– ¿Adivinas dónde estoy ahora?
Era la cálida voz de Annette, al teléfono. Me había sentado al borde de la cama, en la habitación del hotel, para atender la llamada, y la impresión de oír su voz fue tal que me puse bruscamente de pie, tiré el teléfono de la mesilla y quedó colgando del auricular a ras de suelo. Se balanceaba en posición invertida.
– ¿En la isla de Saint-Louis? ¿En tu consulta? ¿En tu casa? -aventuré, tirando del cable con la mano libre para evitar que el contacto con el suelo desconectara el aparato.
– ¡Fallaste! Estoy en Santiago, Lucas. La familia me reclama en Navidad. ¿Qué tal estás? ¿Consumaste tu travesía por el desierto?
No pude izar aún el aparato. ¡Estaba en Santiago! El cable se había enroscado sobre sí mismo y el aparato giraba vertiginosamente. Le pregunté cómo me había localizado.
– He llamado a varios hoteles céntricos. He tenido suerte. ¿Piensas quedarte unos días más?
– No tengo aún fecha de regreso -dije, manteniendo en vilo un teléfono que giraba sobre los bucles del cable.
– Me alegro, porque mañana vamos a hacer un asado familiar en mi casa de las afueras, y sería bueno que vinieras.
Me explicó que había una línea de autobús por el camino El Cajón, después un pequeño paseo por una zona residencial. Su invitación me alegró el ánimo. No contaba con volver a verla y esta muestra de interés me sorprendía y me halagaba.
El autobús me llevó al día siguiente hasta un bello paisaje de precordillera andina, donde los ojos se perdían en llanuras onduladas de monte bajo de un verde grisáceo, abrojos, acebos, espinales entre hileras de quintas y, en la lejanía, un bosque de lengas. Hacía calor, aunque un lecho de cirros cubría el cielo. El trayecto que llevaba al número 22, donde vivía Annette, discurría por una urbanización residencial de familias acomodadas. Pronto me detuve ante una casa de estilo colonial, con fachadas encaladas y balcones de madera. El jardín bullía de invitados.
Estaba un poco bebida, a juzgar por sus ojos risueños y el vivo color de sus mejillas. Bebida y bonita, con una moderna camiseta beis surcada de frases en francés, y una mini falda vaquera de bordes deshilachados. Me precedió hasta el concurrido jardín, me perdió entre los invitados, solicitada por familiares y cortejada por amigos, e instantes más tarde me repescó para presentarme a sus parientes, nombres y más nombres, un ejército entero de tíos, tías y primos, también amigos de la anfitriona, nombres que traté de asociar con rostros, nombres de las viandas locales que se servían en cada mesa, porotos con longaniza, guatitas, arrollado, papas cocidas con arroz, picada a base de ají cacho de cabra y cebolla. El aroma de la carne impregnaba el aire. Cuando me giré, Annette había vuelto a esfumarse.
Entré en el salón por la puerta corredera de cristal, abierta al jardín. Isabel, la hermana menor de Annette, cantaba una balada infantil con la guitarra para un grupo de niños, que escuchaban sentados en la alfombra. Me quedé escuchándola unos minutos, hasta que me abordó un chico de unos dieciocho años, interesado por mí en la medida en que no lograba identificarme. Llevaba un refresco en la mano.
– Es un amigo mío de París -informó al chico Annette, que apareció en ese momento en una nueva muestra de ubicuidad-.Y éste es Alejandro -me dijo-, mi sobrino favorito -le acarició el pelo-, pero esto es un secreto entre nosotros, ¿verdad?
Alejandro asintió, sin dejar de mirarme inquisitivamente.
– ¿Vivís juntos en París?
Ella se echó a reír.
– No es mi novio, si te refieres a eso. Nos conocimos en París, pero él vive en Madrid y probablemente pronto se irá a vivir a Nueva York.
– ¡Qué suerte! -exclamó con una sonrisa inteligente.
– ¡Ya lo creo!
Salimos de nuevo al jardín, donde me abordó el segundo hermano de Annette, Alejandro, tres años más joven, un abogado de mirada franca y modales complacientes. Me explicó que todas las Navidades celebraban el regreso de la hermana mayor con una barbacoa.
Yo era el desconocido de la fiesta y no podía pasar inadvertido. Annette inventaba cada vez una nueva presentación:
– Un cliente de mi consulta en París.
– Un físico español, está de paso por Chile.
Yo no hablaba mucho. Algunos tomaban mi torpeza social por sabia discreción.
