Andrew me había citado en el café Las Antillas, en la avenida Santa María, a la altura de Constitución. Un toldo azulado que la brisa ondulaba como un rectángulo de mar nos cubría del sol de las seis de la tarde. Cerca, un grupo de malabaristas entretenía a los transeúntes. Andrew llevaba una camisa color crema y vaqueros, y junto a él, en la misma mesa, había un tipo que no conocía, muy delgado, de penetrante mirada, algo más joven que nosotros. Andy me presentó a Lorenzo Rubio; era de Veracruz, México, y trabajaba como bibliotecario.
– Auxiliar de bibliotecario -puntualizó él.
Cuando me reuní con ellos se estaban dando un atracón de chocolate en rama de Bariloche servido en una fuente de cristal ahumado. Para beber, Andy y yo pedimos un tequila rice con limón y granadina. Lorenzo bebió agua con gas.
– Lorenzo es adicto al chocolate -dijo Andy, acercándome el plato-.Y yo soy adicto al tequila rice, y en este café tienen todo lo que necesitamos para matar el mono. Le he hablado a Lorenzo de ti.
Él asintió. Apenas hablaba.
– ¿Sabéis quién era un loco absoluto del chocolate de Bariloche? ¡El mismísimo Einstein! ¿Conocéis la historia de Einstein y la niña?
Estaba deseoso de contárnosla, y nosotros de escucharla. Cuando Andy tenía una buena historia que contar, el mundo se detenía.
– Pues bien, esta historia ocurre cuando el viejo sabio lleva sus buenos años en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Una mañana va paseando por las afueras de Princeton y ve a una niña de unos diez años llorando desconsolada en un banco. Se acerca y le pregunta por qué llora y si le puede ayudar en algo. Ella contesta que no sabe hacer los deberes de matemáticas. El viejito se conmueve, porque él tampoco fue un alumno brillante en el colegio. Se sienta junto a ella y, con su voz cálida, le va desvelando los secretos de la aritmética, como una realidad precisa, tangible, y utiliza los elementos de jardín al que tiene acceso su casa. La niña ha observado que hay pocos columpios para muchos niños. Einstein le propone un juego imaginario: ampliar el número de columpios del jardín, de modo que ningún niño tenga que esperar. Él la va guiando en los cálculos, y, al final, entre los dos, componen un jardín mucho más divertido. La niña comprende que gracias a la aritmética los columpios de su jardín serían mucho más divertidos.
»Y así es cómo, cada mañana, durante su paseo, el viejo sabio interrumpe sus profundas meditaciones sobre las leyes del universo para enseñar a la niña. Sus padres no tardan en enterarse y acuden al Instituto a disculparse, pero él les dice que no hay nada de lo que disculparse porque, a cambio, ella comparte con él sus deliciosas onzas de chocolate, con lo que sale ganando él. Einstein acude al día siguiente al jardín, pero, para su decepción, nunca más vuelve a verla.
Lorenzo permanecía observando los juegos malabares en la calle de enfrente.
– Es una gran historia -dije-. Pero su gran anécdota es que dijera aquello de «Dios no juega a los dados en el universo», cuando de hecho, tenía mucha más fe en los juegos de dados que en Dios.
– Yo no diría tanto -objetó.
– He leído el artículo de Nature -cambié de tercio-. Me gustaría comentarlo contigo.
No bien mencioné el artículo, Lorenzo comenzó a dar muestras de incomodidad. Con un gesto, Andy me hizo ver que no era el momento de hablar de eso. Unos minutos después, Lorenzo se disculpó y nos abandonó. En cuanto nos quedamos solos, insistí en el artículo. Le pregunté qué repercusión había tenido.
– El teléfono no paró de sonar en varias semanas. Unos nos felicitaron y otros nos declararon candidatos a la hoguera. Lo que está claro es que ahora estamos en el punto de mira de la comunidad científica. El problema es que hay que repetir el experimento. Es sólo una cuestión de formalidades, una verdadera estupidez, pero basta que alguien encuentre algún punto susceptible de arrojar alguna sospecha, para que nos echen los lobos.
Le pregunté de qué se trataba y me explicó que uno de los jueces que verificó la validez del experimento, Peter Breuer, había sido denunciado en la Academia de Ciencias suiza por su participación en otro experimento poco claro sobre percepción extrasensorial y por su pertenencia a una asociación suiza de parapsicología.
– Así que un observador no era del todo imparcial.
– Ha sido un golpe muy duro para nosotros, porque nos juró que tenía un expediente limpio. No es que eso demuestre la falsedad del experimento, pero una simple mota lo empaña todo. Yo era amigo personal de Peter, es un notable bioquímico, ha hecho importantes aportaciones a la neurobiología y como tal me parecía un profesional intachable. Cuando le conté el proyecto Inquiring Minds se ofreció a colaborar con nosotros. No imaginábamos sus contactos con la parapsicología.
– ¿Quién es el sujeto capaz de doblar metales con la mente que sale en tu artículo?
– Es el hombre que acabas de conocer. Lorenzo Rubio. En el artículo sólo aparecen sus iniciales.
– Parece muy tímido.
– Lo es. No le gusta hablar de su don, ni mucho menos hacer demostraciones, pero es capaz de trabajar en un laboratorio y se ha puesto en mis manos. Cuento con tu discreción, ¿verdad?
– Claro.
