Don Juan reanudó nuevamente su explicación en su casa en el sur de México. La casa, era propiedad de todos los miembros del grupo del nagual, pero Silvio Manuel oficiaba como dueño y todos se referían abiertamente a ella como la casa de Silvio Manuel. Yo, por alguna razón me había acostumbrado a llamarla la casa de don Juan.
Don Juan, Genaro y yo habíamos regresado ese día tras un arduo viaje a las montañas. Mientras descansábamos, después de la larga jornada, le pregunté a don Juan cuál era la razón de tan curioso engaño. Me aseguró que no se trataba de ningún engaño, y que llamarla la casa de Silvio Manuel era un ejercicio del arte del acecho que todos sus compañeros debían practicar bajo cualquier circunstancia, incluso en lo privado de sus propios pensamientos. Que alguno de ellos, insistiera en considerarla de otra manera era equivalente a negar sus lazos con el resto de sus compañeros.
Me pareció que se estaba refiriendo a mí y protesté que yo jamás había sabido eso. Le aseguré qué yo no quería causar discordia alguna con mis hábitos.
– No te preocupes por eso -dijo sonriéndome y dándome palmadas en la espalda-. Puedes llamar a esta casa como se te dé la gana. El nagual tiene autoridad. Por ejemplo, la mujer nagual la llama la casa de las sombras.
Nuestra conversación fue interrumpida, y no lo vi hasta que me mandó llamar al patio trasero un par de horas después.
Él y Genaro deambulaban por el extremo lejano del corredor; los veía gesticular con las manos como si estuvieran envueltos en una animada conversación.
Era un día claro y soleado. El sol de media tarde brillaba directamente sobre unas macetas de flores que colgaban de los aleros del techo alrededor del corredor, y proyectaba sus sombras en las paredes del norte y el este del patio. Era asombrosa la combinación de la luz solar intensamente amarilla, las abultadas sombras negras de las macetas y las delicadas sombras de las frágiles plantas en flor que crecían en ellas. Alguien con un agudo sentido del balance y la composición pictórica había podado esas plantas para crear un efecto de exquisita sencillez.
– La mujer nagual ha hecho eso -dijo don Juan como si leyera mis pensamientos-. Por las tardes contempla esas sombras.
La idea de que ella contemplara esas inquietantes sombras tuvo un efecto devastador en mí. La intensa luz amarilla de esa hora, la quietud del pueblo aquel, y el cariño que yo sentía por la mujer nagual evocaron, en un instante, toda la soledad del interminable camino del guerrero.
Don Juan definió el curso de ese camino cuando me dijo que los nuevos videntes son los guerreros de la libertad total, que su única búsqueda es la liberación final que se presenta cuando alcanzan la conciencia total. Al mirar esas perturbadoras sombras en la pared, entendí con perfecta claridad lo que hacía decir a la mujer nagual que el leer poemas en voz alta era el único desasosiego que su espíritu tenía.
Recordé que el día anterior ella me había leído algo, ahí en el patio, pero yo no había entendido toda su urgencia, su añoranza. Era un poema de Juan Ramón Jiménez, "Hora inmensa". Me confesó que sintetizaba para ella la soledad que los guerreros vivían, en su afán de escapar hacia la libertad.
Sólo turban la paz una campana, un pájaro…
Parece que los dos hablan con el ocaso.
Es de oro el silencio. La tarde es de cristales.
Mece los frescos árboles una pureza errante.
Y, más allá de todo, se sueña un río límpido
que, atropellando perlas, huye hacia lo infinito…
– ¿Qué es lo que realmente estamos haciendo, don Juan? -pregunté-. ¿Es posible que los guerreros se preparan solamente para la muerte?
Don Juan y don Genaro me miraron con una expresión de sorpresa.
– De ninguna manera -me dijo don Juan tocándome suavemente el hombro-. Los guerreros se preparan para tener conciencia, y la conciencia total sólo les llega cuando ya no queda en ellos nada de importancia personal. Sólo cuando son nada se convierten en todo.
Guardamos silencio durante un momento. Don Juan me preguntó si era mi situación lo que me ponía triste. No contesté porque no estaba seguro.
– No estás arrepentido de estar aquí, ¿verdad? -preguntó don Juan con una vaga sonrisa.
