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Nuestro segundo encuentro tuvo lugar en Santiago. Valenzuela me mostró una serie de fotografías, en las que pude ver al niño congelado en la crisálida centelleante donde había permanecido más de cinco siglos inalterado. La imagen no era muy buena y el reflejo del hielo borraba parte del rostro. El equipo expedicionario posaba a más de cinco mil metros. Elena llevaba un voluminoso anorak azul, cuya capucha le redondeaba el contorno de un semblante arrebolado por el frío, y permanecía muy seria, ensimismada.

También me mostró fotos del viaje que emprendieron juntos, aprovechando unas vacaciones. Desde Santiago volaron a Cuzco y allí tomaron un tren hasta Aguas Calientes, final de término al pie del Machu Picchu. La naturalidad con la que me contaba estos viajes me hacía pensar que sólo les había unido una relación de amistad. Sin embargo, no podía darlo por seguro, ni mucho menos.

Gustavo la describía como una persona que ansiaba vivir una existencia más auténtica. La autenticidad parecía reñida con la modernidad, tal y como la aceptamos, de espaldas al pasado, a nuestras raíces. Su concepto de lo auténtico sí me resultaba familiar, y estuve de acuerdo con él.

La primera foto de este viaje fue tomada en un vagón del tren atestado de viajeros, la mayoría turistas. Elena posa junto a una mujer india que lleva una cesta de choclo y dos gallinas vivas. La mujer, muy seria, mira para otro lado y no parece darse cuenta de que está siendo fotografiada.

Ya en Aguas Calientes, Elena sonríe con un tití de cara dorada subido a su hombro, en la puerta de una cantina con pinta de galpón. «Allí tenía un amigo o conocido, Florentino Campani. Regentaba la cantina y alquilaba habitaciones. Nada más entrar oías el griterío de los pajarracos y los monos de la selva, chaucatos, huanchacos, tuyas, papagayos, todo en venta en el traspatio. El tití no lo vendía, lo tenía amaestrado, para atraer clientela. Hacía cabriolas por el mostrador, y Elena se reía. Le había enseñado a jugar a las cartas como él, haciendo trampas. Era cazador furtivo, entre otras cosas. Vendía género variado, también drogas.» Creí entender aquí que Elena le habría comprado algún tipo de sustancia. A Gustavo no le gustaron las habitaciones, así que se alojó en el hotel Cóndor. Su intención era visitar Machu Picchu, y Elena trataba de disuadirle; le señalaba la avalancha de turistas, autobuses que arrancaban de una lanzadera y subían caracoleando en procesión por la estrecha carretera. «¿Te unirás al grupo de los alemanes barrigones, al de los japoneses con la Kodak, al de los gringos o irás con el de la banderita roja que dirige la comitiva con el altoparlante?» Deploraba que hubieran convertido Machu Picchu en un parque temático; no quería dejar un solo dólar que no fuese a parar a las manos de los verdaderos lugareños, los orfebres, las hilanderas tocadas con chal y sombrero hongo, los cholos, los indios que mercadeaban por los andenes ofreciendo artesanía. Así que comían en los humildes barracones en el verdadero pueblo que comenzaba al otro lado del río Urubamba. Elena disfrutaba de la comida humilde de cocina de leña: cebollas, tasajo, papas, un brebaje de puchero llamado sopa mastasca y choclo. Gustavo se amoldó a sus costumbres y a su afán mimético, pero no estaba dispuesto a que le aguara la fiesta; subiría a Machu Picchu con ella o sin ella. «Puedo llevarte a un lugar donde verás la ciudad inca como nadie la ha visto, la auténtica. Verás Machu Picchu con los ojos del cóndor», le dijo Elena. «Okay -respondió él-, guíame, yo te sigo.»

Del pueblo partía un camino hecho a fuetazos que se internaba en el corazón de la selva. Gustavo me mostró cinco fotografías de la travesía. Se veía una senda entreverada de manglares y árboles frondosos, de altas y abigarradas copas, alimentados por lluvias torrenciales, que apenas dejan ver el cielo. Aquel bosque de altura la embelesaba, con su luz verdosa y el oxígeno puro de la altitud. En una foto se capta el batir cromático de las alas de un ave que se embosca entre los penachos verdes. En otra, Elena muestra una orquídea con una corola púrpura.

– Fíjate, parece un colibrí -dijo Gustavo-; dos pétalos se abren como alas, y el tercero parece la cabeza con pico.

Parecía, en efecto, un colibrí y podía parecer muchas cosas más.

– La llaman waganki, en quechua. Significa «llorarás». Tiene una curiosa leyenda.

En los tiempos remotos en que Machu Picchu era una majestuosa ciudad, una de las princesas del Inca se fijó en uno de los jóvenes oficiales que custodiaban la fortaleza real, y comenzaron a verse de noche. Al ser informado, el Inca montó en cólera por la osadía de un plebeyo por relacionarse con la nobleza y ordenó su ejecución. La princesa huyó por el bosque, y allí donde caían sus lágrimas brotaban flores. Y la última se transformó en el colibrí.

Waganki, llorarás.

