– ¡Oh, peregrinos: venid ahora al círculo final de esta ciega prisión que Dante debe explorar en su sinuoso recorrido hacia lo profundo, en su predestinado viaje para aliviar a la humanidad de todo sufrimiento! -George Washington Greene alzó los brazos abiertos por encima del pesado facistol, que chocaba con su estrecho pecho-. Pues Dante busca nada menos que eso; su destino personal es secundario en el poema. ¡Es la humanidad lo que quiere elevar a través de su viaje; y así nosotros lo seguimos, paso a paso, desde las ígneas puertas hasta las esferas celestiales, mientras limpiamos de pecado este nuestro siglo diecinueve!
– Oh, qué formidable tarea tiene por delante en su desdichada torre de Verona, con la amarga sal del exilio en su paladar. Él piensa: ¿cómo describiré el fondo del universo con esta lengua frágil? Él piensa: ¿cómo cantaré mi canción milagrosa? Pero Dante sabe que debe hacerlo: para redimir su ciudad, para redimir su nación, para redimir el futuro… y a nosotros; nosotros que estamos aquí sentados, en esta capilla que ha vuelto a despertar, para revivir el espíritu de su mayestática voz en un Nuevo Mundo, nosotros ¡también somos redimibles! Él sabe que en cada generación habrá unos pocos afortunados que comprendan y vean verdaderamente. Él es una pluma de fuego con sangre del corazón como única tinta. ¡Oh, Dante, que nos traes la luz! ¡Felices las voces de las montañas y de los pinos que siempre repetirán tus cantos!
Greene inspiró profundamente hasta llenarse los pulmones, antes de narrar el descenso de Dante hasta el círculo final del infierno: un lago de hielo, Cocito, pulido como el cristal, con un espesor que ni siquiera alcanza el río Charles en lo más crudo del invierno. Dante oye una voz airada que vuela hasta él desde esa tundra helada.
– ¡Mira dónde pisas! -grita la voz-. ¡Pon atención en no hollar con tus pies nuestras cabezas, fatigados y míseros hermanos!
»Oh, ¿de dónde llegaban esas acusadoras palabras que aguijoneaban los oídos del bienintencionado Dante? Al mirar abajo, el Poeta ve, incrustadas en el lago helado, unas cabezas que asoman del hielo, una congregación de sombras muertas…, un millar de cabezas purpúreas, de pecadores de la más baja naturaleza conocida por los hijos de Adán. ¿Para qué falta se reserva esta llanura glacial del infierno? ¡Para la traición, por supuesto! ¿Y en qué consiste su castigo, su contrapasso, para el frío de sus corazones? Ser sepultados enteramente en hielo: desde el cuello abajo, de manera que sus ojos puedan ver para siempre las míseras penalidades acarreadas por sus torpezas.
Holmes y Lowell estaban anonadados, con el corazón retorcido en la garganta. La barba de Lowell colgaba todo lo que le permitía la boca abierta, mientras Greene, resplandeciente de vitalidad, describía cómo Dante agarra por los cabellos la cabeza del vehemente pecador; zarandeándola de forma cruel, y le pregunta su nombre. ¡Aunque me arranques los cabellos, no te diré quién soy! Otro de los pecadores, inadvertidamente, llama por su nombre a su compañero para poner fin a sus amargos gritos y para satisfacción de Dante. Así pudo dar razón del nombre del pecador para la posteridad.
Greene prometió llegar hasta el bestial Lucifer -el peor de todos los traidores y pecadores, la bestia de tres cabezas que castiga y es castigada-en su próximo sermón. La energía que había acumulado el anciano ministro durante el sermón se disipó rápidamente cuando hubo concluido, dejando tan sólo un círculo de color en sus mejillas.
Lowell se abrió paso entre la muchedumbre, en la oscura capilla, apartando a soldados que se mezclaban y hablaban con voz bronca en las naves laterales. Holmes lo seguía.
– ¡Mis queridos amigos! -los saludó jovialmente Greene a la primera señal que le dirigieron Lowell y Holmes.
Empujaron a Greene a una pequeña cámara en la parte posterior de la capilla, y Holmes cerró la puerta. Greene tomó asiento en una tabla junto a una estufa y levantó las manos.
– Yo diría, colegas, que con este pésimo tiempo me he vuelto a resfriar. No me extrañaría que nosotros…
Lowell tronó:
– ¡Díganoslo todo, Greene!
– Señor Lowell, no tenía ni la más remota idea de que venían -dijo Greene mansamente, y dirigió una mirada a Holmes.
– Mi querido Greene, lo que Lowell quiere decir… -Pero el doctor Holmes tampoco pudo mantener la calma-. ¿Se puede saber qué demonios estaba usted haciendo aquí, Greene?
Greene pareció sentirse herido.
– Bien, usted sabe, mi querido Holmes, que pronuncio sermones, como predicador invitado, en diversas iglesias de la ciudad y de East Greenwich cuando me lo piden y me es posible. El lecho de un enfermo es, en el mejor de los casos, un lugar aburrido, y el mío me ha traído ansiedad y dolor el último año, de manera que acepto de buena gana siempre que me formulan estas peticiones.
Lowell lo interrumpió:
– Ya sabemos que lo invitan a predicar, pero ¡ahí estaba usted predicando a Dante!
– ¡Ah, eso! En verdad es un entretenimiento inocente. La experiencia de predicar a estos soldados desmoralizados era un desafío, algo muy distinto de cuanto había conocido. Hablando con los hombres las primeras semanas después de la guerra, en especial cuando Lincoln fue tan traicioneramente asesinado, encontré a gran número de ellos atormentados por la inquietud sobre su propio destino y por las cosas de la otra vida. Una tarde, en algún momento en las últimas semanas del verano, sintiéndome inspirado por la dedicación de Longfellow a su traducción, introduje algunas descripciones dantescas durante mi sermón, y juzgué que su efecto era más bien satisfactorio. Así que empecé a tratar, de modo general, la historia y el viaje espirituales de Dante. Hubo momentos (y perdónenme, ya ven que me ruborizo al confesárselo) en que fantaseé con que yo podía dar una lección sobre Dante y que esos valientes muchachos eran mis alumnos.
– ¿Y Longfellow no sabía nada de esto? -preguntó Holmes.
– Mi deseo era compartir las noticias sobre mi modesto experimento, pero, bien… -Greene estaba pálido y fijó su mirada en la llameante tronera de la estufa-. Supongo, queridos amigos, que me sentí un poquito cohibido por presentarme como maestro dantista ante un hombre como Longfellow. Así que no se lo digan, por favor. Eso sólo lo desconcertaría, ya saben que no le gusta considerarse diferente…
– El sermón que acaba de pronunciar, Greene -lo interrumpió Lowell-, se basaba enteramente en los encuentros de Dante con los traidores.
– ¡Sí, sí! -dijo Greene, como rejuvenecido por el recuerdo-. ¿No es maravilloso, Lowell? No tardé en descubrir que desarrollar un canto o dos en su totalidad mantenía la atención de los soldados mejor aún que un sermón basado en mis frágiles pensamientos, y actuar así me colocaba en buena disposición para nuestras sesiones dantistas de la semana siguiente. -Greene se echó a reír con la vanidad nerviosa de un niño que ha alcanzado un logro que sus mayores no esperaban-. Cuando el club Dante inició el Inferno, di comienzo a mi práctica actual, predicando uno de los cantos que íbamos a traducir en la siguiente reunión de nuestro club. ¡Yo diría que ahora me siento bien preparado para emprender ese clamoroso canto que Longfellow ha previsto para mañana! Normalmente, pronunciaba mi sermón el jueves por la tarde, poco antes de tomar el tren de regreso a Rhode Island.
– ¿Todos los jueves? -preguntó Holmes.
– Hubo veces en que tuve que guardar cama. Y las semanas en que Longfellow cancelaba nuestras sesiones dantistas, ay, no me sentía con ánimos de hablar sobre Dante. ¡Esta última semana ha sido maravillosa! ¡Longfellow ha estado traduciendo a tal velocidad, a un ritmo tan rápido, que he decidido instalarme en Boston y pronunciar un sermón sobre Dante casi todas las noches durante una semana!
Lowell hizo un movimiento brusco hacia delante.
– ¡Señor Greene! ¡Repase mentalmente cada momento de su experiencia aquí! ¿Alguno de los soldados mostró un especial conocimiento del contenido de sus sermones sobre Dante?
Greene se puso en pie y miró en derredor confuso, como si de repente hubiera olvidado lo que se le preguntaba.
– Déjenme pensar. En cada sesión había unos veinte o treinta soldados, ¿saben?, pero no eran siempre los mismos. Siempre quise ser mejor fisonomista. Algunos de ellos, de vez en cuando, expresaban su admiración por mis sermones. Deben ustedes creerme… Si pudiera ayudarlos…
– Greene, si ahora mismo no… -empezó a decir Lowell con voz ahogada.
– ¡Lowell, por favor! -dijo Holmes, asumiendo el papel usual de Fields de contener a su amigo.
Lowell espiró ruidosamente e hizo un gesto a Holmes invitándolo a continuar.
– Mi querido señor Greene -empezó Holmes-, usted nos ayudará… extraordinariamente, lo sé. Ahora debe usted pensar con rapidez para hacernos un favor, querido amigo, por Longfellow. Recuerde a todos los soldados con los que pueda haber conversado desde que empezó esto.
– Oh, sí. -Los ojos de media luna de Greene se agrandaron de forma insólita-. Sí, ahora me acuerdo. Un soldado me formuló el deseo específico de leer él mismo a Dante.
– ¡Eso! ¿Y qué le respondió? -preguntó Holmes, radiante.
– Pregunté al joven si estaba bien familiarizado con lenguas extranjeras. Vino a decir que era considerado un buen lector desde la niñez, pero sólo en inglés, por lo cual lo animé a que aprendiera italiano. Comenté que estaba colaborando en completar la primera traducción norteamericana, con Longfellow, para lo que habíamos formado un pequeño club en el domicilio del poeta. Pareció muy interesado. Así pues, le recomendé que a principios del próximo año se dirigiera a una librería y preguntara por la publicación de Ticknor y Fields -contó Greene con el detalle de las gacetillas que Fields mandaba insertar en las páginas de rumores.
Holmes dirigió una mirada de esperanza a Lowell, que lo urgió a proseguir. Holmes preguntó despacio:
– Ese soldado, ¿tal vez le dio su nombre? -Greene negó con la cabeza-. ¿Recuerda usted su aspecto, mi querido Greene?
– No, no, lo siento muchísimo.
– Esto es más importante de lo que pueda usted imaginar -intervino Lowell.
– Tengo un recuerdo de la conversación de lo más borroso -dijo Greene, y cerró los ojos-. Creo recordar que era más bien alto, con un bigote del color del heno, en forma de manillar. Quizá cojeaba. Pero muchos de ellos se han convertido en ruinas humanas. Fue hace meses y yo no presté atención especial a aquel hombre. Como digo, no estoy dotado para recordar caras… Precisamente por eso nunca he escrito narrativa, amigos míos. La narrativa es todo caras.
– Greene se echó a reír, considerando esta última afirmación ilustrativa. Pero la zozobra en los rostros de sus compañeros se traducía en miradas graves-. Caballeros, por favor, díganme, ¿he contribuido yo a crear algún tipo de problema?
Salieron, poniendo el mayor cuidado al atravesar los grupos de veteranos, y Lowell ayudó a Greene a montar en el carruaje. Holmes hubo de despertar al cochero y al caballo, y el primero condujo al segundo, aletargado, lejos de la vieja iglesia.
Mientras tanto, desde detrás de una empañada ventana del hogar de ayuda a los soldados, esta precipitada partida fue seguida en su totalidad por los ojos vigilantes del hombre al que el club Dante llamaba Lucifer.
George Washington Greene estaba instalado en un sillón en la Sala de Autores del Corner. Nicholas Rey se reunió con ellos. Las preguntas desmenuzaron al máximo la información de Greene acerca de sus sermones sobre Dante y de los veteranos que acudían ávidos a escucharlos todas las semanas. Lowell se lanzó entonces a una desnuda crónica de los asesinatos dantescos, ante lo cual Greene apenas pudo articular una respuesta.
A medida que los detalles salían de la boca de Lowell, Greene sentía que le era gradualmente arrebatada su asociación con Dante. El modesto púlpito del hogar de ayuda a los soldados frente a su encandilado auditorio; el lugar especial que la Divina Commedia ocupaba en el estante de su biblioteca en Rhode Island; las noches de los miércoles sentado ante la chimenea de Longfellow; todo eso había parecido manifestaciones permanentes y perfectas de la dedicación de Greene al gran poeta. Pero, como todo cuanto alguna vez había sido satisfactorio en la vida de Greene, aquello también iba mucho más allá de lo que pudo concebir. Algo excesivo que ocurría con independencia de su conocimiento e indiferente a su sanción.
– Mi querido Greene -dijo Longfellow con suavidad-. No debe hablar a nadie de Dante fuera de los que estamos en esta habitación, hasta que estos asuntos se resuelvan.
Greene alcanzó a simular un asentimiento. Su expresión era la de un hombre inútil e incapacitado, la imagen de un reloj al que hubieran despojado de las manecillas.
– ¿Y nuestra reunión del club Dante prevista para mañana? -preguntó con voz débil.
Longfellow sacudió la cabeza tristemente.
Fields pulsó el timbre solicitando un mozo para que acompañara a Greene a casa de su hija. Longfellow lo ayudó a ponerse el gabán.
– Nunca haga eso, querido amigo -dijo Greene-. Un joven no lo necesita, y un viejo no quiere. -Se detuvo mientras el recadista lo llevaba del brazo, cuando ya caminaban por el vestíbulo; habló pero no se volvió hacía los hombres que seguían en la sala-. Podían haberme dicho lo que sucedía. Alguno de ustedes podía habérmelo dicho. Tal vez yo no sea el más fuerte…, pero sé que pude haberlos ayudado.
Aguardaron a que el sonido de las pisadas de Greene se extinguiera en el vestíbulo, y Longfellow dijo:
– Si sólo se lo hubiéramos dicho. ¡Qué estúpido fui al plantear una carrera contra la traducción!
– ¡No lo tome así, Longfellow! -replicó Fields-. Piense en lo que sabemos ahora: Greene predicaba sus sermones los jueves por la tarde, inmediatamente antes de regresar a Rhode Island. Seleccionaría un canto que quisiera seguir repasando, escogiendo de los dos o tres cantos que usted había dispuesto en la agenda para la siguiente sesión de traducción. Nuestro maldito Lucifer oiría el mismo castigo del que nosotros íbamos a ocuparnos… ¡seis días antes que nuestro grupo! Y eso le dejaba mucho tiempo a Lucifer para establecer su propia versión del asesinato contrapasso un día o dos antes de que lo transcribiéramos sobre el papel. Así que, desde nuestro punto limitadamente ventajoso, todo adquiría la apariencia de una carrera, de algo que se mofaba de nosotros con los detalles de nuestra propia traducción.
– ¿Y qué hay de la advertencia grabada en la ventana del señor Longfellow? -preguntó Rey.
– La mia traduzione -dijo Fields levantando las manos-. Teníamos prisa por concluir lo que era la obra del asesino. Los malditos chacales de Manning en la universidad seguro que harían lo posible por apartarnos de la traducción.
Holmes se volvió a Rey.
– Patrullero, ¿sabe algo Willard Burndy que pueda ayudarnos a partir de ahora?
– Burndy dice que un soldado le pagó para que le enseñara a abrir la caja del reverendo Talbot -respondió Rey-. Burndy, en vista de que podía sacar un provecho fácil con escaso riesgo, fue a casa de Talbot para explorar el terreno, y allí resulta que lo vieron varios testigos. Tras el asesinato de Talbot, los detectives descubrieron a los testigos y, con la ayuda de Langdon Peaslee, el rival de Burndy, dirigieron el caso en contra de Burndy. Éste es un borrachín y apenas puede recordar más del asesino que su uniforme de soldado. Yo no confiaría en él de no haber descubierto ustedes la fuente del conocimiento del criminal.
– ¡Que cuelguen a Burndy! ¡Que los cuelguen a todos! -exclamó Lowell-. ¿No lo ven ustedes? Está delante de nuestros ojos. Estamos tan cerca de la pista de Lucifer que no podemos evitar tropezar con su talón de Aquiles. Piensen en esto: el ritmo errático entre un asesinato y otro ahora cobra todo su sentido. Después de todo, Lucifer no era un erudito dantista… No era más que un feligrés de Dante. Sólo podía matar después de oír predicar a Greene acerca de un castigo. Una semana, Greene predicó el canto undécimo, y su texto presenta a Virgilio y Dante sentados en una muralla para acostumbrarse a la pestilencia del infierno, comentando la estructura de éste con la frialdad de dos ingenieros. Es un canto que no describe ningún castigo específico y, por tanto, no hubo ningún asesinato. La semana siguiente, Greene se puso enfermo, no acudió a nuestro club, no predicó… y tampoco hubo asesinato.
– Así es, y Greene estuvo enfermo una vez antes de eso, también durante nuestra época de traducción del Inferno. -Longfellow pasó una página con sus notas-. Y otra vez después de ésa. Tampoco en esos períodos hubo asesinatos.
Lowell prosiguió:
– Y cuando hicimos una pausa en nuestras reuniones del club, cuando decidimos investigar tras la observación de Holmes del cuerpo de Talbot, las muertes pararon en seco… ¡porque Greene había parado! Hasta que dimos por concluido nuestro «respiro» y decidimos traducir lo de los cismáticos, ¡y con ello devolvimos a Greene al púlpito y a Phinny Jennison lo enviamos a la muerte!
– Ahora se hace plenamente la luz sobre el gesto del asesino de colocar el dinero bajo la cabeza del simoníaco -dijo Longfellow, compungido-. Era la interpretación preferida del señor Greene. Debí haber relacionado sus lecturas de Dante con los detalles de los asesinatos.
– No se deprima, Longfellow -lo apremió el doctor Holmes-. Los detalles de los asesinatos eran tales que sólo un experto dantista los hubiera identificado. No había forma de adivinar que Greene era su involuntaria fuente.
– Me temo -replicó Longfellow-que, pese a lo bienintencionado de mi razonamiento, hemos cometido un grave error. Al acelerar la frecuencia de nuestras sesiones de traducción, nuestro adversario ha oído ahora tanto Dante de boca de Greene en una semana como el que le hubiera llevado un mes.
– Propongo que Greene vuelva a esa capilla -insistió Lowell-. Pero esta vez haremos que predique sobre cualquier otro tema que no sea Dante. Observamos a la audiencia, aguardamos a que alguien se muestre agitado y ¡entonces atrapamos a Lucifer!
– ¡Es un juego demasiado peligroso para Greene! -dijo Fields-. No es adecuado para eso. Además, ese hogar de ayuda a los soldados está medio cerrado, y los militares es probable que ahora ya estén dispersos por la ciudad. No tenemos tiempo de planear algo así. ¡Lucifer podría golpear en cualquier momento a quien, en su distorsionada visión del mundo, crea que ha cometido una trasgresión contra él!
– Pero debe tener una razón para creer tales cosas, Fields -replicó Holmes-. La insania es a menudo la lógica de una mente cuidadosa y sobrecargada.
– Ahora sabemos que el asesino necesitaba al menos dos días, y a veces más, para preparar su crimen después de oír un sermón -dijo el patrullero Rey-. ¿Hay alguna posibilidad de predecir los objetivos potenciales, ahora que ustedes saben las partes de Dante que el señor Greene ha referido a esos soldados?
– Me temo que no -respondió Lowell-. En primer lugar, carecemos de experiencia que nos permita adivinar cómo va a reaccionar Lucifer a esta reciente andanada de sermones, en lugar de a uno solo. El canto de los traidores que acabamos de oír sería, supongo, el que más impresión podría causarle. Pero ¿cómo seríamos capaces de averiguar qué «traidores» pueden rondar la mente de ese lunático?
– ¡Si Greene pudiera recordar mejor al hombre que se le aproximó, y que le preguntó sobre una lectura por su cuenta de Dante! -dijo Holmes-. Llevaba uniforme, tenía un bigote color heno en forma de manillar y cojeaba. Pero sabemos la fuerza física que desplegó el asesino en cada una de las muertes, y su rapidez, pues nadie lo vio ni antes ni después de los crímenes. ¿Eso no hace improbable que se trate de una herida incapacitante?
Lowell se levantó y se dirigió a Holmes cojeando exageradamente. -Si usted quisiera que el mundo no sospechara su fuerza, ¿podría fingir unos andares como ésos?
– No hemos tenido ninguna prueba de que nuestro asesino se esconda. Pero sí de nuestra incapacidad para verlo. ¡Y pensar que Greene miró a los ojos de nuestro demonio!
– O a los de un caballero cabal, pero golpeado por la fuerza de Dante -sugirió Longfellow.
– Fue notable advertir la emoción con que los soldados aguardaban oír más sobre Dante -admitió Lowell-. Los lectores de Dante se convierten en estudiantes, sus estudiantes, en zelotes, y lo que comienza como un gusto se convierte en una religión. El exiliado sin techo encuentra un hogar en mil corazones agradecidos.
Los interrumpió un ligero golpe y una voz suave procedentes del vestíbulo. Fields sacudió la cabeza, contrariado.
– ¡Osgood, por favor, encárguese usted de momento! Un papel doblado se deslizó bajo la puerta.
– Es sólo un mensaje, si me lo permite, señor Fields. Fields dudó antes de abrir la nota.
– Lleva el membrete de Houghton. «Respondiendo a su última consulta, creo le interesará saber que las pruebas de la traducción de Dante por el señor Longfellow parecen haber desaparecido. Firmado, H. O. H.»
Ante el silencio de los demás, Rey preguntó por el significado de aquello. Fields se lo explicó:
– Cuando creíamos, equivocadamente, que los asesinatos iban detrás de nuestra traducción, agente, pedí a mi impresor que se asegurase de que nadie había tenido acceso a las pruebas del señor Longfellow a medida que iban entregándose, y que de algún modo se adelantara a nuestro ritmo de traducción.
– ¡Bueno, bueno, Fields! -exclamó Lowell tomando de manos de Fields la nota de Houghton-. Precisamente cuando creíamos que los sermones de Greene lo explicaban todo, ¡el asunto se nos deshace entre las manos!
Lowell, Fields y Longfellow encontraron a Henry Oscar Houghton ocupado, redactando una amenazadora carta a un grabador que no cumplía. Un empleado los anunció.
– ¡Usted me dijo que no había desaparecido ninguna prueba del archivo, Houghton!
Fields ni siquiera se quitó el sombrero antes de empezar a gritar. Houghton despidió al empleado.
– Tiene usted mucha razón, señor Fields. Y éstas aún no han sido tocadas -explicó-. Mire usted, yo deposito un juego extra de todos los grabados y pruebas importantes en una cámara de seguridad en el sótano, en previsión de un incendio; así lo hago desde que la calle Sudbury ardió hasta los cimientos. Siempre he creído que ninguno de mis muchachos tenía acceso a la cámara. Nada en ella los puede atraer, pues ciertamente no hay mucho mercado para pruebas de imprenta robadas, y para mis aprendices de taller sería todo un triunfo leer un libro. ¿Quién dijo aquello: «Aunque un ángel lo escriba, deberán imprimirlo los demonios»? Eso tendré que grabarlo en un sello algún día.
Houghton se cubrió con la mano su digna risita entre dientes.
– Tomás Moro -apostilló Lowell, el hombre que todo lo sabía, sin aguardar respuesta.
– Houghton -dijo Fields-, le ruego que nos muestre esas otras pruebas que conserva.
Houghton condujo a Fields, Lowell y Longfellow por un estrecho tramo de escaleras hasta el sótano. Al final de un largo corredor, el impresor compuso una sencilla combinación que daba acceso a una cámara acorazada que había adquirido a un banco desaparecido.
– Después de comprobar las pruebas de la traducción del señor Longfellow con las archivadas, las hallé completas. Entonces se me ocurrió mirar en esta cámara de seguridad y, ¡oh, sorpresa!, habían desaparecido varias de las primeras pruebas de la traducción del Inferno por el señor Longfellow.
– ¿Y quién las hizo desaparecer? -preguntó Fields. Houghton se encogió de hombros.
– Yo no entro en esta cámara con mucha regularidad, como comprenderán. Esas pruebas pudieron haberse sustraído hace días, o meses, sin que yo me diera cuenta.
Longfellow localizó la caja etiquetada con su nombre, y Lowell lo ayudó a rebuscar entre las pruebas de la Divina Commedia. Habían desaparecido varios cantos del Inferno.
Lowell murmuró:
– Al parecer se las han llevado al azar. Faltan partes del canto tercero, pero este robo parece ser el único que se corresponde con un asesinato.
El impresor intervino en la conversación de los poetas y dijo, aclarándose la garganta:
– Puedo reunir a todos los que pudieron tener acceso a mi combinación, si ustedes lo creen oportuno. Llegaré al fondo de esto. Si yo le digo a un mozo que me cuelgue el gabán, espero de él que vuelva y me confirme que lo ha hecho.
Los mozos hacían funcionar las prensas, devolvían los tipos fundidos a las cajas y regaban las sempiternas lagunas de negra tinta cuando oyeron la campanilla de Houghton. Se congregaron en la sala de descanso de Riverside Press.
Houghton dio varias palmadas para acallar la cháchara de costumbre.
– Muchachos, por favor. Muchachos. Hay un pequeño problema que ha reclamado mi atención. Sin duda reconocen ustedes a uno de nuestros visitantes, el señor Longfellow, de Cambridge. Sus obras representan una parte importante, tanto comercial como cívicamente, de nuestras impresiones de literatura.
Uno de los chicos, un pelirrojo de aspecto rústico, con una cara amarilla pálida manchada de tinta, empezó a retorcerse y a dirigir miradas nerviosas a Longfellow. Éste lo advirtió y se lo señaló a Lowell y Fields.
– Parece que algunas pruebas de la cámara del sótano han sido… extraviadas, podríamos decir.
Houghton había abierto la boca para continuar cuando captó la inquieta expresión de su mozo amarillo pálido. Lowell arqueó ligeramente la mano sobre el agitado hombro del aprendiz. Ante la sensación del contacto de Lowell, el aprendiz derribó al suelo a un colega y salió como una flecha. Lowell fue tras él inmediatamente y dobló la esquina a tiempo para oír las pisadas a la carrera, descendiendo por la escalera posterior.
El poeta se lanzó a todo correr hacia la oficina principal y bajó las empinadas escaleras laterales. Se precipitó fuera cortando el paso al fugitivo cuando corría por la orilla del río. Estuvo a punto de asirlo con fuerza, pero el aprendiz lo evitó, deslizándose por el helado talud, y cayó pesadamente en el río Charles, donde algunos muchachos estaban pescando anguilas con arpón. En su caída, rompió la capa de hielo que cubría el río.
Lowell se hizo con el arpón de uno de los muchachos, que protestó, y pescó al aprendiz que había chocado con el hielo, agarrándolo por su delantal empapado, en el que se habían enredado utricularias y herraduras desechadas.
– ¿Robaste esas pruebas, tunante? -le gritó Lowell.
– ¿De qué me está hablando? ¡Déjeme en paz! -replicó, castañeteándole los dientes.
– ¡Me lo vas a decir! -exigió Lowell, con los labios y las manos temblándole casi tanto como los de su cautivo.
– ¡Ojalá revientes!
Las mejillas de Lowell ardían. Agarró al chico por los pelos y lo sumergió en el río. El aprendiz escupía y gritaba entre los fragmentos de hielo. Para entonces, Houghton, Longfellow y Fields -y media docena de vociferantes aprendices entre los doce y los veintiún años-se habían congregado a mirar en la puerta principal de la imprenta.
Longfellow trataba de contener a Lowell.
– ¡Vendí las malditas pruebas, lo hice! -chilló el aprendiz, dando boqueadas.
Lowell lo puso en pie, sujetando con fuerza su presa con una mano y manteniendo en la otra el arpón contra su espalda. Los chicos que pescaban se habían apoderado de la gorra gris del cautivo y se la iban probando. Respirando salvajemente, el aprendiz se sacudía la mortificante agua helada.
– Lo siento, señor Houghton. ¡Nunca pensé que alguien las echara en falta! ¡Sabía que estaban repetidas!
El rostro de Houghton se puso rojo como un tomate.
– ¡A la imprenta! ¡Todo el mundo dentro! -les gritó a los decepcionados muchachos que habían corrido al exterior. Fields se acercó, con paciente autoridad.
– Sé sincero, chico, y la cosa acabará bien. Dinos inmediatamente a quién le vendiste esas hojas.
– A un chiflado. ¿Está contento? Me paró una noche cuando salía del trabajo. Me dijo que quería que le entregara veinte o treinta páginas o así del nuevo trabajo del señor' Longfellow, cualesquiera páginas que pudiera encontrar, las justas para que no las echaran de menos. Me dijo que así me podría ganar un dinerillo.
– ¡Maldita sea! ¿Y quién era? -preguntó Lowell.
