Don Juan estaba a punto de empezar su explicación, pero cambió de parecer y se puso de pie. Habíamos estado sentados en el cuarto grande, compartiendo un momento de silencio.
– Quiero que trates de ver las emanaciones del Águila -dijo-. Para eso, primero tienes que mover tu punto de encaje hasta que veas el capullo del hombre.
Caminamos de la casa al centro del pueblo. En el parque, frente a la iglesia, nos sentamos en una banca vacía. Era temprano por la tarde; un día de sol y viento con bastante gente arremolinada por doquier.
Como si intentara grabármelo en la mente, repitió que el alineamiento es una fuerza única porque o ayuda al punto de encaje a moverse, o lo mantiene pegado a su posición acostumbrada. Dijo que el aspecto del alineamiento que mantiene estacionario al punto de encaje es la voluntad, y el aspecto que lo hace moverse es el intento. Comentó que uno de los misterios más profundos es la manera en que la voluntad, la fuerza impersonal del alineamiento se transforma en intento, la fuerza personalizada, que está al servicio de cada individuo.
– Lo más extraño de este misterio es que el movimiento es tan fácil de lograr -prosiguió-. Pero lo que no es tan fácil es convencernos de que es posible. Ahí, precisamente ahí está nuestro mecanismo de seguridad. Tenemos que ser convencidos. Y ninguno de nosotros quiere dejarse convencer.
Me aseguró que yo me encontraba en el estado de conciencia acrecentada más agudo, y que era posible que yo intentara mover mi punto de encaje a mayor profundidad hacia el lado izquierdo, a una posición de ensueño. Dijo que los guerreros jamás deben tratar de ver sin la ayuda del ensueño. Yo alegué que dormirme en público no era algo que yo considerara placentero. Aclaró que el mover al punto de encaje de su posición natural y mantenerlo fijo en un nuevo sitio es estar dormido; con la práctica, los videntes aprenden a estar dormidos y sin embargo se comportan como si nada les ocurriese.
Hizo una pausa momentánea y después agregó que para poder ver el capullo del hombre, uno tiene que contemplar a la gente mientras se alejan de uno. Resulta inútil contemplar a la gente cara a cara, porque el frente de capullo ovoide del hombre tiene un escudo protector que los videntes llaman la placa frontal. Es un escudo casi inexpugnable, inflexible, que a todo lo largo de nuestras vidas nos protege contra los embates de una fuerza peculiar que surge de las emanaciones mismas.
También me dijo que no me sorprendiera si el cuerpo se me ponía tieso, como si estuviera congelado, y que me iba a sentir casi como una persona que mira la calle por la ventana, parado a la mitad de un cuarto. Me advirtió que la velocidad resultaba de fundamental importancia, ya que la gente iba a cruzar la ventana de mi ver extremadamente rápido. Me pidió que relajara los músculos, que parara mi diálogo interno, y que, bajo el hechizo del silencio interno dejara desplazarse a mi punto de encaje. Me instó a darme yo mismo de firmes palmadas en el lado derecho, entre la cadera y las costillas.
Lo hice tres veces y quedé profundamente dormido. Era un estado de sueño extremadamente peculiar. Mi cuerpo dormía, pero yo estaba perfectamente consciente de todo lo que ocurría. Escuchaba a don Juan y podía seguir cada una de sus instrucciones, como si estuviera despierto, y sin embargo no podía mover el cuerpo de ningún modo.
Don Juan me advirtió que un hombre iba a pasar frente a la ventana de mi ver y que debería verlo. Traté de mover la cabeza y no pude hacerlo. De pronto, apareció una brillante forma ovoide. Resplandecía. Quedé atónito al verla y, antes de que me recuperara de la sorpresa, había desaparecido. Se alejó, flotando, ondeando de arriba a abajo.
Todo fue tan repentino y rápido que me sentí frustrado e impaciente. Sentí que me comenzaba a despertar. Don Juan volvió a hablarme; me ordenó terminar con mi nerviosidad. Me dijo que no tenía ni derecho ni tiempo para impacientarme. De pronto, apareció y se alejó otro ser luminoso. Parecía hecho de una blanca pelambre fluorescente.
