IX

La semana siguiente al funeral de Elisha Talbot, todos los ministros de Nueva Inglaterra hicieron, en sus predicaciones, un elogio de su fallecido colega. El siguiente domingo, los sermones se centraron en el mandamiento de no matar. Cuando los asesinatos de Talbot y de Healey no parecían hallarse cerca de su resolución, los clérigos de Boston predicaban sobre cada pecado cometido desde antes de la guerra, y culminaban con la fuerza del Juicio Final, invectivas contra el trabajo inútil del departamento de policía y una hipnótica fogosidad que hubiera hecho llorar de orgullo a Talbot, el viejo tirano del púlpito de Cambridge.

Los periodistas preguntaban cómo podía asesinarse sin consecuencias a dos prominentes ciudadanos. ¿Adónde había ido a parar el dinero que el pleno municipal había votado para mejorar la eficacia de la policía? A los relucientes números de plata de los uniformes de los oficiales, según escribía sardónicamente un periódico. ¿Por qué la ciudad había aprobado la petición de Kurtz de que se permitiera a los agentes portar armas, si no podían encontrar a delincuentes contra los que utilizarlas?

Nicholas Rey leía con interés esa y otras críticas en su escritorio de la comisaría central. En efecto, el departamento de policía estaba experimentando algunos progresos reales. Se instalaron timbres de alarma para convocar a toda la fuerza policial, o a parte de ella, a cualquier sección de la ciudad. El jefe había dispuesto también centinelas y escoltas para suministrar constantes informes a la comisaría central, donde todos los policías permanecían a la espera de la mínima señal de un potencial problema.

Kurtz preguntó en privado al patrullero Rey por su valoración de los asesinatos. Rey consideró la situación. Tenía el raro don en un hombre de permitirse el silencio antes de hablar, de manera que decía exactamente lo que se proponía:

– Cuando un soldado era capturado tratando de desertar del ejército, toda la división formaba en un campo, donde había una tumba abierta y un ataúd junto a ella. El desertor marchaba ante nosotros con un capellán a su lado y se le ordenaba sentarse sobre el ataúd, donde se le vendaban los ojos y se le ataban las manos. Un pelotón de ejecución compuesto por sus propios compañeros permanecía formado y a la espera de la voz de mando. Atentos, apunten… A la voz de fuego, caía muerto dentro del ataúd y era enterrado en el lugar, sin ninguna señal en el suelo. Y nos volvíamos, arma al hombro, al campamento…

– ¿A Healey y Talbot se les puso como ejemplo de algo?

Kurtz parecía escéptico.

– Al desertor podían haberle disparado fácilmente en la tienda del general de brigada o en los bosques, o haberlo hecho comparecer ante un consejo de guerra. La escenificación pública tenía por objeto mostrarnos que el desertor era abandonado como él abandonó nuestras filas. Los dueños de esclavos utilizaban tácticas similares para dar ejemplo a los esclavos que trataban de escapar. El hecho de que Healey y Talbot fueran asesinados podría ser algo secundario. Lo primero y principal a lo que nos enfrentamos es el castigo a esos hombres. Se supone que estamos formados y observamos.

Kurtz se sentía fascinado pero no se daba por vencido.

– Supongamos que es así. Pero ¿castigos de quién, patrullero? ¿Y por qué errores? Si alguien quería darnos lecciones con esos actos, lo lógico es que hubiera actuado de modo que pudiéramos comprenderlos. El cuerpo desnudo abandonado bajo una bandera. Los pies quemados. ¡Eso no tiene ningún sentido!

– ¿Qué sabe usted de Oliver Wendell Holmes? -preguntó Rey a Kurtz durante otra conversación, mientras escoltaba al jefe de policía bajando las escaleras del Parlamento del estado, camino del carruaje que los aguardaba.

– Holmes -repitió Kurtz, encogiéndose de hombros, indiferente-. Poeta y médico. Un tábano social. Era amigo del profesor

Webster, aquel al que ahorcaron. Uno de los últimos en admitir la culpabilidad de Webster. Pero no ha sido de mucha ayuda en la indagatoria de Talbot.

– No, no lo ha sido -admitió Rey, pensando en el nerviosismo de Holmes a la vista de los pies de Talbot-. Creo que no se encontraba bien, que padece asma.

– Sí, asma mental.

Tras el descubrimiento del cadáver de Talbot, Rey mostró al jefe Kurtz las dos docenas de trozos de papel que recogió del suelo cerca de la tumba vertical de Talbot. Eran cuadraditos, cada uno de ellos no mayor que la cabeza de un clavo de tapicería, conteniendo al menos una letra impresa y algunos de ellos mostrando también en el reverso signos de impresión claramente discernibles. Algunos estaban manchados y era imposible reconocer lo que tenían escrito, a causa de la humedad constante de la bóveda. Kurtz se sorprendió del interés de Rey por la basura. Eso era un punto desfavorable en la confianza general que tenía en su patrullero mulato.

Pero Rey dispuso los trozos de papel cuidadosamente sobre la mesa. Aquellos desperdicios tenían importancia, y estaba seguro de que significaban algo; tan seguro como en el caso del susurro del saltador. Pudo identificar el contenido de doce de los fragmentos: e, di, ca, t, L, vic, B, as, im, n, y y otra e. Uno de los manchados contenía la letra g, aunque igualmente podía ser una q.

Cuando Rey no llevaba al jefe Kurtz a entrevistas con conocidos de los fallecidos o a reuniones con capitanes de comisarías, robaba unos minutos libres para sacar los papelitos del bolsillo del pantalón y esparcirlos por una mesa. En ocasiones podía formar palabras y anotaba puntualmente en una libreta las frases que surgían. Apretaba sus ojos dorados y luego los abría mucho con la esperanza inconsciente de que las letras se ordenaran por sí mismas para explicar lo que había pasado o lo que debía hacerse, como las tablillas de los espiritistas que, según se decía, deletreaban las palabras de los muertos cuando las manejaba un médium lo bastante dotado. Una tarde, Rey colocó las palabras finales del saltador de la comisaría, al menos tal como el patrullero las había trascrito, en medio del nuevo revoltijo de letras, esperando que las dos voces perdidas tuvieran algo en común.

Contaba con una agrupación favorita para los fragmentos sueltos de letras: I cant die as im… (No puedo morir como im…) Rey siempre se atascaba en este punto, pero ¿no había salida? Probó con otra combinación: Be vice as I… (Ser vicio como yo…) ¿Qué hacer con aquel trozo con la g o la q?

La comisaría central se inundaba a diario de cartas de las que se esperaba respondieran a todas las preguntas, con tal de que mostraran el mínimo rasgo de credibilidad. El jefe Kurtz asignó a Rey la tarea de revisar esa correspondencia, en parte para mantenerlo alejado de la «basura».

Cinco personas aseguraban haber visto al juez presidente Healey en el Music Hall una semana antes del descubrimiento de su castigado cuerpo. Rey localizó al asombrado sujeto en cuestión por el número de la butaca de su abono para la temporada. Era un pintor de carruajes de Roxbury con una masa de indómitos rizos algo parecidos a los del juez. Una carta anónima informaba a la policía de que el asesino del reverendo Talbot, conocido y pariente lejano del remitente, embarcó a Liverpool, con un gabán tomado sin permiso, y allí lo trataron de manera indecente y nunca se había vuelto a saber de él (y el abrigo cabe suponer que jamás volvió a manos de su legítimo dueño). Otra nota aseguraba que una mujer confesó espontáneamente en una sastrería haber asesinado al juez Healey en un rapto de celos, y que luego huyó en tren a Nueva York, donde podía encontrársela en uno de los cuatro hoteles que se detallaban.

Pero cuando Rey abrió una nota anónima que constaba de dos frases, experimentó la estimulante sensación de haber hecho un descubrimiento. El papel y el sobre eran de buena calidad, y el mensaje estaba escrito con una caligrafía gruesa y de trazo deficiente, un discreto disfraz de la verdadera escritura del remitente:

Caven más hondo en el hoyo del reverendo Talbot. Algo quedó olvidado bajo su cabeza.

