Llegué a la casa de Genaro como a las dos de la tarde. Don Juan y yo nos envolvimos en una conversación, y después don Juan me hizo cambiar niveles de conciencia.
– Aquí estamos nuevamente los tres, igual como estábamos el día que fuimos a esa roca plana -dijo don Juan-. Y esta noche vamos a hacer otro viaje a esa área.
"Ahora sabes lo suficiente para llegar a conclusiones muy serias acerca de ese lugar y de sus efectos en la conciencia.
– ¿Qué es lo que vamos a hacer en ese lugar, don Juan?
– Esta noche te vas a enterar de unos asuntos tenebrosos que los antiguos videntes descubrieron acerca de la fuerza rodante; y vas a ver cómo es que los antiguos videntes eligieron vivir a cualquier precio.
Don Juan se volvió hacia Genaro, quien estaba a punto de quedarse dormido. Le dio un leve empujón.
– ¿No dirías tú, Genaro, que los antiguos videntes eran hombres terribles? -preguntó don Juan.
– Absolutamente -dijo Genaro con un tono cortante y luego pareció sucumbir a la fatiga.
Comenzó a cabecear. En un instante dormía profundamente, apoyando la cabeza sobre el pecho con el mentón metido. Roncaba.
Yo estaba a punto de soltar la risa, pero me di cuenta de que Genaro me miraba con fijeza, como si durmiera con los ojos abiertos.
– Eran hombres tan temibles que incluso desafiaron a la muerte -agregó Genaro entre ronquidos.
– ¿No tienes curiosidad por saber cómo desafiaron a la muerte esos hombres terribles? -me preguntó don Juan.
Parecía exhortarme a que le pidiera un ejemplo de lo temibles que eran. Hizo una pausa y me miró con un brillo de expectativa en los ojos.
– Espera usted que le pida un ejemplo, ¿verdad? -dije.
– Este es un momento grandioso -dijo sacudiéndome de los brazos y riéndose-. A estas alturas mi benefactor me tenía comiéndome las uñas de pura curiosidad. Le pedí que me diera un ejemplo, y lo hizo; ahora yo te voy a dar uno, aunque no me lo pidas.
– ¿Qué va usted a hacer? -pregunté, tan asustado que tenía el estómago hecho nudos y la voz entrecortada.
Don Juan tardó bastante en dejar de reír. Cada vez que comenzaba a hablar le daba un acceso de tos y risa.
– Como te dijo Genaro, los antiguos videntes eran hombres temibles -dijo frotándose los ojos-. Había algo que trataron de evitar a cualquier precio; no querían morir. Es obvio que ningún hombre tampoco quiere morir, pero los temibles antiguos videntes tenían la ventaja de su concentración y disciplina para alinear otros mundos; y de hecho, alinearon mundos donde se puede evitar la muerte.
Hizo una pausa y me miró arqueando las cejas. Me dijo que, me estaba volviendo muy lento, que no hacía mis preguntas de costumbre. Yo comenté que me parecía muy claro que me estaba incitando a preguntarle si los antiguos videntes lograron evitar la muerte, pero él mismo ya me había dicho que todo su conocimiento acerca de la tumbadora no los salvó de morir.
– Lograron evitar la muerte mediante el alineamiento de otros mundos -dijo pronunciando sus palabras con especial cuidado-. Pero de todos modos tuvieron o tienen que morir.
– ¿Cómo evitaron la muerte mediante el alineamiento de otros mundos? -pregunté.
– Los videntes observaron a sus aliados -dijo-, y viendo que eran seres vivientes con una resistencia a la fuerza rodante mucho más grande que la nuestra, se ajustaron al molde de sus aliados.
