XII

El jefe Kurtz anunció en la pizarra de la comisaría central que unas horas después tomaría el tren para iniciar una gira por los ateneos de Nueva Inglaterra, a fin de explicar a las comisiones locales y a los socios ateneístas los nuevos métodos policiales. Kurtz le confesó a Rey:

– Para salvar la reputación de la ciudad, quiero decir de los concejales. Embusteros.

– Entonces, ¿por qué?

– Para mantenerme lejos, para alejarme de los detectives. Por acuerdo, yo soy el único oficial del departamento con autoridad sobre la oficina de detectives. Así esos bribones tendrán las manos libres. Ahora esta investigación les corresponde por completo a ellos. Aquí no queda nadie con poder para frenarlos.

– Pero, jefe Kurtz, están buscando en el lugar equivocado. Sólo quieren una detención para lucirse.

Kurtz se lo quedó mirando.

– Y usted, patrullero, usted debe permanecer aquí, tal como se le ha ordenado. Ya lo sabe. Hasta que todo esto esté bien aclarado. Lo cual podría suceder dentro de muchos meses.

Rey guiñó el ojo.

– Pero yo tengo mucho que decir, jefe…

– Usted sabe que debo darle instrucciones para que comparta con el detective Henshaw y sus hombres todo cuanto sepa o crea saber.

– Jefe Kurtz…

– ¡Todo, Rey! ¿Tendré que llevarlo yo mismo ante Henshaw?

Rey dudó, y luego sacudió la cabeza. Kurtz le puso la mano en el brazo.

– A veces la única satisfacción consiste en saber que nadie más que uno mismo puede hacerlo, Rey.

Cuando Rey regresaba a casa aquella noche, una figura envuelta en una capa se puso a caminar junto a él. Se quitó la capucha. Respiraba agitadamente, con el vaho que desprendía su aliento tropezando con su oscuro velo y saliendo a través de él. Mabel Lowell se despojó del velo y dirigió una mirada fogosa al patrullero Rey.

– Patrullero, ¿me recuerda de cuando fue a mi casa en busca del profesor Lowell? Tengo algo que creo debería usted ver -dijo, sacando un grueso paquete de debajo de su capa.

– ¿Cómo me ha encontrado, señorita Lowell?

– Mabel. ¿Cree usted que es tan difícil encontrar a un agente de policía mulato en Boston?

Concluyó su frase con una retorcida mueca. Rey se detuvo y miró el envoltorio, del que separó algunas hojas de papel.

– No sé por qué debería aceptar esto. ¿Pertenece a su padre?

– Sí. -Eran las pruebas de la traducción de Dante por Longfellow, con abundantes notas marginales de Lowell-. Creo que mi padre ha descubierto algunos aspectos de la poesía de Dante en esos extraños asesinatos. Ignoro detalles que usted debe de conocer, y acerca de los cuales yo nunca podría hablar con él sin ponerlo furioso, así que no le diga que me ha visto. Me costó mucho trabajo, agente, introducirme a hurtadillas en el estudio de mi padre procurando que él no lo notara.

– Por favor, señorita Lowell -dijo Rey, suspirando.

– Mabel. -Enfrentada al brillo de honradez en los ojos de Rey, no pudo permitirse exteriorizar su desesperación-. Por favor, agente. Mi padre le cuenta pocas cosas a la señora Lowell y a mí, menos. Pero esto yo lo sé. Sus libros de Dante andan desparramados por allí a todas horas. Cuando le oigo con sus amigos estos días, sólo hablan de eso… y en un tono como si estuvieran coaccionados, un tono de angustia, inadecuado para unos hombres que se reúnen para hacer una traducción. Luego encontré el dibujo de unos pies humanos ardiendo, con algunos recortes de periódico sobre el reverendo Talbot.

Sus pies, dicen algunos, estaban carbonizados cuando lo encontraron. Y yo oí a mi padre revisar ese canto sobre los clérigos inicuos con Mead y Sheldon hace sólo unos meses.

Rey la condujo al patio de un edificio próximo, donde encontraron un banco desocupado.

– Mabel, no debe decir a nadie más que sabe esto. Sólo serviría para complicar la situación y proyectar una sombra peligrosa sobre su padre y sus amigos… y me temo que sobre usted misma. Intervienen intereses que se aprovecharían de esta información.

– Usted ya estaba enterado de esto, ¿verdad? Bien, pues debería idear algo para detener esta locura.

– Honradamente, no sé qué hacer.

– No puede quedarse quieto y observar; no mientras mi padre… Por favor. -De nuevo puso el paquete con las pruebas en sus manos. A pesar suyo, sus ojos se llenaron de lágrimas-. Tome esto. Léaselo antes de que él lo eche de menos. Su visita a la casa Craigie aquel día debe de tener algo que ver con todo esto, y sé que usted puede ser de ayuda.

Rey examinó el paquete. No había leído un libro desde antes de la guerra. En otro tiempo consumió literatura con alarmante avidez, especialmente tras la muerte de sus padres adoptivos y de sus hermanas. Leyó historias y biografías e incluso novelas. Pero ahora la misma idea de un libro le chocaba como ofensivamente represiva y arrogante. Prefería los periódicos y pliegos sueltos, que no tenían ocasión de dominar sus pensamientos.

– Mi padre es a veces un hombre difícil… Me doy cuenta de la impresión que puede causar -prosiguió Mabel-. Pero ha padecido mucha tensión, interna y externa, a lo largo de su vida. Vive con el temor de perder su capacidad para escribir, pero yo nunca pensé en él como poeta; sólo como mi padre.

– No tiene por qué preocuparse, señorita Lowell.

– Entonces, ¿va a ayudarlo? -preguntó, apoyando la mano en su brazo-. ¿Hay algo en lo que yo pueda ayudarlo a usted? ¿Algo para tener la certeza de que mi padre está seguro, patrullero?

Rey permaneció silencioso. Los transeúntes les dirigían miradas encendidas y él apartaba la vista.

Mabel sonrió tristemente y se retiró al otro extremo del banco.

– Comprendo. Es usted igual que mi padre. Supongo que no se me pueden confiar los asuntos que de veras importan. Me hice la ilusión de que usted era diferente.

Por un momento, Rey sintió demasiada identificación afectiva con Mabel como para replicar.

– Señorita Lowell, éste es un asunto en el que, si se puede, más vale no meterse.

– Pero yo no puedo -concluyó, y devolvió el velo a su lugar, al tiempo que emprendía el camino hacia la estación de tranvías.