– Claro que no -le aseguró Genaro. Durante un momento, pareció dudar. Se rascó la cabeza, me miró y arqueó las cejas-. ¿A poco lo estás? -me preguntó-. ¿Lo estás?
– Claro que no -le aseguró esta vez don Juan a Genaro. Repitió el mismo gesto de duda, rascándose la cabeza y arqueando las cejas-. ¿A poco lo estás? -me preguntó-. ¿Lo estás?
– ¡Claro que no! -exclamó Genaro en voz resonante, y los dos explotaron en risas incontrolables.
Cuando se calmaron, don Juan dijo que la importancia personal es la fuerza detrás de todo ataque de melancolía. Agregó que los guerreros tienen derecho a sentir estados de profunda tristeza, pero que la tristeza les viene solamente para hacerlos reír.
– Genaro te va a demostrar algo que es más estimulante que toda tu pinche tristeza -prosiguió don Juan-. Tiene que ver con la posición del punto de encaje.
De inmediato Genaro empezó a caminar alrededor del corredor, arqueando la espalda y levantando los muslos hasta el pecho.
– El nagual Julián le enseñó cómo caminar de esa manera -me dijo don Juan susurrando-. Se llama el paso de poder. Genaro conoce varios pasos de poder. ¡Míralo atentamente!
En verdad, los movimientos de Genaro eran hipnóticos. Me encontré siguiendo sus pasos, primero con mis ojos y después, irresistiblemente, con mis pies. Imité su manera de caminar. Le dimos una vuelta al patio y nos detuvimos.
Mientras caminaba, imitando a Genaro, noté la extraordinaria lucidez que cada paso me aportaba. Al detenernos, mi destreza física y mental, habían adquirido matices excepcionales; podía oír todos los ruidos; percibía hasta los más insignificantes cambios en la luz o en las sombras a mi alrededor. Me sentí presa de un sentimiento de urgencia, de acción inminente; tenía la sensación de ser extraordinariamente agresivo, musculoso, atrevido. Vi frente a mí una enorme extensión de tierra plana; justo a mis espaldas, vi un bosque. Gigantescos árboles formaban una línea recta, como un muro descomunal. El bosque era oscuro y verde; la llanura era amarillenta, bañada por el sol.
Respiraba yo de un modo insólito, pero no de manera anormal. Y era el ritmo de mi profunda y extrañamente acelerada respiración el que me obligaba a mover las piernas. Quería echarme a correr, o más bien mi cuerpo quería hacerlo, pero justo cuando iba a partir algo me detuvo.
Repentinamente, don Juan y Genaro estaban a mi lado. Caminamos juntos por el corredor, con Genaro a mi derecha. Me dio un leve empujón con el hombro. Sentí el peso de su cuerpo empujándome ligeramente hacia la izquierda. Seguimos, en ángulo, directamente a la pared oriental del patio. Durante un momento tuve la certeza de que íbamos a travesarla e incluso me preparé para el impacto, pero nos detuvimos justo cuando la punta de mi zapato y la punta de mi nariz tocaban la pared.
Mientras mi nariz aún estaba pegada contra ella, ambos me examinaron con gran cuidado. Yo sabía lo que buscaban: querían asegurarse de que mi punto de encaje se había movido. Y yo estaba seguro de que se había desplazado porque mi estado de ánimo había cambiado. Obviamente, ellos también lo sabían. Me tomaron de los brazos muy levemente y, en silencio, caminaron conmigo al otro lado del corredor hacia un oscuro y estrecho pasillo que unía al patio con el resto de la casa. Ahí nos detuvimos.
Don Juan y Genaro se alejaron a unos metros de mí, y yo quedé encarando el lado de la casa que estaba envuelto en sombras. Miraba al interior de un cuarto vacío y oscuro. Tenía una sensación de cansancio físico. Me sentía lánguido, indiferente, y sin embargo estaba repleto de una gran fuerza espiritual. Me di cuenta entonces de que había perdido algo. No había energía física en mi cuerpo. Apenas podía mantenerme de pie. Finalmente mis piernas cedieron y me senté. Luego me tendí sobre un costado, y me acosaron allí los más piadosos y serenos sentimientos de amor a Dios, y a la bondad, y al bien.
