En los bajos fondos de Boston, casi todo siguió igual la semana en que se descubrió el cadáver del reverendo Talbot. Permaneció inalterado el triángulo de calles donde las viviendas pobres, las tabernas, los burdeles y los hoteles baratos habían alejado a aquellos residentes que podían permitirse ser alejados; donde un vapor blanco azulado manaba de tubos que salían formando codo de los cristales y las chapas de hierro; y donde las aceras estaban cubiertas de cáscaras de naranja y de gozosos cantos y bailes a horas desusadas. Hordas de negros iban y venían en los tranvías de caballos. Muchachas jóvenes, lavanderas y criadas llevaban el pelo recogido con pañuelos de colores, y sus bamboleantes adornos producían una música metálica. Podía verse a algún soldado o marinero negro de uniforme, lo cual todavía resultaba discordante. Lo mismo que cierto mulato que caminaba con un notable balanceo por las calles, ignorado por algunos y objeto de irrisión para otros, observado con ojos brillantes por los negros más viejos, que en su sabiduría sabían que Rey era policía y, por tanto, distinto de ellos tanto por esa razón como por su mezcla de razas. Los negros habían permanecido seguros en Boston, incluso se les permitía asistir a la escuela y utilizar el transporte público junto con los blancos, y por eso se mantenían tranquilos. Sin embargo, Rey hubiera-podido concitar odio de haber hecho un movimiento erróneo o de haberse cruzado con la persona equivocada en el ejercicio de sus deberes. Los negros lo habían desterrado de su mundo por aquellas razones y, dado que tales razones eran correctas, nunca se le dio explicación alguna ni se le presentaron excusas.
Algunas jóvenes que charlaban, llevando cestos sobre la cabeza, hicieron una pausa para mirarlo de reojo, con su hermosa piel broncínea que parecía absorber toda la luz de las farolas mientras iba y venía. Al otro lado de la calle, Rey reconoció a un hombre corpulento holgazaneando en una esquina, un judío sefardí, reconocido ladrón a quien alguna vez había detenido para interrogarlo en la comisaría central. Nicholas Rey ascendió por la angosta escalera de su casa de huéspedes. Su puerta daba frente al descansillo del segundo piso, y aunque la lámpara estaba rota, pudo ver entre las sombras que alguien bloqueaba el acceso a la habitación.
Los acontecimientos de la semana habían sido inexorables. Cuando Rey condujo por primera vez al jefe Kurtz a ver el cadáver del reverendo Talbot, el sacristán guió a Kurtz y a varios sargentos escalera abajo. Kurtz se detuvo y sorprendió a Rey, porque se volvió y dijo: «Patrullero.» Había ordenado a Rey que lo siguiera. En el interior de la bóveda funeraria, el patrullero Rey solicitó un momento para examinar el escenario: el cadáver embutido en el agujero, cabeza abajo, antes incluso de darse cuenta del aspecto de los pies que sobresalían, hinchados, cubiertos de llagas y torcidos. El sacristán contó lo que había visto.
Los dedos de los pies estaban a punto de desprenderse y caer de las extremidades rosadas, despellejadas y deformadas, lo que hacía difícil distinguir entre los extremos de los pies donde se implantaban los dedos y los extremos que, anatómicamente, hubieran debido llamarse talones. Este detalle -los pies quemados, reveladores para los amigos de Dante, a unas pocas manzanas de allí-para el policía era algo meramente insano.
– ¿Sólo les prendieron fuego a los pies? -preguntó el patrullero Rey, mirando de través, tocando delicadamente, con la punta del dedo, la carne carbonizada, que se desmenuzaba. Retrocedió por el calor humeante que seguía asando la carne, casi esperando que su dedo se chamuscara. Se preguntaba cuánto calor podía soportar el cuerpo humano antes de perder su forma física. Después de que dos sargentos retirasen el cuerpo, el sacristán Gregg, aturdido y entre lágrimas, recordó algo.
– El papel -dijo, agarrando a Rey, el único policía que se había quedado abajo-. Hay trocitos de papel a lo largo de las tumbas. No tienen por qué estar ahí. ¡Él no debería haber venido! ¡No debí permitírselo!
Rompió a llorar inconteniblemente. Rey levantó su linterna y vio el rastro de letras como un mudo remordimiento.
Los periódicos se ocuparon de ambos terribles asesinatos -el de Healey y el de Talbot-con tanta frecuencia que en la mente del público se emparejaron, hasta el punto de que en las conversaciones callejeras a menudo se hacía referencia a los asesinatos Healey-Talbot. ¿Presentaba el público el síndrome expuesto por el doctor Oliver Wendell Holmes en su extraña observación en casa de Longfellow, la noche en que fue descubierto el cuerpo de Talbot? Holmes ofreció su colaboración experta a Rey con tanto nerviosismo como si hubiese sido un estudiante de medicina: «Quizá eso que suena como a inútil latín, prognosis, pudiera ayudar modestamente a atrapar a ese asesino que merodea por la ciudad.» La palabra impresionó a Rey: asesino. El doctor Holmes daba por sentado que los crímenes habían sido perpetrados por la misma mano. Y sin embargo no había nada que los relacionara de forma evidente, aparte de su brutalidad. Contaba también la desnudez de los cuerpos y la ropa, de la que fueron despojados, cuidadosamente doblada, pero de eso no se había informado en los periódicos cuando Rey oyó las palabras de Holmes. Quizá el presuntuoso doctorcillo había tenido un desliz verbal. Quizá.
Los periódicos complementaban los titulares de los asesinatos con abundantes dosis de otras formas de violencia insensata: garrotazos, atracos, voladuras de cajas fuertes, una prostituta hallada medio estrangulada a pocos pasos de una comisaría, un niño molido a palos en una pensión de Fort Hill. Y estaba el extraño incidente del vagabundo llevado a la comisaría central, y al que la policía permitió darse muerte arrojándose por la ventana, ante los ojos del inoperante jefe Kurtz. Los periódicos clamaban: «¿Se hace responsable la policía de la seguridad de los ciudadanos?»
En la oscura escalera de su casa de huéspedes, Rey se detuvo a medio camino y se aseguró de que nadie lo seguía. Reanudó el ascenso asiendo su porra, oculta bajo la chaqueta.
– Sólo soy un pobre mendigo, buen señor.
El hombre de quien procedían estas palabras, pronunciadas en lo alto de la escalera, era fácilmente reconocible después de torcer para subir el siguiente tramo y distinguir un par de piernas, embutidas en unos pantalones rayados y que arrancaban de unos zapatos con tacones de hierro: Langdon Peaslee, reventador de cajas fuertes, se tapaba descuidadamente su botón de diamante con el amplio puño de la camisa.
– ¿Qué hay, blanquito? -saludó Peaslee sonriendo, mostrando un hermoso despliegue de dientes agudos como estalagmitas-. Chóquela. -Estrechó la mano de Rey-. No nos habíamos visto desde aquel espectáculo. Dígame, ¿no está su habitación por aquí arriba? -y señalaba inocentemente detrás de él.