Don Juan explicó que sólo los seres orgánicos tienen una abertura que parece un tazón. Su tamaño y su forma y su fragilidad hacen de ella la configuración ideal para apresurar la ruptura y el desplome de la concha luminosa bajo los embates de la fuerza rodante. Por otra parte, los aliados, que sólo tienen una línea por abertura, le presentan una superficie tan pequeña a la fuerza rodante que resultan ser prácticamente inmortales. Sus capullos pueden resistir indefinidamente los embates de la tumbadora, porque aberturas del ancho de un cabello no ofrecen ninguna configuración ideal para la ruptura.
– Los antiguos videntes desarrollaron las más extrañas técnicas para cerrar sus aberturas -prosiguió don Juan-. En esencia, estaban en lo correcto al suponer que una abertura del ancho de un cabello es más durable que una forma de tazón.
– ¿Aún existen esas técnicas? -pregunté.
– No, ya no -dijo-. Pero aún existen algunos de los videntes que las practicaron.
Por razones que desconocía, esta aseveración me provocó una reacción de terror sin límites. Mi respiración se alteró al instante, y no pude controlar su ritmo. Sudaba copiosamente y mi cuerpo se sacudía.
– Aun viven hoy en día, ¿no es así, Genaro? -preguntó don Juan.
– Absolutamente -murmuró Genaro aparentemente desde un estado de sueño profundo.
Le pregunté a don Juan si conocía la razón por la que yo estaba tan asustado. Me recordó una ocasión previa, en ese mismo cuarto, en la que me preguntaron si había visto las extrañas criaturas que entraron en el momento en que Genaro abrió la puerta.
– Ese día tu punto de encaje entró muy profundamente en el lado izquierdo y alineó un mundo aterrador -continuó-. Pero eso ya te lo dije; lo que no recuerdas es que entraste directamente a un mundo muy remoto y ahí te orinaste del susto.
Don Juan se volvió hacia Genaro, quien roncaba pacíficamente con las piernas estiradas al frente.
– Se orinó del susto, ¿verdad, Genaro? -preguntó.
– Absolutamente orinado -murmuró Genaro, y don Juan se dobló de risa.
– Quiero que sepas que no te culpamos por sentirte tan asustado. -prosiguió don Juan-. A nosotros mismos nos repugnan algunas de las acciones de los antiguos videntes. Estoy seguro de que a estas alturas ya te diste cuenta de que aquella noche vistes a los antiguos videntes que aún viven hoy en día, pero no puedes recordarlo.
Quise protestar que no me había dado cuenta de nada, pero no le podía dar voz a mis palabras. Tuve que despejarme la garganta una y otra vez antes de poder articular una palabra. Genaro se incorporó mientras tanto y me golpeaba duramente la parte superior de la espalda, cerca del cuello, como si me quisiera sacar de un ahogo.
– Tienes un oso en la garganta -dijo.
Le di las gracias con una voz aguda y chillona.
– No, creo que lo que tienes ahí es una gallina -agregó y se sentó a dormir.
Don Juan dijo que los nuevos videntes se rebelaron contra todas las extrañas prácticas de los antiguos videntes, y las declararon no sólo inútiles sino dañinas. Incluso llegaron al grado de prohibir que estas técnicas fueran enseñadas a los nuevos guerreros; y durante generaciones no hubo mención alguna de esas prácticas.
Fue a principios del siglo dieciocho cuando el nagual Sebastián, un miembro del linaje directo de naguales de don Juan volvió a descubrir la existencia de esas técnicas.
– ¿Cómo volvió a descubrirlas? -pregunté.
– Era un soberbio acechador, y gracias a su impecabilidad tuvo oportunidad de aprender maravillas -contestó don Juan.
Dijo que el nagual Sebastián era el sacristán de la catedral de la ciudad en la que vivía, y que un día, cuando estaba a punto de iniciar su rutina diaria, encontró en la puerta de la iglesia a un indio de edad madura que parecía estar atolondrado.
El nagual Sebastián llegó al lado del hombre y le preguntó si necesitaba ayuda.
“-Necesito un poco de energía para cerrar mi abertura -le dijo el hombre con voz clara y fuerte-. ¿Me podrías dar un poco de tu energía?”
