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Supe por Andy que Lorenzo Rubio realizaba diariamente al mediodía una serie de ejercicios de control mental en el laboratorio del Zócalo, block B, un lugar cuya principal ventaja consistía en la desnudez de mobiliario, la asepsia y el aislamiento acústico. Allí podía alcanzar un elevado grado de concentración, necesario para operar supuestamente sobre la materia a distancia. Era la misma sala en la que se había realizado la prueba -reseñada en la revista- denominada «fenómenos anómalos relacionados con la conciencia». Andy me advirtió que durante la realización de sus ejercicios no se le debía molestar bajo ningún pretexto, o podía echarlo todo a perder. Lorenzo había sido muy insistente en este asunto, para que se respetara la privacidad de sus ejercicios, y cualquier presencia que perturbara su concentración era considerada por él como un acto de agresión.

Ahora que sabía dónde podía encontrarlo, dónde podía sorprenderlo en plena manifestación de su presunto poder psíquico, me resultaba difícil sustraerme a la tentación de acercarme por allí a echar un vistazo y comprobar con mis propios ojos si había algo de cierto en lo que Andy me contaba y en lo que se describía en el artículo de Nature. Un fenómeno extraordinario se estaba produciendo, y yo me lo estaba perdiendo. No era justo. Insistí mucho para obtener una suerte de licencia excepcional, pero no conseguí nada. Así que decidí actuar por mi cuenta y riesgo. Sabía dónde guardaba Andy las llaves del laboratorio del block B, y en un momento en que atendía una llamada telefónica, abrí un cajón de su escritorio y me apoderé de las llaves.

Mientras Andy hablaba por teléfono, salí del edificio a paso apresurado y me dirigí a los departamentos de investigación por pasillos mal iluminados. Ocurrió todo muy rápido. Tal como había previsto, el laboratorio estaba cerrado. Abrí con la llave y me asomé. Presencié entonces un suceso que me dejó absolutamente perplejo.

Lorenzo se encontraba a dos metros de la puerta, suspendido en el aire a algo menos de un palmo del suelo. Sentí una especie de violenta sacudida; el corazón me dio un vuelco y una suerte de martillo me golpeó el cerebro. Aturdido, cerré la puerta para recuperar la noción de realidad, para apartarme un instante de esa visión perturbadora; respiré hondo un par de veces y volví a asomarme. Lorenzo estaba en el mismo sitio, pero ahora se había girado hacia mí, los dos pies sobre el firme, como el común de los mortales, y los brazos en jarras y una expresión de cólera en su rostro. «¡Esto es inadmisible! -gritó-. ¿Quién te ha dado permiso para entrar aquí?»

Un sonido que quería ser una disculpa salió con sordina de mi garganta. Aguanté una merecida oleada de reproches y me fui, más aturdido que avergonzado, más impresionado que retraído, con la sensación de que a partir de entonces nada era seguro, de que el suelo se hundía bajo mis pies.

Volví al despacho de Andy, dejé las llaves sobre la mesa y le conté lo que había presenciado y la reacción de Lorenzo. Andy palideció, me llamó «insensato», pero no alzó la voz, no se mostró agresivo. Tal vez me vio tan abatido en la silla, sin fuerzas para replicar, y decidió hacer algo por mí, como ofrecerme una copa. El calor del ron en el estómago hizo que me sintiera mejor. Andy me dejó solo para ir a ver a Lorenzo y regresó quince minutos después, más tranquilo.

– La has armado buena. Le he jurado que no se repetirá. Ahora está nervioso. Confío en que se vaya tranquilizando.

– Lo siento -murmuré. En realidad, no lo sentía.

Examinó con una media sonrisa mi espanto fulminado.

– Quizá te pedí un imposible. No me di cuenta de que no podrías resistir la tentación, que la curiosidad te mataría. Bien, ya lo has visto. Has visto la mayor de sus proezas. ¿Qué te parece?

– ¿Lo he visto? ¿De verdad lo he visto? ¿He visto a ese tío levitando?

– Así parece.

– ¿Qué estamos haciendo aquí? Si todo esto es verdad, llevemos a ese tipo a la NASA. Que lo estudien allí. Abandonarán inmediatamente sus proyectos aeroespaciales. Esto es una revolución.

Él se echó a reír.