– Un pez gordo, con sombrero alto, gabán oscuro y capa, con barba. Después de decirle que sí a su plan, me dio palmaditas. Nunca más he vuelto a ver al pájaro.
– Entonces, ¿cómo le entregaste las pruebas? -preguntó Longfellow.
– No eran para él. Me dijo que las llevara a una dirección. No creo que fuera su propia casa… Bueno, ésa era la sensación que daba por la forma en que habló. No recuerdo qué número de la calle era, pero no está lejos de aquí. Dijo que me devolvería las pruebas para que no tuviera que vérmelas con el señor Houghton, pero el fulano ya no volvió.
– ¿Conocía a Houghton por su nombre? -preguntó Fields.
– Escucha, buen hombre -intervino Lowell-. Necesitamos saber exactamente adónde llevaste esas pruebas.
– Ya se lo he dicho -respondió el aterido aprendiz-. ¡No recuerdo el número!
– ¡No me tomes por estúpido! -le recriminó Lowell.
– ¡Que no! Pero me acordaría bastante bien si recorriese a mi manera las calles.
Lowell sonrió.
– Estupendo, porque ahora mismo nos vas a llevar allí.
– ¡Ni hablar, a menos que conserve mi trabajo!
Houghton se acercó a la orilla del río.
– ¡Jamás, señor Colby! ¡Elige segar la cosecha ajena y pronto sembrarás la tuya propia!
– No tardará en tener otro trabajo, pero encerrado en la cárcel -dijo Lowell, que no había entendido exactamente el axioma de Houghton-. Va usted a conducirnos al lugar donde entregó esas pruebas que robó, señor Colby, o en lugar de nosotros lo llevará allí la policía.
– Reunámonos dentro de unas horas, al caer la noche -replicó el aprendiz, con su orgullo maltrecho después de considerar sus opciones.
Lowell soltó a Colby, que salió a todo correr hacia la estufa de Riverside Press.
Mientras tanto, Nicholas Rey y el doctor Holmes regresaron al hogar de ayuda a los soldados donde Greene había predicado a primera hora de aquella tarde, pero no hallaron a nadie que se ajustara a la descripción del entusiasta de Dante. La capilla no estaba siendo preparada para la usual distribución de la cena. Un irlandés, embutido en un pesado abrigo azul, clavaba con gestos soñolientos tablas en las ventanas.
– El hogar ha agotado toda su asignación en combustible para las estufas, y el ayuntamiento no ha aprobado más fondos para ayudar a los soldados, según he oído. Dicen que esto se cierra, al menos los meses de invierno. Entre nosotros, señores, dudo que se reabra. Estos hogares y sus hombres mutilados son un recuerdo demasiado vivo de los errores que todos hemos cometido.
Rey y Holmes fueron a ver al administrador 'del hogar. El antiguo diácono de la iglesia confirmó lo que el encargado les había dicho: era por causa del tiempo, según explicó; sencillamente no podían mantener la calefacción del edificio. Les dijo que no se llevaban listas o registros de los soldados que hacían uso de las instalaciones. Era caridad pública abierta a todos los necesitados, de todos los regimientos y ciudades. Y no sólo para los veteranos más pobres, aunque ésa fue una de las finalidades de aquella iniciativa de beneficencia. Algunos de los hombres sólo necesitaban estar rodeados de personas que pudieran comprenderlos. El diácono conocía a algunos soldados por su nombre y a un número reducido, por el número de su regimiento.
– Usted podría conocer al que buscamos. Es un asunto de la mayor importancia.
Rey repitió la descripción que les había dado George Washington Greene.
El administrador negó con la cabeza.
– Con mucho gusto les escribiré los nombres de los caballeros a los que conozco. Los militares actúan en ocasiones como si vivieran en un país aparte. Se conocen entre ellos mucho mejor de lo que nosotros podamos conocerlos.
Holmes no dejaba de moverse atrás y adelante en su silla mientras el diácono mordisqueaba el extremo de su pluma de ave con la mayor parsimonia.
Lowell condujo el carruaje de Fields a través de las puertas de Riverside Press.
El aprendiz pelirrojo montaba su vieja yegua pinta. Después de dirigirles toda clase de improperios por hacer correr a su caballería el riesgo de caer enferma, ya que la Oficina de Salud Pública había advertido de que dicho riesgo era inminente tras una inspección de las condiciones del establo, Colby se internó rápidamente por trochas y oscuros prados helados. El recorrido era tan enrevesado e inseguro, que incluso Lowell, gran conocedor de Cambridge desde su infancia, estaba desorientado y sólo pudo mantener la ruta escuchando el machaqueo de los cascos delante.
El aprendiz tiró de las riendas en el patio trasero de una modesta casa colonial. Primero la sobrepasó y luego hizo girar en redondo su montura.
– Es esta casa; aquí es donde traje las pruebas. Las eché por debajo de la puerta de atrás; eso es lo que me dijeron que hiciera.
Lowell detuvo el carruaje.
– ¿De quién es esta casa?
– ¡Lo demás es cosa vuestra, pájaros! -gruñó Colby, espoleando su yegua, que salió al galope por el terreno helado.
Llevando una linterna, Fields condujo a Lowell y Longfellow a la plazoleta detrás de la casa.
– No hay lámparas encendidas en el interior -dijo Lowell arañando la escarcha de una ventana.
– Demos la vuelta hasta la fachada principal, tomemos nota de la dirección y regresemos con Rey -susurró Fields-. Ese bribón de Colby podría habérnosla jugado. ¡Es un ladrón, Lowell! Podría tener amigos dentro esperándonos para robarnos.
Lowell golpeó repetidas veces la aldaba de latón.
– Tal como nos van las cosas últimamente, si lo dejamos ahora, la casa puede haber desaparecido por la mañana.
– Fields tiene razón. Debemos proceder con cautela, mi querido Lowell -lo urgió Longfellow con voz queda.
– ¡Hola! -gritó Lowell, golpeando ahora la puerta con los puños-. Ahí no hay nadie. -Lowell dio un puntapié en la puerta, y quedó sorprendido al advertir que se abría con facilidad-. ¿Lo ven? Esta noche, las estrellas están de nuestra parte.
– Jamey, no podemos irrumpir así! ¿Qué pasa si esta casa pertenece a Lucifer? ¡Vamos a ser nosotros quienes acabemos en la cárcel! -dijo Fields.
– Pues haremos nuestra presentación -replicó Lowell tomando la linterna de las manos de Fields.
Longfellow permaneció en el exterior para vigilar que el carruaje no fuera descubierto. Fields siguió a Lowell al interior. El editor se estremecía cada vez que se oía un crujido o un golpe mientras avanzaban por las oscuras y frías estancias. El viento que penetraba por la puerta trasera abierta agitaba las cortinas en espectrales piruetas. Algunas de las habitaciones estaban profusamente amuebladas; otras, vacías por completo. En la casa reinaba la espesa y tangible oscuridad que se acumula con el abandono.
Lowell entró en una habitación oval bien equipada, con un techo abovedado, como el de una capilla. Entonces oyó que Fields, de repente, escupía y se arañaba la cara y la barba. Lowell describió con la linterna un amplio arco.
– Telarañas. A medio tejer. -Colocó la linterna en la mesa central de la biblioteca-. Hace tiempo que aquí no vive nadie.,
– O a la persona que vive aquí no le importa la compañía de los insectos.
Lowell se detuvo a considerar esto último.
– Busquemos algo que pudiera explicarnos por qué ese bribón pagaría para que le trajeran aquí las pruebas de Longfellow.
Fields empezó a decir algo como respuesta, pero un grito confuso y unos pasos pesados estremecieron la casa. Lowell y Fields intercambiaron miradas de horror, y se aprestaron a defender sus vidas.
– ¡Ladrones!
La puerta lateral de la biblioteca se abrió de par en par y entró precipitadamente un hombre rechoncho, vestido con un batín de lana. -¡Ladrones! ¡Dense a conocer o me pongo a gritar «ladrones»! El hombre adelantó su potente linterna y luego se detuvo, asombrado. Se fijó más en el corte de sus trajes que en sus caras.
– ¿Señor Lowell? ¿Es usted? ¿Y el señor Fields?
– ¿Randridge? -exclamó Fields-. ¿Randridge, el sastre?
– Pues claro -respondió Randridge, extrañado, arrastrando los pies calzados con zapatillas.
Longfellow había corrido al interior, atraído por las voces procedentes de la habitación.
– ¿Señor Longfellow?
Randridge se despojó torpemente de su gorro de dormir. -¿Vive usted aquí, Randridge? ¿Qué hacía con aquellas pruebas? -preguntó Lowell.
Randridge estaba desconcertado.
– ¿Si vivo aquí? Vivo dos casas más abajo, señor Lowell. Pero he oído algún ruido, y pensé echar un vistazo. Temía que estuvieran saqueando. No han embalado ni se han llevado nada. Ya ven que no falta nada de la biblioteca.
– ¿Quiénes no se han llevado nada? -preguntó Lowell.
– Sus parientes, claro está. ¿Quién si no?
Fields retrocedió y paseó la luz por las estanterías. Sus ojos se abrieron desmesuradamente ante el insólito número de Biblias. Al menos había treinta o cuarenta. Sacó la mayor de todas. Randridge dijo:
– Vinieron de Maryland para inventariar sus pertenencias. Sus pobres sobrinos estaban muy poco preparados para afrontar semejante trance, puedo asegurárselo. ¿Y quién lo hubiera estado? De todos modos, como les iba diciendo, cuando oí ruidos pensé que algunos sujetos podían tratar de llevarse algún recuerdo… Ya saben, por lo sensacional del caso. Desde que los irlandeses empezaron a mudarse a nuestra vecindad… Bueno, las cosas han empeorado.
Lowell sabía exactamente dónde vivía Randridge en Cambridge. Galopaba con la mente por el barrio, mirando las casas de dos en dos en cada dirección, con el frenesí de Paul Revere. Ordenó a sus ojos que se adaptaran a la oscuridad de la estancia, para buscar, en los no menos oscuros retratos que se alineaban en la pared, alguna cara familiar.
– No hay paz estos días, amigos míos, puedo asegurárselo -continuó lamentándose el sastre-. Ni siquiera para los muertos.
– ¿Los muertos? -repitió Lowell.
– Los muertos -murmuró Fields, pasándole a Lowell una Biblia con los cierres abiertos.
La primera página estaba cubierta por un texto escrito con tinta. Era la genealogía completa de una familia, caligrafiada por el difunto ocupante de la casa, el reverendo Elisha Talbot.
Edificio principal de la universidad, 8 de octubre de 1865
Mi querido reverendo Talbot:
Quisiera subrayar una vez más que sigue teniendo en sus competentes manos plena libertad en cuanto a lenguaje y forma de la serie. El señor xxx nos ha dado seguridades de que considera un alto honor imprimirla en cuatro partes en su revista literaria, una de las principales y últimas competidoras de The Atlantic Monthly, del señor Fields, para el público culto. Recuerde solamente las líneas básicas para alcanzar las humildes metas propuestas por nuestra corporación en las presentes circunstancias.
El primer artículo, al que aportaría su experiencia en estas materias, debería poner al desnudo la poesía de Dante Alighieri en sus aspectos religioso y moral. La continuación debería contener su inatacable exposición de por qué semejante charlatanería literaria, la de Dante y sus iguales (y toda la faramalla extranjera similar, que cada vez nos come más el terreno), no tiene sitio en las bibliotecas de los ciudadanos norteamericanos íntegros, y por qué editoriales con la «influencia internacional» (de la que con frecuencia se enorgullece el señor F.) de T. y F. y Cía deben atenerse a su responsabilidad y han de someterse a las más elevadas exigencias de responsabilidad social. Los dos últimos artículos de su serie, querido reverendo, deberían analizar la traducción de Dante debida a Henry Wadsworth Longfellow y reprobar al otrora poeta «nacional» por intentar introducir literatura inmoral e irreligiosa en las bibliotecas norteamericanas. Con un plan cuidadoso para lograr el mayor impacto, los dos primeros artículos deberían preceder en algunos meses a la aparición de la traducción de Longfellow, a fin de propiciar por anticipado el sentimiento del público a nuestro favor; y el tercero y cuarto artículos deberían publicarse a la vez que la propia traducción, con la finalidad de reducir las ventas entre las personas socialmente conscientes.
Por descontado que no necesito insistir en el celo moral que confiamos y esperamos encontrar en su texto. Sé que es ocioso recordarle su propia experiencia como joven estudioso en nuestra institución; antes bien, sentirá todos los días su peso en su alma, como también nos sucede a nosotros. La corriente bárbara de poesía extranjera contenida en Dante contrasta acusadamente con el bien probado programa clásico defendido por la Universidad de Harvard desde hace unos doscientos años. El derroche de rectitud que saldrá de su pluma, querido reverendo Talbot, aportará medios suficientes para devolver a Italia, y al papa que allí aguarda, el indeseado buque de Dante, vencido en nombre de Christo et ecclesiae.
Suyo siempre,
Cuando los tres eruditos estuvieron de regreso en la casa Craigie llevaban consigo cuatro cartas del mismo tenor, dirigidas a Elisha Talbot y encabezadas por el blasón de Harvard, así como un fajo de pruebas de Dante, precisamente las que faltaban de la cámara de seguridad de Riverside Press.
– Talbot era la cuña ideal para ellos -dijo Fields-. Un ministro respetado por todos los buenos cristianos, un reputado crítico de los católicos y alguien ajeno a la Universidad de Harvard, de modo que podía contentar a ésta y afilar su pluma contra nosotros con apariencia de objetividad.
– Supongo que no hace falta ser uno de esos adivinos de la calle Ann para saber la cantidad con que fue retribuido Talbot por sus molestias -dijo Holmes.
– Mil dólares -precisó Rey.
Longfellow asintió, mostrándoles la carta dirigida a Talbot en la que esa cantidad se especificaba como pagada:
– Los tuvimos en nuestras manos. Mil dólares por «gastos» diversos relacionados con la redacción e investigación de los cuatro artículos. Ese dinero (ahora podemos decirlo con certeza) le costó la vida a Elisha Talbot.
– Entonces, el asesino sabía la cantidad precisa que debía sacar de la caja de Talbot -concluyó Rey-. Conocía los detalles de ese acuerdo, de esa carta.
– «Guarda tu mal ganada moneda» -recitó Lowell, y añadió-: Mil dólares fue el pago por la cabeza de Dante.
– La primera de las cuatro cartas de Manning invitaba a Talbot a acudir al edificio principal de la universidad para tratar de la propuesta de la corporación. La segunda carta manifestaba el contenido esperado en cada entrega y adelantaba la totalidad del pago, previamente negociado en persona. Entre la segunda y la tercera carta parecía que Talbot se lamentaba a su destinatario de que no podía encontrarse ninguna traducción al inglés de la Divina Commedia en las librerías de Boston. Al parecer, el ministro trataba de localizar una versión británica del difunto reverendo H. F. Cary, con el propósito de escribir su crítica. Por eso la tercera carta de Manning, que realmente era más que una nota, prometía a Talbot procurarle una muestra por anticipado de la traducción de Longfellow.
Augustus Manning sabía, cuando hizo esta promesa, que el club Dante nunca le facilitaría prueba alguna, después de la campaña que ya había emprendido para hacerlo descarrilar. Así pues, en vista de la sospecha de los eruditos, el tesorero o uno de sus agentes encontraron a un turbio aprendiz de imprenta en la persona de Colby, y lo sobornaron para sustraer unas páginas del trabajo de Longfellow.
La razón les decía dónde encontrar respuestas a las nuevas preguntas relativas al plan de Manning: en el edificio principal de la universidad. Pero Lowell no podía examinar los archivos de la corporación de Harvard durante el día, cuando sus integrantes se movían por su territorio, y carecía de medios para hacerlo de noche. Una oleada de travesuras y manipulaciones había inducido a instalar un complejo sistema de cerraduras y de combinaciones para sellar los archivos.
Penetrar en la fortaleza parecía un propósito inalcanzable, hasta que Fields recordó a alguien que podría hacerlo por ellos.
– ¡Teal!
– ¿Quién, Fields? -preguntó Holmes.
– Mi mozo del turno de noche. Durante aquel feo episodio que tuvimos con Sam Ticknor, fue el único que salvó a la pobre señorita Emory. Mencionó que, además de sus noches a la semana en el Corner, tiene un empleo diurno en la universidad.
Lowell preguntó si Fields creía que el mozo estaría dispuesto a ayudar.
– Es un hombre leal a Ticknor y Fields, ¿no es así? -respondió Fields.
Cuando el hombre leal a Ticknor y Fields salió del Corner alrededor de las once de la noche, se encontró, para su gran sorpresa, con J. T. Fields esperándolo frente a la entrada principal. Al cabo de unos minutos, el mozo estaba sentado en el carruaje del editor, donde fue presentado al otro pasajero, ¡el profesor James Russell Lowell! ¡Cuán a menudo se había imaginado en compañía de hombres tan ilustres! Teal no pareció saber muy bien cómo reaccionar a un trato tan extraño. Escuchó, acercándose mucho, sus peticiones.
Una vez en Cambridge, los guió a través del campus de Harvard, dejando atrás el desaprobador zumbido de los globos de gas. Aminoró el paso para mirar por encima del hombro varias veces, como si le preocupara que su pelotón literario pudiera desvanecerse con tanta rapidez como se había formado.
– Vamos. Continúe, hombre. ¡Lo seguimos pegados a usted! -le aseguró Lowell.
Lowell se retorció las puntas del bigote. Estaba menos nervioso ante la perspectiva de que alguien de la universidad se los encontrara en el campus, que por lo que podían hallar en los archivos de la corporación. Razonó que como profesor hallaría un pretexto sensato si lo sorprendía a aquellas horas tardías un empleado residente en el centro: podría explicar que había olvidado algunas notas de clase. La presencia de Fields podía parecer menos natural, pero no cabía prescindir de él, pues era necesario para asegurar la participación del mohíno muchacho, que no parecía contar mucho más de veinte años. Dan Teal tenía mejillas imberbes, de niño, ojos grandes y una hermosa boca, casi femenina, una boca que continuamente se mantenía en movimiento, como la de un roedor.
– No se preocupe en absoluto, querido señor Teal -le dijo
Fields, y lo tomó del brazo, cuando emprendían el ascenso por la imponente escalera de piedra que llevaba a las oficinas y aulas del edificio principal de la universidad-. Sólo necesitamos echar un vistazo rápido a unos papeles y luego seguiremos nuestro camino, sin que nada cambie para peor. Está usted haciendo algo bueno.
– Eso es todo lo que deseo -dijo Teal sinceramente.
– Buen chico -lo animó Fields sonriendo.
Teal tuvo que utilizar el llavero que le habían confiado, para abrir la serie de cerrojos y cerraduras. Luego, una vez franqueada la entrada, Lowell y Fields prendieron unas bujías que llevaban en una caja para la ocasión, sacaron los libros de la corporación de una vitrina y los dispusieron sobre la larga mesa.
– Espere -le dijo Lowell a Fields cuando el editor se disponía a despedir a Teal-. Mire la cantidad de volúmenes que tenemos delante y que debemos revisar, Fields. Tres serán más eficaces que dos.
Aunque estaba nervioso, Teal también parecía encantado con su aventura.
– Desde luego que puedo ayudar, señor Fields. En lo que sea -se ofreció. Miró, confuso, la masa de libros-. O sea, si usted me explica qué quiere encontrar.
Fields se dispuso a hacerlo, pero, recordando el vacilante intento de escribir que hizo Teal, sospechó que su lectura sería poco mejor.
– Ha hecho usted más de lo que le corresponde y podría echar un sueñecito. Pero le llamaré si necesitamos que nos ayude. Ambos le damos las gracias, señor Teal. No lamentará la fe que nos ha demostrado.
A la incierta luz, Fields y Lowell leyeron todas las páginas de actas de las reuniones bisemanales de la corporación. Llegaron a la improvisada condena del curso de Lowell sobre Dante, entre los asuntos universitarios más tediosos.
– Ninguna mención de ese repulsivo Simon Camp. Manning debe de haberlo contratado por su cuenta -dijo Lowell.
Algunas cosas eran demasiado turbias incluso para la corporación de Harvard.
Después de repasar interminables montones de papel, Fields encontró lo que andaban buscando: en octubre, cuatro de los seis miembros de la corporación habían apoyado con entusiasmo la idea de encargar al reverendo Elisha Talbot la redacción de críticas sobre la próxima traducción de Dante, dejando el asunto de la «apropiada compensación por el tiempo y las energías empleados» a la discreción de la comisión de tesorería, esto es, a Augustus Manning.
Fields empezó a sacar los archivos de la Mesa de Supervisores, el órgano de gobierno compuesto por veinte personas elegidas anualmente por el legislativo del estado, más un puesto sacado de la propia corporación. Revisando a toda prisa los libros de los supervisores, encontraron muchas menciones del juez presidente Healey, miembro leal de la Mesa hasta su muerte.
De vez en cuando, la Mesa de Supervisores de Harvard elegía a los que llamaba abogados, a fin de considerar con más rigor asuntos de particular importancia o controvertidos. Un supervisor que recibiera ese encargo debía hacer una presentación del caso ante la Mesa en pleno, aportando al debate sus dotes de persuasión para «convencer» a los circunstantes, en tanto otro supervisor defendía la postura contraria. El supervisor abogado elegido no debía tener interés personal alguno en el asunto, y presentaba ante la Mesa una valoración inteligible y clara, al margen de toda influencia y prejuicio.
En la campaña de la corporación contra las diversas actividades relacionadas con Dante llevadas a cabo por personas destacadamente vinculadas a la universidad -o sea, el curso sobre Dante de James Russell Lowell, y la traducción de Henry Wadsworth Longfellow, con su supuesto «club Dante»-, los supervisores se mostraron de acuerdo en que los abogados debían ser escogidos para presentar claramente ambos aspectos del asunto. La Mesa seleccionó como abogado de la postura pro Dante al juez presidente Artemus Prescott Healey, un concienzudo investigador y bien dotado analista. Healey nunca se presentó como literato y así podría evaluar el caso desapasionadamente.
Habían transcurrido varios años sin que la Mesa hubiera solicitado a Healey que defendiera una postura. La idea de tomar partido en una jurisdicción ajena al tribunal parecía que colocaba al juez presidente Healey en una posición incómoda, y declinó la petición de la Mesa. Desconcertados por su negativa, los miembros de la Mesa dejaron correr el asunto, y aquel mismo día se desentendieron del destino de Dante Alighieri.
La historia del rechazo de Healey ocupaba apenas dos líneas en los libros de actas de la corporación. Habiendo comprendido sus consecuencias, Lowell fue el primero en hablar.
– Longfellow tenía razón -murmuró-. Healey no era Poncio Pilato.
Fields bizqueó por encima de sus gafas de montura de oro.
– El único tibio al que Dante nombra es el Gran Rechazador -explicó Lowell-. La única sombra que Dante elige para individualizarla mientras cruzan la antecámara del infierno. He leído que se trata de Poncio Pilato, quien se lavó las manos a la hora de decidir el destino de Cristo; del mismo modo que Healey se lavó las manos en el caso de Thomas Sims y de los demás esclavos fugitivos que comparecieron ante su tribunal. Pero Longfellow, mejor dicho, ¡Longfellow y Greene!, siempre creyeron que el Gran Rechazador era Celestino, que no rechazó a una persona, sino que eludió una responsabilidad. Celestino renunció al solio pontificio para el que había sido designado, cuando más lo necesitaba la Iglesia católica. Esto condujo a la exaltación de Bonifacio y, en última instancia, al destierro de Dante. Healey renunció a una posición de gran importancia cuando rechazó defender a Dante. Y he aquí a Dante desterrado de nuevo.
– Lo siento, Lowell, pero no alcanzo a comparar una renuncia al papado con negarse a una defensa de Dante ante la reunión de un consejo -replicó Fields, en tono de rechazo.
– ¿Es que no se da cuenta, Fields? Nosotros no establecemos esa comparación, pero nuestro asesino sí.
Hasta ellos llegaron crujidos en la gruesa capa de hielo del exterior del edificio principal de la universidad. Los ruidos se acercaban. Lowell corrió hacia la ventana.
– ¡Maldita sea! ¡Un tutor!
– ¿Está usted seguro?
– Bueno, no; no puedo identificar de quién se trata… Van dos…
– ¿Han visto nuestra luz, Jamey?
– No podría decirlo… No podría decirlo… ¡Apáguela!
La potente y melodiosa voz de Horatio Jennison se elevó por encima de los sonidos del piano.
¡Deja de temer la hostilidad de los grandes! ¡Has sufrido el golpe del tirano! ¡No cuides más de vestirte y alimentarte! ¡Para ti, tu junco es como el roble!
Era una de las más hermosas interpretaciones de la canción de Shakespeare, pero entonces sonó la campanilla: una más que inesperada interrupción, pues sus cuatro invitados, sentados en torno a la sala, disfrutaban de su actuación con tal intensidad que parecían hallarse al borde del trance más completo. Horatio Jennison había enviado una nota a James Russell Lowell dos días antes, pidiéndole que considerase la posibilidad de editar los diarios y cartas de Phineas Jennison, in memoriam, pues Horatio había sido nombrado albacea literario y quería desempeñar esta función lo mejor posible. Lowell era redactor fundador de The Atlantic Monthly y ahora redactor jefe de The North Amerícan Review, y además de eso había sido amigo íntimo de su tío. Pero Horatio no esperaba que Lowell se presentara sencillamente ante su puerta, sin ceremonia alguna, y a una hora tan tardía de la noche.
Horatio Jennison supo inmediatamente que la idea expuesta en su nota había impresionado a Lowell, pues el poeta solicitó con urgencia, o más bien exigió, los volúmenes más recientes del diario de Jennison, e incluso logró que James T. Fields sugiriese que se planteaba seriamente la publicación.
– Señor Lowell, señor Fields. -Horatio Jennison acudió a la entrada principal cuando ambos visitantes se llevaban los diarios, sin más conversación. Éstos traspusieron la puerta y los cargaron en el carruaje que los esperaba-. Espero que resolvamos adecuadamente el asunto de los derechos de autor que resulten de la publicación.
Durante aquellas horas, el tiempo se tornó inmaterial. De regreso en la casa Craigie, los eruditos se sumergieron en los casi indescifrables garabatos de los volúmenes más recientes del diario de Phineas Jennison. Tras las revelaciones relativas a Healey y Talbot, no sorprendió a los dantistas, desde el punto de vista intelectual, que los «pecados» de Jennison castigados por Lucifer guardaran relación con Dante. Pero
James Russell Lowell no podía creerlo -no podía creer algo así de un amigo de tantos años-hasta que la evidencia disipó sus dudas.
A lo largo de los muchos volúmenes de su diario, Phineas Jennison expresaba su ardiente deseo de conseguir un puesto en la Mesa de la corporación de Harvard. Allí, pensaba el hombre de negocios, alcanzaría finalmente el respeto al que no era acreedor por no haber estudiado en Harvard, por no proceder de una familia de Boston. Ser miembro de la corporación significaba la bienvenida a un mundo que había permanecido cerrado para él toda su vida. ¡Y qué sensación inefable de poder parecía hallar Jennison en dominar las mentes más cultivadas de Boston, como ya hiciera con su comercio!
Algunas amistades serían forzadas… o sacrificadas.
En los últimos meses, durante sus repetidas visitas al edificio principal de la universidad -pues era un considerable patrocinador financiero del centro y con frecuencia hizo negocios allí-, Jennison mantuvo contactos privados con los miembros de la corporación para evitar que se enseñara basura como la propagada por el profesor James Russell Lowell y la que pronto extendería entre las masas Henry Wadsworth Longfellow. Jennison prometía a los miembros clave de la Mesa de Supervisores pleno apoyo financiero para una campaña encaminada a reorganizar el departamento de Lenguas Vivas. Al mismo tiempo, Lowell recordó amargamente, mientras leía los diarios, que Jennison lo había estado empujando a luchar contra los crecientes esfuerzos de la corporación por limitar sus actividades.
Los diarios de Jennison revelaron que, desde hacía más de un año, estaba maniobrando para vaciar un sillón en uno de los órganos de gobierno de la universidad. Si atizaba una controversia entre los administradores, habría bajas y dimisiones que deberían ser cubiertas. Tras la muerte del juez Healey, se puso furioso hasta el paroxismo porque un hombre de negocios con la mitad de sus merecimientos y la cuarta parte de su sentido común fue elegido para cubrir el puesto vacante de supervisor, sólo porque era un brahmán, aristócrata por herencia y un insignificante Choate. ¡Qué desastre!, Phineas Jennison sabía que una persona, por encima de todas las demás, había impulsado aquella designación: el doctor Augustus Manning
No quedaba claro hasta qué punto exacto Jennison supo de la implacable decisión del doctor Manning de cortar toda relación de la universidad con los proyectos relativos a Dante, pero en aquel momento encontró su oportunidad para asegurarse por fin un asiento en el edificio principal.
– Jamás hubo una diferencia entre nosotros -dijo Lowell tristemente.
