su atestada iglesia un domingo por la mañana, procedente de la quietud sabatina de Cambridge, y oír los solemnes acordes del órgano mientras permanecía en el púlpito revestido con su sencilla toga universitaria, que le confería un aspecto sublime. Aunque bizqueaba terriblemente y hablaba con voz profunda y melancólica, como si empleara perpetuamente el tono que adopta una persona cuando en la casa yace un difunto, la presencia de Talbot en el púlpito infundía confianza y él desempeñaba con lealtad su labor pastoral. Ahí era donde sus poderes contaban. Desde que su esposa murió de parto en 1825, Talbot nunca tuvo una familia ni quiso tenerla, porque sus satisfacciones se las procuraba su congregación.

La lámpara de aceite del sacristán Gregg perdió tímidamente su brillo a la vez que él perdía su valor.

– ¿Hay alguien ahí? Se supone que usted no…

La voz del sacristán parecía no tener entidad física en medio de la negrura de la bóveda, y se apresuró a cerrar la boca. Esparcidos a lo largo de las esquinas advirtió los puntitos blancos y, cuando su número se incrementó, se inclinó para inspeccionar aquella proliferación; sin embargo, su atención se dirigió a otra parte cuando, más allá, se produjo un brusco crujido. Hasta él llegó una pestilencia tan horrible como para imponerse a la atmósfera de la propia bóveda sepulcral.

Colocándose el sombrero delante de la cara, el sacristán siguió adelante entre féretros alineados sobre el sucio pavimento, a través de los tristes pasadizos abovedados de pizarra. Ratas gigantescas se escabullían a lo largo de los muros. Un fulgor vacilante, que no provenía de su lámpara, iluminaba el camino por delante de él, allá donde el crujido se transformaba en un chirrido.

– ¿Hay alguien ahí?

El sacristán siguió avanzando cautelosamente, aferrándose a los sucios ladrillos de la pared cuando doblaba una esquina.

– ¡Dios Santo! -gritó.

De la boca de un agujero irregularmente excavado en el suelo, más adelante, asomaban los pies de un hombre. De las piernas sólo era visible la pantorrilla, y el resto del cuerpo permanecía embutido en el agujero. Las plantas de ambos pies ardían en llamas. Las articulaciones temblaban tan violentamente que parecía que el hombre daba puntapiés a diestro y siniestro a causa del dolor. La carne de los pies se derretía, mientras las voraces llamas empezaban a extenderse a los tobillos.

El sacristán Gregg cayó de costado. En el frío suelo, junto a él, había un montón de ropa. Agarró la prenda que estaba encima y la golpeó contra los pies ardiendo, hasta que se apagó el fuego.

– ¿Quién es usted? -exclamó, pero el hombre, que para el sacristán no era más que un par de pies, ya estaba muerto.

El sacristán precisó un momento para darse cuenta de que la prenda que había utilizado para apagar el fuego era una toga de ministro. Arrastrándose por un sendero de huesos humanos desenterrados, regresó hasta la bien ordenada pila de ropa y escarbó en ella: prendas interiores, una capa que le resultaba familiar, el corbatín blanco, el chal y los zapatos negros bien lustrados del querido reverendo Elisha Talbot.


Al cerrar la puerta de su despacho, en el segundo piso de la facultad de Medicina, Oliver Wendell Holmes estuvo a punto de chocar con un patrullero municipal en el pasillo. Holmes se había demorado más de lo previsto a fin de dejar listo su trabajo del día siguiente. Esperaba empezar más temprano y dedicar un tiempo a Wendell Junior antes de que llegara el acostumbrado grupo de amigos de su hijo. El patrullero buscaba a alguien con autoridad, y le explicó que el jefe de policía solicitaba permiso para utilizar la sala de disecciones de la escuela; y que se había enviado al profesor Haywood para colaborar en la indagatoria sobre un cadáver que se había descubierto, el cual correspondía a un infortunado caballero. El forense, señor Barnicoat, no pudo ser localizado. No dijo que Barnicoat era conocido por frecuentar las tabernas los fines de semana, y que a buen seguro no estaría en condiciones de conducir una pesquisa. Como encontró vacías las dependencias del decanato, Holmes llegó a la conclusión de que, como el anterior decano fue él, podía legítimamente atender la petición del patrullero. («Sí, sí, cinco años al mando del barco fue suficiente para mí, y a los cincuenta y seis, ¿quién necesita tanta responsabilidad?», decía Holmes llevando él las dos partes de la conversación.)

Llegó un carruaje policial que transportaba al jefe Kurtz, al subjefe Savage y una camilla cubierta con una sábana, que fue introducida a toda prisa, acompañada por el profesor Haywood y su estudiante auxiliar. Haywood enseñaba práctica quirúrgica y sentía gran interés por las autopsias. Ante las objeciones de Barnicoat, la policía llamaba ocasionalmente al profesor al depósito de cadáveres para que diera su opinión, como cuando hallaron a un niño emparedado en una bodega o a un hombre ahorcado en un retrete.

Holmes observó con interés que el jefe Kurtz apostó a dos agentes estatales. ¿Quién se preocuparía por introducirse en la facultad de Medicina a aquellas horas de la noche? Kurtz sólo subió la sábana hasta las rodillas del cadáver. Era suficiente. Holmes se quedó sin aliento a la vista de los pies descalzos del hombre, si tal palabra podía aún aplicárseles.

Los pies -y sólo los pies-habían sido quemados después de empaparlos hábilmente con algo que olía a queroseno. Carbonizados hasta convertirlos en algo quebradizo, pensó Holmes, horrorizado. Los dos muñones que quedaban sobresalían torpemente de los tobillos, desplazados de las articulaciones. La piel, apenas reconocible como tal, estaba hinchada y agrietada a causa del fuego y de ella asomaba un tejido rosado. El profesor Haywood se inclinó para ver mejor.

Aunque había abierto cientos de cadáveres, el doctor Holmes no tenía el estómago de hierro de sus colegas médicos ante semejantes trances, y hubo de apartarse de la mesa de reconocimiento. Como profesor, Holmes más de una vez había abandonado el aula cuando un conejo vivo debía ser cloroformizado, y le suplicaba a su ayudante que no lo dejara chillar.

A Holmes empezó a darle vueltas la cabeza, y le pareció que de repente había muy poco aire en la estancia, y ese poco estaba cargado de éter y cloroformo. No sabía cuánto tiempo podía durar la indagatoria, pero estaba completamente seguro de que él no resistiría mucho sin caer al suelo. Haywood descubrió el resto del cuerpo, presentando el rostro doliente y escarlata del muerto, y limpió la suciedad de sus ojos y sus mejillas. Holmes permitió que sus ojos recorrieran todo el cuerpo desnudo.

Se limitó a reconocer como familiar aquella cara, mientras Haywood se inclinaba sobre el cadáver y el jefe Kurtz formulaba a aquél una pregunta tras otra. Nadie pidió a Holmes que se tranquilizara, y como profesor de Anatomía y Fisiología de la cátedra Parkman, de Harvard, podía haber hecho su contribución al asunto. Pero Holmes sólo podía concentrarse en aflojar el pañuelo de seda que llevaba alrededor del cuello. Parpadeaba convulsivamente, ignorando si debía contener la respiración para conservar el oxígeno que ya había aspirado, o bien respirar a pequeñas bocanadas para almacenar las últimas bolsas de aire disponibles antes que los demás, cuya aparente despreocupación respecto a la densa atmósfera dio a Holmes la seguridad de que se derrumbarían de un momento a otro.

Uno de los presentes preguntó al doctor Holmes si se encontraba mal. Tenía un rostro amable y llamativo, y unos ojos brillantes, y al parecer era mulato. Hablaba con un matiz de familiaridad, y en medio de su aturdimiento Holmes recordó: era el agente que se había presentado durante la reunión del club Dante para ver a Lowell.

– Profesor Holmes, ¿coincide usted con la valoración hecha por el profesor Haywood? -preguntó el jefe Kurtz, quizá como un intento cortés de incluirlo en el procedimiento, pues Holmes no se había acercado lo bastante al cuerpo como para formular el menor diagnóstico.

Holmes trató de pensar si había captado el diálogo de Haywood con el jefe Kurtz, y le parecía recordar que Haywood señalaba que el difunto había permanecido vivo mientras sus pies ardían, pero que debió de mantenerse en una postura que le impedía detener la tortura y que, por el aspecto de la cara y la ausencia de otras heridas, no era improbable que hubiese muerto de un ataque al corazón.

– Claro, por supuesto -dijo Holmes-. Sí, desde luego, agente. -Retrocedió hasta la puerta, como para escapar de un peligro mortal-. Por favor, caballeros, ¿podrían continuar un momento sin mí?

El jefe Kurtz prosiguió su diálogo con el profesor Haywood, en tanto Holmes alcanzaba la puerta y se apresuraba a salir al patio, donde inhaló tanto aire como pudo con una respiración rápida y desesperada.


Mientras la hora violeta se extendía por Boston, el doctor vagaba entre las hileras de carretones, caminaba sin rumbo más allá de las tortas de semillas aromáticas, de las jarras de cerveza de jengibre y de los hombres de blanco que ofrecían sus monstruosidades: ostras y langostas. No podía sufrir pensar en su comportamiento junto al cadáver del reverendo Talbot. Una vez superada su turbación, aún no se había descargado del peso que suponía saber que Talbot había sido asesinado, y no había corrido a compartir la sensacional noticia con Fields o con Lowell. ¿Cómo pudo él, el doctor Oliver Wendell Holmes, doctor y profesor de medicina, renombrado docente y reformador médico, echarse a temblar así ante la vista de un cadáver como si se tratara de un fantasma en una rebuscada novela sentimental? Wendell junior se quedaría estupefacto ante la pusilánime turbación paterna. El más joven de los Holmes no guardaba en secreto su idea de que hubiera sido un médico mejor que el viejo, y también un mejor profesor y un mejor padre.

Si bien aún no contaba veinticinco años, Junior había estado en el campo de batalla y había visto cuerpos hechos trizas, boquetes en sus filas abatidas a cañonazos, miembros cayendo como hojas y amputaciones realizadas con sierras por cirujanos aficionados, mientras enfermeras voluntarias, cubiertas de salpicaduras de sangre, sujetaban a los pacientes, que no dejaban de gritar, a puertas que se empleaban como mesas de operaciones. Cuando su primo le preguntó a Wendell junior cómo pudo dejarse crecer el bigote con tanta facilidad, mientras que él no lograba pasar de las primeras etapas, Junior replicó secamente: «El mío se alimentó de sangre.»

Ahora el doctor Holmes pasaba revista a todos sus conocimientos sobre el proceso de cocer el pan de mejor calidad. Evocó todas las informaciones que tenía para encontrar a los vendedores que ofrecían la mejor calidad en el mercado de Boston, por su forma de vestir, su porte o su origen. Agarraba y palpaba la mercancía de los vendedores con precipitación, como ausente, pero con el toque experto de la mano del médico. Su frente empapaba el pañuelo a medida que se daba golpecitos con él. En el siguiente puesto, una anciana de horrible aspecto hurgaba con los dedos en la carne salada. Pero Holmes no debía ceder a distracciones que lo apartaran de la tarea que se había impuesto.

