Oliver Wendell Holmes, poeta y médico, iluminó los insectos colocados en sus portaobjetos, sirviéndose de una bujía situada junto a uno de sus microscopios.
Se inclinó y observó a través de la lente una mosca azul, ajustando la posición del sujeto. El insecto estaba saltando y retorciéndose, como poseído por una extremada ira contra su observador.
No. No era el insecto.
Era la propia platina del microscopio lo que estaba temblando. Unos cascos de caballo atronaron el exterior, para estallar en una súbita parada. Holmes corrió a la ventana y apartó las cortinas. Amelia entró procedente del vestíbulo. Con temible gravedad, Holmes le ordenó permanecer allí, pero ella lo siguió hasta la puerta principal. La figura vestida de azul oscuro de un fornido policía se recortó contra el cielo, mientras tiraba de las riendas con todas sus fuerzas para apaciguar a las inquietas yeguas salpicadas de manchas grises, enganchadas al carruaje.
– ¿Doctor Holmes? -le llamó desde el pescante-. Tiene que venir conmigo en seguida.
Amelia dio un paso adelante.
– ¡Wendell! ¿Qué sucede?
Holmes ya estaba resollando.
– Melia, envía una nota a la casa Craigie. Diles que ha ocurrido algo y que se reúnan conmigo en el Corner dentro de una hora. Siento tenerme que ir así, pero no puedo evitarlo.
Antes de que ella pudiera protestar, Holmes montó de un salto en el carruaje policial, y los caballos emprendieron un tempestuoso galope, dejando un rastro de hojas muertas y polvo. Oliver Wendell Holmes junior lo observó a través de las cortinas de la sala de estar de la tercera planta, y se preguntó en qué nueva insensatez andaba metido ahora su padre.
Un frío penetrante se había apoderado del aire. Los cielos se estaban abriendo. Un segundo carruaje galopó hasta detenerse en el mismo punto que el otro acababa de abandonar. Se trataba de la berlina de Fields. James Russell Lowell abrió la portezuela y preguntó a la señora Holmes, con una erupción de palabras, dónde encontrar al doctor. Ella se inclinó hacia delante lo suficiente para distinguir los perfiles de Henry Longfellow y de J. T. Fields.
– No sé adónde ha ido, señor Lowell. Pero vino a buscarlo la policía. Me encargó que enviara una nota a la casa Craigie pidiéndoles que se reunieran en el Corner. James Lowell, ¡me gustaría saber qué se traen entre manos!
Lowell miró en torno al carruaje, indefenso. En la esquina de la calle Charles, dos niños distribuían octavillas gritando: «¡Desaparecido! ¡Desaparecido! Tome una hoja, por favor, caballero, señora.»
Lowell introdujo la mano en el bolsillo del gabán, sintiendo el temor secándole la garganta. Sacó la mano con la octavilla arrugada que se había echado al bolsillo en la plaza del mercado de Cambridge, tras haber visto al fantasma en compañía de Edward Sheldon. La desarrugó frotándola contra la manga, y la boca de Lowell tembló al exclamar:
– Oh, Dios mío…
– Hemos distribuido patrulleros y centinelas por toda la ciudad desde el asesinato del reverendo Talbot. ¡Pero no se ha visto nada!
El sargento Stoneweather lo dijo a gritos desde el pescante, mientras los dos caballos, llenos de picaduras de pulgas, corrían alejándose de la calle Charles, con sus músculos danzando. Cada pocos minutos, el sargento echaba mano del látigo y lo hacía culebrear.
La mente de Holmes nadaba a contracorriente, con el fondo del contundente trote y del crujido de la grava bajo las ruedas. El único hecho comprensible del que el cochero le había informado, o al menos el único que el atemorizado pasajero había digerido, era que el patrullero Rey lo había enviado en busca de Holmes. En el puerto, el carruaje se detuvo bruscamente. Desde allí, un bote de la policía trasladó a Holmes a una de las islas del soñoliento puerto, donde se alzaba, fuera de uso, un castillo hecho de macizo granito de Quincy, desprovisto de ventanas y ahora dominio de las ratas. Los bastiones permanecían desiertos, y unos cañones aparecían tumbados junto a marchitas banderas de las barras y estrellas. Penetraron en el fuerte Warren, el doctor tras el sargento, pasaron ante una hilera de policías pálidos como espectros que ya habían estado en el escenario del suceso, atravesaron un laberinto de estancias y bajaron por un túnel de piedra, frío y negro como el betún, para llegar, finalmente, a un almacén instalado en una extraña cámara excavada en la roca.
El pequeño doctor tropezó y estuvo a punto de caerse. Su mente dio un salto en el tiempo. Cuando estudiaba en la École de Médecine de París, el joven Holmes había presenciado combats des animaux, una exhibición bárbara de bulldogs luchando entre ellos para luego dejarlos libres contra un lobo, un oso, un jabalí, un toro y un asno atado a un poste. Aun durante su audaz juventud, Holmes supo que nunca extirparía de su alma la marca al hierro del calvinismo, por más poesía que escribiera. Quedaba la tentación de creer que el mundo era una simple trampa para el pecado humano. Pero el pecado, tal como él lo veía, era tan sólo el fallo de un ser de factura imperfecta en su empeño por mantener una ley perfecta. Para los antepasados, el gran misterio de la vida era este pecado; para el doctor Holmes, era el sufrimiento. Pero nunca hubiera esperado hallar tanto sufrimiento. La memoria oscura, las alegrías y las risas irrumpieron como una estampida en la mente ofuscada de Holmes ahora, cuando miró adelante.
