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El señor Henry Oscar Houghton, un hombre de elevada estatura, piadoso, con una sotabarba al estilo cuáquero, revisaba sus cuentas en la ordenada saturación del escritorio de su oficina de contabilidad, la cual relucía bajo una lámpara con pantalla. A través de su incansable devoción por los pequeños detalles, su empresa, Riverside Press, situada en la orilla de Cambridge del río Charles, se había convertido en la imprenta más importante que trabajaba para prominentes editoriales, entre ellas la más notable, Ticknor y Fields. Uno de los recaderos de Houghton llamó a la puerta abierta.

Houghton no se movió hasta que hubo terminado de escribir y secar un número en su libro de costes. Se sentía orgulloso de sus laboriosos antepasados puritanos.

– Pasa, muchacho -dijo finalmente Houghton, levantando la vista de su trabajo.

El chico depositó una tarjeta en la mano de Oscar Houghton. Aun antes de leerla, al impresor le llamó la atención el papel pesado e inflexible. Leyendo bajo la lámpara lo escrito a mano, Houghton se envaró. Su paz, estrictamente defendida, quedaba ahora completamente rota.


Llegó el carruaje policial del subjefe Savage y se apeó el jefe Kurtz. Rey se reunió con él en la escalera de la Comisaría Central. -¿Y bien? -preguntó Kurtz.

– He descubierto que el nombre de pila del saltador era Grifone, según otro vagabundo, quien afirma haberlo visto en ocasiones junto a la vía férrea -explicó Rey.

– Ya es un paso -admitió Kurtz-. ¿Sabe? He estado pensando en lo que dijo usted, Rey, sobre esos asesinatos como formas de castigo. -Rey esperó a que a esto siguiera algo concluyente, pero Kurtz se limitó a dejar escapar un suspiro-. He estado pensando en el juez presidente Healey.

Rey asintió.

– Bien, todos hacemos cosas que vivimos para lamentar, Rey. Nuestra propia fuerza de policía reprimió disturbios a porrazos durante el proceso Sims, desde la escalinata del palacio de justicia. Cazamos a Tom Sims como a un perro y, tras el juicio, lo trasladamos al puerto para devolverlo como esclavo a su amo. ¿Me sigue? Ése fue uno de nuestros momentos más oscuros, y todo a partir de una decisión del juez Healey, o de una ausencia de ella, al no declarar sin validez la ley del Congreso.

– Sí, jefe Kurtz.

Kurtz parecía entristecido por sus pensamientos.

– Piense en los hombres más respetables de la sociedad bostoniana, patrullero. Yo diría que, con toda probabilidad, no han sido unos santos, al menos en estos tiempos. Han vacilado, han prestado apoyo al bando equivocado durante la guerra, han antepuesto la cautela al coraje, y cosas peores.

Kurtz abrió la puerta de su despacho, dispuesto a continuar. Pero tres hombres vestidos con gabanes negros estaban de pie inclinados sobre su escritorio.

– ¿Qué pasa aquí? -inquirió Kurtz, y luego miró en derredor en busca de su secretario.

Los hombres se apartaron, descubriendo a Frederick Walker Lincoln sentado a la mesa de Kurtz.

Kurtz se quitó el sombrero e hizo una ligera reverencia.

– Honorable…

El alcalde Lincoln estaba completando una perezosa calada final a un cigarro, sentado entre las alas laterales de la mesa de caoba de John Kurtz.

– Espero que no le moleste que hayamos hecho uso de su despacho mientras esperábamos, jefe.

Una tos quebró la voz de Lincoln. Junto a él se sentaba el concejal Jonas Fitch. Una sonrisa beata parecía haber sido tallada en su rostro al menos desde hacía unas horas. El concejal despidió a dos de los hombres enfundados en gabanes, miembros de la oficina de detectives. Uno se quedó.

– Aguarde en el antedespacho, patrullero Rey -ordenó Kurtz. Prudentemente, Kurtz tomó asiento a este lado del escritorio y esperó a que la puerta estuviera cerrada.

– ¿De qué se trata? ¿Por qué han traído aquí a esos bribones? El bribón que quedaba, el detective Henshaw, no se mostró particularmente ofendido. El alcalde Lincoln dijo:

– Estoy seguro de que tiene usted otros casos policiales que han permanecido descuidados durante este tiempo, jefe Kurtz. Hemos decidido que de la resolución de esos asesinatos no se encarguen sus detectives.

– ¡No puedo permitirlo! -protestó Kurtz.

– Dé la bienvenida a los detectives que van a hacer el trabajo, jefe. Están capacitados para resolver casos como ése con rapidez y energía -dijo Lincoln.

– Particularmente con esas recompensas sobre la mesa -añadió el concejal Fitch.

Lincoln dirigió una mirada ceñuda al concejal. Kurtz bizqueó.

– ¿Recompensas? Los detectives no pueden aceptar recompensas, según la propia ley de ustedes. ¿Qué recompensas, alcalde?

El alcalde aplastó su cigarro, fingiendo pensar en el comentario de Kurtz.

– Mientras estamos hablando, el consejo municipal de Boston aprobará una resolución impulsada por el concejal Fitch, que elimina la restricción de que los miembros de la oficina de detectives reciban recompensas. También habrá un ligero incremento de tales recompensas.

– Un incremento, ¿de cuánto? -preguntó Kurtz. -Jefe Kurtz… -empezó a decir el alcalde.

– ¿Cuánto?

Kurtz creyó ver sonreírse al concejal Fitch antes de responder. -La recompensa se eleva ahora a treinta y cinco mil por la detención del asesino.

– ¡Que Dios nos proteja! -exclamó Kurtz-. ¡Habría hombres capaces de cometer un asesinato para echar mano de ese dinero! ¡Especialmente en nuestra maldita oficina de detectives!

– Nosotros hacemos el trabajo que alguien debió hacer y no hizo, jefe Kurtz -apuntó el detective Henshaw.

El alcalde Lincoln exhaló aire y su rostro entero se deshinchó. Aunque el alcalde no tenía un parecido exacto con su primo segundo, el difunto presidente Lincoln, presentaba el mismo aspecto esquelético y de persona infatigable pese a su fragilidad.

– Quiero retirarme después de otro mandato, John -dijo suavemente el alcalde-. Y quiero estar seguro de que mi ciudad me recordará con honor. Necesitamos atrapar a ese asesino o se abrirán las puertas del infierno. ¿Se lo imagina? Entre la guerra y el magnicidio, Dios sabe que los periódicos han vivido del sabor de la sangre durante cuatro años, y a fe mía que están más sedientos de ella que nunca. Healey era compañero mío de clase en la universidad, jefe, y creo que en cierto modo se espera de mí que me eche a la calle y encuentre yo mismo a ese loco. Y si no, ¡me colgarán en el Boston Common! Se lo ruego, deje que los detectives resuelvan esto y retire del caso al negro. No podemos sufrir otra perturbación.

– Perdone, alcalde -dijo Kurtz enderezándose en su silla-, ¿qué tiene que ver el patrullero Rey con todo esto?

– La rueda de reconocimiento en relación con el caso del juez Healey y que casi acabó en disturbios. -Al concejal Fitch le gustaban las frases rebuscadas-. Aquel mendigo que se arrojó desde la ventana de su comisaría. Supongo que eso le suena, jefe.

– Rey no tuvo nada que ver con eso -replicó Kurtz, plantándose.

Lincoln sacudió la cabeza con un gesto de simpatía.

– El concejal ha encargado una investigación para determinar su papel. Hemos recibido quejas de varios agentes de policía, en el sentido de que, para empezar, fue la presencia de su conductor lo que provocó la conmoción. Nos han informado de que el mulato custodiaba al mendigo cuando ocurrió aquello, jefe, y algunos creen… Bueno, hacen cábalas sobre si él pudo forzar la caída por la ventana. Probablemente de manera accidental…

– ¡Malditas mentiras! -exclamó Kurtz enrojeciendo-. ¡Él trataba de calmar las cosas, como hacíamos todos! ¡El que saltó era una especie de maníaco! ¡Los detectives tratan de detener nuestra investigación para así hacerse con las recompensas! Henshaw, ¿qué sabe usted de esto?

– Sé que el negro no puede salvar a Boston de lo que está pasando, jefe.

– Quizá cuando el gobernador sepa que su candidato ha traído la división al departamento de policía, haga lo que debe y reconsidere su iniciativa -dijo el concejal.

– El patrullero Rey es uno de los mejores policías que he conocido.

– Lo cual, ya que estamos aquí, plantea otra cuestión. También se nos ha hecho saber que a usted lo ven por toda la ciudad en compañía de él, jefe. -El alcalde arrugó el ceño-. Incluido el lugar de la muerte de Talbot. Y no como su simple conductor, sino como un igual en sus actividades.

– ¡Es un verdadero milagro que a ese moreno no lo haya perseguido una turba de linchadores tirándole adoquines cada vez que sale a la calle! -dijo el concejal Fitch riendo.

– Nosotros aplicamos a Nick Rey todas las restricciones que el consejo municipal sugirió y… ¡Yo no veo qué tiene que ver su posición con esto!

– Tenemos encima un delito que inspira horror -dijo el alcalde Lincoln, apuntando con un rígido dedo a Kurtz-. Y el departamento de policía está cayéndose a pedazos. Por eso tiene que ver. No permitiré que Nicholas Rey siga interviniendo de ninguna forma en este caso. Un error más y deberá enfrentarse a su separación del servicio. Hoy han ido a verme unos senadores del estado, John. Están constituyendo otra comisión para proponer la supresión de todos los departamentos de policía municipal del estado y sustituirlos por una fuerza de policía metropolitana dependiente del mismo estado, si no podemos acabar con esto. Los tenemos en contra. No podré saber lo que sucede allá donde tengo mando. ¡Compréndalo! No quiero ver el departamento de policía de mi ciudad desmantelado.

El concejal Jonas Fitch pudo advertir que Kurtz estaba demasiado anonadado para hablar. El concejal se inclinó y lo miró a los ojos.

– Si usted hubiera hecho cumplir nuestras leyes sobre templanza y antivicio, jefe Kurtz, ¡quizá a estas alturas todos los ladrones y los bribones habrían huido a Nueva York!


A primera hora de la mañana, las oficinas de Ticknor y Fields bullían de anónimos dependientes de la tienda -algunos, muchachos todavía, y otros con el pelo gris-y de oficinistas de menos categoría. El doctor Holmes fue el primer miembro del club Dante en llegar. Mientras paseaba por el vestíbulo para matar el tiempo, decidió instalarse en el despacho privado de J. T. Fields.

– Oh, perdón, mi buen señor -dijo, cuando advirtió que allí había alguien, y se dispuso a cerrar la puerta.

Un rostro anguloso y en la sombra se volvió hacia la ventana. Holmes tardó un segundo en reconocerlo.

– ¡Mi querido Emerson! -saludó Holmes sonriendo ampliamente.

Ralph Waldo Emerson, con su perfil aquilino y su largo cuerpo, vestido con una capa y un mantón azules, volvió en sí de sus ensoñaciones y saludó a Holmes. Era una rareza encontrar a Emerson, poeta y conferenciante, fuera de Concord, un pueblecito que en un tiempo había rivalizado con Boston por su despliegue de talentos literarios, especialmente después de que Harvard le prohibiera hablar en su campus por haber declarado muerta la Iglesia Unitarista, durante una alocución en la facultad de Teología. Emerson era el único escritor de Estados Unidos que se aproximaba a la fama de Longfellow, e incluso Holmes, un hombre en el centro de todo el quehacer literario, se sentía halagado cuando se hallaba en compañía del autor.

– Acabo de regresar de mi Lyceum Express anual, organizado por nuestro mecenas de los poetas modernos. -Emerson levantó una mano sobre el escritorio de Fields, como si le diera la bendición, un gesto que recordaba sus días como reverendo-. El guardián y protector de todos nosotros. Yo le traía unos papeles.

– Bien, ya era tiempo de que regresara usted a Boston. Lo hemos echado de menos en el club del Sábado. ¡Estuvo a punto de convocarse una reunión de protesta para reclamar su compañía! -dijo Holmes.

– Muy agradecido; no sabe cuánto me halaga eso -replicó Emerson sonriendo-. Nunca encontramos tiempo para escribir a los dioses ni a los amigos, sólo a los abogados, que pretenden cobrar deudas, y al hombre que ha de reparar el techo de nuestra casa.

A continuación, Emerson le preguntó a Holmes por sus asuntos y él contestó con largas y complicadas anécdotas.

– He estado pensando en escribir otra novela.

Lo dijo como tanteando, pues le intimidaban la fuerza y la rapidez de las opiniones de Emerson, que a menudo le hacían parecer a uno que estaba completamente equivocado.

– Oh, me gustaría que lo hiciera, querido Holmes -dijo Emerson sinceramente-. Su voz no puede dejar de agradar. Y hábleme del brillante capitán. ¿Sigue con su carrera de derecho?

Holmes rió nerviosamente por la mención de junior, como si lo relativo a su hijo fuera algo cómico en sí, lo cual no tenía el menor fundamento, pues Junior carecía del mínimo sentido del humor.

– Yo me incliné una vez por las leyes, pero consideré todo aquello muy indigesto. Junior también escribía buenos versos; no tan buenos como los míos, pero buenos versos. Ahora vive de nuevo en casa. Es como un Otelo blanco, sentado en la mecedora de nuestra biblioteca e impresionando a las jóvenes Desdémonas con las historias de sus heridas. En ocasiones creo que me desprecia. ¿Ha tenido alguna vez esa sensación con su hijo, Emerson?

Emerson guardó silencio durante unos densos segundos.

– No hay paz para los hijos de los hombres, Holmes.

Observar los gestos del rostro de Emerson mientras hablaba era como mirar a un hombre maduro cruzar un arroyo saltando de piedra en piedra, y el cauteloso egocentrismo que evocaba esa imagen distrajo a Holmes de sus ansiedades. Deseaba que la conversación prosiguiera, pero sabía que los encuentros con Emerson podían concluir casi sin avisar.