El profesor George Ticknor, un anciano en decadencia, instruía a su esposa para que hiciera subir a la visita. Sus instrucciones iban acompañadas de una extraña sonrisa que se dibujaba en su ancho y peculiar rostro. El cabello de Ticknor, en otro tiempo negro, se había vuelto gris en la parte baja de la nuca y a lo largo de las patillas, y era lamentablemente escaso en lo alto del cráneo. Hawthorne dijo una vez que la nariz de Ticknor era lo contrario de aquilina: no del todo respingona ni chata.

El profesor nunca tuvo mucha imaginación, y estaba agradecido por ello, pues lo protegía de los desvaríos que habían aquejado a sus colegas bostonianos, en especial a los escritores, quienes pensaban que en tiempo de reforma las cosas cambiarían. Con todo, Ticknor no podía dejar de imaginar que el sirviente que lo incorporaba y lo ayudaba a levantarse de la butaca, era el vivo retrato de George Junior, fallecido a la edad de cinco años. Ticknor seguía triste por aquella muerte, ocurrida treinta años antes; muy triste, porque ya no podía ver su brillante sonrisa ni oír su alegre voz, ni siquiera en su mente. Por eso volvía la cabeza al percibir algún sonido familiar, y el niño no estaba allí. Por eso aguzaba el oído para captar el leve paso de su hijo, que no llegaba.

Longfellow entró en la biblioteca, llevando tímidamente un regalo. Se trataba de una bolsa con broche, con una orla.

– Por favor, siga sentado, profesor Ticknor -lo apremió.

Ticknor ofreció cigarros, los cuales, por sus envoltorios cuarteados, parecían haber sido ofrecidos y rechazados a lo largo de muchos años de recibir a huéspedes infrecuentes.

– Mi querido señor Longfellow, ¿qué trae usted ahí?

Longfellow colocó la bolsa en el escritorio de Ticknor.

– Algo que he creído le gustaría ver. A usted más que a nadie.

Ticknor se lo quedó mirando con interés. Sus ojos negros eran impenetrables.

– Lo he recibido esta mañana de Italia. Lea la carta que lo acompañaba.

Longfellow se la alargó a Ticknor. Era de George Marsh, de la Comisión del Centenario de Dante, en Florencia. Marsh escribía para asegurar a Longfellow que no debía preocuparse porque la comisión florentina aceptara su traducción del Inferno.

Ticknor empezó a leer:

– «El duque de Caietani y la comisión recibirán agradecidos la primera traducción norteamericana del gran poema como la contribución más adecuada a la solemnidad del centenario, y al mismo tiempo como un merecido homenaje del Nuevo Mundo a una de las más altas glorias del país de su descubridor, Colón.» ¿Por qué no se siente usted seguro? -preguntó Ticknor, pensativo.

Longfellow sonrió.

– Supongo que, a su manera amable, el señor Marsh está dándome prisa. Pero ¿no se dice que Colón no era precisamente puntual?

– «Por favor, acepte de nuestra comisión -continuó leyendo Ticknor-, como signo de aprecio por su próxima contribución, una de las siete bolsas que contienen las cenizas de Dante Alighieri, tomadas tardíamente de su tumba de Ravena.»

Esto coloreó con un desvaído tono carmesí, causado por el placer, las mejillas de Ticknor, y sus ojos se dirigieron a la bolsa. Sus mejillas ya no alcanzaban la sombra rojo intenso que, en contraste con su cabello oscuro, hacía que en su juventud la gente lo tomara por español. Ticknor soltó el broche, abrió la bolsa y se quedó mirando lo que podía haber sido polvo de carbón. Pero Ticknor dejó escurrirse un poco entre sus dedos, como el peregrino cansado que por fin alcanza el agua bendita.

– Durante muchos años pareció que yo buscaba por toda la amplitud de la tierra colegas eruditos que estudiaran a Dante, con poco éxito -dijo Ticknor. Tragó saliva con dificultad, mientras pensaba:

¿Durante cuántos años?-. Traté de enseñar a numerosos miembros de mi familia hasta qué punto Dante hizo de mí un hombre mejor, pero fui escasamente comprendido. ¿Se dio usted cuenta, Longfellow, de que el año pasado no hubo un club o sociedad en Boston que no celebrara el tricentenario del nacimiento de Shakespeare? Pero ¿cuántos, fuera de Italia, consideran que este año, el-seiscientos aniversario del nacimiento de Dante, merece ser destacado? Shakespeare nos ayuda a conocernos; Dante, con su disección de todos los demás, nos brinda el conocimiento de unos a otros. Hábleme de las incidencias de su traducción.

– Usted puede ayudarnos -dijo Longfellow-. Hoy empieza una nueva fase de nuestra lucha.

– Ayudar. -Tícknor pareció paladear la palabra como pudiera hacerlo con un nuevo vino, y luego rechazarlo con disgusto-. ¿Ayudar a qué, Longfellow?

Longfellow se echó atrás, sorprendido.

– Sería necio tratar de detener algo así -dijo Ticknor sin simpatía-. ¿Sabía usted, Longfellow, que he empezado a regalar mis libros? -Señaló con su bastón de ébano los anaqueles que rodeaban la estancia-. Ya llevo donados casi tres mil volúmenes a la nueva biblioteca pública, uno a uno.

– Un magnífico gesto, profesor -comentó Longfellow sinceramente.

– Uno a uno hasta temer que no me quede ninguno para mí. -Empujó la lujosa alfombra con el-brillante cetro negro. Su cansada boca hizo una mueca mitad sonrisa, mitad signo de enfado-. El primer recuerdo de mi vida es la muerte de Washington. Cuando mi padre llegó a casa ese día no podía hablar, tan abrumado se sentía por la noticia. Yo estaba aterrorizado porque él se mostrara tan afectado, y rogué a mi madre que enviara en busca de un médico. Durante algunas semanas, todos, incluso los niños más pequeños, llevaron brazaletes negros. ¿Se ha parado a pensar que si mata a una persona es usted un asesino, pero que si mata a un millar es un héroe, como Washington? En otro tiempo, yo pensaba asegurar el futuro de nuestros ambientes literarios mediante el estudio y el aprendizaje, mediante el respeto a la tradición. Dante abogaba porque su poesía tuviera continuidad más allá de él mismo, en un nuevo hogar, y durante cuarenta años yo me afané por él. El sino de la literatura profetizado por el señor Emerson se ha hecho realidad con los acontecimientos que usted describe… La literatura que alienta vida y muerte, que puede castigar y absolver.