De repente, me hallé frente al altar mayor de una iglesia. Los bajos relieves cubiertos de hoja de oro centelleaban a la luz de miles de velas. Vi las formas oscuras de hombres y mujeres que llevaban en andas a un enorme crucifijo. Me moví a un lado para quitarme de su paso y salí de la iglesia. Había allí una multitud de gente, un mar de velas que venía hacia mí. Me sentí exaltado. Corrí a unirme con ellos. Me impulsaba un amor sin límite. Quería estar con ellos, para rezarle al Señor. Estaba a escasos metros de la crasa de gente cuando algo me sacó de allí de un tirón y me regresó al corredor.
Don Juan y Genaro me ayudaron a ponerme de pie. Se colocaron a mis lados v caminamos muy despacio alrededor del patio.
Al día siguiente, mientras comíamos, don Juan dijo que Genaro empujó mi punto de encaje con su paso de poder, y que había logrado hacerlo porque yo estaba en un estado de silencio interior. Me recordó que, desde el día en que nos conocimos, me explicó que detener el diálogo interno es lo que articula todo lo que hacen los videntes. Subrayó una y otra vez que el diálogo interno es lo que mantiene fijo al punto de encaje en su posición original.
– Una vez que se logra el silencio, todo es posible -dijo.
Le conté que yo estaba muy consciente de que, en general, había dejado de hablar conmigo mismo, pero que no sabía cómo lo logré. Si alguien me pidiera explicar el procedimiento no sabría qué decir.
– La explicación es la sencillez misma -dijo-. Lo decretaste con la fuerza de tu voluntad, y de esa manera creaste un nuevo intento, un nuevo comando. Después, tu comando se convirtió en el comando del Águila.
"Ya te dije que una de las cosas más extraordinarias que los nuevos videntes descubrieron fue que nuestro comando puede convertirse en el comando del Águila. El diálogo interno termina de la misma manera como empieza: mediante un acto de voluntad. Después de todo, son nuestros maestros quienes nos obligan a dialogar con nosotros mismos. Conforme nos enseñan, al usar ellos su voluntad, nosotros aprendemos a usar la nuestra, ambos sin saberlo. Conforme aprendemos a hablar con nosotros mismos, aprendemos también a manejar nuestra voluntad. En otras palabras, nuestros maestros nos obligan a hablar con nosotros mismos. La manera de terminar con el diálogo interno es usando exactamente el mismo método: debemos obligarnos a pararlo, debemos crear el intento, empleando la fuerza de nuestra voluntad.
Durante algunos minutos guardamos silencio. Le pregunté luego quiénes eran los maestros que nos enseñan a hablar con nosotros mismos.
– Me refería a lo que nos ocurre a nosotros los seres humanos cuando somos niños -contestó-, Durante ese periodo, todos los que nos rodean son nuestros maestros y nos enseñan a repetir un interminable diálogo acerca de nosotros mismos. El diálogo se interioriza y crea tal fuerza que por sí solo mantiene fijo el punto de encaje.
"Los nuevos videntes dicen que los niños tienen cientos de maestros que les enseñan exactamente dónde localizar su punto de encaje y cómo mantenerlo fijo.
Dijo que los videntes aseveran todo esto porque ven que, al principio, los niños no tienen un punto de encaje fijo. Sus emanaciones interiores se encuentran en un estado de gran agitación, y sus puntos de encaje se mueven por doquier en la banda del hombre. Esto les da a los niños la tremenda oportunidad de acentuar emanaciones que después serán completamente ignoradas. A medida que van creciendo, los adultos que los rodean, obligan al punto de encaje de los niños a quedarse fijo, al enseñarles un diálogo interno que se vuelve más y más complejo conforme pasan los años. El diálogo interno es, por lo tanto, un proceso de suprema importancia para la posición del punto de encaje; siendo esa posición arbitraria, mantenerla requiere un esfuerzo ininterrumpido.
La pura verdad es que muchos niños ven -prosiguió-. La mayoría de los que ven son considerados anormales y se hacen todos los esfuerzos posibles para corregirlos, para hacerlos solidificar la posición de sus puntos de encaje.
