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Un gato abisinio me escrutaba desde una esquina con ese silencio doblemente quieto de los gatos cuando te miran quietos. La luz de la ventana se reflejaba en sus ojos destilados. Tenía un pelaje etéreo y algodonoso de un gris violáceo, electrizante, que borraba su apariencia de felino y lo redondeaba. Instantes atrás no estaba ahí, e ignoraba por dónde había llegado. Me encontraba en una pequeña sala de espera en la que era difícil aburrirse, con tantas sentencias enmarcadas en la pared, sentencias que contenían esa clase de sabiduría que siempre me había sido esquiva. Como en el oráculo de Delfos, en cuyas paredes se leían inscripciones de los siete sabios, como aquella de «Conócete a ti mismo», aquí uno podía hacer una degustación de la Verdad con máximas de Platón, Jung, san Juan de la Cruz, Gandhi, Krishnamurti, los vedas y los del Himalaya. En media hora me ilustré sobre el Destino inapelable, el poder del amor y los siete pasos para alcanzar la felicidad, de los cuales yo no cumplía ninguno.

También había un poema que, en cambio, me agradó mucho, porque me recordó a mis queridas partículas elementales:


Ver el mundo en un grano de arena

y el cielo en una flor silvestre.

Encerrar el Infinito en la palma de la mano

y la Eternidad en una hora.


Por fin asomó la vidente; era algo más joven que yo, una melena de pelo rojizo enmarcaba un rostro llamativo. Me habría fijado más en ella cuando se presentó en el funeral, si no hubiera estado yo tan ido. Uno no sabía si se encontraba ante una mujer atractiva o sólo con un original sentido de la estética.

– Ven, Lucas; te estaba esperando.

Me llamó la atención la familiaridad con la que se dirigía a mí.

Iba vestida con sencillez, con holgados pantalones y blusa negra de lino que le llegaba hasta los muslos. Tras conocer su gato abisinio, me la había pintado en mi imaginación con zarcillos y un pañuelo zíngaro en la cabeza, sombra egipcia en los ojos y muchos anillos, y me agradó ver que no llevaba el disfraz de vidente, aunque su gato era pintoresco; en realidad, era gata y atendía por Lady Macbeth.

– Los gatos y las brujas siempre hicimos buena pareja. -Y al decir «brujas» ella misma se echó a reír-. En la Edad Media creían que los gatos eran encarnaciones del diablo y los quemaban junto con las brujas; decían que olían a azufre. ¿Y sabes qué ocurrió? Acabaron con la población de gatos y se multiplicaron las ratas, y eso trajo la peste negra a toda Europa.

Asentí. Qué lejanos aquellos tiempos en los que la gente creía en brujas, hechiceros, curanderos, videntes y astrólogos.

– La gata en realidad es chilena, como yo. Me la traje en el avión en una cajita como un costurero.

Tomé nota mental de este dato relevante: todas las personas relacionadas con los últimos años de Elena eran de nacionalidad chilena. Le pregunté entonces si ambas se conocieron en Chile.

– No, porque yo ya recién llegué a Madrid cuando ella viajó a mi país, así que no coincidimos allá, pero Elena sí conoció a un amigo mío en Santiago, que fue quien le dio mis referencias, para cuando se regresara. Es por eso que me vino a visitar.

Le pregunté si ese amigo se llamaba Gustavo Valenzuela. No tuve suerte. No lo conocía.

– ¿Cómo se llamaba, entonces?

– Yo lo llamo J. J.

Me enseñó su casa, llena de largos pasillos y pequeñas habitaciones, que en tiempos había sido un piso de huéspedes. Me explicó la decoración de su espacio en términos que no estuve seguro de comprender. Habló de cinco elementos que conviven en equilibrio y armonía en su decoración: madera, fuego, tierra, metal y agua. A la madera, símbolo de la primavera y la creación, correspondían las plantas de los rincones, una vela roja al segundo. Una vasija de terracota ponía el elemento tierra para socavar el exceso de energía del fuego; el agua apaciguadora del espíritu estaba presente en la pecera, y el metal en las lámparas marroquíes que filtraban un crisol de colores. La suma de todo eso creaba una energía que favorecía el encuentro, las relaciones y el contacto con el otro lado.

A mí de momento me bastó con el elemento mimbre del sillón donde tomé asiento.

– No me interesa el futuro -le advertí.

– Lo sé. Te interesa el pasado.-Me acercó una cesta llena de infusiones-.Tengo té verde japonés, cingalés, de ginseng, té de Yacón, con aroma de frambuesa…

– Probaré el de Yacón.

– Elena y yo éramos buenas amigas. Yo la quería mucho. Fue un duro golpe.

Al alzar la vista me topé con el elemento ébano de una máscara africana de ojos perforados. La gata decidió que mis tobillos merecían su confianza.