– Jennison lo animó a usted para que se enfrentara a la corporación y espoleó a ésta en contra de usted. Una batalla que hubiera desgastado a Manning. Cualquiera que hubiese sido el final, se habrían vaciado algunas poltronas, y Jennison habría aparecido como un héroe al prestar su apoyo a la causa de la universidad. Ése fue su objetivo en todo momento -comentó Longfellow, tratando de asegurar a Lowell que no había hecho nada para perder la amistad con Jennison.
– No me cabe en la cabeza, Longfellow.
– Contribuyó a cortar la relación de usted con la universidad, Lowell, y en contrapartida lo cortaron a él -intervino Holmes-. Ése fue su contrapasso.
Holmes había hecho suya la preocupación de Nicholas Rey por los fragmentos de papel encontrados junto a los restos de Talbot y Jennison, y ambos se sentaban juntos durante horas, compartiendo posibles combinaciones. Holmes estaba componiendo ahora palabras o partes de palabras con copias manuscritas de las letras de Rey. Sin duda se habían dejado otras junto al cuerpo del juez presidente Healey pero, en los días comprendidos entre el asesinato y el descubrimiento del cadáver, la brisa procedente del río se llevó los papeles. Esas letras perdidas hubieran completado el mensaje que el asesino quería que ellos leyeran. Holmes estaba en lo cierto. Sin ellas, aquello era como un mosaico roto. No podemos morir sin esto como im… sobre…
Longfellow fijó su atención en una nueva página del diario en el que consignaba las investigaciones. Mojó la pluma en tinta pero permaneció mirando hacia delante tanto tiempo que la punta se secó. No podía escribir la necesaria conclusión de todo aquello: Lucifer había impuesto sus castigos en beneficio de ellos, en beneficio del club Dante.
La portada de la cámara legislativa del estado, en Boston, se abría en lo alto de Beacon Hill. Más arriba aún se alzaba la cúpula de cobre que remataba el edificio, con su breve y afilada torrecilla vigilando la ciudad como un faro. Corpulentos olmos, desnudos y blanqueados por la escarcha de diciembre, montaban guardia en el recinto.
El gobernador John Andrew, con sus negros rizos sobresaliéndole de la chistera negra, permanecía en pie con toda la dignidad que su forma de pera le permitía, mientras saludaba a políticos, dignatarios locales y militares de uniforme, con la misma distraída sonrisas propia del político. Las pequeñas gafas, de sólida montura de oro, del gobernador eran su único signo de contemporización con lo material.
– Gobernador. -El alcalde Lincoln se inclinó ligeramente mientras escoltaba a la señora Lincoln por las escaleras de acceso-. Parece que ha reunido a los soldados más apuestos.
– Gracias, alcalde Lincoln. Bienvenida, señora Lincoln. Por favor. -El gobernador Andrew los condujo al interior-. La concurrencia es más prestigiosa que nunca.
– Al parecer, incluso Longfellow se ha sumado a la lista de invitados -dijo el alcalde Lincoln, y le dio al gobernador Andrew una palmadita lisonjera en el hombro-. Es algo hermoso lo que hace usted por esos hombres, gobernador, y nosotros, la ciudad, quiero decir, lo aplaudimos.
La señora Lincoln se sujetó el vestido, que produjo un ligero crujido, y penetró con paso regio en el Soller. Una vez en él, un espejo colgado en posición baja le procuró a ella, y a las demás señoras, una vista de los menores detalles de sus vestidos, para el caso de que sus galas hubieran tomado una caída inadecuada durante el camino a la recepción: un marido resultaba totalmente inútil para tales propósitos.
Mezclados en el vasto salón de la mansión con veinte o treinta invitados, había de setenta a ochenta militares de cinco compañías diferentes, espléndidamente ataviados con sus uniformes y capas de gala. Muchos de los más activos regimientos a los que se honraba habían tenido un reducido número de supervivientes. Aunque los consejeros del gobernador Andrew lo presionaron para incluir en la reunión sólo a los más destacados entre el núcleo escogido de los militares -pues algunos soldados, señalaron, estaban perturbados a raíz de la guerra-Andrew insistió en que se les festejara por su hoja de servicios, no por su nivel social.
El gobernador Andrew caminaba por el centro del largo salón con un paso staccato, disfrutando de una oleada de vanidad mientras observaba los rostros y sentía el zumbido de los nombres de aquellos con quienes tuvo la buena fortuna de familiarizarse durante los años de la guerra. Más de una vez en aquellos tiempos dislocados, el club del Sábado había enviado un coche de punto a la cámara legislativa del estado para forzar a Andrew a abandonar su despacho y pasar una velada alegre en las cálidas estancias de la casa Parker. Todo el tiempo había sido dividido en dos épocas: antes de la guerra y después de la guerra. En Boston, Andrew pensaba «hemos sobrevivido» mientras se mezclaba sin restricciones con los blancos corbatines y las chisteras, el oropel y los cordones dorados de los oficiales, las conversaciones y los cumplidos de viejos amigos.
El señor George Washington Greene se situó al otro lado de una reluciente estatua de mármol que representaba las Tres Gracias, cada una inclinándose delicadamente hacia las demás, con sus rostros fríos y angélicos y los ojos plenos de tranquila indiferencia.
«¿Cómo podría un veterano de un hogar de ayuda a los soldados que escuchara los sermones de Greene conocer también los detalles mínimos de nuestras tensiones con Harvard?»
La pregunta se había planteado en el estudio de la casa Craigie. Se propusieron respuestas, y supieron que encontrar esa respuesta significaría encontrar a un asesino. Uno de los jóvenes cautivados por los sermones de Greene pudo haber tenido un padre o un tío en la corporación de Harvard o en la Mesa de Supervisores que, inocentemente, contara sus historias durante la velada, ignorando el efecto que podían tener en la quebrantada mente de alguien que ocupaba el asiento de al lado.
Los eruditos tendrían que determinar con exactitud quién estaba presente en las diversas reuniones de la Mesa en las que se trató de los papeles de Healey, Talbot y Jennison en la postura de la universidad en contra de Dante. Esta lista se compararía con todos los nombres y perfiles que pudieran reunir de los soldados acogidos a los hogares. Solicitarían una vez más la ayuda del señor Teal para acceder a las dependencias de la corporación. Fields coordinaría el plan con su empleado una vez llegaran al Corner los trabajadores del turno de noche.
Mientras tanto, Fields ordenó a Osgood que confeccionara una lista de todo el personal de Ticknor y Fields que hubiera combatido en la guerra, basándose primordialmente en el Directorio de regimientos de Massachusetts en la guerra de Rebelión. Aquella noche, Nicholas Rey y los demás debían asistir a la última recepción del gobernador en honor de los soldados de Boston.
Los señores Longfellow, Lowell y Holmes se dispersaron por el repleto salón de recepciones. Cada uno de ellos mantenía los ojos vigilantes sobre el señor Greene y, con algún pretexto de pasada, entrevistaba a muchos veteranos, en busca del soldado que Greene había descrito.
– ¡Se diría que esto es la trastienda de una taberna en lugar de la cámara estatal! -se lamentó Lowell, mientras disipaba con la mano algún humo fugitivo.
– ¿Acaso, señor Lowell, no alardeaba usted de fumarse diez cigarros diarios, y a la sensación que eso le procuraba la llamaba musa? -le reprendió Holmes.
– Nunca nos gusta oler nuestros propios vicios en los demás, Holmes. Ah, vamos a ver si nos tomamos una o dos copas -sugirió Lowell.
Las manos del doctor Holmes rebuscaban en los bolsillos de su chaleco de muaré, y sus palabras brotaron de él como a través de una criba:
– Todos los soldados con los que he hablado aseguran no haber conocido a nadie remotamente parecido a la descripción dada por Greene, o han visto a un hombre exactamente de esas características el otro día, pero no conocen su nombre ni dónde puedo encontrarlo. Quizá Rey tenga más suerte.
– Dante, mi querido Wendell, era un hombre de gran dignidad personal, y uno de los secretos de su dignidad era que nunca tenía prisa. Nunca lo hallará impropiamente apresurado… Una excelente regla para que nosotros la sigamos.
Holmes emitió una risa escéptica.
– ¿Y usted ha seguido esa regla?
Lowell se prestó ayuda a sí mismo con un meditativo trago de clarete. Luego dijo pensativamente:
– Dígame, Holmes, ¿ha tenido usted alguna vez su propia Beatriz?
– Perdone, ¿cómo dice, Lowell?
– Una mujer que haya inflamado las profundidades más pavorosas de su imaginación.
– ¡Ah, mi Amelia!
Lowell estalló en unas carcajadas que parecían bramidos.
– ¡Oh, Holmes! ¿Es que nunca la ha corrido usted? Una esposa no puede ser su Beatriz. Créame, porque yo, al igual que Petrarca, Dante y Byron, estuve desesperadamente enamorado antes de los diez años. Sólo mi corazón sabe las congojas que sufrí.
– ¡A Fanny le encantaría esta conversación, Lowell!
– ¡Bah! Dante tuvo a su Gemma, que fue la madre de sus hijos, ¡pero no alcanzó su inspiración! ¿Sabe usted cómo se conocieron? Longfellow no se lo cree, pero Gemma Donati es la dama mencionada en la Vita nuova, que consuela a Dante por la pérdida de Beatriz. ¿Ve usted a esa joven?
Holmes siguió la mirada de Lowell, dirigida a una joven delgada, de cabello negro y lustroso, que resplandecía bajo las brillantes arañas del salón.
– Aún me acuerdo… Fue en 1839, en la galería Allston. Allí estaba la criatura más hermosa que habían visto mis ojos. No era extraño que aquella belleza tuviera encandilados a los amigos de su marido, allá, en la esquina. Sus facciones eran perfectamente judías. Tenía el cutis moreno, pero el suyo era uno de esos rostros claros en los que cada sombra de sentimiento flota por él como la sombra de una nube sobre la hierba. Desde mi lugar en la estancia, todo el contorno de sus ojos emergía por completo de las sombras de sus cejas y de lo oscuro de su tez, de modo que sólo podía verse una gloria indefinida y misteriosa. Pero ¡qué ojos! Casi me hicieron temblar. Esa visión única de su seráfica hermosura me inspiró más poesía…
– ¿Era inteligente?
– ¡Santo Dios, no lo sé! Batió las pestañas en mi dirección y no fui capaz de pronunciar una palabra. Sólo hay una manera de actuar con las mujeres coquetas, Wendell: echar a correr. Han pasado veinticinco años y más, y no me la puedo arrancar de la memoria. Le aseguro que todos tenemos nuestra propia Beatriz, ya viva cerca de nosotros o viva sólo en nuestra mente.
Lowell dejó de hablar al acercarse Rey.
– Agente Rey, los vientos han soplado a nuestro favor… Es lo más que puedo decir. Tenemos la suerte de contar con usted a nuestro lado.
– Puede agradecérselo a su hija -dijo Rey.
– ¿Mabel? -Lowell se volvió hacia él, espantado.
– Mabel fue a hablar conmigo para convencerme de que los ayudara, caballeros.
– ¿Que Mabel habló con usted en secreto? ¿Usted sabía eso, Holmes? -preguntó Lowell.
Holmes negó con la cabeza.
– En absoluto. ¡Pero habría que felicitarla!
– Si se pone severo con ella, profesor Lowell -le advirtió Rey con gesto serio, levantando la barbilla-, lo detendré. Lowell se echó a reír de buena gana.
– ¡Es un buen argumento, agente Rey! Ahora, mantengamos el puchero hirviendo.
Rey asintió con gesto cómplice y continuó su ronda por el salón.
– ¿Puede imaginarlo, Wendell? Mabel yendo detrás de mí de esa manera, ¡creyendo que puede cambiar las cosas!
– Es una Lowell, mi querido amigo.
– El señor Greene aguanta -informó Longfellow reuniéndose con Lowell y Holmes-. Pero me preocupa que… -Longfellow se interrumpió-. Ah, ahí vienen la señora Lincoln y el gobernador Andrew.
Lowell puso los ojos en blanco. Su lugar en sociedad demostró ser aburrido para sus propósitos aquella velada, pues estrechar manos y mantener conversaciones animadas con profesores, ministros, políticos y funcionarios universitarios lo distraía de la finalidad que se habían propuesto.
– Señor Longfellow.
Longfellow se volvió para encontrarse con un trío de mujeres de la alta sociedad de Beacon Hill.
– Buenas noches, señoras.
– Precisamente hablaba de usted, señor, durante unas vacaciones en Buffalo -dijo la belleza de cabello negro brillante de aquella trinidad.
– Ah, ¿sí?
– Sí, con la señorita Mary Frere. Habla de usted con mucho cariño, y dice que es una persona exquisita. Por lo que cuenta, pasó ratos maravillosos con usted y su familia en Nahant el verano anterior. Y ahora resulta que me lo encuentro yo aquí. ¡Estupendo!
– Oh, bueno, es muy amable de su parte -respondió Longfellow sonriendo, pero de inmediato dirigió la mirada más allá-. ¿Por dónde anda el profesor Lowell? ¿Lo han visto ustedes?
En las proximidades, Lowell estaba volviendo a contar prolijamente una de sus típicas anécdotas:
– Entonces Tennyson exclamó desde el extremo de la mesa: «¡Sí, maldita sea, me gustaría coger un cuchillo y sacarles las tripas!» ¡Aun siendo un verdadero poeta, el rey Alfred no usaba circunloquios, como «víscera abdominal», para designar esa parte del cuerpo!
Los oyentes de Lowell reían y se chanceaban.
– Si dos hombres trataran de parecerse -dijo Lowell, volviéndose a las tres damas, que permanecían allí de pie, con las orejas de un tono rosado intenso y las bocas muy abiertas-, no podrían conseguirlo mejor que lord Tennyson y el profesor Lovering, de nuestra universidad.
La belleza de cabellos negros brillantes dirigió una mirada agradecida a la rápida huida de Longfellow para alejarse del comentario inapropiado de Lowell.
– Es algo que da que pensar, ¿verdad? -dijo.
Cuando Oliver Wendell Holmes junior recibió una nota de su padre para que asistiera también al banquete de los soldados en la cámara legislativa estatal, la releyó y lanzó una maldición. No era cuestión de preocuparse por la presencia de su padre, pero tampoco le resultaba agradable. ¿Cómo sigue su querido padre? ¿Continúa con su chapucera forma de dar clase mientras piensa en sus poemas? ¿Es cierto que el doctorcito puede pronunciar xxx palabras por minuto, capitán Holmes? ¿Por qué tenían que aburrirlo con preguntas sobre el tema favorito del doctor Holmes, a saber, el doctor Holmes?
En un nutrido grupo de miembros de su regimiento, Junior fue presentado a varios caballeros escoceses que formaban parte de una delegación que estaba de visita. Cuando se pronunció el nombre completo de Junior, se produjo la habitual recitación de preguntas relativas a su parentesco.
– ¿Es usted hijo de Oliver Wendell Holmes? -indagó un recién incorporado a la conversación, un escocés más o menos de la edad de Junior, quien se presentó como una especie de mitólogo.
– Sí.
– Bien, a mí no me gustan sus libros -dijo el mitólogo sonriendo, y se fue.
En el silencio que pareció rodear a Junior, allí, solo en medio de la charla, se sintió súbitamente airado contra la omnipresencia de su padre en el mundo, y de nuevo lo maldijo. ¿Era deseable extender la propia fama de manera tan indiscriminada, que gusanos como el que Junior acababa de conocer pudieran juzgarlo a uno? Junior se volvió y vio al doctor Holmes en el borde de un corro, junto con el gobernador, y a James Lowell gesticulando en el centro. El doctor Holmes se había puesto de puntillas, tenía la boca abierta y estaba esperando una oportunidad para meter baza. Junior rodeó el grupo y se dirigió al otro lado del salón.
– ¡Eh, Wendy!
Junior fingió no oírlo, pero la llamada se repitió, y el doctor Holmes se abrió paso entre unos soldados para acercarse a él. -Hola, padre.
– Wendy, ¿no quieres venir a saludar a Lowell y al gobernador Andrew? Ven y que te vean, tan apuesto con tu uniforme. Oh, vaya.
Junior se dio cuenta de que los ojos de su padre recorrían el salón.
– Debe de ser la camarilla escocesa de la que hablaba Andrew…
Por cierto, Junior, debería reunirme con el joven mitólogo, el señor Lang, y tratar con él de algunas ideas que tengo sobre Orfeo reuniéndose con Eurídice fuera de las regiones infernales. ¿Has leído algo suyo, Wendy?
El doctor Holmes tomó del brazo a Junior y lo arrastró al otro lado del salón.
– No. -Junior retiró el brazo para detener a su padre. El doctor Holmes se lo quedó mirando, dolido-. Sólo he venido para hacer acto de presencia con mi regimiento, padre. Pero debo reunirme con Minny en casa de los James. Por favor, excúsame ante tus amigos.
– ¿Nos has visto? Formamos una feliz hermandad, Wendy. Más y más conforme los años pasan. ¡Disfruta, muchacho, de tu travesía en el navío de la juventud, porque es facilísimo perderse en la mar!
– Padre -dijo Junior mirando por encima del hombro de su padre al mitólogo, que hablaba haciendo muecas-. He oído a ese tipejo de Lang hablar mal de Boston.
La expresión de Holmes se volvió solemne.
– Ah, ¿sí? Pues no merece que perdamos el tiempo con él, chico.
– Como tú digas, padre. Oye, ¿aún estás trabajando en esa nueva novela?
La sonrisa de Holmes se borró ante el interés insinuado por la pregunta de Junior.
– ¡Desde luego! Me han retrasado otras tareas, pero Fields promete que ganaré dinero cuando se publique. Tendré que tirarme al Atlántico si no es así; quiero decir al charco propiamente, no a la revista The Atlantic, de Fields.
– Darás pie a que los críticos se te vuelvan a echar encima -dijo Junior, dudando si continuar expresando lo que pensaba. De pronto, hubiera deseado ser lo bastante rápido como para ensartar al gusano del mitólogo con su sable reglamentario. Se prometió a sí mismo leer la obra de Lang, aun sabiendo que le produciría satisfacción que tuviera poca entidad-. Quizá encuentre ocasión de leer esa novela, padre. A ver si encuentro tiempo.
– Me gustaría mucho, chico -replicó Holmes tranquilamente, al tiempo que Junior se iba.
Rey había dado con uno de los militares mencionados por el diácono del hogar, un veterano manco que acababa de bailar con su esposa.
– Algunos me lo decían -explicó orgullosamente el soldado a Rey-cuando los movilizaron a ustedes, muchachos: «Yo no estoy haciendo una guerra de negros.» Oh, no tiene ni idea de cómo hacían que me sonrojara.
– Por favor, teniente -dijo Rey-. Ese caballero que le he descrito, ¿cree usted que pudo haberlo visto en el hogar de ayuda a los soldados?
– Seguro, seguro. Bigote en forma de manillar, color de heno. Siempre de uniforme. Blight… Ése es su nombre. Estoy seguro de ello, aunque no absolutamente. Capitán Dexter Blight. Agudo, siempre leyendo. Buen oficial, aunque me parece que no asistía a los cultos religiosos.
– Dígame, por favor, ¿estaba muy interesado en los sermones del señor Greene?
– ¡Oh, ya lo creo que le gustaban al viejo pendenciero! Y no crea, esos sermones eran como aire fresco. Eran de lo más osado que he oído. ¡Sí, al capitán le gustaban más que a nadie, o así me lo parece! "
Rey apenas podía contenerse.
– ¿Sabe usted dónde puedo encontrar al capitán Blight?
El militar se golpeó con el muñón la palma de su única mano y guardó silencio. Luego rodeó con el brazo sano a su esposa.
– ¿Sabe usted, señor agente? Aquí, mi chica, tan guapa, debe haberle traído suerte.
– Por favor, teniente…
– Creo que sé dónde puede verlo. Ahí enfrente.
El capitán Dexter Blight, del regimiento 19 de Massachusetts, llevaba un bigote en forma de «U» invertida, de color de heno, tal como le había descrito Greene.
La mirada de Rey, que no duró más de tres segundos, fue discreta pero vigilante. Le sorprendió a él mismo la extrema curiosidad que sintió por cada detalle del aspecto del hombre.
– Patrullero Nicholas Rey, ¿verdad? -El gobernador Andrew miró el atento rostro de Rey y le extendió ceremoniosamente la mano-. ¡No me dijeron que se le esperaba a usted!
– No había pensado venir, gobernador. Espero que me perdone.
Dicho esto, Rey retrocedió hacia un corro de soldados, y el gobernador que lo había admitido en la policía de Boston se quedó allí, de pie, con gesto de incredulidad.
Su súbita presencia, que al parecer pasó inadvertida a los demás asistentes a la recepción, eclipsó los demás pensamientos de los miembros del club Dante, en cuanto fueron informados, uno tras otro. Fijaron en él una mirada colectiva. Aquel hombre, al parecer mortal y corriente, ¿pudo haber sorprendido a Phineas Jennison y despedazarlo? Sus facciones eran acusadas y le conferían una expresión triste, pero por lo demás no tenían nada de notable, bajo su sombrero de fieltro negro y su guerrera con una sola hilera de botones. ¿Podía ser él? ¿El traductor savant que había convertido las palabras de Dante en acción, el que se les había anticipado una y otra vez?
Holmes se excusó ante algunos admiradores y corrió a reunirse con Lowell.
– Ese hombre… -susurró Holmes, presa de la sensación de temor de que algo había ido mal.
– Ya lo sé -susurró a su vez Lowell-. Rey también lo ha visto.
– ¿Deberíamos hacer que Greene se le acercara? -dijo Holmes-. Hay algo en ese hombre. No parece…
– ¡Mire! -urgió Lowell.
En aquel momento, el capitán Blight descubrió a George Washington Greene vagando solo. Las prominentes ventanas de la nariz del soldado se dilataron con interés. Greene, olvidado de sí mismo en medio de las pinturas y las esculturas, continuaba su deambular como si estuviera en una exposición de fin de semana. Blight contempló a Greene por un momento y luego dio unos pasos lentos y desiguales hacia él.
Rey avanzó para situarse cerca pero, cuando se volvió con objeto de vigilar a Blight, se encontró con que Greene estaba conversando con un bibliófilo. Blight había cruzado la puerta.
– ¡Maldita sea! -exclamó Lowell-. ¡Se larga!
El aire estaba demasiado en calma para que hubiera nubes o cayera la nieve. El cielo abierto mostraba una media luna tan exacta que parecía haber sido partida con una hoja recién afilada.
Rey distinguió a un uniformado en el Common. Cojeaba y se apoyaba en un bastón de marfil.
– ¡Capitán! -lo llamó Rey.
Dexter Blight se volvió y miró con dureza al que lo llamaba, bizqueándole los ojos.
– Capitán Blight.
– ¿Quién es usted?
Su voz sonó profunda y resuelta.
– Nicholas Rey. Necesito hablar con usted -dijo, mostrando su placa policial-. Sólo un momento.
Blight clavó su bastón en el hielo, impulsándose con más rapidez de la que Rey hubiera creído posible.
– ¡No tengo nada que decir!
Rey agarró a Blight por el brazo.
– ¡Si trata de detenerme, le arrancaré sus malditas tripas y las arrojaré al Estanque de las Ranas! -gritó Blight.
Rey temió haber cometido una terrible equivocación. Aquel incontrolado estallido de ira, la emoción no contenida, eran propios de alguien que tiene miedo, no de un hombre intrépido… No del que buscaban. Mirando atrás, hacia la cámara legislativa, donde los miembros del club Dante se apresuraban escaleras abajo, con la esperanza reflejada en sus rostros, Rey vio también las caras de las personas de todo Boston que lo habían llevado a aquella búsqueda. El jefe Kurtz, que con cada muerte disponía de menos tiempo como guardián de una ciudad que se estaba expandiendo con demasiada voracidad para adaptarla a lo que a uno le gustaría llamar hogar. Ednah Healey, con su expresión desvaneciéndose en la luz mortecina de su dormitorio, arrancándose a puñados su propia carne, esperando volver a ser ella misma entera. Sexton Gregg y Grifone Lonza, dos víctimas más, no del asesino exactamente, pero sí del miedo insoportable que crearon las muertes.
Rey intensificó la presa sobre Blight, que se debatía, y se encontró con la amplia y cautelosa mirada del doctor Holmes, que, al parecer, compartía todas sus dudas. Rey pidió a Dios que aún quedara tiempo.
Por fin, rezongó Augustus Manning mientras acudía a la llamada de la campanilla y hacía entrar a su huésped.
– ¿Vamos a la biblioteca?
El relamido Pliny Mead escogió el lugar más cómodo para sentarse, en el centro del canapé de piel de topo.
– Le agradezco que acceda a venir a esta hora de la noche, señor Mead, y fuera de la universidad -dijo Manning.
– Siento haberme retrasado. El mensaje de su secretario hacía referencia al profesor Lowell. ¿Se trata de nuestro curso sobre Dante?
Manning se pasó la mano por el cauce desnudo que había entre sus dos mechones de cabello blanco, cual dos penachos.
– En efecto, señor Mead. Dígame, ¿habló usted con el señor Camp sobre el curso?
– Así es. Durante unas horas. Quería saber todo cuanto yo le pudiera contar sobre Dante. Dijo que actuaba por encargo de usted.
– Era cierto. Pero desde entonces no parece querer hablar conmigo. Me pregunto por qué.
Mead arrugó la nariz.
– Y ahora, ¿podría saber qué asunto se trae entre manos?
– Desde luego que no debe saberlo, hijo. Pero he pensado que aun así quizá podría ayudarme. He creído que podríamos reunir nuestra información a fin de entender qué puede haber sucedido para que de pronto se haya producido ese cambio en la conducta del profesor Lowell.
Mead le dirigió una mirada obsequiosa, pero estaba decepcionado porque la reunión le deparaba escaso beneficio y diversión. Sobre la repisa había una caja de pipas. Acarició la idea de fumar junto a la chimenea de un miembro de la corporación de Harvard.
– Ésas parecen A 1, doctor Manning.
Manning asintió complaciente y cargó una pipa para su huésped.
– Aquí, a diferencia de lo que ocurre en nuestro campus, podemos fumar abiertamente. También podemos hablar abiertamente, con palabras que broten de nosotros con tanta libertad como el humo. Hay otros extraños sucesos relacionados con lo anterior, señor Mead, que me gustaría sacar a la luz. Un policía vino a verme y empezó a hacerme preguntas sobre su curso de Dante, pero luego se detuvo, como si hubiera querido decirme algo importante y hubiera cambiado de idea.
Mead cerró los ojos y exhaló humo voluptuosamente. Augustus Manning había mostrado bastante paciencia.
– Me pregunto, señor Mead, si es usted consciente de que su puesto en la clase no hace más que descender.
Mead envaró el cuerpo, como un niño de primaria dispuesto a recibir unos azotes.
– Señor…, doctor Manning, créame que no es por otra razón más que…
– Lo sé, mi querido muchacho -lo interrumpió-, sé lo que sucede. La clase del profesor Lowell en el último período escolar… ¡es para abominar de ella! Sus hermanos de usted siempre han ocupado primeros puestos en sus clases, ¿no es así?
Encrespado a causa de la humillación y la ira, el estudiante apartó la mirada.
– Quizá podamos tratar de hacer algunos ajustes en su número de clase, a fin de situarlo más en-la línea del honor de su familia. Los ojos verde esmeralda de Mead revivieron. -¿De veras, señor?
– Tal vez ahora fume yo también -murmuró Manning, levantándose de su butaca y examinando sus hermosas pipas.
La mente de Pliny Mead se esforzaba en deducir qué podía haber tras aquella proposición de Manning. Evocó su encuentro con Simon Camp momento a momento. El detective de Pinkerton había tratado de reunir datos negativos acerca de Dante para informar al doctor Manning y a la corporación, con objeto de reforzar su postura contra la reforma y apertura del plan de estudios. En el segundo encuentro, Camp pareció excesivamente interesado, según pensaba ahora Mead. Pero ignoraba qué podía haber pensado el detective privado. Tampoco entendía la razón de que policías de Boston hicieran preguntas sobre Dante. Mead pensó en los recientes acontecimientos, la insania de la violencia y el miedo que envolvían la ciudad. Camp pareció particularmente interesado en el castigo de los simoníacos cuando Mead lo mencionó como parte de una larga lista de ejemplos. Mead pensó en los muchos rumores que le habían llegado sobre la muerte de Elisha Talbot; varios de ellos, aunque los detalles diferían, aludían a los pies carbonizados del ministro. Los pies del ministro. Y luego estaba el pobre juez Healey, encontrado desnudo y cubierto de…
¡Malditos todos, y Jennison también! ¿Podría ser? Y si Lowell lo sabía, ¿explicaba eso su súbita cancelación del curso sobre Dante sin ninguna explicación convincente? ¿Pudo Mead, sin proponérselo, empujar a Camp a entenderlo todo? ¿Había ocultado Lowell lo que sabía a la universidad, a la ciudad? ¡Podía arrastrársele a la ruina por eso! ¡Malditos!
Mead se puso en pie de un salto.
– ¡Doctor Manning, doctor Manning!
Manning consiguió encender un fósforo, pero luego lo apagó y bajó de pronto su voz hasta convertirla en un susurro.