La nota estaba firmada así: «Respetuosamente, un ciudadano de esta ciudad.»

– ¿Algo olvidado? -comentó Kurtz en tono de mofa.

– Aquí no hay nada que probar ni historia inventada -replicó Rey con un entusiasmo que no le era característico-. El autor sencillamente tiene algo que decir. Y recuerde: los relatos de los periódicos

diferían ampliamente acerca de lo que le ocurrió a Talbot. Ahora debemos utilizar eso como una ventaja. Esta persona conoce las verdaderas circunstancias, o, al menos, que Talbot fue enterrado en un hoyo y que estaba cabeza abajo. Mire aquí, jefe. -Rey leyó en voz alta y señaló-: «Bajo su cabeza.»

– Rey, ¡con la cantidad de problemas que tengo! El Transcript encontró a alguien en el ayuntamiento que confirmó que Talbot fue hallado con las ropas en un montón, como Healey. Mañana lo publicará, y toda esta maldita ciudad sabrá que nos las estamos viendo con un único asesino. La gente no se va a poner a exclamar «¡un delito!»; va a querer el nombre de alguien. -Kurtz volvió a mirar la carta-. Bien, supongamos que esta carta nos dice que podríamos encontrar «algo» en el agujero de Talbot. ¿Por qué, entonces, su ciudadano no acude a la comisaría y me dice a la cara lo que sabe?

Rey no contestó.

– Déjeme echar un vistazo en la bóveda, jefe Kurtz. Kurtz sacudió la cabeza.

– Ya se ha enterado usted de cómo nos han puesto desde todos los malditos púlpitos de la comunidad, Rey. ¡No podemos ir a cavar en la bóveda de la Segunda Iglesia en busca de recuerdos imaginarios!

– Dejamos el agujero intacto cuando el suceso, y se requeriría una inspección más a fondo -argumentó Rey.

– Basta. No quiero oír una palabra más sobre eso, patrullero.

Rey asintió, pero su expresión de certidumbre no cedió. Las obstinadas negativas del jefe Kurtz no podían competir con la convencida desaprobación silenciosa de Rey. Avanzada la tarde, Kurtz echó mano del gabán, se encaminó al escritorio de Rey y le ordenó:

– Patrullero, Segunda Iglesia Unitarista, en Cambridge.

Un nuevo sacristán, un caballero con aspecto de comerciante, con patillas pelirrojas, los acompañó dentro. Les explicó que su predecesor, el sacristán Gregg, se había sumido en una desesperación cada vez mayor desde que descubrió el cadáver de Talbot, y que renunció al puesto para cuidar de su salud. El sacristán buscó torpemente las llaves de las bóvedas subterráneas.

– Será mejor que de aquí salga algo -advirtió Kurtz a Rey cuando el hedor de la bóveda llegó hasta ellos.

Y salió.

Después de sólo unos pocos golpes con una pala de mango largo, Rey desenterró la bolsa con el dinero, exactamente donde Longfellow y Holmes la habían vuelto a enterrar.

– Mil. Exactamente mil, jefe Kurtz -dijo Rey contando el dinero bajo la viva luz de una linterna de gas. Luego, habiendo visto algo notable, añadió-: Jefe, jefe Kurtz, la comisaría de Cambridge… La noche en que fue encontrado el cadáver de Talbot. ¿Se acuerda usted de lo que nos dijeron? El reverendo denunció que le habían robado la caja fuerte el día anterior al asesinato.

– ¿Cuánto se llevaron de su caja?

Rey señaló el dinero con un movimiento de cabeza.

– Mil. -Kurtz suspiró e hizo un gesto de incredulidad-. Bien, yo no sé si esto nos ayuda o confunde aún más el asunto. ¡No me puedo creer que Langdon W. Peaslee o Willard Burndy reventaran la caja fuerte de un ministro una noche y se lo cargaran la siguiente y, suponiendo que lo hicieran, que dejaran el dinero para que Talbot disfrutara de él en la tumba!

Fue entonces cuando Rey casi tropezó con un ramo de flores, el recuerdo dejado allí por Longfellow. Lo cogió y se lo mostró a Kurtz.

– No, no, yo no he dejado entrar a nadie más en estas bóvedas -aseguró el nuevo sacristán, una vez de regreso en la sacristía-. Han estado cerradas desde el… suceso.

– Quizá su predecesor lo hiciera. ¿Sabe usted dónde podemos encontrar al señor Gregg? -preguntó el jefe Kurtz.

– Aquí mismo. Todos los domingos, con absoluta seguridad.

– Bien. Cuando vuelva quiero que le diga que se ponga en contacto con nosotros inmediatamente. Aquí tiene mi tarjeta. Si permitió que alguien entrara ahí, debemos saberlo.

De nuevo en comisaría, había mucho que hacer. El patrullero de Cambridge a quien el reverendo Talbot había denunciado el robo debía ser interrogado de nuevo; tenían que seguir el rastro de los billetes a través de los bancos para confirmar que provenían de la caja fuerte de Talbot; indagar en el vecindario de Talbot para dar con algún dato relativo a la noche en que su caja fue violentada; y conseguir que un perito calígrafo analizara la nota que había suministrado la información.

Rey podía advertir que Kurtz experimentaba genuino optimismo, probablemente por vez primera desde que le comunicaron la muerte de Healey. Estaba casi aturdido.

– Esto es lo que caracteriza a un buen policía, Rey, un toque de instinto. A veces es todo cuanto tenemos. Se desvanece con cada decepción en la vida y en la carrera, me temo. Yo hubiera tirado esa nota junto con los demás desperdicios, pero usted no. Dígame, ¿qué deberíamos hacer que no hayamos hecho?

Rey sonrió agradecido.

– Debe haber algo. Vamos, vamos.

– A usted no le gustará lo que voy a decirle, jefe -respondió Rey. Kurtz se encogió de hombros.

– Siempre que no se trate de sus malditos trozos de papel.

Por lo general, Rey rehusaba los favores, pero había algo que anhelaba. Caminó hasta la ventana, que enmarcaba los árboles del exterior de la comisaría, y los miró.

– Hay un peligro que no podemos percibir, jefe. Alguien a quien trajeron a nuestra comisaría lo antepuso a su propia vida. Quiero saber quién era el que murió en nuestro patio.


Oliver Wendell Holmes se sentía feliz por tener una tarea apropiada para él. No era entomólogo ni naturalista, y se interesaba por el estudio de los animales sólo en la medida en que revelaban más acerca de las interioridades de los seres humanos y, más específicamente, de él mismo. Pero dos días después de que Lowell le entregara la mezcolanza de insectos y larvas aplastados, el doctor Holmes había reunido todos los libros sobre insectos que pudo encontrar en las mejores bibliotecas científicas de Boston, e inició detenidos estudios.

Mientras tanto, Lowell concertó una cita con la criada de los Healey, Nell, en casa de su hermana, en las afueras de Cambridge. Ella le contó cómo fue el hallazgo del juez presidente Healey, cómo pareció querer hablar y sólo pudo barbotear antes de morir. Ella cayó de rodillas al oír la voz de Healey, como si la hubiera tocado algún poder divino, y se alejó caminando a gatas.

En cuanto al descubrimiento en la iglesia de Talbot, el club Dante decidió que la policía debía desenterrar por sí misma el dinero depositado en la bóveda. Holmes y Lowell se mostraban contrarios. Holmes, por miedo, y Lowell, por un sentimiento de posesión. Longfellow animó a sus amigos a no considerar la policía un rival, aunque podía resultar peligroso que tuviera conocimiento de sus actividades. Todos trabajaban con una misma finalidad: detener los asesinatos. Pero el club Dante trabajaba principalmente con lo que podía encontrar en sentido literal, y la policía, con lo que podía encontrar físicamente. Así, después de volver a enterrar la bolsa con sus despreciados mil dólares, Lowell compuso una sencilla nota dirigida a la oficina del jefe de policía: Caven más hondo… Esperaban que alguien en la comisaría, con ojo perspicaz, viera la nota y comprendiera lo suficiente, y quizá descubriera algo más sobre el crimen.