Don Juan dijo que, según el cuento, el nagual Sebastián quedó atónito. No supo qué contestar. Ofreció llevar al indio a ver al sacerdote de la parroquia. El hombre perdió la paciencia y enojado, acuso al nagual Sebastián de andarse con rodeos.
“-Necesito tu energía porque tú eres un nagual -le dijo-. Vamos y no me hagas perder más tiempo”.
El nagual Sebastián sucumbió ante el poder magnético del extraño y dócilmente lo siguió hasta las montañas. Estuvo ausente muchos días. Cuando regresó, no sólo tenía un nuevo punto de vista sobre los antiguos videntes, sino también un conocimiento detallado de sus técnicas. El extraño era un antiguo tolteca. Uno de los últimos sobrevivientes.
– El nagual Sebastián descubrió maravillas acerca de los antiguos videntes -continuó don Juan-. Fue el primero que supo lo grotesco y extraviados que eran en realidad. Hasta ese entonces, ese conocimiento era sólo de oídas.
"Una noche, mi benefactor y el nagual Elías me dieron una demostración de esos extravíos. En realidad nos la mostraron a Genaro y a mí, juntos, así que resulta adecuado que ambos te demos la misma demostración.
Yo quería hablar más, a fin de retrasar lo inevitable; necesitaba tiempo para calmarme, para pensar en todo. Pero antes de poder siquiera decir una palabra, don Juan y Genaro me sacaron prácticamente a rastras de la casa. Nos dirigimos a las mismas colinas erosionadas que antes visitamos.
Nos detuvimos al pie de una gran colina árida. Don Juan señaló unas montañas en la distancia, hacia el sur, y dijo que entre el lugar en el que nos encontrábamos y un corte natural en una de esas montañas, un corte que parecía una boca abierta, había por lo menos siete sitios en los que los antiguos videntes enfocaron todo el poder de su conciencia.
Don Juan aseguró que esos videntes triunfaron porque fueron eruditos y audaces. Agregó que su benefactor le mostró a él y a Genaro un sitio en el que los antiguos videntes, empujados por su amor a la vida, se habían sepultado vivos y lograron realmente evitar la muerte al alinear otros mundos específicos.
– No hay nada inusitado en esos lugares -prosiguió-. Los antiguos videntes se cuidaron de no dejar huellas. Es simplemente un paraje en el campo. Uno tiene que ver para saber dónde se localizan esos lugares.
Dijo que no quería caminar hasta los sitios lejanos, pero que me llevaría al más cercano. Insistí en saber lo que se proponía hacer. Dijo que íbamos a ver a los videntes sepultados, y que para lograrlo teníamos que quedarnos allí, sentados bajo unos arbustos hasta que oscureciera. Me los señaló, estaban como a un kilómetro, subiendo por una pendiente.
Llegamos al grupo de arbustos y nos sentamos como pudimos. En voz baja, don Juan comenzó a explicar que para poder obtener energía de la tierra, los antiguos videntes solían enterrarse durante periodos, dependiendo de la importancia de lo que querían lograr. Mientras más difícil su objetivo, más largo el periodo de entierro.
Don Juan se puso de pie, y de manera melodramática me mostró un punto a unos cuantos metros de donde estábamos.
– Ahí están sepultados dos antiguos videntes -dijo-. Se enterraron ahí hace dos mil años, para evitar la muerte, no con ánimo de huir de ella sino con ánimo de desafiarla.
Don Juan le pidió a Genaro que mostrara el sitio exacto en el que estaban enterrados. Me volví para ver a Genaro; estaba sentado a mi lado, profundamente dormido otra vez. Pero, para mí total asombro, se incorporó de un salto y ladró como perro y corrió en cuatro patas hasta el punto que señalaba don Juan. Corrió luego alrededor del sitio, imitando a la perfección a un perro pequeño.
Su actuación me pareció divertidísima. Don Juan casi se tendía en el suelo de la risa.