Del centro de la estancia, colgando de un gancho cuya función era almacenar sacos de sal o algún suministro similar que pudiera contenerse en ese tipo de envase, un rostro lo miraba. O, para más exactitud, lo que había sido un rostro. Se le había cortado limpiamente la nariz, desde el puente hasta el labio cubierto por un bigote, haciendo que la piel se doblara encima. Una de las orejas del hombre pendía, como si fuera a caerse, de un lado de la cara, lo bastante abajo como para rozarse con el hombro rígidamente arqueado. Ambas mejillas estaban cortadas de tal manera que la mandíbula caía en una posición que la hacía permanecer continuamente abierta, como si de un momento a otro fuera a hablar. En lugar de eso, de su boca manaba sangre negra. Una línea recta de sangre se dibujaba desde la barbilla, con un pronunciado hoyuelo, y el órgano reproductor del hombre -y este órgano era la única confirmación del sexo de aquella monstruosidad-estaba horriblemente hendido en dos, una disección inconcebible incluso para el doctor. Músculos, nervios y vasos sanguíneos se abrían con una invariable armonía anatómica y un desorden que inducía a confusión. Los brazos de aquel cuerpo colgaban inermes a los costados, terminando en oscuras pulpas envueltas en torniquetes empapados. No había manos.
Transcurrió un momento antes de que Holmes se diera cuenta de que había visto antes el rostro mutilado, y otro momento hasta que reconoció a la despedazada víctima, a partir del pronunciado hoyuelo que tenazmente permanecía en su barbilla. ¡Oh, no! El intervalo entre ambos momentos de conciencia fue una aniquilación.
Holmes dio un paso atrás, y su zapato resbaló con el vómito que había vertido el descubridor de la escena, un vagabundo en busca de refugio. Holmes hizo un quiebro para ocupar una silla próxima, como colocada adrede para observar todo aquello. Jadeó inconteniblemente y no se dio cuenta de que junto a sus pies había un chaleco de un color llamativo y brillante, cuidadosamente doblado sobre unos pantalones blancos hechos a medida y, en el suelo, fragmentos dispersos de papel.
Oyó pronunciar su nombre. El patrullero Rey se hallaba cerca. Incluso el aire de la estancia parecía temblar, como si fuera a poner toda aquella escenificación patas arriba.
Holmes se derrumbó desvanecido y su cabeza chocó contra Rey.
Un detective de paisano, de anchos hombros y con una poblada barba, avanzó hacia Rey y empezó a gritarle que no tenía por qué estar allí. Luego intervino el jefe Kurtz y empujó fuera al detective.
El resuello y las náuseas del doctor lo dejaron en un lugar más próximo de lo que hubiera querido a la retorcida carnicería, pero antes de que pudiera pensar en abandonar el lugar, sintió que algo húmedo le rozaba el brazo. Notó como una mano, pero en realidad era un muñón sangriento y sujeto con un torniquete. Sin embargo, Holmes no se había movido ni una pulgada; de eso estaba seguro. Estaba demasiado impresionado para moverse. Se sentía como si estuviera sumergido en esa clase de pesadilla en la que uno sólo puede rogarse a sí mismo que aquello sea un sueño.
– ¡Que el cielo nos proteja! ¡Está vivo! -exclamó el detective, echando a correr fuera, con la voz estrangulada por su propia mano, con la que se apretaba el estómago para contener el vómito. También el jefe Kurtz desapareció, gritando.
Cuando Holmes se volvió en redondo, miró a los ojos incomprensiblemente saltones del cuerpo mutilado y desnudo de Phineas Jennison, y observó los ruines miembros sacudiéndose y dando tirones en el aire. Realmente fue sólo un momento, sólo una fracción de la décima parte de una centésima de segundo, antes de que el cuerpo dejara súbitamente de moverse para no volver a hacerlo, aunque Holmes nunca dudó de aquello de lo que fue testigo. El doctor permaneció quieto como un cadáver, con su boquita seca y contraída, los ojos parpadeando sin control y humedecidos involuntariamente, y retorciéndose los dedos con desesperación. El doctor Oliver Wendell Holmes sabía que el movimiento de Phineas Jennison no había sido el voluntario propio de un ser humano, la acción deseada por un hombre que siente. Se trataba de las convulsiones tardías y automáticas de una muerte indescriptible. Pero el ser consciente de ello no le hizo sentirse mejor.
El contacto con el muerto le había helado la sangre. Holmes apenas se dio cuenta de que se dejó llevar de regreso por las aguas del puerto o en el carruaje policial, llamado Black Maria, en el que conducían el cuerpo de Jennison a la facultad de Medicina. Allí se le explicó que el forense Barnicoat había contraído una terrible neumonía durante una manifestación en demanda de aumento de salario, y que el profesor Haywood de momento no podía ser localizado. Holmes asentía como si estuviera escuchando. El estudiante que ayudaba a Haywood se ofreció voluntario para asistir al doctor Holmes en la autopsia. Holmes apenas se percató de esos apresurados cambios y casi no pudo sentir sus manos cortando en el cuerpo, despedazado hasta lo imposible, en una oscura sala en el piso alto de la facultad de Medicina.
«Se observa en mí el contrapasso.»
La cabeza de Holmes se alzó como si un niño acabara de gritar pidiendo ayuda. Reynolds, el ayudante, miró atrás, e hicieron otro tanto Rey y Kurtz y otros dos agentes que habían entrado en la sala sin que Holmes se diera cuenta. Holmes miró de nuevo a Phineas Jennison, con su boca abierta a causa del corte en la mandíbula.
– Doctor Holmes -preguntó el ayudante-, ¿se siente usted bien?
La voz que acababa de oír, el susurro, la orden, no era más que un estallido de la imaginación. Pero las manos de Holmes temblaban demasiado, incluso, para trinchar un pavo y, después de excusarse, tuvo que dejar el resto de la operación al ayudante de Haywood. Holmes vagó por un callejón frente a la calle Grove, recuperando la respiración a pequeños impulsos y luego a chorros. Oyó que alguien se le aproximaba. Rey dio alcance al doctor más adelante, en el callejón.