– Mi querido Waldo, ¿puedo hacerle una pregunta? -Lo que Holmes quería realmente era su consejo, pero Emerson nunca daba ninguno-. ¿Qué le parecería a usted que nosotros, Fields, Lowell y yo, ayudáramos a Longfellow en su traducción de Dante?

Emerson alzó una de sus cejas, como cubiertas de escarcha.

– Si Sócrates estuviera aquí, Holmes, podríamos ir a hablar con él en la calle. Pero no podemos ir a hablar con nuestro querido Longfellow. Hay un palacio, servidores y una hilera de botellas de vino d, distintos colores, vasos de vino y hermosas chaquetas. -Emerson inclinó la cabeza, pensativo-. A veces pienso en la época en que leía; Dante bajo la dirección del profesor Ticknor, como hizo también usted, pero no puedo dejar de considerar a Dante una curiosidad, un mastodonte, una reliquia para colocarla en un museo, no en una casa

– ¡Pero usted me dijo una vez que la introducción de Dante en Estados Unidos sería una de las realizaciones más significativas de nuestro siglo! -insistió Holmes.

– Sí. -Emerson consideró aquello. Le gustaba enfocar los asuntos desde todos los puntos de vista siempre que fuera posible-. También eso es verdad. Sólo que, ¿sabe, Wendell?, prefiero la sociedad de una persona fiel a una asociación de conversadores rápidos, que más que nada buscan la admiración mutua.

– Pero ¿qué sería de la literatura sin esas asociaciones? -replicó Holmes sonriendo. Tenía la integridad del club Dante a su cuidado-. ¿Quién puede decir lo que debemos a la sociedad de admiración mutua entre Shakespeare, Ven Jonson, Beau Montt y Fletcher? ¿O a aquella sociedad que formaban Johnson y Goldsmith, Burke y Reynolds, Beauclerc y Boswell, el más admirador entre los admiradores, y que se reunían junto a la chimenea de un salón?

Emerson reordenó los papeles que había traído para Fields, a fin de mostrar que el objeto de su visita se había cumplido.

– Recuerde que, sólo cuando el genio del pasado se transmita a un poder actual, tendremos el primer poeta norteamericano. Y en alguna parte, nacido en las calles más que en el ateneo, encontraremos al primer verdadero lector. El espíritu del norteamericano se supone tímido, imitativo, domesticado; y al erudito, honrado, indolente, complaciente. Sin acción, el erudito ya no es un hombre. Las ideas pueden obrar a través de los huesos y de los brazos de los hombres buenos, o no pasan de meros sueños. Cuando leo a Longfellow, me siento muy a gusto, seguro. Pero eso no nos aportará nuestro futuro.

Cuando Emerson se hubo marchado, Holmes sintió que se había enfrentado a un enigma de la esfinge al que sólo podía darse una respuesta. Sintió también que, decididamente, aquella conversación era algo que le pertenecía, y no quiso compartirla con los otros cuando llegaron.

– Pero, realmente, ¿es eso posible? -preguntó Fields a sus amigos después de que hablaran de Bachi-. ¿Ese mendigo de Lonza pudo haber estado tan abrumado que antepuso el poema a la vida?

– No sería la primera ni la última vez que la literatura se apodera de una mente debilitada. Piensen en John Wilkes Booth -dijo Holmes-. Cuando disparó contra Lincoln, exclamó en latín: «Así les ocurra siempre a los tiranos.» Eso es lo que dice Bruto mientras asesina a julio César. Lincoln era el emperador romano en la mente de Booth. Recuerden que Booth era shakespeariano. Igual que nuestro Lucifer es un maestro dantista. La lectura, la comprensión, el análisis que nosotros realizamos a diario lograron lo que en nuestro fuero interno esperábamos que se obrara en nosotros; y eso mismo actuó sobre los huesos y los músculos de ese hombre.

Longfellow enarcó las cejas al oír esto.

– Sólo que al parecer produjo ese efecto en Booth y Lonza de manera involuntaria.

– ¡Bachi debe haber ocultado algo que él sabe acerca de Lonza! -dijo Lowell, contrariado-. Ya vio usted, Holmes, lo renuente que se mostraba. ¿Qué nos dice?

– Era como darse cabezazos -admitió Holmes-. Cuando un hombre empieza a atacar Boston, cuando vierte su amargura sobre el Estanque de las Ranas o el Parlamento del estado, pueden estar seguros de que no le queda mucho. El pobre Edgar Poe murió en el hospital poco después de haber empezado a hablar así. Si uno se encuentra a un sujeto reducido a esa condición, más le vale que no le preste dinero, porque está en las últimas.

– El hombre cascabel -murmuró Lowell a la mención de Poe.

– Siempre hubo un punto oscuro en Bachi -dijo Longfellow-. El pobre Bachi. La pérdida de su trabajo lo hizo más desgraciado y, sin duda, en su desesperación, considera nuestro papel de manera poco amable.

Lowell no miró a Longfellow a los ojos. Se había abstenido de contarle los detalles de la diatriba de Bachi contra él.

– Creo que en este mundo la gratitud escasea más que los buenos versos, Longfellow. Bachi no tiene más sentimientos que un rábano picante. Podría ser que Lonza sintiera tanto miedo en la comisaría de policía porque sabía quién mató a Healey. Sabía que Bachi era el culpable… O quizá incluso ayudó a Bachi a matar a Healey.

– La mención del trabajo de Longfellow sobre Dante no le hizo reaccionar como si le hubieran arrimado una cerilla -dijo Holmes, aunque se mostraba escéptico-. El asesino debe ser un hombre de gran fuerza, para haber transportado a Healey desde el dormitorio hasta el campo. Bachi apenas puede ir dando traspiés en línea recta, con su regimiento de licores. Además, no hemos encontrado ninguna relación entre Bachi y las dos víctimas.

– ¡No la hemos necesitado! -dijo Lowell-. Recuerde que Dante sitúa en el infierno a muchas personas a las que no conoció. Ser Bachi tiene dos ingredientes más fuertes que una relación personal con Healey o Talbot. Primero: un excelente conocimiento de Dante. Él es el único, fuera de nuestro club, y aparte, supongo, de Ticknor, con un nivel de comprensión que rivaliza con el nuestro.

– Sin duda -corroboró Holmes.

– Segundo: el motivo -continuó Lowell-. Es pobre como una rata. Se encuentra abandonado por nuestra ciudad y sólo busca consuelo en la bebida. Sus ocasionales trabajos como profesor particular son todo cuanto lo mantiene a flote. Está resentido con nosotros porque cree que Longfellow y yo nos quedamos cruzados de brazos cuando lo despidieron. Y Bachi consideraría a Dante más echado a perder que recuperado por los traicioneros norteamericanos.

– ¿Por qué, mi querido Lowell, eligió Bachi a Healey y a Talbot? -preguntó Fields.

– Pudo haber escogido a quien le pareciera, con tal de que se ajustara a los pecados que decide castigar. Si Dante llegara a revelarse como fuente, podría desprestigiar su nombre en Estados Unidos antes de que el poema se afianzara.

– ¿Podría ser Bachi nuestro Lucifer? -preguntó Fields.

– ¿Debe ser nuestro Lucifer? -replicó Lowell, estremeciéndose mientras se agarraba el tobillo.

Longfellow lo interpeló, mirándole la pierna.

– ¿Lowell?

– Oh, no se preocupe, gracias. Ahora recuerdo que me golpeé contra una plataforma de hierro el otro día, en Wide Oaks.

El doctor Holmes se inclinó hacia delante e hizo un ademán para que Lowell se arremangara la pernera.

– ¿Ha aumentado de tamaño, Lowell?

La abrasión roja había pasado del tamaño de una moneda de un centavo al de un dólar.

– ¿Cómo podría saberlo?

Nunca se había tomado en serio sus propias lesiones.

– Quizá debiera prestarse más atención a usted mismo que a Bachi -le reprendió Holmes-. Esto no tiene el aspecto de una herida que se está curando. Todo lo contrario. ¿Dice que sólo se golpeó? No parece infectada. ¿Le ha estado molestando, Lowell?

De repente sintió el tobillo mucho peor.

– Ahora duele otra vez. -Se quedó pensativo-. Es posible que mientras estaba en casa de Healey una de aquellas moscas azules se me introdujese en la pernera. ¿Podría ser eso?

– Por lo que yo puedo imaginar, no -respondió Holmes-. Nunca he oído que una mosca azul de esa clase sea capaz de picar. ¿Y si fue otro tipo de insecto?

– No; me hubiera dado cuenta. La aplasté bien aplastada -explicó Lowell haciendo una mueca-. Era una de las que le llevé, Holmes.

Holmes meditó lo anterior.

– Longfellow, ¿ha regresado de Brasil el profesor Agassiz? -Creo que precisamente esta semana -contestó Longfellow. -Sugiero que enviemos al museo de Agassiz las muestras de insectos que usted recogió -dijo Holmes dirigiéndose a Lowell-. No hay nada que él no sepa sobre animales.

Lowell ya estaba más que harto del tema de su propio bienestar.

– Hágalo si cree que debe. Ahora propongo seguir a Bachi unos pocos días, suponiendo que no esté ya muerto de tanto beber. Habría que ver si nos conduce a algún lugar revelador. Dos de nosotros aguardarán frente a su casa en un carruaje, mientras los demás esperan aquí. Si no hay objeciones, yo me pondré al frente de los que vigilen a Bachi. ¿Quién me acompañará?

Nadie se ofreció voluntario. Fields tiró con gesto indolente de la cadena de su reloj.

– ¡Oh, vamos! -dijo Lowell, dando palmaditas en el hombro al editor-. Usted se viene, Fields.

– Lo siento, Lowell. Me he comprometido con Oscar Houghton para un almuerzo hoy. También asistirá Longfellow. Houghtor recibió anoche una nota de Augustus Manning advirtiéndole que deje de imprimir la traducción de Longfellow, o de lo contrario perderá el negocio con Harvard. Debemos hacer algo, y rápidamente, c Houghton cederá.

– Y yo tengo comprometida una charla en el Odeón sobre los últimos avances de la homeopatía y la alopatía, que no podría cancelar sin graves pérdidas económicas para los organizadores -dijo el doctor Holmes, dejando clara cuál era la prioridad-. ¡Todos están invitados a asistir, por supuesto!

– ¡Pero podríamos averiguar algo decisivo! -protestó Lowell.

– Lowell -dijo Fields-. Si permitimos que el doctor Manning nos tome la delantera en lo de Dante mientras nosotros nos ocupamos de esto otro, todo nuestro trabajo de traducción, todo lo que hemos esperado quedará en nada. Nos llevará sólo una hora apaciguar a Houghton, y luego podremos hacer lo que usted dice.


Aquella tarde llegó hasta Longfellow el penetrante olor de los. bistecs y los apagados y alegres ruidos propios del almuerzo, mientras aguardaba de pie frente a la pétrea fachada griega de la casa Revere. Un almuerzo con Oscar Houghton significaría al menos una hora de tregua sin hablar de crímenes ni de insectos. Fields, inclinándose sobre el pescante de su carruaje, daba instrucciones a su cochero para que regresara a la calle Charles, pues Annie Fields debía asistir a su club de señoras en Cambridge. Fields era el único miembro del círculo de Longfellow que tenía coche propio, no sólo porque el editor era el más rico, sino también porque valoraba el lujo por encima de los problemas causados por los cocheros malhumorados y los caballos achacosos.

Longfellow se fijó en una pensativa dama con velo negro que cruzaba Bowdoin Square. Llevaba un libro en la mano y caminaba deliberadamente despacio, con la mirada baja. Pensó en la época en que se encontraba con Fanny Appleton en la calle Beacon, cómo le dirigía un saludo cortés, sin pararse nunca a hablar con él. La había conocido en Europa, mientras se sumergía en los idiomas a fin de prepararse para la docencia, y ella se mostraba bastante agradable con aquel profesor amigo de su hermano. Pero de regreso en Boston, fue como si Virgilio le susurrara a ella al oído el consejo que dio al peregrino en el círculo de los tibios: «No hablemos; miremos y pasemos de largo.» Habiéndosele negado la conversación con la hermosa joven, Longfellow se encontró creando el personaje de una hermosa joven en su libro Hyperion, que modeló pensando en ella.

Pero transcurrieron los meses sin que la joven respondiera al gesto del hombre al que ella llamaba el profesor o el profe, aunque seguro que si hubiera leído el texto se habría reconocido en el personaje. Cuando finalmente encontró de nuevo a Fanny, ella dejó muy claro que no la entusiasmaba verse esclavizada en el libro del profesor, expuesta a la vista de todos. Él no pensó en excusarse, pero en los meses siguientes le abrió sus emociones como nunca lo había hecho, ni siquiera con Mary Potter, la joven que había muerto durante un aborto pocos años después de casarse con Longfellow. La señorita Appleton y el profesor Longfellow empezaron a verse con regularidad. En mayo de 1843 Longfellow le escribió una nota proponiéndole matrimonio. El mismo día, recibió su aceptación. ¡Oh, Día por siempre bendito,'que me abrió a esta Vita Nuova, esta Nueva Vida de felicidad! Repetía estas palabras una y otra vez hasta que tomaron forma, adquirieron peso y pudo abrazarlas y protegerlas como si fueran niños.

– ¿Dónde se habrá metido Houghton? -preguntó Fields cuando partía su carruaje-. Más le vale no olvidarse de nuestro almuerzo.

– Quizá lo hayan retenido en Riverside. Señora… -Longfellow se quitó el sombrero al paso por la acera de una mujer corpulenta, la cual le devolvió una sonrisa tímida. Siempre que Longfellow se dirigía a una mujer, aunque fuera brevemente, era como si le ofreciera un ramo de flores.

– ¿Quién era ésa? -preguntó Fields frunciendo el ceño.