Cuando Holmes hubo finalizado su estudio de los insectos, Longfellow, Fields y Lowell se reunieron en su casa. Aunque desde las ventanas de su estudio Holmes podía ver llegar al 21 de la calle Charles a todos los visitantes, gustaba de la formalidad de que su sirvienta irlandesa acomodara a los recién llegados en el pequeño gabinete de recepción y luego subiera a anunciárselos. Entonces se apresuraba a bajar las escaleras.

– ¿Longfellow? ¿Fields? ¿Lowell? ¿Están ustedes aquí? ¡Suban, suban! Les voy a enseñar mi trabajo.

El exquisito estudio estaba más ordenado que la mayoría de las habitaciones de los autores, con libros alineados desde el suelo hasta el techo, muchos de ellos -considerando la estatura de Holmes-accesibles sólo con la escalera corrediza que había mandado construir. Holmes les mostró su último invento: unos anaqueles al alcance de la mano, en el extremo de la mesa, de tal manera que no había que ponerse de pie para buscar algo.

– Muy bien, Holmes -dijo Lowell, que miraba en dirección a los microscopios.

Holmes preparó un portaobjeto.

– Desde que existen los seres vivos, la naturaleza ha colocado en todos sus logros esta inscripción limitadora: PROHIBIDA LA ENTRADA. Si algún observador fisgón se aventuraba a espiar en los misterios de sus glándulas, canales y fluidos, ella cubría su obra con nieblas cegadoras y halos desconcertantes, como las deidades antiguas.

Explicó que los especimenes eran larvas de las que salían moscas azules, tal como Barnicoat, el forense de la ciudad, había dicho el día en que fue descubierto el cadáver. Este tipo de mosca pone los huevos en tejido muerto. Los huevos se transforman en larvas que comen carne en descomposición, y se transforman a su vez en moscas, y así el ciclo se reanuda.

Fields, balanceándose en una de las butacas de Holmes, replicó:

– Pero Healey dijo algo antes de morir, según esa criada. ¡Eso significa que aún estaba vivo! Aunque supongo que sólo le quedaba un hilillo de vida. Cuatro días después de que fuera atacado… y todas las cavidades de su cuerpo estaban repletos de larvas.

Holmes hubiera sentido repulsión sólo con pensar en aquel sufrimiento, si la idea no hubiera sido tan fantástica. Sacudió la cabeza:

– Afortunadamente para el juez Healey y para la humanidad, eso no puede ser. En todo caso, aunque sólo hubiera habido un puñado de larvas, digamos cuatro o cinco, en la superficie de la cabeza herida, hubiera sido precisa la presencia de algo de tejido muerto, y él no habría permanecido con vida. Con las larvas alimentándose en su interior en las cantidades masivas de las que se ha informado, todo el tejido debía estar muerto. Así que él debía estar muerto.

– Tal vez la criada ve fantasmas -sugirió Longfellow, al advertir la expresión derrotada de Lowell.

– Si la hubiera usted visto, Longfellow -dijo Lowell-. Si hubiera visto el brillo de sus ojos, Holmes… ¡Fields, usted estaba allí! Fields asintió, aunque ahora estaba menos seguro: -Vio algo terrible o creyó haberlo visto.

Lowell se cruzó de brazos, en un gesto de desaprobación. -Ella es la única que lo sabe, por Dios. Yo la creo. Debemos creerla.

Holmes habló con autoridad. Sus hallazgos al menos aportaban cierto orden -cierta razón-a sus actividades.

– Lo siento, Lowell. Ciertamente, ella vio algo horrible: el estado en que se hallaba Healey. Pero esto, esto es ciencia.


Más tarde, Lowell tomó el tranvía de caballos de regreso a Cambridge. Avanzaba bajo un dosel escarlata de arces, contrariado por su incapacidad para evitar que el relato de la criada fuera descartado, cuando Phineas Jennison, el gran príncipe del comercio bostoniano, pasó en su lujosa berlina. Lowell frunció el ceño. No estaba de humor para tener compañía, aunque en parte también ansiaba distraerse.

– ¡Hola! ¡Venga esa mano!

Y Jennison extendió su bien confeccionada manga fuera de la ventanilla, al tiempo que sus finos caballos bayos acortaban el paso hasta reducirlo a un despreocupado trote.

– Mi querido Jennison…

– ¡Oh, qué placer estrechar la mano de un viejo amigo! -dijo Jennison con sinceridad.

Aunque no apretaba la mano como Lowell, que parecía atornillarla, se la dio de la forma más bien ávida de los negociantes bostonianos, algo parecido a como se agita una botella. Se apeó y llamó con los nudillos a la portezuela verde del vehículo público, para que su conductor se detuviera.

El brillante gabán blanco de Jennison estaba descuidadamente abotonado, descubriendo una levita rojo oscuro sobre un chaleco de terciopelo verde. Tomó a Lowell del brazo.

– ¿Va usted a Elmwood?

– Me ha pillado usted, milord.

– Dígame, la corporación a la que usted acusa, ¿aún le permite dar esa clase suya sobre Dante? -preguntó Jennison, con una seria preocupación reflejada en su frente voluntariosa.

– Supongo que ha cedido un poco, afortunadamente -respondió Lowell suspirando-. Sólo espero que no interprete como una victoria suya el hecho de que haya suspendido esa clase.

Jennison se detuvo en mitad de la calle, pálido el rostro. Hablaba en voz baja, apoyando la palma de la mano en la barbilla con su hoyuelo.

– ¿Lowell? ¿Es éste el Jemmy Lowell que fue expulsado a Concord por desobediencia cuando estaba en Harvard? ¿Qué hay del enfrentamiento con Manning y con la corporación en nombre de los futuros genios de Estados Unidos? Usted debe actuar o ellos…

– No hay nada que hacer con esos detestables colegas -le aseguró Lowell-. En este momento debo dedicarme a algo que reclama mi total atención, y no puedo ocuparme de seminarios. Me limito a mis clases ordinarias.

– ¡Un gato doméstico no servirá si lo que uno quiere es un tigre de Bengala! -comentó Jennison agitando la mano, satisfecho por haber dado con una imagen más bien poética.

– No es mi línea, Jennison. Yo no sé cómo trata usted a los hombres como los de la corporación. Pero hay que vérselas con holgazanes y estúpidos a cada paso.

– ¿Y son distintos los del mundo de los negocios? -Jennison desplegó su enorme sonrisa-. Aquí está el secreto, Lowell. Usted arma una bronca hasta que consigue lo que anda buscando, de eso se trata. Usted sabe lo que es importante, lo que debe hacerse, ¡y todo lo demás puede irse al diablo! -añadió con furia-. Ahora, si yo pudiera ser de alguna ayuda en su lucha, si pudiera ayudar de algún modo…

Lowell estuvo tentado, por un breve segundo, de contárselo todo a Jennison y pedirle ayuda, aunque no supo exactamente por qué. El poeta era pésimo en materia de finanzas, siempre barajando su dinero entre inversiones desafortunadas, de tal manera que le parecía que los hombres de negocios de éxito poseían poderes sobrenaturales.

– No, no, he encontrado más ayuda para mis luchas de lo que una buena conciencia se permitiría, pero se lo agradezco igualmente. -Lowell dio unas palmaditas en el hombro del millonario, cubierto de paño fino-. Además, el joven Mead estará agradecido por dejarlo descansar de Dante.

– Toda buena batalla necesita un aliado fuerte -dijo Jennison, decepcionado. Luego pareció como si quisiera revelar algo y no pudiera-. He observado al doctor Manning. No detendrá su campaña, así que usted nunca podrá parar. No confíe en lo que ellos le digan. Recuerde que se lo advertí.

Lowell percibió una negra nube de ironía después de hablar de la clase que había luchado por conservar durante tantos años. Sintió más tarde la misma embarazosa confusión que el día en que atravesó las blancas puertas de madera de Elmwood, camino de la casa de Longfellow.

– ¡Profesor!

Lowell se volvió y vio a un joven, con el negro frac propio de los universitarios, corriendo, con los puños arriba, los codos pegados a los costados y la boca con expresión grave.