– ¿Ha oído usted algo en la entrada?
Mead prestó atención y negó con la cabeza.
– ¿La señora Manning, señor?
Manning se llevó a la boca un dedo largo y torcido y se deslizó del salón al vestíbulo.
Al cabo de un momento, regresó junto a su huésped.
– Imaginaciones mías -comentó, fijando la mirada en Mead con firmeza-. Sólo quiero que esté usted seguro de que nadie en absoluto nos escucha. Presiento que tiene algo importante que compartir esta noche, señor Mead.
– Podría ser, doctor Manning -replicó Mead con sorna, pues había organizado su estrategia durante el tiempo que se había tomado Manning para asegurar la privacidad. Dante es un maldito asesino, doctor Manning. Oh, sí, algo podría compartir-. Hablemos primero de mi lugar en la clase. Luego podemos tratar de Dante. Oh, creo que lo que tengo que decirle le interesará grandemente, doctor Manning.
Manning rebosaba de alegría.
– ¿Y si sirviese alguna bebida para acompañar nuestras pipas?
– Para mí jerez, por favor.
Manning sirvió el estimulante solicitado, que Mead se bebió de un trago.
– ¿Y por qué no otro, querido Auggie? Remojaremos la noche.
Augustus Manning se inclinó sobre su aparador, dispuesto a servir otra bebida. Esperaba, por el bien del estudiante, que lo que tuviera que decir fuese importante. Oyó un fuerte golpe, significativo: supo, sin mirar, que el muchacho había roto un objeto precioso. Manning miró atrás de soslayo, con irritación. Pliny Mead estaba tendido inconsciente en el canapé, con los brazos colgando flojamente a ambos lados.
Manning giró en redondo, y el decantador le resbaló de la mano. El administrador se quedó mirando fijamente a un soldado uniformado, un hombre que había visto casi a diario en los pasillos del edificio principal de la universidad. El soldado también mantenía la mirada fija y mascaba algo esporádicamente. Cuando separó los labios, unos puntos blandos y blancos flotaban sobre su lengua. Escupió, y uno de los puntos blancos aterrizó en la alfombra. Manning no pudo evitar mirar: parecía haber dos letras impresas en el húmedo fragmento de papel: «L» e «l».
Manning corrió al rincón de la estancia, donde un fusil de caza decoraba la pared. Se subió a una butaca para alcanzarlo y tartamudeó:
– No, no.
Dan Teal tomó el arma de las temblorosas manos de Manning y golpeó su rostro con la culata, en un movimiento desprovisto de esfuerzo. Luego permaneció allí, de pie, observando cómo el traidor, frío hasta el centro de su corazón, se agitaba y se desplomaba al suelo.
El doctor Holmes subió la larga escalera que conducía a la Sala de Autores.
– ¿No ha regresado el agente Rey? -preguntó jadeando.
El ceño fruncido de Lowell expresaba su contrariedad.
– Bien, quizá Blight… -empezó Holmes-. Quizá sepa algo, y Rey venga con buenas noticias. ¿Qué hay de su nueva visita al archivo de la universidad?
– Lo siento, pero no ha habido tal -dijo Fields mirándose la barba.
– ¿Por qué?
Fields guardó silencio.
– El señor Teal no ha comparecido esta noche -explicó Longfellow-. Tal vez esté enfermo -añadió rápidamente.
– No es probable -dijo Fields cabizbajo-. Los registros demuestran que el joven Teal no ha faltado a un turno en cuatro meses. Le he organizado un lío en la cabeza al pobre chico, Holmes. Y después de que demostrara su lealtad una y otra vez…
– Qué tontería… -empezó a decir Holmes.
– ¿Usted cree? ¡No debí haberlo mezclado en esto! Manning ha podido enterarse de que Teal nos ayudó a entrar y lo ha hecho detener. O ese indeseable de Samuel Ticknor puede haber tomado venganza por atajar sus vergonzosos juegos con la señorita Emory. Mientras tanto, he estado hablando con todos mis empleados que participaron en la guerra. Ninguno admite haber recurrido a los hogares de ayuda a los soldados, y ninguno ha revelado algo que remotamente merezca conocerse.
Lowell paseaba arriba y abajo arrastrando los pies exageradamente, inclinando la cabeza hacia la helada ventana y mirando el opaco paisaje de bancos de nieve.
– Rey cree que el capitán Blight era uno más de los soldados que disfrutaban con los sermones de Greene. Es probable que Blight no le diga a Rey nada sobre otros, aun después de haberse calmado. ¡Puede que no sepa nada de los demás militares del hogar! Y sin Teal no tenemos la menor esperanza de entrar en las dependencias de la corporación. ¡Cuándo acabaremos de intentar sacar agua de pozos secos!
Llamaron a la puerta y entró Osgood, quien informó de que dos empleados, veteranos de guerra, aguardaban a Fields en el café. El jefe administrativo le había dado los nombres de doce hombres: Heath, Miller, Wilson, Collins, Holden, Sylvester, Rapp, Van Doren, Drayton, Flagg, King y Kellar. Un ex empleado, Samuel Ticknor, fue movilizado pero, al cabo de dos semanas de vestir el uniforme, pagó los tres mil dólares de cuota para enviar en su lugar a un sustituto.
Predecible, pensó Lowell, quien dijo:
– Fields, déme la dirección de Teal y lo buscaré por mi cuenta. En cualquier caso no podemos hacer nada hasta que vuelva Rey. Holmes, ¿viene usted conmigo?
Fields dio instrucciones a J. R. Osgood para que permaneciera en las dependencias de personal por si se le necesitaba. Osgood se acomodó en un sillón. Su mirada revelaba cansancio. Para ocupar su tiempo, tomó un libro de Harriet Beecher Stowe de la estantería más cercana y, cuando lo abrió, encontró aquellos fragmentos de papel, más o menos del tamaño de copos de nieve, que habían sido arrancados de la portada, donde figuraba una dedicatoria de Stowe a Fields. Osgood hojeó el libro y observó que se había cometido el mismo sacrilegio en otras varias páginas.
– ¡Qué extraño!
Abajo, en la cuadra, Lowell y Holmes descubrieron horrorizados que la yegua de Fields estaba retorciéndose en el suelo, incapaz de andar. Su compañera la miraba tristemente y coceaba a cualquiera que osara aproximarse. La epidemia que afectaba a las caballerías había desorganizado por completo los medios de transporte en toda la ciudad, de modo que los dos poetas se vieron forzados a caminar.
El número, meticulosamente escrito en el impreso de solicitud de empleo de Dan Teal, encajaba bien con la modesta casa en el barrio sur de la ciudad.
– ¿Señora Teal? -saludó Lowell, apretando el sombrero ante la consternada mujer que acudió a la puerta-. Me llamo Lowell y éste es el doctor Holmes.
– Mi nombre es Galvin -corrigió ella, colocándose una mano en el pecho.
Lowell comprobó el número de la casa consultando el papel que llevaba.
– ¿Tiene usted algún huésped llamado Teal?
Se los quedó mirando con ojos tristes.
– Yo soy Harriet Galvin. -Repitió su apellido lentamente, como si sus visitantes fueran niños o cortos de entendederas-. Vivo aquí con mi marido y no tenemos huéspedes. Nunca he oído hablar de ese señor Teal.
– ¿Se han mudado recientemente? -preguntó el doctor Holmes. -Llevamos aquí cinco años.
– Más pozos secos -murmuró Lowell.
– Señora -dijo Holmes-, ¿sería tan amable de dejarnos pasar un momento para aclarar la situación?
Les franqueó la entrada y de inmediato atrajo la atención de Lowell un retrato al ferrotipo, colgado de la pared.
– ¿Le importaría traernos un vaso de agua, querida señora? -preguntó Lowell.
Cuando ella hubo salido, salió disparado hacia el retrato enmarcado de un militar, con uniforme nuevo de una talla superior a la suya. -¡Santo Dios! ¡Es él, Wendell! ¡Con toda seguridad es Dan Teal! Lo era.
– ¿Estuvo en el ejército? -preguntó Holmes.
– ¡No figuraba en ninguna de las listas de soldados confeccionadas por Osgood, y a los que Fields ha estado entrevistando!
– Y aquí está la explicación: «Alférez Benjamin Galvin» -leyó
Holmes en el nombre grabado bajo el retrato-. Teal es un nombre falso. Rápido, mientras ella está ocupada.
Holmes se coló en la habitación contigua, angosta, llena de efectos militares del tiempo de la guerra, cuidadosamente dispuestos, pero un objeto atrajo su atención de inmediato: un sable colgado de la pared. Holmes sintió que una sensación de frío le recorría los huesos y llamó a Lowell. El poeta apareció y todo su cuerpo tembló ante aquella visión.
Holmes espantó un mosquito que volaba en círculo, y que volvió hacia él directamente.
– ¡Olvídese del bicho! -dijo Lowell, y lo aplastó.
Holmes retiró delicadamente el arma de la pared.
– Es precisamente la clase de hoja… Éstas eran las galas de nuestros oficiales, recuerdos de las formas de combate más civilizadas del mundo. Wendell Junior tiene un sable y lo acariciaba como a un bebé en aquel banquete… Esta hoja pudo haber mutilado a Phineas Jennison.
– No. Está inmaculada -dijo Lowell aproximándose cautelosamente al reluciente instrumento.
Holmes pasó un dedo por el acero.
– A simple vista no podemos saberlo. Semejante carnicería no se limpia fácilmente al cabo de unos pocos días, ni con todas las aguas de Neptuno.
Entonces sus ojos se posaron en la mancha de sangre de la pared, todo lo que quedaba del mosquito.
Cuando la señora Galvin regresó con dos vasos de agua, vio al doctor Holmes sosteniendo el sable y le pidió que lo dejara. Holmes, ignorándola, atravesó la entrada y 'salió al exterior. Ella se sintió ofendida y lo conminó a que regresara a la casa y restituyera aquel objeto de su propiedad, amenazándolo con llamar a la policía.
Lowell se interpuso entre ambos. Holmes, oyendo las protestas de la mujer en los recovecos de su mente, permanecía en la acera y levantó el pesado sable frente a él. Un pequeño mosquito voló hasta la hoja, como una limadura de hierro atraída por un imán. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, apareció otro, y dos más, y tres juntos formando un desordenado grupo. Transcurridos unos pocos segundos, todo un enjambre estaba barrenando y zumbando sobre la hoja, en la que la sangre había penetrado profundamente.
Lowell se interrumpió a media frase ante aquella visión.
– ¡Mande a buscar a los demás en seguida! -gritó Holmes.
Las frenéticas demandas de aquellos hombres de ver a su marido alarmaron a Harriet Galvin. Se quedó anonadada y silenciosa, observando la alternancia de gesticulaciones y explicaciones de Holmes y Lowell, hasta que una llamada en la puerta los dejó en suspenso. J. T. Fields se presentó, pero Harriet fijó su mirada en la delgada y leonina figura detrás de aquella otra, metida en carnes y solícita. Enmarcado en la blancura plateada del cielo, nada era más puro que su mirada perfectamente en calma. Levantó una mano temblorosa, como si fuera a tocar su barba, y, una vez el poeta siguió a Fields al interior, los dedos de la mujer tocaron los bucles de su cabello. Él retrocedió un paso. Ella le rogó que entrara.
Lowell y Holmes se miraron el uno al otro.
– Tal vez aún no nos ha reconocido -susurró Holmes.
Lowell asintió. Ella trató de explicar lo mejor que pudo lo maravillada que estaba: cómo leía la poesía de Longfellow todas las noches, antes de dormirse; cómo, cuando su marido estaba postrado en cama después de la guerra, le recitaba Evangelina; y cómo aquellos ritmos suavemente palpitantes, la leyenda del amor fiel pero incompleto, lo calmaban incluso en su sueño… Todavía ahora, a veces, dijo tristemente. Se sabía palabra por palabra «Un salmo de vida», y le había enseñado a su marido a leerlo. Siempre que él se iba de casa, esos versos eran para ella su única liberación del miedo. Pero su explicación se convirtió, sobre todo, en una repetición de la pregunta: «Por qué, señor Longfellow…» Se lo rogaba una y otra vez, antes de prorrumpir en sollozos.
Longfellow dijo con suavidad:
– Señora Galvin, necesitamos absolutamente una ayuda que sólo usted puede prestarnos. Debemos encontrar a su marido.
– Esos hombres parecen buscarlo para hacerle daño -dijo, refiriéndose a Lowell y Holmes-. No lo entiendo. Por qué usted… ¿Por qué, señor Longfellow, querría conocer a Benjamin?
– Me temo que no tenemos tiempo de explicárselo satisfactoriamente -replicó Longfellow.
Por vez primera apartó la mirada del poeta.
– Bien, no sé dónde está, y eso me avergüenza. Viene poco por casa, y cuando viene apenas habla. Está fuera días enteros.
– ¿Cuándo lo vio por última vez? -preguntó Fields.
– Hoy ha venido un momento, unas pocas horas antes que ustedes.
Fields sacó su reloj.
– Y de aquí ¿adónde ha ido?
– Solía cuidar de mí. Pero ahora soy para él como un fantasma. -Señora Galvin, es cuestión de… -empezó a decir Fields. Otra llamada. La mujer se secó los ojos con el pañuelo y se alisó el vestido.
– Seguro que es otro acreedor que viene a humillarme. Mientras ella pasaba al vestíbulo, el grupo se concentró e intercambió nerviosos susurros.
– Se ha ido hace unas pocas horas -dijo Lowell-, ¡ustedes lo han oído! Y nos consta que no está en el Corner… ¡Sin duda lo hará si no lo encontramos!
– ¡Pero podría estar en cualquier lugar de la ciudad, Jamey! -replicó Holmes-. Y aún podemos regresar al Corner para esperar a Rey. ¿Qué podemos hacer por nosotros mismos?
– ¡Algo! ¿Longfellow? -dijo Lowell.
– Ahora ni siquiera tenemos un caballo para desplazarnos… -se lamentó Fields.
La atención de Lowell se desvió hacia el vestíbulo, donde oyó algo. Longfellow se lo quedó mirando.
– ¿Lowell?
– Lowell, ¿está usted escuchando? -preguntó Fields.
De la puerta principal escapó un torrente de palabras.
– Esa voz -dijo Lowell, asombrado-. ¡Esa voz! ¡Escuchen!
– ¿Teal? -preguntó Fields-. ¡Quizá ella lo esté previniendo para que escape, Lowell! ¡Nunca lo encontraremos!
Lowell se puso en movimiento. Atravesó el vestíbulo hacia la puerta de la calle, donde aguardaba un hombre de ojos fatigados e inyectados en sangre. El poeta arremetió contra él con un grito, dispuesto a capturarlo.
Lowell envolvió al hombre con sus brazos y lo arrastró al interior de la casa.
– ¡Lo tengo! -gritó Lowell-. ¡Lo tengo! -¿Qué está haciendo? -chilló Pietro Bachi.
– ¡Bachi! ¿Usted aquí? -preguntó Longfellow.
– ¿Cómo me han encontrado? ¡Dígale a su perro que me quite las manos de encima, signor Longfellow, o se las verá conmigo! -gruñó Bachi, dando inútiles codazos a su fornido captor.
– Lowell -le dijo Longfellow-. Hablemos en privado con el signor Bachi.
Le franquearon el paso a otra habitación, y allí Lowell pidió a Bachi que les explicara qué se traía entre manos.
– No tiene nada que ver con ustedes -dijo Bachi-.Voy a hablar con la mujer.
– Por favor, signor Bachi -le rogó Longfellow, moviendo la cabeza-. El doctor Holmes y el señor Fields quieren hacerle algunas preguntas.
Intervino Lowell:
– ¿Qué clase de plan ha urdido usted con Teal? ¿Dónde está él?
No juegue conmigo. Usted reaparece como una moneda falsa siempre que hay problemas.
Bachi compuso una expresión agria.
– ¿Quién es Teal? ¡Yo soy el único al que se le deben respuestas por esta especie de rapto!
– ¡Si no me contesta ahora mismo, lo llevaré derecho a la policía y allí ya lo confesará todo! -dijo Lowell-. ¿No se da cuenta, Longfellow? Nos ha estado engañando todo el tiempo.
– ¡Ja! ¡Traiga a la policía, venga! ¡Ella me ayudará a recuperar lo que me pertenece! ¿Quieren ustedes saber qué me trae aquí? Vengo a ver si me paga ese mendigo gorrón que vive aquí. -La vergüenza que le causaba el asunto que lo había llevado allí, le hacía subir y bajar su prominente nuez-. Como pueden ustedes ver, sigo incansable con mis clases particulares.
– Clases particulares. ¿Le daba lecciones a ella? -preguntó Lowell.
– Al marido -respondió Bachi-. Sólo tres lecciones, hace algunas semanas… Al parecer creía que serían gratis.
– Pero ¡usted regresó a Italia! -dijo Lowell.
– ¡Ojalá, signore! Lo más cerca que he estado ha sido para ir a ver, frente a la costa, a mi hermano Giuseppe. Me temo que hay, podríamos decir, facciones adversas que hacen mi regreso imposible, al menos por muchas lunas.
– ¡O sea, que vio usted a su hermano frente a la costa! ¡Vaya frescura! -exclamó Lowell-. ¡Usted se lanzó a una loca carrera para tomar una embarcación que lo condujera a un vapor! E iba usted cargado con una bolsa llena de dinero falso. ¡Nosotros lo vimos!
– Pero ¿qué dice? -replicó Bachi, indignado-. ¿Cómo podrían ustedes saber dónde estaba yo aquel día?
– ¡Responda!
Bachi señaló acusadoramente a Lowell, pero luego se dio cuenta, por la imprecisión de su dedo extendido, de que estaba débil y bastante bebido.
Sintió que una oleada de náuseas le ascendía por la garganta. Reprimió el vómito, se cubrió la boca y eructó. Cuando fue capaz de volver a hablar, su respiración era ansiosa, pero estaba más calmado,
– Llegué hasta el vapor, sí, pero sin ningún dinero, ni falso ni de ninguna otra manera. Ojalá tuviese una bolsa llena de oro caído sobre mi cabeza, professore. Estaba allí ese día para entregar mi manuscrito a mi hermano, Giuseppe Bachi, que había aceptado llevarlo a Italia
– ¿Su manuscrito? -preguntó Longfellow.
– Una traducción al inglés del Inferno de Dante, por si quiere saberlo. Supe de su trabajo, signor Longfellow, y de su precioso club Dante, ¡y eso me hace reír! En esta Atenas yanqui, ustedes hablan de crear una voz nacional para ustedes. Ustedes animaron a sus compatriotas para que se levantaran contra la hegemonía británica en las bibliotecas. Pero ¿creyeron por un momento que yo, Pietro Bachi, hubiera podido contribuir en algo a su tarea? ¿Que como hijo de Italia, como alguien que ha nacido de su historia, de sus disensiones, de sus luchas contra el pesado dedo pulgar de la Iglesia, pudiera haber algo inimitable en mi amor por la libertad que buscara Dante? -Bachi hizo una pausa-. No, no. Ustedes nunca me llamaron a la casa Craigie. ¿Por el rumor malicioso de que soy un borracho? ¿Por mi infortunio con la universidad? ¿Qué libertad hay aquí, en Norteamérica? Ustedes nos mandan muy felices a sus fábricas, a sus guerras, para esfumarnos en el olvido. Ustedes observan nuestra cultura pisoteada, nuestras lenguas aplastadas y nosotros adoptamos su forma de vestir. Luego, con caras sonrientes, nos roban nuestra literatura de nuestros propios anaqueles. Piratas. Malditos piratas literarios todos ustedes.
– Hemos penetrado más en el corazón de Dante de lo que usted puede imaginar -replicó Lowell-. Es su gente, su país, los que lo han dejado huérfano, ¡permítame que se lo recuerde!
Longfellow hizo un movimiento para contener a Lowell y luego habló:
– Signor Bachi, lo observamos en el muelle. Por favor, explíquese. ¿Por qué enviaba usted su traducción a Italia?
– Supe que en Florencia estaba previsto honrar su versión del Inferno en el último año de la conmemoración de Dante, pero que usted no había terminado su trabajo, y corría peligro de llegar una vez cerrado el plazo de admisión. Yo había dedicado muchos años a traducir Dante en mi estudio, en ocasiones con la ayuda de viejos amigos como el signor Lonza, cuando aún estaba bien. Supongo que creíamos que, si lográbamos demostrar que Dante podía estar tan vivo en inglés como en italiano, también nosotros conseguiríamos prosperar en Norteamérica. Nunca pensé ver publicada la traducción. Pero cuando el pobre Lonza murió atendido por extraños, supe que sólo nuestro trabajo debería sobrevivir. Con la condición de que yo encontrara una manera de imprimirla por mi cuenta, mi hermano accedió a llevar mi traducción a un encuadernador al que conocía en Roma, y luego presentarla personalmente ante la comisión y abogar por nuestro caso. Bien, pues encontré a un impresor de papeletas de juego, y el único en Boston que me imprimía la traducción una semana o así antes de la partida de Giuseppe…, y barato. Pero el idiota del impresor no acabó hasta el último minuto, y probablemente no hubiera terminado de no haber necesitado mis míseras monedas. El muy bribón andaba metido en problemas por falsificar moneda para uso de jugadores locales, y por lo que sé tuvo que echar el cierre a toda prisa.
»Cuando llegué al muelle, tuve que suplicar a un oscuro Caronte en el embarcadero que remara en una barquichuela hasta el Anonimo. Una vez dejé el manuscrito a bordo del vapor, regresé directamente a tierra. Todo el asunto quedó en nada; se sentirán ustedes felices al saberlo. La comisión «no estaba interesada en la recepción de nuevos trabajos para nuestro festival».
Bachi hizo una serie de visajes al evocar su derrota.
– ¡Por eso la presidencia de la comisión le envió a usted las cenizas de Dante! -dijo Lowell volviéndose hacia Longfellow-. ¡Para dejar sentado que la admisión de su traducción estaba asegurada en los festejos, como la representante norteamericana!
Longfellow se quedó pensativo por un momento y dijo:
– Las dificultades del texto de Dante son tan grandes que dos o tres versiones independientes serían más aceptables para los lectores interesados, mi querido signore.
La expresión de dureza en el rostro de Bachi se deshizo.
– Compréndanlo. Siempre tuve' en gran estima la confianza que ustedes me demostraron contratándome para la universidad, y yo no pongo en tela de juicio el valor de su poesía. Si he hecho algo de lo que deba avergonzarme debido a mi situación… -De repente se detuvo. Tras una pausa, continuó-: El exilio sólo deja la esperanza más leve. Quizá, sólo quizá, pensaba que para mí hacer vivir a Dante en el Nuevo Mundo, con mi traducción, era una forma de abrir mis horizontes. ¡De qué manera tan diferente me considerarían en Italia!
– ¡Usted -lo acusó de pronto Lowell-, usted grabó aquella amenaza en la ventana de Longfellow para asustarnos y que Longfellow detuviera su traducción!
Bachi vaciló, pretendiendo no haber comprendido. Sacó una botella negra del abrigo y se la llevó a los labios, como si su garganta fuera un embudo que condujera a algún lugar lejano. Cuando acabó, temblaba.
– No me tomen por un borrachín, professori. Nunca bebo más de lo que me conviene, al menos no cuando estoy en buena compañía. El mal consiste en esto: ¿qué puede hacer un hombre solo en las pesadas horas del invierno de Nueva Inglaterra? -Su ceño hizo un gesto sombrío-. Y ahora ¿hemos terminado aquí? ¿O desean ustedes seguir ensañándose con mis frustraciones?
– Signore -dijo Longfellow-. Debemos saber qué le enseñó al señor Galvin. ¿Habla y lee italiano ahora?
Bachi echó la cabeza atrás y rompió a reír.
– ¡Ese hombre no podría leer inglés aunque tuviera a su lado a Noah Webster! Vestía siempre su uniforme militar azul, raído, con botones dorados. Quería Dante, Dante, Dante. No se le ocurrió que debía empezar por aprender el idioma. Che stranezza!
– ¿Le prestó usted su traducción? -preguntó Longfellow.
Bachi negó con la cabeza.
– Yo esperaba mantener esa empresa enteramente en secreto. Estoy seguro de que todos sabemos cómo reacciona su señor Fields frente a alguien que trate de rivalizar con sus autores. De todas maneras, procuré complacer los extraños deseos del signor Galvin. Le sugerí que las lecciones introductorias de italiano las lleváramos a cabo leyendo juntos la Commedia, línea por línea. Pero era como leer junto a un animal mudo. Entonces quiso darme un sermón sobre el infierno de Dante, pero yo me negué por principio: si quería contratarme como profesor particular, debía aprender italiano.
– ¿Le dijo usted que no continuara las lecciones? -preguntó Lowell.
– Eso me hubiera proporcionado gran placer, professore. Pero un día dejó de llamarme. Desde entonces no he sido capaz de encontrarlo… y aún no me ha pagado.
– Signore -dijo Longfellow-, esto es muy importante. ¿Habló alguna vez el señor Galvin de individuos de nuestro tiempo, de nuestra ciudad, que él relacionara con sus ideas sobre Dante? Debe usted considerar si alguna vez mencionó a alguno. Quizá personas vinculadas a la universidad, interesadas en desacreditar a Dante. Bachi sacudió la cabeza.
– Apenas hablaba. Signor Longfellow, era como un buey mudo. ¿Tiene algo que ver con la campaña actual de la universidad contra su trabajo?
Lowell prestó especial atención.
– ¿Qué sabe usted de eso?
– Lo advertí cuando fue a verme, signore. Le dije que tuviera cuidado con su curso sobre Dante, ¿no es así? ¿Recuerda cuando me vio en el campus unas semanas antes de aquel encuentro? Yo había recibido un mensaje para reunirme con un caballero y sostener con él una entrevista confidencial… ¡Oh, yo estaba convencido de que los miembros de la corporación de Harvard iban a restituirme en mi puesto! ¡Imagine mi estupidez! La verdad es que aquel tipejo tenía el encargo de demostrar los perniciosos efectos de Dante sobre los estudiantes y quería que yo lo ayudara.
– Simon Camp -dijo Lowell apretando los dientes.
– Estuve a punto de darle un puñetazo, se lo aseguro.
– Ojalá se lo hubiera dado, signor Bachi. -Y Lowell compartió una sonrisa con su interlocutor-. Con todo esto ya puede acreditar la ruina de Dante. ¿Y qué le contestó usted?
– ¿Y qué iba a contestarle? Todo lo que se me ocurrió decirle es «váyase al diablo». Aquí estoy, sin apenas poderme ganar el pan después de tantos años en la universidad, ¿y quién, en la administración, contrata a ese imbécil?
Lowell emitió una risita.
– ¿Quién podría ser? El doctor Mana… -Se interrumpió bruscamente y giró sobre sí mismo para dirigir una significativa mirada a Longfellow-. El doctor Manning.
Caroline Manning barrió los cristales rotos.
– Jane, la mopa!
Llamó a la criada por segunda vez, malhumorada por el charco de jerez que se secaba sobre la alfombra de la biblioteca de su marido.
Mientras la señora Manning abandonaba la habitación, sonó la campanilla de la puerta. Apartó la cortina apenas una pulgada, suficiente para ver a Henry Wadsworth Longfellow. ¿Por qué se presentaba a aquellas horas? Casi no había visto en los últimos años a aquel pobre hombre, salvo unas pocas ocasiones en torno a Cambridge. No comprendía cómo alguien podía sobrevivir a tantas cosas; cómo parecía invencible. Y allí estaba ella, con un recogedor de basura, con un innegable aspecto de ama de casa.
La señora Manning se excusó: el doctor Manning no se encontraba en casa. Explicó que había estado esperando una visita y había reclamado privacidad. Él y su huésped debían haber salido a dar una vuelta, aunque le parecía algo raro con aquel tiempo horrible. Y habían dejado algún vaso roto en la biblioteca.
– Pero usted ya sabe cómo beben a veces los hombres -añadió.
– ¿Pudieron haber tomado un carruaje?
La señora Manning dijo que la epidemia que afectaba a las caballerías lo hubiera impedido: el doctor Manning había prohibido terminantemente que se movieran lo más mínimo sus caballos. Aun así, accedió a acompañar a Longfellow a la cuadra.
– ¡Santo Dios! -exclamó cuando no encontraron rastro del coche ni de los caballos del doctor Manning-. Algo sucede, ¿no es así, señor Longfellow? ¡Santo Dios! -repitió.
Longfellow no respondió.
– ¿Le ha ocurrido algo? ¡Debe decírmelo en seguida!
Longfellow habló despacio:
– Debe usted permanecer en casa esperando. Él regresará sin novedad, señora Manning; se lo prometo.
Había aumentado el fragor de los vientos que soplaban sobre Cambridge, y dolían en la piel.
– El doctor Manning -dijo Fields, con los ojos fijos en la alfombra de Longfellow veinte minutos más tarde. Tras abandonar la casa de Galvin, se encontraron con Nicholas Rey, quien se proveyó de un carruaje policial y de un caballo sano, que utilizó para llevarlos a la casa Craigie-. Ha sido nuestro peor adversario desde el comienzo. ¿Por qué Teal no fue a por él antes?
