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La sala, amplia y acogedora, estaba tenuemente iluminada por dos apliques y una pequeña lámpara de tulipa sobre una mesa auxiliar. No había escritorios ni muebles pesados entre ella y yo, sólo las dos butacas de diseño donde estábamos sentados en diagonal, a una distancia de tres metros. Eso me permitía mirar hacia otro lado sin volverle el hombro. Ella esperaba en silencio, las piernas cruzadas, orientada hacia mí con una expresión apacible e inquisitiva.

La consulta se hallaba en la cuarta planta de un inmueble antiguo, cerca de la plaza de la Ópera. Conseguí que la secretaria me diera cita para mi primer día en París. Al llegar, me indicó que le docteur Gavin estaba pasando consulta, pero que terminaría pronto. Yo era su último caso del día. Annette era una mujer de elegantes modales, algo más joven que yo, de cabello avellanado. Lucía un pañuelo de tono lavanda en el cuello, blusa blanca, vaqueros y zapatos sin tacón, y a pesar de no llevar ninguna prenda especial, el resultado final era sumamente parisino. Puesto que no sabía quién era yo, comenzó hablándome en francés; su acento no era perfecto, pero sí aromático. Apoyaba en el muslo una libreta Moleskine granate donde iba anotando mis datos, y al dictarle mi nombre y mi ciudad de residencia, alzó súbitamente la cabeza y cambió el francés por su lengua materna.

– ¡Dios mío! ¡Usted es Lucas Frías!

No fue precisamente una exclamación de alegría, sino de perplejidad. Me escrutó en silencio, calibrando la situación. Una situación bastante anómala, sin duda. Me encontraba ocupando el sillón de Elena, ese sillón en donde probablemente habló de mí.

– No viene como paciente, ¿verdad?

Si se refería a una persona con alguna clase de problema que esperaba resolver en ese lugar, no me importaba que se me considerase como tal. Colgado en la pared, junto a una estantería, descubrí un pequeño cartel que había sido puesto allí precisamente para ser leído desde mi posición. Mostraba una graciosa niña con coletas, ceñuda, con los brazos en jarras, y, debajo, un letrero:


AYEZ VOBLIGEANCE DE ME PARLER

AVEC DOUCEUR, SANS ÉLEVER LE TON

ET SANS ME CONTRARIER

EN AUCUNE MANIÉRE


Annette estaba visiblemente sorprendida por mi visita. Para suavizar la entrada le dije que deseaba agradecerle lo mucho que había ayudado a Elena, aunque para mí era sólo una suposición. Para mi bochorno, me había enterado hacía una semana de la existencia de esta psicóloga.

Conversamos en primer lugar sobre el accidente. Annette se mostró interesada en conocer los detalles del atestado policial. Tras informarle de que la hipótesis que más fuerza cobraba era la de haberse dormido al volante, a pesar de que fueran las once de la mañana, le pregunté si Elena había estado tomando sedantes.

– No le gustaba ninguna clase de sedantes ni ansiolíticos. Lo sé porque en sus momentos de crisis le recomendé recurrir a ellos.

– ¿Tan mal se encontraba?

– Atravesaba una depresión exógena; para decirlo más claro, estaba hundida por una serie de circunstancias personales. No puedo decirle mucho más, lo siento. Es confidencial.

– Sin embargo, acudió a esta consulta durante su estancia aquí. De eso hace más de un año. ¿No perdieron el contacto?

– Hablábamos por teléfono casi todas las semanas.

– Comprendo. ¿Cómo la notó usted en los últimos meses?

– Yo mal, ¿y usted? -Su tono era de reproche.

No supe qué decir. Permanecí en silencio.

– Volvamos al accidente. ¿Llevaba puesto el cinturón de seguridad? -inquirió

– No. Un trágico descuido. Normalmente se lo abrochaba, pero en algunos momentos se le olvidaba. En ocasiones yo debía recordárselo.

Mientras reflexionaba, las puntas de sus dedos recorrían los brazos del sillón sin desplazar la muñeca. Avanzaban y retrocedían. Repiqueteaban formando una ola. Su mirada no era precisamente amistosa. Me echó un pulso de silencio.

– ¿Por qué ha venido? -Me clavó los ojos.

Le confesé que me encontraba en una situación difícil, que necesitaba atar cabos sueltos.

– Ya le he dicho que lo que cuenta un paciente aquí es confidencial.

– Pero comprenda que se trata de una situación excepcional. Elena ha muerto y hay algunas cuestiones pendientes que me atormentan. Tal vez podría ayudarme.