Cuando se aproximaba al tenderete de una matrona irlandesa, el doctor se percató de que sus temblores en la facultad de Medicina eran más profundos de lo que al principio pareció. No los causaba simplemente su desagrado por el cuerpo distorsionado y su silencioso relato de horror. Y no sólo se debían a que Elisha Talbot, una institución en Cambridge equiparable al Olmo de Washington, hubiera sido eliminado y de una manera tan brutal. No; algo en aquella muerte resultaba familiar, muy familiar.

Holmes compró un pan moreno caliente y emprendió el regreso a casa. Consideraba si podía haber soñado con la muerte de Talbot en alguna extraña pincelada de presciencia. Pero Holmes no creía en tales paparruchas. Debió de haber leído alguna vez una descripción de aquel horrendo acto, cuyos detalles fluyeron de nuevo a él involuntariamente cuando vio el cadáver de Talbot. Pero ¿qué texto podía contener semejante horror? Ninguna revista médica. Tampoco, con seguridad, el Boston Transcript, pues el crimen acababa de perpetrarse. Holmes se detuvo en medio de la calle y evocó al predicador agitando en el aire sus pies en llamas mientras éstas danzaban…

– Dai calcagni a le punte -murmuró Holmes.

«Desde los talones hasta los dedos de los pies.» Allá era donde los clérigos corruptos, los simoníacos, ardían para siempre en sus escarpados fosos. Su corazón se llenó de zozobra.

– ¡Dante! ¡Es Dante!


Amelia Holmes colocó la empanada de caza fría en el centro del servicio de la mesa del comedor. Dio algunas instrucciones al servicio, se alisó el vestido y se inclinó sobre el escalón de entrada para ver si llegaba su marido. Estaba segura de haber visto a Wendell cinco minutos antes, desde la ventana del piso de arriba, doblar hacia la calle


Charles, al parecer con el pan que le había encargado ella para la cena, a la que asistirían algunos amigos, entre ellos, Annie Fields. (¿Y cómo podía una anfitriona estar a la altura del salón de Annie Fields sin disponerlo todo a la perfección?) Pero la calle Charles estaba vacía salvo por las sombras de los árboles, que se iban disolviendo. Quizá había visto por la ventana a otro hombre de baja estatura y vistiendo un largo frac.


Henry Wadsworth Longfellow probó con la nota dejada por el patrullero Rey. Espigó en el revoltijo de letras y copió el texto varias veces en una hoja aparte, juntando palabras de diferentes maneras para formar nuevas combinaciones, apoyándose en pensamientos del pasado. Sus hijas estaban de visita en casa de la hermana de él, en Portland, y sus dos hijos viajaban separadamente por el extranjero, así que dispondría de unos días de soledad, de los que gozaba más como idea que en la práctica.

Aquella mañana, el mismo día en que fue asesinado el reverendo Talbot, el poeta se sentó en la cama inmediatamente antes del alba, con la borrosa conciencia de no haber dormido en absoluto. Era algo corriente en él. El insomnio de Longfellow no lo causaban sueños espantosos ni lo agitaban sacudidas ni vueltas. De hecho, él describiría la neblina en la que penetraba durante la noche como algo más bien apacible, como algo análogo al sueño. Estaba agradecido de que, después de prolongadas vigilias insomnes durante la noche, aún pudiera sentirse descansado al amanecer, tras haber permanecido tendido tantas horas. Pero en ocasiones, en el pálido nimbo de la lámpara de noche, Longfellow pensaba que podía ver el amable rostro de ella contemplándolo desde el rincón del dormitorio, allí, en la misma habitación donde había muerto. En tales ocasiones, se levantaba de un salto. La zozobra del corazón que seguía a su insinuada alegría, se transformaba en un terror peor que cualquier pesadilla que Longfellow pudiera recordar o inventar, pues cualquier imagen fantasmal que pudiera ver durante la noche podría evocarla todavía por la mañana. Mientras Longfellow se deslizaba en su batín de calamaco, sentía los rizos plateados de su barba más pesados que cuando se acostó.

Cuando Longfellow bajó la escalera, vestía frac y llevaba una rosa en el ojal. No le gustaba ir desarreglado ni siquiera en casa. En el descansillo inferior había un grabado del retrato de Dante joven hecho por Giotto, con un hueco en lugar de ojo. Giotto pintó el fresco en el Bargello, en Florencia, pero con el paso de los siglos se había extendido un revoque encima y permaneció olvidado. Ahora sólo quedaba una litografía del fresco dañado. Dante posó para Giotto antes de su doloroso destierro y de ser derrotado en su lucha contra el destino; todavía era el silencioso admirador de Beatriz, un joven de mediana estatura, con un rostro apagado, melancólico y pensativo. Sus ojos son grandes; su nariz, aquilina; su labio inferior, prominente, y sus facciones poseen una blandura casi femenina.

Según la leyenda, el joven Dante raras veces hablaba, a menos que fuera preguntado. Un peculiar gusto por lo contemplativo cerraba su atención a cuanto fuera ajeno a sus pensamientos. En cierta ocasión, Dante encontró un raro volumen en una botica de Siena, y pasó todo el día leyendo, sentado en un banco, afuera, sin percatarse siquiera de la fiesta callejera que se desarrollaba delante mismo de donde él estaba, sin reparar en los músicos ni en las mujeres que danzaban.

Una vez acomodado en su estudio, con un tazón de gachas de avena y leche, un alimento que se contentaba con repetir para almorzar la mayor parte de los días, Longfellow no podía dejar de pensar en la nota del patrullero Rey. Imaginó un millón de posibilidades diferentes y una docena de lenguas para aquellos garabatos, antes de enviar el jeroglífico -como ya hiciera Lowell-a su lugar en el fondo del cajón. De ese mismo cajón sacó las pruebas de imprenta de los cantos decimosexto y decimoséptimo del Inferno, claramente anotados con las sugerencias de la última sesión del Dante. Su escritorio permanecía vacío de poemas originales desde hacía tiempo. Fields había publicado una nueva «edición doméstica» de los más famosos poemas de Longfellow, y lo había convencido para que completase Tales of a Wayside Inn, esperando que eso estimulara la creación de nuevos poemas. Pero a Longfellow le parecía que nunca volvería a escribir algo original, y no se preocupaba por intentarlo. En otro tiempo, la traducción de Dante fue un interludio en su propia poesía, en sus Minehahas, sus Priscilas, sus Evangelinas. Había comenzado veinte años antes. Ahora, desde hacía cuatro, Dante se había convertido en su plegaria matutina y su trabajo diario.

Mientras Longfellow se servía su segunda y última taza de café, pensó en las noticias que Francis Child decía haber difundido entre sus amigos de Inglaterra: «Longfellow y su círculo están tan aquejados de la enfermedad toscana, que se atreven a clasificar a Milton como un genio de segundo rango en comparación con Dante.» Milton era el estandarte de oro de los poetas religiosos para los eruditos ingleses y norteamericanos. Pero Milton escribió sobre el infierno y el cielo desde arriba y desde abajo, respectivamente, no desde dentro, lo que era más seguro. Fields, diplomático, para que nadie se sintiera herido, se rió cuando Arthur Hugh Clough dio cuenta del comentario en la Sala de Autores, en el Corner; pero, al enterarse, Longfellow sí se sintió un poquito mortificado.

Longfellow mojó su pluma de ave. De sus tres tinteros, bellamente decorativos, aquél era el que más apreciaba, pues en otro tiempo perteneció a Samuel Taylor Coleridge y luego a lord Tennyson, que se lo envió a Longfellow como un regalo de buenos deseos para la traducción de Dante. El solitario Tennyson pertenecía al demasiado reducido contingente que, en aquel país, comprendía de veras a Dante y lo tenía en alta estima, y que sabía de la Commedia algo más que unos pocos episodios del Inferno. España mostró un temprano aprecio por Dante, hasta que éste fue estrangulado por el dogma y maltratado bajo el reinado de la Inquisición. Voltaire dio inicio a la animosidad francesa hacia la «barbarie» de Dante, que aún continuaba. Incluso en Italia, donde Dante era más ampliamente conocido, el poeta fue utilizado en provecho propio por diversas facciones en lucha por el control del país. A menudo pensaba Longfellow sobre las dos cosas por las que Dante debió de haber suspirado más mientras escribía la Divina Commedia, desterrado de su amada Florencia: la primera, conseguir el retorno a la patria, lo que jamás se hizo realidad; la segunda, ver de nuevo a su Beatriz, lo cual nunca le fue posible al poeta.

Dante fue de un lado a otro como un vagabundo mientras componía su poema, y casi tuvo que pedir prestada la tinta para escribirlo. Cuando se aproximaba a las puertas de una ciudad extraña, seguro que no podía dejar de recordar que nunca más traspasaría las de Florencia. Cuando percibía las torres de los castillos feudales asomando en colinas distantes, pensaba cuán arrogantes son los fuertes y cómo abusan de los débiles. Cada arroyo y cada río le recordaban el Arno; cada voz que oía le decía con su acento extraño que permanecía en el destierro. El poema de Dante no era otra cosa que su búsqueda del hogar.

Longfellow era metódico en el reparto de su tiempo, y reservaba las primeras horas para escribir y, entrada la mañana, se dedicaba a sus asuntos personales, negándose a admitir visitantes hasta pasadas las doce. Excepto, claro está, a sus hijos.

El poeta hizo una criba en sus montones de cartas sin contestar, y se acercó la caja con sus autógrafos estampados en cuadraditos de papel. Desde la publicación de Evangelina, años antes, su popularidad había crecido, y Longfellow recibía regularmente correo de extraños, la mayoría de los cuales le solicitaba un autógrafo. Una joven de Virginia incluía su propio retrato, tamaño tarjeta de visita, en cuyo reverso estaba escrito: «¿Qué defecto puede hallarse en esto?», con su dirección debajo. Longfellow levantó una ceja y le mandó un autógrafo estándar sin comentario. «El defecto de una excesiva juventud», consideró responder. Después de sellar un par de docenas de sobres, escribió un gracioso desaire a otra dama. No le gustaba ser descortés, pero aquella peculiar peticionaria solicitaba cincuenta autógrafos, explicando que deseaba ofrecerlos en lugar de tarjetas de colocación para sus invitados a una cena. Estuvo encantado, en cambio, con una mujer que relataba la historia de su hija corriendo al salón después de encontrar un papaíto piernas largas sobre su almohada. Cuando se le preguntó qué ocurría, la niña anunció: «¡El señor Longfellow está en mi cuarto!»

A Longfellow le complació hallar en su montón de correo reciente una nota de Mary Frere, una joven dama de Auburn, Nueva York, a quien había conocido recientemente mientras veraneaban en Nahant. Pasearon juntos muchas noches, después de que las niñas se hubieran dormido, a lo largo de la costa rocosa, conversando sobre la nueva poesía o sobre música. Longfellow le escribió una larga carta, en la que le contaba que las tres niñas preguntaban a menudo por ella. También le pedían que consiguiera que la señora Frere volviera el próximo verano al mismo sitio.

Le distraía de sus cartas la siempre presente tentación de la ventana frente a su escritorio. El poeta esperaba en todo momento un rebrote de fuerza creativa con el advenimiento del otoño. Su chimenea apagada rebosaba de hojas otoñales que imitaban unas llamas. Se dio cuenta de que el cálido y claro día se iba desvaneciendo con más rapidez de lo que parecía entre las paredes marrones de su estudio. La ventana daba a los prados abiertos, de los que Longfellow había adquirido recientemente varios acres, con lo cual quedaba despejado el camino hasta las nítidas aguas del río Charles. Encontró divertido pensar en la superstición popular de que había efectuado la compra con vistas a una revalorización de la propiedad, cuando en realidad él pretendía asegurarse la vista.