– Hola, señor Peaslee. Tengo entendido que robó usted el banco Lexington hace dos noches.
Nicholas Rey lo dijo para demostrar que tenía tanta información como el propio ladrón. Peaslee no dejó pruebas que pudieran presentarse contra él ante el tribunal, y seleccionó y apartó cuidadosamente sólo aquellos valores a los que no se podía seguir la pista.
– Dígame, ¿quién es lo bastante hábil en estos tiempos para hacerse un banco él solito?
– Usted. Estoy seguro. ¿Ha venido para entregarse? -preguntó Rey con expresión seria.
Peaslee rió desdeñosamente.
– No, no, querido muchacho. Pero no entiendo esas restricciones a que lo someten. ¿Qué razón hay para ello? No va de uniforme, no puede detener a hombres blancos y así sucesivamente… Bueno, pues son injustas, injustas, sin duda. Pero hay algunos factores compensatorios. Usted y el jefe Kurtz se han vuelto compañeros inseparables, y eso puede acabar llevando a alguien ante la justicia. Como los asesinos del juez Healey y del reverendo Talbot, que en paz descansen. He oído decir a los diáconos de la iglesia de Talbot que han organizado una suscripción para ofrecer una recompensa.
Rey echó a andar hacia su habitación dando cabezadas que revelaban desinterés.
– Estoy cansado -dijo en voz baja-. A menos que tenga usted algo concreto que pueda presentarse ante la justicia en este mismo momento, le ruego que me excuse.
Peaslee jugueteó con la bufanda de Rey y luego mantuvo allí la mano quieta.
– Los policías no pueden aceptar recompensas, pero un simple ciudadano, como yo, sin duda podría. Y si alguien se abre paso por una puerta que valga la pena… -No hubo reacción en el rostro del mulato. Peaslee exteriorizó su irritación y prescindió de sus zalamerías. Apretó la bufanda como si manejara un nudo corredizo-. ¿Qué es lo que le dijo aquel pordiosero sordomudo en aquella reunión en la casa grande? Escuche bien. Hay un montón de gente en nuestra ciudad a la que se puede muy bien culpar de la muerte de Talbot, mi querido sabihondo. Yo los identificaría fácilmente. Ayúdeme en el negocio, y la mitad de la recompensa, para usted -añadió secamente-. Pasta en abundancia, y luego usted sigue su camino como le parezca. Las compuertas se han abierto, y todo va a cambiar en Boston. La guerra ha traído mucho dinero aquí y los tiempos son malos para andar solo.
– Discúlpeme, señor Peaslee -repetía Rey con aplomo estoico.
Peaslee aguardó un momento, y luego prorrumpió en una carcajada, como aceptando su derrota, y sacudió algún hilillo imaginario de la chaqueta de tweed de Rey.
– Pues muy bien, blanquito. Por la pinta, debí darme cuenta de que era un dechado de virtud. Pero lo siento por usted, amigo, lo siento mucho. Los negros lo odian por ser blanco y todos los demás lo odian por ser negro. En cuanto a mí, yo juzgo a un tipo por si es listo o no. -Se señaló un lado de la cabeza-. Una vez me encontré en un pueblo de Luisiana, blanquito, donde podía verse la sangre blanca en la mitad de los niños negros. Las calles estaban llenas de híbridos. Imagino que a usted le gustaría vivir en un sitio como ése, ¿verdad?
Rey lo ignoró y buscó la llave en su bolsillo. Peaslee le dijo que él le haría los honores, y con uno solo de sus dedos de araña empujó la puerta de Rey y la abrió.
Rey levantó la vista, alarmado por primera vez desde su encuentro.
– Las cerraduras son para mí un juego, ya sabe -dijo Peaslee irguiendo la cabeza orgullosamente. Luego fingió entregarse, presentando las muñecas vueltas-. Puede usted empapelarme por allanamiento, patrullero. Oh, no, no; usted no puede.
Una mueca de despedida.
En la habitación no faltaba nada. Aquel último truco había sido una exhibición de poder a cargo del gran ladrón de cajas fuertes, por si a Nicholas Rey se le ocurría alguna idea poco sensata.
A Oliver Wendell Holmes le resultaba extraño salir de aquella manera con Longfellow, verlo pasar entre los rostros y los sonidos comunes, y entre los olores maravillosos y terribles de las calles, como si formara parte del mismo mundo que el conductor de un tiro de caballos que arrastraba una máquina de riego para limpiar la calle. No era que-el poeta nunca hubiese abandonado la casa Craigie en los últimos años, pero sus actividades en el exterior eran concretas y limitadas. Entregar pruebas de imprenta en Riverside Press, cenar con Fields a una hora con poco público en Revere o en casa Parker. Holmes se sentía avergonzado por haber sido el primero en tropezar con algo que de modo tan inconcebible pudo romper el pacífico retiro de Longfellow. Debió haberlo hecho Lowell. A él nunca se le hubiera ocurrido incurrir en la culpa de forzar a Longfellow a penetrar en el mundo, en la pavimentada Babilonia que desorientaba las almas. Holmes se preguntaba si Longfellow le guardaba resentimiento por eso; si era capaz de resentimiento o si era inmune a él, como lo era a tantas emociones desagradablemente humanas.
Holmes pensó en Edgar Allan Poe, que escribió un artículo titulado «Longfellow y otros plagiarios», acusando a Longfellow y a todos los poetas de Boston de copiar a todos los escritores, vivos y muertos, incluido el mismo Poe. Esto sucedía en la época en que Longfellow contribuía a mantener vivo a Poe prestándole dinero. Un Fields enfurecido prohibió definitivamente que apareciera cualquier escrito de Poe en las publicaciones de Ticknor y Fields. Lowell saturó los periódicos con cartas en las que demostraba sin lugar a dudas los ultrajantes errores en que habían incurrido los escritores de Nueva York. A Holmes lo atormentaba la idea de que cada palabra que escribía fuera, sin duda, un robo a algún poeta anterior, mejor que él, y en sus sueños no era infrecuente que el espectro de algún maestro desaparecido se le apareciera para pedirle cuentas. Longfellow, por su parte, no dijo nada públicamente, y en privado atribuía la actuación de Poe a la irritación de una naturaleza sensible mortificada por algún sentido indefinido del error. Y resultaba bastante notable para Holmes que Longfellow se entristeciera sinceramente por la melancólica muerte de Poe.
Ambos hombres llevaban al brazo ramos de flores y se dirigían a la parte de Cambridge que era menos pueblo y más ciudad. Rodearon la iglesia de Elisha Talbot, tratando de situar, a cada paso, el lugar de la terrible muerte de Talbot, deteniéndose bajo los árboles y sintiendo el terreno que pisaban entre las lápidas. Algunos transeúntes les pedían autógrafos en pañuelos o en el interior de los sombreros, a menudo al doctor Holmes, pero siempre a Longfellow. Aunque las horas nocturnas les hubieran garantizado un conveniente anonimato, Longfellow decidió que sería mejor aparecer como contritos visitantes al cementerio antes que exponerse a que los tomaran por ladrones de cadáveres.