Era consciente de que necesitaba ganarme su confianza, era consciente de que nada tenía a mi favor, y sí mucho en contra. ¿Cuál era mi situación? Venía a husmear en el pasado de una difunta paciente. Además, por si eso no bastara, aunque hasta entonces había sido la parte ausente, estaba implicado en la historia, como antagonista. Dudosas credenciales: no contribuí a la felicidad de Elena. Para Annette sólo era un tipo egoísta y sin escrúpulos, incapaz de amar realmente a una mujer y mucho menos de comprenderla. Un hombre que nunca se preocupó por saber cómo se sentía su pareja y que en ese momento, tras su muerte, espoleado por algún mezquino remordimiento, acudía a ella para sentirse mejor. Demasiado tarde. Incluso podía pensar que había ido a restaurar mi imagen dañada, a reivindicar mi verdad o justificar mis errores.

Nuestra identidad se vuelve onerosa cuando leemos la desaprobación en los ojos que nos observan: yo soy lo que su percepción me atribuye, me percibo en la dimensión que ella me confiere, pequeño, apocado, vil. Resultaba difícil sustraerse a esa sugestión. Su juicio sobre mí ya había cumplido sentencia antes incluso de mi declaración.

– ¿Pretende que sea su paño de lágrimas? Espero que no haya venido sólo para eso.

Había adoptado un aire gélido, desafiante.

– Imagino que las personas que se sientan en este sillón sufren si no obtienen la aprobación de los demás. No espero obtener su aprobación. Pero tampoco he venido a que me juzgue.

Sus ojos garzos me escrutaban con frialdad. Ojos duros como piedras.

– Puede irse cuando lo desee.

– Está bien, me quedaré un rato más para que me pisotee. Soy del tipo masoquista. Siga, siga.

Creí atisbar un asomo de sonrisa reprimida, pero enseguida sus ojos se amusgaron y sus labios volvieron a apretarse. Examiné la grave curvatura de su mejilla, la sombra de su pelo bajo la atenuada luz.

– Elena y yo llegamos a ser buenas amigas.

– No lo entiendo. ¿Cómo se puede ser amiga y terapeuta a la vez?

– Era un caso especial.

– Si no es indiscreción, ¿cómo se conocieron? ¿Fue aquí en esta consulta?

– No es indiscreción. Nos conocimos en un concierto de música antigua. Estábamos sentadas una junto a la otra y en el descanso empezamos a charlar. A la salida continuamos en un café. Le entregué mi tarjeta y, por un descuido, le di la de la consulta. Para mi sorpresa, se presentó aquí una semana después. Me pidió ayuda.

Nos quedamos escuchando los ruidos amortiguados que procedían del piso superior. Jóvenes vocingleros, tal vez una fiesta. Estaban probando la música. El volumen subía y bajaba con intermitencia. No llegaba a ser molesto, pero en los largos silencios pude reconocer un tema de moda: How do you do! Sin saber cómo, me puse a pensar en voz alta sobre qué pudo provocar mi fracaso con Elena. ¿Por qué en los dos últimos años la relación se deterioró si ella me amaba. Al principio pensaba que todo se debió a mi actitud solipsista. En buena parte así fue: arrojé sobre ella mi frustración laboral y mi estancamiento vital.

Ella se limitaba a asentir. Más que un simple asentimiento, era un gesto para corroborar que estaba al corriente. Conforme hablaba, sentía la necesidad de seguir hablando, de contarlo todo.

– Sin negar que mi actitud fue egoísta y deplorable, ahora empiezo a ver que hubo un elemento más, un problema que no emanaba de mí, sino de ella. Desde que empezó la cohabitación la noté distinta y no me agradaron los cambios. Las primeras semanas me gustaban sus constantes efusiones y zalamerías, habida cuenta del largo período de separación, y de lo mucho que teníamos que celebrar, pero pronto me di cuenta de que había algo más. Se había vuelto más vulnerable, más dependiente de mí. No le bastaban los gestos, necesitaba oírmelo decir. Cuando salíamos, me asía la mano. No es que me molestara, pero no era lo acostumbrado. Hablaba mucho, demasiado de cosas triviales buscando la forma de agradarme. Yo intentaba hacerle ver que no era necesario. De noche se me enroscaba. Me comía el espacio. La empujaba suavemente, a veces se despertaba. Pero no hablábamos de estas cosas.

– ¿Por qué? ¿Por temor a herirla?

– En parte sí, pero también por una especie de… pudor. Me daba asco tener que expresarle que me sentía atosigado.

– ¿Por qué cree que había cambiado?