En los árboles ya no había hojas sino frutos castaños, y en los arbustos no había flores sino racimos de bayas rojas. El viento emitía una voz broncamente humana; el tono de un marido, no de un amante.

La jornada de Longfellow se desarrolló a su ritmo adecuado. Después de cenar, despachó al servicio y decidió dedicarse a la lectura de los periódicos. La última edición del Transcript publicaba el inquietante anuncio de Ednah Healey. El artículo contenía detalles del asesinato de Artemus Healey, que hasta entonces habían sido ocultados por la viuda «siguiendo el consejo de la oficina del jefe de policía y de otros funcionarios». Longfellow no pudo seguir leyendo, aunque ciertos detalles del artículo, como comprendería en las próximas y memorables horas, acudieron a su mente sin ser invocados. Lo que hizo insoportable para Longfellow la historia no fue tanto la pena por el juez presidente cuanto por la viuda.

Julio de 1861. Los Longfellow debían haber estado en Nahant. Soplaba una fresca brisa marina que acariciaba Nahant, pero, por razones que nadie recordaba, los Longfellow aún no habían abandonado el implacable sol y el calor de Cambridge.

Un grito de dolor llegó hasta el estudio procedente de la biblioteca contigua. Dos niñas chillaban aterrorizadas. Fanny Longfellow estaba sentada con la pequeña Edith, a la sazón de ocho años, y con Alice, de once, sellando paquetitos con sus rizos recién cortados para guardarlos como recuerdo. La pequeña Annie Allegra dormía profundamente arriba. Fanny había abierto una ventana con la vana esperanza de un soplo de aire. La conjetura más probable en los días que siguieron -pues nadie vio con exactitud qué sucedió; en realidad, nadie hubiera podido ver algo tan breve y arbitrario-era que una gota de cera caliente para sellar cayó sobre su ligero vestido veraniego. En un instante estaba ardiendo.

Longfellow se hallaba de pie junto a su escritorio, en el estudio, vertiendo arena negra sobre un poema recién escrito, a fin de secar la tinta. Fanny corrió gritando, procedente de la habitación contigua. Su vestido era ahora todo llamas, amoldándose a su cuerpo como seda oriental. Longfellow la envolvió en una alfombra y la tendió en el suelo.

Una vez apagado el fuego, transportó el cuerpo tembloroso al dormitorio. Más tarde, aquella noche, los médicos la hicieron descansar administrándole éter. Por la mañana, asegurando a Longfellow en un susurro aventurado que experimentaría muy poco dolor, la enferma tomó un poco de café y se sumergió en el coma. El servicio fúnebre, celebrado en la biblioteca de la casa Craigie, coincidió con el decimoctavo aniversario de boda. La cabeza fue la única parte del cuerpo que el fuego respetó, y en su hermoso cabello se colocó una guirnalda de flores de azahar.

El poeta estuvo confinado en su cama aquel día, sufriendo sus propias quemaduras, pero pudo oír llorar sin restricciones a sus amigos, mujeres y hombres, abajo, en la sala. Lloraban por él, le constaba, lo mismo que por Fanny. En su estado mental, abatido pero alerta, resultó que podía identificar a las personas por su llanto. Sus quemaduras faciales requerirían que se dejara una barba abundante, no sólo para ocultar las cicatrices, sino también porque ya no podría afeitarse. La decoloración de las palmas de sus flojas manos, ahora anaranjadas, duraría mucho, recordándole su desgracia antes de adquirir de nuevo su tono blanco.

Longfellow, recuperándose en su alcoba, levantó sus manos vendadas. Durante casi una semana, sus hijos pudieron oír palabras delirantes flotando en el vestíbulo, siempre que pasaban por él. La pequeña Annie, afortunadamente, era demasiado pequeña para comprender.

– ¿Por qué no pude salvarla? ¿Por qué no pude salvarla?

Una vez la muerte de Fanny se hubo convertido en algo real para él, después de que pudo mirar a sus niñas de nuevo sin derrumbarse, Longfellow abrió su cajón de notas, cerrado con llave, donde en otro tiempo depositó fragmentos de traducciones de Dante. La mayor parte de lo que había hecho como ejercicios de clase en tiempos más llevaderos, no servía. Era alimento para el fuego. Aquello no era la poesía de Dante Alighieri, sino la de Henry Longfellow -el lenguaje, el estilo, el ritmo-, la poesía de alguien satisfecho de su vida. Cuando reemprendió la tarea, empezando por el Paradiso, esta vez no perseguía un estilo adecuado para trasladar las palabras de Dante. Era a este último a quien perseguía. Longfellow se apartaba del escritorio y vigilaba a sus tres hijas pequeñas, al aya, a sus pacientes hijos -ahora hombres inquietos-, al servicio que había contratado y a Dante. Longfellow comprendió que apenas podría escribir una sola palabra de su propia poesía, pero que era incapaz de dejar de trabajar sobre Dante. Sentía la pluma en su mano como un mazo. Difícil de manejar con agilidad, pero ¡qué fuerza explosiva!

Longfellow no tardó en encontrar refuerzos en torno a su mesa: en primer lugar a Lowell, y luego a Holmes, Fields y Greene. Longfellow decía a menudo que habían formado el club Dante para entretenerse durante los crudos inviernos de Nueva Inglaterra. Ésta era la manera modesta con que expresaba la importancia que para él tenía aquel trabajo. La atención a los defectos y deficiencias no era en ocasiones para Longfellow el principal motivo de acuerdo, pero cuando las críticas eran ásperas, la subsiguiente cena actuaba como desagravio.

Reanudando su revisión de aquellos últimos cantos del Inferno, Longfellow oyó un golpe hueco procedente de fuera de la casa Craigie. Trap dejó escapar un agudo ladrido.

– ¿Trae? ¿Qué ocurre, viejo amigo?

Pero Trap, no hallando razón para inquietarse, bostezó y volvió a escarbar en el cálido forro de paja de su cesto de color champán. Longfellow miró en el comedor sin iluminar pero no vio nada. Luego, un par de ojos surgieron de la negrura, seguidos por lo que parecía un relámpago cegador. El corazón de Longfellow dio un vuelco, no tanto por la aparición de un rostro sino por el rostro mismo, si es que era tal, y que se desvaneció de pronto, después de que los ojos se fijaran en él. El cristal se empañó por causa del suspiro de

Longfellow, el cual retrocedió, golpeándose con una vitrina y derribando al suelo toda una colección de platos de la familia Appleton (un regalo de boda, como lo fue la propia casa Craigie, del padre de Fanny). El acumulativo estrépito que siguió resonó tumultuosamente, provocando que Longfellow emitiera un irracional grito de angustia.

Trap dio un brinco y ladró con lo que daban de sí sus escasas fuerzas. Longfellow huyó del comedor en dirección a la sala, y luego junto al perezoso fuego de leña de la biblioteca, donde examinó las ventanas en busca de otra señal de aquellos ojos. Esperaba que Jamey Lowell o Wendell Holmes aparecieran en la puerta y le pidieran excusas por el involuntario susto y por la hora tardía. Pero mientras le temblaba la mano que utilizaba para escribir, todo cuanto Longfellow podía distinguir más allá de la ventana era negrura.


Mientras el grito de Longfellow sonaba en la calle Brattle, las orejas de James Russell Lowell estaban medio sumergidas en la bañera. Escuchaba el hueco gotear del agua y dejaba que se le cerraran los párpados, preguntándose adónde había ido a parar su vida. El tragaluz de lo alto estaba abierto y sujeto con un puntal, y la noche era fría. Si Fanny entrara, sin duda lo mandaría en seguida a la cama caliente. Lowell se había alzado a la fama cuando la mayor parte de los poetas célebres eran considerablemente mayores que él, incluidos Longfellow y Holmes, que lo aventajaban en unos diez años. Se había mostrado tan satisfecho con su título de Joven Poeta, que a los cuarenta y ocho le parecía haber cometido algún error para perderlo. Fumó indiferente su cuarto cigarro del día, sin cuidar de que la ceniza ensuciara el agua. Podía recordar ocasiones, tan sólo unos pocos años antes, cuando la bañera le parecía demasiado espaciosa para su cuerpo. Se preguntaba por las hojas de navaja que años atrás guardó, escondiéndolas, en la repisa superior y ahora desaparecidas. ¿Acaso Fanny o Mab, más perspicaces de lo que él se permitía creer, sospecharon de los negros pensamientos que a menudo le rondaban mientras se bañaba? En su juventud, antes de conocer a su primera esposa, Lowell llevaba estricnina en el bolsillo del chaleco. Decía haber heredado aquella gota de sangre negra de su pobre madre. Hacia la misma época, Lowell se apoyó una pistola amartillada en la frente, pero estaba demasiado asustado para apretar el gatillo, circunstancia de la que seguía avergonzándose de corazón. Tan sólo había estado presumiendo ante sí mismo de que era capaz de una acción tan definitiva.

Cuando murió Maria White Lowell, su marido, con el que llevaba casada nueve años, se sintió viejo por vez primera, como si de repente tuviera un pasado; algo ajeno a su vida actual, de la que ahora se veía desterrado. Lowell consultó al doctor Holmes para que le diera un diagnóstico profesional sobre sus oscuras emociones. Holmes le recomendó acostarse puntualmente a las diez y media de la noche, y tomar agua fresca en lugar de café por la mañana. Le fue bien, pensaba Lowell ahora, que Wendell cambiara el estetoscopio por el atril profesoral; no hubiera tenido paciencia para presenciar el sufrimiento hasta el final.

Fanny Dunlap había sido la pequeña aya de Mabel tras la muerte de Maria, y quizá alguien al margen de su vida hubiera sabido que era inevitable que acabara sustituyendo a Maria a los ojos de Lowell. La transición a una nueva y más sencilla esposa no resultó tan difícil como Lowell había temido, y eso muchos amigos se lo recriminaron. Pero él no iba a llevar el dolor prendido en la manga. Lowell aborrecía el sentimentalismo desde el fondo de su alma. Además, la verdad era que a Maria ya no la sentía como algo real la mayor parte del tiempo. Era una visión, una idea, un débil destello en el cielo, como las estrellas que se van difuminando antes del crepúsculo matutino. «Mi Beatriz», había escrito Lowell en su diario. Pero incluso esa doctrina demandaba toda la energía del alma para creer en ella, y desde mucho antes sólo el más vago espectro de Maria ocupaba sus pensamientos.

Además de Mabel, Lowell tuvo tres hijos con Maria, el más sano de los cuales vivió dos años. La muerte de este último niño, Walter, precedió en un año a la de Maria. Fanny tuvo un aborto poco después de su matrimonio y quedó incapacitada para la maternidad. Así pues, a James Russell Lowell sólo le vivía un vástago, una hija, criada desde el principio por una segunda esposa estéril.

Cuando era pequeña, Lowell pensó que bastaba esperar que Mabel fuera una mozuela corpulenta, fuerte, vulgar, que amasara barro y trepara a los árboles. Le enseñó a nadar, a patinar y a caminar veinte millas por día, tal como él podía hacerlo.