– Señor Sheldon. ¿Qué está usted haciendo aquí?

– Tengo que hablar con usted en seguida.

El estudiante de primer año jadeaba a causa del esfuerzo. Longfellow y Lowell habían pasado la última semana confeccionando listas de todos sus antiguos estudiantes de Dante. No podían utilizar los archivos oficiales de Harvard, pues con eso se arriesgarían a llamar la atención. Fue una tarea particularmente laboriosa para Lowell, que había perdido sus archivos y sólo recordaba unos pocos nombres y ningún período concreto de tiempo. Incluso un estudiante de unos pocos años antes podía recibir la felicitación más calurosa después de encontrarse en la calle con Lowell.

– ¡Mi querido muchacho! -Y a continuación-: ¿Cómo se llamaba?

Afortunadamente, sus dos estudiantes actuales, Edward Sheldon y Pliny Mead, quedaron de inmediato al abrigo de cualquier posible sospecha, pues Lowell les había estado dando clase en su seminario sobre Dante coincidiendo (según sus más ajustados cálculos) con el asesinato del reverendo Talbot.

– Profesor Lowell. ¡He recibido este aviso en mi buzón! -Sheldon deslizó una hojita de papel en la mano de Lowell-. ¿Una equivocación?

Lowell lo miró con indiferencia.

– No es una equivocación. Tengo algunos asuntos que resolver, los cuales ocuparán todo mi tiempo, pero sólo una o dos semanas, o eso espero. No me cabe duda de que usted está lo bastante ocupado como para apartar a Dante de su mente durante ese período.

Sheldon sacudió la cabeza, desanimado.

– Pero ¿qué hay de lo que usted nos dice siempre? ¿Se ha ampliado su círculo de admiradores hasta el punto de inducirlo a dar un respiro al errabundo Dante? ¿No ha cedido usted ante la corporación? ¿No está usted cansado del estudio de Dante, profesor? -lo apremiaba el estudiante.

Lowell sintió que temblaba ante la pregunta.

– ¡No conozco a ningún ser pensante que pueda cansarse de Dante, mi joven Sheldon! Pocos hombres tienen criterio suficiente por sí mismos para penetrar en una vida y una obra de tal profundidad. Cada día lo valoro más como hombre, poeta y maestro. En nuestro tiempo de oscuridad, proporciona la esperanza de una segunda oportunidad. Y hasta que me reúna con el propio Dante en la primera terraza del purgatorio, ¡por mi honor que nunca cederé una pulgada ante los malditos tiranos de la corporación!

Sheldon tragó saliva.

– No olvide mi entusiasmo por continuar con la Commedia.

Lowell pasó el brazo por el hombro de Sheldon y caminó con él.

– Usted conoce, joven, una historia que Boccaccio cuenta sobre una mujer que pasaba frente a una puerta en Verona, donde Dante vivió durante su destierro. Vio a Dante al otro lado de la calle y se lo señaló a otra mujer, diciendo: «Ése es Alighieri, el hombre que va al infierno cuando le place y trae noticias de los muertos.» Y la otra replicó: «Es muy probable. ¿No ves su barba rizada y su rostro oscuro? ¡Yo diría que eso se debe al calor y al humo!»

El estudiante rió a carcajadas.

– Esta conversación -prosiguió Lowell-se dice que hizo sonreír a Dante. ¿Sabe por qué dudo de la veracidad de esa historia, mi querido muchacho?

Sheldon consideró el asunto con la misma expresión seria que tenía durante sus clases sobre Dante. Luego manifestó:

– Quizá, profesor, porque esa mujer de Verona en realidad ignoraba el contenido del poema de Dante, pues sólo un selecto número de personas de su época, sus protectores ante todo, vio el manuscrito antes del final de su vida, e incluso, entonces, sólo en pequeños fragmentos.

– Yo no creo ni por un segundo que Dante sonriera -replicó Lowell satisfecho.

Sheldon fue a responder, pero Lowell levantó su sombrero y reanudó su camino hacia la casa Craigie.

– ¡Recuerde mi deseo! -gritó Sheldon tras él.

El doctor Holmes, sentado en la biblioteca de Longfellow, se había fijado en un sorprendente grabado en el periódico, iniciativa de Nicholas Rey. La ilustración mostraba al hombre que había muerto en el patio de la comisaría central. El aviso del periódico no daba referencia alguna del incidente. Pero se reproducía el rostro extraviado y consumido del saltador, tal como era poco antes del reconocimiento, y se pedía que cualquier información sobre la familia de aquel hombre se comunicara a la oficina del jefe de policía.

– ¿Cuándo esperan ustedes encontrar a la familia de un hombre antes que al hombre mismo? -preguntó Holmes a los demás-. Cuando está muerto -se respondió a sí mismo.

Lowell examinó el parecido.

– Un hombre de aspecto muy triste al que no recuerdo haber visto nunca. Y este asunto es lo bastante importante como para que intervenga el jefe de policía. Wendell, creo que tiene usted razón. El chico Healey dijo que la policía aún no ha identificado al hombre que susurró unas palabras al patrullero Rey antes de tirarse por la ventana. Tiene perfecto sentido que hayan querido insertar un aviso en los periódicos.

El editor del periódico debía un favor a Fields. Así que Fields se pasó por su despacho en el centro de la ciudad. Le dijeron que un agente de policía mulato fue quien puso el aviso.

– Nicholas Rey. -Fields encontró esto extraño-. Con todo lo que se ha armado a propósito de Healey y Talbot, parece un poco raro que un policía gaste energías por un vagabundo muerto. -Estaban cenando en casa de Longfellow-. ¿Podrían saber que guarda alguna relación con los crímenes? ¿Podría ese patrullero tener alguna idea de lo que susurró el hombre?

– Es dudoso -dijo Lowell-. Pero, si la tiene, podría encaminarlo hasta nosotros.

A Holmes eso lo puso nervioso.

– ¡Entonces, debemos averiguar la identidad de ese hombre antes que el patrullero Rey!

– Bueno, pues entonces seis brindis por Richard Healey. Sabemos por qué razón el patrullero Rey acudió a nosotros con el jeroglífico -dijo Fields-. Ese saltador fue conducido al reconocimiento policial junto con una horda de otros mendigos y ladrones. Los oficiales debieron de preguntarle sobre el asesinato de Healey. Podemos concluir que ese pobre tipo reconoció a Dante, se asustó, vertió en el oído de Rey algunos versos en italiano del mismo canto que inspiró el asesinato y echó a correr; una carrera que terminó con su caída desde la ventana.

– ¿Qué pudo asustarlo tanto? -preguntó Holmes.

– Podemos confiar en que él no fuera el propio asesino, pues estaba muerto dos semanas antes del crimen del reverendo Talbot -observó Fields.

Lowell se tiró del bigote pensativamente.

– Sí, pero pudo haber conocido al asesino y temería por su relación con él. Probablemente lo conocía muy bien, si ése fue el caso.

– Estaba atemorizado por su conocimiento, como lo hubiéramos estado nosotros. Pero ¿cómo averiguar antes que la policía quién era? -preguntó Holmes.

Longfellow había permanecido silencioso durante esta conversación. Ahora, puntualizó:

– Poseemos dos ventajas naturales sobre la policía para enterarnos de la identidad de ese hombre, amigos míos. Sabemos que reconoció la inspiración de Dante en los terribles detalles del asesinato y que, mientras sufría la crisis, los versos de Dante acudieron directamente a su boca. De todo lo cual podemos deducir la probabilidad de que fuese un mendigo italiano, con buena formación literaria y católico.


Un hombre con barba de tres días y un sombrero calado hasta los ojos y las orejas yacía al pie de la catedral de la Santa Cruz, uno de los templos católicos más antiguos de Boston, tan inmóvil en su postura como una imagen sagrada. Estaba tendido en la posición más cómoda que los huesos humanos pueden permitirse en una acera, y junto a él había un puchero con comida. Un peatón que pasaba le formuló una pregunta, pero él ni siquiera volvió la cabeza, ni mucho menos respondió.

