Por fortuna, Annette se tomó un día de descanso familiar y pudimos pasar la tarde juntos. Para ella era un nuevo capítulo de su vida, sin su abuela Angélica. Los días de luto habían quedado atrás, aunque no por eso habían caído en el olvido. Como es habitual en estos casos uno se agarra al curso de la naturaleza, la vejez, el orden o desorden de las cosas. La mujer se había despedido con setenta y ocho años. No había sido una vida longeva, aunque tampoco corta, y en cualquier caso había sido una vida feliz.
En cuanto a Alejandro, habían llegado a un acuerdo con él. Continuaría sus estudios en la prestigiosa Universidad de Buenos Aires, donde la carrera de Ciencias Exactas duraba un año más que en la capital de Chile, y suponía una formación más sólida. Si al terminar su licenciatura aún seguía con la intención de viajar a París para cursar un postgrado, Annette prometía alojarlo en su casa.
– Han sido necesarias muchas negociaciones, pero al final tu feliz idea se ha impuesto por sentido común. Te lo agradezco.
Me apretó suavemente el dorso de la mano por encima de la mesa. Sonrió con picardía y creo que un mismo pensamiento debió de cruzar nuestras mentes, pues era el gesto que había hecho yo, durante cierta conversación en un café de París, para ilustrar que nuestros átomos no se rozan. Más bien ilustré cómo el repentino contacto entre dos manos puede servir para acortar una gran distancia o romper un invisible nudo del espacio. Todo resultó más fácil desde ese momento. En aquella ocasión, ella me había ayudado a recuperar la presencia de ánimo para afrontar mi prueba de selección de personal. Y yo me alegraba de haber tenido un consejo útil para ella. Y me preguntaba por qué me acariciaba la mano ahora, qué esperaba de mí.
Nos encontrábamos en uno de los llamados «cafés con piernas», una de las curiosidades de esta ciudad que llama poderosamente la atención de sus visitantes, pues sus apuestas camareras sirven en ropa interior o semidesnudas, a cualquier hora del día, y sin perder por ello un ápice de naturalidad. Éste era un local de la pequeña plaza de Los Leones, más que café, merecía llamarse botillería, con una clientela predominante de abogados y ejecutivos. Veladores en penumbra, mesas redondas de mármol verde y altos taburetes. Las vidrieras exteriores eran tintadas, para que no se pudiera ver a las chicas desde la calle.
– A los sectores conservadores no les gustan nada estos locales, y los cerrarían si pudieran, a pesar de servir de reclamo turístico. Yo más bien creo que deberían abrir otros donde la atracción sean los camareros ligeros de ropa. Este me gusta porque preparan muy bien el Johnny Black. Conocía al antiguo dueño. Salimos juntos un par de meses o algo más. Supo darle un toque elegante, que ha conservado su sucesor, su hermano pequeño, y también han sabido mantener el savoir faire de los cócteles. Casi todo lo que se ve aquí es clientela fija. No me importa que mires a las chicas, todo el mundo lo hace. No sería una indelicadeza por tu parte.
Pese a tanta exhibición de lencería, yo sólo tenía ojos para la de Annette, cuyo sostén blanco se abría a mis ojos a través del escote de una blusa opalina, junto a su Johnny Black. Ella me parecía más hermosa que todas las demás. Se lo dije, con otras palabras (no mencioné su escote), y ella sonrió apreciativamente, consciente de que no era un halago de cortesía. Tras un silencio, añadí:
– Tú y yo nunca podremos ser amigos, ¿verdad?
– Los amigos no me suelen seguir por la calle. -Sonrió.
– No, desde luego -murmuré sin énfasis y algo abochornado.
La posición fuerte era la suya. Ella no me había seguido por París, ella no me había observado durmiendo (o eso creo), ella no se alojaba en mi casa. Ella no tenía por qué bajar los ojos. ¿Disfrutaba haciéndome sufrir? Imaginaba que así era, y no por eso me atraía menos.
– ¿Qué piensas hacer ahora? -inquirió.