Holmes permanecía de pie, inclinado sobre el escritorio de Longfellow.
– Porque es el peor, querido Fields. A medida que el infierno se hace más profundo, se estrecha y los pecadores se vuelven más flagrantes, más culpables, menos arrepentidos de lo que han hecho. Hasta llegar a Lucifer, que inició todo el mal en el mundo. Healey, como el primero en ser castigado, difícilmente ha sido consciente de su rechazo; ésa es la naturaleza de su «pecado», que permanece como un acto indiferente.
El patrullero Rey se quedó de pie, en toda su estatura, en el centro del estudio.
– Caballeros, deben ustedes revisar los sermones pronunciados por el señor Greene la semana pasada, para que podamos deducir dónde se ha llevado Teal a Manning.
– Greene empezó su serie de sermones con los hipócritas -explicó Lowell-. Luego continuó con los falsarios, incluyendo a los monederos falsos, y finalmente, en el sermón del que fuimos testigos Fields y yo, trató de los traidores.
– Manning no era un hipócrita -dijo Holmes-. Iba tras Dante desde dentro y hacia fuera. Y los traidores contra la familia no se comportan así.
– Entonces nos quedan los falsarios y los traidores contra la propia nación -concluyó Longfellow.
– En realidad, Manning no se comprometió en ningún fraude -intervino Lowell-. Es cierto que nos ocultó sus actividades, pero ése no fue su principal modo de agresión. Muchas de las sombras del infierno de Dante habían sido culpables de carretadas de pecados, pero el pecado que define sus acciones es el que determina su destino en el infierno. Los falsarios deben cambiar de una forma a otra para cumplir su contrapasso, como Sinón, el griego, que engañó a los troyanos para que dieran la bienvenida al caballo de madera.
– Los traidores contra la nación socavan el bienestar del propio pueblo -dijo Longfellow-. Los encontramos en el noveno círculo, el más bajo.
– Combatiendo nuestros proyectos sobre Dante, en este caso -añadió Fields.
Holmes consideró esto último.
– Así es, ¿verdad? Hemos sabido que Teal se viste de uniforme cuando actúa a su manera dantesca, tanto si estudia a Dante como si prepara sus crímenes. Esto arroja luz sobre su paisaje mental: en su insania, intercambia la salvaguardia de la Unión y la de Dante.
– Y Teal sería testigo de los planes de Manning -dijo Longfellow-gracias a su puesto de conserje en el edificio principal de la universidad. Para Teal, Manning se cuenta entre los peores traidores a la causa para cuya protección se ha puesto en pie de guerra. Teal se ha reservado a Manning para el final.
– ¿Cuál sería el castigo que deberíamos buscar? -se interesó Nicholas Rey.
Todos aguardaron a que Longfellow respondiera.
– Los traidores son introducidos completamente en hielo, del cuello abajo, en un lago que a causa del hielo parecería de cristal y no de agua.
– Todas las charcas de Nueva Inglaterra se han helado en las dos últimas semanas -gruñó Holmes-. Manning podría estar en cualquier lugar, ¡y nosotros no contamos más que con un caballo cansado para ir en su busca!
Rey sacudió la cabeza.
– Ustedes, caballeros, quédense aquí, en Cambridge, y busquen a Teal y a Manning. Yo iré a Boston en busca de ayuda.
– ¿Y qué hacemos si vemos a Teal? -preguntó Holmes.
– Usen esto -y Rey les alargó su porra de policía.
Los cuatro eruditos iniciaron su patrulla por las desiertas orillas del río Charles, de Beaver Creek, cerca de Elmwood, y de Fresh Pond. Alumbrándose con los débiles halos de sus linternas de gas, se hallaban en tal estado de alerta mental, que apenas se daban cuenta de la indiferencia con que transcurría la noche sin aportarles el mínimo avance. Se envolvieron en múltiples abrigos, que no evitaban que el hielo se acumulara en sus barbas (en el caso del doctor Holmes, en sus pobladas cejas y patillas). El mundo parecía extraño y silencioso sin el ocasional ruido de los cascos de los caballos al trote. Reinaba un silencio que parecía extenderse por todo el camino al Norte, interrumpido sólo por los bruscos resoplidos de las locomotoras en la distancia, transportando constantemente mercancías de un punto a otro.
Cada uno de los dantistas imaginaba con gran detalle cómo, en aquel preciso momento, el patrullero Rey perseguía a Dan Teal por Boston, deteniéndolo y esposándolo en nombre de la comunidad; cómo Teal se explicaría, rabioso, justificándose, pero se rendiría a la justicia, y como Yago nunca volvería a hablar de sus acciones. Varias veces se animaron unos a otros,. Longfellow, Holmes, Lowell y Fields, mientras daban vueltas en torno a las heladas vías de agua.
Empezaron a conversar, el doctor Holmes el primero, por supuesto. Pero los demás también se confortaban con un intercambio de susurros. Hablaron sobre escribir versos conmemorativos, sobre nuevos libros, sobre actividades políticas con las que no habían sintonizado hasta poco antes; Holmes volvió a contar la historia de sus primeros años de práctica médica, cuando colgó un cartel:
LAS MAS INSIGNIFICANTES FIEBRES SON GRATAMENTE RECIBIDAS
Hasta que su ventana fue rota por unos borrachos.
– He hablado demasiado, ¿verdad? -Holmes meneó la cabeza como censurándose-. Longfellow, me gustaría hacerle hablar más de usted mismo.
– No -replicó Longfellow pensativamente-. Creo que nunca lo hago.
– ¡Ya sé que nunca lo hace! Pero una vez usted se me confesó. -Holmes lo consideró dos veces antes de seguir-. Cuando conoció a Fanny.
– No, creo que nunca lo hice.
Cambiaron varias veces de parejas, como si estuvieran bailando; y también cambiaron de conversaciones. A veces caminaban los cuatro juntos, y parecía que su peso iba a romper la costra helada bajo sus pies. Siempre iban tomados del brazo.
Al menos la noche era clara. Las estrellas estaban fijadas en perfecto orden. Oyeron los golpes de los cascos del caballo que traía a Nicholas Rey, quien iba envuelto en el vapor de la respiración del animal. A medida que se aproximaba, cada uno de ellos imaginaba en silencio el aspecto de incontenible triunfo en el llamativo semblante del joven, pero su rostro reflejaba gravedad. Informó de que ni Teal ni Augustus Manning habían sido vistos. Había reclutado a media docena de patrulleros para peinar el río Charles en toda su longitud, pero sólo cuatro caballos más pudieron quedar al margen de la cuarentena. Rey se alejó, no sin advertir cautela a los Poetas junto a la chimenea y prometiéndoles continuar la búsqueda por la mañana.
¿Quién sugirió, a las tres y media, descansar un rato en casa de Lowell? Una vez allí, dos se acomodaron en la sala de música y otros dos, en el estudio contiguo. Ambas estancias eran gemelas en su disposición, con las chimeneas dándose la espalda. Fanny Lowell se retiró arriba debido a los ansiosos ladridos de los cachorros. Les hizo té, pero Lowell no le explicó nada y se limitó a refunfuñar por la epidemia de las caballerías. Ella había enfermado de inquietud por la ausencia de su marido. Éste acabó por darse cuenta de lo tarde que era, y despachó a su criado William para que llevara mensajes a las casas de los demás. Permanecieron adormilados en Elmwood media hora -no más-, junto a las dos chimeneas.
A la hora en que el mundo permanecía inmóvil, el calor daba de lleno en un lado del rostro de Holmes. Todo su cuerpo estaba tan hondamente fatigado que apenas se dio cuenta cuando se vio de nuevo en pie y atravesando con paso quedo una estrecha cancela en el exterior. El hielo que cubría el suelo había empezado a derretirse rápidamente a causa de un brusco aumento de la temperatura, y el fango se aglomeraba en los regueros de agua. El suelo bajo sus botas se había vuelto desigual y formaba pendientes, y Holmes sentía que debía agacharse como si estuviera escalando una ladera. Dirigió una mirada a la comunidad de Cambridge, donde podía distinguir aquellos cañones de la guerra de la Independencia que habían escupido columnas de humo, y el corpulento Olmo de Washington que, con sus miles de ramas, semejantes a dedos, crecía en todas direcciones. Holmes miró atrás y pudo ver a Longfellow deslizarse lentamente hacia él. Holmes se apresuró a su encuentro. No le gustaba que Longfellow permaneciera solo demasiado tiempo, pero un estruendo atrajo entonces la atención del doctor.
Dos caballos con manchas de color fresa y cascos albinos avanzaban tempestuosamente hacia él, ambos arrastrando sendos carruajes destartalados. Holmes se encogió y cayó de rodillas. Se agarró los tobillos y levantó la vista a tiempo para ver a Fanny Longfellow -flores de fuego volaban de su cabello suelto y de su amplio pecho-llevando las riendas de uno de los caballos, y a Junior controlando con mano segura el otro, como si no hubiera hecho otra cosa desde el día en que nació. Cuando las dos figuras pasaron arrolladoramente a ambos lados del pequeño doctor, a éste no le pareció posible conservar el equilibrio y se deslizó hacia la oscuridad.
Holmes se levantó del sillón y permaneció de pie, con las rodillas a unas pulgadas de la chimenea donde crepitaba la leña. Levantó la mirada. Sobre su cabeza, chisporroteaba la lámpara.
– ¿Qué hora es? -preguntó, cuando se dio cuenta de que había estado soñando.
El reloj de Lowell le respondió: las seis menos cuarto. Los ojos de Lowell se abrieron como los de un niño adormilado y se agitó en su sillón. Preguntó si sucedía algo. El sabor amargo que le llenaba la boca le hacía difícil abrirla.
– Lowell, Lowell -dijo Holmes, descorriendo todas las cortinas-. Un par de caballos.
– ¿Qué?
– Creo haber oído un par de caballos fuera. No; estoy completamente seguro de ello. Corrían frente a su ventana hace sólo unos segundos; han pasado muy cerca y a toda prisa. Sin duda se trataba de dos caballos. El patrullero Rey sólo dispone de uno en este momento. Longfellow dijo que Teal le robó dos a Manning.
– Nos hemos quedado dormidos -replicó Lowell, alarmado, parpadeando y mirando a través de las ventanas cómo había empezado a hacerse de día.
Lowell despertó a Longfellow y a Fields, y luego tomó su catalejo y su fusil, que se echó al hombro. Cuando se dirigían a la puerta, Lowell vio a Mabel, envuelta en su bata, entrar en el vestíbulo. Él se detuvo, aguardando una reprimenda, pero ella se limitó a quedarse quieta, de pie, con la mirada perdida. Lowell volvió sobre sus pasos y la abrazó estrechamente. Cuando se oyó a sí mismo susurrar «gracias», ella ya había pronunciado la misma palabra.
– Ahora debes tener cuidado, padre. Por madre y por mí.
Al pasar del calor al aire frío del exterior, se recrudeció con toda su fuerza el asma de Holmes. Lowell corrió delante, en busca de huellas recientes de cascos, mientras los otros deambulaban con expresión circunspecta entre los despojados olmos, que alzaban al cielo sus desnudas ramas.
– Longfellow, mi querido Longfellow… -decía Holmes.
– Holmes -respondió el poeta amablemente.
Holmes aún podía ver ante sus ojos los vívidos fragmentos soñados, y tembló al mirar a su amigo. Temía que pudiera escapársele: Acabo de ver a Fan ny venir por nosotros. ¡La he visto!
– Hemos olvidado la porra de la policía en su casa, ¿verdad?
Fields apoyó la mano en el pequeño hombro del doctor, para darle confianza.
– Ahora mismo, una onza de coraje vale por el rescate de un rey, querido Wendell.
Más adelante, Lowell se inclinó, apoyándose en una rodilla. Recorrió con el catalejo el estanque situado enfrente. Sus labios temblaban a causa del temor. Al principio creyó ver algunos muchachos pescando en el hielo. Pero luego, al desplazar el catalejo, pudo ver el lívido rostro de su alumno Pliny Mead: sólo su rostro.
La cabeza de Mead era visible a través de una estrecha abertura practicada en el lago de hielo. El resto de su cuerpo desnudo estaba oculto por el agua helada, bajo la cual tenía los pies atados. Sus dientes castañeteaban violentamente. La lengua estaba vuelta hacia la parte posterior de la boca. Los brazos desnudos de Mead estaban extendidos sobre el hielo y fuertemente amarrados con algún tipo de cuerda, que se prolongaba desde las muñecas hasta el carruaje del doctor Manning, atado en las cercanías. Mead, semiinconsciente, se hubiera deslizado por el agujero abajo y hubiera muerto, de no ser por aquella atadura. En la trasera del carruaje estacionado, Dan Tea¡, resplandeciente con su uniforme militar, pasaba los brazos bajo otra figura desnuda, la levantó y echó a andar sobre el traicionero hielo. Transportaba el fláccido y blanco cuerpo de Augustus Manning, cuya barba resbalaba de manera forzada sobre su delgado pecho. Las piernas y las caderas estaban atadas, y su cuerpo temblaba mientras Teal cruzaba el liso estanque.
La nariz de Manning se había puesto rojo oscuro, y bajo ella se había formado una gruesa costra de sangre seca de color marrón. Teal deslizó primero los pies en otra abertura del lago helado, a unos treinta centímetros de los de Mead. La impresión causada por el agua gélida devolvió a Manning a la vida: chapoteó y se agitó alocadamente. Entonces Teal desató los brazos de Mead, de tal modo que la única fuerza capaz de evitar que los dos hombres desnudos se deslizaran a sus respectivos agujeros era un furioso intento, instintivamente comprendido e instantáneamente emprendido por ambos, de agarrar las manos extendidas del otro.
Teal trepó por el talud para verlos debatirse, y entonces sonó un disparo. Acertó la corteza de un árbol detrás del asesino.
Lowell volvió a apuntar, agarrando su arma y deslizándose por el hielo.
– ¡Teal! -gritó.
Dispuso el fusil para otro disparo. Longfellow, Holmes y Fields avanzaron a gatas hasta colocarse detrás de Lowell.
– ¡Señor Teal, debe acabar con esto! -chilló Fields.
Lowell no podía creer lo que vio por encima del cañón de su arma. Teal permanecía perfectamente inmóvil.
– ¡Dispare, Lowell, dispare! -lo urgió Fields dando voces.
A Lowell siempre le gustaba apuntar en las expediciones de caza, pero nunca abrir fuego. Ahora el sol se elevaba a una altura perfecta, desplegándose sobre la vasta superficie cristalina.
Por un momento, los hombres quedaron cegados por el reflejo. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado, Teal había desaparecido, y les llegó el eco de los apagados sonidos de su carrera por el bosque. Lowell disparó a la espesura.
Pliny Mead, temblando inconteniblemente, no reaccionaba, mientras su cabeza iba resbalando por 'el hielo y su cuerpo se hundía poco a poco en las mortíferas aguas. Manning pugnaba por mantener agarrados los escurridizos brazos del muchacho; después, sus muñecas y sus dedos, pero el peso era excesivo. Mead hundió ambos brazos en el agua. El doctor Holmes se lanzó, deslizándose por el hielo. Introdujo ambos brazos en el agujero, agarrando a Mead por los cabellos y las orejas y tiró y tiró hasta que pudo abrazarlo por el tórax. Entonces tiró un poco más hasta que el muchacho quedó tumbado sobre el hielo. Fields y Longfellow tomaron a Manning por los brazos y lo deslizaron hasta la superficie antes de que llegara a caer en el agujero. Le desataron las piernas y los pies.
Holmes oyó el chasquido de un látigo y levantó la mirada, para ver a Lowell en el pescante del carruaje abandonado. Azuzaba a los caballos en dirección a los bosques. Holmes dio un salto y corrió hacia él:
– ¡No, Jamey! -gritó-. ¡Necesitamos llevarlos a que entren en calor o morirán!
– ¡Teal escapará, Holmes!
Lowell detuvo los caballos y se quedó mirando la patética figura de Augustus Manning, debatiéndose torpemente sobre el estanque helado como un pez fuera del agua. Allí estaba el doctor Manning casi acabado, y Lowell sólo era capaz de sentir compasión por él. El hielo se curvó bajo el peso de los miembros del club Dante y de las víctimas destinadas a ser asesinadas, y el agua brotaba formando burbujas a través de nuevos agujeros que se abrían conforme avanzaban. Lowell saltó del carruaje en el preciso momento en que uno de los chanclos de Longfellow rompía una delgada franja de hielo. Lowell llegó a tiempo de agarrarlo.
El doctor Holmes se quitó los guantes y el sombrero y luego el gabán y la levita, y empezó a amontonarlos sobre Pliny Mead.
– ¡Envuélvanlos en lo que tengan! ¡Tápenles la cabeza y el cuello!
Rasgó el corbatín y lo ató al cuello del muchacho. Luego se quitó las botas y los calcetines e introdujo en ellos los pies de Mead. Los otros miraron con atención cómo danzaban las manos de Holmes y lo imitaron.
Manning trató de hablar, pero lo que salió de su boca fue un gruñido entrecortado, como una débil cantilena. Trató de levantar la cabeza del hielo, pero estaba enteramente confuso cuando Lowell le encasquetó su sombrero.
Holmes gritó:
– ¡Asegúrense de que los mantienen despiertos! ¡Si caen dormidos, los perdemos!
Con dificultades, transportaron los cuerpos ateridos al carruaje. Lowell, despojado de su ropa hasta quedarse en mangas de camisa, volvió a situarse en el pescante. Siguiendo las instrucciones de Holmes, Longfellow y Fields masajeaban el cuello y los hombros de las víctimas y les levantaban los pies para facilitar la circulación.
– ¡Corra, Lowell, corra! -lo animaba Holmes.
– ¡Vamos todo lo aprisa que podemos, Wendell!
Holmes se había dado cuenta en seguida de que Mead era el que estaba peor. Una terrible herida en la parte posterior de la cabeza, seguramente inferida por Teal, era una mala complicación que se añadía a la letal exposición al frío. Holmes estimulaba frenéticamente la circulación del muchacho durante su breve trayecto de regreso a la ciudad. A su pesar, resonaba en la mente de Holmes el poema que recitaba a sus estudiantes para recordarles cómo tratar a sus pacientes:
Si a la pobre víctima hay que percutir,
no conviertas en un yunque su busto doliente.
(Hay doctores en cientos de millas a la redonda
que golpean un tórax como martillos pilones.)
En cuanto a tus preguntas, por favor, no trates
de sonsacar a tu paciente y dejarlo completamente seco;
no es un molusco retorciéndose en un plato;
tú no eres Agassiz y él no es un pez.
El cuerpo de Mead estaba tan frío que hacía daño al tocarlo.
– El chico estaba perdido antes de nuestra llegada al Fresh Pond. No hubo manera de hacer más por él. Debe aceptarlo, mi querido Holmes.
El doctor Holmes deslizaba entre sus dedos, atrás y adelante, el tintero de Tennyson, propiedad de-Longfellow. Ignoraba a Fields y las puntas de los dedos se le ennegrecían con manchas de tinta.
– Y Augustus Manning le debe la vida -decía Lowell-. Y a mí, mi sombrero -añadió-. Ahora en serio, Wendell, ese hombre hubiera vuelto a ser polvo sin usted. ¿No se da cuenta? Hemos desbaratado los planes de Lucifer. Hemos arrancado a un hombre de las fauces del diablo. Esta vez hemos vencido gracias a que usted se entregó por completo, querido Wendell.
Las tres hijas de Longfellow, primorosamente vestidas para salir, llamaron a la puerta del estudio. Alice fue la primera en entrar:
– Papá, Trudy y las demás niñas están en la colina, deslizándose en trineo. ¿Podemos ir?
Longfellow miró a sus amigos, acomodados en sillones alrededor de la habitación. Fields se encogió de hombros.
– ¿Habrá allí otros niños? -preguntó Longfellow.
– ¡Todos los de Cambridge! -anunció Edith.
– Muy bien -dijo Longfellow, pero luego las estudió como si lo desbordaran sus propias reservas mentales-. Annie Allegra, quizá deberías quedarte aquí con la señorita Davie.
– ¡Oh, por favor, papá! ¡Hoy estreno zapatos! -Annie levantó el pie como prueba.
– Mi querida Panzíe -dijo Longfellow sonriendo-. Te prometo que sólo por esta vez.
Las otras dos salieron brincando, y la pequeña se dirigió al vestíbulo, en busca de su niñera.
Nicholas Rey llegó con uniforme militar de gala, con guerrera azul y capote. Informó de que no se había encontrado nada. Pero el sargento Stoneweather había desplegado varios destacamentos en busca de Benjamin Galvin.
– La Oficina de Salud Pública ha anunciado que ha pasado lo peor de la epidemia caballar, y se ha liberado a varias docenas de animales de la cuarentena.
– ¡Excelente! Entonces, podremos formar un equipo e iniciar la búsqueda -dijo Lowell.
– Profesor, caballeros… -Rey tomó asiento-. Ustedes han descubierto la identidad del asesino. Ustedes han salvado una vida y, quizá, otras que nunca sabremos.
– Esas vidas estaban en peligro, ante todo, por nuestra causa -puntualizó Longfellow suspirando.
– No, señor Longfellow. Lo que Benjamin Galvin encontró en Dante lo hubiera encontrado en cualquier sitio a lo largo de su vida. Ustedes no han invocado ninguno de esos horrores. Pero lo que han llevado a cabo a su sombra es innegable. Y son afortunados por haber salido con bien de todo esto. Ahora deben dejar a la policía terminar el caso, para seguridad de todos.
Holmes le preguntó a Rey por qué vestía su uniforme militar.
– El gobernador Andrew da hoy otro de sus banquetes para soldados en la asamblea legislativa. Está claro que Galvin ha continuado apegado a su servicio militar. Podría muy bien aparecer.
– Agente, no sabemos cómo responderá al hecho de habérsele malogrado su último asesinato -dijo Fields-. ¿Qué ocurrirá si trata de castigar de nuevo a los traidores? ¿Y si vuelve a intentarlo con Manning?
– Tenemos patrulleros vigilando las casas de todos los miembros de la corporación de Harvard y de los supervisores, incluido el doctor Manning. También montamos guardia en todos los hoteles para proteger a Simon Camp en caso de que Galvin vaya tras él como otro traidor a Dante. Tenemos a varios hombres en el vecindario de Galvin, y vigilamos su casa de cerca.
Lowell caminó hasta la ventana y miró la avenida frente a la casa de Longfellow, donde vio a un hombre con un pesado gabán azul pasar frente a la cancela y luego girar en la dirección opuesta. -¿También tiene usted un hombre ahí? -preguntó Lowell. Rey asintió.
– En cada una de sus casas. Por su elección de las víctimas, parece que Galvin se considera a sí mismo el guardián de ustedes. Así que puede pensar en reunirse con ustedes para decidir qué hacer después de este vuelco de los acontecimientos. Si lo hace, lo cogeremos.
Lowell lanzó su cigarro al fuego. De repente, aquella autocomplacencia lo disgustó.
– Agente, creo que es un asunto desagradable. ¡No podemos quedarnos sentados en esta habitación, inermes, todo el día!
– No les sugiero que lo hagan, profesor -replicó Rey-. Regresen a sus casas, pasen el tiempo con sus familias. El deber de proteger a esta ciudad me corresponde a mí, caballeros, pero a ustedes se les echa mucho de menos en todas partes. Su vida debe empezar a recuperar la normalidad a partir de ahora, profesor.
Lowell levantó la vista, contrariado.
– Pero…
Longfellow sonrió.
– En la vida, gran parte de la felicidad no consiste en librar batallas, mi querido Lowell, sino en evitarlas. Una magistral retirada es en sí misma una victoria.
– Reunámonos de nuevo esta noche -dijo Rey-. Con un poco de buena suerte, tendré buenas noticias para ustedes. ¿De acuerdo?
Los eruditos asintieron, con expresiones de contrariedad y de gran alivio.
El patrullero Rey continuó reclutando agentes aquella tarde; muchos de ellos habían evitado en silencio a Rey por prudencia. Pero él ya sabía desde hacía tiempo quiénes eran. Conocía al instante cuándo un hombre lo miraba sencillamente como a otro hombre y no como a un negro o mulato. Su mirada directa a los ojos precisaba poca persuasión adicional.
Apostó un patrullero frente al jardín de la casa del doctor Manning. Mientras Rey estaba hablando con el patrullero, bajo un arce, Augustus Manning salió en tromba por la puerta lateral.
– ¡Alto! -exclamó Manning, mostrando un fusil.
Rey se volvió.
– Somos la policía… La policía, doctor Manning.
Manning temblaba como si aún estuviera atrapado en el hielo.
– Vi por la ventana su uniforme del ejército, agente. Pensé que aquel loco…
– No tiene usted por qué preocuparse.
– ¿Ustedes…, ustedes me protegerán?
– Mientras sea necesario. Este agente vigilará su casa. Va bien armado.
El otro patrullero se desabrochó la chaqueta y mostró su revólver.
Manning asintió débilmente, como señal de aceptación, y extendió su brazo dubitativamente, permitiendo que el policía mulato lo escoltara al interior.
Luego, Rey condujo su carruaje al puente de Cambridge. Distinguió otro carruaje detenido, bloqueando el paso. Dos hombres estaban inclinados sobre una de las ruedas. Rey se situó en un lado de la calzada, se apeó y caminó hacia los que sufrían la avería, con ánimo de ayudar.
– Detectives, ¿puedo serles útil? -preguntó Rey.
– Creo que deberíamos tener una charla con usted en la comisaría, Rey -dijo uno.
– Me temo que ahora no tengo tiempo.
– Se nos ha informado de que usted interviene en un asunto sin la debida autorización, señor -dijo otro, adelantándose.
– No creo que eso sea de su competencia, detective Henshaw -dijo Rey tras una pausa.
El detective se frotó un dedo contra otro. Un detective se aproximó a Rey amenazadoramente. Rey se volvió hacia él.
– Soy un agente de la ley. Si me golpea, golpea a la comunidad. El detective dirigió un puñetazo al abdomen de Rey y luego le encajó otro en la mandíbula. Rey se dobló sobre sí mismo, protegiéndose con el cuello de la guerrera. La sangre le brotaba de la boca mientras los otros lo cargaban en la trasera de su carruaje.
El doctor Holmes estaba sentado en su gran mecedora tapizada de cuero, haciendo tiempo para acudir a su cita en casa de Longfellow. Una persiana parcialmente abierta dejaba entrar una pálida y religiosa luz sobre la mesa. Wendell Junior subía corriendo al segundo piso.
– Wendy, muchacho -le llamó Holmes-. ¿Adónde vas?
Junior volvió a bajar lentamente la escalera.
– ¿Cómo estás, padre? No te había visto.
– ¿Puedes sentarte un minuto o dos?
Junior se acomodó en el borde de una mecedora verde.
El doctor Holmes preguntó sobre la facultad de Derecho. Junior respondió con indiferencia, esperando la acostumbrada invectiva contra los estudios de leyes, pero tal cosa no sucedió. El doctor Holmes admitió que nunca pudo meterse en la piel de la ley, cuando tuvo que escoger una vez terminada la universidad. La segunda edición mejora la primera, suponía.
El tranquilo tictac del reloj ritmaba su silencio en prolongados segundos.
– ¿Nunca has pasado miedo, Wendy? -preguntó el doctor Holmes en medio de aquel silencio-. En la guerra, quiero decir.
Junior se quedó mirando a su padre, bajo su oscura frente, y sonrió con calidez.
– Es algo estúpido, papá, ponerse a hacer discursos cada vez que uno puede entrar en combate o caer muerto. No hay poesía en una contienda.
El doctor Holmes permitió a su hijo volver a su trabajo. Junior asintió y volvió a subir la escalera.
Holmes debía ponerse en camino para reunirse con los demás. Decidió armarse con el mosquete de pedernal de su abuelo, que había sido utilizado por última vez en la guerra de la Independencia. Ésa era la única arma que Holmes permitía en su casa, y la guardaba como una pieza histórica en el sótano.
Los tranvías continuaban fuera de servicio. Conductores y cobradores trataron de empujar los coches a fuerza de brazos, sin éxito. El Ferrocarril Metropolitano también trató de utilizar bueyes para arrastrar sus vagones, pero sus cascos eran demasiado tiernos para el duro pavimento. Así que Holmes se desplazó a pie, caminando por las calles sinuosas de Beacon Hill, perdiendo por unos pocos segundos el carruaje de Fields, pues el editor acudió a casa de Holmes con el propósito de acompañarlo. El doctor tomó el puente del Oeste, tendido sobre el Charles parcialmente helado, y atravesó Gallows Hill. Hacía tanto frío que la gente se golpeaba las orejas con las manos, encogía los hombros y corría. El asma hacía sentir a Holmes que el recorrido era el doble de largo que en la realidad. Pasó ante la vieja Primera Iglesia de Cambridge, la del reverendo Abiel Holmes. Se deslizó al interior de la capilla vacía y se sentó. Los bancos eran los de siempre, oblongos, con un saliente delante de los feligreses para apoyar los libros de himnos. Había un fastuoso órgano, algo que el reverendo Holmes nunca hubiera permitido.