– Señor. -Nicholas Rey se arrodilló junto a él y le acercó el periódico con el grabado del saltador-. ¿Reconoce usted a este hombre, señor?

Ahora el vagabundo volvió los ojos lo suficiente como para mirar. Rey sacó su placa.

– Señor, mi nombre es Nicholas Rey y soy agente de la policía municipal. Es importante que sepa el nombre de este hombre. Ha muerto. No está metido en ningún lío. Por favor, ¿lo conoce usted o sabe de alguien que pudiera conocerlo?

El hombre metió los dedos en su puchero, extrajo un bocado sosteniéndolo entre el pulgar y el índice, y se lo llevó a la boca. Luego, meneó la cabeza con una breve e impasible negación.

El patrullero Rey echó a andar calle abajo, donde se alineaban ruidosos carretones de comestibles y de carniceros.

Diez minutos después, un tranvía de caballos vació su pasaje en un andén próximo, y dos hombres se acercaron al vagabundo inmóvil. Uno de ellos tenía el mismo periódico doblado para mostrar la misma ilustración.

– Buen hombre, ¿podría decirnos si conoce a esta persona? -preguntó Oliver Wendell Holmes en tono afable.

La insistencia casi bastó para romper la ensoñación del indigente.

Lowell se adelantó.

– ¿Señor?

Holmes empujó de nuevo el periódico frente a él.

– Por favor, díganos si le resulta familiar y seguiremos tranquilamente nuestro camino, buen hombre.

Nada.

– ¿Necesita usted una trompetilla para la sordera? -preguntó Lowell a gritos.

Eso no les hizo adelantar mucho. El hombre tomó de su puchero un trozo de comida irreconocible y lo deslizó al gañote, al parecer sin preocuparse de masticarlo.

– ¿Qué le parece? -preguntó Lowell dirigiéndose a Holmes, que permanecía junto a él-. Tres días con esto, y nada. Este hombre no tenía muchos amigos.

– Ya hemos ido más allá de las Columnas de Hércules en el barrio de moda. Larguémonos.

Holmes había percibido algo en los ojos del vagabundo cuando le mostró el periódico. También descubrió una medalla colgando de su cuello: san Paolino, el patrono de Lucca, Toscana. Lowell siguió la mirada de Holmes.

– ¿De dónde es usted, signore? -preguntó Lowell en italiano.

El interrogado siguió mirando adelante, impasiblemente, pero su boca se abrió.

– Da Lucca, signore.

Lowell dedicó un cumplido a las bellezas de la tierra mencionada. El italiano no manifestó sorpresa por la lengua empleada. Aquel hombre, como todos los italianos orgullosos, había nacido convencido de que el mundo entero hablaría su idioma, así que para él aquello apenas merecía conversación. Lowell repitió entonces las preguntas relativas al hombre del grabado del periódico. El poeta explicó que era importante conocer su nombre, a fin de localizar a su familia y disponer un enterramiento digno.

– Creemos que este pobre tipo también era de Lucca -dijo tristemente en italiano-. Merece ser sepultado en un cementerio católico, con su gente.

El luqués se tomó algún tiempo para considerarlo antes de cambiar trabajosamente de postura, apoyándose en el codo, a fin de señalar con su dedo de extraer la comida la maciza puerta de la iglesia, detrás mismo de donde él se hallaba.


El prelado católico que escuchó sus preguntas componía una figura digna pese a su corpulencia.

– Lonza -dijo, devolviendo el periódico-. Sí, ha estado aquí. Recuerdo que se llamaba Lonza. Sí… Grifone Lonza.

– ¿Lo conoció usted personalmente? -preguntó Lowell, esperanzado.

– Era él quien conocía la iglesia, señor Lowell -respondió el prelado en tono afable-. El Vaticano nos ha confiado un fondo para atender a los inmigrantes. Les hacemos préstamos y damos algo de dinero para el pasaje a quienes necesitan regresar a la patria. Por supuesto que sólo podemos socorrer a un número reducido de personas. -Tenía más que decir, pero se contuvo-. ¿Por qué razón lo andan buscando, caballeros? ¿Por qué han publicado su retrato en el periódico?

– Me temo que ha fallecido, padre. Creemos que la policía ha estado tratando de identificarlo -dijo el doctor Holmes.

– Ah, pues sospecho que ni a mis feligreses ni a los de las iglesias de estos alrededores los van a encontrar ustedes muy dispuestos a hablar con la policía, sea del asunto que sea. Recuerden que la policía no colaboró en absoluto a que se hiciera justicia cuando se quemó hasta los cimientos el convento de las ursulinas. Y cuando hay un delito, se hostiga a los pobres, a los católicos irlandeses -dijo apretando los dientes con una ira apropiada para un clérigo-. Los irlandeses fueron enviados a la guerra a morir por unos negros que ahora les roban los puestos de trabajo, mientras los ricos se quedaron en sus casas a cambio de una pequeña cantidad.

Holmes quiso decir: «No mi Wendell Junior, padre.» Pero en realidad Holmes había tratado de convencer a Junior para hacer precisamente aquello.

– ¿El señor Lonza quería regresar a Italia? -preguntó Lowell.

– Lo que cada uno quiere en su corazón, no puedo decirlo. Ese hombre vino por comida, que nosotros suministramos con regularidad, y si no recuerdo mal, por algunos pequeños préstamos para mantenerse a flote. Si yo fuera italiano, seguramente querría volver con los míos. La mayoría de nuestros feligreses son irlandeses. Me temo que los italianos no son bienvenidos entre ellos. En todo Boston y sus alrededores hay menos de trescientos italianos, según nuestros cálculos. Son muy pobres, y requieren nuestra simpatía y nuestra caridad. Pero cuantos más inmigrantes haya de otros países, menos empleos habrá para los que ya están aquí. Comprendan ustedes el malestar potencial.

– Padre, ¿sabe usted si el señor Lonza tenía familia? -preguntó Holmes.

El prelado sacudió la cabeza pensativamente y luego dijo:

– ¿Saben? Había un caballero que en ocasiones lo acompañaba. Lonza era, me temo, un beodo y necesitaba ser vigilado. Sí, ¿cómo se llamaba? Tenía un nombre típicamente italiano. -El prelado fue a su escritorio-. Deberíamos tener algunos papeles sobre él, pues también recibió algunos préstamos. Ah, aquí está… Un profesor de idiomas. Le dimos cincuenta dólares hace un año y medio. Recuerdo que afirmaba haber trabajado en otro tiempo en la Universidad de Harvard, aunque me permito dudarlo. Aquí está. -Leyó el nombre que figuraba en el papel-: Pietro Bakee.


Mientras Nicholas Rey interrogaba a unos niños andrajosos que se abrían paso con un caballo, vio a dos personajes encopetados salir muy animados de la catedral de la Santa Cruz y desaparecer doblando la esquina. Pese a la distancia, parecían fuera de lugar en medio de la deslucida aglomeración del lugar. Rey se encaminó a la catedral y preguntó por el prelado. Éste, al enterarse de que Rey era un agente de policía en busca de un hombre inidentificado, estudió la ilustración del periódico, observándola bien a través de sus gafas con montura de oro, antes de excusarse plácidamente:

– Me temo, agente, que no he visto a este pobre hombre en mi vida.

Rey, pensando en las dos figuras encopetadas, preguntó si alguien más había estado por los alrededores preguntando por el desconocido. El prelado, devolviendo la ficha de Bachi a su cajón, se sonrió amablemente y negó.

Después el patrullero Rey se trasladó a Cambridge. En la comisaría central se había recibido un cable en el que se informaba de un intento de robar de su ataúd, en plena noche, los restos de Artemus Healey.

– Yo ya les expliqué lo que podría pasar si se divulgaba el caso -dijo el jefe Kurtz refiriéndose a la familia Healey, con un inapropiado sentimiento vindicativo.

