La forma rectangular de la biblioteca de Longfellow había sido un ideal comedor de oficiales para la plana mayor del general Washington, y en años posteriores sirvió como salón de banquetes de la señora Craigie. Ahora, Longfellow, Lowell, Fields y Nicholas Rey se sentaban a la bien pulida mesa, mientras Holmes caminaba a su alrededor y se explicaba.
– Mis pensamientos se me impusieron con gran rapidez. Limítense a escuchar mis razones antes de mostrarse de acuerdo o de disentir a cada paso -dijo, dirigiéndose en particular a Lowell, y todos salvo Lowell así lo entendieron-. Creo que Dante ha estado diciéndonos la verdad todo el tiempo. Describe su sentir mientras se dispone a dar los primeros pasos en el infierno, tembloroso e inseguro. «E io sol», etcétera. Mi querido Longfellow, ¿cómo tradujo eso?
– «Y yo solo, únicamente yo me aprestaba para sostener la guerra / tanto del camino como de la piedad / que retratará la mente que no yerra.»
– ¡Sí! -exclamó Holmes orgullosamente, recordando su propia traducción, que se asemejaba a aquélla. Pero no era el momento de recrearse en su talento, aunque no dejó de preguntarse qué opinaría Longfellow de su versión-. Hay una guerra, ¡una guerra!, en dos frentes para el poeta. En primer lugar, las penalidades del descenso físico al infierno, y también el desafío al poeta de grabarlo en su memoria para transformar la experiencia en poesía. Las imágenes del mundo dantesco se suceden libremente en mi cerebro, sin ningún obstáculo.
Nicholas Rey escuchó cuidadosamente y abrió su libreta de notas.
– Dante no era extraño a las servidumbres físicas de la guerra, mi querido oficial -dijo Lowell-. A los veinticinco años, la misma edad de muchos de nuestros muchachos de azul, luchó en Campaldino con los güelfos y, el mismo año, en Caprona. Dante proyecta esas experiencias en el Inferno, para describir sus horribles tormentos. Al final, Dante fue desterrado, pero no por sus rivales gibelinos, sino a causa de una escisión interna de los güelfos.
– Las subsiguientes guerras civiles florentinas le inspiraron su visión del infierno y su búsqueda de redención -prosiguió Holmes-. Piensen también cómo Lucifer toma las armas contra Dios y cómo, en su caída desde los cielos, el otrora ángel más brillante se convierte en la fuente de todo mal a partir de la caída de Adán. La caída física de Lucifer en la tierra, tras ser expulsado de lo alto, es lo que abre un gran abismo en el suelo, el sótano de la tierra que Dante descubre como el infierno. Así pues, la guerra creó a Satán. La guerra creó el infierno. La elección que hace Dante de las palabras nunca es fortuita. Yo sugeriría que los acontecimientos en nuestras propias circunstancias señalan abrumadoramente hacia una única hipótesis: nuestro asesino es un veterano de guerra.
– ¡Un soldado! El juez presidente del Tribunal Supremo de nuestro estado, un prominente predicador unitarista, un rico comerciante -dijo Lowell-. ¡Un soldado rebelde derrotado se venga de lo más representativo de nuestro sistema yanqui! ¡Pues claro! ¡Qué tontos hemos sido!
– Dante no prestaba lealtad mecánicamente a una u otra etiqueta política -observó Longfellow-. Quizá muestra mayor indignación contra los que compartían sus puntos de vista, pero no cumplían sus obligaciones, los traidores… Podría ser el caso de un veterano de la Unión. Recuerden que cada asesinato ha demostrado una familiaridad grande y natural de nuestro Lucifer con el trazado de Boston.
– Sí -admitió Holmes con impaciencia-. Por eso precisamente no pienso en un simple soldado sino en un Billy Yank. Piensen en nuestros soldados, que todavía visten su uniforme por la calle, y en los mercados. A menudo me he sentido confuso al ver uno de esos grandes especímenes: ha regresado a casa, pero sigue llevando las ropas de un soldado. ¿A qué guerra lo han mandado ahora?
– Pero ¿encaja eso con lo que sabemos de los asesinatos, Wendell? -lo apremió Fields.
– Creo que clarísimamente. Empecemos con el asesinato de Jennison. Bajo esta nueva luz, se me ocurre pensar concretamente en el arma que pudo haberse empleado.