– Pero, ¿sería posible ayudar a esos niños a que mantengan más fluidos sus puntos de encaje? -pregunté.
– Sólo si viven entre los nuevos videntes -dijo-. De lo contrario, al igual que los antiguos videntes, se verían atrapados en los intrincados detalles del lado silencioso del hombre. Y créeme, eso es peor que estar preso en las garras de la racionalidad.
Don Juan expresó su profunda admiración por la capacidad humana para impartir orden en el caos de las emanaciones del Águila. Sostuvo que cada uno de nosotros es un mago magistral, y que nuestra magia consiste en mantener inconmoviblemente fijo nuestro punto de encaje.
– La fuerza de las emanaciones en grande -prosiguió-, hace que nuestro punto de encaje seleccione ciertas emanaciones interiores y las agrupe en un racimo para ser alineadas y percibidas. Ese es el comando del Águila, pero darle significado a lo que percibimos es nuestro comando, nuestro don mágico.
Dijo que, en vista de lo que me estaba explicando, Genaro me había hecho el día anterior algo extraordinariamente complejo y a la vez muy sencillo. Era complejo porque requería de una tremenda disciplina por parte de todos; requería que el diálogo interno se detuviera, que se alcanzara un estado de conciencia acrecentada, y que alguien moviera el punto de encaje de uno. Entender el resultado final de todos estos complejos procedimientos era muy fácil porque la explicación era muy sencilla. Puesto que la posición exacta del punto de encaje es una posición arbitraria, seleccionada inconscientemente por nuestros antecesores, puede moverse con un esfuerzo relativamente pequeño; una vez que se mueve, crea nuevos alineamientos de emanaciones y, por consiguiente, nuevas percepciones.
– Yo te di muchísimas veces plantas de poder para así lograr que tu punto de encaje se moviera -prosiguió don Juan-. Las plantas de poder tienen ese efecto; pero también el hambre, el cansancio, la fiebre y otras aflicciones por el estilo tienen un efecto similar. La falla del hombre común es creer que todo lo que sucede, como resultado de un movimiento del punto de encaje, es puramente mental. No lo es, como tú mismo puedes ahora atestiguar.
Explicó que mi punto de encaje se había movido profundamente veintenas de veces en el pasado, así como lo había hecho el día anterior, pero que, la mayoría de las veces que se movió, los movimientos fueron leves y los mundos que me vi forzado a percibir fueron virtualmente mundos fantasmas, por estar tan cercanos al mundo cotidiano. Agregó que movimientos de ese tipo eran automáticamente descartados por los nuevos videntes.
– Las visiones que producen esos movimientos se originan en el inventario del hombre -continuó-. No tienen valor alguno para los guerreros que buscan la libertad total, porque son resultado de un movimiento lateral del punto de encaje.
Dejó de hablar y me miró. Yo supe al instante que "movimiento lateral" significaba un movimiento del punto de encaje en la superficie del capullo, de un lado a otro a lo ancho de la banda de emanaciones del hombre. Le pregunté si yo tenía razón.
– Eso es exactamente lo que quise decir -dijo-. En los dos bordes de la banda del hombre hay un extraño depósito de basura, una incalculable masa de cachivaches humanos. Es un almacén mórbido y siniestro, que tenía un gran valor para los antiguos videntes pero no para nosotros.
"Una de las cosas más fáciles que puede uno hacer es caer en ese depósito de basura. Ayer, Genaro y yo empujamos a tu punto de encaje porque queríamos darte un vivo ejemplo de ese movimiento lateral. Pero cualquier persona puede llegar a ese almacén simplemente deteniendo su diálogo interno. Cuando eso sucede, los resultados se explican como fantasías de la mente si el cambio es mínimo. Si el cambio es considerable, los resultados son llamados alucinaciones.
Luego me explicó cómo había usado Genaro su paso de poder para mover mi punto de encaje. Dijo que, una vez que los guerreros han entrado en un estado de silencio interior al detener su diálogo interno, los rige el oído más que la vista. El sonido y el ritmo de pasos amortiguados captura al instante la fuerza de alineamiento de las emanaciones interiores, que ha sido desconectada por el silencio interior.