Holmes estaba agradecido a Longfellow porque se había erigido en jefe los días que siguieron al acuerdo que… ¿Qué habían acordado hacer, con las vehementes palabras de Ulises quemándoles la lengua? Lowell dijo que era preciso investigar (siempre sacando pecho). Holmes prefería la expresión «hacer indagaciones», y así lo dejó puntualizado con Lowell.
Claro que era preciso contar con los escasos amigos de Dante aparte de ellos mismos. Algunos se hallaban en Europa, de forma temporal o permanente, incluido Charles Eliot Norton, el vecino de Longfellow, otro antiguo estudioso del poeta; y William Dean Howells, un joven acólito de Fields, enviado a Venecia. También estaba el profesor Ticknor, de setenta y cuatro años, encerrado en su biblioteca en soledad desde hacía tres décadas; y Pietro Bachi, antiguo lector de italiano dependiente tanto de Longfellow como de Lowell antes de ser despedido de Harvard; y todos los ex alumnos de los seminarios sobre Dante dictados por Longfellow y Lowell (más unos cuantos de la época de Ticknor). Se confeccionarían listas y se convocarían reuniones en privado. Pero Holmes rezaba para hallar una explicación antes de que pasaran por insensatos ante personas a las que respetaban y que, al menos hasta el presente, los habían respetado.
Si el escenario del crimen hubiera sido el entorno de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge, aquel día sus huellas ya estarían borradas. Si sus cábalas eran rigurosas, y el hoyo donde fue enterrada
Talbot hubiera estado en el camposanto, los diáconos de la iglesia lo habrían cubierto de césped a toda prisa. Un predicador muerto colocado cabeza abajo no sería el mejor reclamo para una congregación.
– Ahora miremos dentro -sugirió Longfellow, al parecer conforme con su total falta de progresos.
Holmes siguió de cerca los pasos de Longfellow.
En la parte de atrás, donde se hallaba la sacristía, que albergaba las oficinas y los vestuarios, había una gran puerta de pizarra en un muro, pero no comunicaba con otra estancia y allí no había otra ala de la iglesia.
Longfellow se quitó los guantes y recorrió con la mano la 'fría piedra. Sintió un amargo escalofrío detrás de él.
– ¡Sí! -susurró Holmes. El escalofrío penetró en él cuando abrió la boca para hablar-: ¡La bóveda, Longfellow! Ahí abajo está la bóveda…
Hasta tres años antes, las iglesias de la región acogían enterramientos en su subsuelo. Había allí lujosas bóvedas privadas que podían ser adquiridas por las familias, y había otras públicas, de categoría inferior, que albergaban a cualquier miembro de la congregación a cambio de una tarifa mínima. Durante años, esas bóvedas funerarias se consideraron un prudente uso del espacio en las ciudades muy pobladas, en las que los cementerios aumentaban la extensión. Pero cuando los bostonianos morían a cientos a causa de la fiebre amarilla, la Oficina de Sanidad Pública declaró que la causa era la proximidad de la carne en descomposición, y se prohibió rigurosamente la construcción de nuevas bóvedas bajo los terrenos de las iglesias. Las familias con suficiente dinero para permitírselo, trasladaron a sus queridos difuntos al monte Auburn y a otros bucólicos lugares recientemente acondicionados para el descanso eterno. Pero quedaron relegadas bajo el suelo las partes «públicas» -o sea, las más pobres-de las bóvedas, que eran la mayoría: hileras de féretros sin marcas, tumbas decrépitas, fosas comunes subterráneas.
– Dante encuentra a los simoníacos dentro de la pietra livida, la piedra lívida -dijo Longfellow.
Una voz temblorosa los interrumpió.
– ¿Puedo ayudarlos, buenas gentes?
El sacristán de la iglesia, la primera persona que se acercó a Talbot mientras se estaba quemando, era un hombre alto y delgado, que vestía una túnica larga y negra, y tenía el cabello blanco. Más que de cabello podía hablarse con propiedad de cerdas que se mantenían erizadas en todas direcciones, como en un cepillo. Sus ojos parecían mirar completamente abiertos, de manera que se asemejaba en todo momento a la imagen de un hombre que ve un fantasma.
– Buenos días, señor.
Holmes se le aproximó, subiendo y bajando el sombrero que tenía en las manos. Holmes hubiera querido que Lowell estuviese allí, o Fields, ya que ambos desprendían autoridad natural.
– Señor, mi amigo y yo quisiéramos que nos permitiera entrar en su bóveda funeraria subterránea, siempre que eso no le ocasione problemas.
El sacristán no dio muestras de haber entendido.
Holmes miró atrás. Longfellow permanecía de pie, con las manos dobladas sobre el bastón, con gesto plácido, como si fuera alguien que estaba allí sin haber sido invitado.
– Como le iba diciendo, mi buen señor, debe saber que es muy importante que nosotros… Bueno, yo soy el doctor Oliver Wendell Holmes. Soy titular de una cátedra de Anatomía y Fisiología en la escuela de medicina… En realidad, más un canapé que una cátedra, por la envergadura de quienes la ocupan. Es probable que usted haya leído alguno de mis poemas en…
– ¡Señor! -la chirriante voz del sacristán se aproximaba, al levantarla, a un grito de dolor-. ¿No sabe usted, jefe, que nuestro ministro fue hallado muerto…? -tartamudeó horrorizado y retrocedió-. Yo cuidaba del recinto y ni un alma entró o salió. ¡Por Dios, si llega a suceder ante mi vista! ¡Confieso que era un espíritu demoníaco que no necesitaba cuerpo físico, no era un hombre! -Se detuvo-. Los pies -añadió con una mirada fija, y por su aspecto parecía incapaz de continuar.
– Sus pies, señor -dijo el doctor Holmes, deseando oírlo, aunque él sabía muy bien que se refería a los de Talbot; lo sabía de primera mano-. ¿Qué pasa con ellos?
Los cuatro miembros del club Dante, dejando aparte al señor Greene, habían reunido todos los periódicos disponibles sobre la muerte de Talbot. Mientras que las verdaderas circunstancias de la muerte de Healey habían sido ocultadas durante varias semanas antes de su revelación, en las columnas de los diarios Elisha Talbot fue asesinado de todas las maneras concebibles, con una ligereza que hubiera hecho estremecerse a Dante, para quien cada castigo estaba ordenado por el amor divino. El sacristán Gregg, por su parte, no necesitaba conocer a Dante. Él era un testigo de aquello y depositario de la verdad. A su manera, poseía la fuerza y la sencillez de un antiguo profeta.