Rey asintió.
– Un sable militar.
– ¡Justo! -aprobó Holmes-. Precisamente la clase de hoja que concuerda con las heridas. Ahora bien, ¿quién ha sido instruido en su manejo? Un soldado. Y el fuerte Warren, la elección del escenario para ese crimen… ¡Un soldado que hizo allí la instrucción o que estuvo de guarnición en ese lugar lo conocería bastante bien! Aún hay más: los mortales gusanos de Hominivorax que se dieron un banque1 te a expensas del juez Healey… proceden de algún lugar fuera de Massachusetts, de un lugar cálido y pantanoso, según insiste el profesor Agassiz. Tal vez traídos por un soldado como recuerdo de los más profundos pantanos del Sur. Wendell Junior dice que moscas y larvas eran una presencia constante en el campo de batalla y entre los miles de heridos abandonados a su suerte un día o una noche.
– En ocasiones, los gusanos no afectaban a los heridos -elijo Rey-. Otras veces, parecía que destruían a un hombre, ante lo que los cirujanos se mostraban impotentes.
– Se trataba de Hominivorax, aunque los cirujanos militares no sabrían diferenciarlos de una familia de escarabajos. Alguien familiarizado con sus efectos sobre los heridos los trajo desde el Sur y los utilizó contra Healey -continuó Holmes-. Una y otra vez nos hemos maravillado de la gran fuerza física de Lucifer, capaz de transportar al corpulento juez Healey hasta la orilla del río. Pero ¡cuántos camaradas debió cargar en sus brazos un soldado en plena batalla sin pensarlo dos veces! También hemos sido testigos de la facilidad de, Lucifer para reducir al reverendo Talbot, y para hacer trizas con no menos aparente facilidad al robusto Jennison.
– ¿Ha dado usted con nuestro «ábrete, sésamo», Holmes? -exclamó Lowell.
– Todos los asesinatos son actos cometidos por alguien familiarizado con los trucos para asediar y matar -prosiguió Holmes-. Y con las heridas y el sufrimiento de la batalla.
– Pero ¿por qué un nordista iba a convertir en objetivo a su propia gente? ¿Por qué convertir en objetivo Boston? -preguntó Fields, sintiendo la necesidad de que a alguien le correspondiera expresar dudas-. Nosotros fuimos los vencedores. Y vencedores del lado justo.
– Esta guerra fue distinta de cualquier otra desde la Revolución en cuanto a sentimientos confusos -dictaminó Rey.
– No era la batalla de nuestro país contra los indios o los mexicanos -apostilló Longfellow-; eso fue poco más que unas conquistas. Los soldados que se preocupaban de pensar por qué luchaban estaban imbuidos de la noción del honor de la Unión, de la libertad de una raza esclavizada, de la restauración del buen orden del universo. ¿Y qué hacen los soldados cuando regresan a casa? Los logreros que antes vendían fusiles y uniformes de mala calidad, ahora circulan en berlinas por nuestras calles y prosperan en mansiones de Beacon Hill con puertas de roble.
– Dante -dijo Lowell-, que fue expulsado de su hogar, pobló el infierno con gentes de su propia ciudad, incluso de su familia. Hemos dejado a muchos soldados desamparados mientras agitábamos poesías que cantaban la moral y los uniformes manchados de sangre. Ellos son desterrados de sus vidas anteriores, como Dante; se convierten en facciones dentro de sí mismos. Y consideren lo pronto que empezaron estos asesinatos, como pisando los talones al fin de la guerra. ¡Unos pocos meses! Sí, parece que las cosas encajan, caballeros. La guerra perseguía una abstracción moral, la libertad, pero los soldados libraron sus batallas por algo muy concreto: campos y frentes, organizados en regimientos, compañías y batallones. Los verdaderos movimientos en la poesía de Dante tienen algo de ligero, de decisivo, casi de militar en su naturaleza. -Se puso en pie y abrazó a Holmes-. Esta visión, mi querido Wendell, es celestial.
Cundió en la estancia un sentimiento colectivo de realización, y todos aguardaron el asentimiento de Longfellow, que llegó en forma de tranquila sonrisa.
– ¡Tres hurras por Holmes! -exclamó Lowell.
