A1 día siguiente almorcé un kebab con mi hermano Pablo. No nos habíamos visto desde la Navidad pasada. Sin embargo, esto no hizo el encuentro más emocionante. Ninguno de los dos aceptó ser invitado por el otro a comer en un buen restaurante. Él declinó mi invitación por un innecesario complejo de hermano pobre, y yo la suya porque no podía permitírselo. Pablo sabía que no había ido a París para ayudarle, y que nunca ejercí de samaritano, ni ahora lo pretendía, pero siempre fue extremadamente susceptible a ello, porque no dejaba de percibirme como el hermano mayor que no aprueba su forma de vida. Es cierto que nunca lo consideré un artista con talento, pero tampoco solía meterme en sus asuntos. «El genio de la familia», me llamaba con sarcasmo. Esto nos llevó a varios enfrentamientos y no creo equivocarme si deduzco que se marchó tan lejos para no tener que rendir cuentas de sus fracasos. En nuestro almuerzo derrochó optimismo, satisfacción y sea esforzó por hacerme creer que al fin había encontrado su estilo propio, su medio de expresión artística y un hueco en los circuitos comerciales que él denominaba serios, esto es, que anteponen el verdadero arte a las modas y mercaderías. Por supuesto, no le creí una sola palabra. Evité formularle preguntas concretas sobre los locales o galerías donde pensaba exponer su obra. Sabía, por mi madre, que solía instalarse en un puesto al aire libre en la place du Tertre, en Montmartre, junto a la basílica del Sacré Coeur, un lugar donde no acude nadie que busque lo que Pablo llamaba arte serio. Lo que interesa a los cientos de turistas que pululan por ahí es adquirir estampas coloristas con la torre Eiffel al fondo, pintorescos rincones del Barrio Latino o escenas urbanas con sabor a art nouveau.
No fue un almuerzo agradable, sino bastante tenso, en el que tomamos nuevamente conciencia de la distancia real que hay entre nosotros. Quiso que habláramos de Elena, pero yo cambié de tema enseguida. Hubo, no obstante, un momento en que me dirigió una mirada fraternal, cuando le confesé que estaba sin trabajo.
– ¿No me digas? ¿Algo ha ido mal?
– Me peleé con mi jefe.
– ¿En serio? ¿Tú? Nadie lo diría.
– Le asesté un buen puñetazo.
– ¡Dios! ¡Estás desconocido!
Se echó a reír. Le reconfortaba saber que a mí también podían irme mal las cosas, cuando se supone que yo, «el genio de la familia», estaba a salvo de ese género de problemas. Eso, y la pérdida de Elena, me hizo valedor de su confianza (o más bien aplacó su envidia), pero me pareció una razón mezquina para quererme más, por lo que me apresuré a explicarle que, en realidad, estaba esperando conseguir un puesto en un laboratorio próximo a Nueva York.
Antes de despedirse me declaró que, en el fondo, los dos nos parecíamos bastante, porque habíamos escogido una dedicación fuera de lo convencional y fuera de España: él con la bohemia artística, yo con la física, territorios privados que no todo el mundo comprende ni aprecia. Asentí sin entusiasmo.
Llovía a través de la luz. Atardecía en el ventanal. El cielo brillaba como una pátina de plata vieja. Desempañando el cristal de mi habitación, observaba el latigazo de la lluvia en las lápidas del cementerio de Montparnasse. Lápidas grises, cenotafios de mármol negro y relumbrante. El vaho también es un estado de ánimo.
Una hora después, aprovechando que había escampado, bajé a dar un paseo por el camposanto. Hojas de arce y plátano flotaban en los charcos marrones por donde cruzaba mi silueta desfigurada. Desde el otro lado de los muros llegaba el estruendo del tráfico. Bajo esta tierra yacen hombres insignes, hombres que escribieron páginas inmortales. Era un buen pasatiempo ir descubriendo a lo largo del recinto las lápidas de los nombres más destacados:
André-Marie Ampére, a quien debemos la unidad amperio. Léon Foucault, a quien debemos la demostración más elegante de la rotación de la Tierra.
Louise Weber, «La Goulue», bailarina de can-can.
Mientras cenaba en un restaurante del bulevar de Montparnasse, pensé en esos muertos egregios, royalement foutus, e invoqué a la difunta abuela de la viajera elegante y profesora de instituto que leía a Henry James; la abuela resucitada, toda vestida de negro.
«Suicidio blanqueado.» Habían transcurrido dos días desde que Annette había pronunciado esas dos palabras y desatado en mí una nueva tormenta interior.