– No es tan fácil como crees. Puedes considerarte afortunado de haberlo visto. Sabía que era capaz, que lo estaba trabajando, él me lo dijo y nunca miente. Le pedí una demostración y se negó. Siente que no lo domina todavía, y que es incapaz de hacerlo en presencia de otro. Bueno, a menos que se le pille de improviso, como has hecho tú. Además, existe otro problema: necesita el anonimato. Si pudiera, se haría invisible. Es algo casi patológico. Ya lo viste el otro día en la terraza. Apenas habla. Es un tipo raro. No soporta ser el centro de atención, que lo observen como una rareza. Ha aceptado que lo estudie siempre y cuando respetemos su anonimato, siempre y cuando él no sea el objeto de nuestro estudio, sino los fenómenos que es capaz de provocar. Es muy escurridizo y temo que se me escape y deje de colaborar con nosotros en Inquiring Minds.

– ¿Cómo explicas lo que he visto? Necesito ponerle un poco de sentido a este galimatías.

– La verdad es que no existe explicación, y queda mucho para que estemos preparados para eso. Necesitamos comprender mejor la mente, su interacción con la materia. Necesitamos perfeccionar nuestras teorías, entender la naturaleza de las fuerzas básicas y la relación que mantienen. Lo que has visto se llama, en parapsicología, macropsicoquinesis. Tiene la misma naturaleza que la psicoquinesis, es una anomalía a gran escala de la conciencia, que implica a la fuerza de la gravedad.

– ¿Quieres decir que ese tipo tiene un agujero antigravitatorio detrás del frambueso?

Andy soltó una carcajada.

– Podría ser. Todo es posible, porque nos enfrentamos a un fenómeno desconocido. La historia está repleta de casos de levitación. En la India es una práctica yogui de los brahmanes más avanzados. Hay muchos testimonios de hindúes y budistas que han alcanzado esta extraña aptitud. Pero por primera vez vamos a poder estudiarla en condiciones de laboratorio. Es un paso de gigante.


Durante la Navidad fui el único huésped de la casa de campo de Annette. Un huésped un tanto solitario en una casa llena de los aromas y las texturas que evocan a una mujer. Annette se había dejado un tendedero lleno de ropa, y me entretuve en doblarla y plancharla, mientras iba imaginando sus medidas. Por supuesto, no pude evitar entrar en su cuarto de aseo y husmear. Cosmética y refinamiento parisino por doquier. Mi alterada imaginación me llevaba a percibir su olor hasta en un frasco de perfume de lavanda.

Cada día, sobre las diez de la noche, me telefoneaba y conversábamos unos minutos. Se alojaba en casa de su hermano y la requerían mil compromisos familiares. El reciente fallecimiento de su abuela había complicado todo aún más. Su voz me llegaba atravesando una niebla de melancolía. La Navidad estaba resultando dura para ella y toda la familia. La celebraban con extrema sencillez. La abuela había sido la gran matriarca. Ahora debían permanecer todos unidos.

Para mí también estaban resultando unas fiestas extrañas, lejos de mi país, de mi familia y de mi hogar. Con todo, las tradiciones en Chile no difieren mucho de las nuestras: gazmoñería católica, villancicos y pesebres, aglomeraciones en los centros comerciales y amor universal. La televisión, mejor dejarla apagada. Cambia, eso sí, el frío invernal por el calor veraniego, los muñecos de nieve por los helados que, en carritos ambulantes, vocean por las calles los heladeros al grito de «¡El choco panda!, ¡El choco panda!». A Papá Noel lo llaman el viejito pascuero, pero sigue siendo el mismo energúmeno gordo.

Andy y yo paseábamos todos los días por distintos rincones de la ciudad. Almorzábamos en los restaurantes de El Pueblito, al sur del parque O'Higgins. Me enseñó las zonas más populares: la calle Dieciocho, Las Heras, el paseo peatonal Londres, la Vereda sur…

Apenas habían transcurrido unos días desde que viera a aquel tipo volando, y ya empezaba a dudar de haber visto lo que creía haber visto.

– ¿No será otro espectro de Broken, como el que vimos desde la cima del Matterhorn? -pregunté a Andy.

– ¿Qué tiene que ver? El espectro de Broken es una ilusión debida a un efecto luminoso de alta montaña.