– ¿Por qué no me dedican tres veces tres? -preguntó Holmes adoptando una postura caprichosa-. ¡Puedo resistirlo!
Augustus Manning se plantó ante la mesa de su secretario, y se puso a tamborilear con los dedos en el borde.
– ¿Todavía no ha respondido ese Simon Camp a mi petición de una entrevista?
El secretario de Manning negó con la cabeza.
– No, señor. Y en el Hotel Marlboro dicen que ya no se aloja allí. Cuando se fue no dejó dirección alguna.
Manning estaba lívido. No se había fiado enteramente del detective de Pinkerton, pero tampoco pensó que fuera un tramposo sin más.
– ¿No le parece raro que primero se presente un oficial de policía a preguntar sobre la clase de Lowell y luego el hombre de Pinkerton, al que pagué para averiguar más sobre Dante, deje de responder a mis llamadas?
El secretario no contestó, pero luego, al advertir que se esperaba su respuesta, asintió, deseoso de agradar.
Manning se volvió y se puso a mirar por la ventana, desde la que se veía el edificio principal de Harvard.
– Para mí que Lowell ha tenido algo que ver en todo esto. Dígame me otra vez, señor Cripps, ¿quién está matriculado en el curso sobre Dante? Edward Sheldon y… Pliny Mead, ¿no es así?
El secretario encontró la respuesta en un montón de papeles.
– Edward Sheldon y Pliny Mead, exacto.
– Pliny Mead. Un buen estudiante -dijo Manning, acariciándose la rígida barba.
– Bien; lo era, señor. Pero en las últimas calificaciones ha dado un bajón.
Manning se volvió hacia él, muy interesado.
– Sí, ha descendido unos veinte lugares en la clase -explicó el secretario, encontrando la documentación y probando orgullosamente los hechos-. ¡Oh, sí, cayó de una manera abrupta, doctor Manning! Principalmente, al parecer, por la calificación del profesor Lowell en francés, correspondiente al último período académico.
Manning tomó los papeles de su secretario y los leyó.
– ¡Qué vergüenza para el señor Mead! -dijo Manning sonriendo para sí-. Una terrible, terrible vergüenza.
Avanzada la noche en Boston, J. T. Fields acudió al despacho de abogado de John Codman Ropes, un jorobado que había convertido la guerra en una dedicación profesional, después de que su hermano pereciera en el campo de batalla. Se decía que sabía más sobre combates que los mismos generales que los libraron. Como convenía a un genuino experto, respondió sin ostentación alguna a las preguntas de Fields. Ropes llevaba una lista con muchos hogares de ayuda a los soldados, organizaciones de caridad fundadas, muchas de ellas en iglesias, otras en edificios abandonados o en almacenes, para alimentar y vestir a veteranos pobres o que se esforzaban por reintegrarse a la vida civil. Si uno buscaba a soldados con problemas, esos hogares serían el lugar adonde acudir.
– No hay nada parecido a un directorio con sus nombres, claro, y yo diría que a esas pobres almas no se las puede identificar a menos que ellas quieran, señor Fields -explicó Ropes al término de la entrevista.
Fields caminó con paso vigoroso calle Tremont arriba, en dirección al Corner. Llevaba semanas dedicando sólo una fracción de su tiempo usual a los negocios, y le preocupaba que su buque embarrancara si permanecía ausente del timón mucho más tiempo.
– Señor Fields.
– ¿Quién está ahí? -Fields se detuvo y volvió sobre sus pasos hacia un callejón-. ¿Se dirige usted a mí, señor?
No podía ver al que había hablado, a causa de la débil luz. Fields avanzó despacio entre los edificios, en medio de un hedor a cloaca.
– Muy bien, señor Fields. -El hombre, de elevada estatura, salió de las sombras y se quitó el sombrero con su mano enguantada. Sirnon Camp, el detective de Pinkerton, le dirigió una sonrisa-. Esta vez no tiene usted a su amigo el profesor para que me apunte con su fusil, ¿verdad?
– ¡Camp! Deje de molestarme. Le pagué más de lo que hubiera debido. Y ahora, adiós.
– Usted me pagó, sí. A decir verdad, tomé este caso como algo aburrido, una mosca en mi taza, una bobada. Pero usted y su amigo me dieron que pensar. ¿Por qué unos señorones como ustedes se excitaron hasta el punto de soltar oro para que yo no me metiera en el cursito ese de literatura del profesor Lowell? ¿Y qué indujo al profesor Lowell a interrogarme como si yo le hubiera pegado un tiro a Lincoln?