Se miraba de tanto en tanto su reflejo en un espejo lateral.
– Ya no me queda mucho dinero. Desde que partí de Madrid he ido gastándolo a toda velocidad, y calculo que voy a llegar bastante pobre a Brookhaven. Viajaré a mi nuevo destino desde Santiago, sin pasar por Madrid. No tengo nada importante que recoger.
– Si necesitas dinero, yo te puedo prestar.
– Gracias, no es necesario. En cierto modo, me apetece entrar en mi nueva vida vacío y despojado. Como empezar de cero. Con mi primera paga me compraré ropa nueva.
– Eso está bien. Los físicos no tenéis que llevar corbatas caras, ¿verdad?
– No. En general se da por supuesto que vestimos bastante mal y que no tenemos remedio. Entonces, ¿te va bien con Édouard?
Ella se echó a reír ladeando la cabeza.
– Éste es un momento de mi vida en el que me he propuesto dejar de follarme a todos los hombres que me apetece y embarcarme en una relación de pareja de verdad, con Édouard.
– Te lo has propuesto, dices.
– Sí, seriamente. Édouard es el primer hombre al que llamo novio; llevamos juntos tres años. No es el hombre perfecto, e incluso tiene manías que me enferman. -Suspiró.
– ¿Por ejemplo?
– Es demasiado serio, demasiado clásico, disciplinado, perfeccionista, entregado a la música. A su música. Muy culto, eso sí, pero sus ideas políticas no coinciden con las mías. Detesta a Mitterrand. Hasta en el amor es demasiado delicado. Tiene poco sentido del humor, como tú, y demasiada ambición, como tú. Para ser profesor en la Schola Cantorum hay que ser el mejor, y él lo es, a costa de un gran sacrificio. Se parece mucho a ti, pero tú eres más guapo. Me trata como a una reina, no me puedo quejar. Quiere que deje la bebida, ¿crees que bebo demasiado?
– Sí, pero no me molesta en absoluto.
No la había tratado mucho, pero casi todo el tiempo había sido entre copas. Había ocasiones en que prefería pasear con ella, como en este momento. Además, el local en el que nos encontrábamos comenzaba a resultarme demasiado frívolo para el cariz íntimo que estaba tomando nuestra conversación.
– Tienes razón, bebo mucho, y te molestaría si pasaras más tiempo a mi lado. Nunca cojo una borrachera, pero demasiadas veces necesito entonarme. Supongo que cuando todos los días necesitas tus dos o tres copas, eres alcohólico, te guste o no. Volviendo a Édouard, se merece algo mejor de mí que otra infidelidad. Esta vez quiero ser una buena chica.
– Pero ahora estás lejos de París y él…
– Los hombres no tenéis el menor sentido de la fidelidad.
– Reconozco que soy asquerosamente hombre.
– Volviendo a lo que dijiste antes, puede que tengas razón, que tú y yo no podemos ser amigos. No porque dos amigos no puedan atraerse, sino porque dos amigos al menos confían el uno en el otro.
– Siempre he sentido que me juzgabas -admití.
– Lo hice al principio, pero no ahora.
– Juegas a ir por delante de mí. Sobre todo, con lo de Elena.
– Supongo que te refieres a que sabía lo de la vidente y no te lo dije hasta el final.
– Por ejemplo.
– No habría sido lo mismo si yo te lo hubiera contado todo, ¿no crees? La meta no es tan importante como el recorrido.
Su última frase sonaba a verdad profunda y, sin duda, le hubiera gustado a Andy; no obstante, no la creí: más bien pensé que si me lo había ocultado hasta el final era para no darme pistas sobre cuál fue su fracaso como terapeuta. Le avergonzaba admitirlo.
– Creo que Elena no nos ha unido, sino que al final nos ha separado -concluí.
Su expresión se tornó grave. Bebió un par de sorbos y me miró pensativa.
– No tengo resentimiento hacia ti, si te refieres a eso.
No la creí.
– Los dos hemos sufrido por lo que pasó -apunté- y los dos tenemos asuntos sin cerrar.
– Tu dolor es mucho mayor.