– De inmediato, esa fuerza se engancha a los bordes de la banda -prosiguió-. A la orilla derecha encontramos interminables visiones de actividad física, violencia, matanzas, sensualidad. A la orilla izquierda encontramos espiritualidad, religión, Dios. Genaro y yo movimos tu punto de encaje a los dos bordes, para poder darte una visión completa de ese basurero humano.
Don Juan guardó silencio; parecía estar pensando cómo continuar su explicación. Por fin habló y dijo que los increíbles efectos del silencio interior eran uno de los más valiosos aspectos del conocimiento de los videntes, en general. Repitió una y otra vez que en el momento en que uno entra a un estado de silencio interno empiezan a romperse los lazos que atan al punto de encaje al sitio específico en el que está localizado, y que el punto de encaje queda así en libertad para moverse.
Añadió que generalmente el movimiento, si no es lateral, es hacia lo profundo de la banda del hombre, que tal preferencia direccional es una reacción natural de la especie humana, pero que existen videntes que pueden mover el punto de encaje a posiciones bajo el sitio normal. Los nuevos videntes llaman a ese cambio "el movimiento hacia abajo".
– Los videntes muy a menudo sufren movimientos involuntarios hacia abajo -prosiguió-. El punto de encaje no permanece en esa posición baja por mucho tiempo, y eso es afortunado porque ese es el lugar de la bestia. Ir abajo va en contra de nuestros intereses, aunque es la cosa más fácil de lograr.
Don Juan dijo que entre los muchos errores que cometieron los antiguos videntes, uno de los más graves fue el mover sus puntos de encaje a la inmensurable área debajo del sitio normal. El moverse de ese modo los volvió expertos en adoptar las formas de los animales que ellos elegían como sus puntos de referencia. Llamaban a esos animales su nagual, y creían que al mover sus puntos de encaje a sitios específicos podían adquirir las características del animal elegido, su fuerza, sabiduría, astucia, agilidad o ferocidad.
Don Juan me aseguró que aún entre los videntes de hoy en día existen espantosos ejemplos de esas prácticas. La relativa facilidad con la que el punto de encaje del hombre se mueve hacia cualquier posición en el área baja representa una gran tentación para los videntes, especialmente para aquellos que tienen una inclinación natural hacia ello. Es el deber del nagual, por lo tanto, poner a prueba a sus guerreros.
Me dijo que me había puesto a prueba una vez, al mover mi punto de encaje a una posición baja. Con la ayuda de una planta de poder guió mi punto de encaje hasta que pude aislar la banda de emanaciones de los cuervos; lo que resultó en que yo me transformara en cuervo.
Cómo había hecho docenas de veces, le pregunté a don Juan una vez más si físicamente me convertí un cuervo o si había sido simplemente un proceso mental y emotivo. Explicó que un movimiento de tal naturaleza resulta siempre en una transformación total. Agregó que si el punto de encaje cruza un límite crucial, el mundo que conocemos se desvanece; deja de ser lo que es al nivel del hombre.
Reconoció que, vista desde cualquier punto, mi transformación fue en verdad horripilante. Mi reacción a aquella experiencia le probó que yo no tenía inclinaciones naturales hacia eso. De no haber sido así, yo hubiera tenido que emplear enormidades de energía para no sucumbir a la tentación de permanecer indefinidamente en esa área baja.
Me advirtió que los movimientos involuntarios que cada vidente experimenta periódicamente, se vuelven menos frecuentes conforme su punto de encaje avanza más hacia lo profundo de la banda. Sin embargo, cada vez que ocurre ese movimiento hacia abajo disminuye en forma considerable el poder del vidente que lo experimenta.
– Cuando sucede uno de esos movimientos -prosiguió-, los videntes se vuelven extremadamente: malhumorados e intolerantes, y en algunos casos, hasta extremadamente racionales.
– ¿Cómo pueden los videntes evitar esos movimientos involuntarios? -pregunté.
– Todo depende del guerrero -dijo-. Algunos de ellos, como tú por ejemplo, están tan encariñados consigo mismos que se consienten toda clase de caprichos y excesos. Esos son a los que les va más mal. Para los que son como tú, yo recomiendo una vigilancia de veinticuatro horas al día. Los guerreros disciplinados son menos propensos a ese tipo de movimiento; para ellos yo recomendaría veintitrés horas y media de vigilancia.