– Los pies -continuó el sacristán tras una prolongada pausa estaban en llamas, jefe; eran carros de fuego en la oscuridad de las bóvedas. Por favor, caballeros.
Dejó caer la cabeza con gesto de desaliento y les dirigió un ademán invitándolos a marcharse.
– Señor mío -dijo Longfellow en tono suave-, lo que nos trae es el fallecimiento del reverendo Talbot.
De inmediato el sacristán aflojó los párpados. Holmes no tenía claro si el hombre reconoció el rostro de barba plateada del amado poeta, o si se tranquilizó como la bestia salvaje por obra de la voz de Longfellow, conmovedoramente serena, con sonido de órgano. Holmes comprendió que, si el club Dante iba a conseguir algún avance en aquella empresa, se debería a que Longfellow ejercía el mismo dominio celestial sobre las gentes, con sólo su presencia, que el que poseía sobre la lengua inglesa a través de su pluma.
Longfellow prosiguió:
– Señor mío, aunque sólo podemos ofrecerle nuestra palabra acerca de nuestros propósitos, le rogamos que nos preste su ayuda. Por favor, confíe en nosotros aunque no podamos aportarle prueba alguna, pero me temo que somos los únicos capaces de hallar algún sentido a lo ocurrido. No podemos ser más explícitos.
El vasto y vacío recinto desprendía neblina. El doctor Holmes se abanicaba para repeler el aire fétido que le picaba en los ojos y los oídos como pimienta molida, mientras avanzaban con pasos breves y cautelosos hacia la estrecha bóveda. Longfellow respiraba más o menos libremente. Su sentido del olfato era limitado, lo que constituía una ventaja para él: le deparaba el placer de las flores primaverales y otros aromas agradables, pero rechazaba cualquier cosa malsana.
El sacristán Gregg explicó que la bóveda pública se extendía baje las calles de la ciudad a lo largo de varias manzanas y en dos direcciones.
Longfellow dirigió la luz de la linterna a las columnas de pizarra y luego la bajó para examinar los sencillos sarcófagos de piedra.
El sacristán empezó a hacer una observación sobre el reverendo Talbot, pero dudó.
– No crean que tengo una opinión pobre de él, jefes, si les digo esto, pero nuestro querido reverendo atravesaba esta bóveda, bueno francamente, no para asuntos de la iglesia.
– ¿Para qué venía aquí? -preguntó Holmes.
– Tomaba un camino más corto para llegar a su casa. A mí eso no me gustaba mucho, a decir verdad.
Uno de los fragmentos de papel desparramados por allí, con la: letras «A» y «H», olvidado por Rey, había quedado aprisionado bajo la bota de Holmes y se hundía en el espeso suelo.
Longfellow preguntó si alguien más pudo haber entrado en la bóveda desde arriba, desde la calle, por el lugar que utilizaba el ministro para salir.
– No -rechazó de plano el sacristán-. Esa puerta sólo puede abrirse desde dentro. La policía lo revisó todo y no encontró señale: de que alguien la hubiera manipulado. Tampoco las había que el reverendo Talbot hubiese alcanzado la puerta que daba a las calles la noche que pasó por aquí.
Holmes apartó a Longfellow, de modo que el sacristán no pudiera oírlos, y dijo en susurros:
– ¿No cree usted que es significativo que Talbot utilizara esto como atajo? Debemos preguntar algunas cosas más al sacristán. Todavía no nos consta la simonía de Talbot, ¡y esto podría ser un indicio de ella!
No habían encontrado nada que sugiriese que Talbot no fuera e buen pastor de su grey.
– Sin duda alguna -dijo Longfellow-, caminar por una bóveda funeraria no es un pecado en sí, por desaconsejable que resulte, ¿verdad? Además, sabemos que la simonía debe guardar relación con el dinero: tomarlo o pagarlo. El sacristán es un devoto de Talbot, como también la congregación, y formularle demasiadas preguntas sobre las costumbres de su ministro sólo serviría para que se cerrara en banda en lugar de facilitar información de buen grado. Recuerde que el sacristán Gregg, al igual que todo Boston, cree que la muerte de Talbot se ha debido al pecado de otro, no de la propia víctima.
– Pero ¿cómo logró entrar aquí nuestro Lucifer? Si la salida de la bóveda a la calle sólo se abre desde dentro… y el sacristán afirma que él estaba en la iglesia y que nadie entró en la sacristía…
– Quizá nuestro delincuente aguardó a que Talbot subiera las escaleras, saliera de la bóveda y luego lo empujara de nuevo al subterráneo desde la calle -aventuró Longfellow.
– Pero ¿excavar en el suelo tan rápidamente un hoyo lo bastante hondo como para que cupiera un hombre? Parece más probable que nuestro criminal acechara a Talbot, excavara el hoyo, aguardara y entonces lo agarrara, lo empujara al agujero, le empapara los pies con queroseno…
Delante de ellos, el sacristán se detuvo súbitamente. La mitad de sus músculos se paralizó y la otra mitad se agitó con violencia. Trató de hablar, pero sólo salió de su boca un triste gemido. Adelantando la barbilla, consiguió indicar una gruesa losa colocada sobre la suciedad que cubría el suelo de la bóveda. El sacristán retrocedió a toda prisa para acogerse a la seguridad de la iglesia.
El lugar estaba al alcance de la mano. Podía sentirse y olerse.
Longfellow y Holmes emplearon todas sus fuerzas para apartar la losa. En medio de la suciedad había un agujero redondo, suficientemente grande para acoger a una persona de mediana corpulencia. Conservado por la losa y liberado al ser retirada, el hedor de carne quemada se difundió como una pestilencia hecha de carne animal podrida y cebollas fritas. Holmes se cubrió el rostro con la bufanda.
Longfellow se arrodilló y tomó un puñado de cieno del borde del hoyo.
– Sí, tiene usted razón, Holmes. Este agujero es hondo y está bien formado. Debe haber sido excavado con antelación. El asesino hubo de aguardar la entrada de Talbot. Él, por su parte, penetra eludiendo de algún modo a nuestro agitado amigo el sacristán, golpea a Talbot dejándolo sin sentido, lo coloca cabeza abajo en el agujero y luego lleva a cabo su horrible acción -especuló Longfellow.
– ¡Imagine qué refinado tormento! Talbot debió permanece consciente de lo que estaba sucediendo, antes de que su corazón s, detuviera. La sensación de la propia carne quemándose… -Holmes casi se tragó la lengua-. No quiero decir, Longfellow… -Se maldijo a sí mismo por hablar tanto y luego por no aceptar con tranquila dad una equivocación-. ¿Sabe? Yo sólo quería decir…
Longfellow no pareció oírlo. Dejó resbalar la sucia losa entre su; dedos. Con precauciones, depositó un brillante ramo de flores en un punto próximo al hoyo.