– Genaro te ha mostrado algo extraordinario -dijo don Juan después de que Genaro hubo regresado adonde estábamos y se volvió a dormir-. Te ha enseñado algo acerca del punto de encaje y del ensoñar. Ahora está ensoñando, pero puede actuar como si estuviera completamente despierto y escucha todo lo que dices. Desde esa posición puede hacer más que si estuviera despierto.
Durante un momento se calló, como si sopesara lo que iba a decir enseguida. Genaro roncaba rítmicamente.
Don Juan comentó lo fácil que le resultaba encontrar defectos en todo lo que hicieron los antiguos videntes, y sin embargo, nunca se cansaba de repetir lo maravillosos que eran sus logros. No sólo descubrieron y usaron el levantón de la tierra, sino que también descubrieron que si permanecían sepultados, sus puntos de encaje alineaban emanaciones que de ordinario eran inaccesibles, y que un alineamiento tal empleaba la extraña e inexplicable capacidad de la tierra para desviar los golpes incesantes de la fuerza rodante. En consecuencia, desarrollaron las más asombrosas y complejas técnicas, para sepultarse por periodos extremadamente largos, sin daño alguno. En su lucha contra la muerte, aprendieron a alargar esos periodos hasta abarcar milenios.
Era un día nublado, y cuando cayó la noche, todo quedó en profunda oscuridad. Don Juan se incorporó, y sosteniendo al sonámbulo Genaro, nos guió hacia una enorme piedra ovalada plana que me llamó la atención desde el momento en que llegamos. Se parecía a la roca plana donde estuvimos antes, pero era más grande. Se me ocurrió que, a pesar de su enormidad, esa roca fue colocada allí a propósito.
– Este es otro sitio -dijo don Juan-. Esta enorme roca fue puesta aquí como trampa, para atraer a la gente. Pronto sabrás por qué.
Sentí que un escalofrío me recorrió el cuerpo. Pensé que me iba a desmayar. Sabía que, definitivamente, reaccionaba de manera exagerada, y quería decir algo al respecto, pero don Juan siguió hablando, susurrando con voz ronca. Dijo que puesto que Genaro ensoñaba, tenía suficiente control sobre su punto de encaje para moverlo hasta poder alcanzar las emanaciones específicas que despertarían a todos los que estaban enterrados alrededor de esa roca. Me recomendó que tratara de mover mi punto de encaje, y que siguiera al de Genaro. Dijo que podría hacerlo, primero si yo tenía el intento inflexible de moverlo, y segundo, si dejaba que el contexto de la situación dictara hacia dónde debía moverse.
Después de pensarlo un momento me susurró al oído que no me preocupara de los procedimientos porque, en realidad, la mayoría de las cosas verdaderamente extrañas que le pasan a los videntes, o aún al hombre común, ocurren de por sí, con la sola intervención del intento.
Guardó silencio durante un momento y agregó que, para mí, el peligro consistía en que los videntes sepultados inevitablemente tratarían de matarme de un susto. Me exhortó a seguir los movimientos de Genaro, y a mantener la calma y a no sucumbir ante el miedo.
Desesperadamente, luché contra mi náusea. Don Juan me tomó de los antebrazos y me dijo que si yo no paraba de jugar al inocente expectador, iba a acabar de jugador profesional. Me aseguró que yo no estaba consciente de negarme a dejar moverse a mi punto de encaje, pero que todos los seres humanos hacen lo mismo.
Algo te va a hacer sacudirte en tus pantalones del susto -susurró-. No te rindas, porque si lo haces morirás, y los viejos buitres que están enterrados aquí se van a dar un festín con tu energía.
– Salgamos de aquí -le rogué-. Realmente no tengo ningún interés que me dé usted un ejemplo de lo grotesco que eran los antiguos videntes.