– Claro, pero me refiero a que también tú cometiste un error que te persigue. Recuerda que dejaste un mensaje en mi contestador. He ido atando cabos.
– Así es -admitió tras un largo silencio.
– Los dos tenemos errores que reprocharnos. Los dos pudimos hacer algo que no hicimos.
Ella afligió los ojos.
– Cierto.
– Por eso creo que hay un punto oscuro, un punto de sospecha, que lo envenena todo y nos impide acercarnos con total confianza. Hemos perdido la presunción de inocencia.
Se quedó unos segundos pensativa. Finalmente, cabeceó.
– Tienes razón, Lucas. He tratado de racionalizarlo y de eliminar ese punto oscuro que tú dices, y admito que sigue estando ahí.
– Has debido de hacer un gran esfuerzo. Me has invitado a tu casa y me has tratado muy bien. Sin embargo, creo que debería volver al hotel.
– Como quieras -dijo ella, y los ojos le brillaron de tristeza.
– Espero que no te importe.
– No me parece bien, pero haz lo que quieras.
– Será lo mejor. Gracias de todas formas.
Salimos poco después. No recuerdo qué calles atravesamos, pues estaba tan imbuido en mis pensamientos, tan inundado de emociones, que era como si no viera nada a mi alrededor. La tristeza, cuando te acomete de golpe, rompe ciertas inhibiciones que ni siquiera la bebida libera, es como si toda apariencia te dejara de importar, necesitas dejar que hable tu corazón y te olvidas de todo lo demás.
Le confesé que no tenía muy claros cuáles eran mis sentimientos hacia ella, pero que comenzaban a ser intensos. Por eso iba a encontrarme más cómodo en el hotel. Con esto rompí la última coartada para el disimulo. Emocionada, ella me asió del brazo y declaró que ella tampoco tenía claros sus sentimientos, y que en cualquier caso, yo era para ella algo más que una simple tentación para poner a prueba su fidelidad a Édouard, o algo sobre lo que reafirmarla. No obstante, ¿qué podía esperar de mí? Nuestra relación nos conduciría a una senda destructiva. El punto de partida era la muerte de una persona que quisimos. Estaba enterrada, y no era cuestión de echar nosotros nuevas paletadas de tierra. Y eso por no hablar de la imposibilidad de vivir juntos. No había futuro, así que nuestra única opción era conformarnos con un affaire de peau con despedida previsiblemente sentimental en el aeropuerto, promesas de reencuentro que no se cumplirían, palabras y más palabras. Cierto, habría sido exactamente así. Y le faltó añadir que en cuanto me alejara de ella creería más que nunca que mis sentimientos eran profundos y sinceros.
La ex pareja de Andy había regresado fugazmente para llevarse todas sus pertenencias. Volvieron a discutir. Herido en su amor propio, Andy necesitaba desahogarse. Le escuché hora tras hora y traté de reconfortarlo diciéndole lo obvio: que no merecía afecto ni amistad quien tan mal le había tratado. Bajo su rabia latía una vieja y cansada melancolía. Pasó un par de días malos, bebiendo sin control y hablando más de la cuenta, pero pronto se recuperó y nos centramos en los preparativos para el ascenso al Tronador.
En el club de montañismo averiguamos que no necesitábamos tienda de campaña ni sacos de dormir, puesto que el refugio Otto Mailing, a los pies del macizo, rodeado de glaciares, disponía de literas y hasta de calefacción. Trazamos a modo de borrador un mapa del ascenso. Marcamos los pasos difíciles, los posibles puntos de reposo, estudiamos las variantes para evitar largos de hielo muy verticales o desplomados y zonas demasiado expuestas al viento del sur. Partiríamos el 1 de enero y, con suerte, tres días después coronaríamos la cima.
Andy no ignoraba que yo tenía algo más en la mente, algo más que ese macizo nevado. Era ese tipo suspendido en el aire, una visión que me volvía una y otra vez, como si no acabara de digerirla, en toda su dimensión anómala. Esta extraña experiencia me había acercado a su proyecto, Inquiring Minds. Sólo ahora me intrigaba. Admitía que estaba ante algo que superaba mi capacidad de comprensión, algo que ni siquiera podía aprehender.