– Sé que usted no puede aprobar lo que ha sucedido, profesor Ticknor -dijo Longfellow, pensativo-. Dante desfigurado, utilizado como herramienta para el crimen y la venganza personal.

Ticknor hizo chocar sus manos.

– Longfellow, nos encontramos, en definitiva, con un texto antiguo convertido en un poder actual, ¡un poder capaz de juzgar ante nuestros propios ojos! No; si lo que usted ha descubierto es verdad, cuando el mundo sepa lo que ha ocurrido en Boston (aunque sea dentro de diez siglos), Dante no quedará desfigurado, no se verá manchado ni arruinado. Será reverenciado como la primera auténtica creación del genio norteamericano, ¡el primer poeta que liberó el poder mayestático de toda literatura sobre los incrédulos!

– Dante escribió para apartarnos de los tiempos en que la muerte era incomprensible. Escribió para infundirnos esperanza en la vida, profesor, cuando ya no nos queda; para que sepamos que nuestra existencia y nuestras plegarias no le son indiferentes a Dios.

Ticknor suspiró desmañadamente y apartó la bolsa ribeteada de oro.

– No olvide su regalo, señor Longfellow.

Longfellow sonrió.

– Usted fue el primero en creer que era posible.

Y colocó la bolsa con las cenizas en las viejas manos de Ticknor, que la agarraron codiciosamente.

– Yo ya soy demasiado viejo para ayudar a alguien, Longfellow -se excusó Ticknor-. Pero ¿me permitirá que le dé un consejo? Usted no anda detrás de Lucifer; ése no es el culpable que usted describe. Lucifer permanece completamente mudo cuando Dante por fin se lo encuentra en el helado Cocito, suspirando y sin habla. ¿Sabe? Así es como Dante triunfa sobre Milton. A nosotros se nos antoja que Lucifer es asombroso e inteligente, aunque podemos vencerlo; pero Dante lo pone más difícil. No. Usted anda tras de Dante; Dante decide quiénes deben ser castigados, adónde han de ir y qué tormentos sufren. Es el poeta quien toma esas medidas, aunque, al presentarse como el viajero, trate de hacérnoslo olvidar. Y nosotros creemos que él es otro testigo inocente de la obra de Dios.


Mientras tanto, en Cambridge, James Russell Lowell veía fantasmas.

Acomodado en su poltrona, con la luz invernal fluyendo en el interior de la estancia, tenía una clara visión del rostro de Maria, su primer amor, fielmente retratada. «Con el tiempo -repetía-. Con el tiempo…» Estaba sentada con Walter sobre su rodilla y animaba a Lowell con estas palabras: «Mira qué chico tan hermoso y fuerte se está haciendo.»

Fanny Lowell le dijo que parecía estar en trance, e insistió a su marido para que se acostara. Mandaría en busca de un médico, o del doctor Holmes, si lo deseaba. Pero Lowell la ignoró porque se sentía muy feliz. Abandonó Elmwood por la puerta de atrás. Pensaba en cómo su pobre madre, en el asilo, solía asegurarle que cuando más contenta se sentía era durante sus ataques. Dante dijo que la mayor tristeza la producía rememorar la felicidad pasada, pero Dante se equivocaba en su formulación; estaba mortalmente equivocado, pensó Lowell. No hay felicidades comparables en intensidad a nuestras tristezas y pesares. Alegría y tristeza eran hermanas, y muy semejantes entre ellas, como dijera Holmes, y nada arrancaba lágrimas como ambas, que lo hacían por igual. El pobre bebé de Lowell, Walter, el último hijo muerto de Maria, su heredero con todos los derechos, le parecía algo palpable mientras caminaba por las calles tratando de no pensar en nada, en nada más que en la dulce Maria; en nada más. Pero ahora la presencia espectral de Walter no era tanto una imagen como un incierto sentimiento que se proyectaba sobre él como una sombra, que estaba en él, del mismo modo que una mujer encinta siente la presión de la vida en su estómago. También pensó que veía a Pietro Bachi pasar junto a él en la calle y que lo saludaba y se mofaba de él, como diciéndole: «Siempre estaré aquí para recordarle su fracaso.» Usted nunca luchó por nada, Lowell.

– ¡Usted no está aquí! -murmuró Lowell, y un pensamiento acudió a su cabeza: si inicialmente no hubiera estado tan seguro de la culpabilidad de Bachi, si hubiera compartido mínimamente el nervioso escepticismo de Holmes, habrían encontrado al asesino y Phineas Jennison podría seguir vivo. Y entonces, antes de que le pidiera un vaso de agua a uno de los tenderos de la calle, vio ante sí un brillante abrigo blanco y una alta chistera deslizándose alegremente a lo lejos, con el apoyo de un bastón con guarnición de oro.

Phineas Jennison.

Lowell se restregó los ojos. Tenía bastante conciencia de su estado mental como para desconfiar de su vista, pero podía ver a Jennison chocando con los hombros con algunos transeúntes, mientras otros lo evitaban y le dirigían extrañas miradas. Era corpóreo. De carne y hueso.

Estaba vivo…

Lowell trató de gritar ¡Jennison!, pero tenía la boca demasiado seca. La visión lo invitaba a echar a correr pero, a la vez, le ataba las piernas. «¡Oh, Jennison!» Al mismo tiempo, recuperó su recia voz y los ojos empezaron a derramar lágrimas. «Phinny, Phinny, estoy aquí. ¡Estoy aquí! Jemmy Lowell, ¿me ve? ¡Aún no le he perdido!»

Lowell corrió entre los peatones y echó el brazo por encima de los hombros de Jennison. Pero el sujeto se volvió hacia él y Lowell se enfrentó a la cruel realidad. Llevaba el sombrero y el abrigo confeccionados por el sastre de Phineas Jennison, empuñaba su brillante bastón; sin embargo, se trataba de un anciano desastrado, con el rostro sucio, sin afeitar y deforme. Al abrazarlo, Lowell sintió que temblaba.

– Jennison -dijo Lowell.

– No me detenga, señor. Necesitaba calentarme…

El hombre dijo ser el vagabundo que había descubierto el cadáver de Jennison, después de nadar hasta el fuerte abandonado desde una isla cercana donde había un asilo de beneficencia. Encontró unos hermosos vestidos cuidadosamente doblados y amontonados en el suelo del almacén donde colgaba el cuerpo de Jennison, y se hizo con algunas prendas.