Pero desde tiempo inmemorial los Lowell habían tenido hijos varones. El propio Jamey Lowell tenía tres sobrinos que habían servido y muerto en el ejército de la Unión. Tal era su destino. El abuelo de Lowell fue el autor de la original ley antiesclavitud de Massachusetts. Pero J. R. Lowell no había tenido hijos varones, no había un James Lowell junior que contribuyera a la mayor causa de su época. Walt había sido un niño fornido durante unos pocos meses, y seguro que hubiera llegado a ser tan alto y valeroso como el capitán Oliver Wendell Holmes junior.

Lowell dejó que sus manos se recrearan en atusarse las guías de su bigote, semejante a unos colmillos de morsa, y cuyos extremos empapados se rizaban como los de un sultán. Pensó en The North American Review y en cuánto tiempo le robaba. Organizar originales y juzgarlos era como abusar de su talento, y ya había delegado esas tareas en su codirector, más puntilloso, Charles Eliot Norton, antes de que éste emprendiera un viaje a Europa a fin de que la señora Norton recuperase la salud. Todo apartaba a Lowell de la escritura: las cuestiones de estilo, gramática y puntuación en los artículos ajenos, así como la presión de las solicitudes personales de amigos cualificados y no cualificados, todos los cuales deseaban publicar. Y también la rutina de la enseñanza contribuía a malograr sus impulsos poéticos. Más que nunca, sentía que la corporación de Harvard estaba mirando por encima de su hombro, atormentando, cribando, zapando, cavando y excavando, dragando y arañando (y temía que también maldiciendo) su cerebro, como a los muchos inmigrantes californianos. Todo lo que él necesitaba para recobrar su imaginación era tumbarse bajo un árbol durante un año, sin otro quehacer que contemplar las manchas de sol sobre la yerba. Envidió a Hawthorne en su última visita a su amigo en Concord, por la torre que se había hecho construir sobre el tejado, a la que sólo él podía acceder a través de una trampa secreta sobre la que el novelista colocaba una pesada butaca.

Lowell no oyó las ligeras pisadas que ascendían por la escalera, y no advirtió que se abría de par en par la puerta del baño. Fanny la cerró tras ella. Lowell se enderezó con un sentimiento de culpabilidad.

– Aquí entra demasiado aire, querido.

Había un brillo de inquietud en sus ojos grandes, casi orientales.

– Jamey, está aquí el hijo del encargado del campus. Le he preguntado qué ocurre, pero dice que quiere hablar contigo. Lo he hecho pasar a la sala de música. El pobre viene jadeando.

Lowell se envolvió en su batín y bajó las escaleras de dos en dos. El joven, torpe, con grandes dientes caballunos que le sobresalían del labio superior, permanecía junto al piano con los brazos cruzados, como si, nervioso, se dispusiera a dar un concierto.

– Le ruego que me perdone, señor, por la molestia… Venía yo por Brattle y creí oír un ruido fuerte en la vieja casa Craigie… Pensé llamar al profesor Longfellow para comprobar que todo estaba en orden (todos los compañeros dicen que es una persona amable), pero como no lo conozco…

El corazón de Lowell se aceleró a causa del pánico. Agarró al muchacho por los hombros.

– ¿Qué era ese ruido que oíste, chico?

– Un gran golpe. Y luego un estrépito de algo que se rompía. -El joven trató sin éxito de demostrar mediante un gesto cómo fue el ruido-. El perrito, uh, Trap, ¿no se llama así?, ladró lo bastante como para excitar a Pluto. Y luego, un grito fuerte. Creo que lo fue, señor. Yo nunca había oído un alarido así, señor.

Lowell le pidió al muchacho que aguardara y corrió a su vestidor, tomando las zapatillas y los pantalones de tartán a los que, en circunstancias normales, Fanny hubiera puesto objeciones estéticas.

– Jamey, no irás a salir a estas horas -insistía Fanny Lowell-. ¡Últimamente ha habido una oleada de asaltos!

– Se trata de Longfellow. Este chico cree que ha podido ocurrirle algo.

Ella se quedó tranquila, y Lowell le prometió que cogería su fusil de caza y, con él al hombro, se encaminaría a la calle Brattle acompañado por el hijo del encargado del campus.

Longfellow aún estaba temblando cuando acudió a la puerta, y aún tembló más al ver el arma de Lowell. Se excusó por el lío y describió el incidente sin adornos, insistiendo en que su imaginación se había visto agitada momentáneamente.

– Karl -dijo Lowell, y tomó de nuevo por los hombros al hijo del encargado del campus-. Corre a la comisaría y que venga un patrullero.

– Oh, no será necesario -objetó Longfellow.

– Ha habido una oleada de robos, Longfellow. La policía inspeccionará todo el vecindario y se asegurará de que todo está en orden. Ande, no sea obstinado.

Lowell esperó que Longfellow opusiera más resistencia, pero no lo hizo. Lowell dirigió un gesto de asentimiento a Karl, que salió a todo correr hacia la comisaría con el entusiasmo infantil por las emergencias. En el estudio de la casa Craigie, Lowell se desplomó en la butaca junto a Longfellow y se ajustó el batín sobre los pantalones. Longfellow se excusó por haber molestado a Lowell con un asunto tan baladí, e insistió en que regresara a Elmwood. Pero también insistió en preparar un té.

James Russell Lowell captó que no había nada de baladí en el temor de Longfellow.

– Probablemente, Fanny está agradecida -dijo, riendo-. Protesta por mi costumbre de abrir la ventana del baño mientras estoy en la bañera. Por lo de la «muerte en el baño».

Aun ahora Lowell se sentía incómodo al pronunciar el nombre de Fanny delante de Longfellow, e inconscientemente trataba de alterar su inflexión de voz. El nombre le robaba algo a Longfellow; sus heridas aún eran recientes. Nunca hablaba de su propia Fanny. No escribió sobre ella, ni siquiera un soneto o un poema elegíaco en su memoria. Su diario no contenía una sola mención a la muerte de Fanny Longfellow en la primera entrada tras su fallecimiento, Longfellow copió unas líneas de un poema de Tennyson: «Duerme dulcemente, en paz, tierno corazón.» Lowell creía haber comprendido bien por qué Longfellow escribió tan poca poesía original en los últimos años, en su retiro dedicado a Dante. Si Longfellow escribiera sus propias palabras, la tentación de incluir el nombre de ella sería demasiado fuerte, y entonces ella sería simplemente una palabra.

– Quizá era un simple turista que vino para ver la casa de Washington -aventuró Longfellow riendo amablemente-. ¿Le dije que la semana pasada se presentó uno a ver «el cuartel del general Washington, por` favor»? Cuando se iba, supongo que planeando su próxima parada, preguntó si Shakespeare vivió en los alrededores.

Ambos rieron.

– ¡Santo Dios! ¿Y qué le contestó?

– Le dije que, si Shakespeare se había mudado por aquí cerca, no me lo había encontrado.

Lowell se recostó en la butaca.

– Buena contestación, vaya que sí. Creo que la luna nunca se pone en Cambridge, a juzgar por la cantidad de lunáticos que hay por aquí. ¿Estaba trabajando en Dante a estas horas? -Las pruebas que Longfellow había sacado estaban sobre su mesa verde-. Mi querido amigo, su pluma está siempre mojada. Se está consumiendo poco a poco.

– No me fatigo excesivamente. Desde luego que, a veces, siento los obstáculos, como las ruedas atascadas en la arena profunda. Pero algo me urge a continuar con este trabajo, Lowell, y no me dejará reposar.

Lowell estudió la prueba de imprenta.

– Canto decimosexto -dijo Longfellow-. Debe ir a la imprenta, pero me resisto. Cuando Dante se encuentra con los tres florentinos dice: «S'i fossi stato dal foco coperto…»

– «Si yo hubiera estado a cubierto del fuego -leyó Lowell en la traducción de su amigo, a la vez que Longfellow recitaba en italiano-, me hubiera arrojado entre ellos, y creo que mi guía lo habría tolerado.» Sí, nunca deberíamos olvidar que Dante no es un mero observador del infierno; también corre peligro físico y metafísico a lo largo del recorrido.

– No consigo dar con la correcta versión en inglés. Algunos dirían, supongo, que en la traducción la voz del autor extranjero debería ser modificada en favor de la suavidad del verso. Por el contrario, yo quiero, como traductor, ser como un testigo en el estrado, alzando la mano derecha y jurando decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

Trap empezó a ladrar junto a Longfellow y le arañó la pernera del pantalón. Longfellow sonrió.

– Trap ha ido tantas veces a la imprenta, que cree haber traducido a Dante desde el principio.

Pero Trap no ladraba por la filosofía de la traducción de Longfellow. El terrier corrió al vestíbulo. Una llamada atronadora sonó en la puerta de Longfellow.

– Ah, la policía -dijo Lowell, impresionado por la rapidez de su llegada y retorciéndose el empapado bigote.

Longfellow abrió la puerta principal.

– Vaya, esto sí que es una sorpresa -dijo con el tono de voz más hospitalario que pudo hallar en aquel momento.

– ¿Qué ocurre? -preguntó J. T. Fields, de pie en el amplio umbral, frunciendo el ceño y quitándose el sombrero-. Recibí un mensaje en mitad de nuestra partida de whist, ¡precisamente en un momento en que le estaba ganando a Bartlett! -Sonrió brevemente, mientras colgaba el sombrero-. Se me pedía que viniera en seguida. ¿Todo está en orden, mi querido Longfellow?

– Yo no mandé ese mensaje, Fields -dijo Longfellow en tono de excusa-. ¿Estaba Holmes con usted?

– No, y lo estuvimos esperando media hora antes de empezar.

Un susurro de hojas secas avanzó hacia ellos. En un momento, se hizo visible la menuda figura de Oliver Wendell Holmes, con sus botas altas aplastando las hojas, media docena a un tiempo, recorriendo el sendero enladrillado de Longfellow con un paso dos veces más rápido de lo habitual en él. Fields se apartó y Holmes se apresuró a rebasarle y a entrar en el vestíbulo jadeando.

– ¡Holmes! -se sorprendió Longfellow.

El frenético doctor advirtió horrorizado que Longfellow jugueteaba con un fajo de cantos de Dante.

– ¡Por Dios, Longfellow! -exclamó el doctor Holmes-. ¡Aparte eso!

VI

Después de asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada, Holmes explicó en un apresurado discurso cómo, regresando a casa procedente del mercado, la idea se le había ocurrido como en un relámpago; y cómo había regresado corriendo a la facultad de Medicina, donde se encontró -¡gracias a Dios!-con que la policía se había marchado a la comisaría de Cambridge. Holmes envió un mensaje a casa de su hermano, donde se celebraba la partida de whist, a fin de que Fields acudiera a la casa Craigie cuanto antes.

El doctor agarró la mano de Lowell y la sacudió precipitadamente, más agradecido de que estuviera allí de lo que hubiese admitido.

– Estaba a punto de mandar por usted a Elmwood, querido Lowell -dijo Holmes.

– ¿Le ha dicho algo a la policía, Holmes? -preguntó Longfellow.

– Por favor, Longfellow, vamos todos al estudio. Prométanme que todo cuanto les diga lo mantendrán en la más estricta confidencialidad.

Nadie puso objeciones. Resultaba insólito ver al pequeño doctor tan serio. Su papel de gracioso aristocrático había cristalizado hacía mucho tiempo, en gran parte para diversión de Boston y para incomodidad de Amelia Holmes.