El 15 de enero iba a repetirse el experimento en la universidad y dos semanas después lo replicarían en el Stanford Research Institute. El primer objetivo era lanzar un claro mensaje a la comunidad científica: «Esto existe. Dejemos de mirar hacia otra parte. Tenemos pruebas. Ahora basta de discusiones sobre si es ciencia o pseudociencia, y ayúdennos a entenderlo y, sobre todo, pongan mucho dinero encima de la mesa».
Una sólida muralla de recelo y escepticismo se oponía al primer objetivo. Pedirían que se repitiera el experimento en condiciones draconianas. Vendrían destacados miembros de los comités de redacción de las revistas más importantes para verificar que no había trampa ni cartón, para certificar la autenticidad de los resultados, antes de publicarlos. Vendrían expertos en detectar fraudes, habría muchos pronunciamientos. Esto podía durar un año o algo más, antes de pasar a la segunda fase: dilucidar la naturaleza del fenómeno, el origen de esa anomalía relacionada con la conciencia.
Andy quería que yo estuviera presente en los experimentos, como observador. Podría comprobar el buen estado de la campana de vacío y cualquier variación que se produjera en su interior sobre los elementos metálicos. Eran tareas sencillas, que podría realizar antes de incorporarme a mi nuevo trabajo en Brookhaven, a finales de enero.
Aún quedaba un trámite para sellar el acuerdo: tenía que contar con el visto bueno de su supervisor, John Lizzy, responsable de la financiación del programa. Andy daba por seguro que Lizzy no iba a poner pegas, pues hasta entonces había aprobado todas sus iniciativas. Además, contaba con que mi trayectoria fortalecía la solvencia de la plantilla.
Lizzy se encontraba ocupado con los preparativos en el Stanford Research Institute cuando Andy le llamó para informarle de que yo estaría presente en el primer experimento. No se esperaba su reacción. Lizzy trató de disuadirlo con objeciones carentes de sentido. Andy no podía entender qué había de malo en disponer de un nuevo observador cualificado, un físico de partículas. John Lizzy le dijo: «De acuerdo, estaré allí en un par de días».
La intempestiva llegada de su jefe puso bastante nervioso a mi amigo. Recuerdo que era el 28 de diciembre porque bromeamos con una posible inocentada. La verdad es que no quería complicarle las cosas, y estaba dispuesto a retirarme siempre y cuando se me diera una buena razón.
Andy, John y yo mantuvimos una extraña reunión en el hotel Libertador. En realidad, la propuesta inicial de Lizzy fue reunirse sólo con él, pero mi amigo se obstinó en que yo debía estar presente, si se iba a hablar de mí. John Lizzy era un hombre de tez rubicunda, flemático, de gestos pausados, medidos, que a lo largo de la entrevista no dejó de estudiarme en una actitud recelosa. Reprochó a Andy que a qué venía ahora una nueva incorporación en el equipo y le advirtió que no estaba dispuesto a cambios de última hora. Andy apuntó que mi presencia no suponía alteración alguna en el programa; en todo caso aportaba un observador cualificado y eso confería mayor solidez al experimento. Por mi parte, no supe qué decir. Sentía que estaba allí de más, no deseaba crear problemas, pero el caso era que tampoco entendía en qué podía interferir mi presencia al otro lado de un cristal unidireccional. Consciente de que no podían hablar libremente sobre mí, al poco rato me retiré de la reunión y esperé a mi amigo en la cafetería del hotel.