– Vimos una figura en la niebla. Una figura humana que irradiaba luz.

– Era tu sombra, Lucas. Tu sombra proyectada en la masa de nubes, envuelta en un pequeño arco iris.

– Exacto. Vi mi propia sombra y me pareció un espectro. Me pregunto si lo que vi en el laboratorio no fue eso mismo: una ilusión, una proyección de mí mismo.

– ¿Qué quieres decir? -repuso con aire preocupado.

– Fui a ver si descubría un fenómeno paranormal y lo descubrí. En cierto modo, iba predispuesto a toparme con algo extraordinario.

– De acuerdo, pero eso no basta para que sufras una alucinación.

– No me refiero a una alucinación, sino a un espejismo. Un espectro de Broken.

– ¿Había nubes? ¿Niebla? ¿Tenías el sol a tu espalda?

– No, pero tampoco había mucha luz.

– Te aseguro que cuando te presentaste en mi despacho con las llaves, no parecías haber sufrido una simple ilusión óptica.

– Lo sé. Estaba convencido de haberlo visto. Pero luego me acordé de nuestro espectro de Broken. No sabemos cuántos espectros de Broken circulan por ahí.

– Yo sólo he conocido uno, y estaba contigo.

– Lo desconocido es el principal agente de motivación humana -dije-. Te contaré una anécdota de mi infancia que viene al caso. Mi padre era bastante aficionado a las adivinanzas tradicionales y cuando yo era un chaval solía retarme con alguna. Recuerdo en especial una que me tuvo mortalmente intrigado durante varias horas, porque yo era de los que no tiraban fácilmente la toalla. Tal vez lo conozcas: «Es blanco como el papel, se rompe como el cristal, todo el mundo lo puede abrir, pero nadie lo puede cerrar. ¿Qué es?». No se me ocurría ni remotamente de qué objeto podía tratarse, qué podía reunir dos cualidades tan extraordinarias como la facilidad para ser abierto por cualquiera y al mismo tiempo la imposibilidad de cerrarse. Mi padre me aseguró que hasta un niño de dos años podía abrirlo, y que ningún hombre de este mundo, por más fuerte o poderoso que fuera («ni el Papa, ni el presidente del gobierno, ni ningún rey del planeta», puntualizó, para mi asombro), podía cerrarlo una vez abierto. Me reconcomía la curiosidad y la intriga, y aún aumentó si cabe cuando mi padre me dio una pista: este objeto se encontraba en casi todos los hogares, hasta en los más humildes, y por supuesto, en el nuestro. Cuantas más vueltas le daba, más aumentaba mi ansiedad, más insólito me parecía y, a mi pesar, acabé desistiendo porque ya no podía con la curiosidad. Éste es para mí el secreto de la intriga, que es el mismo sentimiento que me domina en estos momentos. Tampoco olvidaré nunca lo decepcionante y banal que resultó ser la solución: ¡el huevo blanco! ¿Ves? Con esto aprendí que el enigma es mucho más poderoso e intrigante que la solución, porque tendemos ingenuamente a sobrevalorarlo, y puede que ahora nos esté ocurriendo lo mismo. Creemos que tenemos ante nosotros un enigma increíble, y si conociéramos su solución tal vez veríamos que el problema era mucho más pequeño.


Hicimos las inevitables compras en el Cosmocentro Apumanque. Adquirí ropa impermeable, medias interiores, guantes y mochila. Andy tenía martillo de hielo, mosquetones, cuerdas. Alquilaríamos mi piolet, los crampones y el casco en un club de montañismo. Nuestro sueño iba tomando forma día a día.

Una tarde, mi amigo insistió en que le acompañara a una actuación que ofrecía un famoso psíquico argentino llamado Gabriel Berger, que se encontraba en Santiago promocionando su último libro sobre los poderes de la mente.

– Tengo curiosidad por averiguar si es un farsante o un verdadero psíquico -me dijo-. Me gustaría conocer tu parecer.

Mi amigo tenía una conmovedora confianza en lo que llamaba mi gran intuición. Me pregunté por qué me atribuía semejante habilidad.