– Es demasiado tarde -dijo Genaro plenamente despierto y de pie a mi lado-. Aunque tratáramos de huir, los dos videntes y sus aliados en el otro sitio nos cortarían el paso. Ya hicieron un círculo a nuestro alrededor. Ahorita hay como dieciséis conciencias enfocadas en ti.
– ¿Quiénes son? -le susurré al oído a Genaro.
– Los cuatro videntes y su corte -contestó-. Han estado conscientes de nosotros desde que llegamos.
Yo quería dar la media vuelta y correr como alma que lleva el diablo, pero don Juan me tomó del brazo y señaló al cielo. Me di cuenta de que tuvo lugar un cambio notable en la visibilidad. En vez de la oscuridad total que prevalecía, había un agradable crepúsculo matutino. Rápidamente me orienté con los puntos cardinales. Definitivamente, el cielo se veía más claro hacia el este.
Sentí una extraña presión alrededor de la cabeza. Me zumbaban los oídos. Tenía frío y fiebre a la vez. Jamás había sentido tanto miedo, pero lo que más me molestaba era una engorrosa sensación de derrota, de ser un cobarde. Me sentí nauseabundo y miserable.
Don Juan me susurró al oído que tenía que estar alerta, porque en cualquier momento los tres sentiríamos el embate de los antiguos videntes.
– Si quieres, te puedes agarrar de mí -dijo Genaro con un rápido susurro, como si algo lo aguijoneara.
Titubee por un instante. No quería que don Juan pensara que yo tenía tanto miedo que necesitaba agarrarme de Genaro.
– ¡Ahí vienen! -dijo Genaro susurrando con fuerza.
Para mí, el mundo se paró de cabeza, en un instante, cuando algo me aferró del tobillo izquierdo. Sentí el frío de la muerte en todo el cuerpo. Sabía que había pisado unas tenazas de hierro, quizás una trampa para osos. Todo eso relampagueó en mi mente antes de que soltara un grito penetrante, tan intenso como mi miedo.
Don Juan y Genaro se rieron a viva voz. Estaban a mis costados, a no más de un metro, pero yo estaba tan aterrado que ni siquiera los veía.
– ¡Canta! ¡Canta por lo que más quieras! -escuché que don Juan me ordenaba en voz baja.
Traté de liberar mi pie. Sentí una punzada, como si agujas me penetraran la piel. Una y otra vez, don Juan insistía en que cantara. Él y Genaro comenzaron a cantar una canción ranchera. Genaro declamaba la letra mientras me miraba a escasos ocho centímetros de distancia. Sus voces estaban roncas, y cantaban tan mal, perdiendo de tal manera el aliento y saliéndose tanto del registro de sus voces que acabé riéndome.
– Canta, o perecerás -me dijo don Juan.
– Hagamos un trío -dijo Genaro-. El trío los calaveras y cantemos un bolero.
Me uní a ellos en un trío desafinado. Como borrachos, cantamos durante un buen rato, a todo pulmón. Sentí que poco a poco, la empuñadura de hierro soltaba mi pierna. No me atrevía a mirar mi tobillo. En cierto momento lo hice, y me di cuenta de que no era una trampa lo que me aferraba. ¡Una forma oscura, como una cabeza, me mordía!
Sólo un esfuerzo supremo impidió que me desmayara. Sentí que iba a vomitar y automáticamente me incliné hacia adelante, pero algo o alguien con fuerza sobrehumana me asió de los codos y de la nuca y no me dejó moverme. Ensucié toda mi ropa.
Mi repugnancia era tan completa que comencé a caer, desmayado. Don Juan me salpicó la cara con agua que tomó de una pequeña calabaza que siempre llevaba consigo cuando íbamos a las montañas. El agua se deslizó por debajo del cuello de mi camisa. La frialdad restauró mi equilibrio físico, pero no afectó a la fuerza que me sostenía de los codos y del cuello.
– Creo que tu pinche miedo ya se sale de la medida -dijo don Juan en voz alta y con un tono tan práctico que creó inmediatamente una sensación de orden.