Andy debió de abandonar el hotel por otra salida y no nos encontramos. Lo comprendí al ver a John Lizzy acodado en la barra del bar, una hora después. Yo estaba leyendo el periódico en una butaca junto a la vidriera y de golpe escuché mi nombre y me giré. No se dirigía a mí: John mantenía una conversación telefónica con otra persona, referente a la crispante reunión que acababa de terminar. John se mostraba preocupado porque fallara «el plan» por culpa de mi intromisión, y explicó que Andy se había puesto inflexible a la hora de exigir que su amigo (es decir, yo) supervisara el experimento. Me intrigaba saber en qué consistía mi peligrosidad. Me sorprendió que aludiera a Andy en términos despectivos, como «ese bobo» o «ese zoquete».Varias veces mencionó el Proyecto Psy. Extraño, ya que Andy nunca me había hablado de este proyecto (en todo caso, él se había referido a Inquiring Minds). Lo que me puso definitivamente en alerta de que ahí había algo anómalo fue cuando dijo: «No estoy seguro, pero puede que el amigo sospeche algo (…) Lorenzo me ha dicho que irrumpió en el Zócalo y le sorprendió en pleno ensayo». Tras este intercambio de impresiones, quedaron en verse al cabo de quince minutos «en la oficina».
Seguí a Lizzy a una distancia prudencial. Dejó atrás las avenidas céntricas, enfiló Pedro de Valdivia y, quince minutos después, cerca de la calle Vicuña Mackena, a punto de perderlo de vista por culpa de un autobús parado en un semáforo, eché a correr y alcancé a verlo entrar en un portal.
Subió a grandes zancadas a la primera planta. Allí estaba la oficina a la que se había referido. La puerta estaba abierta y tenía una placa esmaltada:
CHILE SKEPTICS
(CSICOP)
Parecía una modesta redacción de periódico con forma rectangular, dividida en pequeñas dependencias. Antes de entrar, asomando apenas la cabeza, vi a tres jóvenes ocupados en tareas administrativas. Por una radio sonaba una pieza de música clásica a un volumen medio. Zumbaban varios ventiladores. En cuanto traspuse la puerta, la chica de la primera mesa me preguntó en qué podía ayudarme. Le dije que quería hablar con el señor John Lizzy
– Tendrá que esperar, porque acaba de entrar en una reunión.
Y me señaló una butaca vieja del vestíbulo, junto a uno de los ventiladores.
No tomé asiento aún: me entretuve en echar una ojeada al lugar. Tenía una extraña decoración, no exenta de sentido del humor. Presidía las estanterías una colección de muñecos de látex: fantasmas, extraterrestres (incluida una réplica de E.T.), brujas y diversas criaturas monstruosas. Me acerqué a un panel de corcho donde habían clavado recortes de prensa con una característica común: todos trataban de sucesos insólitos y paranormales ocurridos en Chile. Abundaban noticias de avistamientos de ovnis, con sus típicas fotografías borrosas y el granulado de la ampliación, y también de curanderos, adivinos, médiums, tarotistas, mentalistas, etc. Habían dedicado un apartado especial a Juan José Queno, cuyo talento para hacer afirmaciones que le servían en bandeja un titular al periodista era incuestionable. Algunas se referían a la Sábana Santa de Turín, y otras a la relación de Jesucristo con civilizaciones extraterrestres.
Tras leer durante un rato el abigarrado collage de recortes periodísticos, di con uno que aumentó mi perplejidad. Se refería al escándalo televisivo de Vera, al igual que el que me proporcionara Annette, y la fotografía era la misma, pero pertenecía a otro periódico y cambiaba ligeramente la redacción. El entrante estaba subrayado en rojo: «Un grupo de activistas escépticos desmantela en directo el burdo engaño de la famosa vidente». No tardé en entender a qué se debía esta coincidencia: me hallaba en una organización de activistas escépticos, cuya misión consistía en combatir el fraude y la manipulación de la información que alimenta supercherías, en defensa de la veracidad y el rigor informativo.