Me parecía evidente que sentía un profundo afecto por Elena. ¿Amor, incluso? Se conocieron en un concierto de música antigua. Las dos fueron solas y ocupaban asientos contiguos. Debieron de charlar en los entreactos. Compartían gustos musicales. A la salida tomaron un café, cuando apenas se conocían. ¿Era normal? A mí nunca se me ocurriría ir a tomarme un café con un tipo al que acabo de conocer en un concierto. Entre mujeres no resulta tan extraño; ellas son, en general, más sociables. Elena era muy abierta y no es de extrañar que obrara así. Al fin y al cabo estaba bastante sola en París. ¿Qué hacía al terminar de dar sus clases en la Sorbona? Pasear, leer, ir a conciertos, supongo. Era lógico que deseara conversar con alguien afín, al menos en gustos musicales. Pero también existía la posibilidad de que Annette fuera lesbiana y la amara.
A las seis de la tarde un taxi me dejó ante el portal de su consulta, pero no me decidí a entrar. Me había tratado con dureza, me había hostigado. Irresoluto, me revolvía como un venado herido.
Me senté en un banco frente al portal y me quedé fumando un rato, viendo entrar y salir gente de una pâtisserie. Me di cuenta de que estaba ahí por una razón absurda: necesitaba demostrarle mi inocencia.
A las siete, Annette salió del portal y echó a caminar sin verme. La seguí. Llevaba un elegante abrigo de trabillas hasta los mulsos, color hueso, y un sombrero del mismo color. Avanzaba a paso ágil en dirección a la place Saint-Georges. Me pregunté adónde se dirigiría. ¿Tal vez a una cita con otra, mujer?
Le gustaba andar. Como casi todas las mujeres hermosas, miraba al bies su reflejo en los escaparates. No tomaba atajos. Le gustaban las zonas abiertas, los bulevares. Seguía un itinerario prefijado. Atravesamos el bulevar Cliché, después tomamos por Rochechouart. Penetramos en un barrio de calles estrechas llenas de asimetrías y galerías interiores, donde se respiraba mucha animación. Esprit de village. Me preguntaba, cómo se traduciría esta expresión. ¿Espíritu de pueblo? Suena a «pueblerino». No nos caracterizamos por amar los pueblos, en España. Los franceses, en cambio, adoran la province, la campagne.
En la rue Chaptal se internó en una galería abovedada, flanqueada por pequeños comercios y cafés. La seguí a través de arcadas modernistas. Finalmente, entró en una tienda llamada La musique du Vermeer. Era un local de luthería artística. Desde fuera parecía un gran anticuario musical. Colgados a diferentes alturas, sus paredes sustentaban una exótica colección de instrumentos antiguos de cuerda: vihuelas, laúdes de diferentes tipos, bajos de viola, cítolas, tiorbas, guitarras barrocas, zanfonas… El techo era de artesonado, con vigas oscuras de madera y hasta la araña que iluminaba el local parecía de, otra época.
Había un pequeño café enfrente, haciendo esquina con una bifurcación de la galería interior. Ocupé una de las mesas que formaba un ángulo entre el pórtico y una exótica tienda de bonsáis, desde donde podía observar a Annette discretamente. Annette conversó un rato con el luthier, cuya tupida barba roma le alargaba la delgada cara y le acortaba el cuello. Al cabo de un rato, éste le entregó una bella tiorba. Annette la asió con la desenvoltura de quien está muy familiarizado con el instrumento, recorrió con los dedos sus dos mástiles unidos, observó el encordado y la caja de resonancia y lo encontró a su gusto: sonrió y asintió al luthier, que permanecía expectante, con las manos detrás de la espalda.
Con aire serio, concentrado, Annette se sentó en el borde de una otomana, separando un poco las rodillas para acomodar la caja en el muslo. El mástil formaba una diagonal con su torso. Y de sus dedos comenzó a brotar una armónica cascada de acordes que se escucharon claramente a través de la puerta abierta y la vidriera.
Durante un rato me quedé escuchando en mi mesa cómo punteaba una melodía de John Dowland: Galliard to Lachrimae. Con el esfuerzo de una diletante, pero la hondura de una verdadera intérprete, sus manos se deslizaban por el mástil a medida que iba entregándose a la melodía.
Permanecí inmóvil, tan absorto en capturar la vibrante acústica de la tiorba que dejé de escuchar la animación de la galería y la marea de ruidos de fondo. Durante unos momentos, mi ventana perceptiva se cerró como un zoom sobre el encuadre de Annette, al otro lado del polvoriento cristal, que reverberaba con los reflejos de las luces del pasaje, se cerró sobre esa mujer que, ligeramente inclinada hacia delante, iba desgranando arpegios, tonalidades limpias, restañando las cuerdas con una punzada de emoción que me alcanzaba en oleadas.
A tal punto me quedé absorto y paralizado que, cuando terminó y se giró en mi dirección, situándome en su línea de visión, fui incapaz de reaccionar, o apartar la mirada antes de que se cruzara con la suya: me descubrió. Con mejores reflejos que yo, fingió no haberme reconocido, se giró hacia otra parte y reanudó su conversación con el luthier.
Me marché enseguida, abochornado. Pero algo había cambiado. Había pulsado un staccato: mi clave de acceso al corazón.