Lowell recordó y sintió agudamente el gusano que le extrajeron, solo en su escarpado y salvaje camino, devorando su interior. Sintió también el agujero que le había quedado, y que había liberado todo lo que estaba retenido en sus entrañas.

El campus de Harvard estaba silenciado por la nieve. Lowell buscó inútilmente a Edward Sheldon, a quien había enviado una carta la noche del jueves, después de verlo en compañía del fantasma, reclamando la inmediata presencia del estudiante en Elmwood. Pero Sheldon no respondió. Varios estudiantes que lo conocían llevaban unos días sin verlo. Otros, al cruzarse con Lowell, le recordaron su clase, a la que llegaba con retraso. Cuando entró en el aula, en el edificio principal de la universidad, un espacioso local que en otro tiempo albergó la capilla, dirigió su saludo habitual: «Caballeros y estudiantes…» A esta fórmula le seguían las acostumbradas y ensayadas risas de los estudiantes. Pecadores: así era como los ministros congregacionalistas de su infancia solían empezar. Su padre, que para un niño era la voz de Dios. También el padre de Holmes. Pecadores. Nada podía sacudir tanto la sincera piedad del padre de Lowell como su confianza en un Dios que compartía su fuerza.

– ¿Soy yo el tipo adecuado de hombre para guiar a la ingenua juventud? ¡Ni por asomo! -Lowell se oyó a sí mismo decir estas palabras cuando llevaba pronunciado un tercio de una clase sobre el Quijote-. Y, por otra parte -reflexionó-, ser profesor no es bueno para mí, moja mi pólvora, como si mi mente, al encenderse, prendiera una involuntaria mecha en lugar de saltar a la primera chispa.

Dos estudiantes preocupados trataron de agarrarlo por el brazo cuando estuvo a punto de caer. Lowell se acercó a trompicones a la ventana y sacó la cabeza fuera, con los ojos cerrados. En lugar de experimentar la fresca caricia del aire, como esperaba, notó un inesperado golpe de calor, como si el infierno le cosquilleara la nariz y las mejillas. Se alborotó los bigotes en forma de colmillos y también los encontró calientes y húmedos. Al abrir los ojos, vio un triángulo de llamas allá abajo. Lowell se arrastró fuera del aula y bajó las escaleras de piedra del edificio principal de la universidad. Una vez en el campus de Harvard, una fogata ardía vorazmente.

Rodeándola, un semicírculo de hombres de porte majestuoso contemplaba las llamas con gran atención. Estaban arrojando al fuego los libros de un Viran montón. Eran ministros locales, unitaristas y congregacionalistas, miembros de la corporación de Harvard, y unos pocos representantes de la Mesa de Supervisores de Harvard. Uno tomó un folleto, lo estrujó y lo tiró como si fuera una pelota. Todos aplaudieron cuando dio en las llamas. Lowell echó a correr hasta allí y, apoyándose en una rodilla, rescató el folleto. La cubierta estaba demasiado chamuscada para leerla, así que lo abrió por la portada: En defensa de Charles Darwin y su teoría evolucionista.

Lowell no pudo sostenerlo más. El profesor Louis Agassiz estaba frente a él, al otro lado de la hoguera, con el rostro borroso e inclinado a causa de la humareda. El científico agitó amistosamente ambas manos.

– ¿Cómo sigue su pierna, señor Lowell? Ah, esto…, esto es para no perdérselo, señor Lowell, aunque es una lástima echar a perder buen papel.

El doctor Augustus Manning, tesorero de la corporación, contemplaba la escena desde una ventana que se distinguía a través del vapor, situada en el Gore Hall, la biblioteca de la universidad, un edificio de granito grotescamente gótico. Lowell se apresuró hacia la maciza entrada y atravesó la nave, agradecido porque a cada zancada recuperaba la compostura y la razón. En el Gore Hall no estaban permitidas las bujías ni las luces de gas, por el peligro de incendio, de modo que las salas y los libros estaban penumbrosos como el invierno.

– ¡Manning! -bramó Lowell, contando con una reprimenda del bibliotecario.

Manning acechaba desde la tribuna sobre la sala de lectura, donde estaba reuniendo varios libros.

– Usted tiene ahora una clase, profesor Lowell. La corporación de Harvard no puede considerar una conducta aceptable abandonar a los estudiantes sin vigilancia.

Lowell tuvo que pasarse un pañuelo por la cara antes de subir a la tribuna.

– ¡Usted osa quemar libros en una institución de enseñanza!

Las tuberías de cobre del precursor sistema de calefacción del Gore Hall siempre tenían escapes, y llenaban la biblioteca con un ondulante vapor que se condensaba en forma de gotitas calientes en las ventanas, en los libros y en los estudiantes.

– El mundo de la religión nos debe, y debe especialmente a su amigo el profesor Agassiz, gratitud por combatir triunfalmente la monstruosa enseñanza de que descendemos de los monos. Su padre de usted, ciertamente, se hubiera mostrado de acuerdo.

– Agassiz es demasiado listo -dijo Lowell llegando a lo alto de la tribuna, atravesando la cortina de vapor-. Lo abandonará…, ¡cuente con ello! ¡Nada que eche fuera el pensamiento estará nunca a salvo del pensamiento!

Manning sonrió, y su sonrisa pareció insertarse en su cabeza.

– ¿Sabe usted? He obtenido a través de la corporación cien mil dólares para el museo de Agassiz. Me atrevería a decir que Agassiz irá exactamente por donde yo le diga.

– Pero ¿qué es esto, Manning? ¿Qué lo induce a aborrecer las ideas ajenas?

Manning miró a Lowell de través. Mientras le respondía, perdió el estricto control que mantenía sobre su voz.

– Hemos sido un noble país, caracterizado por la sencillez en materia de moral y de justicia; el último huérfano de la gran República romana. Nuestro mundo está siendo estrangulado y demolido por infiltrados, por novedades inmorales introducidas por cada extranjero y por cada nueva idea en contra de los principios sobre los que se construyó Norteamérica. Usted mismo lo ve, profesor. ¿Cree usted que hubiéramos podido guerrear entre nosotros hace veinte años? Hemos sido envenenados. La guerra, nuestra guerra, está lejos de haber concluido. Justamente está empezando. Hemos dado suelta a los demonios en el mismo aire que respiramos. Las revoluciones, los crímenes y los latrocinios empiezan en nuestras almas y se transfieren a las calles y a nuestras casas. -Esto era lo más cercano a lo emocional que Lowell había visto nunca en Manning-. El juez presidente Healey fue condiscípulo mío en la clase de graduación, Lowell; era uno de nuestros mejores supervisores ¡y ahora se lo ha cargado alguna bestia cuyo único conocimiento es el conocimiento de la muerte! En Boston, las mentes sufren continuos asaltos. Harvard es la fortaleza para la protección de nuestras sublimes esencias. ¡Y ésa es mi responsabilidad!