Sobre una mesa hallé un rimero de ejemplares de una revista que no conocía: The Skeptical Inquirer, publicación oficial del Committee for the Scientific Investigation that Claims of the Paranormal. Sus siglas coincidían con la placa de la entrada. Dicho comité -leí en la ficha técnica- había sido fundado en 1976 por Paul Kurtz y otros líderes escépticos, en Norteamérica. Lideraban una red de organizaciones escépticas que se extendía por muchos países del mundo. Citaba algunas, como la de París, L'Union Rationaliste, y la de Londres, British Humanistic Asociation. Esta última defendía un modelo social laico, «libre de religiones y supersticiones». En Italia se denominaba CICAP (Comité Italiano por el Control de las Afirmaciones sobre fenómenos Paranormales) y, en España, Sociedad por el Avance del Pensamiento Crítico. Entre los miembros honoríficos del comité escéptico internacional figuraban celebridades y genios como Richard Dawkins, Carl Sagan, Isaac Asimov y Martin Gardner. Una nómina deslumbrante.
Me entretuve un rato leyendo un artículo de Mario Bunge, muy beligerante con las seudociencias, entre las que incluía el psicoanálisis y la homeopatía. Sobre esta última versaba otro artículo muy relevante, escrito por un bioquímico de la Universidad de Nueva York, redactor honorario de Nature y presidente de los consultores de ZOL, Nueva York, donde explicaba por qué los remedios homeopáticos son puro placebo, esto es, una estafa mundial. Otro artículo abordaba el auge de las falsas terapias alternativas. En definitiva, una revista que no vendía ilusiones y que contaba con todos los ingredientes para que nadie la comprara.
Dejé la revista, nervioso e impaciente por desentrañar todo ese embrollo lo antes posible. Deseé que Andy estuviera ahí, conmigo, que fuera testigo de lo que estaba viendo, pues me iba a ser difícil relatarle después las desagradables sensaciones que me producía relacionar a John Lizzy con ese lugar. Sudaba y no creo que fuera sólo debido al calor, sino a la confusión y al torrente de preguntas que me inundaba. ¿Qué hacía un tipo como John Lizzy dirigiendo un proyecto para estudiar efectos psicoquinéticos y al mismo tiempo trabajando para una organización escéptica? Eran dos datos difícilmente conciliables. ¿Sabía Andy que Lizzy estaba involucrado en esa organización para combatir las seudociencias y la superstición? ¿Tenía idea Andy de la existencia del CSICOP? Nunca me había hablado de eso. Y mientras me perdía en estas reflexiones, mis ojos se detuvieron en la placa dorada de la puerta de enfrente. Con un escalofrío leí: «Dr. Lorenzo Rubio».
Los jóvenes estaban concentrados en sus tareas, tecleando en máquinas de escribir electrónicas o fotocopiando documentos, y no me prestaban atención. Uno de ellos abandonó la oficina para hacer una diligencia. Otro atendió una llamada telefónica. Comencé a sentir la adrenalina en mi sangre: ya había tomado la determinación. Debía arriesgarme y llegar hasta el fondo del asunto.
Giré el pomo. La puerta se abrió. Me volví una vez más para comprobar que nadie me prestaba atención. Dentro del despacho no había nadie. Cerré a mi espalda y suspiré.
Debía actuar rápido. Me concedí medio minuto para la inspección. Había una máquina fotocopiadora, una mesa portátil con un teléfono, varias carpetas y un maletín negro. ¿Por dónde empezar? No podía pararme a deliberar. Abrí el maletín. Había algunos documentos sueltos y una cinta de vídeo VHS donde leí, rotulado a mano, PSY PROJECT, I. Sin pensarlo dos veces, cogí la cinta y un fajo de papeles y salí con premura y sigilo.
En el pasillo todo seguía igual: nadie me había visto. Me dirigí a la salida.
Lo primero que hice al llegar al hotel fue analizar los documentos que había sustraído del maletín, cinco folios escritos en inglés e impresos en tinta negra con letra courier de cuerpo 12. Era probable que, al tomarlas precipitadamente, faltaran hojas antes y después.
Era una escueta relación de laboratorios y centros de investigación norteamericanos y un extracto de sus programas respectivos. No tardé en percibir un elemento común, y era que abordaban fenómenos parapsicológicos: percepción extrasensorial, telepatía y psicoquinesis. De cada uno de ellos se detallaba información en cuanto a la organización, entidades implicadas, financiación, plantilla, calendario, etc. Estos datos fríos no se acompañaban de ningún comentario adicional. En total, sumaban quince laboratorios extendidos a lo largo del país.