– Por favor, en este momento no puedo hablar -dijo Holmes, con los ojos fijos en el suelo.
– ¿Quién mató a Phineas Jennison?
– ¡Cómo podría saberlo! -exclamó Holmes.
Había perdido su ecuanimidad, trastornado por las visiones de despedazamientos que bullían en su cabeza.
– Tradúzcame esto, doctor Holmes.
Rey abrió la mano de Holmes y puso en ella el papel.
– Por favor, patrullero Rey. Ya hemos…
Holmes agitó los brazos violentamente, mientras manoseaba el papel.
– «Porque separé a personas tan unidas -recitó Rey, recordando lo que oyó la noche anterior-, separado llevo mi cerebro… Así se observa en mí el contrapasso.» Esto es lo que acabamos de ver, ¿no es así? ¿Cómo traduce usted contrapasso, doctor Holmes? ¿Contrasufrimiento?
– No hay traducción exacta… ¿Cómo usted…? -Holmes se quitó la corbata de seda, para facilitar la respiración-. No sé nada.
Rey continuó:
– Usted leyó este crimen en un poema. Lo vio antes de que sucediera y no hizo nada por evitarlo.
– ¡No! Todos hicimos lo que pudimos. Lo intentamos. Por favor, patrullero Rey, no puedo…
– ¿Conocía a este hombre? -Rey sacó del bolsillo el periódico con el retrato de Grifone Lonza y se lo alargó al doctor-. Saltó por la ventana en la comisaría.
– ¡Por favor! -Holmes se estaba sofocando-. ¡Basta! ¡Váyase ahora!
– ¡Eh, eh! -Tres estudiantes de la facultad de Medicina, el tipo rústico al que Holmes se refería como sus jóvenes bárbaros, pasaban por el callejón saboreando cigarros baratos-. ¡Tú, burro, deja en paz al profesor Holmes!
Holmes trató de llamarlos al orden, pero no pudo superar la obstrucción que sentía en su garganta.
El más rápido de los bárbaros golpeó a Rey con el puño dirigido al estómago del agente. Rey agarró el brazo del otro muchacho y lo apartó con tanta suavidad como le fue posible. Los otros dos se arrojaron sobre Rey en el mismo momento en que Holmes recuperaba la voz.
– ¡No! ¡No, chicos! ¡Quietos! ¡Váyanse de aquí ahora mismo! ¡Es un amigo! ¡Largo!
Se escabulleron obedientemente.
Holmes ayudó a Rey a levantarse. Necesitaba desagraviarlo. Tomó el periódico y lo sostuvo por la página del retrato. -Grifone Lonza -informó.
El brillo en los ojos de Rey demostró que estaba impresionado y aliviado.
– Tradúzcame ahora la nota, doctor Holmes, hágame el favor. Lonza pronunció estas palabras antes de morir. Dígame qué eran.
– Italiano. El dialecto toscano. Mire, usted se equivocó con algunas palabras; pero, para alguien desconocedor de la lengua, es una trascripción bastante notable. Deenan see am… Dinanzi a me… Dinanzi a me non fuor cose create se non etterne, e io etterno duro: «Antes que yo no hubo cosas creadas, sino eternas, y yo duro eternamente.» Lasciate ogne speranza, voi ch'intrate: «Abandonad toda esperanza los que entráis.»
– Abandonad toda esperanza. Me estaba advirtiendo -dijo Rey. -No… No lo creo. Probablemente creía que lo estaba leyendo sobre las puertas del infierno, por lo que sabemos de su estado mental.
– ¡Debieron informar a la policía de que sabían algo! -exclamó Rey.
– ¡De haberlo hecho, la confusión sería mayor! -exclamó a su vez Holmes-. Usted no comprende… No puede, patrullero. ¡Nosotros somos los únicos que podemos llegar a encontrarlo! Creíamos tener… Creíamos que había huido. ¡La policía no tiene ni idea! ¡Esto nunca se detendrá sin nuestra intervención!
Holmes se sentía abrumado mientras hablaba. Se pasó la mano por la frente y por el cuello, bañados en cálido sudor que le manaba de todos sus poros. Holmes preguntó a Rey si quería acompañarlo adentro. Tenía una historia que contarle que acaso Rey no creería.
Oliver Wendell Holmes y Nicholas Rey tomaron asiento en la vacía sala de conferencias.
– Era el año 1300. En medio del camino de su vida, un poeta llamado Dante despertó en una selva oscura, y se dio cuenta de que su vida había tomado un sendero equivocado. A James Russell Lowell le gusta decir, patrullero, que todos nosotros penetramos en la selva oscura dos veces: en algún momento de la mitad de nuestras vidas y, de nuevo, cuando miramos atrás…
La pesada puerta de cuarterones de la Sala de Autores se abrió una pulgada y los tres hombres del interior saltaron en sus asientos. Una bota negra se adelantó, como sondeando. Holmes ya no era capaz de pensar qué podía encontrar detrás de las puertas cerradas que hiciera saltar en pedazos su seguridad. Consumido y con la tez cenicienta, compartió el sofá con Longfellow, frente a Lowell y Fields, esperando que un simple asentimiento bastara para responder a cada uno de sus saludos.
– Me he detenido en casa antes de venir. Melia casi no me permite volver a salir al ver mi aspecto. -Holmes se echó a reír nerviosamente, mientras una gota de humedad le brillaba en el rabillo del ojo-. ¿Saben ustedes, señores, que los músculos con los que reímos y lloramos están el uno junto al otro? A mis jóvenes bárbaros siempre les interesa eso.