Manning contuvo sus sentimientos.

– Usted, profesor, se permite el lujo de la rebeldía sólo en ausencia de responsabilidad. Es usted un auténtico poeta.

Lowell sintió que erguía el cuerpo por vez primera desde la muerte de Phineas Jennison. Aquello le infundió renovadas fuerzas.

– Cargamos de cadenas a toda una raza de hombres hace cien años, y allí empezó la guerra. Norteamérica continuará creciendo sin importar todas las mentes que usted encadene ahora, Manning. Sé que amenazó a Oscar Houghton diciéndole que, si publicaba la traducción que Longfellow está haciendo de Dante, sufriría las consecuencias.

Manning se volvió a la ventana y contempló el fuego anaranjado.

– Y así será, profesor Lowell. Italia es un mundo en el que reinan las peores pasiones y la moral más laxa. Le daré la bienvenida si dona algunos ejemplares de su Dante al Gore Hall, como cierto científico necio hizo con esos libros de Darwin. Esa hoguera se los tragará: un ejemplo para todos los que traten de convertir nuestra institución en un reducto de ideas de violencia inmunda.

– Nunca se lo permitiré -replicó Lowell-. Dante es el primer poeta cristiano, el primero y único cuyo entero sistema de pensamiento está impregnado de una teología puramente cristiana. Pero el poema está más próximo a nosotros por otras razones. Es la historia real de un hermano nuestro, un hombre, de un alma humana que es tentada, purificada y que, finalmente, sale triunfante. Enseña la benéfica acción mediadora del arrepentimiento. Es la primera quilla que se aventuró en el mar silencioso de la conciencia humana al encuentro de un nuevo mundo de poesía. Mantuvo a raya durante veinte años su angustia y no se permitió morir hasta haber concluido su tarea. Tampoco lo hará Longfellow. Ni yo.

Lowell se volvió y empezó a bajar la escalera.

– Lo felicito, profesor. -Desde la tribuna, Manning permanecía impasible, aunque echaba fuego por los ojos-. Pero quizá no todo el mundo comparte los mismos puntos de vista. Recibí una peculiar visita de cierto policía, un tal patrullero Rey. Indagó acerca de su trabajo sobre Dante. No explicó por qué, y se marchó bruscamente. ¿Puede usted decirme por qué su trabajo atrae a la policía a nuestra reverenciada «institución de enseñanza»?

Lowell se detuvo y se volvió para mirar a Manning.

Manning se apoyó los largos dedos sobre el esternón.

– Algunos hombres sensatos se apartarán de su círculo para traicionarlos, Lowell, se lo aseguro. No hay reunión alguna de insurgentes que pueda permanecer unida por mucho tiempo. Si el señor Houghton no colabora para detenerlos, alguien lo hará. El doctor Holmes, por ejemplo.

Lowell quería marcharse, pero esperó más.

– Le advertí hace muchos meses que se apartara de su proyecto de traducción, pues de lo contrario su reputación se resentiría. ¿Y qué cree que hizo?

Lowell negó con la cabeza.

– Me convocó en su casa y me confió que estaba de acuerdo con mi postura.

– ¡Miente, Manning!

– Oh, entonces, ¿el doctor Holmes ha seguido entregado a la causa? -preguntó como si supiera mucho más de lo que Lowell podía imaginar.

Lowell se mordió el labio, que le temblaba. Manning sacudió la cabeza y sonrió.

– El mísero y pequeño maniquí es su Benedict Arnold a la espera de instrucciones, profesor Lowell.

– Sepa que cuando soy amigo de un hombre lo soy para siempre, y es muy difícil hacerme volver atrás. Y aunque un hombre pueda gozar siendo mi enemigo, no puede convertirme a mí en el suyo mientras yo no quiera. Buenas tardes.

Lowell dio por concluida la conversación, pero el otro necesitaba más de él.

Manning siguió a Lowell hasta la sala de lectura y lo agarró del brazo.

– No comprendo cómo usted se juega su buen nombre, todo aquello por lo que ha luchado su vida entera, en algo como eso, profesor.

Lowell se apartó.

– Aunque quisiera entenderlo no podría, Manning. Regresó a su clase a tiempo para despedir a sus alumnos.

Si el asesino había estado siguiendo de algún modo la traducción de Longfellow, y los desafiaba a una carrera para concluirla, el club Dante tenía poca elección, salvo completar con la mayor brevedad los trece cantos del Inferno que aún quedaban. Acordaron dividirse en dos equipos reducidos: el de los investigadores y el de los traductores.

Lowell y Fields seguirían con la investigación, mientras Longfellow y George Washington Greene se esforzarían con la traducción en el estudio. Fields había informado a Greene, para gran satisfacción del anciano ministro, de que la traducción se había sometido a un estricto calendario, con vistas a su inmediata finalización: quedaban nueve cantos previos aún no revisados, uno parcialmente traducido y dos de los que Longfellow no estaba satisfecho del todo. Peter, el criado de Longfellow, llevaría las pruebas a Riverside a medida que Longfellow terminara, y se encargaría a la vez de sacar de paseo a Trap.

– ¡Eso no tiene sentido!

– Entonces déjelo, Lowell -dijo Fields, hundido en su sillón de la biblioteca, y que en otro tiempo perteneció al abuelo de Longfellow, un gran general de la guerra de la Independencia. Se quedó mirando a Lowell-. Siéntese. Está usted muy colorado. ¿Ha dormido lo suficiente?

Lowell lo ignoró.

– ¿Qué permitiría calificar de cismático a Jennison? En concreto, en ese foso del infierno, cada una de las sombras que Dante escoge para individualizarlas es inequívocamente emblemática de ese pecado.

– Hasta que averigüemos por qué Lucifer escogió a Jennison, debemos entresacar lo que podamos de los detalles del crimen -dijo Fields.

– Bien, el crimen confirma la fuerza de Lucifer. Jennison había hecho escalada con el club Adirondack. Era deportista y cazador, y sin embargo nuestro Lucifer le echa mano y lo hace pedazos con toda facilidad.