– «Permanece aquí, pues has sido justamente castigado» -dijo Longfellow, citando un verso del canto decimonoveno, como si lo es tuviera leyendo en el aire frente a él-. Esto es lo que Dante le grita al dimoníaco con quien habla en el infierno, Nicolás III, mi querido Holmes.
El doctor Holmes estaba dispuesto a marcharse. El aire espeso promovía una revuelta en sus pulmones, y sus propias palabras entrecortadas le habían roto el corazón.
Longfellow, no obstante, dirigió el haz de su linterna de gas por encima del hoyo, que había permanecido intacto. No se introdujo en él.
– Debemos cavar más hondo, por debajo de lo que podemos vea del hoyo. A la policía nunca se le ocurriría hacerlo.
Holmes le dirigió una mirada incrédula.
– ¡No cuente conmigo! ¡A Talbot lo metieron en el agujero, no debajo de él, mi querido Longfellow!
– Recuerde lo que Dante le dice a Nicolás mientras el pecado: se revuelve en el mísero agujero de su castigo.
Holmes susurró para sí algunos versos:
– «Quédate ahí, pues eres castigado justamente…, y guarda tu mal ganada moneda… -Se detuvo en seco-. Guarda tu moneda.› Pero ¿Dante no despliega aquí su habitual sarcasmo, recriminando a pobre pecador porque en vida aceptó dinero?
– Así es, en efecto, como yo he leído el verso -confirmó Longfellow-. Pero Dante podría ser leído admitiendo que hace su afirmación en sentido literal. Cabría argumentar que la frase de Dante revela realmente que parte del contrapasso de los simoníacos es que son enterrados cabeza abajo con el dinero que en vida acumularon por medios inmorales debajo de sus cabezas. Seguramente, Dante pensó en las palabras con que, en los Hechos, san Pedro replica a Simón el Mago: «Sea ése tu dinero para perdición tuya.» Según esta interpretación, el hoyo que acoge al pecador de Dante se convierte en su bolsa para la eternidad.
Ante esta interpretación, Holmes emitió una variedad de sonidos guturales.
– Si cavamos -dijo Longfellow, con una ligera sonrisa-, sus dudas podrán disiparse. -Trató de alcanzar con su bastón el fondo del agujero, pero era demasiado profundo-. Creo que no llego.
Longfellow calculó el tamaño del hoyo y luego miró al pequeño doctor, que se retorcía a causa del asma. Después, Holmes permaneció quieto.
– Oh, pero, Longfellow… -Se asomó al hoyo-. ¿Por qué la naturaleza no me pidió mi opinión sobre mis características corporales?
No había nada que discutir, y además con Longfellow no hubiera sido posible discutir en sentido estricto, pues su carácter era inquebrantablemente apacible. Si Lowell hubiera estado allí, se habría puesto a cavar el hoyo como un conejo.
– Diez contra uno a que me rompo una uña.
Longfellow asintió, con expresión valorativa. El doctor cerró los ojos y deslizó primero los pies por el agujero.
– Es demasiado estrecho. No puedo inclinarme. No creo que pueda moverme para cavar.
Longfellow ayudó a Holmes a salir del hoyo. El doctor volvió a introducirse en la angosta abertura, esta vez de cabeza, mientras Longfellow lo agarraba de los pantalones grises a la altura de los tobillos. El poeta era hábil en el manejo de marionetas.
– ¡Con cuidado, Longfellow, con cuidado!
– ¿Ve usted lo suficiente?
Holmes apenas le oía. Escarbó en la tierra con las manos, metiéndosele bajo las uñas la húmeda suciedad, a la vez repulsivamente cálida y fría y dura como el hielo. Lo peor era el hedor, la persistente hediondez de la carne quemada que se conservaba en la estrecha sima. Holmes trataba de contener la respiración, pero esta táctica, unida a su pesada asma, le hizo sentir ligera la cabeza, como si pudiera despegársele como un globo.
Estaba donde había estado el reverendo Talbot, y cabeza abajo, como él. Pero, en lugar de fuego expiatorio en los pies, sentía las manos decididas del señor Longfellow.
La voz apagada de Longfellow flotó formulando una pregunta que revelaba preocupación. El doctor no pudo oírla, y tuvo una sensación de que sonaba desvaída, por lo que se preguntó inútilmente si una pérdida de conciencia podría hacer que Longfellow le soltase los tobillos y si él, mientras tanto, podría escurrirse hasta el centro de la tierra. La sucesión de pensamientos flotantes pareció continuar indefinidamente hasta que las manos del doctor tropezaron con algo.
Con la sensación de un objeto material, volvió la dura lucidez. Una pieza de alguna clase de tela. No: una bolsa. Una bolsa de tejido liso.
Holmes se estremeció. Trató de hablar, pero la pestilencia y la suciedad oponían unos terribles obstáculos. Por un momento, el pánico lo dejó helado, y luego recuperó la sensatez y agitó las piernas frenéticamente.
Longfellow, comprendiendo que eso era una señal, levantó el cuerpo de su amigo fuera de la cavidad. Holmes dio boqueadas para aspirar aire, escupiendo y barboteando, mientras Longfellow se inclinaba hacia él solícitamente. Holmes cayó de rodillas.
– ¡Vea esto, por Dios, Longfellow!
Holmes tiró del cordón que rodeaba el descubrimiento y abrió la bolsa incrustada de suciedad.
Longfellow miraba mientras el doctor Holmes depositaba mil dólares en billetes de curso legal sobre el suelo de la bóveda funeraria.
Y guarda tu mal ganada moneda…
En Wide Oaks, la vasta propiedad de la familia Healey desde hacía tres generaciones, Nell Ranney condujo a dos recién llegados a través del largo vestíbulo. Eran extrañamente esquivos. Sus cuerpos eran recios, eficientes, y sus ojos, rápidos e inquietos. Lo que más resaltaba a los ojos de la criada eran sus maneras de vestir, pues constituían una rareza aquellos dos estilos extravagantes y dispares.
James Russell Lowell, con una barba corta y un bigote caído, llevaba una más bien raída chaqueta cruzada, una chistera sin cepillar que parecía una burla dado lo informal de su vestimenta, y en su corbatín, anudado con un nudo marinero, una clase de alfiler que hacía tiempo no estaba de moda en Boston. El otro hombre, cuya abundante barba bermeja caía en cascada formando gruesos y fuertes rizos, se quitó los guantes, de color chillón, y se los echó al bolsillo de su levita de tweed escocés, impecablemente cortada, y bajo la cual, en torno a su vientre cubierto por un chaleco verde, se extendía una brillante cadena de oro de reloj, como un adorno de Navidad.
Nell se demoró en abandonar la estancia, incluso mientras Richard Sullivan Healey, el hijo mayor del juez presidente, saludaba a sus dos huéspedes.
– Dispensen el proceder de mi sirvienta -dijo Healey, después de ordenar a Nell Ranney que saliera-. Fue la que encontró el cuerpo de mi padre y lo trajo a la casa, y desde entonces me temo que examina a cada persona como si la considerase la responsable. Nos inquieta que imagine cosas casi tan demoníacas cómo las que se le ocurren a mi madre estos días.