Aguardaron a que Holmes empezara. Lowell le alargó la arrugada octavilla en la que se anunciaba la desaparición de Phineas Jennison y se ofrecía una recompensa de muchos miles para quien diera razón.
– Entonces ustedes ya están enterados -dijo Holmes-. Jennison ha muerto.
Dio inicio a una narración errática, discontinua, comenzando con la llegada por sorpresa del carruaje policial a Charles, 21. Lowell, sirviéndose su tercera copa de oporto, dijo:
– El fuerte Warren.
– Una elección ingeniosa por parte de nuestro Lucifer -dijo Longfellow-. Me temo que el canto de los cismáticos podría no estar muy fresco en nuestras mentes. Apenas parece posible que sólo ayer lo tradujéramos entre nuestros cantos. Malebolge es una amplia superficie de piedra, y Dante la describe como una fortaleza.
– Cada vez más -dijo Lowell-, vemos que nos enfrentamos a una mente erudita y de excepcional brillantez, sorprendentemente preparada para transmitir los detalles de Dante sobre ambientes. Nuestro Lucifer aprecia la exactitud de la poesía de Dante. En el infierno de Milton, todo es salvaje, pero el de Dante está dividido en círculos, trazado con compases precisos. Tan real como nuestro propio mundo.
– Ahora lo es -subrayó Holmes con voz temblorosa.
Fields no quiso oír un debate literario en aquel momento. -Wendell, ¿dice usted que la policía estaba desplegada alrededor de la ciudad cuando se perpetró el asesinato? ¿Cómo pudo pasar inadvertido Lucifer?
– Se necesitarían las manos gigantescas de Briareo y los cien ojos de Argos para tocarlo o verlo -comentó tranquilamente Longfellow.
Holmes les dio más detalles:
– Jennison fue hallado por un borracho que en ocasiones duerme en el fuerte desde que fue abandonado. El vagabundo estuvo allí el lunes y todo permanecía normal. Regresó el miércoles y allí se encontró con el horrible espectáculo. Estaba demasiado asustado y no informó hasta el día siguiente; quiero decir hasta hoy. Jennison fue visto por última vez el martes por la tarde, y no durmió en su cama esa noche. La policía entrevistó a todo el que pudo hallar. Una prostituta que estaba en el puerto dice haber visto a alguien salir de la niebla en dirección a los muelles la noche del martes. Trató de seguirlo, supongo que obligada por su profesión, pero sólo llegó hasta la iglesia, y no vio qué dirección tomó.
– Así que Jennison fue asesinado el martes por la noche. Pero el cadáver no lo descubrió la policía hasta el jueves -recapituló Fields-. Pero, Holmes, usted dijo que Jennison aún estaba… ¿Es posible que durante tanto tiempo…?
– Durante… Él… ¿Fue asesinado el martes y seguía vivo cuando yo llegué esta mañana? El cuerpo se sacudía con tales convulsiones que, aunque me bebiera hasta la última gota del Leteo, nunca seré capaz de olvidar aquella visión -reflexionó Holmes en tono desesperado-. El pobre Jennison había sido mutilado sin esperanza alguna de supervivencia, esto con toda seguridad, pero estaba cortado y atado de modo que perdiera sangre lentamente y, con ella, la vida. Era un trabajo como inspeccionar los restos de los fuegos artificiales del Cuatro de julio, pero pude ver que no había sido afectado ningún órgano vital. En medio de semejante carnicería se advertía un cuidado artesano, realizado por alguien muy familiarizado con las heridas internas, quizá un médico -aventuró torpemente-, sirviéndose de un cuchillo afilado y ancho. Con Jennison, nuestro Lucifer perfecciona su condenación a través del sufrimiento, su más perfecto contrapasso. Los movimientos de los que fui testigo no eran vida, querido Fields, sino sencillamente que los nervios morían con un espasmo final. Era un momento tan grotesco que ningún Dante pudo haberlo imaginado. La muerte hubiera sido un regalo.
– Pero sobrevivir dos días después de la agresión… -insistió Fields-. Lo que quiero decir es… Desde el punto de vista médico, afortunadamente, ¡eso no es posible!
– «Supervivencia» significa aquí simplemente una muerte incompleta, no una vida parcial; estar atrapado en el abismo entre lo vivo y lo muerto. Si yo tuviera mil lenguas, no trataría de empezar a describir la agonía.
– ¿Por qué castigar a Phineas como cismático? -Lowell se esforzó por expresarse en un tono distante, científico-. ¿A quién sitúa Dante en ese círculo infernal? A Mahoma, a Bertrand de Born, el perverso consejero que enfrentó a rey y príncipe, padre e hijo, como en otro tiempo les ocurrió a Absalón y a David; a aquellos que promovieron la disensión interna en religiones y familias. Pero ¿por qué Phineas Jennison?
– Después de todos nuestros esfuerzos, no hemos respondido a esa pregunta en relación con Elisha Talbot, mi querido Lowell -dijo Longfellow-. Su simonía de mil dólares, ¿para qué fue? Dos contrapassi con dos pecados invisibles. Dante tiene la ventaja de que pregunta a los propios pecadores qué los ha llevado al infierno.
– ¿Usted tenía intimidad con Jennison? -preguntó Fields a Lowell-. ¿Y no se le ocurre nada?
– Era un amigo, y yo no andaba averiguando sus fechorías. Era mi paño de lágrimas cuando me quejaba de mis pérdidas en bolsa, de mis clases, del doctor Manning y de la maldita corporación. Era una máquina de vapor con pantalones, y admito que a veces se ponía el sombrero un poco al sesgo… Estaba metido desde hacía años en todos los negocios fulgurantes y supongo que tenía sus puntos vulnerables. Ferrocarriles, fábricas, acerías… Esos negocios me resultan dificilmente comprensibles, ya lo sabe usted, Fields -explicó Lowell, y bajó la cabeza.