Quien sí se ufanaba de poseerla era Gabriel Berger, un hombre corpulento, confianzudo, de mediana edad, nariz ganchuda, tez clara, cabello cano, ojos pequeños, astutos, gestos pausados y una voz grave, cautivadora. Gastaba una apariencia de intelectual, con su camiseta blanca y su americana oscura. Eran las siete de la tarde y el espectáculo acababa de empezar en la librería José Donoso, donde nos habíamos congregado cerca de doscientas personas. Tuvimos suerte y pudimos sentarnos en el suelo, en una de las primeras filas, muy cerca del autor, con la espalda apoyada en los lomos de los libros de las enormes estanterías empotradas. La penumbra que nos envolvía, en contraste con la luminosidad de la tarima desde la que Berger se dirigía a nosotros, tras una pequeña mesa con un tapete verde, creaba una estenografía inquietante. Y mientras hablaba, movía las manos con una cadencia hipnótica. Alrededor de nosotros se amontonaban jóvenes descalzos o en chanclas, universitarios con atuendo new age, naturistas, filósofos. Susurré a Andy que estábamos rodeados de gente extraña.

– Ten por seguro que ellos piensan lo mismo de nosotros -replicó.

Tras el hombre se erigía una auténtica plataforma de ejemplares de su último libro, Vivencias psíquicas, junto a un enorme cartel de Berger en pose de autor, un rostro reflexivo apoyado en la mano.

Berger nos dio la excelente noticia de que percibía en el ambiente una vibrante energía positiva.

– Sois partes de un todo. ¿Notáis la fuerza? Es algo que se irradia. Estamos en la energía. Somos la energía, almas que se entreveran, mentes que se interconectan. Ahora voy a canalizar vuestra energía, para romper esta copa que tengo ante mí. -La golpeó con la uña y brotó el sonido agudo característico del cristal de Bohemia-.Yo sólo me limitaré a encauzar una fuerza que no proviene de mí, sino de todos vosotros. Os pido ahora que os concentréis unos segundos, todos a la vez. Quiero que rompáis esta copa sin tocarla. ¡Ahora!

Segundos después, la copa estallaba.

El efecto fue rotundo, formidable. Circuló una unánime exclamación de asombro y regocijo. Gabriel Berger sonrió con satisfacción. Tras un silencio dramático, su voz se tornó más grave y envolvente.

– Ahora os haré una demostración de lo que en mi libro llamo precognición-cuasisimultánea, porque es una adivinación a corto plazo, que requiere menos esfuerzo que la adivinación a largo plazo. La mente puede adelantarse al tiempo, segundos, días, semanas. Cuanto más se anticipa, más profunda debe ser la concentración. En este ejercicio me anticiparé sólo unos segundos. Necesito voluntarios. Y para que nadie piense que estaban conchabados conmigo, los escogeré al azar.

Se situó de espaldas a nosotros en su silla giratoria y arrojó un puñado de caramelos por encima del hombro. Andy logró atrapar uno.

Una joven se levantó, alzando triunfal su caramelo. Era alta, desproporcionada, de rostro agradable. El mentalista la invitó a escoger un libro cualquiera de la librería. Ella se aproximó a una estantería lateral y, tirando del lomo, extrajo uno bastante grueso.

– ¿Cómo te llamas, joven?

– Sofía.

Berger asintió, cogió el libro que ella le entregó y le puso una mano paternal en el hombro. Ella se relajó al momento, como si Berger le hubiera ahuyentado toda tensión de su cuerpo.

– Muy bien, Sofía. Éste es el libro que has escogido para nuestra demostración. Fedor Dostoievski… ¡parece interesante! No lo he leído, lo confieso. Una lástima.

Su broma fue celebrada con discretas risas. Mientras hablaba, hojeó deprisa el libro y acto seguido orientó sus páginas hacia Sofía, a la altura de su cara, de manera que sólo ella podía leerlas.

– Voy a dejar correr deprisa las páginas de este libro a partir de la primera. Tú dime con un «ya» cuándo quieres que me detenga y paro en esa página, ¿has entendido? Muy bien, Sofía, empecemos.

Entre sus dedos dejó correr el flujo de páginas y, transcurrido apenas un segundo, se detuvo a una orden de Sofía, más o menos hacia el centro del libro. Gabriel tenía la cara medio tapada por las tapas del libro y ciertamente no podía ver esa página.

– ¿Puedes decirme qué página es, Sofía?