Don Juan me susurró al oído que si así lo deseaba, mis ojos eran capaces de disminuir la velocidad de todo lo que enfocaban. Me advirtió de nuevo que otro hombre se acercaba. Y en ese momento me di cuenta de que había dos voces. La que acababa de escuchar era la misma que me exhortó a tener paciencia. Esa era la voz de don Juan. La otra, la que me decía que usara los ojos para hacer más lento el movimiento, era la voz del ver.
Esa tarde vi a diez seres luminosos en movimiento lento. La voz del ver me orientó para ver en ellos todo lo que don Juan me dijo acerca del resplandor de la conciencia. En el lado derecho de esas luminosas criaturas ovoides, abarcando quizás una décima parte del volumen total del capullo, había una banda vertical con un resplandor ambarino más fuerte. La voz del ver dijo que esa era la banda de la conciencia del hombre. La voz señaló un punto en la banda del hombre, un punto con el brillo intenso; se encontraba sobre la superficie del capullo en la parte superior, casi en la cresta de las formas oblongas; la voz dijo que era el punto de encaje.
Al ver a cada criatura luminosa de perfil, desde el punto de vista de su cuerpo, su forma ovoide era como un gigantesco yoyo asimétrico parado de lado, o como una olla casi redonda que descansaba de lado, con la tapadera puesta. La parte que parecía una tapadera era la placa frontal; abarcaba quizás una quinta parte del grosor del capullo total.
Hubiera seguido viendo a esas criaturas, pero don Juan dijo que tenía que contemplar a la gente cara a cara, mientras vienen hacia mí, y sostener mi contemplación hasta que rompiera la barrera y viera las emanaciones.
Seguí su orden. Casi al instante, vi un brillantísimo despliegue de fibras de luz, vivas, apremiantes. Era una visión deslumbrante que de inmediato rompió mi equilibrio. Caí de lado a la acera de cemento. Desde allí, vi que las apremiantes fibras de luz se multiplicaban; se abrían con una sorda explosión y surgían de ellas miríadas de otras fibras. Pero, aún siendo apremiantes, de alguna manera, las fibras no interferían con mi visión ordinaria. Muchísima gente entraba a la iglesia. Y ya no podía aplicarles mi ver. Había bastantes mujeres y hombres alrededor de la banca. Quería enfocar mis ojos en ellos, pero repentinamente una de esas fibras de luz se hinchó. Se convirtió en una bola de fuego que tenía quizás dos metros de diámetro. Rodó hacia mí. Mi primer impulso fue rodar de lado para quitarme de su camino. Antes de que siquiera pudiera mover un músculo, la bola me había golpeado. La sentí tan claramente como si alguien me hubiera dado un leve puñetazo en el estómago. Un instante después me golpeó otra bola de fuego, esta vez con bastante más fuerza, y entonces, con la mano abierta, don Juan me dio una cachetada en la mejilla. Me incorporé involuntariamente de un salto, y perdí de vista a las fibras de luz y a los globos que me golpeaban.
Don Juan dijo que tuve mi primer breve encuentro con las emanaciones del Águila, pero que un par de empujones de la tumbadora abrieron peligrosamente mi abertura. Agregó que las bolas que me golpearon se llamaban la fuerza rodante, o la tumbadora.
Regresamos a su casa, aunque yo no recordaba cómo ni cuándo. Había pasado horas en un estado semidormido. Don Juan y los otros videntes de su grupo me dieron a beber grandes cantidades de agua. También, durante cortos periodos de tiempo, me sumergieron en una tina de agua helada.
– ¿Esas fibras que vi son las emanaciones del Águila? -le pregunté a don Juan.
– Sí. Pero realmente no las viste -contestó-. En cuanto empezaste a verlas la tumbadora te detuvo. Si hubieras permanecido un momento más te hubiera destruido.
– ¿Qué es exactamente la tumbadora? -pregunté.