La dirección del cementerio del monte Auburn había colocado ahora el cuerpo en un ataúd de acero y contratado a otro vigilante nocturno, éste provisto de arma de fuego. En la colina, no lejos de la tumba de Healey, estaba la estatua del reverendo Talbot, erigida sobre su sepultura y sufragada por su congregación. La estatua tenía una gracia que mejoraba el verdadero rostro del ministro. En una mano, el predicador de mármol sostenía el Libro Sagrado y en la otra, unas gafas. Esto era un tributo a una de sus costumbres de púlpito, un extraño hábito que consistía en quitarse sus grandes gafas cuando leía un texto en el atril, y volvérselas a calar cuando predicaba libremente, sugiriendo de manera instructiva que uno necesitaba una visión más aguda para leer lo inspirado por el espíritu de Dios.

De camino para inspeccionar el monte Auburn, enviado por el jefe Kurtz, Rey se detuvo a causa de una leve alteración del orden. Le dijeron que un anciano, alojado en el segundo piso de un edificio próximo, llevaba ausente más de una semana, un período que no resultaba insólito, pues en ocasiones viajaba. Pero los residentes pedían que se hiciera algo a propósito de un pestilente hedor que emanaba de su habitación. Rey llamó con los nudillos y consideró la posibilidad de forzar la puerta cerrada por dentro, pero luego pidió prestada una escalera de mano y la colocó en el exterior. Subió por ella y levantó la ventana de la habitación, pero el terrible hedor que escapaba del interior casi le hizo precipitarse al suelo.

Cuando el piso se hubo aireado lo bastante para permitirle entrar, Rey tuvo que apoyarse contra una pared. Necesitó varios segundos para aceptar que no había nada que hacer. Un hombre permanecía tieso, con los pies colgando cerca del suelo y una soga en torno al cuello, la cual estaba fijada con un gancho en lo alto. Sus rasgos, rígidos y descompuestos, hacían imposible el reconocimiento. Pero Rey conoció al hombre por su ropa y por los ojos, todavía saltones y que reflejaban pánico: era el anterior sacristán de la cercana iglesia unitarista. Más tarde fue hallada una tarjeta en una silla: era la que el jefe Kurtz había dejado en la iglesia para que le fuera entregada a Gregg. En el dorso, el sacristán escribió un mensaje para la policía, insistiendo en que él no había visto a ningún hombre entrar en las bóvedas para matar al reverendo Talbot. A alguna parte de Boston, advertía, había llegado un alma demoníaca y él no podía continuar viviendo con el temor de su retorno en busca de los que quedaban.


Pietro Bachi, caballero italiano y graduado por la Universidad de Padua, se nutrió a regañadientes de todas las oportunidades que le brindaba Boston como profesor particular, aunque aquéllas eran escasas y desagradables. Trató de conseguir otra plaza universitaria tras su dimisión de Harvard.

– Puede que haya un puesto para un simple maestro de francés o alemán -le dijo, riendo, el rector de una nueva universidad en Filadelfia-, pero ¡italiano! Amigo mío, nosotros no esperamos que nuestros muchachos se hagan cantantes de ópera.

Universidades de arriba y abajo de la costa atlántica preveían escasos cantantes de ópera. Y las juntas académicas de gobierno estaban lo bastante ocupadas (gracias, señor Bakey) manejando el griego y el latín como para considerar la enseñanza de una lengua viva innecesaria, indecorosamente papista y vulgar.

Afortunadamente, en ciertos barrios de Boston, al término de la guerra, se materializó una moderada demanda. Unos pocos comerciantes yanquis estaban ansiosos por abrirse puertas con ayuda de cuantos conocimientos de idiomas pudieran procurarse. También una nueva clase de familias prominentes, enriquecidas por los beneficios y acaparamientos de la guerra, deseaba ante todo que sus hijas tuvieran una cultura. Algunas pensaban que sería sensato que las señoritas jóvenes se hicieran con un italiano básico, además del francés, pues parecía merecer la pena mandarlas a Roma cuando les llegara el tiempo de viajar (una moda reciente entre las bellezas bostonianas en flor). Así que Pietro Bachi, despojado sin más ceremonias de su plaza en Harvard, quedó a disposición de comerciantes emprendedores y damiselas mimadas. Estas últimas con frecuencia tenían su tiempo ocupado, pues los maestros de canto, dibujo y danza les atraían mucho más, con lo que Bachi se pasaba la vida reclamando a las jóvenes damas que le reservaran huecos de una hora y cuarto.

Esta vida mantenía consternado a Pietro Bachi.

Las lecciones no lo atormentaban tanto como tener que pedir sus honorarios. Los americani de Boston habían construido una Cartago, una tierra atiborrada de dinero pero vacía de cultura, destinada a desaparecer sin dejar rastro de su existencia. ¿Qué dijo Platón de los ciudadanos de Agrigento? Ese pueblo edifica como si fuera inmortal y come como si fuera a morir en el instante.

Unos veinticinco años antes, en la hermosa campiña de Sicilia, Pietro Batalo, como muchos italianos antes que él, se había enamorado de una mujer peligrosa. La familia de ella pertenecía a la facción política opuesta a la de los Batalo, que lucharon vigorosamente contra el control papal del Estado. Cuando la mujer sintió que Pietro la había agraviado, su familia estuvo más que encantada de arreglárselas para que fuera excomulgado y desterrado. Tras una serie de aventuras en varios ejércitos, Pietro y su hermano, un comerciante que deseaba liberarse de aquel destructivo paisaje político y religioso, cambiaron su nombre por el de Bachi y atravesaron el océano. En 1843, Pietro encontró un Boston que era una ciudad pintoresca, de rostros amistosos, diferente de la que emergería en 1865, cuando los nativistas vieron hacerse realidad su temor de la rápida multiplicación de extranjeros, y los escaparates se llenaron de este aviso: NO SE ADMITEN SOLICITUDES DE EXTRANJEROS. Bachi había sido bienvenido en la Universidad de Harvard, y por un tiempo él, lo mismo que el joven profesor Henry Longfellow, incluso se alojó en un tramo encantador de la calle Brattle. Entonces Pietro Bachi concibió una pasión, como ninguna que hubiera conocido, por una joven irlandesa y la hizo su esposa. Pero ella encontró pasiones suplementarias poco después de casarse con el profesor. Según decían los estudiantes de Bachi, lo abandonó dejándole en el baúl sólo los puños de sus camisas, y en el gañote, el sincero entusiasmo que ella sentía por la bebida. Así empezó la pronunciada y regular decadencia en el corazón de Pietro Bachi…

– Comprendo que ella es; bueno, digamos… -su interlocutor rebuscó una palabra delicada mientras corría detrás de Bachi-difícil.

– ¿Que ella es difícil? -Bachi no se detuvo mientras bajaba las escaleras-. ¡Ja! No se cree que soy italiano. ¡Dice que no tengo aspecto de italiano!

La niña apareció en lo alto de la escalera y observó con expresión arisca a su padre titubeando detrás del pequeño profesor.

– Oh, estoy seguro de que la niña no quiere decir lo que dice -declamaba en el tono más grave posible.

– ¡Sí quise decirlo! -gritó la niña desde el rellano del entresuelo, apoyándose en la barandilla de nogal y asomándose tanto, que parecía que iba a caer sobre el sombrero de punto de Pietro Bachi-. No se parece en nada a un italiano. ¡Es demasiado bajo!

– ¡Arabella! -exclamó el hombre, y luego se volvió con una sonrisa teñida de amarillo, como si se lavara la boca con oro, hacia el vestíbulo, que refulgía a la luz de las velas-. ¡Le pido que aguarde un momento más, querido señor! Aprovechemos la ocasión para revisar sus honorarios, ¿de acuerdo, signor Bachi? -sugirió con la ceja tensa como una temblorosa flecha aguardando en su arco.

Bachi se volvió hacia él un momento, con el rostro encendido, agarrando fuertemente su bolsa, mientras trataba de dominar su mal humor. Las arrugas entrecruzadas se habían multiplicado en su rostro en los últimos años, y cada pequeño contratiempo le hacía dudar de que su existencia valiera la pena.

– ¡American! -se limitó a decir Bachi.

Arabella miró abajo, confusa. No había aprendido lo bastante como para entender el juego de palabras: americani, «americanos», quedaba convertido en «amargos perros».