– Ésa -respondió Longfellow-es la señora que nos sirvió una cena en Copeland's hace dos inviernos.

– Ah, bien, sí… De todos modos, si lo han retenido en Riverside, mejor sería que la causa fuera el trabajo con las páginas del Inferno que hemos de enviar a Florencia.

– Fields -dijo Longfellow apretando los labios.

– Lo siento, Longfellow -se excusó Fields-. La próxima vez que la vea le prometo que me quitaré el sombrero.

Longfellow sacudió la cabeza.

– No, no es eso. Mire allí.

Fields siguió la mirada de Longfellow, que se dirigía a un hombre extrañamente encorvado que llevaba una bolsa de hule brillante, y que caminaba con paso excesivamente vivo por la acera opuesta.

– Es Bachi.

– ¿Y ése fue alguna vez profesor de Harvard? -replicó el editor-. Está tan encarnado como una puesta de sol en otoño.

Observaron el paso del profesor italiano, cada vez más rápido hasta convertirse en un trote que concluyó con un salto brusco frente a la fachada de una tienda, en una esquina. La tienda tenía una techumbre baja de tejas y un letrero ostentoso en el escaparate en el que se leía


WADE E HIJO Y CÍA.


– ¿Conoce usted esa tienda? -preguntó Longfellow.

Fields no la conocía.

– Parece tener mucha prisa, ¿verdad?

– Al señor Houghton no le importará aguardar unos momentos -dijo Longfellow tomando a Fields por el brazo-. Venga, podemos enterarnos de algo si lo cogemos por sorpresa.

Cuando echaron a andar hacia la esquina para cruzar la calle, vieron a George Washington Greene que salía con muchas precauciones de la farmacia Metcalf's llevando un cargamento. El hombre de las muchas enfermedades se ofrecía nuevas medicinas como otros se ofrecen helados. Los amigos de Longfellow a menudo se lamentaban de que las pociones de Metcalf's contra la neuralgia, la disentería y demás -vendidas con una imagen de marca que representaba la figura de un sabio con una nariz exagerada-contribuían en gran manera a los accesos de Rip Van Winkle durante sus sesiones de traducción.

– ¡Santo Dios, si es Greene! -le dijo Longfellow a su editor-. Es imperativo, Fields, que evitemos que hable con Bachi.

– ¿Por qué? -preguntó Fields.

Pero la proximidad de Greene impidió seguir hablando.

– ¡Mis queridos Fields y Longfellow! ¿Qué los trae hoy por aquí, caballeros?

– Mi querido amigo -dijo Longfellow, mirando ansiosamente la puerta, bajo la sombra de un dosel, de Wade e Hijo, al otro lado de la calle, aguardando a que Bachi diera señales de vida-. Veníamos a almorzar en la casa Revere. Pero ¿no debía usted estar en Greenwich este día de la semana?

Greene asintió y suspiró al mismo tiempo.

– Shelly quiere que permanezca bajo sus cuidados hasta que mi salud mejore. ¡Pero no puedo estar todo el día en cama, aunque el doctor insista! El dolor nunca mata a nadie, pero es el compañero de cama más molesto. -Entró en minuciosos detalles sobre sus síntomas más recientes. Longfellow y Fields fijaban sus ojos en el otro lado de la calle mientras Greene seguía con su cháchara-. Pero yo no debería aburrir a todo el mundo con cantilenas sobre mis males. No me quejaría si no me sintiera frustrado por perderme otra sesión de Dante, ¡y desde hace semanas no me han dicho una palabra al respecto! He empezado a preocuparme por si el proyecto se abandonaba. Por favor, dígame, querido Longfellow, que ése no es el caso.

– Tan sólo hemos hecho una breve pausa -dijo Longfellow, estirando el cuello para mirar al otro lado de la calle, donde a Bachi se le podía ver a través del escaparate. Estaba gesticulando enérgicamente.

– No tardaremos en reanudar las sesiones. Sin duda -añadió Fields. Un carruaje dobló la esquina de enfrente, privando de la visión del escaparate y de Bachi-. Lo siento, pero debemos irnos, señor Greene -se apresuró a decir Fields, dándole en el codo a Longfellow y tirando de él.

– ¡Pero están ustedes confundidos, caballeros! ¡Han sobrepasado la casa Revere, que está en dirección opuesta! -dijo Greene riendo. -Sí, bien…

Fields buscó una excusa verosímil mientras aguardaban a que un par de coches que se acercaban atravesaran el transitado cruce. -Greene -interrumpió Longfellow-. Debemos hacer primero una breve parada. Por favor, vaya usted al restaurante y almuerce con nosotros y con el señor Houghton.

– Me temo que mi hija se pondría hecha una furia si no regreso -respondió Greene, preocupado-. ¡Oh, miren quién viene! -Greene dio un paso atrás, se tambaleó y quedó fuera de la estrecha acera-. ¡El señor Houghton!

– Mis más sentidas disculpas, caballeros. -Un hombre desgarbado, vestido de negro como un empresario de pompas fúnebres, apareció junto a ellos y bajó su brazo, insólitamente largo, para estrechar la primera mano, que resultó ser la de George Washington Greene-. Estaba a punto de entrar en la casa Revere cuando los vi a ustedes tres con el rabillo del ojo. Espero que su espera no haya sido prolongada. Mi querido señor Greene, ¿se une usted a nosotros? ¿Y cómo sigue usted, mi buen amigo?

– Muy mal alimentado -respondió Greene, revistiéndose de nuevo de sus padecimientos-. La mía era una vida en la que las reuniones de Dante los miércoles por la noche eran el primer y último sustento.

Longfellow y Fields alternaban su vigilancia con vistazos de quince segundos. La entrada de Wade e Hijo seguía bloqueada por el carruaje intruso, cuyo cochero permanecía sentado pacientemente, como si su misión primordial fuera obstruir la visión de los señores Longfellow y Fields.

– ¿Ha dicho usted eran? -le preguntó Houghton a Greene, sorprendido-. Fields, ¿tiene eso algo que ver con el doctor Manning? Pero ¿qué hay de la celebración en Florencia y de la tirada especial del primer volumen? Debo saber si las fechas de publicación se han retrasado, ¡no puedo ir a ciegas!

– Desde luego que no, Houghton -dijo Fields-. Precisamente hemos aflojado las riendas un poco.

– ¿Y en qué puede ayudar, pregunto, un hombre habituado al placer de ese trocito semanal de paraíso? -se lamentó dramáticamente Greene.

– No lo sé -respondió Houghton-. Pero me preocupa imprimir ese libro, tal como se han puesto los precios… ¿Puedo preguntar si su Dante superará cualquier obstáculo que Manning y Harvard se propongan interponer en su camino?

Las manos de Greene se agitaron conforme las levantaba en el aire.

– Si fuera posible resumir una idea precisa de Dante en una sola palabra, señor Houghton, esa palabra sería fuerza. El paisaje de su mundo acaba por asentarse en la memoria de uno junto a su mundo real. Incluso los sonidos que se ha demorado en describir al oído del lector como ásperos, fuertes o suaves, al instante vuelven a usted siempre que oye el rumor del mar o el aullido del viento o el canto de los pájaros.

Bachi salió de la tienda, y ahora pudieron verlo examinando el contenido de su bolsa, con aspecto de gran emoción. Greene se detuvo.

– ¿Fields? Pero ¿qué ocurre? Parece usted esperar que ocurra algo al otro lado de la calle.

Longfellow hizo una seña a Fields, un golpecito con la muñeca, para que entretuviera a su interlocutor. Como compañeros en una situación crítica que de algún modo consiguen comunicar una compleja estrategia con el mínimo gesto. Fields ejecutó una maniobra de distracción para su amigo, pasando su brazo flojamente sobre sus hombros.

– Ya ve, Greene, ha habido varios cambios en el campo de la edición después de la guerra…

Longfellow empujó a un lado a Houghton y le dijo con un hilo de voz:

– Me temo que tendremos que posponer nuestro almuerzo para otra ocasión. Dentro de diez minutos sale un tranvía hacia Back Bay. Le ruego que acompañe hasta allí al señor Greene. Acomódelo y no se vaya hasta que salga el tranvía. Asegúrese de que no se apea.

Longfellow habló levantando ligeramente las cejas para que el otro comprendiera bien su urgencia.

Houghton respondió con un gesto militar, sin pedir mayores explicaciones. ¿Le había pedido alguna vez Henry Longfellow un favor personal o a alguien a quien él conociera? El dueño de Riverside Press deslizó su brazo bajo el de Greene.

– Señor Greene, ¿me permite que lo acompañe al tranvía? Creo que el próximo está a punto de salir y no le conviene esperar mucho rato con este frío de noviembre.

Con apresuradas despedidas, Longfellow y Fields esperaron a que dos grandes ómnibus pasaran atronando calle abajo, tocando las campanillas para avisar. Los dos poetas cruzaron la calle sólo para darse cuenta a la vez de que el profesor italiano ya no estaba en la esquina. Miraron una manzana por delante y otra por detrás, pero no lo vieron en ninguna parte.

– ¿Dónde demonios…? -preguntó Fields.

Longfellow señaló y Fields miró a tiempo para ver a Bachi cómodamente sentado en el asiento trasero del mismo carruaje que había estado obstruyendo su vigilancia. El ruido de los cascos de los caballos se alejaba, al parecer sin compartir la impaciencia del pasajero.

– ¡Y no hay un coche de punto a la vista! -se lamentó Longfellow.

– Podemos atraparlo -dijo Fields-. La caballeriza del cochero Pike está a pocas manzanas de aquí. El bribón pide un cuarto de dólar por un asiento en su carruaje, y medio dólar cuando se considera particularmente extorsionado. Nadie en la manzana puede sufrirlo salvo Holmes, y él no soporta a nadie excepto al doctor.

Fields y Longfellow, caminando con rapidez, encontraron a Pike no en su caballeriza, sino tercamente estacionado frente a la mansión de ladrillos del 21 de la calle Charles. El dúo solicitó los servicios de Pike, y Fields sacó dinero a puñados.

– No puedo servirles, caballeros, ni por todo el dinero de esta comunidad -dijo Pike en tono áspero-. Me he comprometido a transportar al doctor Holmes.

– Escúchenos atentamente, Pike -y Fields exageró el tono de mando que de forma natural tenía su voz-. Somos colaboradores muy estrechos del doctor Holmes. Él le diría que nos cogiera.

– ¿Son ustedes amigos del doctor? -preguntó Pike.

– ¡Sí! -exclamó Fields, aliviado.

– Entonces, como amigos suyos, no es probable que quieran quitarle el coche. Yo estoy comprometido con el doctor Holmes -repitió Pike amablemente, y se sentó de nuevo para sacar punta con los dientes a lo que quedaba de un palillo de marfil.

– ¡Bien! -exclamó Oliver Wendell Holmes, contoneándose en el escalón de acceso a su casa, sosteniendo una cartera de mano, vestido con un traje oscuro de estambre, con una bufanda de seda blanca lindamente anudada como una corbata, y con una rosa blanca en el ojal-. ¡Fields, Longfellow, después de todo vienen ustedes a la conferencia sobre alopatía!

Los caballos de Pike avanzaban a todo correr por la calle Charles, en dirección a las intrincadas calles del centro, rozando las farolas y sobrepasando a los airados conductores de tranvías. El carruaje de Pike era un rockaway destartalado, con un asiento lo bastante ancho para acoger a cuatro pasajeros sin que tuvieran que aplastarse las rodillas unos contra otros. El doctor Holmes había dado instrucciones al cochero para llegar rápidamente a la una menos cuarto al Odeón, pero ahora el destino había cambiado, al parecer en contra de la voluntad del doctor, desde la perspectiva del cochero, y el número de pasajeros se había triplicado. Pike tenía el propósito de conducirlos de todos modos al Odeón.

– ¿Y qué hay de mi conferencia? -preguntó Holmes a Fields una vez en la trasera del carruaje-. Están vendidas todas las entradas, ¿sabe?

– Pike puede dejarlo allí en un periquete en cuanto encontremos a Bachi y le hagamos un par de preguntas -respondió Fields-. Y le aseguro que los periódicos no informarán de que llegó usted tarde. ¡Si yo no hubiera despedido mi coche para dejárselo a Annie, no nos habríamos quedado atrás!

– Pero ¿qué cree usted que conseguirá si damos con él? -inquirió Holmes.

Fue Longfellow quien le contestó:

– Está claro que hoy Bachi está nervioso. Si conversamos con él lejos de su casa, y de su bebida, puede mostrarse menos renuente a hablar. De no habernos tropezado con Greene, es probable que hubiéramos atrapado a Ser Bachi sin estas prisas. Yo estaba por explicarle sencillamente al pobre Greene todo lo que ha ocurrido, pero, la verdad, sería un golpe para una constitución tan débil. Padece todas las calamidades y cree que tiene al mundo en contra. Sólo le falta que le caiga un rayo encima.

– ¡Ahí va! -exclamó Fields, señalando un vehículo a unas cincuenta varas por delante-. Longfellow, ¿no es el carruaje?

Longfellow alargó el cuello por el costado del coche, sintiendo que el viento le golpeaba la barba, y dio señales de asentimiento.

– ¡Cochero, siga recto! -gritó Fields.

Pike aflojó las riendas, y el carruaje recorrió la calle, bamboleándose, a una velocidad muy superior al límite permitido, que la Oficina de Seguridad de Boston había establecido recientemente en «un trote moderado».

– ¡Nos estamos alejando mucho hacia el este! -advirtió Pike a gritos por encima del estrépito de los cascos sobre los adoquines-. Muy lejos del Odeón, ¿sabe, doctor Holmes?

Fields preguntó a Longfellow:

– ¿Por qué habríamos de esconder a Bachi de Greene? No creo que se conozcan.