– Sin duda se hizo con él amenazándolo con un arma -conjeturó Fields-. Hasta el hombre más fuerte puede sucumbir al temor ante un arma de fuego, Lowell. También sabemos que nuestro asesino es escurridizo. Había patrulleros de guardia en cada calle del distrito, a todas horas, desde la noche en que Talbot fue asesinado. Y la gran atención puesta por Lucifer en los detalles del canto de Dante… Eso es bien cierto.

– En cualquier momento mientras hablamos -reflexionó en voz alta Lowell, con aire ausente-, en cualquier momento mientras Longfellow traduce un nuevo verso en la habitación de al lado, podría perpetrarse otro asesinato y nosotros carecemos de poder para impedirlo.

– Tres asesinatos y ni un solo testigo. Coincidiendo con toda precisión con nuestras traducciones. ¿Qué vamos a hacer?, ¿rondar por las calles y esperar? Si fuéramos menos cultos, empezaría a creer que un auténtico espíritu del mal nos domina.

– Podemos concentrar nuestra atención en la relación de los asesinatos con nuestro club -propuso Lowell-. Concentrémonos en seguir la pista de todos los que conozcan el calendario previsto para la traducción.

Mientras Lowell hojeaba rápidamente la libreta donde consignaba sus investigaciones, distraídamente golpeó una de las piezas de colección, una bala de cañón disparada por los británicos en Boston contra las tropas del general Washington.

Oyeron otro golpe en la puerta principal, pero lo ignoraron.

– He mandado una nota a Houghton pidiéndole que se asegure de que ninguna prueba de la traducción de Longfellow salga de Riverside -le dijo Fields a Lowell-. Sabemos que todos los asesinatos se inspiraron en los cantos que por entonces nuestro club aún no había traducido. Longfellow debe continuar llevando las pruebas a la imprenta como si todo fuera normal. Y, por cierto, ¿qué hay del joven Sheldon?

Lowell frunció el ceño.

– Aún no ha contestado, y no ha sido visto en el campus. Él es el único que puede informarnos sobre el fantasma con el que lo vi hablar, tras la partida de Bachi.

Fields se puso en pie y se inclinó junto a Lowell.

– ¿Está usted bien seguro de que vio ese «fantasma» ayer, Jamey? -le preguntó.

Lowell estaba sorprendido.

– ¿Qué quiere usted decir, Fields? Ya se lo conté… Lo vi observándome en el campus de Harvard, y luego, otra vez, esperando a Bachi. Y de nuevo sosteniendo una acalorada discusión con Edward Sheldon.

Fields no pudo evitar encogerse.

– Se trata sólo de que todos estamos muy aprensivos, ansiosos, querido Lowell. Mis noches transcurren entre incómodos episodios de insomnio.

Lowell cerró de golpe la libreta que estaba revisando. -¿Está usted diciendo que todo fue imaginación mía?

– Usted mismo me dijo que hoy pensó haber visto a Jennison, y a Bachi, y a su primera mujer, y luego a su hijo muerto. ¡Santo cielo! -exclamó Fields.

Los labios de Lowell temblaron.

– Mire, Fields. Ésta es la última vuelta de tornillo…

– Cálmese, Lowell. No quise levantar la voz. No quise decir eso. -Yo suponía que usted sabría mejor que nosotros lo que debíamos hacer. ¡Después de todo, no somos más que poetas! ¡Creí que usted sabría con precisión cómo alguien ha ido siguiendo nuestro calendario de traducción!

– ¿Y eso qué significa, señor Lowell?

– Sencillamente esto: ¿quién, además de nosotros, conoce de primera mano las actividades del club Dante? Los aprendices de la imprenta, los grabadores, los encuadernadores… Todos los relacionados con Ticknor y Fields.

– ¡Ya! -Fields estaba asombrado-. ¡No invierta los papeles a mi costa!

La puerta que comunicaba la biblioteca con el estudio se abrió. -Caballeros, lamento tener que interrumpirlos -dijo Longfellow, al tiempo que introducía a Nicholas Rey.

Los rostros de Lowell y Fields reflejaron terror. Lowell farfulló una letanía de razones por las que Rey no podía detenerlos. Longfellow se limitó a sonreír.

– Profesor Lowell -dijo Rey-. Por favor, señores, estoy aquí para pedirles que me permitan ayudarlos.

Lowell y Fields olvidaron al momento su discusión y dieron una emocionada bienvenida a Rey.

– Comprendan que hago esto para detener las muertes -aclaró Rey-. Para nada más.

– No es ésa nuestra única meta -dijo Lowell tras una prolongada pausa-. Pero no podemos completar esto sin alguna ayuda, y usted tampoco. Este criminal ha dejado el signo de Dante en todo cuanto ha tocado, y para usted sería un error garrafal emprender esa dirección sin un traductor a su lado.

Longfellow los dejó en la biblioteca y regresó al estudio. Él y Greene estaban ocupados con el tercer canto del día, habiendo empezado a las seis de la mañana, trabajado y dejado atrás el momento crítico del mediodía. Longfellow escribió a Holmes pidiéndole que ayudara en la traducción, pero no recibió respuesta de Charles, 21. Longfellow preguntó a Fields si se podría convencer a Lowell para que se reconciliara con Holmes, pero Fields recomendó dejar que el tiempo calmara a ambos.

A lo largo del día, Longfellow tuvo que despachar un insólito número de extrañas peticiones de la acostumbrada variedad de gente que se presentaba. Uno del Oeste traía un «pedido» de un poema sobre los pájaros, que deseaba escribiera Longfellow, y por el que pagaría a tocateja. Una mujer, visitante habitual, puso el equipaje en la puerta, explicando que ella era la esposa de Longfellow que regresaba a casa. Un supuesto soldado herido acudía para pedir dinero. Longfellow se sintió apenado y le dio una pequeña cantidad.

– Pero, Longfellow, ¡el «muñón» de ese hombre no era más que su brazo doblado bajo la camisa! -dijo Greene una vez que Longfellow hubo cerrado la puerta.

– Sí, ya lo sé -replicó Longfellow, regresando a su butaca-. Pero, mi querido Greene, ¿quién va a ser amable con él si yo no lo soy?