Me miró con ojos brillantes y se rió.
– Las videntes son más propensas a los movimientos hacia abajo que los hombres -dijo-. Pero también son capaces de salir de un salto de esa posición, sin esfuerzo alguno, mientras que los hombres se dilatan peligrosamente en ella.
Dijo que las videntes tienen una capacidad extraordinaria no sólo para salir velozmente sino también para hacer que sus puntos de encaje se aferren a cualquier posición en el área de abajo. Los hombres por otra parte, no pueden ni salir rápidamente de esa área ni aferrarse a ella. Los hombres tienen sobriedad y propósito, pero muy poco talento; por esa razón un nagual tiene que tener ocho mujeres videntes en su grupo. Las mujeres dan al grupo el impulso, la audacia para cruzar la inmensidad de lo desconocido. Junto con esa capacidad natural, o como consecuencia de ella, las mujeres tienen una feroz intensidad. Y por ello, pueden reproducir una forma animal con gran facilidad, con mucho estilo y con una ferocidad sin par.
– Si vas a pensar en algo aterrador -prosiguió-, en algo sin nombre que acecha en la oscuridad, vas a pensar, sin saberlo, en una mujer vidente, en una bruja que sostiene una posición en la inmensurable área baja. Ahí es precisamente donde está el verdadero horror. Si alguna vez encuentras una de esas viejas aberradas, pega un brinco, y sin vergüenza alguna, corre lo más rápido que puedas.
Le pregunté si otros organismos eran capaces de mover sus puntos de encaje.
– Sus puntos de encaje se mueven -dijo-, pero para ellos ese movimiento no es una cosa voluntaria.
– ¿El punto de encaje de otros organismos también es entrenado a quedar fijo en un sitio específico? -pregunté.
– De una manera u otra, todo organismo recién nacido es entrenado -contestó-. Por cierto que no entendemos cómo se lleva a cabo su entrenamiento, después de todo, ni siquiera entendemos cómo se lleva a cabo el nuestro, pero los videntes ven que los recién nacidos son inducidos a hacer lo que hacen los adultos de su especie. Eso es exactamente lo que ocurre con los niños: los videntes ven que sus puntos de encaje se mueven en todas direcciones, y luego ven cómo la presencia de los adultos liga esos puntos a un lugar específico. Todos los demás organismos hacen lo mismo.
Don Juan pareció reflexionar durante un momento, y después agregó que el punto de encaje del hombre tiene un efecto único entre los demás organismos. Señaló un árbol afuera de la casa.
– Cuando nosotros miramos un árbol; como seres humanos adultos, serios -dijo-, nuestros puntos de encaje alinean un número incalculable de emanaciones y logran un milagro. Nuestros puntos de encaje nos hacen percibir un racimo de emanaciones que llamamos árbol.
Explicó que el punto de encaje no sólo efectúa el alineamiento necesario para la percepción de ese racimo, sino que también borra el alineamiento de ciertas emanaciones que pertenecen a ese racimo para poder llegar a un mayor refinamiento de la percepción, a un delicado esquema humano que no tiene paralelo.
Dijo que los nuevos videntes observaron que sólo los seres humanos son capaces de agrupar emanaciones aún dentro de los racimos normales. Para describir tal cosa utilizó la palabra desnate, y dijo que era comparable al acto de recoger la nata de un recipiente de leche hervida, después que se ha enfriado. De igual manera, en términos de percepción, el punto de encaje del hombre toma una parte de las emanaciones ya seleccionadas para el alineamiento y forma con ellas un esquema más deleitable.
– Los desnates del hombre -prosiguió don Juan- son más reales que lo que perciben otros seres. Ese es nuestro peligro latente. Son tan reales para nosotros que nos hacen olvidar que los hemos construido nosotros mismos al ordenar a nuestros puntos de encaje que se estacionen donde lo hacen. Nos olvidamos que solamente son reales para nosotros porque ese es nuestro comando. Tenemos poder para sacar la nata de los alineamientos, pero no tenemos poder para protegernos de nuestros comandos. Eso se tiene que aprender. Darle rienda suelta a nuestros desnates, como lo hacemos, es un error de juicio que pagamos tan caro como los antiguos videntes pagaron los suyos.