– Es una fuerza de las emanaciones del Águila -dijo-. Una fuerza ininterrumpida, que nos golpea a cada instante de nuestras vidas. Cuando se la ve es mortal, pero como no la vemos la ignoramos en nuestra vida ordinaria, porque tenemos escudos protectores. Por ejemplo, estamos permanentemente preocupados con lo que nos pertenece, con nuestra posición frente a otros. Estos escudos no nos protegen de los golpes de la tumbadora, simplemente nos impiden verla directamente, de esta manera nos evitan ser heridos por el susto de ver que las bolas de fuego nos golpean. Los escudos son una gran ayuda y un gran estorbo para nosotros. Nos pacifican y a la vez nos engañan. Nos dan una falsa sensación de seguridad.
Me advirtió que llegaría un momento en mi vida en el que me encontraría sin escudos, ininterrumpidamente a merced de la tumbadora. Dijo que es una fase obligatoria en la vida de un guerrero, conocida como perder la forma humana.
Le pedí que me explicara de una vez por todas qué era la forma humana y qué significa perderla.
Contestó que los videntes describen la forma humana como la fuerza apremiante del alineamiento de las emanaciones, encendidas por él resplandor de la conciencia, en el sitio preciso en el que se encuentra normalmente el punto de encaje. Es la fuerza que nos convierte en personas. Así que, ser una persona es ser forzado a afiliarse con esa fuerza de alineamiento, y en consecuencia, a afiliarse con el sitio preciso donde se origina.
Debido a sus actividades, en un momento dado, los puntos de encaje de los guerreros se desplazan hacia la izquierda. Es un desplazamiento permanente, que resulta en un excepcional sentido de indiferencia, de control o incluso de abandono. Ese desplazamiento implica un nuevo alineamiento de emanaciones, y es el principio de una serie de cambios mayores. De manera muy apropiada, los videntes llaman a este cambio inicial perder la forma humana, porque el movimiento inexorable del punto de encaje, que se aleja de su posición original, resulta en la pérdida irreversible de nuestra afiliación a la fuerza que nos hace personas.
Después cambió el tema y me pidió que describiera todos los detalles que pudiera recordar acerca de las bolas de fuego. Le dije que las había visto tan brevemente que no estaba seguro de poder describirlas en detalle.
Señaló que ver es el eufemismo de mover el punto de encaje, y que si yo movía el mío una fracción más hacia la izquierda tendría una visión clara de las bolas de fuego, un cuadro que entonces podría interpretar como el haberlas recordado.
Traté de hacer lo que me pedía, pero no pude lograrlo, así que describí lo poco que recordaba.
Me escuchó con cuidado y luego me preguntó si eran bolas o círculos de fuego. Le dije que no lo recordaba.
Explicó que esas bolas de fuego son de crucial importancia para los seres humanos porque son la expresión de una fuerza que tiene que ver con todos los detalles de la vida y de la muerte, algo que los nuevos videntes llaman la fuerza rodante.
Le pedí que aclarara lo que quería decir con todos los detalles de la vida y de la muerte.
– La fuerza rodante es el medio a través del cual el Águila distribuye vida y conciencia -dijo-. Pero también es la fuerza que, digamos, cobra la renta. Hace morir a todos los seres vivientes. Lo que viste hoy era llamado la tumbadora por los antiguos videntes.
Dijo que los videntes la describen como una línea eterna de anillos iridiscentes o bolas de fuego que ruedan incesantemente sobre los seres humanos. Los seres orgánicos luminosos son golpeados sin tregua por la fuerza rodante, hasta el día en el que los golpes resultan ser demasiado para ellos y los hacen finalmente desplomarse. Los antiguos videntes quedaron boquiabiertos al ver entonces cómo la fuerza rodante los tumba al pico del Águila para ser devorados. Por esa razón llamaban a esa fuerza la tumbadora.
– ¿Ha visto usted cuando esa fuerza rueda a los seres humanos? -pregunté.
– Claro que la he visto -contestó. Después de una pausa agregó-, tú y yo la vimos hace poco en la Ciudad de México.