– Hace tiempo -dijo Longfellow asintiendo-el señor Greene conoció a Bachi en Roma, antes de que se manifestara lo peor de sus padecimientos. Me temo que, si nos hubiéramos acercado a Bachi estando Greene presente, Greene habría hablado demasiado del proyecto Dante, ¡como acostumbra hacer con todo el que esté dispuesto a aguantarlo!, y eso influiría en las ganas de hablar de Bachi, y le haría sentirse aún más desgraciado.

Pike perdió de vista su objetivo varias veces pero, después de unas rápidas vueltas, galopadas notablemente medidas y pacientes retrasos, recuperó la ventaja. El otro cochero también parecía tener prisa, pero permanecía completamente ajeno a la persecución. Cerca de las calles estrechas de la zona portuaria, su presa se les escapó de nuevo. Luego reapareció, arrancando a Pike una blasfemia, por la que se excusó, y acabó por pararse en seco, haciendo volar a Holmes a través de la cabina para dar en el regazo de Longfellow.

– ¡Por ahí viene! -avisó Pike, mientras su colega conducía su coche hacia ellos, alejándose del muelle. Pero el asiento del pasajero estaba vacío.

– ¡Ha debido de apearse en el muelle! -dijo Fields.

Pike retuvo el paso una vez más y sus pasajeros bajaron. El trío se abrió paso entre la aglomeración de gente que saludaba, iba de un lado a otro y contemplaba varios barcos desaparecer entre la niebla mientras los despedía agitando pañuelos.

– A esta hora, la mayoría de los barcos está por el Muelle Largo -dijo Longfellow.

Años antes, él paseaba con frecuencia por el puerto para ver los grandes veleros llegar de Alemania o de España, y oír a los hombres y mujeres hablar sus lenguas nativas. En Boston no había una gran Babilonia de idiomas y colores de piel comparable a su puerto.

Fields tenía dificultades para seguir.

– ¿Wendell?

– ¡Aquí, Fields! -exclamó Holmes, rodeado de una multitud.

Holmes encontró a Longfellow haciendo una descripción de Bachi a un estibador negro que estaba cargando barriles.

Fields decidió preguntar a los pasajeros en la otra dirección, pero al poco se detuvo a descansar al borde de un embarcadero.

– Lleva un traje muy bonito. -Un corpulento jefe de embarque, con una barba grasienta, agarró rudamente a Fields por 'el brazo y lo empujó fuera-. Apártese de los que suben a bordo si no ha sacado billete.

– Buen señor -dijo Fields-, necesito su ayuda inmediata. ¿Ha visto usted a un hombre de baja estatura, con una levita azul arrugada y ojos inyectados en sangre?

El jefe de embarque lo ignoró, ocupado en organizar la fila de pasajeros por clases y por camarotes. Fields observó al hombre mientras se quitaba la gorra (demasiado pequeña para su cabeza de mamut) y se pasaba una áspera mano por su cabello enredado.

Fields cerró los ojos como si estuviera en trance, escuchando las extrañas y nerviosas órdenes de aquel hombre. A su mente acudió una oscura habitación con una pequeña bujía incansable ardiendo en una repisa de chimenea.

– Hawthorne -dijo suspirando casi involuntariamente. El jefe de embarque se detuvo y se volvió hacia Fields. -¿Qué?

– Hawthorne -repitió Fields, sonriendo, sabiendo que estaba en lo cierto-. Usted es un admirador entusiasta de las novelas del señor Hawthorne.

– Bien, yo. -El jefe de embarque rezó o juró para el cuello de su camisa-. ¿Cómo lo ha sabido? ¡Dígamelo en seguida!

Los pasajeros a los que estaba organizando por categorías también se pararon a escuchar.

– No importa. -Fields sintió un impulso gozoso de que conservaba su habilidad para descubrir al público lector que de tanto provecho le había sido muchos años antes, cuando era un joven administrativo en una librería-. Escriba su dirección en esta hoja de papel y le enviaré la nueva colección Azul y Oro, con todas las grandes obras de Hawthorne, autorizada por su viuda. -Fields le tendió el papel y luego lo retiró cerrando la mano-. Si usted me ayuda hoy, señor.

El hombre, súbitamente supersticioso ante los poderes de Fields, rellenó la hoja.

Fields se puso de puntillas e hizo una seña a Longfellow y Holmes, que iban hacia él.

– ¡Comprueben ese embarcadero! -les gritó.

Holmes y Longfellow abordaron a un capitán de puerto y le describieron a Bachi.

– ¿Y quiénes son ustedes?

– Buenos amigos suyos -respondió Holmes dando voces-. Por favor, díganos si se ha ido.

Fields se reunió ahora con ellos.

– Bien, yo lo he visto venir al puerto -respondió el hombre, con una lentitud sinuosa y desesperante-. Creo que subió a bordo ahí y que estaba nervioso a más no poder -añadió, señalando un barquito en el mar que no hubiera podido transportar a más de cinco pasajeros.

– Bueno, ese barquichuelo no puede ir muy lejos. ¿Adónde se dirige? -preguntó Fields.

– ¿Ése? Es sólo un transporte entre el muelle y el barco. El Anonimo es demasiado grande para atracar en este embarcadero. Así que está esperando fuera del puerto. ¿Lo ve?

Su silueta apenas resultaba visible en medio de la niebla, apareciendo y desapareciendo, pero era el vapor más grande que habían visto.

– Oh, me parece que su amigo se dio mucha prisa en subir a bordo. Ese barquito que tomó está haciendo el último viaje, con los pasajeros que llegaban tarde. Luego zarpará.

– ¿Hacia dónde zarpará? -preguntó Fields, dándole un vuelco el corazón.

– Hacia el otro lado del Atlántico, señor. -El capitán de puerto dirigió una mirada a su pizarra-. ¡Una escala en Marsella y, ah, sí, luego a Italia!


El doctor Holmes llegó al Odeón a tiempo para pronunciar una conferencia decididamente bien recibida. Su audiencia consideró que era un conferenciante importantísimo por haberse retrasado. Longfellow y Fields se sentaron en la segunda fila, muy atentos, junto al hijo menor del doctor Holmes, Neddie, las dos Amelias y John, el hermano de Holmes. En la segunda de una serie de tres conferencias de abono, organizadas por Fields, Holmes examinó los procedimientos médicos en relación con la guerra.

– La curación es un proceso vivo dijo Holmes a su audiencia-, en gran parte bajo la influencia de las condiciones mentales. -Y explicó cómo a menudo la misma herida recibida en combate curaba bien en los soldados vencedores, pero resultaba fatal en los vencidos.

»De este modo emerge esa región media entre ciencia y poesía a la que los hombres considerados sensatos se guardan muy bien de acceder.

Holmes miró la fila ocupada por su familia y amigos y el asiento vacío reservado a Wendell Junior.

– Mi hijo mayor recibió más de una de esas heridas durante la guerra, y fue devuelto a casa por el Tío Sam con algunos ojales nuevos en su chaleco natural. -Risas-. Hubo también en esa guerra muchísimos corazones perforados que no muestran señal alguna de bala.

Tras la conferencia, y con la necesaria cantidad de elogios dirigidos al doctor Holmes, Longfellow y aquél acompañaron a su editor nuevamente a la Sala de Autores, en el Corner, a esperar a Lowell. Allí se decidió que debía organizarse en casa de Longfellow una reunión del club de traducción para el miércoles siguiente.

La sesión planeada serviría a un doble propósito. Primero, apaciguaría todas las inquietudes de Greene sobre el estado de la traducción y sobre la extraña conducta suya y de Houghton de la que había sido testigo, y así se minimizaría el riesgo de nuevas interferencias como la que les había costado perder la información que Bachi hubiera podido poseer. Segundo, y quizá lo más importante, les permitiría progresar en la traducción de Longfellow. Éste trataba de mantener su promesa de tener listo el Inferno para enviarlo al Festival Dante en Florencia, el último del año, con motivo del sexto centenario del nacimiento del poeta, en 1265.

Longfellow no quiso admitir que era improbable que terminara antes de concluir el año 1865, a menos que sus investigaciones experimentaran algún milagroso avance. Pero había empezado a trabajar en su traducción por la noche, solo, implorando interiormente a Dante que le aportara sabiduría para ver a través de los confusos finales de Healey y Talbot.

– ¿Está el señor Lowell? -dijo una voz baja, acompañada de una llamada con los nudillos a la puerta de la Sala de Autores.

Los poetas estaban exhaustos.

– Me temo que no -respondió Fields con indisimulado fastidio al invisible inquisidor.

– ¡Excelente!

El príncipe de los comerciantes de Boston, Phineas Jennison, apuesto como siempre, con traje y sombrero blancos, se deslizó dentro y cerró de golpe la puerta tras él, imperturbable.

– Uno de sus empleados me dijo que podría encontrarlo aquí, señor Fields. Deseo hablar libremente sobre Lowell y es mejor que el muchacho no esté presente. -Colgó su alta chistera en el perchero de hierro de Fields, con lo que su brillante cabello se derramó sobre el lado izquierdo en una soberbia caída-. El señor Lowell pasa por dificultades.


El visitante suspiró al advertir la presencia de los dos poetas. Estuvo a punto de caer sobre una rodilla mientras estrechaba las manos de Holmes y de Longfellow, manejándolas como si fueran botellas de vino de las más raras y delicadas cosechas.

Jennison disfrutaba dedicando sus cuantiosas riquezas al patrocinio de artistas y a su propio perfeccionamiento en materia de apreciación de las bellas letras. Nunca dejaba de sentirse abrumado ante los genios a los que sólo conocía gracias a su dinero. Jennison se acomodó en una butaca.

– Señor Fields, señor Longfellow, doctor Holmes -dijo nombrándolos con exagerada ceremonia-. Todos ustedes son buenos amigos de Lowell, mejores de lo que me es dado serlo a mí, pese a tener el privilegio de conocerlo, porque el verdadero conocimiento sólo se da entre genios.

Holmes lo interrumpió nerviosamente:

– Señor Jennison, ¿le ha sucedido algo a Jamey?

– Estoy enterado, doctor -dijo Jennison suspirando hondamente y buscando las palabras-, estoy enterado de los malhadados hechos relacionados con Dante, y estoy aquí porque deseo ayudarlos en lo que haga falta para contrarrestarlos.

– ¿Hechos relacionados con Dante? -repitió Fields con voz rota. Jennison asintió solemnemente.

– La maldita corporación y sus esperanzas de librarse de ese curso de Lowell sobre Dante. ¡Y su intento de detener su traducción, queridos señores! Lowell me habló de eso, aunque es demasiado orgulloso para solicitar ayuda.

Tres suspiros contenidos escaparon de debajo de los respectivos chalecos tras las palabras de Jennison.

– Ahora, como seguramente saben ustedes, Lowell ha cancelado temporalmente sus clases -dijo Jennison, mostrando su contrariedad al advertir la aparente indiferencia de sus interlocutores ante algo que los concernía-. Bien, pues yo digo que eso no puede ser. Eso no beneficia a un genio de la categoría de James Russell Lowell y no debe consentirse sin luchar. Temo que sea inminente la posibilidad de que a Lowell lo hagan pedazos si emprende una vía de conciliación. Y en la universidad oigo que Manning está exultante.

Esto último lo dijo con el ceño fruncido a causa de la preocupación.

– ¿Qué quiere usted que hagamos nosotros, mi querido señor Jennison? -preguntó Fields con un movimiento deferente.

– Anímenlo a que se muestre más audaz. -Jennison subrayó su afirmación con un puñetazo en la palma de la mano-. Sálvenlo de su propia cobardía o nuestra ciudad perderá uno de sus corazones más vigorosos. Pero he tenido otra idea. Creen una organización permanente dedicada al estudio de Dante, ¡yo mismo aprendería italiano para ayudarlos! -Jennison desplegó una sonrisa, a la vez que su cinturón monedero de piel, del que sacó y contó unos billetes grandes-. Una asociación dantista de algún tipo, dedicada a proteger esa literatura tan querida para ustedes, caballeros. ¿Qué me dicen? Nadie tiene por qué saber que yo intervengo, y ustedes les ganarán la mano a los miembros de la corporación.

Antes de que alguien pudiera replicar, la puerta de la Sala de Autores se abrió de repente. Lowell se quedó parado ante ellos, pálido el rostro.

– ¿Qué pasa Lowell? ¿Algo va mal? -preguntó Fields.

Lowell empezó a hablar pero luego reparó en Jennison.

– ¿Phinny? ¿Qué está usted haciendo aquí?

Jennison dirigió una mirada a Fields, en demanda de ayuda.

– El señor Jennison y yo teníamos algunos asuntos pendientes -dijo Fields, poniéndole al hombre de negocios el cinturón monedero en las manos y empujándolo hacia la puerta-. Pero ya se iba.

– Espero que todo vaya bien, Lowell. ¡Pronto me pondré en contacto con usted, amigo mío!

Fields encontró en el vestíbulo a Teal, el dependiente del turno de tarde, y le pidió que acompañara abajo a Jennison. Luego cerró con pestillo la puerta de la Sala de Autores.

Lowell se sirvió una bebida en el mueble bar.

– Oh, no van a creer la mala suerte que he tenido, amigos míos. Casi me rompo la cabeza a fuerza de retorcerla buscando a Bachi en Half Moon Place, y acabé igual que empecé. No estaba en ninguna parte y nadie de los alrededores sabía dónde podría encontrarlo. No creo que los dublineses de la zona le dirigieran la palabra a un italiano aunque estuvieran hundiéndose allí mismo en una balsa y el italiano tuviera un corcho. Quizá haya ido a divertirse por ahí, como han hecho ustedes esta tarde.

Fields, Holmes y Longfellow guardaron silencio.

– ¿Qué? ¿Qué pasa? -preguntó Lowell.

Longfellow sugirió que cenaran en la casa Craigie, y por el camino le explicaron a Lowell lo sucedido con Bachi. Después de la cena, Fields le dijo que había vuelto a hablar con el capitán de puerto y lo había convencido, con la ayuda de una moneda de oro del águila norteamericana, para que comprobara el registro y le informara sobre el viaje de Bachi. La entrada correspondiente indicaba que había adquirido un billete de ida y vuelta con descuento, que no le permitiría regresar antes de enero de 1867.