– Me temo que un hombre como usted nunca entendería lo que los hombres de letras aprecian -dijo nerviosamente Fields-. Es lo nuestro.
– Oh, ya lo creo que lo entiendo. Ahora lo entiendo. Recordé algo acerca de esa hormiguita del doctor Manning. Mencionó a un policía que lo visitó para preguntarle sobre el curso de Dante del profesor Lowell. El viejo estaba frenético por eso. Entonces yo empecé a. pensar: ¿qué hace la policía de Boston ocupándose de un muerto? Bueno, pues tiene que ver con ese asuntillo de los asesinatos.
Fields trató de no exteriorizar su pánico.
– Debo acudir a una cita, señor Camp.
Camp sonrió beatíficamente.
– Entonces pensé en ese chico, Pliny Mead, que soltó todo lo que tenía en la punta de la lengua sobre los bárbaros y horripilantes castigos contra la humanidad en ese poema de Dante. Y empecé a juntar todas las piezas. Visité de nuevo a su señor Mead y le formulé preguntas más concretas, señor Fields -dijo, inclinándose hacia delante con fruición-. Conozco su' secreto.
– Disparates sin sentido. ¡No tengo ni idea de lo que está usted hablando, Camp! -exclamó Fields.
– Conozco el secreto del club Dante, Fields. Sé la verdad acerca de esos asesinatos, y por eso me pagó para que me largara.
– ¡Eso es una calumnia aventurada y malévola! -dijo Fields echando a andar para salir del callejón.
– Pues entonces iré a la policía -replicó Camp fríamente-. Y luego, a los periodistas. Y por mi cuenta, volveré a ver al doctor Manning, de Harvard, que anda buscándome. Ya veremos lo que hacen todos ellos con los disparates sin sentido.
Fields se volvió y dirigió a Camp una dura mirada.
– Si sabe lo que dice saber, ¿qué seguridad tiene de que nosotros no seamos los responsables de esas muertes y que no acabemos matándolo a usted, Camp?
Camp sonrió.
– No se tire faroles, Fields. Ustedes son hombres de libros, y eso es lo que seguirán siendo hasta que cambie el orden natural del mundo.
Fields se detuvo y tragó saliva. Miró en derredor para asegurarse de que no había testigos.
– ¿Y a cambio de qué nos dejaría usted en paz, Camp?
– Para empezar, tres mil dólares… exactamente dentro de quince días.
– ¡Ni hablar!
– Las recompensas ofrecidas a cambio de información son muy superiores, señor Fields. Quizá Burndy no tenga nada que ver con todo esto. Yo no sé quién mató a esos hombres ni me importa. Pero un jurado los consideraría culpables cuando se enterara de que usted me pagó para que me largara cuando fui a preguntar por Dante… ¡y me amenazaron con un arma de fuego!
Fields se dio cuenta de todo en seguida, de que Camp estaba actuando así para vengarse de su propia cobardía frente al fusil de Lowell.
– Usted es un pequeño y sucio insecto -dijo Fields sin poder contenerse.
Camp pareció no tomárselo en cuenta.
– Pero un insecto digno de confianza, puesto que usted contó con él para nuestro acuerdo. Incluso los insectos tienen deudas que saldar, señor Fields.
Fields acordó una cita con Camp en el mismo lugar dos semanas más tarde.
Les contó las novedades a sus amigos. Tras su impresión inicial, los miembros del club Dante decidieron que no tenían medios para evitar que Camp llevara adelante sus planes.
– ¿Y qué importa? -dijo Holmes-. Usted ya le dio diez monedas de oro y eso no sirvió para nada. Volverá por más, con la mano extendida.
– Lo que Fields le dio fue un aperitivo -comentó Lowell.
No podían confiar en que una cantidad de dinero asegurase su secreto. Además, Longfellow no querría oír hablar de sobornos para proteger a Dante o a ellos mismos. Dante pudo haber pagado el fin de su destierro y lo rechazó, en una carta que después de transcurridos los siglos conservaba el apasionamiento con que fue escrita. Prometieron olvidarse de Camp. Debían seguir sin descanso la pista militar del caso. Aquella noche, se esforzaron en la revisión de archivos procedentes de la oficina de pensiones del ejército, que Rey había tomado prestados, y visitaron varios hogares de asistencia a soldados.