Su aseveración me sonó tan absurda que me sentí obligado a decirle que se equivocaba. Se rió y me recordó que en aquella ocasión, mientras ambos estábamos sentados en una banca de la Alameda en la Ciudad de México, fuimos testigos de la muerte de un hombre. Dijo que yo registré el evento en mi memoria cotidiana al igual que mis emanaciones del lado izquierdo.
Mientras don Juan me hablaba tuve la sensación de que algo en mí adquiría progresivamente lucidez, y visualicé con insólita claridad toda la escena en el parque. El hombre yacía sobre el pasto con tres policías de pie a su alrededor, para alejar a la gente. Recordé claramente que don Juan me golpeó la espalda para hacerme cambiar niveles de conciencia. Y entonces vi. Mi ver era imperfecto. Yo era incapaz de deshacerme de la vista del mundo cotidiano. Lo que vi fue una composición de filamentos de los más suntuosos colores, superpuesta a los edificios y al tráfico. Los filamentos eran líneas de luces de colores que provenían de arriba. Poseían vida interna; brillaban y estaban repletas de energía.
Cuando miré al hombre moribundo, vi algo que era a la vez como círculos de fuego, o como plantas rodadoras iridiscentes que rodaban por doquiera. Los círculos rodaban sobre la gente, sobre don Juan, sobre mí. Los sentí en el estómago y me dio náusea.
Don Juan me dijo que enfocara los ojos en el hombre moribundo. En cierto momento lo vi enroscándose como una bola, así como se enrosca una cochinilla de humedad cuando la tocan. Los círculos incandescentes lo hicieron a un lado, como si lo descartaran, quitándolo de su majestuoso e inalterable camino.
No me había gustado esa sensación. Los círculos de fuego no me asustaron; no eran aterradores, ni siniestros. No me sentía mórbido ni sombrío. Más bien, los círculos me provocaron náuseas. Los había sentido en la boca del estómago. Lo que sentí ese día era asco.
Recordarlos me convocó nuevamente la sensación de incomodidad que experimenté en aquella ocasión. Cuando de verdad empecé a vomitar, don Juan se rió hasta perder el aliento.
– Eres un tipo tan exagerado -dijo-. La fuerza rodante no es tan mala. En realidad, es hermosa. Los nuevos videntes recomiendan que nos abramos a ella. Los antiguos videntes también se abrieron a ella, pero por razones y con propósitos guiados sobre todo por la importancia personal y la obsesión.
"En cambio, los nuevos videntes hacen amistad con ella. Se familiarizan con esa fuerza al manejarla sin ninguna importancia personal. El resultado es asombroso, en sus consecuencias.
Dijo que para abrirse uno a la fuerza rodante lo único que se necesita es mover el punto de encaje. El peligro es mínimo si la fuerza es vista de manera intencional. Pero es extremadamente peligroso si es un movimiento involuntario del punto de encaje que se deba quizás a la fatiga física, al agotamiento emocional, a la enfermedad, o simplemente a una crisis menor, como estar asustado o estar ebrio.
– Cuando el punto de encaje se mueve involuntariamente, la fuerza rodante raja el capullo -prosiguió-. Te he hablado muchas veces de la abertura que tiene el hombre debajo del ombligo. No queda realmente debajo del ombligo en sí, sino en el capullo, a la altura del ombligo. La abertura es más como una hendidura, un defecto natural en el liso capullo. Es allí adonde nos golpea incesantemente la tumbadora y donde se raja el capullo.
Explicó que si es leve el movimiento del punto de encaje, la rajadura es muy pequeña, el capullo se repara a sí mismo rápidamente, y la gente experimenta lo que todos percibimos en alguna ocasión: manchas de color y formas distorsionadas, que siguen ahí aunque tengamos los ojos cerrados.
Si el movimiento es considerable, la rajadura también resulta extensa, y le lleva tiempo al capullo repararse, como ocurre en el caso de guerreros que intencionalmente usan plantas de poder para provocar ese movimiento o personas que usan drogas e inadvertidamente hacen lo mismo. En estos casos los hombres se sienten adormecidos y fríos; se les dificulta hablar o pensar; es como si los hubieran congelado por dentro.