– Desearíamos ver a la querida señora Healey esta mañana, si nos lo permites, Richard -dijo Lowell muy educadamente-. El señor Fields pensaba que podríamos tratar con ella sobre un libro conmemorativo en honor del juez presidente, y que podría editar Ticknor y Fields.
Era costumbre que los parientes, incluso los lejanos, visitaran a la familia de los recién fallecidos, pero el editor necesitaba un pretexto.
Richard Healey dibujó en su boca enorme una curva amigable. -Me temo que sea imposible visitarla, primo Lowell. Hoy tiene uno de sus días malos. Guarda cama.
– Vaya, no sabía que estuviera enferma -dijo Lowell inclinándose hacia delante con un toque de curiosidad malsana.
Richard Healey dudó y compuso una serie de parpadeos.
– No físicamente, al menos según los doctores. Pero ha desarrollado una manía que me temo haya empeorado las últimas semanas y también puede considerarse algo físico. Siente una presencia constante sobre ella. Perdón por expresarme vulgarmente, caballeros, pero cree que algo se arrastra sobre su carne, e insiste en que debe rascarse y ahondar en su piel, por más que el diagnóstico atribuye eso a imaginación.
– ¿Hay algo que podamos hacer para ayudarla, mi querido HE ley? -preguntó Fields.
– Encontrar al asesino de mi padre -respondió Healey esbozando una sonrisa triste.
Se dio cuenta, con cierta incomodidad, de que los dos hombres reaccionaban con miradas aceradas. Lowell deseaba ver dónde se había descubierto el cadáver de Artemus Healey. Richard Healey puso obstáculos a tan extraña demanda; pero, considerando las excentricidades de Lowell, atribuibles a la sensibilidad poética, acompañó a los dos hombres al exterior. Salieron por la puerta trasera de la mansión pasaron el jardín de flores y se internaron en el prado que conducía a la orilla del río. Healey se dio cuenta de que James Russell Lowell caminaba con sorprendente rapidez, con una zancada atlética que no se esperaría en un poeta.
Un viento fuerte llevó granos de arena fina a la barba y a la boca de Lowell. Con su gusto áspero en la lengua y un quiebro en la garganta, y con la imagen de la muerte de Healey en la mente, a Lowell se le representó una idea muy vívida.
Los tibios del canto tercero de Dante no escogen ni el bien ni mal; de ahí que sean rechazados a la vez por el cielo y por el infierno. Así pues, se les sitúa en una antecámara, no en el infierno propiamente dicho, y allí esas sombras cobardes flotan desnudas siguiendo un estandarte blanco, puesto que se habían negado a seguir una línea de acción en vida. Incesantemente padecen picaduras de tábanos y avispas, su sangre se mezcla con la sal de sus lágrimas y alimenta, a sus pies, a repugnantes gusanos. Esta carne pútrida da origen a más moscas y gusanos. Moscas, avispas y larvas eran los tres tipos de insectos hallados en el cuerpo de Artemus Healey.
Para Lowell, eso demostraba algo acerca de su asesino, que lo hacía real.
– Nuestro Lucifer sabía cómo transportar esos insectos -había dicho Lowell.
Hubo una reunión en la casa Craigie la primera mañana de su investigación, con el pequeño estudio inundado de periódicos y los dedos de todos manchados de tinta y de sangre después de pasar demasiadas páginas. Fields, revisando las notas que Longfellow había tomado en un diario, quería saber por qué Lucifer, nombre que Lowell había dado al adversario del grupo, escogió a Healey entre los tibios.
Lowell se tocaba pensativamente una de las guías de su bigote en forma de colmillo de morsa. Adoptaba un tono plenamente pedagógico cuando sus amigos se convertían en su audiencia.
– Bien, Fields; la única sombra que Dante individualiza en este grupo de tibios o neutrales es, según dice, la que consumó el gran rechazo. Debe tratarse de Poncio Pilato, pues fue él quien opuso el gran rechazo (el acto de neutralidad más terrible de la historia cristiana), cuando ni autorizó ni impidió la crucifixión del Salvador. De la misma manera, al juez Healey se le pidió que asestara un buen golpe a la Ley de Esclavos Fugitivos y no hizo nada al respecto. Devolvió a Savannah al esclavo huido Thomas Sims, que era sólo un muchacho, y allí fue azotado hasta sangrar y luego paseado por la ciudad para mostrar sus heridas. Y el viejo Healey no paraba de rezongar que no le correspondía a él quebrantar una ley aprobada por el Congreso. ¡No! En nombre de Dios, eso nos correspondía a todos nosotros.
– No existe solución conocida para el rompecabezas de este gran rifuto, el gran rechazo. Dante no da ningún nombre -convino Longfellow, apartando la gruesa columna de humo del cigarro de Lowell.
– Dante no puede nombrar al pecador -insistió apasionadamente Lowell-. Estas sombras que ignoraron la vida, «que nunca estuvieron vivas», como dice Virgilio, deben ser ignoradas en la muerte, mortificadas sin tregua por las criaturas más viles e insignificantes. Ése es su contrapasso, su castigo eterno.
– Un erudito holandés ha sugerido que esa figura no es Poncio Pilato, mi querido Lowell, sino más bien el joven de Mateo 19, 22, a quien se ofrece la vida eterna y la rechaza -dijo Longfellow-. El señor Greene y yo nos inclinamos por atribuir el gran rechazo al papa Celestino V, otro hombre que optó por un camino neutral al renunciar al solio pontificio, dando paso de este modo al ascenso del corrupto papa Bonifacio, responsable último del destierro de Dante.
– ¡Eso es limitar demasiado el poema de Dante a las fronteras de Italia! -protestó Lowell-. Típico de nuestro querido Greene. Es Pilato, casi puedo verlo ante nosotros, ceñudo, como debió de verlo Dante.
Fields y Holmes habían guardado silencio durante esta conversación. Ahora Fields manifestó amablemente, pero no sin reproche, que su trabajo no debía convertirse en una sesión del club. Tenían que encontrar la mejor manera de entender aquellas muertes, y para eso no debían limitarse a leer los cantos que daban pie a las muertes, sino meterse en ellos.
En ese momento, Lowell se mostró temeroso por primera vez ante lo que pudiera resultar de todo aquello.
– Bien, ¿qué es lo que sugiere?
– Debemos ver personalmente -dijo Fields-dónde se originaron las visiones de Dante.
Ahora, mientras avanzaba por la finca de los Healey, Lowell agarró por el brazo a su editor.
– Come la rena quando turbo spira -susurró. Fields no comprendió.
– Dígalo otra vez, Lowell.
Lowell se adelantó apresuradamente y se detuvo donde la oscura línea de cieno daba paso a un círculo de arena blanda y ligera. Se inclinó.