Fields no regresó a su casa hasta casi la una de la madrugada, para exasperación de Annie. En cuanto penetró en el vestíbulo se dio cuenta de que las flores que enviaba a casa todos los días estaban amontonadas en la mesa junto a la entrada, visiblemente sin colocar en un jarrón. Tomó el ramo más fresco y se reunió con Annie en la sala de recibir. Estaba sentada en el sofá de terciopelo verde, escribiendo en su Diario de acontecimientos literarios y observaciones sobre personas de interés.
– Honradamente, querido, ¿podría verte menos aún de lo que te veo?
No levantó la mirada, y su hermosa boca hizo un mohín. Su cabello color jacinto le cubría las orejas.
– Te prometo que las cosas mejorarán. Este verano… Me esforzaré lo mínimo en el trabajo e iremos todos los días a Manchester. Osgood casi está en condiciones de convertirse en socio. ¡Ese día bailaremos!
Ella volvió el rostro y fijó los ojos en la alfombra gris.
– Conozco tus obligaciones. Pero yo gasto mis energías en el gobierno de la casa, sin pasar un momento contigo como recompensa. Apenas he dedicado una hora a estudiar o a leer, excepto cuando estaba demasiado cansada. Catherine ha vuelto a caer enferma, y la lavandera debe de estar en su cama, en la habitación de la criada del piso de arriba…
– Ahora estoy en casa, mi amor…
– No, no estás.
Tomó su abrigo y su sombrero, que sostenía la criada de la planta baja, y se los devolvió.
– ¿Querida?
El rostro de Fields se ensombreció. Ella se alisó la bata y empezó a subir la escalera.
– Un recadista del Corner vino a buscarte con la máxima urgencia hace unas horas.
– ¿A esta hora de brujas?
– Dijo que debías ir allí o que se temía que la policía llegara antes.
Fields quiso seguir a Annie escaleras arriba, pero se apresuró a acudir a sus oficinas de la calle Tremont, donde encontró a su jefe administrativo, J. R. Osgood, en la habitación de atrás. Cecilia Emory, la recepcionista del vestíbulo, ocupaba un cómodo sillón, sollozando y escondiéndose la cara. Dan Teal, el mozo del turno de noche, estaba sentado tranquilamente, aplicándose un pañuelo al labio ensangrentado.
– ¿Qué pasa? ¿Qué le ha ocurrido a la señorita Emory? -preguntó Fields.
Osgood apartó a Fields de la muchacha, presa de la histeria.
– Se trata de Samuel Ticknor. -Osgood hizo una pausa para escoger las palabras-. Ticknor estaba besando a la señorita Emory detrás del mostrador, fuera del horario de trabajo. Ella se resistió, le gritó que se detuviera e intervino el señor Teal. Me temo que el señor Teal hubo de reducir físicamente al señor Ticknor.
Fields se acercó una silla y animó amablemente a Cecilia Emory:
– Puede usted hablar con libertad, querida.
La señorita Emory se esforzó por contener el llanto.
– Lo siento, señor Fields. Necesito este empleo, y él dijo que si yo no hacía lo que me pedía… Bien, él es el hijo de William Ticknor, y ellos dicen que usted pronto deberá nombrarlo socio junior debido a su nombre…
Se cubrió la boca con la mano, como si quisiera no haber pronunciado aquellas terribles palabras.
– ¿Usted… lo rechazó? -preguntó Fields con delicadeza.
Ella asintió.
– Es un hombre fuerte. Gracias a Dios…, el señor Teal estaba allí.
– ¿Cuánto ha durado eso con el señor Ticknor, señorita Emory? -preguntó Fields.
Cecilia respondió entre sollozos:
– Tres meses. -Casi el tiempo que llevaba contratada-. ¡Pero pongo a Dios por testigo de que nunca hubiera querido hacerlo, señor Fields! ¡Debe usted creerme!
Fields le dio unos golpecitos en la mano y le habló paternalmente:
– Mi querida señorita Emory, escúcheme. Dado que es usted huérfana, pasaré por alto esto y le permito conservar su puesto. Ella asintió valorativamente y le echó los brazos al cuello. Fields se puso en pie.