Don Juan dijo que cuando el punto de encaje se mueve drásticamente debido a los efectos de un trauma o de una enfermedad mortal, la fuerza rodante produce una rajadura a todo lo largo del capullo; el capullo se desploma, se arrolla sobre sí mismo, y el individuo muere.
– ¿Un cambio intencional también puede producir una rajadura de esa naturaleza? -pregunté.
– A veces -contestó-. Somos realmente frágiles. A medida que la tumbadora nos golpea una y otra vez, la muerte entra dentro de nosotros a través de la abertura. La muerte es la fuerza rodante. Cuando encuentra una debilidad en la abertura de un ser luminoso, automáticamente raja el capullo, lo abre, y lo hace desplomarse.
– ¿Todos los seres vivientes tienen una abertura? -pregunté.
– Claro -repuso-. Si no la tuvieran no morirían. Sin embargo, las aberturas son diferentes en cuanto a tamaño y configuración. La abertura del humano es una depresión, como plato hondo, del tamaño de un puño, una configuración muy frágil y vulnerable. Las aberturas de otras criaturas orgánicas son muy parecidas a la del humano; algunas son más fuertes que la nuestra y otras son más débiles. Pero la abertura de los seres inorgánicos es verdaderamente diferente. Es más bien como un hilo largo, un cabello de luminosidad; en consecuencia, los seres inorgánicos son mucho más durables que nosotros.
"Hay algo persistentemente atrayente en la larga vida de esas criaturas, y los antiguos videntes no pudieron resistir esa atracción.
Dijo luego que la misma fuerza puede producir dos efectos diametralmente opuestos. Cómo resultado de sus labores, los antiguos videntes se vieron aprisionados por la fuerza rodante, y también como resultado de sus labores, la fuerza rodante dio a los nuevos videntes el don de la libertad. Al familiarizarse con la fuerza rodante a través de la maestría del intento, en cierto momento, los nuevos videntes abren sus capullos y la fuerza los inunda en vez de enroscarlos como una cochinilla de humedad. El resultado final es su desintegración total e instantánea.
Le hice muchas preguntas sobre la supervivencia de la conciencia después de que el ser luminoso es consumido por el fuego interior. No me contestó. Simplemente se rió, encogió los hombros y prosiguió su explicación. Dijo que la obsesión de los antiguos videntes con la tumbadora les impidió ver el otro lado de esa fuerza. Los nuevos videntes, al rechazar la tradición, con su acostumbrada dedicación se fueron hasta el otro extremo. Al principio, estaban totalmente en contra de ver a la tumbadora; alegaban que tenían que entender la fuerza de las emanaciones en grande cuando conferían vida y acrecentaban la conciencia.
– Llegaron a la conclusión -prosiguió don Juan-, de que es infinitamente más fácil destruir algo que construirlo y mantenerlo. Quitar la vida no es nada comparado con darla y alimentarla. Desde luego, los nuevos vidente se equivocaban en este respecto, pero a su debido tiempo corrigieron su error.
– ¿En qué estaban equivocados, don Juan?
– Es un error aislar cualquier cosa para verla. Al principio, los nuevos videntes hicieron exactamente lo opuesto de sus predecesores. Enfocaron con igual atención el otro lado de la tumbadora. Y lo que les pasó fue tan terrible como lo que le pasó a los antiguos videntes, o aún peor. Tuvieron muertes estúpidas, al igual que el hombre común y corriente. No tenían ni el misterio ni la malevolencia de los antiguos videntes, pero tampoco tenían la sed de la libertad de los videntes de hoy.
"Aquellos primeros nuevos videntes sirvieron a todo el mundo. Como enfocaban su ver en el acto de conferir la vida, estaban llenos de amor y bondad. Pero eso no impidió que la muerte los arrollara. Estaban rebozantes de amor, pero eran vulnerables al igual que los antiguos videntes, que estaban rebozantes de morbidez.