– ¡Aquí! -exclamó triunfalmente.
Richard Healey, que lo seguía a corta distancia, dijo:
– Sí, sí. -Cuando su mente comprendió, adoptó una expresión de pasmo-. ¿Cómo lo has sabido, primo? ¿Cómo has sabido que es aquí donde fue hallado el cadáver de mi padre?
– Oh -replicó Lowell disimulando-. Era fácil: tú parecías moderar el paso cuando yo he preguntado «¿Es aquí?». -Y volviéndose a Fields en busca de apoyo-: ¿Verdad que iba más despacio?
– Así lo creo, señor Healey -se apresuró a corroborar Fields, tomando aliento.
Richard Healey no creía haber acortado el paso.
– Ah, bien, pues la respuesta es sí -dijo, dando a entender que no ocultaba que se sentía impresionado por la intuición de Lowell y que ésta le inspiraba cautela-. Es aquí, en concreto, donde ocurrió, primo. En la parte más endiabladamente fea de nuestro terreno -añadió con amargura.
Era la única parte del prado donde nada podía crecer. Lowell pasó el dedo por la arena.
– Aquí fue -dijo, como si estuviera en trance.
Por vez primera, Lowell empezó a sentir una simpatía real y creciente por Healey. Allí lo habían dejado tendido, desnudo, para que fuera devorado. Lo peor era que tuvo un fin que él nunca hubiera comprendido, ni siquiera a posteriori, y tampoco su esposa o sus hijos. Richard Healey creyó que Lowell estaba al borde de las lágrimas. -Él siempre conservó un tierno lugar para ti en su corazón, primo -le dijo, y se arrodilló junto a Lowell.
– ¿Qué? -preguntó Lowell, a quien la simpatía se le quebró rápidamente.
Healey retrocedió ante aquella brusca réplica.
– El juez presidente. Tú eras uno de sus parientes favoritos. Oh, leía tu poesía, le dedicaba grandes elogios y sentía por ella gran admiración. Y siempre que llegaba el nuevo número de The North American Review, cargaba la pipa y se la leía de cabo a rabo. Aseguraba ver en ti un elevado sentido de las cosas verdaderas.
– ¿Eso decía? -preguntó Lowell algo azorado.
Lowell evitó la mirada sonriente de su editor, y musitó un forzado cumplido sobre la finura de criterio del juez presidente.
Cuando regresaron a la casa, se presentó un mozo con un bulto que había retirado de la oficina de correos. Richard Healey se excusó. Fields se llevó aparte a Lowell:
– ¿Cómo demonios supo usted dónde asesinaron a Healey, Lowell? De eso no hablamos en nuestras reuniones.
– Bien, cualquier dantista decente apreciaría la proximidad del río Charles a la finca de los Healey. Recuerde, los tibios sólo se encuentran a unas pocas varas del Aqueronte, el primer río del infierno.
– Sí. Pero las noticias del periódico no eran nada concretas en cuanto al lugar de la finca donde se efectuó el hallazgo.
– Los periódicos no me han servido ni para encender un cigarro -comentó Lowell yéndose por las ramas, retrasando su respuesta para gozar con la impaciencia de Fields-. Fue la arena lo que me dio la clave.
– ¿La arena?
– Sí, sí. Come la rena quando turbo spira. Recuerde a su Dante -le reprendió a Fields-. Imagine que penetra en el círculo de los tibios. ¿Qué vemos en cuanto dirigimos la mirada a la masa de pecadores?
Fields era un lector práctico y tendía a recordar las citas por la numeración de las páginas, el peso del papel, el diseño de la tipografía o el olor de la piel de becerro. Podía sentir en los dedos el roce de los cantos dorados de su edición de Dante.
– «Acentos de ira -recitó cuidadosamente el poema mientras iba traduciendo de memoria-, palabras de agonía y voces que gritaban y que enronquecían…»
No podía recordar. Lo que se empeñaba en recordar era lo siguiente, a fin de comprender lo que ahora Lowell sabía y que hacía la situación menos incontrolable. Había llevado consigo una edición de bolsillo de Dante en italiano y empezó a hojearla.
Lowell la apartó.
– ¡Más adelante, Fields! Facevano un tumulto, il qual s'aggira, sempre in quell' aura senza tempo tinta, come la rena quando turbo spira. «Formaban un tumulto, el cual gira / siempre en aquel aire sin tiempo, oscuro, / como la arena cuando el viento la arremolina.»
– Así pues… -dijo Fields digiriendo aquello.
Lowell exhaló impaciente.
– Los prados que se extienden detrás de la casa están ampliamente cubiertos de hierba ondulante o de cieno y rocas. Pero lo que soplaba sobre nuestras caras era algo muy diferente, arena de grano fino y suelto, así que seguí esa dirección. El castigo de los tibios produce en el infierno de Dante acompañado por un tumulto como la arena cuando el viento la arremolina. ¡Esa metáfora de la arena no es lenguaje ocioso, Fields! Es el emblema de las mentes cambiantes e inestables de esos pecadores, que escogieron no hacer nada cuando tenían el poder de actuar, y así, en el infierno, ¡se desprendieron de ese poder!
– ¡Caramba, Jamey! -dijo Fields alzando demasiado la voz. La criada pasaba un plumero por una pared adyacente. Fields no se percató de ello-. ¡Caramba y recaramba! ¡Arena que se arremolina! Los tres tipos de insectos, la bandera, el río cercano, todo encaja. Pero ¿la arena? Si nuestro diablo puede escenificar incluso una metáfora tan nimia de Dante y convertirla en hechos…
Lowell asintió con expresión sombría.
– Realmente es un dantista -concluyó con un deje de admiración.
– ¿Señores?
Nell Ranney apareció junto a los poetas y ambos retrocedieron de un salto. Lowell le preguntó en tono brusco si había estado escuchando. Ella sacudió su robusta cabeza con un gesto de protesta.
– No, buen señor, se lo juro. Pero me pregunto si… -Miró nerviosamente por encima de un hombro y luego del otro-. Ustedes, caballeros, son diferentes de los demás que vienen a presentar sus respetos. La manera como miraban la casa… y el terreno donde… ¿Vendrán ustedes otra vez? Debo…
Richard Healey regresó y, dejando la frase a la mitad, la criada cruzó al otro lado del enorme vestíbulo, como una maestra del arte doméstico de la evasión.
Richard suspiró pesadamente, deshinchando la mitad del volumen de su amplio pecho, semejante a un barril.
– Desde que se anunció nuestra recompensa, cada mañana siento el insensato renacer de la esperanza, saltando de cabeza sobre el correo, pensando de veras que en algún sitio la verdad aguarda ser compartida. -Se dirigió a la chimenea y arrojó el último montón de cartas-. No podría decir si la gente es cruel o simplemente está loca.
– Dime, mi querido primo -dijo Lowell-, ¿la policía no tiene ninguna información que pueda ayudarte?