– Hoy se ha descubierto un asesinato -anunció Holmes con un tenue susurro, como para probar si en la casa había oídos furtivos o para proteger su terrible historia de los atestados anaqueles de folios. Se apartó de la chimenea, sin duda temeroso de que la conversación pudiera subir tiro arriba-. Estaba yo en la facultad de Medicina -empezó al cabo-, adelantando algún trabajo, cuando llegó la policía solicitando una de nuestras aulas para una investigación. El cuerpo que trajeron estaba cubierto de suciedad, ¿comprenden?

Holmes hizo una pausa, no buscando un efecto retórico, sino para recobrar el aliento. A causa de la emoción había hecho caso omiso de los zumbidos de su asma.

– Holmes, ¿qué tiene eso que ver con nosotros? ¿Por qué me ha hecho abandonar a toda prisa la partida en casa de John? -preguntó Fields.

– ¡Aguarden! -dijo Holmes con un brusco movimiento de la mano. Apartó el pan que le había encargado Amelia y sacó el pañuelo-. El cadáver, el hombre muerto, sus pies… ¡Que Dios nos ampare!

Los ojos de Longfellow se iluminaron con un brillante azul. Apenas había hablado, pero prestaba la mayor atención al comportamiento de Holmes. Le propuso amablemente:

– ¿Un trago, Holmes?

– Sí, gracias -aceptó Holmes, secándose su frente sudorosa-. Les pido excusas. Me he apresurado a venir como una flecha; estaba demasiado intranquilo para tomar un coche de punto, demasiado impaciente y atemorizado para encontrarme con alguien al ir a tomarlo.

Longfellow se encaminó con paso tranquilo a la cocina. Holmes esperó a que le trajera la bebida y los otros dos esperaron a Holmes. Lowell sacudió la cabeza con gesto de seria conmiseración hacia el trastorno de su amigo. El anfitrión reapareció con un vaso de brandy con hielo, que era como lo prefería Holmes, quien se apresuró a cogerlo y apurarlo.

– Aunque una mujer tentó a un hombre a que comiera, mi querido Longfellow -dijo Holmes-, nunca se ha oído que Eva tuviera algo que ver con la bebida, de manera que ésta fue cosa sólo del hombre.

– Venga, Wendell, a lo nuestro -lo urgió Lowell.

– Muy bien. Yo lo vi. ¿Comprenden? Yo vi el cadáver de cerca, tan de cerca como estoy viendo a Jamey ahora mismo -precisó Holmes acercándose a la butaca de Lowell-. Ese cuerpo había sido quemado vivo, cabe abajo, con los pies en el aire. Y las plantas de ambos pies, señores, estaban horriblemente quemadas. Estaban tostadas hasta quedar crujientes, algo que nunca… Bueno, algo que nunca olvidaré hasta que la naturaleza me mande a criar malvas.

– Mi querido Holmes -dijo Longfellow, pero Holmes ya no iba a detenerse, ni siquiera para ceder la palabra a Longfellow.

– Estaba sin ropa. No sé si la policía se la quitó… No, creo que lo encontraron así, por algunas cosas que dijeron. Vi su cara, ¿saben? -Holmes fue a tomarse otro trago pero sólo encontró un resto de bebida y agarró con los dientes un trozo de hielo.

– Era un reverendo -dijo Longfellow.

Holmes se volvió, con una expresión incrédula, y cascó el hielo con las muelas.

– Sí, exactamente.

– Longfellow, ¿cómo lo ha sabido? -preguntó Fields volviéndose a su vez, muy confuso de repente ante el relato, el cual seguía creyendo que no le concernía en absoluto-. Eso no ha podido publicarlo ningún periódico, y sólo Wendell fue testigo…

Y entonces Fields se dio cuenta de lo que había sabido Longfellow. También Lowell lo captó. Lowell se encaró con Holmes, como si fuera a pegarle.

– ¿Cómo pudo usted saber que el cuerpo estaba cabeza abajo, Holmes? ¿Se lo dijo la policía?

– Bueno, no exactamente.

– Ha estado usted buscando una razón para detener la traducción a fin de no tener problemas con Harvard. Todo eso es una conjetura.

– Nadie puede negarme lo que vi -replicó Holmes con brusquedad-. La medicina es una materia que ninguno de ustedes ha estudiado. Yo he dedicado la mejor parte de mi vida en Europa y Norteamérica al estudio de mi profesión. Si usted o Longfellow empezaran a hablar de Cervantes, yo admitiría mi ignorancia; bueno, no, yo estoy adecuadamente informado sobre Cervantes, pero les escucharía a ustedes porque han dedicado tiempo a su estudio.

Fields se dio cuenta de lo nervioso que estaba Holmes.

– Lo entendemos, Wendell. Por favor, continúe.

Si Holmes no se hubiera detenido para respirar, se habría desmayado.

– Ese cadáver se colocó cabeza abajo, Lowell. Yo vi que los regueros de lágrimas y de sudor le habían corrido por la frente; escuche bien, por la frente arriba. La sangre se había concentrado en la cabeza. Entonces percibí el horror reflejado en el rostro, que reconocí como el del reverendo Elisha Talbot.

El nombre los sorprendió a todos. El viejo tirano de Cambridge puesto cabeza abajo, prisionero, cegado por la suciedad, incapaz de moverse excepto, tal vez, para agitar desesperadamente sus pies llameantes, al igual que los simoníacos de Dante, los clérigos que aceptaban dinero por abusar de sus títulos…

– Pero hay más, por si esto no les basta. -Holmes masticaba ahora el hielo con gran celeridad-. Un policía de la indagatoria dijo que lo encontraron en el cementerio de la Segunda Iglesia Unitarista, ¡o sea, de la iglesia de Talbot! El cuerpo estaba cubierto de suciedad de la cintura para arriba, pero no había ni una sola mota por debajo de la cintura. ¡Lo enterraron desnudo, cabeza abajo, con los pies al aire!

– ¿Cuándo lo encontraron? ¿Quién estaba allí? -preguntó Lowell.

– ¡Por Dios! -exclamó Holmes-. ¿Cómo podría saber yo esos detalles?

Longfellow observó la gruesa manecilla de su reloj, que emitía su tictac despreocupadamente, aproximándose con desgana a las once.

– La viuda de Healey anunció una recompensa en el periódico de la noche. El juez Healey no murió de muerte natural. Ella cree que también fue asesinado.

– ¡Pero el de Talbot no es un simple asesinato, Longfellow! ¿Puedo decir lo que está claro como el agua? ¡Es Dante! ¡Alguien ha utilizado a Dante para matar a Talbot! -exclamó Holmes, con la frustración pintada en sus enrojecidas mejillas.

– ¿Ha leído usted la última edición, mi querido Holmes? -preguntó Longfellow pacientemente.

– ¡Desde luego! Bueno, creo que sí. -En efecto, había echado una rápida mirada al periódico en el vestíbulo de la facultad de Medicina, cuando se dirigía a preparar unos dibujos anatómicos para la clase del lunes-. ¿Qué decía?

Longfellow encontró el periódico. Fields lo tomó y leyó en voz alta, después de calarse un par de gafas cuadradas que sacó del bolsillo del chaleco:

– «Nuevas revelaciones relativas a la espantosa muerte del juez presidente Artemus S. Healey.» Una típica errata de imprenta. El segundo nombre de Healey era Prescott.

– Por favor, Fields -dijo Longfellow-, pase de largo la primera columna. Lea cómo fue hallado el cadáver, en los prados que se extienden tras la casa de Healey, no lejos del río.

– «Ensangrentado…, totalmente despojado de su traje y de su ropa interior…, hallado hecho un tremendo hervidero de…» -Continúe, Fields.

– ¿De insectos?


Moscas, avispas, larvas, tales eran en concreto los insectos catalogados por el periódico. Y cerca, en los terrenos de Wide Oaks, se encontró una bandera que los Healey no lograban explicar. Lowell pretendió negar los pensamientos que habían cundido en la habitación con la lectura del periódico, y en lugar de eso recuperó su anterior postura, repantigado en la butaca, temblándole el labio inferior, como siempre sucedía cuando no se le ocurría qué decir.

Intercambiaron miradas inquisitivas, esperando que entre ellos hubiera uno que aventajara a los demás en perspicacia y fuera capaz de explicar todo aquello como una coincidencia, con un argumento bien fundamentado o con una ocurrencia inteligente que invalidara la conclusión de que el reverendo Talbot había sido asado con los simoníacos y el juez presidente Healey, arrojado entre los tibios. Cada detalle añadido confirmaba lo que ellos no podían negar.

– Todo encaja -dijo Holmes-. Todo encaja en el caso de Healey: el pecado de tibieza y el castigo. Durante demasiado tiempo se negó a aplicar la Ley de Esclavos Fugitivos. Pero ¿qué hay con Talbot? Nunca oí un solo rumor de que abusara del poder que le otorgaba el púlpito. ¡Ayúdame, Febo! -Holmes dio un salto cuando se percató del fusil apoyado en la pared-. Longfellow, ¿qué demonios hace eso ahí?

Lowell se sobresaltó al evocar el motivo que lo había llevado el primero a la casa Craigie.

– Verá, Wendell, Longfellow creyó que podía haber un ladrón acechando fuera. Hemos mandado al chico del encargado del campus a avisar a la policía.

– ¿Un ladrón? -preguntó Holmes.

– Un fantasma -corrigió Longfellow sacudiendo la cabeza.

Fields golpeó la alfombra con movimiento nada gracioso del pie.

– ¡Bien, muy oportuno! -Y volviéndose a Holmes-: Mi querido Wendell, usted será recordado como un buen ciudadano por esto. Cuando llegue el agente, le decimos que tenemos información sobre esos crímenes y le pedimos que regrese con el jefe de policía.

Fields había empleado su tono más autoritario, pero lo atenuó y dirigió una mirada a Longfellow demandando su respaldo.

Longfellow no se movió. Sus pétreos ojos azules miraban adelante, a los lomos ricamente decorados de sus libros. No estaba claro si había atendido a la conversación. Aquella mirada rara, remota, mientras permanecía sentado en silencio, paseando su mano por los mechones de su barba, cuando su invencible tranquilidad se enfriaba, cuando su cutis femenil parecía oscurecerse ligeramente, hizo sentirse incómodos a sus amigos.

– Sí -dijo Lowell, tratando de proyectar algún alivio colectivo a las palabras de Fields-. Desde luego que informaremos a la policía de nuestras suposiciones. Sin duda eso aportará información vital para aclarar esta confusión.

– ¡No! -exclamó Holmes-. No, no debemos decírselo a nadie, Longfellow -dijo el doctor con tono de desesperación-. ¡Debemos mantener esto entre nosotros! ¡Todos los que estamos en esta habitación hemos de mantener el asunto en secreto, como prometimos, aunque el cielo se hunda!

– ¡Vamos, Wendell! -Lowell se inclinó hacia el menudo doctor-. ¡No es cuestión de actuar como si no pasara nada! ¡Han sido asesinados dos hombres, dos hombres de nuestra clase!

– Sí, ¿y quiénes somos nosotros para meternos en este horrendo asunto? -se lamentó Holmes-. ¡La policía está investigando, seguro, y encontrará al responsable sin nuestra intervención!

– ¡Que quiénes somos nosotros para meternos! -remedó Lowell-. ¡No hay posibilidad de que a la policía se le ocurra eso, Wendell! ¡Debe de estar dando palos de ciego mientras nosotros permanecemos aquí sentados!

– ¿Preferiría usted que dieran palos a nuestros disparatados cuentos, Lowell? ¿Qué sabemos nosotros de asesinatos?

– Entonces, ¿por qué viene usted a inquietarnos con eso, Wendell?