Me pareció sorprendente la proliferación de laboratorios psíquicos. Algunos, como la Fundación de Ciencia Mental de San Antonio, Texas, fueron creados con el objetivo de estudiar las fuerzas psíquicas, pero otros, de fuerte calado científico, se habían sumado a la corriente, como el muy prestigioso Laboratorio de Investigación de Anomalías de Ingeniería de Princeton o el de la Universidad de Duke en Durham, Carolina del Norte. Al parecer, suponía un viraje insólito en los actuales programas de investigación.
Me dispuse a visionar el vídeo. Era una grabación casera. Las primeras imágenes resultaban impactantes, casi indescriptibles: Lorenzo Rubio suspendido en el aire a un palmo del suelo. Exactamente como yo lo había visto cuando irrumpí en el laboratorio del Zócalo de la facultad.
Los ojos cerrados y la boca algo abierta, como si durmiera; esta placidez del rostro contrastaba violentamente con la rigidez del resto del cuerpo; sus brazos extendidos en ángulo recto sobre el torso, y las palmas abiertas como si quisiera atrapar algo que tuviera delante, conformaban una composición humana anómala, dislocante.
Se encontraba levitando en un lugar cerrado e iluminado por lo que parecía una fuente natural de luz. Tal vez el interior de una casa. El suelo era de madera. La imagen permanecía estática, en un plano fijo de cuerpo entero, donde se apreciaba claramente el vacío por encima de su cabeza y bajo los pies. El sonido llegaba nítido y directo. Un lento zoom abrió campo y pude ver, a un metro de Lorenzo, una mesa de comedor con dos tenedores. Segundos después, los cubiertos comenzaron a estremecerse con un leve tintineo, como si se estuviera produciendo un temblor de tierra. Sin embargo, la mesa permanecía quieta.
El movimiento de los cubiertos aumentaba gradualmente y comenzaron a desplazarse hacia el lado de Lorenzo, imantados por sus manos, ahora extendidas en esa dirección. Otro efectista zoom se cerraba sobre la aproximación de los objetos a las manos de Lorenzo.
De golpe la cámara viró el ángulo, la luz se aclaró y puso de manifiesto que todo era un truco, un efecto visual. En realidad, sólo levantaba un pie mientras el otro permanecía en el suelo. Para desvelar mejor el truco, la cámara se desplazó alrededor de Lorenzo, en un movimiento mal compensado que hizo bascular la imagen arriba y abajo (se advertía que el cámara hacía lo que podía). La toma final era la misma que al principio, con lo que parecía de nuevo que levitaba.
Ahora, Lorenzo pasaba a ser un actor que hablaba con aire desenfadado. Era una persona completamente distinta a la que me presentó Andy.
– ¿Es suficiente? ¿He salido favorecido? ¡No puedo estar levitando todo el día!
Lorenzo se acercó a la mesa, donde los cubiertos seguían reptando y moviéndose como gusanos.
– ¿A que son divertidos? Cada uno cuesta más de mil dólares, y hay que encargarlos a un fabricante especial, que sólo trabaja para profesionales.
Alzó uno de ellos y, con un pase «mágico» de la mano por encima, lo devolvió a su posición original, quieto y conforme. Hecho esto miró de frente, serio.
– Hola, me llamo Lorenzo Rubio. Trabajo para el CSICOP en el Proyecto Psy, dirigido por el doctor John Lizzy desde Stanford, California. Voy a adentrarme en el mundo de la llamada parapsicología científica, también llamada «estudio de los fenómenos anómalos relacionados con la conciencia». Les mostraré cómo funciona por dentro un experimento de esta clase, en lo que califican como condiciones de control. Recuerden algo importante: en el reportaje que van a ver a continuación, yo soy el único actor. Todo lo demás es real. Las imágenes se han tomado con cámara oculta, por lo que en ocasiones la nitidez de la imagen y el sonido no son perfectos. Espero que sea de su agrado.
Fin de la cinta.