– ¿Dónde está él? -le preguntó a Osgood.
Estaba furioso. Aquello era una falta de lealtad de la peor especie.
– Lo tenemos en la habitación de al lado, esperándolo, señor Fields. Debo decirle que ha negado la versión que ha dado ella.
– Si algo sé de la naturaleza humana, esa chica era completamente inocente, Osgood. Señor Teal -dijo, volviéndose al mozo-. ¿Ha sido usted testigo de todo cuanto ha dicho la señorita Emory?
Teal respondió hablando muy despacio, con la boca moviéndose arriba y abajo como era habitual en él.
– Estaba disponiéndome a marcharme, señor. Vi a la señorita Emory debatiéndose y pidiéndole al señor Ticknor que la dejara. Así que le pegué hasta que se detuvo.
– Es usted un buen chico, Teal -dijo Fields-. No olvidaré su ayuda.
Teal no supo qué contestar.
– Señor, tengo que estar en mi otro trabajo por la mañana. De día soy conserje en la universidad.
– Oh.
– Este empleo lo es todo para mí -añadió apresuradamente Teal-. Si necesita algo más de mí, señor, por favor, dígamelo.
– Antes de marcharse quiero que escriba todo lo que ha visto y hecho, señor Teal. En caso de que intervenga la policía, necesitamos un informe -dijo Fields. Se dirigió a Osgood para que facilitara a Teal papel y una pluma-. Y cuando ella se calme, hágale escribir también su historia -encargó Fields a su principal empleado.
Teal luchó para escribir unas pocas letras. Fields se dio cuenta de que era semianalfabeto, y pensó en lo extraño que debía de ser trabajar entre libros todas las noches sin conocer algo tan básico como leer y escribir.
– Señor Teal, díctele al señor Osgood, porque eso será oficial.
Teal accedió, agradecido, y devolvió el papel.
A Fields le llevó casi cinco horas de interrogatorio a Samuel Ticknor sonsacarle la verdad. Fields llegó a inquietarse por el aspecto del abatido Ticknor, con la cara golpeada por los puños del mozo. Realmente su nariz parecía descentrada. Las respuestas de Ticknor alternaban entre la vanidad y la ligereza. Acabó por admitir su adulterio con Cecilia Emory y reveló que también se había enredado con otra secretaria del Corner.
– ¡Abandonará la casa Ticknor y Fields inmediatamente y a partir de este día nunca más regresará a ella! -dijo Fields.
– ¡Ja! ¡Esta empresa la creó mi padre! ¡Lo admitió en su casa cuando usted era poco más que un mendigo! ¡Sin él usted no tendría hoy una mansión ni una esposa como Anne Fields! ¡Lleva usted mi nombre sobre su espalda, señor Fields, por encima del suyo!
– ¡Usted ha arruinado la vida de dos mujeres, Samuel! Por no mencionar la destrucción de la felicidad de su esposa y de su pobre madre. ¡Para su padre esto hubiera sido una afrenta mayor que para mí!
Samuel Ticknor estaba al borde de las lágrimas. Cuando se marchaba, gritó:
– ¡Señor Fields, volverá a oír hablar de mí, se lo juro por Dios! Con sólo que usted me hubiera tomado de la mano y me hubiera introducido en su círculo social… -Se detuvo un momento, antes de añadir-: ¡A mí siempre se me consideró un joven inteligente en sociedad!
Transcurrió una semana sin avances; una semana sin descubrir a ningún soldado que pudiera ser también un erudito dantista. Oscar Houghton envió un mensaje a Fields tras la demanda de éste de que no se perdiera ninguna prueba. Las esperanzas se desvanecían. Nicholas Rey advirtió que estaba siendo más estrechamente vigilado en la comisaría, pero hizo un nuevo intento con Willard Burndy. El proceso había causado un considerable desgaste en el ladrón de cajas fuertes. Cuando no se movía ni hablaba, parecía desprovisto de vida.
– No saldrá de ésta sin ayuda -dijo Rey-. Yo sé que no es culpable, pero también sé que lo vieron en los alrededores de la casa de Talbot el día que forzaron su caja fuerte. Puede decirme por qué o va a tener que subir la escalerilla.
Burndy estudió a Rey, y luego asintió con desánimo.