– No hace milagros chasqueando los dedos. Tiene su método y sus condiciones. Entrena. Hace ayuno. Necesita una gran concentración.
Todo esto me revolvía el estómago. Había salido de una y entraba en otra.
– Así que dobla metales con la mente.
Andy captó mi tono escéptico.
– Te asombrarías al ver su potencial. Le he visto doblar metales ligeros y lo hemos demostrado en el laboratorio, pero además tiene facultades de mayor alcance, que aún no ha conseguido desarrollar en condiciones de laboratorio y que por tanto yo no he podido presenciar. Se trataría de mover objetos pesados con la mente. ¿Tienes idea de la revolución que esto supondría?
– Me puedo imaginar que si ese tipo entra en la NASA y se pone a mover metales a distancia, sería el delirio. Lo estudiarían trescientas cincuenta veces.
Él se echó a reír con mi ejemplo y me dio la razón. Pero yo no tenía ganas de reír. Le hablé de Vera. No estaba informado. Le hablé de las facultades fraudulentas de Vera.
– Entiendo, pero me planteas un caso muy distinto. Una vidente que actúa en televisión… ¡eso huele a estafa a un kilómetro de distancia! ¿Cómo puedes pensar que yo voy a caer en eso? Hay miles de farsantes que aseguran tener facultades psíquicas; el error está en creer que eso demuestra la inexistencia de esas facultades.
– ¿Qué te hace a ti distinto de un parapsicólogo?
– ¡Parapsicólogos! Esa gente, tú lo sabes, van por ahí cazando fantasmas, grabando sonidos de muertos, puertas que se abren en casas supuestamente embrujadas y fotografiando alienígenas. ¿Cómo se los puede tomar en serio? Estoy hablando de ciencia. Lo has visto en el artículo. No es parapsicología.
– Sin embargo, los parapsicólogos también investigan efectos psicoquinéticos. No me negarás que hay cierta coincidencia.
– Yo me he educado en el método científico de la física, como tú, y sé lo que es el control de variables, sé lo que es demostrar un hecho en condiciones experimentales. Ésa es la línea de mi proyecto Inquiring Minds. Pero no me voy a quedar conforme demostrando que existen ciertas facultades de la mente que no podemos explicar con nuestras actuales teorías. Mi ambición es abrir un campo de estudio, abordar el off side desde la física de partículas.
Una oleada de carcajadas y aplausos me hizo volver la vista hacia los malabaristas ambulantes. Uno de ellos, con sombrero de copa, se había subido a un alto monociclo y comenzaba a hacer aspavientos simulando que estaba a punto de caerse, arrancando gritos de entusiasmo entre el público.
– ¿Cuál va a ser tu siguiente paso? -le pregunté.
– Vamos a reproducir el experimento que has leído en el Stanford Research Institute, con miras a que sea publicado en Science.
– No vayas tan rápido. ¿Estás seguro de que puedes demostrar que ese tío mueve cosas a distancia, sin trucos?
– Lo hemos hecho ya y lo vamos a repetir. Y cuando sea un hecho probado, lo vamos a explicar desde una teoría integradora.
– ¿Ya tienes la explicación?
– Ni lo sueñes. Confío en ir hallando pistas. Ya tenemos algunos indicios en mecánica cuántica.
– ¿Qué indicios?
– Los trabajos de Alain Aspect, por ejemplo, sobre el carácter no local de la realidad, por el que los objetos físicos pueden interactuar aun cuando no exista ningún contacto entre ellos. Una comunicación cuántica a grandes distancias. La psicoquinesis podría ser una comunicación en términos de campos de fuerza, bioelectricidad…
Sí, conocía el trabajo de Alain Aspect y su equipo, basado en el teorema de las desigualdades de John Bell. Los trabajos de Alain Aspect son desconcertantes, en el sentido de que ponen de manifiesto una suerte de anomalía, un quiebro de la lógica. Supuestamente, demostrarán que en la escala atómica, las partículas pueden estar en muchos lugares a la vez y conectadas a pesar de estar lejos las unas de las otras. Esto no estaba ni mucho menos tan claro. Si intentamos explicar una anomalía observable -como un efecto psicoquinético- con otras anomalías, ¿no tenemos una macedonia de anomalías? ¿No parecerá que intentamos hacer algo que parezca verosímil apelando a un lenguaje que nadie entiende?
Andrew no tenía problema alguno en admitir que eran objeciones de gran calado. Apreciaba mi sinceridad y no trataba de imponerme sus puntos de vista.
– Veamos, Lucas, ¿qué entiendes tú por anomalía? ¿Algo que se sale del curso de la naturaleza?
– Nada se sale del curso de la naturaleza -objeté.
– Exacto. Digamos que la naturaleza es mucho más de lo que nosotros sabemos de ella. Llamamos «anomalía» a lo que no nos cuadra. Porque nuestro modelo es inexacto o incompleto.
Anomalía. Mi vida discurría últimamente entre anomalías. La muerte de Elena me había lanzado a una loca carrera de anomalías, pasando por una vidente. Todo cuanto creía saber ha ido cayendo por el camino, desmenuzándose como un mendrugo seco.
Los malabaristas ambulantes habían terminado la función y recogieron sus enseres. En un par de minutos el escenario quedó vacío y la acera volvió a ser una simple acera. Y nosotros, dos viejos amigos hablando de sucesos imposibles.