El tranvía de caballos, que a aquella hora iba en dirección al centro, cargaba al pasaje como ganado al que se lleva al matadero. El servicio de tranvías cubría Boston y sus suburbios, y aquéllos consistían en coches de dos toneladas capaces de transportar alrededor de cincuenta pasajeros. Iban provistos de ruedas de hierro, discurrían sobre raíles planos e iban tirados por un par de caballos. Los que habían conseguido asientos contemplaban con distante interés cómo otras tres docenas de personas, entre ellas, Bachi, pugnaban por doblarse sobre sí mismas, golpeando y siendo golpeadas en sus intentos de alcanzar los agarraderos de cuero que pendían del techo. Cuando el cobrador se abría paso para vender los billetes, el andén ya estaba repleto de gente que aguardaba el siguiente tranvía. En medio del recalentado y mal ventilado coche, dos borrachos desprendían el mismo olor que un montón de ceniza, y luchaban por cantar armónicamente una canción cuya letra desconocían. Bachi se llevó la mano a la boca y, comprobando que nadie lo miraba, alentó sobre ella y momentáneamente dilató las ventanas de la nariz.

Una vez llegado a su calle, Bachi se sumergió, desde la acera, en un sótano sombrío situado en una casa de vecindad llamada Half Moon Place, anhelando la feliz soledad que lo aguardaba. Pero en el último peldaño de la escalera se hallaban sentados, fuera de lugar pues no había sillones, James Russell Lowell y el doctor Oliver Wendell Holmes.

– Me gustaría saber qué está usted pensando, signore -dijo Lowell, con una sonrisa encantadora, mientras le estrechaba la mano.

– No merece la pena, professore -replicó Bachi, con la mano colgándole floja como un trapo húmedo bajo el apretón de Lowell-. ¿Se ha perdido camino de Cambridge?

Dirigió una mirada desconfiada a Holmes, pero estaba más sorprendido por aquella visita de lo que daba a entender.

– En absoluto -dijo Lowell al tiempo que se quitaba el sombrero, descubriendo su frente alta y blanca-. ¿Conocía usted al doctor Holmes? A los dos nos gustaría charlar un poco con usted, si no tiene inconveniente.

Bachi frunció el ceño y abrió la puerta de su apartamento, recibiendo como bienvenida el estrépito de unos botes colgados con pinzas detrás mismo de la puerta. La habitación era subterránea, con un cuadrado de luz diurna derramándose desde una media ventana que se abría por encima del nivel de la calle. Un olor de moho se desprendía de las ropas colgadas en todos los rincones, nunca totalmente exentos de humedad, con lo que los trajes de Bachi estaban siempre arrugados. Mientras Lowell reordenaba los botes de la puerta para colgar su sombrero, Bachi deslizó descuidadamente un montón de papeles de su escritorio y los introdujo en su bolsa. Holmes se esforzó para hacer cumplidos a tan degradada decoración.

Bachi puso una tetera con agua en la repisa interior de la chimenea y preguntó secamente:

– ¿Qué los trae por aquí, caballeros?

– Venimos para rogarle que nos ayude, signor Bachi -dijo Lowell.

En el rostro de Bachi se dibujó una mueca divertida, mientras servía el té, y pareció más animado.

– ¿Cómo lo tomarán?

Avanzó hasta el aparador, donde había media docena de vasos sucios y tres garrafas. Llevaban etiquetas con las inscripciones RON, GIN y WHISKEY.

– Té solo, gracias -dijo Holmes, y Lowell estuvo de acuerdo.

– ¡Oh, vamos! -insistió Bachi, presentándole a Holmes una de las garrafas. Para contentar a su anfitrión, Holmes vertió en la taza de té la menor cantidad de gotas de whiskey que le fue posible, pero Bachi levantó el codo del doctor-. Creo que el amargo clima de Nueva Inglaterra nos acarrearía la muerte a todos, doctor -dijo-, si no fuera por la posibilidad de echarnos al coleto algo caliente de vez en cuando.

Bachi hizo como que iba a servirse té, pero acabó optando por un vaso colmado de ron. Los huéspedes se levantaron de las sillas, dándose cuenta simultáneamente de que ya se habían sentado.

– ¡Por la universidad! -exclamó Lowell.

– La universidad me debía algo, ¿no creen ustedes? -preguntó Bachi con torpe afabilidad-. Además, ¿dónde puede uno encontrar un asiento tan singularmente incómodo, eh? Los hombres de Harvard pueden hablar todo lo que quieran como unitaristas, pero siempre serán calvinistas hasta las orejas, que gozan con su propio sufrimiento y con el ajeno. Díganme, ¿cómo es que ustedes, caballeros, me han encontrado aquí, en Half Moon Place? Creo que soy el único que no es dublinés en varias millas a la redonda.

Lowell desenrolló un ejemplar del Daily Courier y lo abrió por una página con una hilera de anuncios. En torno a uno de ellos había trazado un círculo.

Caballero italiano, graduado por la Universidad de Padua, altamente calificado por sus numerosos trabajos y con larga práctica como profesor de español e italiano, se ofrece para clases particulares, en colegios masculinos y femeninos, etc. Referencias: honorable John Andrew, Henry Wadsworth Longfellow y James Russell Lowell, professor de la Universidad de Harvard. Dirección: Half Moon Place, 2, calle Broad.

Bachi rió para sí.

– A nosotros, los italianos, nos gusta ocultar nuestros méritos como la lámpara bajo el celemín. En nuestro país, nuestro proverbio es: «El buen paño en el arca se vende.» Pero en América debería ser: In bocca chiusa non entran mosche. En boca cerrada no entran moscas. ¿Cómo puedo esperar que la gente venga y compre si ignora que tengo algo que vender? Así que abro la boca y soplo en la trompeta.

Holmes titubeó tras beberse un sorbo de té fuerte, y preguntó:

– ¿John Andrews, es una de sus referencias, signore?

– Dígame, doctor Holmes, ¿qué alumno en busca de lecciones de italiano acudirá al gobernador para preguntarle por mí? Sospecho, en cualquier caso, que nadie se ha presentado tampoco ante el profesor Lowell.

Lowell lo admitió. Se inclinó para acercarse a los montones de textos de Dante y comentarios que cubrían el escritorio de Bachi, desordenadamente abierto por todos lados. Encima colgaba un pequeño retrato de la fugada esposa de Bachi. El pincel del artista había tenido la consideración de suavizarlo oscureciendo su dura mirada.

– Y ahora, ¿cómo puedo ayudarlos? Por más que una vez yo necesité su ayuda, professore.

Lowell sacó otro periódico de su chaqueta, y éste lo abrió por donde estaba el retrato de Lonza.

– ¿Conoce usted a este hombre, signor Bachi? ¿O debo decir conoció?

Al observar el rostro cadavérico en aquella página desprovista de color, a Bachi lo invadió la tristeza. Pero cuando levantó la mirada, se había apoderado de él la ira.

– ¿Imaginan ustedes que yo he de conocer a todos los palurdos andrajosos?

– El obispo de la catedral de la Santa Cruz pensaba que lo conocía -dijo Lowell en tono de estar bien enterado.

Bachi pareció sobresaltarse y se volvió a Holmes como si estuviera rodeado.

– Según creo, signore, usted tomó prestadas allí cantidades de dinero nada insignificantes -dijo Lowell.

Esto abochornó a Bachi hasta dejarlo blanco. Bajó la mirada con un gesto ovejuno.

– Así son los curas norteamericanos… No son como los de Italia. Tienen la bolsa más llena que el mismo papa. Si estuvieran ustedes en mi lugar, ni siquiera el dinero de los curas les ofendería el olfato. -Vació su ron, echó la cabeza atrás y silbó. Miró de nuevo el periódico-. Así que quieren ustedes saber algo sobre Grifone Lonza.

Hizo una pausa y luego señaló con el pulgar un montón de textos de Dante sobre su escritorio.

– Lo mismo que ustedes, caballeros literatos, siempre he encontrado a mis compañeros más agradables entre los muertos antes que entre los vivos. La ventaja consiste en que, cuando un autor se vuelve chato u oscuro o, simplemente, deja de entretenerlo a uno, puede decirle: «Cierra el pico.»