Holmes suspiró ruidosamente.
– El patrullero Rey es agudo como una cuchilla, y probablemente ha sospechado desde el principio que sabemos algo. Reconoció las peculiaridades de la muerte de Jennison a partir de lo que escuchó en nuestra sesión del club Dante. La lógica del contrapasso, los cismáticos, todo eso lo relacionó con Jennison y, cuando le di más explicaciones, inmediatamente comprendió que Dante también se relacionaba con las muertes del juez presidente Healey y del reverendo Talbot.
– Como también comprendió Grifone Lonza cuando se dio muerte en la comisaría -dijo Lowell-. El pobre infeliz veía a Dante por todas partes. Esta vez resultó que estaba en lo cierto. A menudo he pensado, de manera parecida, en la propia transformación de Dante. La mente del poeta, sin hogar en la tierra por causa de sus enemigos, se fue construyendo su hogar cada vez más en ese espantoso inframundo. ¿No es natural que, desterrado de todo cuanto amó en esta vida, se cobijara exclusivamente en la venidera? Nos mostramos pródigos en la exaltación de su talento, pero Dante Alighieri no tuvo elección y hubo de escribir su poema, y escribirlo con sangre de su corazón. No es de maravillar que muriese poco después de terminarlo.
– ¿Qué hará el agente Rey ahora que conoce nuestra relación con el caso? -preguntó Longfellow.
Holmes se encogió de hombros.
– Hemos ocultado información. Hemos obstruido la investigación de los dos crímenes más horrendos que Boston haya visto, ¡y que ahora se han convertido en tres! ¡Rey puede muy bien entregarnos, a nosotros y a Dante, mientras estamos hablando! ¿Qué lealtad le debe él a un libro de poesía? ¿Y hasta qué punto se la debemos nosotros?
Holmes se puso en pie, se ajustó la cintura de sus holgados pantalones y comenzó a pasear nerviosamente. Fields levantó la cabeza, que tenía apoyada en las manos, al advertir que Holmes estaba cogiendo el sombrero y el gabán.
– Quería compartir lo que he averiguado -dijo Holmes con voz suave, mortecina-. No puedo continuar.
– Quédese -empezó a decir Fields.
Holmes sacudió la cabeza.
– No, mi querido Fields; esta noche, no.
– ¿Qué? -exclamó Lowell.
– Holmes -dijo Longfellow-. Sé que esto parece no tener respuesta, pero nos corresponde luchar.
– ¡De ninguna manera puede salirse de esto! -gritó Lowell, cuya voz, que llenaba el espacio que compartían, sintió poderosa de nuevo-. ¡Hemos ido demasiado lejos, Holmes!
– Hemos ido demasiado lejos desde el principio, demasiado lejos de aquello a lo que pertenecemos. Así es, Jamey. Lo siento -dijo Holmes, calmado-. Ignoro lo que decidirá el patrullero Rey, pero colaboraré de cualquier forma que él diga y espero lo mismo de ustedes. Sólo ruego para que no nos entregue por obstrucción o, peor aún, como cómplices. ¿No es eso lo que hemos hecho? Cada uno de nosotros desempeñó un papel permitiendo que las muertes continuaran.
– ¡Entonces usted no debiera habernos delatado a Rey! -y Lowell se puso en pie de un salto.
– ¿Y qué hubiera hecho usted en mi lugar, profesor? -preguntó Holmes.
– ¡Abandonar no es ahora una opción, Wendell! La leche se ha derramado. Usted juró proteger a Dante, como hicimos todos, bajo el techo de Longfellow, ¡aunque se hunda el cielo! -Pero Holmes se calaba el sombrero y se abrochaba el gabán-. Qui a bu boira -sentenció Lowell-. Quien bebió beberá.
– ¡Usted no lo vio! -Todas las emociones reprimidas en el interior de Holmes entraron en erupción cuando se volvió hacia Lowell-. ¿Por qué me ha tocado a mí ver dos cuerpos horriblemente mutilados en lugar de a usted, insigne erudito? ¡Fui yo quien se metió en el agujero de fuego de Talbot, con el hedor de la muerte en mis narices! ¡Fui yo quien tuvo que pasar por todo eso mientras usted podía hacer análisis cómodamente junto a su chimenea, filtrándolo todo a través de letras del alfabeto!
– ¿Cómodamente? Yo fui atacado por unos raros insectos devoradores de hombres que me pusieron en el trance de jugarme la vida, ¡no debería usted olvidarlo! -le recriminó Lowell a gritos.
Holmes se echó a reír con sorna.
– ¡Le cambio diez mil moscas azules por lo que me ha tocado ver a mí!
– Holmes -intervino Longfellow-. Recuerde: Virgilio le dice al peregrino que el miedo es el mayor impedimento para su viaje.
– ¡No doy un centavo por eso! ¡Ya no, Longfellow! ¡Cedo mi plaza! ¡No somos los primeros en tratar de liberar la poesía de Dante, y quizá la nuestra sea siempre una causa perdida! ¿No han pensado alguna vez que Voltaire tenía razón cuando decía que Dante era un loco y su obra, un monstruo? Dante perdió su vida en Florencia y se vengó creando una literatura con la cual osó convertirse en Dios. Y ahora nosotros hemos liberado ese monstruo en la ciudad a la que decimos amar, ¡y viviremos para pagarlo!
– ¡Ya basta, Wendell! ¡Basta! -chilló Lowell, poniéndose en pie frente a Longfellow, como si pudiera servirle de escudo ante aquellas palabras.