– ¡Porque debemos protegernos! Les he hecho un favor -dijo Holmes-. ¡Esto puede ponernos en peligro!

– Jamey, Wendell, por favor… -terció Fields.

– Si van ustedes a la policía no cuenten conmigo -añadió Holmes alzando la voz, mientras tomaba asiento-. Háganlo, pero me opongo por principio y dejo bien clara mi negativa.

– Observen, caballeros -dijo Lowell con un elocuente ademán que señalaba a Holmes-. El doctor Holmes adopta su postura habitual cuando el mundo lo necesita: se sienta sobre sus posaderas.

Holmes paseó la mirada por la habitación, esperando que alguien hablara en su favor, y luego se hundió más en su butaca, removiendo suavemente su cadena de oro de la que pendía su llave Phi Beta Kappa, y comparando la hora de su reloj de bolsillo con el reloj de caoba de Longfellow, casi seguro de que en cualquier momento todos los relojes de Cambridge iban a pararse.

Lowell extremó sus dotes de persuasión cuando habló en tono suave pero seguro, volviéndose hacia Longfellow:

– Mi querido Longfellow, cuando llegue el agente de policía deberíamos tener preparada una nota dirigida a su jefe, explicando lo que creemos haber descubierto aquí esta noche. Luego, podemos olvidarnos de ello, tal como desea nuestro querido doctor Holmes.

– Voy a empezar -decidió Fields, dirigiéndose al cajón donde Longfellow guardaba el material de escritorio.

Holmes y Lowell reemprendieron su discusión. Longfellow respiraba con pequeños suspiros. Fields se detuvo con la mano en el cajón. Holmes y Lowell callaron.

– Por favor, no demos un salto a ciegas. Primero escúchenme -dijo Longfellow-. ¿Quién está enterado de esos crímenes en Boston y, Cambridge?

– Bien, ésa es la cuestión -replicó Lowell, a quien atemorizaba mostrarse ineducado con el único hombre, después de su difunto padre, al que veneraba-. ¡Todos en esta bendita ciudad, Longfellow! Uno aparece en primera plana de todos los periódicos. -Señaló los titulares con la muerte de Healey-. Y le seguirá el crimen de Talbot antes de que cante el gallo. ¡Un juez y un predicador! ¡Mantener al público alejado de eso sería tanto como privarlo del bistec y la cerveza!

– Muy bien. ¿Y quién más en la ciudad tiene conocimiento de Dante? ¿Quién más sabe que le piante erano a tutti accese intrambe? ¿Cuántos de los que pasean por las calles Washington y School, mirando las tiendas o deteniéndose en Jordan y Marsh para ver la última moda de sombreros, piensan que rigavan lor di sangue il volto, che, mischiato di lagrime, y se imaginan el espanto de esos fastidiosa vermi, esos enojosos gusanos?

»Díganme quién en nuestra ciudad, no, en Norteamérica hoy día, conoce las palabras de Dante en su obra, en cada canto, en cada terceto. ¿Saben lo suficiente para empezar a pensar en cómo convertir los detalles de los castigos del Inferno de Dante en modelos de asesinato?

En el estudio de Longfellow, el más apreciado de Nueva Inglaterra por los amantes de la conversación, se hizo un misterioso silencio. Nadie en la estancia pensó en responder a la pregunta, porque la estancia misma era la respuesta: Henry Wadsworth Longfellow, el profesor James Russell Lowell, el profesor doctor Oliver Wendell Holmes, James Thomas Fields y un reducido número de amigos y colegas.

– ¡Santo Dios! -exclamó Fields-. Sólo un puñado de personas sería capaz de leer italiano, por no hablar del italiano de Dante, e incluso, entre los que pudieran sacar algo en limpio con la ayuda de libros de gramática y diccionarios, ¡la mayoría nunca ha tenido en las manos un ejemplar de las obras de Dante! -Fields debía saberlo. El negocio del editor consistía en conocer los hábitos de lectura de cada literato y erudito de Nueva Inglaterra y de los que, fuera, contaran para algo-. Ni lo tendrá -continuó-mientras no se publique en Norteamérica una completa traducción de Dante…

– ¿Como esta en la que estamos trabajando? -Longfellow tomó las pruebas del canto decimosexto-. Si desvelamos a la policía la precisión con que esos asesinos se han inspirado en Dante y han actuado, ¿a quién podría señalar con suficiente conocimiento para cometer los crímenes?

No sólo seremos los primeros sospechosos -concluyó Longfellow-. Seremos los principales sospechosos.

– Vamos, mi querido Longfellow -replicó Fields con una risa desesperadamente seria-. Señores, no nos dejemos llevar por las emociones. Miren a su alrededor en esta habitación: profesores, representantes de las fuerzas vivas, poetas, huéspedes frecuentes de senadores y dignatarios, hombres de libros… ¿Quién pensaría realmente que estamos implicados en un asesinato? He hinchado un poco nuestra relevancia para recordarnos que somos hombres de elevada posición en Boston, ¡hombres de la alta sociedad!

– Como el profesor Webster. El patíbulo nos enseña que ninguna ley impide que a un hombre de Harvard lo cuelguen -respondió Longfellow.

El doctor Holmes se puso blanco. Aunque se sintió aliviado porque Longfellow se colocara de su lado, el último comentario lo afectó.

– Yo llevaba pocos años en mi puesto en la facultad de Medicina -dijo Holmes, dirigiendo hacia delante una mirada vidriosa-. En principio, cada uno de los profesores y el claustro en su conjunto eran sospechosos, incluso un poeta como yo. -Holmes trató de reír, pero sólo exteriorizó su amargura-. Me incluyeron en la lista de posibles agresores. Fueron a casa a interrogarme. Wendell Junior y la pequeña Amelia eran unos niños y Neddie, apenas un bebé. Fue el peor susto de mi vida.

Longfellow dijo en tono tranquilo:

– Mis queridos amigos, les rogaría que estuvieran de acuerdo, si pueden, en este punto: aunque la policía quisiera confiar en nosotros, aunque efectivamente confiara y nos creyera, estaríamos bajo sospecha hasta que se capturara al asesino. Y entonces, incluso con el criminal detenido, Dante quedaría manchado de sangre aun antes de que los norteamericanos conocieran sus palabras, y ello en una época en que nuestro país ya no puede soportar más muerte. El doctor Manning y la corporación ya desean sepultar a Dante para preservar su currículo, y eso representaría enterrarlo en un sarcófago de hierro. A Dante le aguardaría en Norteamérica la misma suerte que corrió en Florencia y para los próximos mil años. Holmes tiene razón: no se lo diremos a nadie.

Fields se volvió sorprendido a Longfellow.

– Hemos hecho voto, bajo este mismo techo, de proteger a Dante -dijo Lowell pausadamente, a la vista del rostro tenso del editor.

– ¡Asegurémonos de que nos protegemos a nosotros primero, y a nuestra ciudad, o a Dante no le quedará nadie! -dijo Fields.

– Protegernos a nosotros y a Dante es ahora una sola y misma cosa, mi querido Fields -afirmó Holmes con sentido práctico, tentado por la vaga sensación de que había tenido razón a lo largo de toda la disputa-. Una y la misma. No seríamos nosotros los únicos en ser vituperados si todo esto llegara a saberse, sino también los católicos, los inmigrantes…

Fields sabía que sus poetas estaban en lo cierto. Si acudían ahora a la policía, su posición estaría en el limbo, si no en peligro real.

– Que el cielo nos ayude. Sería nuestra ruina.

Suspiró. Fields no estaba pensando en la ley. En Boston, la reputación y el rumor podían acabar con un caballero de manera más eficaz que el verdugo. Por muy queridos que fueran sus poetas, el público siempre abrigaba un insano prurito de celos contra las celebridades. Las noticias de la más ligera asociación con aquella muerte escandalosa se extenderían con más rapidez que si las transmitiera el telégrafo. A Fields le hubiera desagradado ver unas reputaciones inmaculadas afanosamente arrastradas por el fango de las calles, basándose en meras habladurías.

– Ya deben de estar al llegar -dijo Longfellow-. ¿Recuerdan ustedes esto? -Sacó una hoja de papel del cajón-. ¿Y si le echamos un vistazo ahora? Creo que se revelará por sí mismo.

Longfellow aplanó el papel del patrullero Rey con la palma de la mano. Los eruditos se inclinaron sobre la hoja para examinar la trascripción garabateada. La luz del hogar hizo brillar líneas carmesí en los atónitos rostros.

Rey había escrito: Deenan see amno atesennone turnay eeotur nodur lasheeato nay. Estas palabras les llegaron desde la sombra bajo la barba leonina de Longfellow.

– Es el segundo verso de un terceto -murmuró Lowell-. ¡Sí! ¿Cómo nos pudo pasar por alto?

Fields se hizo con el papel. El editor no estaba dispuesto a admitir que no conseguía verlo: su cabeza estaba demasiado afectada por todo lo sucedido para desenvolverse con su italiano. El papel se agitó en la mano de Fields. Delicadamente, lo devolvió a la mesa y apartó de él sus dedos.

– Dinanzi a me non fuor cose create se non etterne, e io etterno duro, lasciate ogne -recitó Lowell a Fields-. Es de la inscripción sobre la puerta del infierno, ¡es precisamente un fragmento de ella! Lascíate ogne speranza, voi ch'intrate.

Lowell cerró los ojos mientras traducía:


Antes que yo no hubo cosas creadas

sino eternas, y yo duraré eternamente. Abandonad toda esperanza los que entráis.


También el saltador vio este signo aparecer ante él en la comisaría central de policía. Había visto a los tibios: Ignavi. Indefensos, golpeaban el aire y luego golpeaban sus propios cuerpos. Las avispas y las moscas revoloteaban en torno a sus formas blancas y desnudas. Grandes larvas se deslizaban desde los pútridos huecos de sus dentaduras, amontonándose abajo, succionando su sangre mezclada con la sal de sus lágrimas. Las almas seguían un estandarte blanco que las encabezaba como símbolo de sus anodinos senderos. El saltador sentía su propia piel bullente de moscas, aleteando de acá para allá con trocitos de piel mordisqueada, y él tenía que escapar…, al menos intentarlo.

Longfellow encontró su prueba con la traducción corregida del canto tercero, y la depositó en la mesa para efectuar la comparación.

– ¡Santo cielo! -exclamó Holmes jadeando, y agarrando a Longfellow por la manga-. Ese oficial mulato asistió a la indagatoria del reverendo Talbot. ¡Y se nos presentó con esto tras la muerte del juez Healey! ¡Ya debe de saber algo!

Longfellow sacudió la cabeza.

– Recuerden que Lowell es profesor de la cátedra Smith del colegio. El patrullero quería identificar una lengua desconocida que, en ese momento, todos estuvimos demasiado ciegos para descifrar. Algunos estudiantes lo encaminaron a Elmwood la noche de nuestra sesión del club Dante, y Mabel lo envió aquí. No hay razón para creer que sabe algo de la naturaleza dantesca de estos crímenes, o que tiene noticias de nuestro proyecto de traducción.

– ¿Y cómo hemos podido no darnos cuenta antes? -preguntó Holmes-. Greene pensó que esto podía ser italiano, y no le hicimos caso.

– ¡Gracias al cielo -exclamó Fields-, porque la policía se nos hubiera echado encima allí mismo!