– Llevábamos bastante tiempo muy distantes. Tal vez fue algo que pasó en Chile. Algo malo. Acababa de llegar de Chile. Es sólo una sospecha.

– ¿Por qué se preocupa por eso ahora?

No supe qué contestar.

– Cree que yo lo sé -aseveró.

– ¿No hablaron de Chile? Usted es chilena.

– Cierto. De Santiago.

– ¿Por qué me ha hecho tantas preguntas sobre el accidente?

– Bien, le diré algo: en los últimos meses empezó a obsesionarse con la muerte.

– ¿Se refiere a quitarse la vida?

– Usted lo ha dicho.

Volvía la idea. La idea que había conseguido alejar de mi mente, la idea que me llevó a la implosión.

En el piso superior arreciaban las voces, el ambiente de fiesta, música, temas variados que se sucedían sin solución de continuidad, risas, carcajadas. Sonaba el timbre de la entrada, nuevos invitados llegaban.

Alegué que Elena amaba la vida. ¿No bastaba? Era inquieta y vitalista. Siempre tenía proyectos en el horizonte. Disfrutaba con su trabajo. Le apasionaba su trabajo.

– Hay antecedentes en su familia -comentó.

Sí, claro. Su tía Mercedes, hermana de su madre, tenía veinticinco años y estaba encinta cuando se ahorcó en su casa de Guadalajara. Elena era apenas una muchacha y fue su primer funeral. No guardaba buen recuerdo de esa época. A veces tenía pesadillas recurrentes en las que aparecían su madre y su tía, y ésta se comportaba con total naturalidad a pesar del hecho de llevar una soga al cuello. Estas pesadillas le acarreaban dolores de cabeza y un pésimo humor. Al parecer, el suicidio de Mercedes era un elemento perturbador en la familia de Elena, especialmente para su madre, que se volvió depresiva. O tal vez ya lo era y eso lo empeoró todo. Problemas y más problemas. Las cosas son así. A menudo, Elena se sentía desbordada por las pesadumbres de su madre, aturdida por sus embrollos. Yo trataba de tranquilizarla haciéndole ver lo obvio, la tormenta en el vaso. Pero pronto me cansé también de ese papel.

Annette se quedó pensando en lo que acababa de decir. Arriba sonaba In The Closet. Tanto bullicio empezaba a resultar irritante.

– Muchas veces -dijo- las personas que se suicidan dedican los últimos días a resolver asuntos pendientes, a dejar las cosas más o menos atadas. ¿Tomó alguna disposición Elena antes del accidente?

Iba a decir que el día anterior envió un paquete a un amigo, un paquete que contenía una carta y una reliquia india, pero no quise ponérselo más fácil. Para mí, una prueba solvente de un suicidio es una soga colgando de un travesaño, un bote vacío de pastillas o una carta de despedida.

– Lo que está claro -agregó- es que Elena nunca le habría legado a su madre un segundo suicidio. De darse el caso, se habría encargado de «blanquearlo».

Estaba agotado. La fiesta de arriba hacía difícil continuar.

– De acuerdo, lo dejaremos aquí.

Tras más de una hora conversando, nos pusimos en pie. Tenía los miembros entumecidos por la tensión. Tal vez me habría ayudado a relajarme esgrimir una silla y destrozar con ella el escaso mobiliario de su consulta. Qué mejor terapia en ese momento.

Una vez en la calle, noté que me temblaban las piernas. Caminé un rato por el bulevar Diderot con el ánimo encogido, aturdido por las luces, los sonidos del tráfico, los escaparates iluminados, la gente que paseaba en todas las direcciones; iba sumido en oscuras reflexiones, caminando en línea recta, cruzando calles, sin rumbo; todo me parecía hostil, yo mismo me había convertido en hostil para mí mismo. Sólo trataba de evitar volver a la soledad del hotel, de crear silencio en mi cabeza.

Me había convertido en un paseante realmente peripatético. Siempre intenté evitar los pensamientos introspectivos -son deprimentes- pero esta vez no pude eludirlos. Mientras caminaba realicé un análisis demoledor de mi vida, de mis relaciones personales. Fracasé con mi hermano, fracasé con mi pareja, apenas tenía verdaderos amigos. Había buscado refugio en la ciencia, porque la emoción más fuerte que soy capaz de sentir habitualmente es la curiosidad. La ciencia siempre nos brindó un hogar a quienes, desterrados, vivimos al este de la campana de Gauss. Y ahora ni siquiera tenía trabajo.

A las diez me senté en el escalón de una plaza, hundí la cara entre las manos y lloré. Lloré garganta adentro con los ojos secos.

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