– ¡El propio hijo de Dante pensaba que era engañoso creer que él había viajado por el infierno, y pasó toda su vida tratando de rechazar las palabras paternas! -continuó Holmes-. ¿Por qué deberíamos sacrificar nuestra seguridad para salvarlo a él? La Commedia no fue una carta de amor. ¡A Dante no le preocupaban Beatriz ni Florencia! ¡Estaba expresando la nostalgia por su exilio, imaginando a sus enemigos retorciéndose e implorando la salvación! ¿Le han oído aunque sea por una vez mencionar a su esposa? ¡Así es como cosechó sus decepciones! ¡Yo sólo quiero protegernos de perder cuanto nos es querido! ¡Eso es todo lo que he pretendido desde el principio!
– ¡Usted no quiere admitir que alguien sea culpable -dijo Lowell-, del mismo modo que se negó a considerar culpable a Bachi, como usted imaginó inocente al profesor Webster aun estando colgado de una soga!
– ¡No es así! -rechazó Holmes dando voces.
– Oh, es algo hermoso lo que está haciendo por nosotros, Holmes. ¡Algo hermoso! -exclamó Lowell-. ¡Ha estado usted tan formal como sus más divagatorias piezas líricas! Quizá deberíamos haber reclutado desde el principio a Wendell Junior para nuestro club en lugar de a usted. ¡Al menos hubiéramos tenido una oportunidad de vencer!
Estaba dispuesto a decir más, pero Longfellow lo tomó del brazo con una mano amable, pero firme como un guantelete de hierro.
– No hubiéramos podido llevar el asunto tan lejos sin usted, querido amigo. Por favor, tómese un descanso y dé recuerdos a la señora Holmes -dijo Longfellow con suavidad.
Holmes abandonó la Sala de Autores. Cuando Longfellow soltó su presa, Lowell fue tras el doctor hacia la puerta. Holmes se apresuró en dirección al vestíbulo, mirando de reojo a su amigo, que lo seguía, con una mirada fría. Al llegar a la esquina, Holmes chocó con un carro de papeles empujado por Teal, el mozo del turno de noche, adscrito a las oficinas de Fields, y cuya boca estaba siempre en movimiento, triturando o mascando. Holmes salió volando y dio en el suelo, y el carro volcó y desparramó papeles por todo el vestíbulo y sobre el doctor caído. Teal apartó a puntapiés algunos papeles y con una mirada llena de simpatía trató de ayudar a Oliver Wendell Holmes, que se hallaba a sus pies. Lowell corrió también junto a Holmes, pero se detuvo, sintiendo de nuevo su ira, pues estaba avergonzado de su momentánea debilidad.
– Ya es usted feliz, Holmes. ¡Longfellow nos necesitaba! ¡Finalmente lo ha traicionado! ¡Ha traicionado usted al club Dante!
Teal, mirando con temor mientras Lowell repetía su acusación, levantó a Holmes.
– Mil perdones -susurró en la oreja de Holmes.
Pese a que la culpa era enteramente del doctor, éste se limitó a corresponder con otro «perdón». Ya no sentía la pesadez ni el resuello de su asma. Ésta era opresiva y le producía calambres. Mientras que la anterior le hacía sentir que necesitaba inhalar más y más aire, esta de ahora convertía en veneno todo el aire.
Lowell irrumpió de nuevo en la Sala de Autores, dando un portazo tras él. Se encontró frente a una expresión indescifrable en el rostro de Longfellow. A la primera señal de tempestad, Longfellow cerraba todos los postigos de la casa, y explicaba que no le gustaba aquella discordancia. Ahora presentaba el mismo aspecto de batirse en retirada. Al parecer, Longfellow le había dicho algo a Fields, porque el editor permanecía de pie, expectante, inclinándose adelante como para seguir escuchando.
– Bien -se lamentó Lowell-, díganme si podía hacernos esto, Longfellow. ¿Cómo ha podido Holmes hacerlo?
Fields hizo un movimiento de cabeza.
– Lowell, Longfellow cree haberse dado cuenta de algo -dijo, traduciendo la expresión del poeta-. ¿Recuerda cómo enfocamos la pasada noche el canto de los cismáticos?
– Sí. ¿Y qué hay con eso, Longfellow? -preguntó Lowell. Longfellow había echado mano de su gabán y miraba por la ventana.
– Fields, ¿estará todavía el señor Houghton en Riverside?
– Houghton está siempre en Riverside, al menos cuando no está en la iglesia. ¿Qué puede hacer él por nosotros, Longfellow?
– Tengo que ir allí en seguida -dijo Longfellow.
– ¿Se ha dado usted cuenta de algo que pueda ayudarnos, querido Longfellow? -preguntó Lowell, esperanzado.
Pensó que Longfellow estaba considerando la pregunta, pero el poeta no dio respuesta alguna durante el recorrido hasta Cambridge, al otro lado del río.
Una vez en el gigantesco edificio de ladrillos que albergaba Riverside Press, Longfellow solicitó a H. O. Houghton que le facilitara todo el material impreso de la traducción del Inferno de Dante. La traducción, pese a que no se había revelado de qué obra se trataba, rompía años de virtual silencio por parte del poeta más amado de la historia de su país, y era ansiosamente esperada por el mundo literario. Fields le tenía reservado un lanzamiento a bombo y platillo: la primera edición de cinco mil ejemplares se pondría a la venta al cabo de un mes. Anticipándose a ello, Oscar Houghton había estado sacando pruebas a medida que Longfellow le entregaba las anteriores corregidas, llevando una detallada e irreprochable relación de las fechas.
Los tres eruditos se adueñaron de la oficina privada de contabilidad del impresor.
– No lo encuentro -dijo Lowell.
Ninguno estaba centrado en los puntos más concretos de sus propios proyectos de publicación y, por tanto, mucho menos en los ajenos. Fields le mostró el calendario previsto.