– Cantemos de nuevo -agregó-. Cantemos una canción con sustancia, ya no quiero más boleros.
Silenciosamente le agradecí su sobriedad y su gran estilo. Me conmovió tanto escucharlos cantar " La Valen tina", que comencé a llorar.
Si porque tomo tequila,
mañana tomo jeréz.
Si porque me ves borracho,
mañana ya no me ves.
Valentina, Valentina,
Rendido estoy a tus pies.
Si me han de matar mañana
que me maten de una vez.
Todo mi ser se cimbró bajo el impacto de esa inconcebible yuxtaposición de valores. Jamás había significado tanto para mí una canción. Al escucharlos cantar, algo que generalmente consideraba sentimentalismo pueril, creí entender el carácter del guerrero. Don Juan me inculcó que los guerreros viven con la muerte al lado, y de saber que la muerte está con ellos extraen el valor para enfrentar cualquier cosa. Don Juan había dicho que lo peor que podía pasarnos es que tenemos que morir, y puesto que ése ya es nuestro inalterable destino estamos libres; aquéllos que han perdido todo ya no tienen nada qué temer. La Valentina en ese contexto era simplemente sublime.
Caminé hasta don Juan y Genaro y los abracé para expresar mi ilimitada gratitud y admiración por ellos. Sin decir palabra don Juan me tomó del brazo y me llevó a sentarme a la roca plana.
– Ahora, la función está a punto de comenzar -dijo Genaro con tono jovial mientras trataba de encontrar una posición cómoda para sentarse-. Acabas de pagar tu boleto de entrada. Lo tienes embarrado en todo el pecho.
Me miró, y los dos soltaron la risa.
– No te sientes demasiado cerca de mí -dijo Genaro-. Y mejor siéntate al otro lado de mí. Quiero estar a favor del viento, porque no hueles muy bien que digamos.
Cuando pararon de reír, Genaro me habló otra vez.
– No te alejes mucho -dijo-. Los antiguos videntes aún no acaban con sus trucos.
Me acerqué a ellos todo lo que permitía la cortesía. Durante un instante me preocupé de mi estado, pero al otro instante todos mis escrúpulos se volvieron una tontería al darme cuenta de que algunas personas se acercaban a nosotros. No podía ver claramente sus formas pero distinguí una masa de figuras humanas que se movía en la penumbra. No traían linternas, y a esa hora las hubieran necesitado. De alguna manera, ese detalle me preocupó muchísimo. No quise enfocarlo e intencionalmente comencé a pensar de manera racional. Supuse que debíamos haber hecho tanto barullo con nuestro canto a todo pulmón y que esas personas venían a investigar. Don Juan me tocó el hombro. Con un movimiento del mentón señaló a los hombres que venían al frente del grupo.
– Esos cuatro son los antiguos videntes -dijo-. Los demás son sus aliados.
Antes de que yo pudiera comentar que simplemente esos eran campesinos locales, escuché un sonido susurrante justo a mis espaldas. En un estado de alarma total volví la cabeza con toda rapidez. Mi movimiento fue tan repentino que el aviso de don Juan llegó demasiado tarde.
– ¡No vuelvas la cabeza! -lo oí gritar.
Sus palabras no eran más que un telón de fondo, no significaban nada para mí. Al volverme, vi que tres hombres grotescamente deformados treparon a la roca justo detrás de mí; en una mueca de pesadilla se arrastraban hacia mí con las bocas abiertas y los brazos extendidos para agarrarme.
Mi intención fue gritar a todo pulmón, pero lo que brotó fue un graznido agonizante, como si algo obstruyera mi garganta. Automáticamente, rodé para eludirlos y caí al suelo.
Al incorporarme, don Juan saltó hasta mi lado, en el momento preciso en que descendían sobre mí como buitres una horda de hombres dirigidos por aquéllos que don Juan había señalado. Chillaban como murciélagos o ratas. Aterrado, grité. Esta vez pude dar un grito penetrante.