– Atravesábamos nubes de insectos por la espesura, por un ribazo perpendicular al río, que bajaba despeñándose valle abajo. Había un sendero despejado. Yo iba manoteando por delante de la cara, quitándome de encima hojas y nubes de cosas voladoras. Llegamos finalmente a un claro.

En las fotografías se apreciaba una aldehuela primitiva, indígena, en medio del calvero, en medio del mundo pero fuera del mundo, fuera del tiempo. Las casas eran de adobe, cilíndricas, coronadas por grandes tejados de paja, que les daban un pintoresco aire de enorme seta. Había caminos de herradura entre las chozas, cobertizos con gallinas, huertos, hatos de llamas. Se veían algunos indios quechuas, emponchados, recelosos de cualquier visitante. Eran pastores de las alturas. La plaza conformaba el centro radial del poblado; suelo de tierra apisonada con un tramo hecho de losas de barro. Varias mujeres llevaban a sus niños en ataditos a la espalda.

– Fue como llegar a una tierra virgen que profanábamos con nuestra presencia de forasteros, con nuestras cámaras. Me sentí como debió de sentirse Hernán Cortés en el nuevo mundo. Un mundo condenado a desaparecer.

»Elena adoraba ese lugar, una suerte de secreto oculto en la selva. Me explicó que era un ayllu, una comunidad de familia, de origen inca, que se regía por sus propias leyes, que eran en esencia tres: Ama Sua (no robes), Ama Quella (no mientas) y Ama Llulla (no seas ocioso). Con eso ya tenían todo legislado, una verdadera maravilla.

»Era un brujo herbolario, un qollahuayo. Quechua de pura cepa. Tenía junto a su casa huertos de papas, frijoles y ollucos. Se llamaba Huamán el Largo y era un tipo más bien bajito y enclenque, feo como un demonio, tanto que asustaba a primera vista, porque además iba envuelto en una chalina vieja y con un sombrero de sacerdote, que simbolizaba el rayo, una especie de chullo rojo calado hasta las orejas. Su edad era indescifrable. Me escrutó con sus ojos como granos de café y nos hizo pasar a una penumbra que olía a herboristería y establo de llamas.

»Elena habló con él en una mezcla de quechua y castellano. No dominaba la lengua india, pero siempre que tenía oportunidad de practicar un poco, hacía lo que podía. Le habló de su problema, del niño del volcán y todo eso. Él asentía, aprobador. Luego, Huamán empezó a macerar hierbas en un mortero de madera, y mientras tanto me puse a husmear. Aquel lugar tenía su encanto. Era un lugar perdido en el tiempo. A mi padre le hubiera encantado. Había cosas realmente increíbles para un estudioso de antropología andina. Aparte de objetos ceremoniales, aríbalos de cerámica, máscaras incaicas con plumas blancas, estatuillas de madera y utensilios arcanos, sus alacenas combadas contenían una botica completa de la selva: chuspas de piel llenas de hojas de coca, canastos con granos, brebajes salutíferos, aceites de plantas, calabazas secas, cataplasmas de mostaza… Había peludas tarántulas moviéndose enjaulas de palo. Y el olor de todo aquello era intenso, mareante, pero, por increíble que pudiera parecer, de una fragancia aromática.

»El indio trabajaba en una mesa de madera tosca y maciza. Filtraba y mezclaba utilizando telas de lino, y espolvoreaba y soplaba, y murmuraba plegarias en quechua, invocaciones a los dioses de la montaña. En un rústico brasero quemó raíces y le preparó una infusión a la que añadió unos polvos cárdenos.

»-No irás a beberte ese mejunje, ¿verdad?

»-Claro que sí -sonrió ella.

» -Tú sabrás lo que haces -le dije-. Pero no me hago responsable.

»Antes de dársela a beber, el brujo salió afuera y echó un chorro al suelo. "Se lo da primero a Pachamama, la madre tierra -me dijo Elena-, que es el principio y el fin de todo." Luego tomó el cuenco de madera y bebió la mitad, y la otra me la ofreció a mí, asegurándome que era una nueva experiencia.

»Ya me imaginé qué clase de experiencia. ¿Iba a quedarme ahí cruzado de brazos viendo el viaje de mi amiga? ¿Para eso habíamos llegado hasta aquí? Tomé el cuenco y bebí también.

»El qollahuayo canturreaba invocaciones en voz baja, con una cadencia monótona. Poco a poco esa voz comenzó a adquirir una resonancia como de cueva y en algún momento empecé a ver formas extrañas en la fina columna de humo que ascendía de la rama sobre el brasero, formas entrelazadas: una cara de jaguar que luego se convertía en la cara de mi difunta madre, tal como era siendo yo niño, como si la hiciera resucitar del sueño, intacta. Ella me sonreía. Era consciente de que me encontraba despierto y al tiempo soñando y me sentía liviano y como parte integrante de todo aquello, como una hoja en una rama en un árbol en un bosque en un valle, dejé de sentir mi propio peso, se abrió la techumbre de troncos y por fin volé.

»Volé libremente por el cielo, sobre los árboles, sobre los altos cerros, subí y subí hasta el éxtasis, y desde el cenit, suspendido en el aire como un cóndor, pude contemplar el Machu Picchu en todo su esplendor.

»Así que al final resultó cierto lo que me había vaticinado Elena: "Verás Machu Picchu con los ojos del cóndor".

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