Dijo que resultaba inadmisible para los nuevos videntes de hoy en día quedarse desamparados después de una vida de disciplina y trabajo, al igual que aquéllos que nunca tuvieron propósito en sus vidas.
Don Juan dijo que, después de haber revisado y readoptado su tradición, los nuevos videntes se dieron cuenta de que el conocimiento que tenían los antiguos videntes acerca de la fuerza rodante era completo; en cierto momento llegaron a la conclusión de que, en efecto, existían dos aspectos diferentes de la misma fuerza. El aspecto tumbador se relaciona exclusivamente con la destrucción y la muerte. Por otra parte, el aspecto circular es lo que mantiene la vida, la conciencia, la realización y el propósito. Sin embargo, decidieron tratar exclusivamente con el aspecto destructor.
– Contemplando en grupos, los nuevos videntes pudieron ver la separación entre los dos aspectos -explicó-. Vieron que ambas fuerzas están fusionadas, pero que no son iguales. La fuerza circular nos llega justo antes de la fuerza tumbadora; están tan cerca una de la otra que parecen ser la misma.
"La razón por la cual se le llama la fuerza circular es que se presenta en anillos, delgadísimos aros de iridiscencia, realmente algo muy delicado. Y al igual que la fuerza tumbadora, la fuerza circular golpea ininterrumpidamente a todos los seres vivientes, pero con un propósito diferente. Los golpea para darles fuerza, dirección, conciencia; los golpea para darles vida.
"Lo que descubrieron los nuevos videntes es que en cada ser viviente el equilibrio de las dos fuerzas es muy delicado -continuó-. Si en cualquier momento dado un individuo siente que la fuerza tumbadora lo golpea con mayor fuerza que la circular, eso significa que el equilibrio está roto; a partir de entonces la fuerza tumbadora golpea más y más duro, hasta que rompe la abertura del ser viviente y lo hace morir.
Dijo que de lo que yo llamé bolas de fuego sale un aro iridiscente del tamaño exacto al de los seres vivientes, ya sean hombres, árboles, microbios o aliados.
– ¿Existen círculos de diferentes tamaños? -pregunté.
– No me tomes tan literalmente -protestó-. No existen círculos propiamente dichos, solamente una fuerza circular que le da a los videntes que la ensueñan una sensación de anillos. Y tampoco hay diferentes tamaños. Es una sola fuerza indivisible que se amolda a todos los seres vivientes, orgánicos e inorgánicos.
– ¿Por qué enfocaban el aspecto destructor los antiguos videntes? -pregunté.
– Porque creían que sus vidas dependían de que lo vieran -contestó-. Estaban seguros de que su ver iba a darles respuestas a preguntas tan viejas como el tiempo. Verás, pensaron que si desentrañaban los secretos de la fuerza rodante serían invulnerables e inmortales. Lo triste es que de una manera u otra, sí desentrañaron los secretos y sin embargo no fueron ni invulnerables ni inmortales.
"Los nuevos videntes lo cambiaron todo al darse cuenta de que mientras el hombre tenga capullo no hay manera de aspirar a la inmortalidad.
Don Juan explicó que, aparentemente, los antiguos videntes nunca se dieron cuenta de que el capullo humano es un receptáculo y que no puede sostener indefinidamente el embate de la fuerza rodante. A pesar de todo el conocimiento que acumularon, al final de cuentas acabaron quizá mucho peor que el hombre común y corriente.
– ¿De qué manera acabaron peor que el hombre común? -pregunté.
– Su tremendo conocimiento los obligó a creer que sus selecciones eran infalibles -dijo-. Así que escogieron vivir, a cualquier precio.
Don Juan me miró y sonrió. Con su pausa teatral me decía algo que yo no podía entender.
– Escogieron vivir -repitió-. Al igual como eligieron ser árboles para poder unificar mundos con esas grandes bandas casi inalcanzables.
– ¿Qué quiere usted decir con eso, don Juan?
– Quiero decir que, en vez de dejar que la fuerza rodante los llevara hasta el pico del Águila para ser devorados, la usaron para mover sus puntos de encaje a posiciones de ensueño inimaginables.