Tan ágil como un atleta en plena forma, don Juan me arrebató de sus garras y me subió a la roca. Con voz imponente me dijo que no volviera la cabeza, por muy asustado que estuviera. Dijo que los aliados no pueden empujar en absoluto, pero que sí podían asustarme y hacerme caer al suelo. Una vez en el suelo, los aliados sí podían aprisionar a cualquiera. Si caía en el suelo junto al sitio en el que estaban enterrados los videntes, estaría a su merced. Me harían pedazos mientras los aliados me detenían. Agregó que no me dijo todo eso antes porque tenía la esperanza de que me vería obligado a ver y a entenderlo todo por mí mismo. Su decisión casi me costó la vida.
La sensación de que los hombres grotescos estaban justo a mis espaldas era casi insoportable. Con fuerza, don Juan me ordenó conservar la calma y enfocar mi atención en los cuatro hombres que estaban a la cabeza de un grupo de quizá diez o doce. Como si esperaran una señal, en cuanto enfoqué mis ojos en ellos, todos avanzaron hasta el borde de la roca. Ahí se detuvieron y comenzaron a silbar como serpientes. Caminando, se alejaban y se acercaban. Su movimiento parecía estar sincronizado. Era tan consistente y ordenado que parecía ser mecánico. Era como si siguieran un patrón repetitivo, diseñado para hipnotizarme.
– No los mires, corazón -me dijo Genaro como si le hablara a un niño.
La risa que me salió fue casi tan histérica como mi miedo. Me reí con tanta fuerza que el sonido reverberó en los cerros cercanos.
Al momento, los hombres se detuvieron y parecieron quedar perplejos. Distinguía las formas de sus cabezas que subían y bajaban, como si hablaran, como si deliberaran entre ellos. Entonces uno de ellos saltó a la roca.
– ¡Cuidado! ¡Ese es un vidente! -exclamó Genaro.
– ¿Qué vamos a hacer? -grité.
– Podríamos volver a cantar -contestó don Juan con ecuanimidad.
En ese momento mi terror llegó a su punto culminante. Empecé a saltar y a rugir como animal. El hombre saltó al suelo.
– Ya no le hagas caso a esos payasos -dijo don Juan-. Hablemos como de costumbre.
Dijo que fuimos ahí buscando esclarecimientos, y que yo estaba fracasando miserablemente. Tenía que reorganizarme. Lo primero que debía yo de hacer era entender que mi punto de encaje se había movido y que ahora hacía resplandecer a emanaciones oscuras. El llevar los sentimientos de mi estado de conciencia cotidiano al mundo que había alineado era en verdad una farsa, porque el miedo sólo prevalece entre las emanaciones de la vida diaria.
Le dije que si es que mi punto de encaje se había movido como él decía, yo tenía nuevas para él. Mi terror era infinitamente mayor y más devastador que cualquier cosa que jamás hubiera experimentado en mi vida diaria.
– Te equivocas -dijo-. Tu primera atención está confundida y no quiere ceder el control, eso es todo. Tengo la impresión de que podrías caminar derechito hasta esas criaturas y enfrentarlas y que no te harían nada.
Insistí que definitivamente no estaba en ninguna condición para poner a prueba algo tan disparatado.
Se rió de mí. Dijo que tarde o temprano tenía que curarme de mi locura, y que el tomar la iniciativa y enfrentar a esos cuatro videntes era infinitamente menos disparatado que la idea de que los veía. Dijo que para él, locura era estar frente a frente con hombres que estuvieron sepultados durante dos mil años y que seguían vivos, y no pensar que eso era el pináculo de lo absurdo.