Estas últimas palabras las pronunció como si se recreara en ellas. Bachi se puso en pie y se sirvió ginebra. Bebió un buen trago, y dijo entre borborigmos:

– En Estados Unidos, ésa es una tarea en solitario. La mayoría de mis hermanos que se han visto forzados a venir aquí apenas pueden leer un periódico, y mucho menos la Commedia di Dante, que penetra en el alma misma del hombre, tanto en su mayor desesperación como en su mayor dicha. Éramos unos pocos en Boston, hace unos años; hombres de letras, hombres de intelecto: Antonio Gallenga, Grifone Lonza, Pietro d'Alessandro. -No pudo contener una sonrisa nostálgica, como si sus visitantes hubieran estado entre ellos-. Nos sentábamos en nuestras habitaciones y leíamos juntos a Dante en voz alta, primero uno y después otro, y de esta manera avanzábamos en el conjunto del poema, que contiene todos los secretos. Lonza y yo éramos los últimos del grupo que no se han marchado o han muerto. Ahora sólo quedo yo.

– Vamos, no menosprecie Boston -dijo Holmes.

– Pocos merecen pasar su vida entera en Boston -replicó Bachi con irónica sinceridad.

– ¿Sabía usted, signor Bachi, que Lonza murió en la comisaría de policía? -preguntó amablemente Holmes.

Bachi asintió.

– Me han llegado vagas noticias al respecto.

Al tiempo que dirigía una mirada a los libros de Dante en el escritorio, Lowell dijo:

– Signor Bachi, ¿cómo reaccionaría usted si yo le dijera que Lonza recitó un verso del tercer canto del Inferno a un agente de policía antes de precipitarse al vacío y morir?

Bachi no pareció sorprendido en absoluto. En lugar de eso, se echó a reír sin contenerse. La mayor parte de los exiliados políticos de Italia se volvían más extremistas en su rectitud e incluso transformaban sus propios pecados en signos de santidad. En sus mentes, por otra parte, el papa era un perro miserable. Pero Grifone Lonza se había convencido a sí mismo de que de algún modo había traicionado su fe y tenía que encontrar la manera de arrepentirse de sus faltas a los ojos de Dios. Una vez establecido en Boston, Lonza contribuyó a extender una misión católica relacionada con el convento de las ursulinas, seguro de que su fe llegaría a oídos del papa y conseguiría su retorno. Entonces las turbas quemaron el convento hasta arrasarlo.

– En lugar de indignarse, Lonza, en una reacción típica de él, se vino abajo, convencido de que había cometido alguna gravísima equivocación en su vida para merecer el peor castigo de Dios. Su lugar aquí, en el exilio, se tornó confuso para él. Casi dejó de hablar inglés. Creo que una parte de él olvidó hablar y sólo conocía la verdadera lengua italiana.

– Pero ¿por qué el señor Lonza quiso recitar un verso de Dante antes de saltar por la ventana, signore? -preguntó Holmes.

– Un amigo mío regresó a la patria, doctor Holmes; un tipo jovial que regentaba un restaurante y que respondía a todas las preguntas sobre su comida con citas de Dante. Bien; resultaba divertido. Lonza se volvió loco. Dante se convirtió para él en una manera de librarse de los pecados que imaginaba haber cometido. Al final se sentía culpable por todo cuanto se le propusiera. En sus últimos años nunca leyó realmente a Dante; no tenía necesidad. Cada línea y cada palabra estaban fijadas permanentemente en su cerebro y para su terror. Nunca las había aprendido de memoria de forma intencionada, pero acudían a su mente como las advertencias de Dios acudían a las de los profetas. La más ligera imagen o palabra podía hacer que se deslizara al poema de Dante… En ocasiones podían pasar días sin que se le oyera decir otra cosa.

– No le sorprende a usted que se suicidara -señaló Lowell.

– A mí no me consta que fuera eso lo que sucedió, professore -atajó Bachi-. Pero no importa cómo lo llame usted. Toda su vida fue un suicidio. Renunció a su alma por miedo, poco a poco, hasta que en el universo no quedó ningún lugar para él salvo el infierno. Mentalmente, estaba en el precipicio del tormento eterno. No me sorprende que se cayera. -Hizo una pausa-. ¿Es ese caso tan diferente del de su amigo Longfellow?

– ¿Qué puede usted saber de un hombre como Henry Longfellow, Bachi? -inquirió Lowell-. A juzgar por su escritorio, Dante parece haberle consumido también a usted no hace mucho, signore. ¿Qué es exactamente lo que está buscando? En sus escritos, Dante buscaba la paz. ¡Me atrevería a decir que ustedes andan detrás de algo menos noble! -concluyó, revolviendo las páginas descuidadamente.

Bachi apartó de un manotazo el libro, dejándolo fuera del alcance de Lowell.

– ¡No toque mi Dante! ¡Puedo estar en una casa de vecindad, pero no tengo que justificar mis lecturas ante nadie, rico o pobre, professore!

Lowell se sonrojó, cohibido.

– No se trata… Si necesita usted un préstamo, signor Bachi…

– ¡Oh, ustedes, los americani! -cloqueó Bachi-. ¿Cree que voy a aceptar la caridad de usted, un hombre que permaneció cruzado de brazos mientras Harvard me echaba para que fuera pasto de los lobos?

Lowell estaba espantado.

– ¡Vamos, Bachi! ¡Yo luché con uñas y dientes por su empleo!

– Usted envió una nota a Harvard solicitando que me abonaran la liquidación. ¿Dónde estaba usted cuando yo no tenía adónde dirigirme? ¿Dónde estaba el gran Longfellow? Ustedes no han luchado por nada en toda su vida. Ustedes escriben poemas y artículos sobre la esclavitud y el asesinato de indios y esperan que algo cambie. Ustedes luchan por lo que no se acerca a su puerta, professore. -Amplió el alcance de su invectiva volviéndose al aturdido doctor Holmes, como si incluirlo a él fuera una cuestión de cortesía-. ¡Ustedes lo han heredado todo en sus vidas y no saben lo que es clamar por su pan! Bien, ¿y con qué otras expectativas vine yo a este país? ¿De qué podría quejarme? El más grande de los vates no tuvo hogar, sino exilio. Quizá llegue el día en que de nuevo pueda caminar por mis orillas, una vez más con verdaderos amigos, antes de abandonar esta tierra.

En los treinta segundos siguientes, Bachi bebió dos vasos de whiskey llenos, y se derrumbó en la silla de su escritorio, presa de un gran temblor.

– Fue la intervención de un extranjero, Carlos de Valois, la causa del exilio de Dante. Él es nuestra última propiedad, las postreras cenizas del alma de Italia. Yo no aplaudiré que usted y su adorado señor Longfellow arranquen a Dante del lugar que le corresponde y hagan de él ¡un norteamericano! ¡Recuerden solamente que él siempre volverá a nosotros! ¡El espíritu de supervivencia de Dante es demasiado poderoso para sucumbir ante cualquier hombre!

Holmes trató de preguntar por la actividad docente de Bachi. Lowell le interrogó sobre el hombre del bombín y el chaleco de cuadros a quien había visto acercarse ansiosamente a Bachi en el campus de Harvard. Pero por el momento ya habían sacado a Pietro Bachi todo cuanto pudieron. Cuando salieron del apartamento situado en el sótano, en éste reinaba un frío malsano. Se agacharon para pasar bajo la desvencijada escalera exterior, conocida por los moradores de la casa como la Escala de Jacob, porque conducía a un lugar algo mejor: la casa de vecindad de la plaza Humphrey, situada más arriba.

Un Bachi de rostro enrojecido sacó la cabeza por su media ventana, de tal modo que parecía haber crecido del suelo. Se meneó sobre su cuello, y dijo con voz de borracho:

– ¿Quieren ustedes hablar de Dante, professori? ¡Echen un vistazo a su clase sobre Dante!

Lowell se volvió y le pidió que le aclarase el significado de aquello.

Pero dos manos temblorosas cerraron la ventana con un ruidoso golpe.

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