– Longfellow entrega sus pruebas corregidas la semana posterior a nuestras sesiones de traducción. Así pues, cualquier fecha que encontremos aquí que registre la recepción de las pruebas por parte de Houghton, significa que el miércoles de la semana anterior se celebró la reunión de nuestro círculo dantista.
La traducción del canto tercero, el de los tibios, se llevó a cabo tres o cuatro días después del asesinato del juez Healey. El del reverendo Talbot, tres días antes del miércoles reservado para la traducción de los cantos decimoséptimo, decimoctavo y decimonoveno: este último contenía el castigo de los simoníacos.
– ¡Y entonces nos enteramos del crimen! -dijo Lowell.
– Sí, y yo adelanté nuestro trabajo hasta el canto sobre Ulises en el último momento, a fin de animarnos, y trabajé solo en los cantos intermedios. En cuanto al último crimen, la carnicería de la que ha sido víctima Phineas Jennison, ocurrió, según todos los cálculos, el martes, un día antes de la traducción, ayer, de los mismos versos relacionados con el trágico suceso.
Lowell se puso blanco y, luego, muy rojo.
– ¡Me doy cuenta, Longfellow! -exclamó Fields.
– Cada crimen se produce inmediatamente antes de que nuestro club Dante traduzca el canto en el que el asesino se ha basado -concluyó Longfellow.
– ¿Cómo no lo vimos antes? -se lamentó Fields.
– ¡Alguien ha estado jugando con nosotros! -estalló Lowell. Luego se apresuró a bajar la voz hasta convertirla en un susurro-: ¡Alguien ha estado vigilándonos todo el tiempo, Longfellow! ¡Ha de ser alguien que conoce nuestro club Dante! ¡Quienquiera que sea ha hecho coincidir cada asesinato con nuestra traducción!
– Aguarden un momento. Esto podría ser tan sólo una terrible coincidencia -dijo Fields consultando de nuevo el calendario de entregas-. Miren aquí. Hemos traducido casi dos docenas de cantos del Inferno, pero sólo ha habido tres asesinatos.
– Tres coincidencias mortales -comentó Longfellow.
– No hay coincidencia -insistió Lowell-. Nuestro Lucifer ha emprendido una carrera con nosotros para ver quién llega primero: ¡Dante traducido con tinta o con sangre! ¡Hemos estado perdiendo la carrera por dos o tres cuerpos cada vez!
Fields protestó:
– Pero ¿quién tuvo la posibilidad de conocer nuestra previsión de trabajo por adelantado? ¿Y con suficiente tiempo para planear unos crímenes tan elaborados? Nosotros no dejamos por escrito un calendario. En ocasiones nos saltamos una semana. A veces Longfellow pasa por alto un canto o dos para los que no nos considera preparados, y quedan fuera de las sesiones.
– Mi Fanny ni sabe de qué cantos nos ocupamos ni se molesta en averiguarlo -comentó Lowell.
– ¿Y quién podría conocer esos detalles, Longfellow? -preguntó Fields.
– Si todo esto fuera cierto -lo interrumpió Lowell-, ¡significa que de algún modo estamos implicados directamente en que empezaran los asesinatos!
Permanecieron en silencio. Fields miraba a Longfellow con aire protector.
– ¡Una farsa! -dijo-. ¡Una farsa, Lowell!
Ése fue el único argumento que se le ocurrió. Longfellow manifestó, levantándose del escritorio de Houghton:
– Admito que no comprendo esa extraña pauta. Pero no podemos eludir sus consecuencias. Cualquiera que sea la iniciativa que tome el patrullero Rey, ya no podemos considerar nuestra intervención meramente como nuestra prerrogativa. Han pasado treinta años desde que me senté por primera vez a mi mesa, en tiempos más felices, para traducir la Commedia. La he tomado en mis manos con tal reverencia que en ocasiones se ha convertido en resistencia a proseguir. Pero ha llegado el momento de darse prisa, de completar el trabajo, o corremos el riesgo de más pérdidas.
Después de que Fields partiera en su carruaje hacia Boston, Lowell y Longfellow caminaron bajo la nieve hacia sus casas. La noticia del asesinato de Phineas Jennison se había extendido rápidamente por sus círculos sociales. El silencio en la calle, bordeada de olmos, era absoluto. Las ascendentes guirnaldas de humo de las chimeneas, blancas como la nieve, se desvanecían como fantasmas. Las ventanas que no mantenían cerrados los postigos, estaban cubiertas en su parte interior por ropa, camisas y blusas que colgaban flojamente, pues hacía demasiado frío para ponerlas a secar fuera. Las aldabillas de cuerdas estaban bajadas en todas las puertas. Las casas que habían instalado recientemente cerraduras de hierro y cadenas metálicas, por consejo de los patrulleros locales, se mantenían bien cerradas. Algunos residentes incluso habían montado un tipo de alarma en sus puertas, utilizando un sistema de corrientes, vendido de casa en casa por Jeremy Didlers, del Oeste. Ningún niño jugaba en los montones de nieve blanda. Con aquellos tres asesinatos, resultaba evidente que había una mano empeñada en la tarea. Las reseñas de los periódicos no tardaron en incluir la información de que se encontró la ropa de cada víctima cuidadosamente doblada en el escenario del crimen, y de súbito la ciudad entera se sintió desnuda. El terror que se desencadenó con la muerte de Artemus Healey se había apoderado ahora de Beacon Hill, siguiendo por la calle Charles, por Back Bay y cruzando el puente de Cambridge. De pronto, parecía haber motivos irracionales pero palpables para creer en un azote, en el apocalipsis.
Longfellow se detuvo a una manzana de la casa Craigie.
– ¿Podríamos nosotros ser responsables?
Su voz sonaba temerosa, débil a sus propios oídos.