De nuevo en el salón de Longfellow, Lowell se dejó caer en una butaca, anonadado.

– Sabía que lo habíamos encontrado. Bien, le dimos a conocer que sabíamos lo de Lonza. ¡Nuestro Lucifer se nos ha escurrido entre los dedos, como si fuera arena!

– ¡Pues deberíamos celebrarlo! -replicó Holmes riéndose-. ¿No comprende lo que eso significa, si estuviera usted en lo cierto? Vaya, que es un pobre final para sus gemelos de teatro enfocados a todo lo que parece estimulante.

– Jamey, si Bachi fuera el asesino… -dijo Fields inclinándose hacia Lowell.

Holmes completó el pensamiento con una sonrisa brillante:

– Entonces, estaríamos a salvo. Y la ciudad estaría a salvo. ¡Y Dante! Si gracias a nuestro conocimiento lo hemos ahuyentado, lo hemos derrotado, Lowell.

Fields se puso de pie, radiante.

– Oh, señores, voy a organizar una cena Dante que hará palidecer el club del Sábado. ¿Cómo va a ser la carne de cordero tan tierna como el verso de Longfellow? ¿Y puede chispear el Moét como el ingenio de Holmes, y los cuchillos de trinchar, rivalizar con la agudeza de la sátira de Lowell?

Se dedicaron tres brindis a Fields.

Todo esto alivió un tanto a Lowell, como también la noticia de una sesión de traducción de Dante, lo que equivalía a reanudar la normalidad, el regreso al puro disfrute de su erudición. Esperaba que ellos no hubieran perdido ese placer al aplicar su conocimiento sobre Dante a tan repugnantes asuntos.

Longfellow parecía saber lo que inquietaba a Lowell.

– En tiempos de Washington -dijo-fundieron los tubos de los órganos de las iglesias para fabricar balas, querido Lowell. No tenían elección. Ahora, Lowell, Holmes, ¿quieren acompañarme abajo, a la bodega, mientras Fields va a ver cómo sigue el trabajo en la cocina? -preguntó mientras tomaba una bujía de la mesa.

– ¡Ah, los verdaderos cimientos de toda casa! -comentó Lowell levantándose de la butaca de un salto-. ¿Dispone usted de una buena cosecha, Longfellow?

– Ya conoce usted mi método práctico, señor Lowell:

Cuando invites a un amigo a cenar dale tu mejor vino. Cuando invites a dos, bastará el segundo mejor.

Los presentes emitieron un repiqueteo de carcajadas, aumentadas con una sensación de alivio.

– ¡Pero tenemos a cuatro sedientos a los que satisfacer! -objetó Holmes.

– Entonces no esperemos mucho, mi querido doctor -le aconsejó Longfellow.

Holmes y Lowell lo siguieron a la bodega, iluminándose con el fulgor plateado de la bujía. Lowell recurrió a las risas y a la conversación para distraerse del punzante dolor que irradiaba en su pierna, golpeándolo y trasladándose hacia arriba desde el disco rojo que le cubría el tobillo.

Phineas Jennison, con chaqueta blanca, chaleco amarillo y un obstinado sombrero blanco de ala ancha, bajó las escaleras de su mansión de Back Bay. Caminaba y silbaba. Daba vueltas a su bastón de paseo, con adornos de oro, y se reía de buena gana, como si acabara de oír un bonito chiste en su cabeza. Phineas Jennison se reía a menudo para sí de esa manera, mientras paseaba todas las noches por Boston, la ciudad que había conquistado. Le quedaba un mundo que conseguir, un mundo donde el dinero tenía graves limitaciones, donde la sangre determinaba gran parte de la posición de uno, y esta conquista debía realizarla, pese a los recientes impedimentos.

Desde el otro lado de la calle era observado, observado paso a paso desde el momento en que dejó atrás su mansión. La siguiente sombra que necesitaba castigo. Mira cómo camina, silba y ríe, como el que no sabe lo que es el error y no ha conocido ninguno. Paso a paso. La vergüenza de una ciudad que ya no podía dirigir el curso de su futuro. Una ciudad que había perdido su alma. El que sacrificó al único que pudo reunificarlos a todos. El observador lo llamó.

Jennison se detuvo, frotándose su famosa barbilla con hoyuelo. Miró de través en la noche.

– ¿Alguien dice mi nombre?

Sin respuesta.

Jennison cruzó la calle, miró adelante y reconoció vagamente a la persona que permanecía en pie, inmóvil, junto a la iglesia. Se sintió tranquilo.

– Ah, es usted. Lo recuerdo. ¿Qué deseaba?

Jennison notó que el hombre hacía un quiebro y se le colocaba detrás. Luego, algo perforó la espalda del príncipe de los comerciantes.

– Tome mi dinero, señor, ¡tómelo todo! ¡Por favor! ¡Puede cogerlo y seguir su camino! ¿Cuánto quiere? ¡Dígalo! ¿Qué me dice?

– «A través de mí el camino discurre entre las gentes perdidas. A través de mí.»

Lo último que esperaba encontrar J. T. Fields cuando, a la mañana siguiente, se apeó de su carruaje, era un cadáver.

– Aquí mismo -le dijo Fields a su cochero.

Fields y Lowell bajaron y caminaron por la acera en dirección a Wade e Hijo.

– Aquí es donde entró Bachi antes de dirigirse a toda prisa al puerto -dijo Fields mostrándole el lugar a Lowell.

No habían encontrado ninguna mención de la tienda en las guías de la ciudad.

– Que me cuelguen si Bachi no vino aquí por algo turbio -dijo Lowell.

Llamaron con los nudillos tranquilamente, sin que hubiera respuesta. Al cabo de un rato, la puerta osciló, se abrió y salió un hombre con una larga guerrera azul con botones brillantes que no les prestó la menor atención. Llevaba una caja rebosante de objetos diversos.

– Usted perdone -dijo Fields.

Otros dos policías se aproximaban ahora y abrieron de par en par las puertas de Wade e Hijo, empujando dentro a Lowell y Fields. En el interior había un hombre muy anciano, de barbilla afilada, derrumbado sobre el mostrador, todavía con la pluma en la mano, como si se hubiera quedado a mitad de una frase. Las paredes y las estanterías estaban desnudas. Lowell se internó más. El poeta fijó la vista fascinado porque el hombre parecía estar vivo.

Fields corrió a su lado y lo cogió del brazo para conducirlo a la puerta.

– ¡Está muerto, Lowell!

– Tan muerto como uno de los cuerpos que Holmes maneja en la facultad de Medicina -precisó Lowell, mostrándose de acuerdo-. Me temo que a nuestro dantista no le corresponde cometer un asesinato tan prosaico.

– ¡Venga, Lowell! -A Fields le invadió el pánico ante el creciente número de policías afanándose en estudiar el local, sin percatarse todavía de la presencia de los dos intrusos.

– Fields, hay una maleta junto a él. Estaba preparándose para huir, exactamente igual que Bachi. -Miró de nuevo la pluma en la mano del muerto-. Estaba tratando de dejar listos sus asuntos pendientes, creo.

– ¡Por favor, Lowell! -exclamó Fields.

– Muy bien, Fields. -Pero Lowell dio un rodeo en dirección al cadáver, se detuvo ante la bandeja del correo sobre el escritorio y deslizó en su bolsillo el sobre de encima-. Venga acá.

Lowell echó un vistazo a la puerta. Fields avanzó apresuradamente, pero se detuvo para mirar atrás cuando no advirtió la presencia de Lowell tras él. Lowell se había parado en medio del local con una temerosa y doliente expresión en el rostro.

– ¿Qué le pasa, Lowell?

– La herida del tobillo.

Cuando Fields se volvió de nuevo hacia la puerta, un policía estaba aguardando allí con expresión de curiosidad.

– Acabábamos de venir en busca de un amigo nuestro, señor agente, al que vimos entrar en esta tienda ayer.

Después de oír su historia, el policía decidió tomar nota en su libreta.

– ¿Cómo dice que se llamaba ese amigo, el italiano?

– Bachi. B-a-c-h-i.

Cuando a Lowell y a Fields se les permitió retirarse, llegaron el detective Henshaw y otros dos hombres de la oficina de detectives con el forense, el señor Barnicoat, y despidieron a la mayor parte de los policías.

– Que lo entierren en el cementerio de los pobres con el resto de la inmundicia -dijo Henshaw cuando vio el cuerpo-. Ichabod Ross. No quiero perder más tiempo; aún no he desayunado.

Fields se demoró hasta que Henshaw se encontró con sus ojos, que echaban fuego.

El periódico de la tarde contenía una breve reseña sobre el asesinato de Ichabod Ross, un pequeño comerciante, durante un robo.

El sobre que Lowell había escamoteado llevaba el membrete RELOJES VANE. Se trataba de una casa de empeños situada en una de las calles más indeseables del este de Boston.

Cuando a la mañana siguiente Lowell y Fields entraron en la tienda, desprovista de escaparates, se encontraron frente a un hombre corpulento, que pesaría unos ciento cuarenta kilos, con una cara tan encarnada como el tomate más maduro, y una barba verdosa brotándole de la barbilla. Un enorme surtido de llaves colgaba de una cuerda en torno a su cuello y tintineaba cada vez que se movía.

– ¿Señor Vane?

– El mismo -replicó, pero su sonrisa se congeló cuando miró a sus interlocutores de arriba abajo y vio cómo vestían-. ¡Ya les he dicho a esos detectives de Nueva York que yo no pasé aquellos billetes falsos!

– Nosotros no somos detectives -dijo Lowell-. Creemos que esto le pertenece. -Colocó el sobre encima del mostrador-. Es de Ichabod Ross.

Desplegó una enorme sonrisa.

– ¡Vaya, el pobre! Aunque al viejo lo han apiolado sin haber arreglado cuentas conmigo.

– Señor Vane, lamentamos la pérdida de su amigo. ¿Por qué cree usted que alguien desearía acabar así con el señor Ross? -preguntó Fields.

– Oh, investigadores curiosos, ¿eh? Bien, no se han equivocado al llamar a mi puerta. ¿Cuánto me van a pagar?

– Lo que le debiera el señor Ross -contestó Fields.

– ¡Eso es lo que me corresponde legítimamente! -admitió Vane-. No me lo negarán.

– Todo hay que hacerlo por dinero, ¿verdad? -objetó Lowell.

– Lowell, por favor -murmuró Fields.

La sonrisa de Vane se congeló otra vez mientras miraba de frente. Sus ojos se abrieron hasta duplicar su tamaño.

– ¿Lowell? ¡Lowell, el poeta!

– Bueno, sí… -admitió Lowell, un tanto desconcertado.

– ¿Y qué hay tan raro como un día de junio? -recitó el hombre, que hizo una pausa para reírse y continuó:


¿Y qué hay tan raro como un día de junio?

Entonces, como siempre, llegan días perfectos; entonces el cielo tienta la tierra por si está en sazón, y sobre ella reclina suavemente su cálido oído; si miramos o escuchamos,

percibimos el murmullo de la vida o lo vemos resplandecer.


– La palabra correcta en el cuarto verso es blandamente -le corrigió Lowell con cierta indignación-. Reclina blandamente su cálido oído, ¿sabe?

– ¡Que no me digan que no hay un gran poeta norteamericano! ¡Oh, Dios, si hasta tengo su casa! -anunció Vane, sacando de debajo de su mostrador un ejemplar encuadernado en cuero de Los hogares de nuestros poetas y los lugares que frecuentan, y lo hojeó hasta llegar al capítulo sobre Elmwood-. Oh, incluso guardo su autógrafo en mi colección. Junto con Longfellow, Emerson y Whittier, usted es mi favorito. También está aquí ese bribón de Oliver Holmes, que sería mejor aún si no se dedicara a tantas cosas distintas.

El hombre, que se había sonrojado, adquiriendo un tono bardolfiano a causa de la emoción, abrió un cajón con una de las llaves que llevaba colgando y extrajo una tira de papel en la que figuraba el nombre de James Russell Lowell.

– ¡Anda, pero si ésta no es mi firma, ni mucho menos! -dijo Lowell-. ¡Quienquiera que escribiese esto no sabía poner la pluma en el papel! Le pido, señor, que se deshaga en seguida de los autógrafos fraudulentos de todos los autores que conserve en su poder, o tendrá noticias hoy mismo del señor Hillard, mi abogado.

– ¡Lowell! -le reclamó Fields empujándolo para apartarlo del mostrador.

– ¡Qué bien dormiré esta noche sabiendo que tan distinguido ciudadano tiene ilustraciones suficientes en ese libro como para localizar mi casa! -exclamó Lowell.

– ¡Necesitamos la ayuda de este hombre!

– Sí -admitió Lowell, acomodándose la chaqueta-. En la iglesia, con los santos; en la taberna, con los pecadores.

– Por favor, señor Vane -dijo Fields volviéndose hacia el propietario y abriendo su cartera-. Deseamos saber acerca del señor Ross y luego lo dejaremos tranquilo. ¿Cuánto aceptaría usted por transmitirnos sus conocimientos?

– ¡No lo haría ni por un centavo! -replicó Vane riéndose buena gana, y con unos ojos que parecían retroceder muy lejos en su cerebro-. ¿Es que todo hay que hacerlo por dinero?

Vane propuso cuarenta autógrafos de Lowell como pago. Fields levantó una ceja en señal de advertencia dirigida a Lowell, que accedió de mala gana. Lowell se puso a firmar en las dos columnas de una libreta.

– Un artículo de primera calidad -declaró Vane con gesto de aprobación, viendo lo escrito por Lowell.

