En mi cuarto día en París me mudé al hotel Royal Elysées, en la avenida Victor Hugo, cortesía del Laboratorio Nacional de Brookhaven. Al poco de dejar las maletas, recibí una llamada de bienvenida de Mr. Walter. Me deseaba una feliz estancia y mucha suerte en la prueba del día siguiente. Tampoco esta vez especificó en qué consistía. «Sólo puedo decirle que será corta. En menos de quince minutos habrán terminado los tres candidatos.»
Tanto secreto me intrigaba. ¡En quince minutos o menos se proponía despacharnos a los tres! No podía tratarse de una entrevista. O bien tenía una fórmula rápida e infalible para averiguar quién de nosotros era el más cualificado, o bien lo había decidido ya. No iba a dedicar más de cinco minutos a cada uno, a menos que nos recibiera de forma simultánea. Probablemente, se trataba de esto último.
Uno de los tres, el inglés, trabajaba en el Instituto de Tecnología de California en Pasadena. Del otro nada sabía. No estaba seguro de tener alguna cualidad que me distinguiera. No estaba seguro de poder ganar, ni de querer ganar. Tal vez la muerte de Elena había malogrado esta perspectiva, destruyendo mi ilusión por un puesto que unos meses antes había sido el sueño de mi vida. Porque mi viaje a Brookhaven, Long Island, fue mi última mentira a Elena. Una mentira que, al ser desvelada por otro, la llenó de rabia, despecho y tal vez desesperación.
Antes de aquello, lo que más ansiaba era volver a los colisionadores, a la QCD, a los quarks. Barry Ledig, en Brookhaven, me ofrecía un trabajo a mi medida. Me fascinaron las instalaciones, el Booster Accelerator y el Tandem-to-Booster line, el gran detector Solenoidal Tracker. Quería ese puesto, luché por él, pero aún me faltaba la última prueba, y me encontraba desmoralizado y con ánimo de perdedor.
Una luz invernal se destilaba del cielo encelajado y se reflejaba en el Sena. Annette y yo cruzamos el puente de la Tournelle y llegamos a la pequeña isla de Saint-Louis, en medio del río.
Antes de dejar el hotel de Montparnasse recibí una inesperada llamada telefónica de ella. Le había dejado un número de contacto a su secretaria. Quería hablar conmigo.
– Es como una pequeña ciudad dentro de la gran ciudad, con una vida propia -aseveró, mientras paseábamos-.Y al final de la tarde se respira un ambiente muy tranquilo. Las gentes que viven aquí, en estas casas, son bastante peculiares. Se toman tan en serio eso de que habitan en una isla que cuando cruzan el puente dicen que van «al continente».Y no bromean. A los parisinos los ven como foráneos. De esta manera quieren preservar su personalidad autóctona.
Un viento frío nos traía el olor a agua sucia y gasóleo del muelle. Caminamos despacio por el adoquinado de sus callejuelas breves, angostas. Había restaurantes muy acogedores, tiendas de antigüedades y de arte, boutiques, pequeños cafés.
– En esta isla soy doblemente extranjera, porque ni siquiera soy parisina. Llegué aquí a los dieciocho años procedente de Santiago de Chile, para estudiar Medicina. Me alojé en casa de mi abuela, que entonces trabajaba de abogada, y hace bastante tiempo que se regresó a Santiago.
Sorprendía la tranquilidad de esa zona: a pesar de estar tan cerca de la gran ciudad -a un lado del río la Bastilla y al otro el Instituto del Mundo Árabe y, enfrente, Notre Dame- era cierto que uno no tenía la sensación de hallarse en un barrio residencial, sino en una isla lejana, donde los ruidos llegan atemperados, desde el muelle Saint-Gabriel.
– Cursé la especialidad de psiquiatría, y allí me topé con Freud y salí corriendo. Así que comencé psicología. Y aquí estoy, ganándome la vida a costa de los problemas ajenos. Un trabajo tan bueno como cualquier otro.
La luna ascendía lentamente sobre los tejados rojizos de las altas casonas, algunas de ellas señoriales. Se encendieron las farolas.
– A Elena le gustaba mucho este paseo. Solíamos acabar en el café Venice, por la música. Es aquel de allá.
Estaba situado en una primera planta con vistas al Sena: un amplio surco negro entre los vetustos edificios, por el que de cuando en cuando se deslizaba un barco cuyos contornos quedaban definidos por luces de diferentes colores, como atracciones de feria.
Sonaban las Canzoni de Frescobaldi. Un café distinguido, clientela refinada. Las conversaciones se resolvían en murmullos nimbados; por encima sonaba el tintineo de las cucharillas en la porcelana de las tazas. Pedimos tartaletas de confitura de frambuesa.
Mientras conversábamos sobre Elena, observaba las siluetas oscuras de las casas, los transeúntes cuyos rostros sombreaba la luz de las farolas. Y más allá, al fondo, el puente Sully, donde aún quedaban algunos pescadores rondando por el muelle. Annette tomó varios gintonics y yo, vodka. El alcohol me soltó la lengua. 09-11-92, le dije. La caja fuerte que se abrió, se la dibujé en una servilleta para que comprendiera el mecanismo. Le hablé de la sincronía numérica. Le hablé de una vidente chilena llamada Vera. Percepción del futuro, adivinación. Apenas sabía de esos fenómenos. Todos hemos leído alguna cosa, todos conocemos a alguien que adivina cosas, o afirma que adivina cosas, pero esa mujer no podía mentir. La caja fuerte era como la caja negra de un avión siniestrado. Revelaba que así había acontecido.
Ella me escuchó atenta, sin decir nada, sin negar ni admitir, sin aclararme siquiera si conocía a esa mujer o si Elena le había hablado de ella, si creía mi relato o le parecía un mero disparate.
Simplemente me escuchó con aire reflexivo, mientras la tinta del bolígrafo se diluía en la servilleta de papel donde había garabateado la silueta de la caja fuerte, la combinación. Al final, mi dibujo quedó reducido a un manchón azul de obtusa, apariencia simétrica, y ella se limitó a comentar con ironía que parecía una lámina del test de Rorschach.
– ¿Rorschach? ¿Qué es eso? -inquirí.
– Un curioso test de manchas donde cada persona percibe algo distinto, según su personalidad. ¿Qué ves ahí?
– No sé. Tú eres la psicóloga.
– Te diré lo que ves, Lucas. Ves un falso Xanadú, donde tus deseos más ocultos se cumplen: lo paranormal te ayuda a autoconvencerte de que lo de Elena no fue un suicidio, ni tuvo nada que ver contigo. Veo a un hombre huyendo de la desesperación.