– No permita que ese gusano penetre en su cerebro. Dije eso sin pensarlo, Longfellow.
– Debe ser honrado conmigo, Lowell. ¿Cree usted…?
Las palabras de Longfellow se vieron interrumpidas. El grito de una niña se elevó en el aire y conmovió los cimientos mismos de la calle Brattle.
A Longfellow se le doblaron las rodillas mientras su mente trataba de determinar el origen del grito, lo que lo llevó hasta su casa. Sabía que debería lanzarse a una alocada carrera calle Brattle abajo, a través de la sábana virginal de la nieve. Pero por un momento sus pensamientos lo inmovilizaron en el sitio, acechándolo, haciéndolo temblar ante lo posible, como quien despierta de una terrible pesadilla y busca señales de sangrientas calamidades en la apacible habitación en torno. Los recuerdos inundaron el aire delante de él. ¿Por qué no pude salvarte, amor mío?
– ¿Voy a buscar mi fusil? -exclamó Lowell frenéticamente. Longfellow salió a la carrera.
Ambos hombres llegaron al escalón de entrada de la casa Craigie casi al mismo tiempo, una notable hazaña de Longfellow, quien, a diferencia de su vecino, no había practicado ejercicio físico. Entraron corriendo en el vestíbulo. En el salón encontraron-a Charley Longfellow arrodillado, tratando de calmar a la excitada Annie Allegra, la pequeña, que profería exclamaciones y chillaba alegremente ante los regalos que su hermano le había traído. Trap gruñía encantado y meneaba su rechoncho rabo en círculos, mostrando toda su dentadura en una expresión comparable a una sonrisa humana. Alice Mary salió al vestíbulo para saludarlos.
– ¡Oh, papá! -exclamó-. ¡Charley acaba de llegar a casa para el día de Acción de Gracias! ¡Y nos ha traído chaquetas francesas, con rayas rojas y negras!
Alice se probó la chaqueta para Longfellow y Lowell.
– ¡Vaya garbo! -aplaudió Charley, que abrazó a su padre-. Papá, ¿por qué estás blanco como un papel? ¿No te sientes bien? ¡Mi intención sólo era daros una sorpresita! Quizá te has hecho demasiado viejo para nosotros.
Y se echó a reír. El color volvió a la hermosa tez de Longfellow, quien, a la vez, empujaba a Lowell a un lado.
– Mi Charley ha vuelto a casa -le dijo en tono confidencial, como si Lowell no pudiera verlo por sí mismo.
Más avanzada la noche, cuando las niñas ya estaban durmiendo arriba y Lowell se había ido, Longfellow se sintió profundamente tranquilo. Se inclinó sobre el escritorio en el que trabajaba de pie, y pasó la mano por la suave madera sobre la que había escrito la mayor parte de su traducción. La primera vez que leyó el poema de Dante, tenía que confesárselo a sí mismo, no tuvo fe en el gran poeta. Temía cómo pudiera acabar, tras un inicio tan glorioso. Pero, a lo largo del texto, Dante se comportó tan valientemente, que Longfellow no pudo hacer otra cosa que maravillarse más y más, no sólo por su gran fuerza, sino por la continuidad de ésta. El estilo se elevaba con el tema, y se dilataba como las aguas de la marea cuyo flujo, a la larga, levantaban al lector, cargado de dudas y temores. Lo más frecuente era que pareciese que Longfellow estaba sirviendo al florentino, pero a veces Dante se burlaba, eludiendo toda palabra, todo lenguaje. En tales ocasiones, Longfellow se sentía como un escultor que, incapaz de representar en frío mármol la belleza viva del ojo humano, recurría a artificios como hundir más profundamente el ojo y hacer más prominente la frente, encima, rasgos que no eran los del modelo vivo.
Pero Dante se resistía a las intrusiones mecánicas, y se rehusaba a sí mismo, pidiendo paciencia. Siempre que traductor y poeta llegaban a este punto muerto, Longfellow se detenía y pensaba: «Aquí Dante descansó la pluma, y todo cuanto sigue aún está en blanco. ¿Cómo llenar la página? ¿Qué nuevas figuras aportará? ¿Qué nuevos nombres escribirá?» Entonces el poeta volvía a tomar su pluma y, con una expresión de gozo o de indignación en su rostro, seguía avanzando en la redacción de su libro, y Longfellow continuaba ahora sin timideces.
Un leve sonido de arañazo, como los dedos sobre un encerado, captó la atención de las orejas triangulares de Trap, que se acurrucó hecho una bola a los pies de Longfellow. Sonó como hielo rompiéndose contra una ventana a causa del viento.
A las dos de la madrugada, Longfellow seguía traduciendo. Con la caldera y la chimenea al máximo, no podía conseguir que el mercurio trepara por su pequeña escala más allá del sexagésimo peldaño, y luego descendería, desanimado. Longfellow acercó una bujía a una ventana y miró desde otra los encantadores árboles, como cubiertos de plumas por efecto de la nieve. El aire permanecía inmóvil, y con aquella iluminación parecían como un grande y aéreo árbol de Navidad. Cuando cerraba los postigos, advirtió unas insólitas marcas en una de las ventanas. Volvió a abrir los postigos. El sonido del hielo rompiéndose había sido algo más: un cuchillo deslizándose en el cristal. Y él había estado a unos pocos pies de quien lo manejó. Al principio, las palabras incisas en la ventana le resultaron ininteligibles: ENOIZUDART AIM AL. Pero Longfellow pudo descifrarlas casi inmediatamente. Aun así se puso el sombrero, la bufanda y el gabán y salió de la casa. Allí la amenaza podía leerse tan claramente como si resiguiera con los dedos los ásperos bordes de las letras:
ENOIZUDART AIM AL: «MI TRADUCCIÓN.»