Durante un rato la escuché hablar de Elena, de lo que ella llamaba «dones» y de lo que ella llamaba «fuerzas». Así supe que en Elena predominaba el fuego y el mar, tan pronto calmo como proceloso. Fuego y mar no podían coexistir simultáneamente, ya que se repelían, de modo que en su interior siempre existía una dialéctica. A veces, Elena vivía bajo el signo del mar, y a veces se imponía el fuego. Pese a tantas metáforas, me pareció entender algo real sobre los vaivenes anímicos de Elena, algo que tal vez no necesitaba del concurso de tanta naturaleza para ser explicado. A su manera, Vera la había calado.

Su mirada penetrante y su forma de hablar lenta iban entrando en mí. Pronunciaba muchas veces mi nombre; era agradable, familiar, casi como si me conociera de siempre.

Ahuecó las manos y me dijo que ahí dentro estaba mi dolor.

– ¿Qué ves, Lucas?

Vi un dolor egoísta, autocompasivo. Pero ella veía más; clavó en mí sus ojos invernales.

– ¿Sabes qué te está haciendo daño, Lucas? Quieres cambiar lo que no se puede cambiar. Te resistes a aceptarlo.

Sin despegar mis ojos de esa esfera de ectoplasma, comprobé que, en efecto, latía una rebeldía estéril, una incapacidad de aceptar el hecho irreversible. No podía cambiarlo, cierto, no podía. Consideré en abstracto la tranquila aceptación; no estaba en mi mano aún, pero era ciertamente un buen objetivo.

– Ahora, Lucas, deberás trabajar ese sentimiento. No querer cambiar, no oponerte. Aceptar, pero aceptar de verdad. Aceptar significa no desear que las cosas hubieran ocurrido de otro modo.

Yo iba a decir algo, alguna tontería, pero afortunadamente me lo impidió con un ademán. La ceremonia incluía unos minutos de meditación en silencio, que cumplí religiosamente, mientras daba lentos sorbos a mi té, que sabía a rayos, y contemplaba a través de la ventana el cielo de la tarde y un escenario de tejados y chimeneas.

Cuando me autorizó a reanudar la conversación, le hablé de la caja fuerte, de la clave y de la fecha clave, que era a fin de cuentas a lo que había ido.

Apretó los labios y musitó un sonido apreciativo.

– Interesante. Muy interesante. Tu pregunta, Lucas, tiene… otra pregunta: ¿por qué quieres saberlo? ¿Qué tiene esa fecha? ¡Ajá! Podría ser una tontería, pero… tú sientes que no, ¿verdad? Tu corazón te dice algo. Debes averiguarlo, te dice.

Entrecerró los ojos al decir esto último, con un punto de malicia y de seguridad. Sus gestos y su tono de voz conformaban un cuerpo convincente. A pesar de ello, su respuesta escondía una engalanada huida.

– De modo que no lo sabes.

– Los videntes no lo sabemos todo. No tenemos todas las respuestas. Pero voy a ver qué puedo hacer.

Abrió un cajón y extrajo un cuaderno de tapas duras. Era su registro de visitas. De cada uno consignaba la fecha, el nombre del cliente y el motivo de la consulta. A un rápido vistazo quedó patente que la casi totalidad de su clientela era femenina. Pasó las páginas hasta detenerse en el lugar donde quedaba constancia de la visita de Elena, con fecha del 18 de abril del 90. Sólo había escrito tres palabras: «Predicción de muerte». Alarmado, acerté a preguntarle qué significaba eso.

– Quiso saber si podía adivinar el día en que moriría.

– ¿Lo hiciste?

– Lo hicimos juntas.

– ¿Y bien?

– Acertamos con la fecha. -Suspiró.

No estaba seguro de haber entendido bien.

– ¿A qué te refieres?

– Me refiero a que se cumplió.

– ¿Cómo es posible eso?

– No tengo la explicación que necesitas.

– Y tampoco puedes probarlo.

– No, no puedo.

¿Qué esperaba de mí ante semejante afirmación? ¿Asombro, admiración, horror? Más bien despertó todos mis recelos. Decidí tenderle una trampa, humillarla sin perder las formas. Tomé una de sus tarjetas del recibidor y escribí algo por detrás, asegurándome de que no podía leerlo. Y la guardé en el bolsillo. Ella me observaba sin comprender.

– Acabo de escribir en tu tarjeta -expliqué- un acontecimiento que puede o no ocurrir en los próximos minutos, antes de irme.

Le entregué otra tarjeta suya y le pedí que escribiera en el reverso «sí» o «no».

– Escribe «sí», si crees que el acontecimiento va a ocurrir, o «no», si crees que no va a ocurrir. Tienes una posibilidad sobre dos de acertar.

Me devolvió la tarjeta.

– Lo siento, no puedo hacerlo. Nadie puede hacerlo. Si lo hiciera, me equivocaría.

Su respuesta me dejó desconcertado. No contaba con esta reacción, no había previsto la posibilidad de que su respuesta fuera la abstención. Le dejé un par de billetes en la mesa antes de marcharme. Había superado la prueba.

Tanto si hubiera respondido «sí» como «no», habría fallado. He aquí lo que había escrito en mi tarjeta: «Antes de que abandone la consulta escribirás "no" en la tarjeta». La paradoja lógica hace imposible acertar. Por eso mismo, su renuncia a intentarlo podía entenderse como un signo de clarividencia.

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