Vane le dijo a Fields que Ross, antiguo impresor de un periódico, cambió esa actividad por la de imprimir moneda falsa. Ross cometió la equivocación de pasar ese dinero a un círculo de jugadores que utilizaba los billetes falsos para engañar en los garitos de la ciudad, y que recurrió a algunas casas de empeños como involuntarios peristas de artículos adquiridos con el dinero conseguido en esa operación (la palabra involuntarios fue pronunciada con un acentuado movimiento de la boca del caballero, con la lengua tocándole los labios superior e inferior, alcanzando casi la nariz). Sólo era cuestión de tiempo que estos planes lo alcanzaran a él.

De nuevo en el Corner, Fields y Lowell repitieron todo eso a Longfellow y Holmes.

– Supongo que podemos adivinar lo que Bachi llevaba en la bolsa cuando abandonó la tienda de Ross -dijo Fields-. Una bolsa con billetes falsos como una especie de arreglo a la desesperada. Pero ¿cómo se mezclaría él en un asunto de falsificación?

– Si no puedes ganar dinero, supongo que puedes hacerlo -dijo Holmes.

– Fuese lo que fuese lo que llevara -concluyó Longfellow-, parece que el signor Bachi pudo marcharse a tiempo.


El miércoles por la noche, Longfellow dio la bienvenida a sus huéspedes en la puerta de la casa Craigie, a la vieja usanza. A medida que entraban, recibían una segunda bienvenida en forma de gañido de Trap. George Washington Greene confesó lo mucho que había mejorado su salud después de recibir el aviso de la reunión, y que esperaba que ahora se reanudara la regularidad prevista. Estaba tan diligentemente preparado como siempre para los cantos que se le habían asignado.

Longfellow dio por comenzada la reunión y los eruditos ocuparon sus asientos. El anfitrión hizo circular el canto de Dante en italiano y las correspondientes pruebas de su traducción al inglés. Trap observaba cómo se desarrollaba la sesión con agudo interés. Satisfecho por el orden en la acostumbrada distribución de los asientos y por la comodidad de su dueño, el centinela canino se instaló en el hueco bajo el aparatoso sillón de Greene. Trap sabía que el anciano sentía especial afecto por él, que se manifestaba en forma de comida de la cena, y además el sillón de terciopelo de Greene estaba en el lugar más próximo al intenso calor que difundía la chimenea del estudio.

«Ahí detrás hay un diablo que nos engalana.»


Después de despedirse de la comisaría central, Nicholas Rey se esforzó para no quedarse dormido en el tranvía. Sólo ahora sintió lo poco que había descansado todas las noches, aunque prácticamente había estado encadenado a su escritorio por orden del alcalde Lincoln, con poco quehacer para llenar el día. Kurtz había encontrado un nuevo conductor, un patrullero novato de Watertown. En el breve sueño de Rey en medio de los bruscos movimientos del coche, se le aproximó un hombre de aspecto bestial y le susurró: «No puedo morir mientras esté aquí», pero, aun soñando, Rey sabía que aquí no era una pieza del rompecabezas que le quedó por resolver en el asunto de la muerte de Elisha Talbot. «No puedo morir mientras esté…» Lo despertaron dos hombres, colgados de los agarraderos, que discutían sobre las ventajas del sufragio femenino, y luego, aún soñoliento, llegó a una conclusión; alcanzó a comprender que la figura bestial de su sueño tenía el rostro del saltador, aunque amplificado tres o cuatro veces su tamaño. La campanilla no tardó en tintinear, y el cobrador gritó: «¡Monte Auburn! ¡Monte Auburn!»


Mabel Lowell, que acababa de cumplir los dieciocho años, aguardó a que su padre saliera hacia la reunión del club Dante y revisó el escritorio de caoba, de estilo francés, cuya función había sido rebajada a almacén de papeles por su padre, quien prefería escribir sobre una vieja escribanía de cartón en su butaca de la esquina.

Echaba de menos los buenos espíritus paternos alrededor de Elmwood. Mabel Lowell no tenía interés en corretear tras los muchachos de Harvard o en reunirse con la pequeña Amelia Holmes en el círculo de costureras y hablar de a quién aceptaban y a quién rechazaban (excepto en el caso de jóvenes extranjeras, cuyo rechazo no requería discusión), como si todo el mundo civilizado estuviera esperando ser admitido en el club de costura. Mabel quería leer y viajar por el mundo para ver en persona aquello sobre lo que había leído en los libros, los de su padre y los de otros autores visionarios.

Los papeles de su padre estaban desordenados como de costumbre, lo cual reducía el riesgo de futuras inspecciones, pero requería especial delicadeza, pues los montones imposibles de manejar podían volcarse en un instante. Encontró plumas de ave gastadas al máximo y muchos poemas a medio completar, con frustrantes borrones de tinta tachando aquello que más hubiera querido leer ella. Su padre a menudo le advertía que nunca escribiera versos, pues la mayoría salían mal y los buenos eran tan imperfectibles como una persona hermosa.

Había un extraño dibujo; un dibujo a lápiz sobre un papel rayado. Estaba hecho con el cuidado rebuscado que uno dedicaba, según imaginaba ella, a trazar un mapa cuando se perdía en el bosque o, como también imaginaba, cuando se dibujaban jeroglíficos; estaba ejecutado con solemnidad, en un intento de descodificar algún significado o guía. Cuando era niña y su padre viajaba, siempre ilustraba los márgenes de las cartas a casa con figuras toscamente dibujadas de los organizadores de sociedades literarias o de dignatarios extranjeros con los que había cenado. Ahora, pensando en cómo aquellas humorísticas ilustraciones la hacían reír, en principio concluyó que el dibujo representaba las piernas de un hombre, con patines de hielo de desmesurado tamaño en sus pies, y una especie de superficie llana allá donde debía empezar el tórax. Insatisfecha con su interpretación, Mabel volvió el papel a los lados y luego lo invirtió. Se dio cuenta de que las líneas desiguales de los pies podrían representar remolinos de llamas en lugar de patines.


Longfellow leyó su traducción del canto vigesimoctavo, donde se habían quedado en la última sesión. Le hubiera gustado entregar las pruebas finales de este canto a Houghton, y eliminarlo de la lista que obraba en poder de Riverside Press. Era la sección físicamente más desagradable de todo el Inferno. Aquí Virgilio había guiado a Dante hasta el noveno foso infernal, conocido como Malebolge, el Zurrón del Mal. Aquí estaban los cismáticos, aquellos que dividieron naciones, religiones y familias en vida, y que ahora se encontraban divididos en el infierno -corporalmente-, mutilados y despedazados.

– «Vi uno… -Longfellow leía su versión de las palabras de Dante-roto desde la barbilla hasta el sitio por donde se expele viento.»

Longfellow inspiró largamente antes de continuar.


Entre sus piernas pendían las entrañas;

y eran visibles el corazón y el triste saco

que convierte en excrementos lo que se come.


Antes de esto, Dante se había mostrado comedido. Este canto demostraba su sincera creencia en Dios. Sólo alguien que posee una fortísima fe en el alma inmortal podría concebir tan brutal tormento inferido al cuerpo mortal.

– La suciedad de algunos de estos pasajes -dijo Fields-degradaría al chalán más borracho.

Otro, que tenía la garganta agujereada

y cortada la nariz por debajo de las cejas y sólo tenía una oreja,

se detuvo a mirar, maravillado,

con los demás, y ante los demás abrió el gaznate, que por fuera era rojo por todas partes…

– ¡Y ésos eran hombres a los que Dante había conocido! Esta sombra con la nariz y la oreja cortadas, Pier da Medicina, de Bolonia, no había perjudicado a Dante personalmente, aunque había alimentado la disensión entre los ciudadanos de la Florencia de Dante. Éste nunca fue capaz de apartar Florencia de sus pensamientos, mientras escribía su viaje al inframundo. Necesitaba ver a sus héroes redimidos en el purgatorio y recompensados en el paraíso; anhelaba encontrar a los perversos en los círculos más bajos del infierno. El poeta no se limitaba a imaginar ese lugar como una posibilidad; sentía su realidad. Dante llegó a ver a un Alighieri, un pariente, entre los despedazados, señalándolo y pidiéndole venganza por su muerte.

La pequeña Annie Allegra se deslizó en la cocina del sótano de la casa Craigie, procedente del vestíbulo, frotándose los ojos para tratar de ahuyentar de ellos el sueño.

Peter echaba un cubo de carbón en la estufa de la cocina. -Señorita Annie, ¿el señor Longfellow no la mandó ya a dormir? Ella se esforzó por mantener los ojos abiertos.

– Quisiera un vaso de leche, Peter.

– Se lo traigo en seguida, señorita Annie -dijo uno de los cocineros, con una voz cantarina, mientras ella picoteaba en la cocción del pan-. Encantado, querida, encantado.

Un leve golpe llegó desde la puerta principal. Annie, emocionada, reclamó el privilegio de ir a abrir, empeñada, como siempre, en realizar tareas de ayuda, en especial recibir a las visitas. La niña trepó al vestíbulo principal y abrió la pesada puerta.

– ¡Shhhhhh! -susurró Annie Allegra Longfellow antes, incluso, de poder ver el hermoso rostro del visitante. Éste se inclinó-. Hoy es miércoles -explicó ella en tono confidencial, juntando las manos-. Si viene usted a ver a papá, deberá esperar hasta que salga con el señor Lowell y los demás. Ésas son las reglas, ¿sabe? Puede usted aguardar aquí o en la salita, si lo desea -añadió, señalándole sus opciones.

– Pido excusas por la intrusión, señorita Longfellow -dijo Nicholas Rey.

Annie Allegra asintió graciosamente y, luchando para contrarrestar el peso que volvía a sentir en sus párpados, subió con paso indolente la angulosa escalera, olvidando para qué había hecho el largo viaje hasta abajo.

Nicholas Rey permaneció de pie en el vestíbulo principal de la casa Craigie, entre los retratos de Washington. Sacó los fragmentos de papel del bolsillo. Les pediría ayuda una vez más, en esta ocasión mostrándoles los trozos que había recogido del suelo alrededor del lugar donde murió Talbot, con la esperanza de que hubiera alguna relación que ellos fueran capaces de descubrir y que a él no le era posible. Había encontrado a varios extranjeros alrededor de los muelles que reconocieron el retrato del saltador, lo cual reforzó la convicción de Rey de que aquél era extranjero, y que lo que susurró en su oído era otro idioma. Y esta convicción no podía dejar de recordar a Rey que el doctor Holmes y los demás sabían algo más de lo que le dijeron.

Rey se dirigió a la salita, pero se detuvo antes de abandonar el vestíbulo principal. Se volvió, sorprendido. Algo lo indujo a pararse. ¿Qué acababa de oír? Regresó sobre sus pasos y se acercó más a la puerta del estudio.

– Che le ferite son richiuse prima ch'altri dinanzi li rivada…

Rey se estremeció. Se acercó otros tres silenciosos pasos hasta la puerta del estudio. Dinanzi li rivada. Sacó un papel del bolsillo del chaleco y encontró la palabra: Deenanzee. La palabra había sido para él como un reto desde que el mendigo se precipitó por la ventana de la comisaría. La oía en sueños y con el bombeo de su corazón. Rey se inclinó y apoyó la oreja caliente contra la fría madera blanca.

– Aquí Bertrand de Born, que cortó los vínculos de un hijo con su padre instigando la guerra entre ellos, sostiene en alto su propia cabeza cortada como si fuera una linterna, y con la boca de esa cabeza separada del cuerpo conversa con el peregrino florentino. -Era Longfellow hablando en voz alta.

– Como el jinete sin cabeza de Irving. -La inequívoca risa de barítono de Lowell.

Rey dio un golpecito sobre el papel y escribió lo que había oído.


Porque separé a personas tan unidas, separado llevo mi cerebro, ¡ay de mí!, de su principio que está en este tronco. Así se observa en mí el contrapasso.


¿Contrapasso? Una pronunciación monótona y nasal. Como un ronquido. Rey se sintió cohibido y contuvo su propia respiración. Oyó una chirriante sinfonía de plumas garabateando.

– El más perfecto castigo de Dante -dijo Lowell.

– El propio Dante podría estar de acuerdo -corroboró otro.

A Rey lo abrumaban demasiado sus pensamientos como para continuar tratando de distinguir a quienes conversaban, y el diálogo acabó por transformarse en un coro.

– … Es la única vez que Dante presta tan explícita atención a la idea de contrapasso, una palabra para la que no hay traducción exacta, no hay definición precisa en inglés porque la palabra en sí misma es su propia definición… Bien, mi querido Longfellow, yo diría contrasufrimiento… La noción de que cada pecador debe ser castigado con una prolongación, contra él mismo, del mal causado por su pecado…, como esos cismáticos que eran despedazados…

Rey retrocedió hasta el vestíbulo principal.

– La clase ha terminado, caballeros.

Se cerraron los libros, los papeles crujieron y Trap empezó a ladrar a la ventana sin que nadie le prestara atención. -Y nos hemos ganado una cena por nuestras tareas…


– ¡Pero esto es como un faisán gordo!

James Russell Lowell, con agitado celo, tocaba un extraño esqueleto rematado por una cabeza descomunal y plana.

– No hay animal cuyas interioridades no haya sacado y luego las haya recompuesto -señaló el doctor Holmes jocosamente y, según creyó Lowell, con algo de sarcasmo.

Era la mañana siguiente, temprano, a la de su reunión del club Dante, y Lowell y Holmes estaban en el laboratorio del profesor Louis Agassiz, en el Museo de Zoología Comparada de Harvard. Agassiz los saludó y echó un vistazo a la herida de Lowell antes de regresar a su despacho privado para terminar cierto asunto.

– La nota de Agassiz daba a entender al menos que estaba interesado en las muestras de insectos.