– La venerada policía de Boston. Te digo, primo Lowell, que agarran a todos los endiablados criminales que pueden encontrar, se los llevan a la comisaría ¿y sabes lo que resulta de eso?
Realmente Richard esperaba una respuesta. Lowell replicó que no lo sabía, ronco a causa de la ansiedad.
– Bien, pues yo te lo diré. Uno de ellos saltó por una ventana y se mató. ¿Puedes imaginarlo? El agente mulato que supuestamente trató de salvarlo dijo algo de que murmuró unas palabras que no pudo entender.
Lowell se adelantó y agarró a Healey como para sacar algo más de él, sacudiéndolo. Fields tiró a Lowell de la chaqueta.
– ¿Has dicho un agente mulato? -preguntó Lowell.
– La venerada policía de Boston -repitió Richard con amargura contenida-. Deberíamos contratar a un detective privado -dijo frunciendo el ceño-, pero ésos son casi tan endiabladamente corruptos como la policía de la ciudad.
De una habitación de arriba llegaron unos lamentos, y Roland Healey bajó corriendo hasta la mitad de la escalera. Le dijo a Richard que su madre estaba sufriendo otro ataque.
Richard se fue a toda prisa, pero advirtió, mientras subía, que Nell Ranney se había quedado mirando en dirección a Lowell y Fields. Se inclinó sobre el amplio pasamano y le ordenó:
– Nell, haz el favor de acabar el trabajo en el sótano.
Aguardó hasta que ella bajó la escalera, que era la continuación de aquella en la que él se encontraba.
– Así que el patrullero Rey investigaba el asesinato de Healey cuando oyó el susurro -dijo Fields al quedarse él y Lowell solos.
– Y ahora sabemos quién era el que susurró, quién murió ese día en la comisaría. -Lowell se quedó pensativo un momento-. Debemos averiguar qué ha asustado tanto a esa criada.
– Cuidado, Lowell. La perjudicará gravemente si Healey lo ve. -La inquietud de Fields mantuvo quieto a Lowell-. En cualquier caso, él ha dicho que esa mujer imagina cosas.
En aquel momento se produjo un ruidoso estampido en la cercana cocina. Lowell se aseguró de que continuaban solos y se dirigió a la puerta de la cocina. Llamó con golpes ligeros. No hubo respuesta. Empujó la puerta y pudo oír un ruido residual por el lado del horno: la vibración del montaplatos, que acababan de hacerlo saltar desde el sótano. Abrió la puerta del camarín del montaplatos, de paneles de madera. Estaba vacío, salvo por una hoja de papel.
Pasó corriendo junto a Fields.
– ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ocurre? -preguntó Fields.
– ¡Vaya con el montaplatos! Necesito encontrar el estudio. Quédese aquí y vigile, asegúrese de que el joven Healey aún no vuelve -dijo Lowell.
– Pero, Lowell -protestó Fields-, ¿qué hago si regresa?
Lowell no contestó, y alargó la nota al editor.
El poeta recorrió a toda prisa las salas, mirando por las puertas abiertas hasta que encontró una bloqueada por un sofá. Lo apartó y se coló dentro con rapidez. La habitación se había limpiado, pero someramente, como si en medio de la operación la perspectiva de permanecer allí hubiera sido demasiado dolorosa para Nell Ranney o para alguna de las sirvientas más jóvenes. Y no precisamente porque fuera allí donde Healey murió, sino por el recuerdo del juez Healey vivo, contenido en la fragancia del cuero de los viejos libros.
Lowell podía oír los gemidos de Ednah Healey, que le llegaban desde arriba en un terrible crescendo, y trató de ignorar que estaban en una casa mortuoria.
Fields, de pie en el vestíbulo, solo, leyó la nota escrita por Nell Ranney: Me dijeron que esto debo guardármelo para mí, pero no puedo, y no sé a quién decírselo. Cuando llevé al juez Healey a su estudio, murmuró en mis brazos antes de morir. ¿Puede ayudarme alguien?
– ¡Santo Dios! -exclamó Fields, dejando caer involuntariamente la nota-. ¡Aún estaba vivo!
En el estudio, Lowell se arrodilló y acercó la cabeza al suelo.
– Aún estaba usted vivo -murmuró-. El gran rechazador. Por eso lo eliminaron. -Hablaba como dirigiéndose con amabilidad a Artemus Healey-. ¿Qué le dijo Lucifer? Usted trató de decirle algo a su criada cuando lo encontró. ¿O trataba de preguntarle algo?
Todavía vio motas de sangre en el pavimento. Y vio algo más a lo largo de los bordes de la alfombra: larvas semejantes a gusanos aplastadas, partes de extraños insectos que Lowell no reconoció; las alas y los tórax de unos pocos de los insectos de ojos ígneos que Nell Ranney había despanzurrado sobre el cuerpo del juez Healey. Revolvió en el atestado escritorio de Healey hasta que encontró una lupa, y con ella enfocó los insectos. También ellos tenían restos de la sangre del juez.
De repente, de debajo de unos montones de papeles, detrás de la mesa escritorio, surgieron cuatro o cinco moscas de ojos de fuego y enfilaron en hilera hacia Lowell.
Jadeó estúpidamente y tropezó con una pesada butaca, se golpeó la pierna con un paragüero de hierro colado y cayó al suelo. Se apoderó de Lowell la sed de venganza, y descargó metódicamente un pesado libro ' de derecho sobre cada una de las moscas.
– No vayáis a creer que podéis meterle miedo a un Lowell.
Entonces sintió una leve picazón por encima del tobillo. Una mosca se había deslizado por dentro de la pernera del pantalón, y cuando Lowell la levantó, la mosca, desorientada, fue de un lado para otro tratando de escapar. Lowell la aplastó contra la alfombra con el tacón de la bota, experimentando un placer infantil. En ese momento advirtió una abrasión roja inmediatamente encima del tobillo, allá donde se había golpeado con el paragüero.
– ¡Malditas seáis! -exclamó dirigiéndose a la difunta infantería de moscas.
Se paró en seco al observar que las cabezas de las moscas parecían tener expresiones de hombres muertos. Fields murmuró desde fuera que se diera prisa. Lowell, con la respiración entrecortada, ignoró las advertencias hasta que se oyeron pasos y voces procedentes del piso superior.
Lowell sacó su pañuelo, bordado por Fanny Lowell con las iniciales JRL, y recogió los insectos que acababa de matar, así como otras partes de insectos que pudo encontrar. Guardándose ese cargamento en la chaqueta, corrió fuera del estudio. Fields lo ayudó a mover de nuevo el sofá a su lugar cuando ya se acercaban las voces de sus atribulados primos.
El editor estaba ansioso de noticias.
– Bien, bien, Lowell. ¿Ha encontrado algo?
Lowell dio unos golpecitos sobre el bolsillo, donde llevaba el pañuelo.
– Testigos, mi querido Fields.