Holmes padre perdió la iglesia durante una secesión de su congregación, promovida por miembros que deseaban recibir a ministros unitaristas como ocasionales predicadores invitados a su púlpito. El reverendo se negó, y el reducido número de fieles que se quedó se trasladó con él a otra iglesia. Las capillas unitaristas estaban de moda por aquellos días, pues la «nueva religión» ofrecía amparo frente a las doctrinas del pecado innato y la indefensión humana propuesta por el reverendo Holmes y sus hermanos, aún más tremendistas. Fue también en una de esas iglesias donde el doctor Holmes dio la espalda a las creencias paternas y halló otra clase de amparo en la religión razonada antes que en el temor de Dios.
También había amparo bajo los pavimentos de madera, pensaba Holmes, cuando intervinieron los abolicionistas; al menos, eso era lo que Holmes había oído: debajo de muchas capillas unitaristas excavaron túneles para esconder a negros fugitivos cuando el tribunal del juez presidente Healey apoyó la Ley de Esclavos Fugitivos y obligó a los negros huidos a ocultarse. Lo que el reverendo Abiel Holmes hubiera pensado de eso…
Holmes regresaba a la vieja iglesia paterna todos los veranos, al comenzar el curso de Harvard, pues allí se celebraba la ceremonia de apertura. El año de la graduación de Wendell junior como poeta de la clase, la señora Holmes advirtió a su marido que no acentuara la presión sobre Junior aconsejándolo o criticando su poema. Cuando junior ocupó su lugar, el doctor Holmes tomó asiento en la iglesia, en la capilla que había sido arrebatada a su padre, y una incierta sonrisa se dibujó en su rostro. Todos los ojos estaban fijos en él, para ver su reacción ante el poema de su hijo, escrito por Junior mientras hacía instrucción para la guerra en la que su compañía pronto iba a participar. Cedat armis toga, pensó Holmes: que la toga del escolar ceda el sitio a las armas del soldado. Oliver Wendell Holmes, jadeando con nerviosismo mientras observaba a Oliver Wendell Holmes junior, deseaba que pudiera sumergirse en aquellos túneles de cuento de hadas que, se suponía, discurrían bajo las iglesias. Pues ¿qué utilidad tenían aquellos cados de conejos ahora que a los traidores secesionistas les iban a enseñar qué hacer con sus leyes esclavistas, con bayonetas y fusiles Enfield?
Holmes fijó su atención en el banco vacío. ¡Los túneles! ¡Así era como Lucifer había eludido ser localizado, incluso cuando la policía tenía desplegada toda su fuerza en el exterior! ¡Por eso la prostituta vio a Teal desaparecer en la niebla cerca de una iglesia! ¡Por eso el inquieto sacristán de la iglesia de Talbot no había visto al asesino entrar ni salir! Un coro de aleluyas levantó el alma del doctor Holmes. Lucifer no camina ni toma coches mientras arrastra Boston al infierno, exclamó Holmes para sí. ¡Está en la madriguera!
Lowell partió ansiosamente de Elmwood para su cita en la casa Craigie, y fue el primero en saludar a Longfellow. Por el camino, Lowell no se dio cuenta de que los policías de vigilancia frente a Elmwood y la casa Craigie ya no se veían por ninguna parte. Longfellow acababa de leer un cuento a Annie Allegra. La envió con la niñera.
Fields llegó poco después.
Pero transcurrieron veinte minutos sin que ni Oliver Wendell
Holmes ni Nicholas Rey dieran señales de vida.
– No debimos apartarnos de Rey -murmuró Lowell para su bigote.
– No puedo entender por qué Wendell no ha venido con usted -dijo Fields nerviosamente-. He parado en su casa de camino para acá, y la señora Holmes dijo que ya se había ido.
– No ha pasado mucho rato -dijo Longfellow, pero sus ojos no se movían del reloj.
Lowell hundió el rostro entre sus manos. Cuando miró a través de ellas, habían pasado otros diez minutos. Cuando las cerró de nuevo, fue súbitamente golpeado por un pensamiento que le produjo un escalofrío. Corrió a la ventana.
– ¡Debemos ir en busca de Wendell en seguida!
– ¿Ocurre algo malo? -preguntó Fields, alarmado por la expresión horrorizada en el rostro de Lowell.
– Wendell -dijo Lowell-. ¡Lo llamé traidor en el Corner!
Fields le dedicó una sonrisa amable.
– Eso hace tiempo que está olvidado, querido Lowell.
Lowell agarró la manga de la chaqueta de su editor para guardar el equilibrio.
– ¿No se dan cuenta? Mantuve mi disputa con Wendell en el Corner el día que encontraron a Jennison descuartizado, la noche en que Holmes abandonó nuestro proyecto. Teal, o mejor dicho Galvin, acababa de entrar en el vestíbulo. ¡Debió oírnos todo el tiempo, igual que hizo en las reuniones de la Mesa de Harvard! Yo seguí a Holmes hasta el vestíbulo desde la Sala de Autores, gritándole… ¿No se acuerdan de lo que dije? ¿No les siguen sonando las palabras? Le dije a Holmes que estaba traicionando al club Dante. ¡Le dije que era un traidor!
– Por favor, cálmese -lo instó Fields.
– Greene predicaba a Teal, y a continuación Teal cometía los asesinatos. Yo condené a Wendell como traidor: ¡Teal fue la atenta audiencia para mi pequeño sermón! -exclamó Lowell-. Oh, mi querido amigo, en qué lo he metido, ¡he asesinado a Wendell!
Lowell echó a correr hacia el vestíbulo, en busca de su abrigo.
– Estará aquí dentro de un momento, tengo la seguridad -dijo Longfellow-. Por favor, Lowell, al menos esperemos al agente Rey.
– ¡No, yo me voy ahora mismo en busca de Wendell!
– Pero ¿dónde piensa encontrarlo? Y usted no puede irse solo -decidió Longfellow-. Nosotros también vamos.
– Iré yo con Lowell -dijo Fields, cogiendo la porra de policía dejada por Rey y sacudiéndola para demostrar que servía-. Estoy seguro de que todo va bien. Longfellow, ¿quiere usted quedarse para esperar a Wendell? Enviaremos al agente de patrulla para que traiga a Rey cuanto antes.
Longfellow asintió.
– ¡Vamos, pues, Fields! ¡Ahora! -refunfuñó Lowell, al borde del llanto.
Fields trató de alcanzar a Lowell mientras corría por la avenida en dirección a la calle Brattle. Allí no había nadie.
– ¿Dónde diablos está el patrullero? -preguntó Fields-. La calle parece completamente vacía.
Al otro lado de la cancela, entre los árboles, algo rechinó. Lowell se llevó un dedo a los labios como una señal dirigida a Fields de que permaneciera quieto, y se acercó sigilosamente al lugar de donde procedía el sonido. Una vez allí se quedó inmóvil, con el ánimo en suspenso.
Apareció un gato a sus pies y echó a correr, disolviéndose en la oscuridad. Lowell emitió un suspiro dé alivio, pero precisamente entonces un hombre se precipitó por encima de la verja y descargó un golpe en la cabeza de Lowell, que se desplomó de inmediato, como una embarcación cuyo mástil se hubiera partido en dos: cayó al suelo, y del rostro del poeta caído se borró todo movimiento de manera tan increíble, que Fields casi no podía reconocerlo.
El editor retrocedió y luego levantó la vista para encontrarse con la mirada de Dan Teal. Ambos se movían como si estuvieran sincronizados. Fields hacia atrás y Teal adelante, como en una danza curiosamente amable.
– Por favor, señor Teal -dijo Fields, que sintió como si las rodillas se le doblaran hacia dentro.
Teal permanecía impasible.
El editor tropezó con una rama caída y luego se lanzó a una torpe carrera. Corría calle Brattle abajo dando bufidos, vacilando mientras avanzaba, tratando de llamar la atención, de gritar, pero sólo era capaz de toser, emitiendo un bronco graznido que se perdió en medio de los vientos helados que ululaban en sus oídos. Miró atrás y sacó la porra de policía del bolsillo. Ya no había rastro de su perseguidor. Cuando Fields se volvió para mirar de reojo, sintió que lo agarraban de un brazo, y se encontró volando por los aires. Su cuerpo se derrumbó en la calle, y la porra se deslizó entre los arbustos con un suave cascabeleo, tan suave como el gorjeo de un pájaro.
Fields alargó el cuello en dirección a la casa Craigie, mirándola fijamente. De las ventanas del estudio de Longfellow escapaba un cálido resplandor de luz de gas, y al instante Fields creyó comprender plenamente cuál era el propósito del asesino.
– Sólo le pido que no cause daño a Longfellow. Hoy ha abandonado Massachusetts, le doy mi palabra de honor -balbució Fields como un niño.
– ¿Acaso yo no he cumplido siempre con mi deber? -dijo el soldado levantando muy alta su cachiporra sobre la cabeza de Fields y golpeándola.
El sucesor del reverendo Elisha Talbot había llevado a cabo algunas reuniones con los diáconos de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge, unas horas antes de que el doctor Oliver Wendell Holmes, armado con su viejo mosquete y con una linterna de queroseno que había adquirido en una casa de empeños, penetrara en la iglesia y se introdujera en la bóveda subterránea. Holmes había debatido consigo mismo si compartir con los demás su teoría, pero decidió confirmarla antes por su cuenta. Si la bóveda subterránea de Talbot estaba, en efecto, comunicada con un túnel abandonado para esclavos fugitivos, podría conducir a la policía directamente al asesino. También explicaría cómo Lucifer había entrado en la bóveda sepulcral con antelación, asesinado a Talbot y escapado sin testigos. La intuición del doctor Holmes había lanzado al club Dante a su investigación criminal, aunque ésta requirió la decisión de Lowell para seguir adelante. ¿Por qué no había de ser él quien le pusiera punto final?
Holmes descendió a la bóveda y deslizó las manos por las paredes del recinto tumbal en busca de cualquier signo de una abertura hacia otro túnel o cámara. No encontró el pasaje con sus manos escrutadoras, sino con la puntera de la bota, que por mera casualidad dio con un hueco. Holmes se inclinó para examinarlo y encontró un espacio angosto. Su menudo cuerpo cabía justamente en el hueco, y arrastró la linterna tras él. Después de un rato de avanzar a gatas, la altura del túnel aumentó, y Holmes pudo ponerse de pie con toda comodidad. Decidió regresar de inmediato a la superficie. ¡Oh, cómo sonreirían los demás ante su descubrimiento! ¡Con qué rapidez su adversario comprendería ahora su derrota! Pero los bruscos recovecos y lo escarpado del laberinto desorientaron al pequeño doctor. Permaneció con una mano en el bolsillo del abrigo, agarrando su mosquete para sentirse seguro, y empezaba a recuperar su equilibrio interior cuando una voz dispersó todos sus sentidos.
– Doctor Holmes -dijo Teal.
Benjamín Galvin se alistó cuando la primera leva de Massachusetts. A los veinticuatro años ya se consideraba un militar desde hacía tiempo, pues ayudó a conducir esclavos a través de la red de refugios, santuarios y túneles de la ciudad durante los años en que la guerra aún no había llegado hasta ellos. Figuró también entre los voluntarios que escoltaban a los oradores antiesclavistas a la entrada y salida del Faneuil Hall y otros ateneos, sirviendo de escudo humano frente a las turbas que arrojaban piedras y ladrillos.
Es preciso admitir que Galvin no estaba politizado a la manera de otros jóvenes. No sabía leer los densos pliegos ni los periódicos donde se decía si había que votar a este o aquel político sudista, o cómo este o aquel partido o cámara legislativa estatal había clamado en favor de la secesión o de la conciliación. Pero sí comprendió a los oradores de tribuna que proclamaban que debía liberarse a una raza esclavizada y que los partidos culpables habían de recibir un justo castigo. Benjamin Galvin comprendió también, de manera bastante simple, que ya no debía regresar a su hogar de recién casado. Los reclutadores prometían que, si no volvía enarbolando la bandera de las barras y estrellas, lo haría envuelto en ella. Galvin nunca había sido fotografiado con anterioridad, y la única imagen tomada con motivo del alistamiento lo decepcionó. Su gorra y sus pantalones no eran de su talla, y sus ojos parecían inexplicablemente temerosos.
La tierra era cálida y seca cuando la Compañía C del 10° Regimiento fue enviada de Boston a Springfield, a Camp Brightwood.
Nubes de polvo se incrustaron en los nuevos uniformes azules hasta tal punto que los hizo parecer del mismo gris apagado que los del enemigo. El coronel le preguntó a Galvin si quería ser ayudante de la compañía y llevar la lista de bajas. Galvin explicó que podía escribir el abecedario, pero que no era capaz de escribir o leer correctamente. Había tratado de aprender muchas veces, pero las letras y los signos de puntuación se le embrollaban en la cabeza y chocaban y giraban unos con otros en la página. El coronel quedó sorprendido. El analfabetismo no era raro entre los reclutas, pero el soldado Galvin siempre parecía sumido en tan hondas cavilaciones, acogiéndolo todo con unos ojos tan abiertos y tranquilos, y con una expresión tan serena que algunos de los hombres lo llamaban Zarigüeya.
Cuando estaban acampados en Virginia, el primer suceso emocionante se produjo cuando un soldado de sus filas fue hallado un día en los bosques con un disparo en la cabeza y con heridas de bayoneta. La cabeza y la boca las tenía llenas de gusanos como un enjambre de abejas instaladas en su colmena. Se decía que los rebeldes habían mandado a uno de sus negros a matar a un yanqui como entretenimiento. El capitán Kingsley, amigo del soldado muerto, hizo jurar a Galvin y a los demás hombres que no mostrarían la menor compasión cuando llegara el día de batirse con los secesionistas. Parecía que nunca iban a tener la oportunidad de entrar en combate todos los hombres que sentían la comezón de hacerlo.
Aunque Galvin había trabajado a la intemperie la mayor parte de su vida, nunca había visto la clase de criaturas reptantes que llenaban aquella parte del país. El ayudante de la compañía, que se levantaba todas las mañanas una hora antes de diana para peinarse su espeso cabello y redactar las listas de enfermos y muertos, no dejaba a nadie matar a aquellas criaturas. Cuidaba de ellas como si fueran niños, pese a que Galvin vio, con sus propios ojos, a cuatro hombres de otra compañía morir a causa de los gusanos blancos que infestaban sus heridas. Esto sucedió mientras la Compañía C marchaba hacia el siguiente campamento, más próximo, según se rumoreaba, a un campo de batalla en plena actividad.
Galvin nunca imaginó que la muerte pudiera llegar tan fácilmente a las personas de su entorno. En Fair Oaks, en un solo estallido de ruido y humo, seis hombres cayeron muertos ante él, con los ojos fijos como si, por lo demás, estuvieran interesados en lo que sucedía. Lo que más sorprendió a Galvin de aquel día no fue el número de muertos, sino el de supervivientes, pues no parecía posible, ni siquiera justo, que alguien saliera con vida. El inconcebible número de cadáveres de hombres y caballos se amontonaba como leña y se quemaba. Cada vez que Galvin cerraba los ojos para dormir después de aquello, podía oír gritos y explosiones dentro de su cabeza, que le daba vueltas, y era capaz de percibir continuamente el hedor de carne descompuesta.
Una noche, de regreso en su tienda devorado por la congoja, Galvin echó de menos en su macuto una parte de su ración. Uno de sus compañeros de tienda le dijo que había visto cogerla al capellán de la compañía. Galvin no creyó posible semejante perversidad, pese a que a todos les carcomía la misma hambre y todos tenían el estómago igualmente vacío. Pero resultaba duro acusar a un hombre. Cuando la compañía marchaba bajo la lluvia torrencial o bajo un sol ardiente, las raciones disminuían de manera inevitable, reduciéndose a unas pocas galletas infestadas de gorgojos, y casi no había para ellos siquiera. Lo peor de todo era que un soldado no podía pasar una noche sin una «refriega», operación consistente en despojarse de la ropa y sacudir de ella los bichos y garrapatas. El ayudante, que parecía saberlo todo sobre esas criaturas, explicaba la forma en que los insectos los invadían cuando estaban quietos, de modo que debían avanzar siempre, no dejar de moverse.
Las criaturas poblaban también el agua para beber, como resultado de los caballos muertos y de la carne podrida que en ocasiones amontonaban los soldados en los vados. Desde la malaria hasta la disentería, todas las dolencias eran catalogadas como fiebre de campamento, y el cirujano no podía distinguir a los enfermos de los que fingían, por lo que solía decantarse invariablemente por el engaño. Una vez Galvin vomitó ocho veces en un solo día, y en la última ocasión sólo expulsó sangre. Cada pocos minutos, mientras esperaba al cirujano, que le administró quinina y opio, los otros cirujanos arrojaban un brazo o una pierna por la ventana del improvisado hospital.
Cuando estaban acampados siempre había enfermedades, pero al menos había también libros. El cirujano ayudante recogía los que les enviaban a los muchachos desde sus casas y los conservaba en su tienda, de modo que actuaba como un bibliotecario. Algunos de los libros tenían ilustraciones que a Galvin le gustaba mirar; y otras veces el ayudante o uno de los compañeros de tienda de Galvin leían en voz alta una narración o un poema. En la biblioteca del ayudante del cirujano, Galvin encontró un ejemplar, de brillante azul y dorado, de la poesía de Longfellow. Galvin no sabía leer el nombre de la cubierta, pero reconoció el retrato grabado en el frontispicio por uno de los libros de su mujer. Harriet Galvin siempre dijo que en cada uno de los libros de Longfellow encontraba un camino hacia la luz y la felicidad para sus personajes cuando se enfrentaban a la desesperanza. Tal era el caso de Evangelina y su enamorado, separados en su nuevo país y que acababan reencontrándose cuando él se estaba muriendo de fiebres y ella era su enfermera. Galvin imaginaba que eran él y Harriet, y eso le daba seguridad cuando veía a los hombres caer a su alrededor.
Cuando Benjamín Galvin salió de la granja de su tía para ayudar a los abolicionistas de Boston, después de haber oído a un orador, fue golpeado por dos irlandeses vociferantes que lo dejaron sin sentido y que habían ido a reventar el mitin abolicionista. Uno de los organizadores se llevó a casa a Galvin para que se recuperase, y Harriet, su hija, se enamoró del pobre muchacho. Nunca había conocido a nadie, ni siquiera de los amigos de su padre, con una certidumbre tan simple sobre lo justo y lo injusto de las cosas, sin ninguna preocupación corruptora por la política o la influencia. «A veces creo que amas tu misión más de lo que puedes amar a otras personas», le decía durante su noviazgo, pero él era demasiado directo para pensar que lo que hacía era una misión.
Ella se sintió acongojada al saber por Galvin que sus padres habían muerto de fiebre negra cuando él era joven. Le enseñó a escribir el abecedario haciéndoselo copiar en pizarras. Él ya sabía escribir su nombre. Se casaron el día en que decidió irse voluntario a luchar en la guerra. Ella prometió enseñarle lo bastante como para que leyera un libro entero por sí mismo cuando regresara. Por eso le decía que debía regresar vivo. Galvin se removía bajo la sábana, tendido en la dura tabla, pensando en la voz de ella, regular y musical.
Cuando empezó el bombardeo, algunos hombres reían incontrolablemente o chillaban mientras disparaban, con los rostros ennegrecidos por la pólvora debido a que tenían que abrir los cartuchos con los dientes. Otros cargaban y disparaban sin mirar al blanco, y Galvin consideraba a esos hombres verdaderamente perturbados. Los ensordecedores cañones atronaban la tierra de manera tan terrible que los conejos escapaban de sus cados, con sus cuerpecillos temblando de terror mientras brincaban entre los muertos, desparramados por todo el campo y de los que, junto con la sangre, escapaba vapor.
A los supervivientes, raras veces les quedaban fuerzas para excavar bastantes tumbas para sus camaradas, de lo cual resultaban paisajes enteros de rodillas, brazos y coronillas sobresaliendo del terreno. La primera lluvia los dejaba al descubierto. Galvin observaba a sus compañeros de tienda garabatear cartas a sus casas, contando sus batallas, y se maravillaba de cómo podían poner en palabras lo que habían visto, oído y sentido, pues aquello excedía a todas las palabras que jamás hubiera escuchado. Según un soldado, la llegada de refuerzos para su última batalla, que había aniquilado casi un tercio de su compañía, respondía a las órdenes de un general que deseaba poner en aprietos al general Burnside, con la esperanza de asegurar su retirada. Más tarde, el general recibió un ascenso.
– ¿Es posible? -preguntó el soldado Galvin a un sargento de otra compañía.
– Dos mulos y otro soldado muertos -respondió el sargento Le Roy de mal humor, riendo entre dientes, al todavía bisoño soldado.
A la campaña sólo la excedió en horrores y carnicería humana la de Napoleón en Rusia, según advirtió sagazmente a Benjamin Galvin el ayudante aficionado a los libros.
No le gustaba pedir a los demás que le escribieran cartas, como hacían otros analfabetos totales o parciales, así que, cuando Galvin encontraba cartas en los cadáveres de los soldados rebeldes, las mandaba a Harriet, en Boston, para que ella pudiera saber de la guerra de primera mano. Escribía su nombre al final, con objeto de que pudiera saber de dónde provenía la carta, y él incluía el pétalo de una flor local o una hoja representativa. Todo el tiempo estaban cansados; tan cansados que a menudo Galvin podía colegir, antes de una batalla, por las torpes expresiones de los rostros de algunos hombres -casi como si aún estuvieran dormidos-, quién con toda seguridad no vería la mañana siguiente.
– Con tal de regresar yo a casa, la Unión podría irse al infierno -oyó decir a un oficial.
Galvin no se dio cuenta de la disminución de las raciones que llenaba de ira a tantos hombres, porque ahora gran parte del tiempo no podía gustar ni oler y ni siquiera oír su propia voz. Con un alimento que ya no resultaba particularmente satisfactorio, Galvin contrajo el hábito de masticar piedras y luego trozos de papel tomados de la menguante biblioteca viajera del ayudante del cirujano, y de las cartas de los rebeldes, con objeto de mantener la boca caliente y ocupada. Los fragmentos se volvían más y más pequeños, para que durase todo lo posible lo que podía encontrar.
Uno de los hombres, que se había quedado demasiado cojo para resistir una marcha, fue abandonado en el campamento, y dos días más tarde lo encontraron asesinado para robarle la bolsa. Galvin le contó a todo el mundo que la guerra era peor que la campaña de Rusia de Napoleón. Le administraban morfina y aceite de castor para la diarrea, y el médico le dio unos polvos que le hicieron sentir mareado y frustrado. Sólo tenía un par de calzoncillos, y los vivanderos ambulantes que los vendían en sus carromatos pedían 2,50 dólares por un par que no valía más de treinta centavos. El vivandero dijo que no rebajaría el precio, pero que éste podría subir si Galvin esperaba mucho. Galvin hubiera querido romperle la cabeza al vendedor, pero no lo hizo. Pidió al ayudante que le escribiera una carta a Harriet Galvin encargándole que le enviara dos pares de calzoncillos gruesos de lana. Fue la única carta que escribió durante la guerra.
Se necesitaron zapapicos para retirar los cadáveres fijados al suelo por el hielo. Cuando volvió el calor, la Compañía C encontró un campo de rastrojos lleno de cuerpos insepultos de negros. Galvin se maravilló ante tantos negros con uniforme azul, pero luego comprendió lo que estaba viendo: los cadáveres habían sido abandonados bajo el sol de agosto un día entero, y esa exposición y los bichos que se arrastraban por encima los hacían parecer negros. Los hombres habían muerto en todas las posturas concebibles, y los caballos eran incontables; muchos de ellos parecían arrodillados con sus cuatro patas, como si estuvieran esperando a que un niño los montara.
Poco después, Galvin oyó que algunos generales estaban devolviendo esclavos huidos de sus dueños, y que charlaban con estos últimos como si estuvieran jugando una partida de cartas. ¿Es eso posible? La guerra carecía de sentido si no se combatía para mejorar la suerte de los esclavos. Durante una marcha, Galvin vio a un negro muerto cuyas orejas habían sido clavadas en un árbol como castigo por intentar huir. Su dueño lo había dejado desnudo, sabiendo muy bien que los voraces mosquitos y moscas intervendrían.
Galvin no podía entender las protestas de los soldados de la Unión cuando Massachusetts formó un regimiento de negros. Un regimiento de Illinois con el que se encontró, amenazó con desertar en masa si Lincoln liberaba un solo esclavo más.
En un avivamiento religioso de negros que Galvin había presenciado en los primeros meses de la guerra, escuchó una plegaria en la que se bendecía a los soldados que cruzaban la ciudad: «Que el buen Dios tome a los que se quejan y los zarandee sobre el infierno, pero que no permita que vayan allí.»
Y cantaban:
El demonio está enloquecido y yo estoy contento. ¡Gloria, aleluya! Ha perdido un alma que creía haber ganado. ¡Gloria, aleluya!
– Los negros nos han ayudado, han espiado para nosotros. También necesitan nuestra ayuda -dijo Galvin.
– ¡Preferiría ver muerta la Unión antes de que ganara gracias a los negros! -le gritó en la cara a Galvin un teniente de su compañía.
Más de una vez Galvin había visto a un soldado agarrar a una muchacha negra que huía de su amo y arrastrarla a los bosques para refocilarse con ella.
El alimento se había agotado en ambos bandos del frente. Una mañana, tres soldados rebeldes fueron capturados cuándo buscaban comida entre los desechos en los bosques, cerca de su campamento. Su aspecto era famélico, con la quijada colgando. Con ellos iba un desertor de las filas de Galvin. A este último le ordenó el capitán Kingsley que lo matara de un tiro. Galvin sintió como si fuera a vomitar sangre si trataba de hablar.
– ¿Sin las ceremonias prescritas, mi capitán? -acabó diciendo.
– Marchamos para entrar en combate, soldado. No hay tiempo para un consejo de guerra ni tampoco para ahorcarlo, ¡así que péguele un tiro aquí mismo! Cargue… Apunte… ¡Fuego!
Galvin había presenciado el castigo a un soldado por negarse a cumplir esa misma orden. El castigo se llamaba «corcovear y arquearse», y consistía en atarle a uno las manos a las rodillas con una bayoneta situada entre los brazos y las piernas y otra atada de tal manera que quedara a la altura de la boca. El desertor, esquelético y exhausto, no pareció particularmente afectado.
– Dispárame, pues.
– ¡Ahora, soldado! -ordenó el capitán-. ¿Anda buscándose un castigo?
Galvin mató al hombre de un tiro a quemarropa. Los demás corrieron hacia el cuerpo inanimado y lo atravesaron alrededor de una docena de veces con sus bayonetas. El capitán se volvió y, con una mirada fría, ordenó a Galvin que allí mismo disparara contra los tres prisioneros rebeldes. Cuando Galvin dudó, el capitán Kingsley lo empujó a un lado agarrándolo del brazo.
– Usted siempre está observando, ¿verdad, Zarigüeya? Se pasa la vida observando a cada uno como si estuviera convencido de que sabe mejor que nosotros lo que se debe hacer. Bien, pues ahora hará exactamente lo que yo digo. Ahora lo hará, ya lo creo que lo hará.
A los tres rebeldes los pusieron en fila. Después del «cargue, apunte, fuego», Galvin disparó sucesivamente sobre cada uno, en la cabeza, con su fusil Enfield. Mientras lo hacía, pudo experimentar tan poca emoción como al oler, gustar u oír. Aquella misma semana, Galvin vio a cuatro soldados de la Unión, incluidos dos de su propia compañía, que acosaban a dos niñas de las que se habían apoderado en un pueblo. Galvin se lo dijo a sus superiores y, para dar ejemplo, los cuatro hombres fueron atados a una rueda de cañón y se los azotó. Como Galvin fue quien dio parte de ellos, le tocó empuñar el látigo.
En la siguiente batalla, a Galvin no le dio la impresión de que estaba luchando en un bando o en otro, en contra de uno o de otro. Simplemente, combatía. El mundo entero combatía y descargaba su rabia contra sí mismo, y los clamores nunca cesaban. En cualquier caso, apenas podía diferenciar a un rebelde de un yanqui. El día anterior se había rozado con alguna hoja tóxica, y al caer la noche sus ojos estaban casi completamente cerrados. Los hombres se le rieron por eso, mientras que otros tenían disparos en los ojos y las cabezas abiertas. Benjamin Galvin había luchado como un tigre y no tenía una sola herida. Aquel día, un soldado, que más tarde fue trasladado a un asilo, amenazó con matar a Galvin, apuntándole con su fusil al esternón y advirtiéndole de que, si no dejaba de mascar aquel maldito papel, le pegaría un tiro allí mismo.
Tras la primera herida de guerra, una bala en el pecho, y en tanto no estuviera plenamente recuperado, a Galvin se le destinó como guardián en el fuerte Warren, frente al puerto de Boston, donde se mantenía a los prisioneros rebeldes. Allí, los prisioneros con dinero compraban mejores habitaciones y mejor comida, con independencia de su grado de culpabilidad o del número de hombres a los que hubieran matado injustamente.