Holmes continuó, con renovado pánico:

– Pero ¿quién habría recitado la inscripción de la puerta al patrullero? Eso no puede ser una mera coincidencia. ¡Debe tener algo que ver con esos asesinatos!

– Sospecho que tiene razón -dijo Longfellow asintiendo con calma.

– ¿Quién pudo haber dicho eso? -insistía Holmes, volviendo el trozo de papel una y otra vez en su mano-. Esa inscripción… -continuó-. La puerta del infierno, eso viene en el canto tercero, ¡el mismo canto en el que Dante y Virgilio caminan entre los tibios! ¡El modelo para el asesinato del juez presidente Healey!

Se multiplicaron las pisadas en el sendero de acceso a la casa Craigie, y Longfellow abrió la puerta al hijo del encargado del campus, que entró corriendo, rechinándole sus dientes salidos. Al mirar hacia el escalón de entrada, Longfellow se encontró frente a frente con Nicholas Rey.

– Me ha pedido que lo trajera, señor Longfellow -relinchó Karl al advertir la sorpresa de Longfellow, y luego miró a Rey con una mueca triste.

– Estaba en la comisaría de Cambridge -dijo Rey-ocupado en otro asunto, cuando este chico llegó para informarme de su preocupación. Otro agente está inspeccionando el exterior.

Rey casi pudo oír el pesado silencio que se hizo en el estudio al sonido de su voz.

– ¿Quiere pasar, agente Rey? -Longfellow no supo qué más decir, y le explicó la causa de su alarma.

Nicholas Rey estaba de nuevo entre la profusión de imágenes de George Washington en el vestíbulo. Con la mano en el bolsillo del pantalón, manoseaba los trocitos de papel desparramados en la bóveda subterránea, húmedos aún de la arcilla empapada de la cripta. Algún fragmento de papel tenía una o dos letras escritas; otros estaban tan manchados que su contenido era irreconocible.

Rey entró en el estudio y pasó revista a los tres caballeros: Lowell, con sus bigotes como colmillos de morsa, se envolvía con el abrigo encima de su batín y de unos pantalones de tartán; y los otros dos llevaban los cuellos flojos y los corbatines enmarañados. Un fusil de dos cañones estaba apoyado en la pared, y un pan aguardaba en la mesa.

Rey posó los ojos en el hombre agitado, de fisonomía aniñada, el único que no se escudaba tras una barba.

– El doctor Holmes nos ayudó en una autopsia esta tarde, en la facultad de Medicina -explicó Rey a Longfellow-. De hecho, es ese mismo asunto el que me trae ahora a Cambridge. Gracias otra vez, doctor, por su ayuda en el caso.

El doctor se puso en pie de un salto e hizo una tambaleante inclinación, doblándose por la cintura.

– De nada, señor. Y si alguna vez necesita usted más ayuda, avíseme sin dudarlo. -Lo dijo torpemente, con tono de humildad, y luego tendió a Rey su tarjeta, olvidando por un momento que no había prestado ayuda alguna. Pero Holmes estaba demasiado nervioso para hablar con sensatez-. Quizá eso que suena como a inútil latín, prognosis, pudiera ayudar modestamente a atrapar a ese asesino que merodea por la ciudad.

Rey permaneció quieto y asintió apreciativamente.

El hijo del encargado del campus tomó a Longfellow por el brazo y se lo llevó aparte.

– Lo siento, señor Longfellow -dijo el muchacho-. No creí que fuera policía porque no lleva uniforme, sino una chaqueta corriente. Pero el otro oficial de allí me dijo que los concejales le hacen ir de paisano para que nadie se sienta molesto porque es un poli negro y le pegue.

Longfellow despidió a Karl con la promesa de unos dulces otro día.

En el estudio, Holmes, basculando de un pie a otro como si pisara ascuas, impedía que Rey viera la mesa del centro. Aquí, un periódico con los titulares del asesinato de Healey; allá, al lado, la traducción inglesa de Longfellow del canto tercero, el modelo de aquel crimen; y entre ambos, el trozo de papel con la nota de Nicholas Rey: Deenan see amno atesennone turnay eeotur nodur lasheeato nay.

Detrás de Rey, Longfellow traspuso el umbral del estudio. Rey notó su respiración entrecortada. Advirtió que Lowell y Fields miraban de forma extraña la mesa que había detrás de Holmes.

Rápidamente, con un movimiento casi imperceptible, el doctor Holmes alargó el brazo y agarró la nota del oficial.

– Oh, agente -dijo el doctor-. ¿Le devolvemos la nota?

Rey creyó ver un súbito rayo de esperanza, y preguntó tranquilamente:

– ¿Han podido ustedes…?

– Sí, sí -dijo Holmes-. Pero sólo en parte. Hemos buscado los sonidos de todas las lenguas en los libros, mi querido agente, y me temo que nuestra conclusión más probable es que se trata de inglés chapurreado. -Holmes tomó aliento y con mirada grave recitó-: See no one tour, nay, O turn no doorlatch out today. Más bien shakespeariano y algo disparatado, ¿no cree usted?

Rey miró a Longfellow, que parecía tan sorprendido como él.

– Bien, le agradezco que se acordara, doctor Holmes -dijo Rey-. Sólo me queda desearles buenas noches, caballeros.

Todos se congregaron en la entrada mientras Rey se desvanecía en el sendero de acceso.

– ¿Turn no doorlatch? -preguntó Lowell.

– ¡Tenía que alejarlo de cualquier sospecha, Lowell! -exclamó Holmes-. Usted podía haber adoptado una actitud más convencida. Una buena regla para el actor que maneja marionetas es no dejar que el público le vea las piernas.

– Fue una buena ocurrencia, Wendell -dijo Fields palmeando calurosamente el hombro de Holmes.

Longfellow fue a hablar pero no pudo. Entró en el estudio y cerró la puerta, dejando a sus amigos, cohibidos, en el vestíbulo.

– Longfellow, querido Longfellow -lo llamó Fields, golpeando suavemente la puerta.

Lowell tomó del brazo a su editor y sacudió la cabeza. Holmes se dio cuenta de que tenía algo en la mano y se lo tendió a los demás. Era la nota de Rey.

– Miren. El agente Rey olvidó esto.

Pero ya no la miraban. Era la fría piedra grabada con letras oscuras en lo alto de las puertas abiertas del infierno, donde Dante se detuvo lleno de dudas y Virgilio lo empujó para proseguir.

Lowell, airado, arrugó el papel y arrojó las mutiladas palabras de Dante a la llama de la lámpara del vestíbulo.

VII

Oliver Wendell Holmes llegaba tarde a la siguiente reunión del club Dante, que él sabía iba a ser la última. No aceptó hacer el trayecto en el carruaje de Fields, aunque el cielo sobre la ciudad se había ennegrecido. El poeta y médico apenas emitió un suspiro cuando la tela de su paraguas crujió al verterse la lluvia que se deslizaba sobre las capas de hojas, las últimas depositadas aquel otoño frente a la casa de Longfellow. Muchas cosas iban mal en el mundo para que él se preocupara por sus achaques. En los ojos de Longfellow, que claramente le daban la bienvenida, había incomodidad, faltaba serenidad para comunicarse, no respondían a la pregunta que le tenía hecho un nudo en el estómago al doctor: ¿cómo continuamos ahora?

Les diría durante la cena que renunciaba a colaborar en la traducción de Dante. Lowell podía estar tan desorientado por los recientes acontecimientos como para acusarlo de deserción. Holmes temía que se le tomara por un diletante, pero no había modo de poder leer a Dante como de costumbre, con el «aroma» en el aire de la carne chamuscada del reverendo Talbot. En cierto sentido, resultaba chocante que si de algo eran responsables, que si en algo habían ido demasiado lejos, si sus lecturas semanales de Dante habían dado suelta a los castigos del Inferno en el aire de Boston, todo eso se debía a su gozosa fe en la poesía.

Un solo hombre había causado media hora antes la misma convulsión que un ejército de miles de hombres.

James Russell Lowell. Estaba calado, aunque sólo había ido a la vuelta de la esquina, pues consideraba ridículos los paraguas, aquellos artefactos sin sentido. El fuego suave de carbón mate con leños de nogal americano irradiaba de la amplia chimenea, y el calor hacía relucir la humedad de la barba de Lowell como si tuviera luz propia.

Lowell llevó aparte a Fields en el Corner aquella semana, y explicó que no podía vivir de aquella manera. Su silencio ante la policía era necesario; muy bien. El buen nombre de todos debía ser protegido; muy bien. Dante también debía ser protegido; muy bien. Pero ninguno de esos elevados razonamientos borraba un hecho elemental: había vidas en peligro.

Fields dijo que trataría de llegar a una idea sensata. Longfellow manifestó ignorar lo que Lowell imaginaba que pudieran hacer. Holmes tuvo éxito en eludir a su amigo. Lowell hizo cuanto pudo para conseguir que los cuatro se reunieran, pero hasta aquel día se habían resistido a juntarse, con la misma decisión que imanes que se repelieran.

Ahora que estaban sentados en círculo, el mismo círculo en torno al cual se sentaron durante dos años y medio, sólo había una razón para que Lowell no sacudiera los hombros de los presentes, uno tras otro. Y esa razón estaba delicadamente agazapada en la butaca verde y soportando el peso de los folios de Dante: todos habían prometido no revelar su descubrimiento a George Washington Greene.

Allí estaba él, con los frágiles dedos desplegados para calentarse al fuego. Los otros conocían la delicada salud de Greene, y no podían abrumarlo con las noticias de violencia que conocían. Así, el anciano historiador y predicador retirado, lamentando en tono despreocupado su falta de tiempo para ordenar sus pensamientos, debido a que Longfellow distribuyó los cantos a última hora, demostró ser el único miembro animoso de aquella velada del miércoles.

A principios de semana, Longfellow envió recado a sus eruditos para que revisaran el canto vigesimosexto, donde Dante se encuentra con el alma llameante de Ulises, el héroe griego de la guerra de Troya. Este canto era uno de los favoritos del grupo, de modo que cabía la esperanza de que les infundiera un renovado vigor.

– Gracias a todos por venir -dijo Longfellow.

Holmes recordó el funeral que, retrospectivamente, había anunciado el comienzo de la traducción de Dante. Cuando se difundió la noticia de la muerte de Fanny, algunos brahmanes de Boston experimentaron un involuntario toque de placer -algo que ellos jamás reconocieron o admitieron, ni siquiera ante sí mismos-cuando al despertarse una mañana se enteraron de que la desgracia había visitado a alguien tan increíblemente bendecido por la vida. Longfellow parecía haber alcanzado el talento y el lujo sin el menor contratiempo. Si el doctor Holmes hubiera experimentado algo menos respetable que la completa y total angustia por la pérdida de Fanny en aquel terrible incendio, quizá habría sentido algo que cabría calificar de sorpresa o de emoción egoísta, y se habría atrevido a ayudar a Henry Wadsworth Longfellow en un momento en que necesitaba curación.

El club Dante devolvió la vida a un amigo. Y ahora, ahora, se habían cometido dos asesinatos usando como pretexto a Dante. Y cabía suponer que habría un tercero o un cuarto, mientras ellos permanecían sentados junto al fuego, con las pruebas de imprenta en la mano.

– Cómo podemos ignorar… -espetó James Russell atolondradamente, antes de reprimir sus pensamientos con una amarga mirada al distraído Greene, que escribía una anotación al margen de su prueba.