– La trescientos treinta y uno.

– Bien, fíjate en la primera palabra. ¿Lo has hecho?

– Sí.

– ¿Empieza por la letra ce?

– ¡Sí!

– ¿Es la palabra… carruaje?

Esta vez la joven dejó escapar un gritito de júbilo y admiración. Mientras enseñaba el libro al público de las primeras filas, para que comprobasen el acierto (Andy y yo pudimos ver que, en efecto, la primera palabra era carruaje), el público rompió a aplaudir.

Era sorprendente. No obstante, había algo sospechoso en su número. ¿Para qué necesitaba hojear antes el libro? ¿Para qué necesitaba sostenerlo? Más espectacular habría resultado si ni siquiera el libro escogido por Sofía hubiera pasado por sus manos, o si ella se hubiese situado a una distancia en la que fuera imposible leer una palabra, manteniendo igual el resto del procedimiento.

Andy me cedió el caramelo y me dio un ligero empujón para invitarme a salir a escena. No lo dudé. Avancé entre la gente, tomé un grueso libro de Balzac y se lo tendí. Le pedí en voz alta y con gran cortesía que lo repitiera. No había previsto repetirlo pero, por no desairarme, accedió.

Actuó de idéntica manera: echó un rápido vistazo al libro mientras comentaba algo, pero esta vez no me dejé distraer por sus palabras y seguí la dirección de sus ojos. Me pareció ver que se detenía un instante en la parte superior de una página central, hecho lo cual orientó el libro hacia mí; observé que sus dedos estaban en contacto con la base de las hojas. Repitió las instrucciones antes de dejar correr las hojas. Y en lugar de esperar un instante, como Sofía, me precipité a exclamar «¡stop!». No se detuvo en ese preciso instante, sino que -simulando un leve retardo- aún dejó pasar un buen fajo de páginas y abrió el libro por el centro, justo en la hoja que había reservado con la uña. Sin duda, la página cuya primera palabra leyó velozmente al principio.

No había tiempo para pensar. Me dispuse a delatar en público el fraude, pero algo me lo impidió: el cuchillo frío de sus ojos.

Me había descubierto, nos habíamos descubierto. En una fracción de segundo hubo un intercambio invisible de información a velocidad de relámpago. Su mirada cargó una amenaza tan intensa y perturbadora que mi estómago se encogió y quedé paralizado.

Entonces experimenté algo así como un secuestro emocional. Sin mediar palabra, sin contacto físico, desde su posición de poder me anuló. Me vi ante un público hostil a mis intenciones, un público rendido a él. Me sentí avergonzado, humillado, miserable. No podría explicar qué me despojó de la voluntad, qué sugestión invisible selló mis labios. Me temblaron las rodillas. Le devolví el libro.

Andy me hizo una señal y salimos a la calle. Estaba impaciente por saber qué me había ocurrido.

Le expliqué el truco que había utilizado, y también el bloqueo repentino que me había impedido sabotearle su actuación. Andy se mostró gratamente sorprendido.

– Sé el truco de la copa -dijo-. Utiliza un pequeño silbato que acciona con una mano oculta. Emite ultrasonidos que escapan a nuestro umbral, y son tan agudos que pueden romper un cristal muy fino.

También yo había oído hablar de estos dispositivos, utilizados también para llamar a los perros. Andy no parecía defraudado al saber que era un impostor. Estaba convencido de que la mayoría de los llamados psíquicos lo eran, y que los verdaderos solían permanecer ocultos en el anonimato, como Lorenzo Rubio.

– Tengo que andar con cuidado -admitió-. Esto está lleno de falsos psíquicos. Debemos proteger a la gente del fraude. Cuando esclarezcamos la verdad, han de caer muchos charlatanes. El problema es que, actualmente, la mayoría de los científicos cree que todos son impostores. No distinguen el grano de la paja.

– Me gustaría observar de cerca a tu protegido -le dije.

– A mí también me gustaría que lo hicieras. Nos serías de gran ayuda en Inquiring Minds.

– ¿Hablas en serio? ¿Quieres ficharme?

– Nunca he hablado más en serio. Acuérdate de aquella máxima de Pascal: «El que duda y no investiga se torna no sólo infeliz, sino injusto».

Me pareció una frase que resumía a la percepción mi estado.

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