Los padres de Annette rondaban la cincuentena. Fleur, su madre, de origen belga, por su cutis casi juvenil y su aire despreocupado podría haber pasado por su hermana mayor. Era una mujer hermosa, de piel clara, cabello rubio y piernas largas y fuertes, que se paseaba de un lado a otro supervisando las barbacoas con aire experto, mientras Álvaro, su marido, chileno de pura cepa, fumaba en pipa y charlaba con sus amigos sobre fincas y terrenos sentado en un confortable sillón de mimbre. Por lo que pude captar de la conversación, deduje que era propietario de varias quintas.
Radiante y locuaz, la psicóloga se conducía entre familiares y amigos con una desenvoltura y una agudeza envidiables, hablando con un acento marcadamente más chileno que en París. Admiraba la naturalidad con la que sabía agradar a unos y otros, el repertorio de sonrisas con el que parecía poder expresar todos los matices de sus sentimientos, y aun de su discurrir. Me sentía aturullado bajo el sol, hipnotizado ante el despliegue de una Annette coqueta y risueña, no del todo distinta de la que conocía, inalcanzable, cortejada por todos los invitados.
No sabía muy bien qué hacer, dónde meterme; ante la duda, iba cambiando de bebida: pisco, borgoña, chicha y pipeño. Todo entraba bien. Circulaban bandejas de carne chisporroteante: espetos, lonchas, chuletones, acompañados de choclo, papas, cebolla y pimientos asados.
Una hora después, la pesada digestión había cambiado el escenario. Reinaba un ambiente de sobremesa, pequeños grupos en distintos rincones del jardín, alrededor de las mesas con manteles campestres. Fleur e Isabel se ocupaban de pinchar dos discos de moda. Aquí y allá se conversaba sobre política, sobre el gobierno, con palabras encendidas, los gestos se volvían vehementes, y las palabras catalizaban un torrente de sentimientos compartidos. En España solemos hablar de política eh un tono más frívolo. Allí era una cuestión de supervivencia, algo que deparaba una cierta melancolía. Por encima de los nombres de quienes ocupaban cargos en la concertación de partidos por la democracia que gobernaba el país, percibí el agravio, el escepticismo y el miedo. Era una democracia tambaleante, con Pinochet como comandante en jefe, con las fuerzas del pasado operando en la sombra.
Me preguntaron cómo lo hicimos en España. Era un modelo esperanzador para ellos. Yo no recordaba gran cosa. De la amnistía pasamos pronto a la amnesia. Lo planteé como una enfermedad que, tan pronto como se cura, se olvida.
Olvidar. No les agradó esta palabra. Algo que aprendí en esa conversación es que en Chile el verbo desaparecer se conjuga como transitivo: «los desaparecieron». También aprendí una nueva palabra asociada al verbo «olvidar»: memoricidio.
Nadie creía en la voluntad popular. Nadie creía en la unidad nacional que pregonaba el gobierno. Nadie creía en el gobierno, en aquella macedonia de partidos coaligados en el gobierno. Pero asistían a los avatares políticos con esperanza.
Volví con Annette. La encontré en el traspatio, en medio de un corro de amigos de la infancia que acababan de hacerle un regalo muy personal: un álbum con fotos que se remontaba a sus juegos infantiles alrededor de la finca. Annette se estremeció de risa y de emoción al ver unas fotos de cuando se bañaban desnudos en una poza del Arrayán, con diez años. Y después se afligió al recordar que una de estas amigas había muerto el año anterior.
Me agradaron mucho estos nueve amigos de Annette, cinco de ellos hombres, todos de su edad, algunos casados, otros divorciados, y casi todos con hijos. Bromeaban con una ironía que me resultaba familiar. Me trataron como a uno más.
A media tarde comenzó el lento goteo de las despedidas y al caer la noche todavía permanecían los nueve amigos con Annette, todos bastante bebidos, sin excepción. Mauro propuso bajar al río, como antaño, aprovechando el plenilunio, y bañarse desnudos. Esta idea dejó un segundo de perplejidad, seguido de un estallido de carcajadas y exclamaciones de júbilo. Decliné acompañarlos: era un ritual privado e íntimo. Sin embargo, Annette tiró de mí, risueña, y los demás tampoco me dejaron elección.
De modo que salimos y dimos un largo paseo hasta la ribera del Arrayán. Tarareaban canciones antiguas, el aire nocturno olía a lavanda y espliego, y mientras bajábamos por el sendero escuchando el murmullo próximo del río me sentí integrado en todo aquello, invadido por una sensación de familiaridad, como si yo mismo conociera el camino y me hubiera bañado antes en ese mismo río, como si quienes me rodeaban fueran mis amigos de siempre, como si Annette y yo nos conociéramos de siempre y nos hubiéramos bañado desnudos otras veces en la corriente, bajo la luna.