Harriet rogaba a Benjamin que no volviera a la guerra, pero él sabía que los hombres lo necesitaban. Cuando, ansiosamente, se reincorporó a la Compañía C en Virginia, se habían producido tantas bajas en el regimiento, por muerte o por deserción, que fue ascendido a alférez.
Por los nuevos reclutas supo que los muchachos ricos se quedaban en casa porque pagaban trescientos dólares para eximirse del servicio. Galvin hirvió de indignación. Se sintió débil a causa de la congoja, y por la noche apenas durmió unos minutos. Pero tenía que moverse, mantenerse en movimiento. Durante la siguiente batalla, cayó entre los cadáveres y se durmió pensando en aquellos jóvenes ricos. Por la noche, los rebeldes anduvieron entre los muertos, lo encontraron y se lo llevaron a la prisión de Libby, en Richmond. Permitieron marcharse a todos los soldados porque carecían de importancia, pero Galvin era alférez, y pasó cuatro meses en Libby. Sólo recordaba imágenes borrosas y algunos sonidos de su período como prisionero de guerra. Fue como si continuara durmiendo y soñando todo el tiempo.
Cuando fue enviado a Boston, Benjamin Galvin pasó una revista con el resto de su regimiento en una gran ceremonia junto a la escalinata de la cámara legislativa del estado. La andrajosa bandera de la compañía fue plegada y entregada al gobernador. Sólo quedaban con vida doscientos hombres del millar original. Galvin no lograba entender cómo podía darse por terminada la guerra. Ni se habían acercado siquiera al triunfo de su causa. Los esclavos fueron liberados, pero el enemigo no había cambiado de proceder y no había sido castigado. Galvin no era político, pero sabía que los negros no tenían paz en el Sur, con o sin esclavitud, y también sabía lo que ignoraban quienes no lucharon en la guerra: el enemigo estaba a su alrededor a todas horas y no se había rendido en absoluto. Y nunca, nunca, ni por un solo momento, los enemigos fueron sólo los sudistas.
Galvin sintió que ahora hablaba un lenguaje diferente que los civiles no comprendían. Ni siquiera podían oír. Sólo los compañeros de armas, que habían sido afectados por el cañón y el obús, tenían esa capacidad. En Boston, Galvin empezó a ir de acá para allá con ellos, formando bandas. Su aspecto era macilento y exhausto, como el de los grupos de vagabundos que habían visto en los bosques. Pero esos veteranos, muchos de los cuales habían perdido trabajos y familias y lamentaban no haber muerto en la guerra -pues al menos sus esposas tendrían una pensión-, merodeaban en busca de dinero o de muchachas bonitas, se emborrachaban y armaban alboroto. Ya no se acordaban de vigilar al enemigo y permanecían tan ciegos como los demás.
Mientras Galvin caminaba por las calles, a menudo empezaba a sentir que alguien lo seguía de cerca. Se paraba de repente y giraba sobre sí mismo, con una mirada espantosa en sus grandes ojos, pero el enemigo se había desvanecido en una esquina o entre la multitud. El diablo está enloquecido y yo estoy contento…
La mayoría de las noches dormía con un hacha bajo la almohada. En el transcurso de una tormenta se levantó y amenazó a Harriet con un fusil, acusándola de ser una espía rebelde. Esa misma noche permaneció en el patio, bajo la lluvia, con uniforme de gala, patrullando durante horas. Otras veces encerraba a Harriet en una habitación y la custodiaba, explicándole que alguien se proponía capturarla. Ella tuvo que trabajar como lavandera para pagar deudas, y le insistió para que lo vieran los médicos. Un doctor dijo que tenía «corazón de soldado»: palpitaciones rápidas causadas por la participación en batallas. Ella lo convenció para que acudiera a uno de los hogares de ayuda a los soldados, donde, según entendió por lo que le dijeron otras esposas, velaban por los militares con problemas. Cuando Benjamin Galvin oyó a George Washington Greene pronunciar un sermón en el hogar, sintió el primer rayo de luz que podía recordar en mucho tiempo.
Greene habló de un hombre lejano, un hombre que comprendió, un hombre llamado Dante Alighieri. También fue soldado, cayó víctima de una gran división entre los partidos de su mancillada ciudad y llevó a cabo un viaje por el más allá, a fin de devolver la rectitud a la humanidad. ¡De qué increíble orden de la vida y la muerte fue testigo allí! Ningún derramamiento de sangre en el infierno era gratuito; cada persona era divinamente merecedora de un castigo concreto creado por el amor de Dios. ¡Qué perfección se derivaba de cada contrapasso, como el reverendo Greene llamaba al castigo, que correspondía a cada pecado de cada hombre y mujer en la tierra, y se prolongaba hasta el día del Juicio Final!
Galvin comprendió cuánta amargura sintió Dante porque los hombres de su ciudad, amigos y enemigos, sólo conocían lo material y físico, el placer y el dinero, y no se daban cuenta de que el juicio les iba pisando los talones. Benjamin Galvin no podía prestar suficiente atención a los sermones semanales del reverendo Greene ni conseguía captar de ellos siquiera la mitad, pero tampoco podía quitárselos de la cabeza. Cuando salía de la capilla se sentía crecido.
Los demás soldados también parecían disfrutar de los sermones, pero notaba que no los comprendían de la misma manera que él. Galvin, demorándose una tarde tras el sermón y mirando al reverendo Greene, alcanzó a oír una conversación entre éste y uno de los militares.
– Señor Greene, permítame que le diga lo mucho que me ha gustado su sermón de hoy -dijo el capitán Dexter Blight, un hombre con un bigote de color del heno, en forma de manillar, y con una acusada cojera-. Quisiera preguntarle, señor, si podría leer más sobre los viajes de Dante. Me paso muchas noches insomnes, así que tengo mucho tiempo.
El anciano ministro le preguntó si podía leer italiano.
– Bien -dijo George Washington Greene tras recibir una negativa como respuesta-, encontrará el viaje de Dante en inglés, con todos los detalles que usted desea, muy pronto, querido amigo. Sepa que el señor Longfellow, de Cambridge, está completando una traducción (no, una transformación) al inglés, mediante reuniones semanales con algo así como un consejo de ministros, un club Dante que él ha constituido y del que yo soy humilde miembro. El próximo año busque el libro en una librería, buen hombre. ¡Lo publica la incomparable editorial Ticknor y Fields!
Longfellow. Longfellow estaba relacionado con Dante. A Galvin le pareció muy apropiado, pues había oído todos sus poemas de labios de Harriet. Galvin se dirigió a un policía en la ciudad y le dijo: «Ticknor y Fields.» El agente le indicó un enorme edificio en la calle Tremont, esquina a la plaza Hamilton. La sala de exposiciones medía veinticinco metros de longitud por diez de anchura, con un deslumbrante enmaderado, columnas talladas y mostradores de abeto occidental que relucían bajo arañas gigantescas. Un decorativo arco al fondo de la sala de exposiciones albergaba las muestras más hermosas de las ediciones de Ticknor y Fields, con lomos de color azul, dorado y color chocolate. Detrás del arco, en un departamento se mostraban los últimos números de las publicaciones periódicas de la casa. Galvin entró en la sala de exposiciones con la vaga esperanza de que el propio Dante estuviera esperándolo. Avanzó reverentemente, con la cabeza descubierta y los ojos cerrados.
Las nuevas oficinas de la editorial llevaban abiertas unos pocos días cuando Benjamin Galvin hizo su entrada en ellas.
– ¿Está aquí por el anuncio? -No hubo respuesta-. Excelente, excelente. Por favor, rellene este impreso. En este ramo, con nadie se trabaja mejor que con J. T. Fields. Este hombre es un genio, un ángel de la guarda para todos los autores, eso es lo que es.
El hombre se identificó como Spencer Clark, administrativo de la firma. Galvin aceptó el papel y la pluma y dirigió una amplia mirada, pasándose el trozo de papel que siempre llevaba en la boca de un carrillo al otro.
– Debe darnos su nombre para que podamos llamarlo, hijo -dijo Clark-. Vamos. Dénos su nombre o tendré que prescindir de usted.
Clark señaló una línea del impreso de solicitud de empleo. Galvin puso allí la pluma y escribió: «D-A-N-T-E-A-L.» Hizo una pausa. ¿Cómo se escribía Alighieri? ¿Ala? ¿Al¡? Galvin siguió preguntándoselo hasta que la tinta de su pluma se secó. Clark, que había sido interrumpido por alguien al otro lado de la sala, se aclaró ruidosamente la garganta y le quitó el papel.
– Ah, no sea tímido. A ver qué tenemos -dijo Clark, bizqueando-. Dan Teal. Buen chico.
Clark miró decepcionado el papel. Se dio cuenta de que aquel sujeto no podría ser oficinista, con una caligrafía como aquélla, pero la casa necesitaba todas las manos que pudiera encontrar durante aquella transición a la magna sede del nuevo Corner.
– Ahora, amigo Daniel, le ruego nos diga dónde vive y hoy mismo podrá empezar como mozo de la tienda, cuatro noches por semana. El señor Osgood, el jefe administrativo, le dirá las condiciones antes de irse esta noche. Oh, y felicidades, Teal. ¡Acaba de empezar su nueva vida en Ticknor y Fields!
Teal se sintió emocionado al escuchar que se trataba de Dante cuando pasaba frente a la Sala de Autores, en el segundo piso, mientras empujaba su carro de papeles, que llevaba de una dependencia a otra para que los encontraran los empleados cuando llegaran por la mañana. Los fragmentos de discusiones que escuchó de pasada no eran como los sermones del reverendo Greene, quien hablaba de las maravillas del viaje de Dante. No oía muchas menciones concretas de Dante en el Corner, y la mayoría de las noches los señores Longfellow y Fields y su tropa dantesca ni siquiera se reunían. Aun así, en Ticknor y Fields había hombres aliados en algún sentido a la causa de la supervivencia de Dante, y que hablaban de cómo podrían protegerlo.
La cabeza de Teal daba vueltas, salió del edificio y vomitó en el muelle junto al Common: ¡Dante requería protección! Teal escuchó las conversaciones de los señores Fields, Longfellow y Lowell y del doctor Holmes, y sacó la conclusión de que la Mesa de la Universidad de Cambridge estaba atacando a Dante. Teal se había enterado en la ciudad de que también Harvard necesitaba nuevos empleados, pues la mayor parte de su personal había muerto en la guerra o había quedado incapacitada. La universidad ofreció a Teal un trabajo de día. Al cabo de una semana, consiguió cambiar su puesto de jardinero del campus por el de conserje en el edificio principal. Pues era allí, como supo preguntando a otros trabajadores, donde la Mesa tomaba todas sus decisiones importantes.
En el hogar de ayuda a los soldados, el reverendo Greene pasó de las consideraciones generales sobre Dante a relatos más concretos del viaje del peregrino. El infierno se escalonaba en círculos, cada uno más cerca del castigo del gran Lucifer, el poseedor de todo mal. En la antecámara del infierno, Greene guió a Teal por la tierra de los tibios, donde podía hallarse al Gran Rechazador, el peor de los ofensores allí. El nombre del Rechazador, algún papa, no significaba nada para Teal, pero el haber renunciado a una elevada y meritoria posición, que hubiera asegurado la justicia para millones de personas, encendió la ira de Teal. Éste había oído, tras los muros del edificio principal de la universidad, que el juez presidente Healey había rechazado de plano una posición de gran importancia, una posición que lo inducía a él a defender a Dante.
Teal sabía que el ayudante de la Compañía C, amante de los libros, había recogido millares de insectos durante sus marchas por los estados pantanosos y de clima húmedo, y los había mandado a casa en unas canastas especialmente confeccionadas, a fin de que sobrevivieran al viaje hasta Boston. Teal le compró una caja de mortíferas moscas azules y de larvas, junto con una colmena de avispas, y siguió al juez presidente Healey desde el palacio de justicia hasta Wide Oaks, donde lo observó mientras se despedía de su familia.
A la mañana siguiente, Teal entró en la casa por la puerta trasera, y le abrió la cabeza a Healey con la culata de la pistola. Despojó al juez de su ropa y la dobló cuidadosamente, pues unos atavíos de hombre no correspondían a semejante cobarde. Luego transportó a Healey al exterior, a la parte trasera de la casa, y liberó las larvas y los insectos sobre la herida de la cabeza. Teal clavó una bandera blanca en el terreno arenoso próximo, pues Dante encontró a los tibios bajo esa admonitoria enseña. De inmediato sintió que se había reunido con Dante, que había penetrado en el largo y peligroso sendero de salvación entre las gentes perdidas.
Teal se sintió contrariado cuando Greene faltó una semana al hogar de ayuda a los soldados, por causa de enfermedad. Pero luego Greene regresó y predicó sobre los simoníacos. Teal ya se había sentido alarmado y espantado por el acuerdo entre la corporación de Harvard y el reverendo Talbot, asunto sobre el que había oído hablar en varias ocasiones en el edificio principal de la universidad. ¿Cómo podía un predicador aceptar dinero para enterrar a Dante, sustrayéndolo al público, vender el poder de su ministerio por unos corrompidos mil dólares? Pero nada podía hacer mientras no supiera cómo debía ser castigado.
Teal conoció en cierta ocasión a un ladrón de cajas fuertes llamado Willard Burndy, durante sus noches en las tabernas de los callejones que discurrían tras las manzanas de casas. Teal no tuvo problemas para atraer a Burndy a una de esas tabernas y, aunque furioso por la borrachera del ladrón, le pagó para que le explicara cómo robar mil dólares de la caja fuerte del reverendo Elisha Talbot. Burndy no paraba de hablar sobre cómo Langdon Peaslee le iba arrebatando todas sus calles. ¿Qué mal había en enseñar a alguien más cómo abrir una caja sencilla?
Teal utilizaba los túneles de los esclavos fugitivos para cruzar hasta la Segunda Iglesia Unitarista, y observó al reverendo Talbot, lleno de aprensión, descender cada tarde a la bóveda subterránea. Contó los pasos de Talbot -uno, dos, tres-para comprobar cuánto tiempo le llevaba cruzar hasta las escaleras. Estimó la estatura de Talbot e hizo una marca con yeso en el muro una vez que el ministro se hubo ido. Entonces Teal excavó un hoyo, medido con precisión, a fin de que los pies de Talbot pudieran quedar libres en el aire cuando fuera enterrado cabeza abajo, y en el fondo enterró el dinero mal adquirido de Talbot. Finalmente, el domingo por la tarde agarró a Talbot, le arrebató su linterna y le vertió el queroseno en los pies. Después de haber castigado al reverendo Talbot, Dan Teal tuvo una nebulosa certidumbre de que el club Dante estaba orgulloso de su trabajo. Se preguntó cuándo se celebraban las reuniones semanales en casa del señor Longfellow; las reuniones que el reverendo Greene había mencionado. Los domingos, sin duda, pensó Teal: el sabbat.
Teal fue preguntando por Cambridge y halló fácilmente la gran casa colonial amarilla. Pero mirando por la ventana de una fachada lateral, no vio signos de que se celebrara reunión alguna. Se produjo un fuerte alboroto en el interior poco después de que Teal apretara el rostro contra la ventana, pues la luz de la luna se reflejaba en los botones de su uniforme, que ahora brillaban. Teal no quiso estorbar al club Dante, si es que estaba reunido; no quería interrumpir a los guardianes de Dante mientras estaban cumpliendo con su deber.
¡Qué desconcertado se sintió Teal cuando Greene volvió a faltar a su cita en el hogar de ayuda a los soldados, esta vez sin excusarse de antemano por enfermedad! Teal preguntó en la biblioteca pública dónde podría tomar lecciones de italiano, pues la primera sugerencia de Greene al otro militar había sido leer el original en esa lengua. El bibliotecario encontró un anuncio en el periódico, de un tal señor Pietro Bachi, y Teal lo visitó para empezar las lecciones. El profesor presentó a Teal un montoncito de libros de gramática y de ejercicios, la mayoría escritos por él mismo, pero aquello no tenía nada que ver con Dante.
En un momento dado, Bachi ofreció venderle a Teal una edición veneciana, centenaria, de la Divina Commedia. Teal tomó en sus manos el volumen, encuadernado en cuero duro, sin tener en cuenta cómo Bachi divagaba sobre su belleza. Una vez más, aquello no era Dante. Por suerte, poco después de esto, Greene reapareció en el púlpito del hogar, y llegó la asombrosa entrada de Dante en el pozo infernal de los cismáticos.
El destino le había hablado a Dan Teal con una voz tan fuerte como un cañonazo. También él había sido testigo de este inolvidable pecado -dividir y causar cismas entre grupos-en la persona de Phineas Jennison. Teal le había oído hablar de proteger a Dante en las oficinas de Ticknor y Fields, urgiendo al club Dante a luchar contra Harvard; pero también le había oído condenar a Dante en las oficinas de la corporación de Harvard, urgiéndola a parar el trabajo de Longfellow, Lowell y Fields. Y Teal condujo a Jennison, por la ruta de los túneles de los esclavos fugitivos, hasta el puerto de Boston, donde le puso delante la punta de su sable. Jennison rogó, lloró y ofreció dinero a Teal. Éste le prometió hacer justicia, y a continuación lo despedazó. Envolvió cuidadosamente las heridas. Teal nunca pensó que lo que estaba haciendo fuera matar, pues el castigo requería un sufrimiento prolongado, un aprisionamiento de la sensación. Esto es lo que encontró más reconfortante de Alighieri. Ninguno de los castigos que había presenciado era nuevo. Teal los había visto todos en mayor o menor medida a lo largo de su vida en Boston y en los campos de batalla de toda la nación.
Teal sabía que el club Dante estaba emocionado por la derrota de sus enemigos, pues de repente el reverendo Greene ofreció una racha de extáticos sermones: Dante llegaba hasta un lago helado lleno de pecadores, de traidores que se contaban entre los peores pecadores que el viajero descubre y proclama. Así acabaron Augustus Manning y Pliny Mead inmovilizados en el hielo, mientras Teal los observaba a la luz de la mañana, vestido con su uniforme de alférez. Así un uniformado Teal había observado al tibio Artemus Healey contorsionarse desnudo bajo el manto de insectos; había observado al simoníaco Elisha Talbot retorcerse y agitar sus pies llameantes, con su dinero mal adquirido convertido ahora en almohada bajo su cabeza; y había observado a Phineas Jennison estremecerse y sufrir sacudidas mientras su cuerpo colgaba hecho trizas y cortado.
Pero entonces aparecieron Lowell y Fields, Holmes y Longfellow, ¡y no para recompensarle! Lowell le había disparado con su fusil, y el señor Fields gritó a Lowell que volviera a disparar. A Teal se le partió el corazón. Teal daba por descontado que Longfellow, a quien Harriet Galvin adoraba, y los demás protectores que se reunían en el Corner se identificaban con el propósito que animaba a Dante. Ahora comprendía que ignoraban la verdadera tarea que precisaba el club Dante. Quedaba mucho por hacer, muchos círculos que abrir con el fin de mejorar Boston. Teal pensaba en la escena desarrollada en el Corner, cuando el doctor Holmes se cayó, y Lowell le seguía desde la Sala de Autores gritando: «Usted ha traicionado al club Dante, usted ha traicionado al club Dante.»
– Doctor -le dijo Teal cuando se encontraron en los túneles de los esclavos-. Vuélvase ahora, doctor Holmes, que he venido a verlo.
Holmes se volvió, dando la espalda al militar uniformado. El brillo apagado de la linterna del doctor iluminó temblorosamente el largo canal, el abismo rocoso que se abría por delante.
– Imagino que el hecho de haberme encontrado es cosa del destino -añadió Teal, quien, a continuación, ordenó al doctor que avanzara.
– ¡Santo Dios! -exclamó Holmes en un jadeo-. ¿Adónde vamos?
– Donde Longfellow.
Holmes caminaba. Aunque había visto brevemente al hombre, lo reconoció de inmediato como Teal, una de las criaturas de la noche del Corner, como las llamaba Fields: su Lucifer. Ahora, mirando atrás, se dio cuenta de que el cuello de aquel hombre era tan musculoso como el de un boxeador profesional, pero sus ojos verde pálido y su boca casi femenina parecían infantiles, lo que resultaba una incongruencia. Sus pies, probablemente como resultado de arduas marchas, sustentaban su cuerpo con la postura nerviosa y perpendicular propia de un adolescente. Teal, aquel muchacho, era su enemigo y oponente. Dan Teal. ¡Dan Teal! Oh, ¿cómo pudo escapársele a un orfebre de la palabra como Oliver Wendell Holmes aquel golpe?
¡DANTEAL…, DANTE AL…! Oh, y en qué sonido hueco se traducía el recuerdo de la tonante voz de Lowell en el Corner cuando Holmes había tropezado con el asesino en el pasillo: «¡Holmes, usted ha traicionado al club Dante!» Teal había estado escuchando, como debió hacerlo también en las oficinas de Harvard. Con toda la sed de venganza almacenada por Dante.
– ¡Yo no sigo! -anunció, tratando de protegerse con una voz artificialmente resuelta-. ¡Haré lo que usted quiera de mí, pero no enredaré en esto a Longfellow!
Teal respondió con un silencio llano, compasivo.
– Dos de ustedes deben ser castigados. Usted tiene que hacérselo comprender a Longfellow, doctor Holmes.
Holmes se dio cuenta de que Teal no se proponía castigarlo a él como traidor. Teal había llegado a la conclusión de que el club Dante no estaba de su lado, que sus miembros habían abandonado su causa. Si Holmes fue un traidor para el club Dante, como Lowell inadvertidamente anunció ante Teal, Holmes era amigo del verdadero club Dante: el único que Teal había inventado en su mente; una silenciosa asociación dedicada a traer los castigos de Dante a Boston.
Holmes sacó su pañuelo y se lo pasó por la frente.
En el mismo momento, Teal le dio un manotazo en el codo.
Holmes, en contra de sus expectativas, sin cálculo previo ni plan alguno, apartó aquella mano con tal fuerza que Teal se golpeó contra el muro de piedra de la caverna. Entonces el pequeño doctor se lanzó a la carrera, agarrando la linterna con ambas manos.
Con su respiración trabajosa, se escabulló por los oscuros y ventosos túneles, echando vistazos atrás y oyendo toda clase de ruidos, pero no había forma de diferenciar lo que provenía de dentro de su cabeza y de la creciente pesadez de su pecho, y lo que existía fuera de sí mismo. El asma era una cadena prendida a la pierna de un espectro que lo arrastraba hacia atrás. Cuando llegó a una especie de cavidad subterránea, se introdujo en ella. Allí encontró un saco de dormir forrado de piel, suministrado por el ejército, y algunos trozos de una sustancia dura. Holmes la partió con los dientes: pan seco, como el que los soldados se vieron obligados a consumir para sobrevivir durante la guerra. Aquél era el hogar de Teal. Había un fogón hecho con palos, unos platos, una sartén, una copa de estaño y una cafetera. Holmes estaba a punto de echar a correr cuando oyó un crujido que le hizo dar un salto. Levantando la linterna, pudo ver la parte más alejada de la cámara: Lowell y Fields estaban sentados en el suelo, atados de pies y manos y amordazados. La barba de Lowell caía sobre su pecho y él estaba perfectamente inmóvil.
Holmes despojó a sus amigos de sus mordazas y trató infructuosamente de desatar sus manos.
– ¿Están ustedes heridos? -preguntó Holmes-. ¡Lowell! -lo llamó, agarrándolo por los hombros y zarandeándolo.
– Nos golpeó y nos trajo aquí -explicó Fields-. Lowell insultaba a gritos a Teal cuando nos estaba atando. ¡Yo le dije que se callara la maldita boca! Entonces Teal lo dejó otra vez inconsciente. Y así sigue. -Fields añadió en tono suplicante-: Lo está, ¿verdad? -¿Qué quería Teal de ustedes? -preguntó Holmes. -¡Nada! ¡No sé por qué seguimos vivos ni qué está haciendo! -¡Ese monstruo ha planeado algo para Longfellow! -¡Lo oigo volver! -exclamó Fields-. ¡Dése prisa, Holmes! Las manos de Holmes temblaban y chorreaban sudor, y los nudos estaban fuertes. Apenas podía ver.
– No. Váyase. ¡Debe usted irse! -dijo Fields.
– Un segundo más… -Pero sus dedos resbalaron otra vez de la muñeca de Fields.
– Es demasiado tarde, Wendell. Está al llegar. No queda tiempo para liberarnos, y tampoco podríamos llevar a Lowell a ninguna parte en estas condiciones. ¡Vaya a la casa Craigie! Olvídese de nosotros de momento; ¡debe usted salvar a Longfellow!
– ¡Yo no puedo hacer esto solo! ¿Dónde está Rey? -exclamó
Holmes.
Fields sacudió la cabeza.
– No se presentó, ¡y todos los patrulleros que custodiaban las casas se han ido! ¡Se los han llevado! ¡Longfellow está solo! ¡Vaya! Holmes se precipitó fuera de la cámara, corriendo por los túneles más aprisa de lo que corriera nunca, hasta que, enfrente, vio una distante chispa de luz plateada. El mandato de Fields resonaba, ampliándose, en su cabeza: VAYA VAYA VAYA.
Un detective descendió sin apresurarse los húmedos peldaños que conducían al sótano de la comisaría central. En los calabozos, separados por tabiques de ladrillos, podían oírse gruñidos y ásperos juramentos.
Nicholas Rey saltó del duro suelo de la celda.
– ¡No pueden hacer esto! ¡Hay personas inocentes que están en peligro, Dios santo!
El detective se encogió de hombros.
– Tú te crees todo lo que sueñas, ¿verdad, burro?
– Manténganme aquí si quieren. Pero devuelvan a esos patrulleros a las casas que vigilaban, por favor. Se lo ruego. Hay alguien ahí fuera que volverá a matar. ¡Ustedes saben que Burndy no mató a
Healey y a los otros! El asesino sigue libre, ¡y está esperando para actuar de nuevo! ¡Deben detenerlo!
El detective pareció interesado en dejar que Rey tratara de convencerlo. Se golpeó la cabeza como si pensara.
– Sé que Willard Burndy es un ladrón y un embustero. Eso es lo que sé.
– Escúcheme, por favor.
El detective se agarró a dos barrotes y dirigió una mirada incendiaria a Rey.
– Peaslee nos advirtió de que no te quitáramos ojo, para que no te metieras en nuestros asuntos y no te salieras de tu camino. Apuesto a que odias estar aquí encerrado, sin poder hacer nada, sin nadie que te ayude.
El detective sacó el llavero y lo agitó, con una sonrisa. -Bien, lo de hoy te servirá de lección. ¿No es así, burro?
Henry Wadsworth Longfellow emitió una serie de breves y apenas audibles suspiros mientras permanecía de pie ante su escritorio, en su estudio.
Annie Allegra había sugerido diversos juegos a los que jugar. Pero lo único que él podía hacer era permanecer junto a su mesa de trabajo con algunos cantos de Dante y traducir y traducir, para descargarse de aquel peso y penetrar en aquel mundo, como quien cruza la portada de una catedral. Allí dentro, los ruidos del exterior se apagaban hasta convertirse en un murmullo inaudible, y las palabras adquirían una vitalidad eterna. En las largas naves de aquella catedral, el traductor percibió a su Poeta en la oscuridad, y se esforzó por mantener el ritmo de trabajo. El paso del Poeta es tranquilo y solemne. Lleva una vestidura larga y flotante y se toca con un gorro. Calza sandalias. A través de congregaciones de muertos, a través de ecos que se deslizan por el aire de una tumba a otra, a través de lamentos que llegan de lo alto, Longfellow podía oír la voz de alguien que hacía avanzar al Poeta. Ella se detuvo ante los dos, en la infranqueable y dulce distancia; una imagen, una proyección con un velo blanquísimo y atuendo escarlata como el fuego, y Longfellow sintió que el hielo en el corazón del Poeta se derretía como la nieve en las alturas de la montaña: el Poeta que busca el perfecto perdón y la perfecta paz.
Annie Allegra anduvo por todo el estudio buscando una caja de papel perdida que necesitaba para celebrar adecuadamente el cumpleaños de una de sus muñecas. Así dio con una carta recién abierta de Mary Frere, de Auburn, Nueva York. Preguntó de quién era.
– Oh, la señorita Frere -dijo Annie-. ¡Encantadora! ¿Veraneará este año en Nahant, como nosotros? Es muy agradable tenerla cerca, padre.
– No creo que vaya -y Longfellow trató de sonreír.
Annie se sintió decepcionada.
– Quizá la caja esté en la salita -dijo de repente, y se marchó en busca de la niñera para que la ayudara.
En la entrada principal sonó una llamada impaciente que dejó helado a Longfellow. La llamada creció en intensidad y exigencia.
– Holmes -se oyó decir a sí mismo, exhalando aire.
Annie Allegra, la aburrida Annie Allegra, se separó de su niñera y gritó pidiendo ser ella quien abriera la puerta. Corrió y abrió. El frío intenso del exterior era terrible y lo envolvía todo.