Longfellow reanudó su tarea con el Inferno, canto quinto, que había dejado sin completar hacía muchos meses. Se refería al círculo de los lujuriosos. Allí, vientos incesantes golpean a los pecadores desde todas direcciones, lo mismo que sus lascivos desenfrenos los golpeaban desde todas direcciones en vida. El peregrino pide hablar con Francesca, una hermosa joven a la que dio muerte su marido cuando la encontró abrazada al hermano de él, Paolo. Ella, con el espíritu silente de su amante ilícito al lado, flota hasta colocarse junto a Dante.

– A Francesca no le basta con sugerir que ella y Paolo simplemente sucumbían a sus pasiones, sino que narra su historia, llorando, a Dante -señaló Greene.

– Exacto -confirmó Longfellow-. Ella le dice a Dante que estaban leyendo el episodio del beso de Ginebra y Lancelote, cuando sus ojos se encontraron sobre el libro, y ella dice recatadamente: «Ese día ya no leímos más.» Paolo la toma en sus brazos y la besa, pero Francesca no lo culpa a él por su trasgresión, sino al libro que compartían. El autor de la novela es su traidor.

Greene cerró los ojos, pero no porque se durmiera, como solía hacer durante las reuniones. Greene creía que un traductor debería olvidarse de sí mismo y fundirse con el autor, y eso era lo que hacía al tratar de ayudar a Longfellow.

– Y así reciben el castigo perfecto: permanecer juntos para siempre, pero no volver a besarse ni sentir la emoción del cortejo; sólo experimentar el tormento de estar el uno junto a la otra.

Mientras hablaban, Longfellow advirtió las doradas trenzas y el rostro serio de Edith inclinándose al interior del estudio. Tras la mirada de su padre, la niña se escabulló hacia el vestíbulo.

Longfellow sugirió a Greene que hicieran una pausa. Los hombres de la biblioteca también habían abandonado sus debates para que Rey pudiera examinar el diario de investigaciones que llevaba Longfellow. Greene salió al jardín a estirar las piernas.

Mientras Longfellow retiraba unos libros, sus pensamientos viajaban a otros tiempos en aquella casa, tiempos anteriores a él mismo. En su estudio, el general Nathanael Greene, abuelo de su amigo Greene, había tratado de estrategia con el general George Washington cuando los informaron de la llegada de los británicos. Todos los generales reunidos en la habitación se apresuraron en busca de sus pelucas. También en aquel estudio, según una de las historias de Greene, Benedict Arnold hincó una rodilla y juró lealtad. Con este último episodio en mente, Longfellow pasó a la sala, donde encontró a su hija Edith hecha un ovillo sobre un sillón Luis XVI. Había empujado su asiento hasta colocarlo cerca del busto de mármol de su madre. El semblante color crema de Fanny siempre estaba allí cuando la niña la necesitaba. Longfellow nunca podía mirar un retrato de su esposa sin experimentar el estremecimiento de placer que sentía en los primeros días de su torpe noviazgo. Fanny jamás había salido de una habitación sin dejarlo a él con el sentimiento de que se llevaba algo de luz.

El cuello de Edith se curvó como el de un cisne para ocultar su rostro.

– A ver, corazón -dijo dulcemente Longfellow, sonriendo-. ¿Qué le pasa a mi cariño esta tarde?

– Siento haberte espiado, papá. Quería preguntarte algo y no pude evitar escuchar. Ese poema -dijo tímidamente, pero como sondeando-trata de las cosas más tristes.

– Sí. A veces la musa nos inspira eso. El deber del poeta consiste en referirse a nuestros momentos más difíciles con la misma honradez con que celebramos las alegrías, Edie, pues sólo atravesando los momentos más oscuros se alcanza, a veces, la luz. Eso es lo que hace Dante.

– ¿Por qué debéis castigar así al hombre y a la mujer del poema por amarse? -y una lágrima brotó de sus ojos azul celeste.

Longfellow se sentó en la butaca, la puso sobre sus rodillas e hizo un trono para ella con sus brazos.

– El poeta que compuso esa obra era un caballero bautizado como Durante, pero cambió este nombre por Dante, como en un juego infantil. Vivió hace unos seiscientos años. Él mismo se enamoró, y por eso escribe así. ¿Te has fijado en la estatuilla de mármol que hay encima del espejo de mi estudio?

Edith asintió.

– Bien, pues es el signor Dante.

– ¿Ese hombre? Tiene el aspecto de llevar metido el mundo entero en su mente.

– Sí. -Longfellow sonrió-. Y estaba profundamente enamorado de una muchacha a la que conoció mucho antes, cuando ella era…, oh, no mucho más joven que tú, querida (tendría la edad de Panzie), y se llamaba Beatrice Portinari. Tenía nueve años cuando él la vio por primera vez, en una fiesta, en Florencia.

– Beatrice -repitió Edith, imaginando el deletreo de la palabra y considerando las muñecas para las que aún no había encontrado nombre.

– Bice… Así es como la llamaban sus amigos. Pero nunca Dante. Él sólo se refería a ella con su nombre completo, Beatriz. Cuando se le acercaba, tomaba posesión del corazón de Dante tal sentimiento de modestia que no podía levantar la mirada ni devolverle el saludo. En otra época, se mostró dispuesto a hablar y ella se limitó a pasar, sin darse apenas cuenta de su presencia. Oyó susurrar a las gentes de la ciudad, a propósito de ella: «No es mortal. Es uno de los bienaventurados de Dios.»

– ¿Eso decían de ella?

Longfellow rió ligeramente.

– Bien, es lo que Dante oyó, pues él estaba muy enamorado de ella, y cuando uno está enamorado, oye a la gente alabar a quien uno alaba.

– ¿Pidió Dante su mano? -preguntó Edith, esperanzada.

– No. Ella sólo habló con él una vez, para saludarse. Beatriz se casó con otro florentino. Luego enfermó de unas fiebres y murió. Dante se casó también con otra mujer y fundaron una familia. Pero nunca olvidó su amor. Incluso llamó Beatriz a su hija.

– ¿Y su esposa no se enfadó? -preguntó la niña, indignada.

Longfellow tomó uno de los suaves cepillos de Fanny y se puso a cepillarle el cabello a Edith.

– No es mucho lo que sabemos de Donna Gemma. Pero sí que, cuando el poeta se vio envuelto en algunas dificultades hacia la mitad de su vida, tuvo una visión en la que Beatriz, desde su hogar en el cielo, le enviaba un guía para ayudarlo a atravesar un lugar muy oscuro y reunirse de nuevo con ella. Cuando Dante se echa a temblar ante la idea de semejante desafío, su guía le recuerda: «Cuando vuelvas a ver sus bellos ojos, de nuevo sabrás cuál es el viaje de tu vida.» ¿Lo comprendes, querida?