Lowell trató de aparentar indiferencia. Ahora estaba seguro de que, en efecto, el insecto del estudio de Healey lo había picado, y le preocupaba lo que Agassiz pudiera decir acerca de sus terribles efectos: «Ah, no hay esperanza, pobre Lowell, qué pena.» Lowell no confiaba en la opinión de Holmes de que esa clase de insecto no podía picar. ¿Qué tipo de insecto que se precie mínimamente no pica? Lowell aguardaba el fatal pronóstico. Al menos hubiera sido un alivio escucharlo. No le había dicho a Holmes lo mucho que la herida había crecido en los últimos días, lo a menudo que la sentía latir dentro de la pierna, y cómo podía seguir el rastro del dolor hora tras hora permear todos sus nervios. No quería mostrarse tan débil ante Holmes.

– Ah, ¿le gusta eso, Lowell?

Louis Agassiz entró con las muestras de los insectos en sus manos carnosas, que siempre olían a aceite, pescado y alcohol, incluso tras un concienzudo lavado. Lowell había olvidado que se hallaba de pie junto al esqueleto, que semejaba una hiperbólica gallina. Agassiz dijo orgullosamente:

– ¡El cónsul de Mauricio me trajo dos esqueletos de dodo mientras yo estaba de viaje! ¿No es un tesoro?

– ¿Cree usted que era bueno para comer, Agassiz? -preguntó Holmes.

– Oh, sí. ¡Lástima que no pudiéramos tener dodo en nuestro club del Sábado! Una buena comida ha sido siempre la mayor bendición para la humanidad. Qué lástima. Bueno, ¿estamos listos?

Lowell y Holmes lo siguieron hasta una mesa y tomaron asiento. Agassiz extrajo cuidadosamente los insectos de los tubos de solución alcohólica.

– Ante todo dígame dónde encontraron estos bichitos tan especiales, doctor Holmes.

– En realidad los encontró Lowell -respondió Holmes con cautela-. Cerca de Beacon Hill.

– Beacon Hill -repitió Agassiz, aunque el nombre sonó completamente distinto, pronunciado con su espeso acento suizo alemán-. Dígame, doctor Holmes, ¿qué opina usted de ellos?

A Holmes no le gustaba la costumbre de formular preguntas tendentes a provocar respuestas erróneas.

– No es mi especialidad. Pero son moscas azules, ¿verdad, Agassiz? -Ah, sí. ¿Género? -preguntó Agassiz.

– Cochliomyia -respondió Holmes.

– ¿Especie?

– Macellaria.

– ¡Ja, ja! -rió Agassiz-. En efecto, parecen eso si nos atenemos a los libros. ¿No es así, querido Holmes?

– Entonces, ¿no son… eso? -preguntó Lowell.

Parecía como si toda la sangre se le hubiera ido del rostro. Si Holmes estaba equivocado, las moscas podían no ser inofensivas.

– Las dos moscas son casi idénticas físicamente -dijo Agassiz, y suspiró de un modo que cortaba toda respuesta-. Casi.

Agassiz se dirigió a su estantería de libros. Sus facciones anchas y su figura corpulenta lo hacían parecer más un político de éxito que un biólogo y botánico. El nuevo Museo de Zoología Comparada era la culminación de toda su carrera, pues finalmente podía contar con recursos para completar su clasificación de la miríada de especies innominadas de animales y plantas.

– Permítanme que les muestre algo. Podemos nombrar unas dos mil quinientas especies de moscas norteamericanas. Pero, según mis estimaciones, ahora mismo hay diez mil especies de moscas viviendo entre nosotros.

Mostró algunos dibujos. Eran toscas, más bien grotescas representaciones de rostros humanos, con las narices reemplazadas por orificios extraños, como borrones oscuros. Agassiz explicó:

– Hace unos pocos años, el doctor Coquerel, cirujano de la Armada Imperial francesa, fue llamado a la colonia de la isla del Diablo, en la Guayana francesa, al norte de Brasil. Cinco colonos estaban ingresados en el hospital con síntomas graves e inidentificables. Uno de los hombres murió poco después de la llegada del doctor Coquerel. Cuando perfundió agua en los senos del cráneo del cadáver, se encontraron dentro trescientas larvas de mosca azul.

Holmes quedó desconcertado.

– ¿Que las larvas estaban dentro de un hombre…, de un hombre vivo?

– ¡No interrumpa, Holmes! -exclamó Lowell.

Agassiz asintió a la pregunta de Holmes con un pesado silencio.

– Pero la Cochliomyia macellaria sólo puede digerir tejido muerto -objetó Holmes-. No hay larvas capaces de parasitismo.

– ¡Recuerde las ocho mil moscas no descubiertas a las que acabo de referirme, Holmes! -lo aleccionó Agassiz-. No se trataba de la Cochliomyia macellaria. Era una especie distinta, amigos míos. Una que nunca habíamos visto antes… o que no queríamos creer que existiera. Una hembra de esta especie pone huevos en las ventanas de la nariz del paciente, los huevos eclosionan, las larvas se metamorfosean en gusanos y se alimentan penetrando en el interior de la cabeza. Otros dos hombres de la isla del Diablo murieron por la misma infestación. El doctor sólo pudo salvar a los otros extrayéndoles los gusanos de la nariz. Los gusanos de Macellaria sólo pueden vivir en tejido muerto y prefieren por encima de todo los cadáveres, pero las larvas de esta especie de mosca, Holmes, sólo sobrevive en tejido vivo.

Agassiz aguardó a que las reacciones se reflejaran en los rostros de sus interlocutores. Luego continuó:

– La hembra se aparea una sola vez, pero puede poner un elevadísimo número de huevos cada tres días, diez u once veces a lo largo de su ciclo vital, que dura un mes. Una sola mosca hembra puede poner cuatrocientos huevos en una sola puesta. Busca heridas calientes en animales o humanos para anidar. Los huevos eclosionan y salen los gusanos, que se arrastran al interior de la herida, abriéndose paso a través del cuerpo. Cuanto más infestada está la carne con gusanos, más atraídas se sienten las moscas adultas. Los gusanos se alimentan de tejido vivo hasta que, unos días más tarde, se metamorfosean en moscas. Mi amigo Coquerel llamó a esta especie Cochliomyia hominivorax.

– Homini… vorax -repitió Lowell. Tradujo con voz ronca, mirando a Holmes-: Comedora de hombres.

– Exactamente -confirmó Agassiz con el contenido entusiasmo de un científico que tiene un terrible descubrimiento que anunciar-. Coquerel informó de esto a las publicaciones científicas, aunque pocos creyeron en sus pruebas.

– Pero ¿usted sí? -preguntó Holmes.

– Sin duda alguna -respondió Agassiz en tono grave-. Desde que Coquerel me envió estos dibujos, he estudiado historiales médicos y registros de los últimos treinta años, en busca de menciones de experiencias similares de personas que desconocían estos detalles. Sainte-Hilaire recogió un caso de una larva hallada bajo la piel de un niño. El doctor Livingston, según Cobbold, encontró varias larvas de dípteros en el hombro de un negro herido, en Brasil. En mis viajes he descubierto que esas moscas se llaman las Waregas, conocidas como una plaga tanto para hombres como para animales. En la guerra con México, se informó de las que el pueblo llamaba «moscas de carne», las cuales depositaban sus huevos en las heridas de los soldados que quedaban toda la noche a la intemperie. A veces los gusanos no causaban daño, pues se alimentaban sólo de tejido muerto. Éstas eran moscas azules comunes, gusanos de Macellaria comunes como aquellos con los que usted está familiarizado, doctor Holmes. Pero otras veces el cuerpo era invadido por oleadas enteras, y las vidas de los soldados no podían salvarse. Habían sido agujereados de dentro afuera. ¿Se dan cuenta? Ésas eran las Hominivorax. Esas moscas deben hacer su presa en las personas y los animales indefensos. Es la única fuente para la supervivencia de su prole. Su vida requiere la ingestión de vida. La investigación sólo está en sus comienzos, amigos míos, y es muy emocionante. Miren, yo recogí mis primeros especimenes de Hominivorax durante mi viaje a Brasil. Superficialmente, los dos tipos de moscas azules son, en muchos aspectos, el mismo. Hay que fijarse en la coloración viva y utilizar el instrumento de medición más sensible. Así fui capaz de reconocer ayer sus muestras.

Agassiz se arrastró a otro taburete.

– Ahora, Lowell, vamos a ver su pobre pierna otra vez. ¿Me hace el favor?

Lowell trató de hablar, pero sus labios temblaban demasiado violentamente.

– ¡Oh, no se preocupe, Lowell! -dijo Agassiz rompiendo a reír-. ¿O sea, Lowell, que usted sintió el pequeño insecto en su pierna, y a continuación se lo sacudió?

– ¡Y lo maté! -le recordó Lowell.

Agassiz sacó un bisturí de un cajón.

– Bueno, doctor Holmes, quiero que deslice esto por el centro de la herida y luego lo retire.

– ¿Está usted seguro, Agassiz? -preguntó Lowell nerviosamente.

Holmes tragó saliva y se arrodilló. Colocó el bisturí en el tobillo de Lowell, luego levantó la vista hasta el rostro de su amigo. Lowell tenía la mirada fija y la boca abierta.

– Ni siquiera lo sentirá, Jamey.

Holmes lo prometió tranquilamente, para sentirse cómodos ambos. Agassiz, aunque sólo estaba unas pulgadas más allá, fingió amablemente no oír. Lowell asintió y agarró los bordes de su taburete. Holmes hizo lo que había dicho Agassiz. Insertó la punta del bisturí en el centro de la hinchazón en el tobillo de Lowell. Cuando retiró el bisturí, había un gusano duro y blanco, de cuatro milímetros o más, retorciéndose en la punta: vivo.

– ¡Ahí está! ¡La hermosa Hominivorax! -exclamó Agassiz riendo triunfalmente. Inspeccionó la herida de Lowell en busca de algo más y luego vendó el tobillo. Tomó el gusano amorosamente en la mano-. ¿Ve usted, Lowell? A la pobre mosquita azul que usted vio le quedaban unos segundos antes de que usted la matara; por eso sólo tuvo tiempo de poner un huevo. Su herida no es profunda, sanará completamente y usted se recuperará del todo. Pero dése cuenta de cómo la lesión de su pierna creció con un solo gusano reptando en su interior, y cómo lo sentía a medida que se abría paso a través de algún tejido. Imagínelos a cientos. Ahora imagine cientos de miles expandiéndose dentro de usted cada pocos minutos.

Lowell sonrió ampliamente, lo bastante como para desplazar sus mostachos en forma de colmillos a los lados opuestos de su cara. -¿Ha oído eso, Holmes? ¡Me recuperaré!

Reía y abrazaba a Agassiz y luego a Holmes. Después empezó a asimilar lo que todo aquello significó para Artemus Healey y para el club Dante.

También Agassiz se puso serio mientras se secaba las manos con una toalla.

– Hay otra cosa, queridos compañeros. Realmente, la más extraña. Estas criaturitas… no son de aquí, no son propias de Nueva Inglaterra ni de parte alguna de nuestra vecindad. Son nativas de este hemisferio, eso parece cierto. Pero sólo de entornos cálidos y pantanosos. He llegado a ver enjambres de ellas en Brasil, pero jamás en Boston. Nunca se ha registrado su presencia, ni con su nombre correcto ni con otro. No puedo imaginar cómo han llegado hasta aquí. Quizá accidentalmente en una importación de ganado o… -Agassiz estuvo a punto de dejarse llevar por su despegado sentido del humor a propósito de la situación-. No importa. Tenemos la suelte de que esos bichos no pueden vivir en un clima septentrional como el nuestro; no con este tiempo ni en sus alrededores. Estas Waregas no son buenas vecinas. Afortunadamente, las únicas que vinieron sin duda ya han muerto de frío.

Debido a que el miedo se transfiere rápidamente a otras sensaciones, Lowell había olvidado por completo que tuvo la certidumbre de su destino fatal, y el recuerdo de la prueba por la que acababa de pasar se había convertido en fuente de placer por haber sobrevivido. Y sólo podía pensar en eso mientras abandonaba en silencio el museo caminando junto a Holmes. Éste fue el primero en hablar:

– Estaba ciego cuando hice caso de las conclusiones de Barnicoat publicadas en los periódicos. ¡Healey no murió de un golpe en la cabeza! Los insectos no eran simplemente un tableau vivant dantesco, una especie de espectáculo decorativo para que nosotros pudiéramos reconocer el castigo imaginado por Dante. Fueron liberados a fin de causar dolor -dijo Holmes, hablando deprisa y con ardor-. Los insectos no fueron un adorno; ¡fueron su arma!

– Nuestro Lucifer no quiere que sus víctimas mueran y nada más, sino que sufran, como las sombras del Inferno. En un estado entre la vida y la muerte que comprenda ambas sin ser ninguna de ellas. -Lowell se volvió hacia Holmes y lo tomó del brazo-. Para que sean testigos de su propio sufrimiento, Wendell. Yo sentí esa criatura abrirse paso dentro de mí, devorándome. Ingiriéndome. Aunque sólo pudo comerse una pequeña cantidad de tejido, noté como si corriera directamente a través de mi sangre hasta mi misma alma. La doncella decía la verdad.

– Vive Dios que sí -corroboró Holmes, horrorizado-. Lo cual significa que Healey… Nadie podría expresar el sufrimiento que soportó Healey. Se dijo que el juez presidente salió para su casa de campo el sábado por la mañana, y su cadáver fue encontrado el martes. Estuvo vivo cuatro días, bajo los «cuidados» de decenas de miles de Hominivorax devorándolo por dentro… Su cerebro… Pulgada a pulgada, hora tras hora.

Holmes miró el frasco con las muestras de insectos que le había devuelto Agassiz.

– Lowell, debo decirle algo. Pero no pretendo provocar una discusión con usted.

– Pietro Bachi.

Holmes asintió, vacilante.

– Esto no parece encajar con lo que sabemos de él, ¿verdad? -preguntó Lowell-. ¡Lo cual echa por tierra todas nuestras teorías!