Annie empezó a decir algo, pero Longfellow pudo percibir desde el estudio que estaba asustada. Oyó una voz que murmuraba y que no pertenecía a ninguno de sus amigos. Salió al vestíbulo y se vio frente a un soldado con uniforme de gala.
– Hágala salir, señor Longfellow -pidió Teal con voz tranquila.
Longfellow empujó a Annie al vestíbulo y se arrodilló junto a ella.
– Panzie, ¿por qué no terminas el texto del que hablamos para The Secret?
– ¿Qué parte, papá? ¿La entrevista…?
– Sí, ¿por qué no terminas ya esa parte, Panzie, mientras yo hablo con este caballero?
Trató de hacerle entender, reflejando en su expresión la orden ¡vete!» dirigida a sus ojos, lo mismo que hacía con su madre. Ella asintió lentamente y se apresuró hacia la parte posterior de la casa.
– Se le necesita, señor Longfellow; se le necesita ahora -dijo Teal mascando furiosamente.
Después escupió ruidosamente dos trozos de papel en la alfombra de Longfellow, tras lo cual mascó otros más. El suministro de fragmentos de papel en su boca parecía inagotable. Longfellow se volvió torpemente para mirarlo, y en seguida comprendió el poder que dimanaba de su violencia interior. Teal volvió a hablar:
– Los señores Lowell y Fields lo han traicionado, han traicionado a Dante. Usted también estaba allí. Usted estaba allí cuando Manning estaba a punto de morir y usted no hizo nada por ayudarme. Debe usted castigarlos.
Teal puso un revólver del ejército en las manos de Longfellow y el frío acero aguijoneó la blanda mano del poeta, cuyas palmas aún conservaban huellas de una herida sufrida unos años antes. Longfellow no había sostenido un arma desde que era niño y se presentó en casa, hecho un mar de lágrimas, después de que su hermano le enseñara cómo disparar contra un petirrojo.
Fanny despreciaba las armas de fuego y la guerra, y Longfellow daba gracias a Dios de que al menos ella no hubiera visto a su hijo Charley irse a combatir y regresar con una bala que le atravesó la paletilla. Para un hombre, ser soldado se reduce a llevar un uniforme bonito, solía decir, y olvida las armas mortíferas que ese uniforme esconde.
– Sí, señor, finalmente vas a aprender a quedarte quieto y a actuar como se te dice, esclavo fugado.
Los ojos del detective reflejaron un chispazo de hilaridad. -Entonces, ¿por qué sigue usted aquí?
Ahora Rey permanecía de espaldas a los barrotes. El detective se sintió confundido por la pregunta.
– Para asegurarme de que aprendes bien la lección, o te salto los dientes, ¿te enteras?
Rey se volvió lentamente.
– Recuérdeme esa lección.
El rostro del detective era rojo. Se apoyó en los barrotes y frunció el ceño.
– ¡Quedarte quieto por una vez en tu vida, burro, y dejar hacer a quienes saben más que tú!
Rey bajó tristemente sus ojos veteados de oro. Entonces, sin permitir al resto de su cuerpo traicionar sus intenciones, disparó su brazo y atenazó con sus dedos el cuello del detective, golpeando la frente del hombre contra los barrotes. Con la otra mano obligó a abrir la del detective, que sostenía el llavero. Luego soltó al hombre, que se agarraba la garganta para restaurar la respiración. Rey abrió la puerta de la celda, registró la chaqueta del detective y sacó una pistola. Los presos de las celdas próximas lo vitorearon.
Rey subió las escaleras y accedió al pasillo.
– Rey, ¿usted por aquí? -dijo el sargento Stoneweather-. ¿Se puede saber qué pasa? Yo estaba de plantón, como usted, y vinieron los detectives y me dijeron que usted ordenaba que todos abandonáramos nuestros puestos. ¿Dónde estaba usted metido?
– ¡Me encerraron en los calabozos, Stoneweather! ¡Necesito ir a Cambridge inmediatamente!
Entonces Rey vio a una niña, con su niñera, al otro lado del pasillo. Corrió a abrir la puerta de hierro que separaba la entrada de las oficinas policiales.
– Por favor -repetía Annie Allegra Longfellow mientras la niñera trataba de explicar algo a un confuso policía-. Por favor.
– Señorita Longfellow -dijo Rey, acuclillándose junto a ella-. ¿Qué ocurre?
– ¡Mi padre necesita su ayuda, agente Rey! -exclamó.
Una horda de detectives irrumpió en el pasillo.
– ¡Ahí está! -gritó uno, que agarró a Rey por un brazo y lo lanzó contra la pared.
– ¡Hijo de perra! -dijo el sargento Stoneweather, y golpeó al detective en la espalda con su porra.
Stoneweather llamó, y varios oficiales uniformados llegaron corriendo, pero tres detectives inmovilizaron a Nicholas Rey, lo cogieron de los brazos y se lo llevaron, sin que él dejara de debatirse.
– ¡No! ¡Mi padre lo necesita, agente Rey! -exclamó Annie Allegra.
– ¡Rey! -le llamó Stoneweather, pero una silla que llegó volando lo golpeó, y un puño se estrelló contra su costado.
El jefe Kurtz entró en tromba. Su habitual tez color mostaza se había vuelto purpúrea. Un mozo le llevaba tres maletas.
– Ese maldito tren… -empezó a decir-. ¡Santo Dios! Pero ¿qué es esto? -Sus gritos llenaron el pasillo, repleto de policías y detectives, una vez se hubo hecho cargo de la situación-. ¡Stoneweather!
– ¡Han encerrado a Rey en los calabozos, jefe! -protestó Stoneweather, de cuya nariz manaba sangre.
– Jefe -dijo Rey-, ¡necesito ir a Cambridge sin dilación! -Patrullero Rey… -replicó el jefe Kurtz-. Se supone que usted se dedica a mi…
– ¡Ahora, jefe! ¡Debo ir!
– ¡Déjenlo libre! -bramó Kurtz a los detectives, que se apartaron de Rey-. ¡Todos ustedes, bribones, a mi despacho! ¡Ahora mismo!
Oliver Wendell Holmes miraba constantemente atrás, por si veía a Teal. El camino estaba despejado. No lo había seguido desde los túneles. «Longfellow…, Longfellow», repetía para sus adentros mientras atravesaba Cambridge.
Entonces vio ante sí a Teal llevando a Longfellow por la acera. El poeta caminaba cautelosamente por la capa de nieve, cada vez más delgada.
Holmes se asustó tanto de momento, que hubo de limitarse a editar caer desmayado. Tenía que actuar decididamente. Así que gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
– ¡Teal!
Fue un chillido como para hacer salir a todo el vecindario.
Teal se volvió, como si ya estuviera sobre aviso.
Holmes sacó el mosquete de su abrigo y apuntó con él, con manos temblorosas.
Teal no pareció tomar en cuenta el arma. Su boca se agitó y dejó escapar una empapada huérfana del abecedario, que escupió a sus pies: una «F».
– Señor Longfellow, el doctor Holmes debe ser el primero para usted. Será el primero al que usted castigue por lo que han hecho. Él será nuestro ejemplo para el mundo.
Teal levantó la mano de Longfellow, en la que sostenía el revólver del ejército, y lo apuntó hacia Holmes.
Holmes se acercó, apuntando con su mosquete a Teal.
– ¡No dé un paso más, Teal, o usaré esto! ¡Le dispararé! Deje libre a Longfellow y puede llevarme a mí en su lugar.
– Esto es un castigo, doctor Holmes. Aquellos de ustedes que han abandonado la justicia de Dios deben ahora enfrentarse a la sentencia final. Señor Longfellow, haga lo que le ordeno. Cargue…, apunte…
Holmes avanzó, firme, y levantó su arma hasta el nivel del cuello de Teal. No había ni rastro de temor en la expresión de aquel hombre. Era en todo momento un soldado. No le quedaba elección: sólo el indomable celo de hacer lo justo, una exigencia que había pasado como una corriente a través de toda la humanidad en una u otra época, por lo general para desinflarse rápidamente. Holmes se estremeció. No sabía si contaba con suficientes reservas de aquel mismo celo para apartar a Dan Teal del destino que se había impuesto a sí mismo.
– Fuego, señor Longfellow -dijo Teal-. ¡Dispare ahora!
Puso su mano en la de Longfellow y cubrió con sus dedos los del poeta.
Tragando saliva con dificultad, Holmes dejó de apuntar con su mosquete a Teal y lo dirigió hacia Longfellow.
Longfellow movió la cabeza. Teal, confuso, dio un paso atrás, arrastrando consigo a su cautivo. Holmes asintió con firmeza.
– Dispararé contra él, Teal.
– No.
Teal meneó la cabeza con rápidos movimientos.
– ¡Sí, lo haré, Teal! ¡Entonces no habrá tenido su castigo! ¡Estará muerto, será cenizas! -gritó Holmes levantando el mosquete y apuntando a la cabeza de Longfellow.
– ¡No, usted no puede! ¡Debe llevarse a los otros consigo! ¡Eso no se puede hacer!
Holmes mantuvo el arma apuntada a un horrorizado Longfellow, cuyos ojos permanecían fuertemente cerrados. Teal sacudió la cabeza con rapidez, y por un momento pareció a punto de gritar. Luego se volvió como si alguien estuviera esperando detrás de él y, después, a derecha e izquierda. Por último, echó a correr, corrió con furia para alejarse del escenario. Antes de que estuviera demasiado lejos, calle abajo, resonó en el aire un disparo, y luego otro estampido mezclado con un grito de agonía.
Longfellow y Holmes no pudieron dejar de mirar las armas de fuego que llevaban en sus manos. Siguieron la dirección del último disparo. Allí, en un lecho de nieve, estaba Teal. De él manaba un reguero de sangre cálida, que fluía por la nieve intacta que lo acogía de mala gana. Dos manchas rojas gorgoteaban en la guerrera del hombre. Holmes se arrodilló y sus manos brillantes empezaron a trabajar, en busca de la vida.
Longfellow se acercó.
– Holmes.
Las manos de Holmes se detuvieron.
Junto al cuerpo de Teal se encontraba un Augustus Manning de mirada extraviada, tembloroso, con los dientes castañeteándole y los dedos agitándose. Manning dejó caer su, fusil en la nieve, a sus pies. Con su barba tiesa por la helada, se dispuso a regresar a su casa y la señaló con el dedo.
Trató de poner en orden sus pensamientos. Transcurrieron unos minutos antes de que dijera algo coherente.
– ¡El patrullero que guardaba mi casa se fue hace horas! Luego oí gritar y lo vi desde la ventana. Lo vi, con su uniforme… Todo acudió a mi mente, todo. Me quitó la ropa, señor Longfellow, y, y… me ató…, me dejó sin ropa…
Longfellow le ofreció una mano consoladora, y Manning prorrumpió en sollozos sobre el hombro del poeta, mientras su esposa salía corriendo de la casa.
Un carruaje policial se detuvo detrás del reducido círculo que formaban en torno al cadáver. Nicholas Rey esgrimía su revólver cuando se apeó a toda prisa. Seguía otro carruaje, que transportaba al sargento Stoneweather y a otros dos policías.
Longfellow tomó del brazo a Rey, cuyos ojos miraban brillantes e interrogadores.
– Ella está bien -dijo Rey antes de que el poeta pudiera preguntar-. Tengo a un patrullero vigilándola a ella y a la niñera. Longfellow asintió, agradecido. Holmes se había agarrado a la valla frente a la casa de Manning, para recobrar el aliento. -¡Holmes, es maravilloso! Quizá necesite entrar y echarse -dijo Longfellow, sintiendo vértigo y temor-. ¿Por qué ha hecho eso?
Pero cómo…
– Mi querido Longfellow, creo que la luz del día aclarará todo lo que la lámpara ha dejado en situación dudosa -dijo Holmes, que condujo a los policías a través de la ciudad, hasta la iglesia y los túneles, a fin de rescatar a Lowell y Fields.-
¡Aguarda, aguarda un minuto! -escupió el judío sefardí a su mentor en el oficio-. Entonces, lo que yo digo, Langdon: tú serás el último de los Cinco de Boston.
– Burndy no fue uno de los Cinco originales, mi lindo judío -respondió Langdon Peaslee, omnisciente-. Los Cinco éramos (benditas sean sus almas a medida que vayan cayendo al infierno, y la mía también cuando me reúna con ellos) Randall, que está a mitad de su condena en las Tumbas; Dodge, que sufrió un colapso nervioso y se ha retirado al Oeste; Turner, machacado por su costilla, con la que llevaba dos años y pico (si esto no es una lección para no emparejarse, es que no me han dado ninguna); y el querido Simonds, que anda escaqueado por la parte del muelle, demasiado trompa para reventar siquiera una hucha de niño.
– Oh, es una vergüenza. Una vergüenza -murmuró uno de los cuatro hombres que escuchaban a Peaslee.
– Vuelve a decirlo -le reprochó Peaslee, levantando una elástica ceja.
– ¡Una vergüenza verlo a punto de subir la escalerilla! -continuó el ladrón bizco-. Nunca conocí a ese hombre. Pero he oído que era el mejor reventador de cajas que ha habido en Boston. ¡Dicen que podía hacerlo con una pluma!
Los otros tres oyentes guardaron silencio, y si hubieran estado de pie en lugar de sentados, habrían podido arrastrar nerviosamente las botas sobre las duras cáscaras desparramadas por el suelo del bar, o se habrían ido ante semejante comentario hecho ante Langdon W.
Peaslee. Pero, en aquellas circunstancias, echaron buenos tragos de sus bebidas o dieron caladas con expresión ausente a los cigarros que había repartido Peaslee.
La puerta de la taberna se abrió y una mosca se proyectó a las mamparas ennegrecidas por el humo que dividían el local, y zumbó alrededor de la mesa de Peaslee. Un reducido número de hermanos y hermanas de la mosca había sobrevivido al invierno, y un número aún más reducido había prosperado en ciertas partes de los bosques de Massachusetts, y continuaría haciéndolo. Claro que de haberlo sabido el profesor Agassiz, de Harvard, habría declarado que tal cosa era descabellada. Con una aguda mirada, Peaslee descubrió los extraños ojos de color rojo flameante y el ancho cuerpo azulado. La aplastó, y en el otro extremo de la barra algunos hombres se dedicaron al deporte de cazar moscas.
Langdon Peaslee se tomó su ponche fuerte, la bebida especial de la casa en la taberna Stackpole. Peaslee no tuvo que cambiar de postura en su silla de madera dura para alcanzar el vaso con la mano izquierda, pese a que la silla estaba a alguna distancia de la mesa, a fin de que pudiera dirigirse adecuadamente a su innoble semicírculo de apóstoles. Los brazos de arácnido de Peaslee le permitían alcanzar muchas cosas en la vida sin necesidad de moverse.
– Hacedme caso, colegas: nuestro señor Burndy -Peaslee silbó el nombre por los amplios huecos entre sus largos dientes-era simplemente el reventador de cajas más pesado que esta vieja ciudad haya visto.
La audiencia aceptó aquella chanza para fundir el hielo, alzando sus vasos y con una ráfaga de exageradas carcajadas que ensancharon la ya excesiva sonrisa de Peaslee. El judío paró en seco su risa con una mirada tensa por encima del borde de su vaso.
– ¿Qué pasa, yidis? -preguntó Peaslee volviendo la cabeza para ver a un hombre de pie junto a él.
Sin decir palabra, los ladrones y carteristas de poca monta que rodeaban a Peaslee se levantaron y se dirigieron a los extremos más alejados de la barra, dejando tras ellos inútiles nubes de humo viciado. Sólo permaneció en su sitio el delincuente bizco.
– ¡Largo! -silbó Peaslee, y el cortesano que quedaba desapareció entre el resto de parroquianos.
Peaslee se quedó mirando de arriba abajo a su visitante.
– Vaya, vaya. -Chasqueó los dedos para llamar a la camarera, apenas cubierta por un vestido muy escotado. El ladrón de cajas fuertes preguntó, con una reluciente sonrisa-: ¿Qué va a ser?
Nicholas Rey despidió a la camarera con un gesto simpático de la mano y se sentó frente a Peaslee.
– Venga, patrullero, fúmese uno de éstos.
Rey rechazó el largo cigarro que el otro le tendía.
– ¿A qué viene esa cara tan sombría? ¡Éstos no son malos tiempos! -dijo Peaslee, volviendo a sonreír-. Mire ahí, a los colegas, que están a punto de pasar a la trastienda para echar la partida. Lo hacemos todas las noches, ya ve. Estoy seguro de que no les importaría que usted se uniera a nosotros. A menos, claro, que ande mal de pasta para la apuesta inicial.
– Se lo agradezco, señor Peaslee, pero no.
– Bien. -Peaslee se llevó un dedo a los labios y luego se inclinó, como para intercambiar confidencias-. No crea, patrullero, que no se le ha seguido la pista. Sabemos que andaba detrás de cierto sujeto que trató de matar a ese Manning, de Harvard; alguien que, según usted, tiene algo que ver con los demás crímenes de Burndy.
– Exactamente.
– Bien, pues mejor para usted que eso no se sepa. Como a usted le consta, están de por medio las recompensas más gordas desde que se cargaron a Lincoln, y yo no voy a renunciar a ellas. Cuando Burndy suba la escalerilla, mi parte va a ser tan abundante como para ahogar a un cerdo, tal como se lo dije, amigo Rey. Estamos a ver qué pasa.
– Le ha gastado una mala jugada a Burndy, pero no se preocupe por mí, señor Peaslee. Si tuviera pruebas para liberar a Burndy, ya las habría presentado, cualesquiera que fuesen las consecuencias. Y usted se quedaría sin su recompensa.
Peaslee levantó su vaso de ponche, pensativamente, ante la mención de Burndy.
– Es una bonita historia la que han urdido esos abogados: el odio de Burndy hacia el juez Healey por haber liberado a demasiados esclavos antes de la Ley de Esclavos Fugitivos; y que apioló a Talbot y a Jennison por haberle timado unos dineros. Le ha tocado su Waterloo, ya lo creo, y bailará mientras se muere. -Tomó un largo trago y luego adoptó una expresión sombría-. Dicen que el gobernador ha decidido desmantelar la oficina de detectives, después de la que armaron ustedes en la comisaría, y que los concejales están tratando de sustituir al viejo Kurtz y largarlo a usted para siempre. No envidio su suerte. Corra mientras pueda, mi querido blanquito. Se ha creado muchos enemigos últimamente.
– También me he ganado algunos amigos, señor Peaslee -dijo Rey tras una pausa-. Así que puedo decirle que no se preocupe por mí. Pero hay algo más, y por eso he venido.
Las cejas de alambre de Peaslee se le subieron hasta el bombín de color tostado.
Rey se volvió en su asiento y miró a un hombre alto y desgarbado que ocupaba un taburete junto a la barra.
– Ese hombre anda preguntando por todo Boston. Al parecer cree que hay otra explicación para los asesinatos que la que los suyos han presentado. Willard Burndy, según dice él mismo, no tiene nada que ver con eso. Sus preguntas pueden costarle a usted su parte de la recompensa, señor Peaslee, hasta el último centavo.
– Feo asunto. ¿Qué sugiere usted que hagamos al respecto?
Rey se quedó pensativo.
– ¿Qué haría yo si estuviera en el lugar de usted? Pues lo convencería para que se marchara de Boston por una larga temporada.
En la barra del Stackpole, Simon Camp, detective de Pinkerton destinado a cubrir el área metropolitana de Boston, releyó la nota anónima que alguien -el patrullero Rey-le había enviado, pidiéndole que esperase allí a aquella hora para una importante cita. Desde su taburete miraba en derredor con creciente frustración e ira a los delincuentes que bailaban con prostitutas baratas. Al cabo de diez minutos, dejó unas monedas en el mostrador y se puso de pie para coger su abrigo.
– ¿Adónde va tan deprisa? -le preguntó el judío sefardí, tomándolo de la mano y sacudiéndosela.
– ¿Qué? -preguntó Camp apartando la mano del judío-. ¿A qué viene esto? Apártese antes de que me mosquee.
– Querido desconocido. -La sonrisa de Peaslee alcanzó una anchura de una milla mientras apartaba a sus camaradas, como si fueran las aguas del mar Rojo, y se adelantó hasta colocarse frente al detective de Pinkerton-. Sería mejor que pasara a la trastienda y echara una partidita con nosotros. No nos gusta oír que a los visitantes de nuestra ciudad los dejan solos.
Días más tarde, J. T. Fields caminaba por un callejón de Boston a la hora que había fijado Simon Camp. Contó las monedas en su bolsa de gamuza, asegurándose de que el dinero del soborno estaba todo allí. Consultaba una vez más su reloj de bolsillo cuando oyó que alguien se le acercaba. Involuntariamente, el editor contuvo la respiración y se recordó a sí mismo que debía permanecer fuerte. Luego apretó la bolsa contra su pecho y se volvió de cara a la entrada del callejón.
– ¡Lowell! -exclamó Fields exhalando el aire.
La cabeza de James Russell Lowell estaba envuelta con una venda negra.
– Fields, por qué… Yo… ¿Por qué está usted aquí…? -Estaba… -balbució Fields.
– ¡Acordamos no pagar a Camp, dejarle hacer lo que quisiera! -dijo Lowell al advertir la bolsa de Fields.
– Entonces, ¿por qué ha venido?
– Para evitar que se le pague, y a escondidas, en plena oscuridad. Bien, en cualquier caso usted sabe que yo no tengo a mano ese dinero en metálico. No estoy seguro… Supongo que he venido para, por lo menos, cantárselas bien claras. No podemos dejar que ese diablo arrastre a Dante sin luchar. Quiero decir…
– Sí -admitió Fields-. Pero quizá no deberíamos decírselo a Longfellow.
Lowell asintió.
– No, no debemos decírselo a Longfellow.
Pasaron veinte minutos esperando juntos. Observaban a los hombres, en la calle, encendiendo las farolas con pértigas.
– ¿Cómo va su cabeza esta semana, querido Lowell?
– Como si estuviera partida en dos y me la hubieran remendado de cualquier manera -dijo, echándose a reír-. Pero Holmes dice que el dolor desaparecerá en una o dos semanas. ¿Y la suya?
– Mejor, mucho mejor. ¿Le han llegado noticias de Sam Ticknor?
– ¿De ese grandísimo imbécil?
– ¡Abre una editorial, con uno de sus infelices hermanos, en Nueva York! Me escribió diciéndome que nos va a desbancar en el negocio desde Broadway. Me pregunto qué pensaría Bill Ticknor de que sus hijos trataran de destruir la casa que lleva su propio nombre.
– ¡Que lo intenten esos profanadores de tumbas! Oh, le escribiré mi mejor poema de este año precisamente por eso, mi querido Fields.
Al cabo de un rato de espera, Lowell volvió a hablar:
– ¿Sabe? Apuesto a que Camp ha recuperado la sensatez y ha renunciado a este jueguecito. Creo que una luna tan celestial y unas estrellas tan serenas bastan para devolver el pecado al infierno.
Fields levantó la bolsa, riéndose al comprobar su peso.
– Si eso es así, ¿por qué no dedicar un poco de este bulto a una cena tardía en Parker's?
– ¿Con su dinero? ¡Así volverá a nosotros!
Lowell echó a andar, y Fields le pidió que aguardara, pero Lowell no le hizo caso.
– ¡Deténgase! ¡Mi pobre obesidad! Mis autores nunca me esperan -se lamentó Fields-. ¡Deberían tener más respeto por mis grasas!
– ¿Quiere perder un poco de cintura, Fields? -dijo Lowell volviéndose-. Pague el diez por ciento más a sus autores y le garantizo que tendrá menos grasa de la que quejarse.
En los meses que siguieron, una nueva hornada de revistas baratas de sucesos, que J. T. Fields aborrecía por su influencia negativa sobre un público ávido, revelaron la historia del detective de segunda Simon Camp, de Pinkerton. Poco después de abandonar a toda prisa Boston tras una larga entrevista con Langdon W. Peaslee, fue acusado por el fiscal general de intento de extorsión a varios funcionarios gubernamentales a propósito de secretos de guerra. Durante los tres años anteriores a su condena, Camp se había embolsado decenas de miles de dólares, fruto de sus chantajes a personas relacionadas con sus casos. Allan Pinkerton restituyó las minutas a todos los clientes que habían trabajado con Camp, aunque hubo uno, el doctor Augustus Manning, de Harvard, que no pudo ser localizado, ni siquiera por la más importante agencia de detectives del país.
Augustus Manning dimitió de la corporación de Harvard y se fue con su familia fuera de Boston. Su esposa dijo que durante meses no habló más que unas pocas palabras seguidas. Algunos contaban que se había trasladado a Inglaterra, y otros oyeron que se había ido a una isla en mares inexplorados. Una subsiguiente reorganización de la administración de Harvard precipitó la inesperada elección del supervisor con menos antigüedad, Ralph Waldo Emerson, una idea promovida por el editor del filósofo, J. T. Fields, y respaldada por el presidente Hill. Así concluyó un exilio de veinte años de Harvard sufrido por el señor Emerson, y los poetas de Cambridge y Boston se congratularon de tener a uno de los suyos en la Mesa de la universidad.
Antes de que finalizara el año 1865, se publicó una edición privada de la traducción del Inferno por Henry Wadsworth Longfellow, la cual fue recibida con agrado por la comisión florentina para el año final de la conmemoración del sexto centenario del nacimiento de Dante. Esta circunstancia levantó expectativas en torno a la traducción de Longfellow, que ya había sido anunciada como «excepcionalmente buena» en los más selectos círculos literarios de Berlín, Londres y París. Longfellow entregó un ejemplar en primicia a cada miembro de su club Dante y a otros amigos. Aunque no mencionaba el asunto con frecuencia, reservó el último como regalo de compromiso para enviarlo a Londres, adonde Mary Frere, una joven dama de Auburn, Nueva York, se había mudado para estar cerca de su prometido. Longfellow, por su parte, estaba demasiado -ocupado con sus hijas y con su nuevo poema, muy largo, para encontrar para ella un regalo mejor.
Su ausencia de Nahant dejará un hueco como el que en una calle deja una casa derruida. Longfellow se dio cuenta de lo dantescas que se habían vuelto sus figuras de lenguaje.
Charles Eliot Norton y William Dean Howells regresaron de Europa a tiempo para ayudar a Longfellow en una traducción completa y anotada. Aún envueltos en el aura de sus aventuras en el extranjero, Howells y Norton prometieron a sus amigos contarles cosas de Ruskin, Carlyle, Tennyson y Browning. Ciertas cosas era mejor relatarlas de palabra que por carta.
Lowell interrumpió esta opinión riéndose de buena gana. -Pero ¿no está usted interesado, James? -preguntó Charles
Eliot Norton.
– Querido Norton -dijo Holmes glosando la hilaridad de Lowell-, querido Howells, somos nosotros quienes, sin haber cruzado ningún océano, hemos hecho un viaje que no podría contarse en ninguna carta escrita por un mortal.
Entonces Lowell hizo jurar a Norton y Howells que guardarían discreción para siempre.
Cuando el club Dante puso fin a sus reuniones, cuando su trabajo estuvo hecho, Holmes pensó que Longfellow se sentiría incómodo. Así que convenció a Norton para que ofreciera su propiedad de Shady Hill para reunirse los sábados por la noche. Allí tratarían de los avances en la traducción de Norton de la Vita nuova de Dante; la historia del amor de éste por Beatriz. Algunas noches, su reducido círculo se ampliaba con Edward Sheldon, que empezaba a elaborar la concordancia de los poemas de Dante con sus escritos menores, con el propósito, según esperaba, de estudiar un año o dos en Italia.
Recientemente, Lowell había accedido a que su hija Mabel viajara también a Italia para una estancia de seis meses. La acompañarían los Fields, que embarcaban en Año Nuevo para celebrar el traspaso de las operaciones diarias de la firma editorial a J. R. Osgood.
Mientras tanto, Fields comenzó a disponer un banquete en el famoso Union Club de Boston, antes incluso de que Houghton empezara a imprimir la traducción de Longfellow de la Divina Commedia, en tres volúmenes, que se presentó en las librerías como el acontecimiento literario de la temporada.
El día del banquete, Oliver Wendell Holmes pasó la tarde en la casa Craigie. George Washington Greene se había trasladado desde Rhode Island y también estaba presente.
– Sí, sí -le decía Holmes a Greene, refiriéndose a los muchos ejemplares que se llevaban vendidos de su segunda novela-. Son los lectores individuales los que importan, porque en sus ojos reside el mérito de escribir. Escribir no es la supervivencia de los más dotados, sino la supervivencia de los supervivientes. ¿Qué son los críticos? Hacen todo lo posible por desvalorizarme, para que no cuente… Y si yo no puedo soportar eso, entonces me lo merezco.
– Estos días habla usted como el señor Longfellow -dijo Greene, riendo.
– Supongo que sí.
Agitando un dedo, Greene se despojó de su corbatín blanco, liberando su fláccido cuello.
– Sólo necesito algo de aire. Eso es, sin duda -dijo, mientras se apoderaba de él un acceso de tos.
– Si pudiera hacerle mejorar, señor Greene, volvería a ejercer la medicina.