– Abrí la caja fuerte de Talbot. Pero, en realidad, no. No me creerá. No… ¡No me lo creo ni yo mismo! Mire, un tipo me dijo que me largaría doscientos si le enseñaba cómo reventar una determinada caja. Pensé que sería un trabajito de nada… ¡y sin correr yo el riesgo de que me trincaran! Yo no tenía ni idea de que la casa perteneciera a un clérigo, palabra de caballero. ¡Yo no me lo cargué! ¡Y si lo hubiera hecho, no habría devuelto el dinero!
– ¿Por qué fue a casa de Talbot?
– Para reconocer el terreno. El tipo parecía saber que ese Talbot no estaba en casa, así que entré, sólo para ver el plan; para ver cómo era la caja. -Burndy suplicó comprensión con una sonrisa estúpida-. No causé ningún daño con eso, ¿verdad? La caja era sencilla, y sólo me llevó cinco minutos explicarle cómo reventarla. Se lo dibujé en la servilleta de una taberna. Para que lo sepa, el tipo tenía una herida en la cabeza. Me dijo que sólo quería mil dólares…, que no había que coger ni un centavo más. ¿Se imagina una cosa semejante? Entérese: no puede decir que yo haya robado al predicador; de lo contrario, seguro que me toca subir la escalerilla. Quienquiera que fuese el que me pagó por reventar la caja, ¡ése es el loco, el que mató a Talbot y a Healey y a Phineas Jennison!
– Entonces dígame quién le pagó -concluyó Rey tranquilamente-o lo colgarán a usted, señor Burndy.
– Era de noche, yo había estado en la taberna Stackpole y andaba un poco achispado, ya sabe. Ahora me parece que todo sucedió muy aprisa, como si lo hubiera soñado, y la verdad sólo se me presentó después. Verdaderamente no podría decir cómo era su cara; al menos no me acuerdo de nada.
– ¿No vio usted nada o no puede recordarlo, señor Burndy? Burndy se mordió el labio, y dijo de mala gana: -Hay una cosa. Era uno de los suyos.
Rey aguardó un instante.
– ¿Un negro?
Los ojos rosados de Burndy llamearon y pareció a punto de sufrir un ataque.
– ¡No! Un Billy Yank. ¡Un veterano! -Trató de calmarse-. ¡Un soldado con uniforme de gala, como si estuviera en Gettysburg haciendo ondear la bandera!
En Boston, los hogares de ayuda a los soldados eran gestionados localmente, de manera extraoficial y sin más publicidad que el boca a oreja de los veteranos que recurrían a ellos. La mayoría de los hogares llenaban cestos de comida dos o tres veces por semana para ser distribuidos entre los soldados. A los seis meses de terminada la guerra, el ayuntamiento cada vez manifestaba menos voluntad de seguir financiando los hogares. Los mejores, por lo general vinculados a una iglesia, se proponían la ambiciosa meta de ilustrar a los antiguos soldados. Además de alimento y ropa, se les ofrecían sermones y charlas instructivas.
Holmes y Lowell cubrieron el cuadrante sur de la ciudad. Habían contratado a Pike, el cochero. Mientras esperaba frente a las instalaciones de ayuda a los soldados, Pike daba un bocado a una zanahoria, luego le ofrecía otro a una de sus viejas yeguas y a continuación daba otro bocado él. Se dedicaba a calcular cuántos bocados sumados de caballería y de persona serían necesarios para consumir una zanahoria de tamaño promedio. El aburrimiento no compensaba la tarifa. Además, cuando Pike preguntaba por qué iban de un hogar al siguiente, el cochero -que había desarrollado una astucia propia de quien vive entre caballos-se sentía incómodo ante las falsas respuestas. Así que Holmes y Lowell alquilaron un coche de un solo caballo. Este último y el cochero se quedaban dormidos cada vez que el carruaje hacía una parada.
El último hogar para soldados que recibió su visita parecía uno de los mejor organizados. Estaba instalado en una iglesia unitarista vacía, que resultó dañada durante las prolongadas pugnas con los congregacionalistas. En aquel hogar en concreto, a los soldados locales les proporcionaban mesa a la que sentarse y comida caliente para cenar al menos cuatro noches por semana. La cena había concluido poco antes de la llegada de Lowell y Holmes, y los soldados se dirigían a la iglesia contigua.