Longfellow leyó y expuso el canto de Ulises, sin detenerse para darse por enterado del interrumpido comentario. Su imborrable sonrisa revelaba tensión y aparecía borrosa, como si la hubiese tomado prestada de una reunión anterior.

Ulises se encontró en el infierno entre los malos consejeros, como una llama incorpórea, ondulando su extremo de acá para allá como una lengua que se agitaba. Algunos, en el infierno, se resistían a contar a Dante sus historias, y otros se mostraban impúdicamente dispuestos. Ulises estaba por encima de esas vanidades.

Ulises le cuenta a Dante que después de la guerra de Troya, siendo ya un soldado mayor, no regresó a Ítaca junto a su esposa y su familia. Convenció a los escasos supervivientes de su tripulación para continuar más allá de la línea que ningún mortal debía traspasar, a fin de burlar al destino y obtener conocimiento. Se produjo un torbellino y el mar los engulló.

Greene era el único que tenía mucho que decir sobre el tema. Estaba pensando en el poema de Tennyson basado en aquel episodio de Ulises. Sonrió tristemente y comentó:

– Creo que deberíamos considerar la inspiración que Dante aporta a la interpretación de esta escena por lord Tennyson. «Qué pesado es detenerse, llegar al final -prosiguió Greene, recitando donosamente a Tennyson de memoria-. ¡Enmohecerse sin lustre, no brillar por el desgaste! ¡La vida sería como respirar! Una vida sobrepuesta a otra vida aún sería pequeña cosa, y de una sola de esas vidas -hizo una pausa, con una visible neblina en los ojos-poco es lo que me queda.» Dejemos que Tennyson sea nuestro guía, queridos amigos, pues en su aflicción vivió algo en común con Ulises; sintió el deseo de triunfar en el viaje final de la existencia.

Tras unas respuestas vehementes de Longfellow y Fields, el comentario del anciano Greene dio paso a sonoros ronquidos. Una vez hecha su contribución, se consumió. Lowell mantenía fuertemente agarradas sus pruebas y apretaba los labios como un escolar obstinado., Su frustración por la elegante charada iba en aumento, y su mal genio se manifestaba continuamente.

Cuando no pudo conseguir que alguien hablara, Longfellow dijo en tono de súplica:

– Lowell, ¿tiene usted algún comentario que hacer sobre este terceto?

Sobre uno de los espejos del estudio había una estatuilla de mármol blanco de Dante Alighieri. Los ojos huecos los miraban cruelmente. Lowell murmuró:

– ¿No escribió el propio Dante que ninguna poesía puede ser traducida? Sin embargo, nosotros nos reunimos y asesinamos alegremente sus palabras.

– ¡Por favor, Lowell! -dijo Fields suspirando, y a continuación se disculpó con la mirada ante Longfellow-. Hacemos lo que debemos -susurró el editor con voz ronca, en un tono lo bastante alto para reprender a Lowell pero sin despertar a Greene.

Lowell se inclinó ansiosamente.

– Necesitamos hacer algo… Necesitamos decidir…

Holmes abrió mucho sus vivaces ojos, los dirigió a Lowell y luego señaló a Greene o, con más precisión, a la velluda oreja de Greene. El anciano podía despertar en cualquier momento. Holmes agitó el dedo y se lo pasó por el largo cuello en señal de silencio sobre el tema.

– ¿Y, en cualquier caso, qué quiere usted que hagamos? -preguntó Holmes.

Quiso que eso sonara lo bastante ridículo para contrarrestar aquellas digresiones hechas en tono apagado. Pero la pregunta retórica se cernía sobre la habitación con la enormidad de la techumbre de una catedral.

– Desgraciadamente, no hay nada que hacer -murmuró ahora Holmes, tirándose del corbatín y tratando de recuperar su pregunta. Sin éxito.

Holmes había dado suelta a algo. Era el desafío que aguardaba ser planteado, el desafío que sólo podría evitarse hasta el momento en que se expresara en voz alta, cuando los cuatro hombres estuvieran respirando el mismo aire.

El rostro de Lowell enrojeció por efecto de una candente necesidad. Se quedó mirando la rítmica respiración de George Washington Greene y, simultáneamente, su mente se llenó con todos los sonidos de la reunión: el agradecimiento desesperado de Longfellow por su presencia; Greene recitando a Tennyson con voz cascada; los suspiros como resuellos de Holmes; las majestuosas palabras de Ulises, pronunciadas primero desde la cubierta de su predestinado navío y luego repetidas en el Infierno. Todo esto junto retumbaba en su cerebro y forjaba algo nuevo.

El doctor Holmes observó cómo Lowell abarcaba su frente con sus fuertes dedos. No supo qué indujo a Lowell a decir aquello el primero. Se sorprendió. Quizá esperaba que Lowell vociferase y gritase para animarlos; quizá esperaba eso como uno espera algo familiar. Pero Lowell tenía la exquisita sensibilidad de un gran poeta en tiempos de crisis. Empezó, pensativo, con un susurro, y las rígidas facciones de su rostro enrojecido se fueron relajando gradualmente.

– «Mis marineros, almas que os habéis afanado, que habéis trabajado, que habéis pensado conmigo…»

Era un verso del poema de Tennyson. Ulises animando a su tripulación a desafiar la condición de mortales.

Lowell se inclinó y, sonriendo, continuó con una seriedad que provenía en igual medida de su voz metálica y de las propias palabras.


… tú y yo somos viejos;

pero la edad avanzada tiene su honor y su afán.

La muerte lo clausura todo; pero algo queda antes del fin, aún puede llevarse a cabo alguna empresa noble…


Holmes estaba aturdido, aunque no por el poder de las palabras, pues hacía tiempo que había confiado el poema de Tennyson a la memoria. Estaba abrumado por el significado inmediato que tenía para él. Sintió un temblor interior. No hubo recital: Lowell estaba hablándoles. Longfellow y Fields también mantenían la mirada fija, que reflejaba un extremo embeleso y temor, porque comprendían con gran claridad. Con una sonrisa mientras hablaba, Lowell se atrevió a encontrar la verdad que había tras los dos asesinatos.

Los rociones de lluvia, fría y aulladora, golpeaban las ventanas. Al principio parecían concentrarse en una sola, pero luego desplazaban su ataque en el sentido de las manecillas del reloj. Descargó un relámpago, se produjo la ancestral traza del trueno y siguió el estrépito de las contraventanas. Antes de que Holmes se diera cuenta, la voz de Lowell emergió por un momento, pero ya no siguió recitando.

Entonces habló Longfellow, reanudando el poema de Tennyson con el mismo susurro suplicante:


… los profundos

lamentos rondan con muchas voces. Venid, amigos míos,

no es demasiado tarde para ir en busca de un mundo nuevo…


Longfellow volvió la cabeza hacia su editor, con una mirada inquisitiva: ahora es su turno, Fields.

Fields agachó la cabeza ante la invitación. Su barba descansó sobre su levita abierta y se frotó contra la cadena del chaleco. Holmes sentía pánico de que Lowell y Longfellow se hubieran lanzado a la causa imposible, pero había esperanza. Fields era el ángel guardián de sus poetas y no los arrastraría de cabeza al peligro. Fields había permanecido libre de traumas en su vida personal; nunca trató de tener hijos, y así se ahorró la pena por niños que no vivían más allá de su primer o segundo cumpleaños, o de madres convertidas en cadáveres en las mismas camas donde daban a luz. Libre de compromisos domésticos, dedicó sus energías protectoras a sus autores. Una vez, Fields pasó una tarde entera discutiendo con Longfellow sobre un poema que narraba el naufragio del Hesperus. El debate hizo que Longfellow olvidara su planeada excursión en el barco de lujo de Cornelius Vanderbilt, que horas más tarde se incendió y se fue a pique. Del mismo modo, Holmes rezaba para que llegara el momento en que Fields decidiera prescindir de consideraciones y se abriera paso a codazos hasta que pasara el peligro.

El editor debía saber que ellos eran hombres de letras, no de acción (y que seguirían siéndolo en los años siguientes). Aquella locura era la que leían, la que versificaban para alimentar a una audiencia anhelante, a una humanidad en mangas de camisa, a unos guerreros que se lanzaban a batallas que nunca podrían ganar; ése era el material de la poesía.

Fields abrió la boca, pero luego vaciló, como alguien que trata de hablar en un sueño agitado pero no puede. De pronto pareció mareado. Holmes emitió un suspiro de simpatía, como telegrafiando su aprobación por la duda. Pero luego Fields, mirando con ceño fruncido primero a Longfellow y después a Lowell, se puso en pie de un salto y susurró un vibrante poema de Tennyson. Era una aceptación de lo que estaba por llegar:


… y a pesar

de que ahora no somos la fuerza que en días pasados movía tierra y cielo, lo que somos, lo somos…


¿Somos lo bastante fuertes para esclarecer un asesinato?, se preguntaba el doctor Holmes. ¡Menudo disparate! Se habían.producido asesinatos, algo horrendo, pero nada demostraba, pensó Holmes, recurriendo a su mente científica, que fuera a perpetrarse otro. Su relación con los hechos podía, para bien o para mal, ser fruto del azar. La mitad de él lamentaba incluso haber presenciado la indagatoria en la facultad de Medicina, y la otra mitad deploraba haber comunicado su descubrimiento a sus amigos. Sin embargo, no podía dejar de formularse preguntas. ¿Qué haría Junior? El capitán Holmes. El doctor entendía la vida desde muchos puntos de vista y podía moverse fácilmente de uno a otro, colocarse bajo o alrededor de una situación dada. Junior, en cambio, poseía el don y el talento de la estricta decisión. Sólo quienes son estrictos pueden mostrarse verdaderamente audaces. Holmes cerró los ojos, apretándolos.

¿Qué haría Junior? Pensó en ello mientras evocaba la compañía a cuyo mando estuvo Wendell Junior, con su brillo azul y oro mientras abandonaba su campo de instrucción. «Buena suerte. Ojalá yo fuera lo bastante joven para combatir.» Y así sucesivamente. Pero él no deseó eso. Había dado gracias al cielo por no ser ya joven.

Lowell se inclinó hacia Holmes y repitió las palabras de Fields con una paciente suavidad y un tono indulgente, raro en él, y forzado.

– «Lo que somos, lo somos…»

Lo que somos, lo somos: lo que elegimos ser. Esto calmó un poco a Holmes. Los tres amigos que lo esperaban se mostraron de acuerdo. Pero él podía marcharse con las manos en los bolsillos. Inhaló con una profunda respiración asmática, a la que siguió una no menos pronunciada exhalación de alivio. Pero en lugar de completar el movimiento, Holmes escogió. No reconoció su propia voz, una voz lo bastante serena como para pertenecer a la noble llama que habló a Dante. Se limitó a reconocer su razón por la decisión de sus palabras, las palabras de Tennyson, que cobraron vida:

– «… lo que somos, lo somos. / Un temple igual de corazones heroicos, / debilitados por el tiempo y el destino, pero con voluntad fuerte / para afanarse, para buscar, para encontrar -hizo una pausa-y para no ceder.»

– Afanarse -murmuró Lowell meditada, metódicamente, estudiando uno tras otro los rostros de sus compañeros y deteniéndose en el de Holmes-. Buscar. Encontrar…

El reloj dio la hora y Greene se agitó, pero no hubo necesidad de comunicación: el club Dante había renacido.

– Oh, mil perdones, mi querido Longfellow -murmuró Greene, despertándose con las lentas campanadas del viejo reloj-. ¿Me he perdido algo?

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