– Pero ¿por qué amaba tanto a Beatriz si nunca habló con ella?

Longfellow continuó cepillando, sorprendido por la dificultad de la pregunta.

– Él dijo una vez, querida, que despertaba tales sentimientos en él que no podría hallar palabras para describirlos. Pues al poeta que era Dante, ¿qué podía cautivarlo más que un sentimiento que desafiaba sus rimas?

Entonces recitó suavemente, acariciándole el cabello con el cepillo:

– «Tú, mi niña, eres mejor que todas las baladas / jamás cantadas o recitadas, pues eres un poema vivo. / Y todos los demás están muertos.»

El poema provocó la habitual sonrisa en la destinataria, que a continuación dejó que su padre se ensimismara en sus pensamientos. Siguiendo el sonido de los pasos de Edith al subir los peldaños de la escalera, Longfellow permaneció a la cálida sombra del busto de mármol, de color crema, sumergido en la tristeza de su hija.

– Ah, está usted ahí. -Greene apareció en la sala, con los brazos en jarras-. Creo que me he quedado adormilado en el banco de su jardín. No importa. ¡Ahora estoy completamente dispuesto a volver a nuestros cantos! Oiga, ¿dónde se han metido Lowell y Fields?

– Creo que han salido a dar una vuelta.

Lowell se había excusado ante Fields por sentirse acalorado, y salió para tomar el aire.

Longfellow se dio cuenta del mucho tiempo que llevaba sentado. Sus articulaciones crujieron audiblemente cuando abandonó su butaca.

– De hecho -dijo, mirando el reloj que sacó del bolsillo del chaleco-, se han ido por algún tiempo.

Fields trataba de alcanzar a Lowell, que daba grandes zancadas, calle Brattle abajo.

– Quizá deberíamos regresar, Lowell.

Fields agradeció que Lowell se detuviera de repente. Pero el poeta tenía la mirada fija adelante, y su expresión era de temor. Sin previo aviso, arrastró de un tirón a Fields detrás del tronco de un olmo. Le susurró que mirase adelante. Fields dirigió la vista al otro lado de la calle, al tiempo que una alta figura tocada con bombín y vistiendo un chaleco de cuadros doblaba la esquina.

– ¡Calma, Lowell! ¿Quién es? -preguntó Fields.

– ¡Ni más ni menos que el hombre al que sorprendí vigilándome en el campus de Harvard! ¡Y, luego, reunido con Bachi! ¡Y, de nuevo, sosteniendo una discusión acalorada con Sheldon!

– ¿Su fantasma?

Lowell asintió, triunfante.

Lo siguieron subrepticiamente, Lowell dirigiendo a su editor para mantenerse a distancia del extraño, que giraba hacia una calle lateral.

– ¡Que Dios nos asista! ¡Se dirige a casa de usted! -exclamó Fields. El desconocido se dispuso a trasponer la blanca cancela de Elmwood-. Lowell, tenemos que ir a hablar con él.

– ¿Y concederle ventaja? Tengo reservado un plan mucho mejor para ese bribón -dijo Lowell, llevando a Fields a dar la vuelta por la cochera y el granero, para entrar en Elmwood por la puerta trasera.

Lowell ordenó a su sirvienta que acogiera al visitante que estaba a punto de llamar a la puerta principal. Debía conducirlo a una habitación en concreto del tercer piso de la mansión, y cerrar la puerta. Lowell tomó de la biblioteca su fusil de caza, lo comprobó y llevó a Fields arriba, utilizando la estrecha escalera de servicio, situada en la parte posterior de la casa.

– ¡Jamey! En nombre de Dios, ¿qué se propone usted que hagamos?

– Me voy a asegurar de que ese fantasma no se esfume esta vez; no hasta que me sienta satisfecho con lo que lleguemos a saber -puntualizó Lowell.

– No haga locuras. En lugar de eso, mandaremos en busca de Rey.

Los brillantes ojos castaños de Lowell derivaron al gris.

– Jennison era mi amigo. Cenaba en esta misma casa, ahí, en mi comedor, donde se llevaba mis servilletas a sus labios y bebía mis vasos de vino. ¡Y ahora está cortado en pedazos! ¡Me niego a seguir flotando tímidamente en torno a la verdad, Fields!

La habitación en lo alto de la escalera, el dormitorio de Lowell niño, estaba fuera de uso y permanecía sin calentar. Desde la ventana de su desván infantil, la vista en invierno era de algo vacío, a pesar de que comprendía una parte de Boston. Ahora Lowell miraba al exterior y podía ver la familiar y larga curva del Charles y los amplios campos que se extendían entre Elmwood y Cambridge, las llanas zonas pantanosas más allá del río suave y silencioso, con nieve fundiéndose.

– ¡Lowell, va usted a matar a alguien con eso! ¡Como editor suyo, le ordeno que deje inmediatamente esa arma!

Lowell tapó con la mano la boca de Fields, e hizo un gesto indicando la puerta cerrada, a fin de que vigilara cualquier movimiento. Transcurrieron varios minutos en silencio antes de que ambos eruditos, apostados tras un sofá, oyeran los pasos de la criada conduciendo al visitante por la escalera principal arriba. Cumplió con lo que se le había mandado, haciendo pasar al recién llegado a la habitación y cerrando inmediatamente la puerta.

– ¿Hola? -dijo el hombre una vez estuvo en la vacía y mortalmente fría habitación-. ¿Qué clase de sala es ésta? ¿Qué significa esto?

Lowell se levantó de su lugar tras el sofá, apuntando con su fusil directamente al chaleco de cuadros del hombre.

El desconocido dio un respingo, introdujo la mano en el bolsillo de la levita y sacó un revólver, con el que apuntó al cañón del fusil de Lowell.

El poeta no titubeó.

La mano derecha del desconocido se vio sacudida violentamente al mover el dedo, metido en un guante de cuero demasiado grueso, sobre el gatillo de su revólver.

Lowell, al otro lado de la habitación, levantó el fusil por encima de su mostacho en forma de colmillos de morsa, que aparecía muy negro bajo la escasa luz, y cerró un ojo, fijando el otro directamente en el punto de mira. Habló con los dientes apretados:

– Póngame a prueba y, pase lo que pase, usted saldrá perdiendo. O nos manda usted al cielo -dijo, mientras levantaba su arma o lo mandamos nosotros al infierno.

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