– Piense en esto: Bachi estaba amargado; Bachi tenía un temperamento ardiente; Bachi era un borracho. Pero esa crueldad metódica, profunda, ¿puede sinceramente imaginarla en él? Bachi pudo haber pensado escenificar algo para mostrar el error de haber venido a Estados Unidos. Pero ¿recrear los castigos de Dante de una manera tan extrema y completa? Los errores que hemos cometido deben de ser algo muy denso, Lowell, como las salamandras que salen después de la lluvia. Cada vez que levantamos una hoja, sale de debajo, arrastrándose, una nueva salamandra -dijo Holmes moviendo los brazos frenéticamente.

– ¿Qué está usted haciendo? -preguntó Lowell.

La casa de Longfellow estaba cerca y era allí adonde debían ir.

– Veo un coche libre ahí delante. Quiero volver a mirar alguna de estas muestras en mi microscopio. Espero que Agassiz no haya matado al gusano… La naturaleza nos revelará mejor la verdad si sigue vivo. No creo en su conclusión de que estos insectos ya hayan muerto. Podemos aprender algo más sobre el asesinato a partir de estas criaturas. Agassiz no acepta la teoría de Darwin, y eso perjudica sus puntos de vista.

– Wendell, este tema es la especialidad de ese hombre. Holmes ignoró la falta de fe de Lowell.

– Los grandes científicos pueden ser, en ocasiones, un impedimento en el sendero de la ciencia, Lowell. Las revoluciones no las hacen unos hombres con gafas, y los primeros susurros de una nueva verdad no son captados por quienes necesitan de trompetillas para el oído. Precisamente el mes pasado estaba yo leyendo, en un libro sobre las islas Sandwich, acerca de un anciano de Fiji que había sido llevado a tierra extranjera, pero que rogaba que lo devolviesen al hogar a fin de que su hijo pudiera saltarle en paz la tapa de los sesos a golpes, según la costumbre de aquellas islas. ¿No contó a todo el mundo Pietro, el hijo de Dante, tras la muerte de éste, que el poeta nunca quiso decir si realmente había ido al infierno y al cielo? Nuestros hijos golpean con mucha regularidad los sesos de sus padres.

«De algunos padres más que de otros», se dijo Lowell para sus adentros pensando en Oliver Wendell Holmes Junior, mientras miraba a Holmes montar en el coche de punto.

Lowell echó a andar apresuradamente hacia la casa Craigie, deseando haber tenido su caballo. Al cruzar una calle se volvió hacia atrás vacilando, poniendo súbita atención en lo que veía.

El hombre alto, con rostro ajado, tocado con bombín y vistiendo un chaleco de cuadros; el mismo hombre al que Lowell había visto mirándolo atentamente mientras se apoyaba en un olmo en el campus de Harvard; el hombre al que había visto acercarse a Bachi en el mismo lugar; ese hombre estaba en medio del trajín de la plaza del mercado. Eso pudo no haber bastado para mantener el interés de Lowell después de las revelaciones de Agassiz, pero el hombre estaba conversando con Edward Sheldon, el estudiante de Lowell. En realidad, Sheldon no se limitaba a hablar, sino que increpaba al hombre, como si estuviera dando órdenes a un doméstico recalcitrante para que llevara a cabo alguna tarea postergada.

Sheldon se fue luego dando un bufido, envolviéndose apretadamente en su capa negra. Al principio, Lowell no pudo decidir a quién seguir. ¿A Sheldon? Siempre podría encontrarlo en la universidad. Así que optó por seguir al desconocido, que se abría paso entre una aglomeración de peatones y carruajes que ocupaban la plaza redonda.

Lowell corrió a través de algunos puestos del mercado. Un vendedor le puso una langosta delante de la cara. Lowell la apartó de un manotazo. Una muchacha que repartía octavillas le introdujo una en el bolsillo del faldón del gabán.

– ¿Propaganda, señor?

– ¡Ahora no! -exclamó Lowell.

En otro momento, el poeta localizó al fantasma al otro lado de la calzada. Estaba subiendo a un tranvía repleto y aguardaba el cambio del cobrador.

Lowell corrió para montar en la plataforma trasera cuando el cobrador estaba accionando la campanilla y el vehículo arrancaba, siguiendo los raíles, en dirección al puente. Lowell no tuvo dificultad en atrapar el pesado vehículo echando una carrera a lo largo de las vías. Acababa de agarrarse al pasamano de la escalerilla de la plataforma trasera, cuando el cobrador se volvió en redondo.

– ¿Leany Miller?

– Señor, mi nombre es Lowell, y debo hablar con uno de sus pasajeros -dijo, poniendo un pie en las salientes escalerillas posteriores, cuando los caballos apretaban el paso.

– ¿Leany Miller? ¿Ya vuelves con tus trucos? -El cobrador sacó un bastón y empezó a martillar la mano enguantada de Lowell-. ¡No volverás a manchar nuestros lindos coches, Leany! ¡No mientras yo vigile!

– ¡No! ¡Señor, mi nombre no es Leany!

Pero los golpes del cobrador obligaron a Lowell a desistir de su agarre. Esto hizo que los pies del poeta quedaran encima de los raíles.

Lowell gritó, tratando de imponerse al ruido y a la campanilla, para convencer al cobrador de su inocencia. Pero entonces se percató de que el campanilleo procedía de atrás, por donde se aproximaba otro tranvía de caballos. Cuando se volvió a mirar, los pasos de Lowell se volvieron más lentos y el tranvía que iba delante ganó distancia. Sin otra alternativa que exponerse a que los caballos que se acercaban le pisotearan los talones, Lowell saltó fuera de los raíles.

En ese momento, en la casa Craigie, Longfellow introducía en su salita a Robert Todd Lincoln, hijo del difunto presidente y uno de los tres estudiantes de Dante del curso de Lowell de 1864. Lowell había prometido reunirse con ellos en la casa después de visitar a Agassiz, pero se retrasaba, de modo que Longfellow optó por iniciar él solo la entrevista con Lincoln.

– Oh, querido papá -dijo Annie Allegra colándose de un brinco e interrumpiendo-. ¡Estamos a punto de terminar el último número de The Secret, papá! ¿Te gustaría verlo por adelantado?

– Sí, querida, pero me temo que en este momento estoy ocupado.

– Por favor, señor Longfellow -dijo el joven-. No tengo prisa. Longfellow tomó la revista manuscrita «publicada» por entregas por las tres niñas.

– Oh, parece que es la mejor que habéis hecho. Muy bonita, Panzie. La leeré de cabo a rabo esta noche. ¿Es ésta la página que has dibujado tú?

– ¡Sí! -respondió Annie Allegra-. Esta columna y esta otra. Y también esta adivinanza. ¿Puedes descifrarla?

– El lago de Norteamérica tan grande como tres estados -respondió Longfellow, y recorrió rápidamente el resto de la página: un jeroglífico y un artículo en primera plana evocando «Mi entero día de ayer (desde el desayuno hasta la noche)», por A. A. Longfellow-. Oh, es encantador, corazón -dijo Longfellow deteniéndose dubitativo en uno de los puntos de la lista-. Panzie, aquí dice que anoche abriste a una visita inmediatamente antes de irte a dormir.

– Oh, sí. Había bajado a tomarme un vaso de leche; eso hice. ¿Dijo que yo me comporté como una buena anfitriona, papá?

– ¿Cuándo fue eso, Panzie?

– Durante vuestra reunión del club, naturalmente. Tú dices que no se te moleste durante tu reunión del club.

– ¡Annie Allegra! -la llamó Edith desde el descansillo de la escalera-. Alice quiere revisar el sumario. ¡Debes traer tu ejemplar ahora mismo!

– Ella hace siempre de redactora -se lamentó Annie Allegra, reclamando la revista a Longfellow.

Arrastró a Annie al vestíbulo y se le adelantó en la escalera antes de que ella pudiera alcanzar la oficina privada de The Secret: el dormitorio de uno de sus hermanos mayores.

– Panzie, querida, ¿quién era la visita de anoche que mencionas?

– ¿Qué, papá? Nunca lo había visto antes de ayer.

– ¿Puedes recordar su aspecto? Quizá eso podrías añadirlo a The Secret. Quizá puedas entrevistarlo y preguntarle por sus experiencias.

– ¡Qué bonito sería! Un negro alto, de muy buen ver, con una capa. Le dije que te esperara, papá. Eso hice. ¿Es que acaso él no hizo lo que le dije? Debió de aburrirse allí, de pie, y se volvió a su casa. ¿Sabes cómo se llama, papá?

Longfellow asintió.

– ¡Dímelo, papá! Seré capaz de entrevistarlo tal como dices.

– Patrullero Nicholas Rey, de la policía de Boston.

Lowell entró en tromba por la puerta principal.

– Longfellow, tengo mucho que contarle… -Se detuvo cuando vio la expresión del rostro de su vecino-. Longfellow, ¿qué ha ocurrido?


El patrullero Rey había sido introducido en una sobria sala de espera a primera hora de aquel día, y allí se quedó contemplando las ramas, agitadas por el viento, de los olmos que daban sombra en el campus. Un grupo de hombres blancos empezó a desfilar por el vestíbulo, con sus gabanes negros hasta la rodilla y los sombreros altos que eran su uniforme, como hábitos monacales.

Rey entró en la sala de la corporación, de la que aquellos hombres habían salido. Cuando se presentó al presidente, el reverendo Thomas Hill, éste estaba en plena conversación con un miembro rezagado del consejo de gobierno de la universidad. Este otro hombre se detuvo en seco cuando Rey mencionó la policía.

– ¿Guarda esto relación con alguno de nuestros estudiantes, señor? -preguntó el doctor Manning interrumpiendo su conversación con Hill.

Volvió su marmórea barba blanca hacia el agente mulato.

– Tengo unas pocas preguntas que formularle al presidente Hill. Relativas, en realidad, al profesor James Russell Lowell.

Los ojos amarillos de Manning se abrieron mucho, e insistió en quedarse. Cerró la puerta de doble hoja y se sentó junto al presidente Hill, a la mesa redonda de caoba, frente al oficial de policía. Rey pudo advertir en seguida que Hill, contrariado, permitía al otro dominar la situación.

– Me pregunto hasta qué punto conoce usted el proyecto en el que el señor Lowell ha estado trabajando, presidente Hill -empezó Rey.

– ¿El señor Lowell? Es uno de los mejores poetas y satíricos de Nueva Inglaterra, desde luego -replicó Hill, echándose a reír-. «The Biglow Papers», «The Vision of Sir Launfal», «A Fable for the Critics», que confieso es mi favorita… Además de sus colaboraciones en The North American Review. ¿Sabe usted que fue el redactor jefe de The Atlantic? Bueno, estoy seguro de que nuestro trovador está ocupado en muchas iniciativas.

Nicholas Rey sacó un papel del chaleco y lo enrolló entre los dedos.

– Me refiero en particular a un poema que creo ha estado ayudando a traducir de una lengua extranjera.

Manning juntó sus torcidos dedos y fijó la mirada en el papel doblado en la mano del patrullero.

– Mi querido oficial -dijo Manning-. ¿Ha habido algún problema?

Era notorio por su mirada que deseaba que la respuesta fuera sí.

Dinanzi. Rey estudió el rostro de Manning, el modo como las elásticas comisuras de la boca del anciano profesor parecían contraerse a causa de la expectación.

Manning pasó la mano sobre la pulida superficie de su cuero cabelludo. Dinanzi a me.

– Lo que yo quería preguntar… -empezó a decir Manning, ensayando otra táctica; ahora estaba menos ansioso-. ¿Ha habido algún conflicto? ¿Alguna clase de queja?

El presidente Hill se pellizcó la barbilla, deseando que Manning se hubiera marchado con los demás miembros de la corporación.

– Me pregunto si no deberíamos llamar al propio profesor Lowell para hablar con él.

Dinanzi a me non fuor cose create Se non etterne, e io etterno duro.

¿Qué significaba aquello? Si Longfellow y sus poetas habían re conocido las palabras, ¿por qué hicieron todo lo posible para alejar lo de ellas?

– No tiene sentido, reverendo -atajó Manning-. El profeso Lowell no puede ser molestado por cualquier nadería. Agente, debo insistir en que, si se ha producido alguna incidencia, nos la señale ahora mismo, y nosotros la resolveremos con la rapidez y la discreción adecuadas. ¿Comprende, patrullero? -dijo Manning, inclinándose hacia delante con afabilidad-. Ha habido intentos, por parte del profesor Lowell y de varios colegas literatos, de introducir cierta literata en nuestra ciudad que no es la apropiada. Sus enseñanzas pondrían en peligro la paz de millones de buenas almas. Como miembro de 1, corporación, se me ha impuesto el deber de defender la buena reputación de la universidad contra esa clase de manchas. El lema de 1‹ universidad es Christo et ecclesiae, señor, y nosotros debemos procuras vivir según el espíritu cristiano de ese ideal.

– Pero el lema solía ser veritas -dijo el presidente Hill tranquilamente-. La verdad.

Manning le dirigió una mirada afilada.

El patrullero Rey dudó otro momento y luego devolvió el papel a su bolsillo.

– He expresado algún interés por la poesía que el señor Lowel ha estado traduciendo. Él pensó que ustedes, caballeros, podrían orientarme sobre el lugar adecuado para su estudio.

Las mejillas del doctor Manning adquirieron color rápidamente

– ¿Quiere usted decir que ésta es una visita puramente literaria? -preguntó, contrariado.

Y como Rey no respondiera, Manning aseguró al oficial que Lowell quiso tomarle el pelo -a él y a la universidad-por diversión. Si Rey deseaba estudiar la poesía del diablo, podía hacerlo a los pies del propio diablo.

Rey atravesó el campus de Harvard, donde silbaban los vientos fríos alrededor de los viejos edificios de ladrillo. Se sintió abrumado y confuso en cuanto a su propósito. Entonces una campana de alarma empezó a sonar; sonaba, al parecer, desde todos los rincones del universo. Y Rey echó a correr.

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