– Atestada -comentó Lowell, asomándose a la capilla, cuyos bancos estaban repletos de uniformes azules-. Sentémonos. Al menos descansaremos los pies.
– A fe mía, Jamey, que no puedo entender que esto nos sea de ayuda. Quizá deberíamos pasar al siguiente de la lista.
– Éste era el siguiente. Según la lista de Ropes, el otro sólo abre los miércoles y domingos.
Holmes observó cómo un soldado, con un muñón en lugar de pierna, era empujado en una silla de ruedas a través del patio por un camarada. Este último era poco más que un chiquillo, con la boca hundida, pues los dientes se le habían caído a causa del escorbuto, Aquél era el aspecto de la guerra que la gente no podía saber por los informes de los oficiales o las crónicas de los reporteros.
– ¿Qué utilidad tiene espolear a un caballo agotado, mi querido, Lowell? Nosotros no somos Gedeón observando a sus soldados beber del pozo. Limitándonos a mirar no vamos a llegar a ninguna parte. No encontramos a Hamlet ni a Fausto, no determinamos lo correcto y lo equivocado ni el valor de los hombres haciendo pruebas de albúmina o examinando fibras en un microscopio. Tengo la impresión de que debemos dar con una nueva vía de acción.
– Usted y Pike son tal para cual -dijo Lowell, y sacudió tristemente la cabeza-. Pero juntos encontraremos el camino. De momento, Holmes, limitémonos a decidir si nos quedamos o le decimos al cochero que nos lleve a otro hogar de soldados.
– Ustedes son nuevos hoy -los interrumpió un soldado tuerto, con una piel surcada de arrugas y muy picado de viruelas, con una pipa negra de cerámica saliéndole de la boca.
Como no esperaban mantener una conversación con terceros, los sorprendidos Holmes y Lowell se quedaron sin palabras y aguardaron educadamente a que uno de los dos respondiera a su interlocutor. El hombre vestía un uniforme de gala que al parecer no había conocido un lavado desde antes de la guerra.
El soldado echó a andar hacia la iglesia y sólo miró atrás por un instante para decir, algo ofendido:
– Les pido perdón. Pensé que quizá habían venido por lo de ante.
Por un momento, ni Lowell ni Holmes reaccionaron. Ambos creyeron haber imaginado la palabra que el otro acababa de pronunciar.
– ¡Espere! -exclamó Lowell, que apenas podía hablar con coherencia debido a la emoción.
Los dos poetas se precipitaron en el interior de la capilla, donde había poca luz. Enfrentados a un mar de uniformes, no podían descubrir al inidentificado dantista.
– ¡Siéntense! -gritó alguien de mal humor, haciendo bocina con las manos.
Holmes y Lowell buscaron a tientas unos asientos y se situaron en los extremos de sendos bancos. Se contorsionaron desesperadamente en busca de una cara entre la muchedumbre. Holmes se volvió hacia la entrada, por si el soldado trataba de escapar. Los ojos de Lowell repasaban las oscuras miradas y las vacías expresiones que llenaban la capilla, y finalmente se posaron en la cara picada de viruelas y en el único y brillante ojo de su interlocutor.
– Lo he encontrado -susurró Lowell-. He dado con él, Wendell. ¡Lo he encontrado! ¡He encontrado a nuestro Lucifer!
Holmes se volvió, resollando de impaciencia.
– ¡No puedo verlo, Jamey!
Algunos soldados chistaron violentamente, dirigiéndose a los dos intrusos.
– ¡Allí! -murmuró Lowell, frustrado-. Uno, dos…, ¡el cuarto banco empezando por delante!
– ¿Dónde?
– ¡Allí!
Una voz temblorosa los interrumpió, flotando desde el púlpito:
– Les agradezco, mis queridos amigos, que me inviten una vez más. Y ahora continuarán los castigos del Infierno de Dante…
Lowell y Holmes dirigieron inmediatamente su atención a la cabecera de la atestada y oscura capilla. Siguieron mirando mientras su amigo, el anciano George Washington Greene, tosía débilmente, corregía su postura y apoyaba los brazos en ambos lados del facistol. Su congregación estaba fascinada por la expectación y la lealtad, aguardando anhelante volver a trasponer las puertas de su infierno.