Escuché con claridad todo lo que dijo, pero realmente no le prestaba atención. Estaba aterrado por los hombres que se movían alrededor de la roca. Parecían prepararse para saltarnos encima, en realidad, para saltar encima de mí. Estaban fijos en mí. Mi brazo derecho comenzó a temblar como si se viera afectado por algún desorden muscular. Note instantáneamente que había cambiado la luz en el cielo. No me di cuenta antes de que ya era de madrugada. Lo más extraño es que un impulso incontrolable me hizo incorporarme y correr hacia el grupo de hombres.
En ese momento tenía dos sensaciones completamente diferentes acerca del mismo evento. La menor era de terror puro. La otra, la mayor, era de indiferencia total. Nada me importaba en absoluto.
Cuando llegué hasta el grupo no me sorprendí de que don Juan tenía razón; no eran hombres en realidad. Sólo cuatro de ellos tenían alguna semejanza con los hombres, pero tampoco lo eran; eran extrañas criaturas con grandes ojos amarillos. Los otros eran simplemente formas impulsadas por los cuatro que parecían hombres.
Sentí una tristeza extraordinaria por aquellas criaturas con ojos amarillos. Traté de tocarlas, pero no pude hallarlas. Una especie de viento huracanado los arrebató.
Busqué a don Juan y a Genaro. No estaban ahí. Nuevamente todo estaba en completa oscuridad. Una y otra vez grité sus nombres. Durante algunos minutos me moví a ciegas en las tinieblas. La repentina llegada de don Juan me espantó. No vi a Genaro.
– Volvamos a casa -dijo-. El camino de vuelta es siempre más largo.
Don Juan comentó lo bien que me comporté en el sitio de los videntes sepultados, especialmente durante la última parte de nuestro encuentro con ellos. Dijo que un movimiento del punto de encaje se marca por un cambio en la luz. De día, la luz se convierte en tinieblas; de noche, la oscuridad se vuelve crepúsculo. Agregó que llevé a cabo dos cambios de por sí, con la sola ayuda del terror primitivo. Lo único que consideraba reprensible era que yo me entregara a mi miedo, especialmente después de darme cuenta de que un guerrero no tiene nada qué temer.
– ¿Cómo sabe usted que me di cuenta de eso? -pregunté.
– Porque rompiste la cadena y estabas libre. Cuando desaparece el miedo, todos los lazos que nos atan se disuelven -dijo-. Un aliado te agarraba el pie porque lo atrajo tu terror primitivo.
Le dije lo apenado que estaba por no haber podido sostener lo que ya había comprendido.
– No te preocupes por eso -dijo y se rió-. Sabes que esas comprensiones no valen mucho, no representan nada en la vida de los guerreros, porque quedan canceladas conforme se mueve el punto de encaje.
"Lo que Genaro y yo buscábamos era que te movieras en hondo. Esta vez, Genaro estuvo ahí simplemente para atraer a los antiguos videntes. Ya lo hizo una vez, y penetraste tan profundamente en el lado izquierdo que pasará un buen tiempo antes de que lo recuerdes. Esta noche tu terror fue tan intenso como en aquella ocasión en la que los videntes y sus aliados te persiguieron hasta este mismo cuarto. Pero en esa ocasión la firmeza de la primera atención no te permitió verlos, aunque estabas en la conciencia acrecentada.
– Explíqueme lo que pasó esta noche en el sitio de los videntes -pregunté.
– Los aliados salieron a verte -contestó-. Como tienen una energía muy baja, siempre necesitan la ayuda de los hombres. Los cuatro videntes han reunido a doce aliados.
"En México, el campo es peligroso, y también ciertas ciudades. Lo que te pasó a ti le puede pasar a cualquier hombre o mujer. Si se tropiezan con esa tumba, quizá incluso vean a los videntes y a sus aliados, si son lo suficientemente maleables como para dejar que su terror mueva sus puntos de encaje; pero una cosa es segura: pueden morir de miedo.
– ¿Pero sinceramente cree usted que esos videntes toltecas siguen vivos? -pregunté.
Se rió y movió la cabeza con incredulidad.
– Es hora de que muevas tu punto de encaje -dijo-. No puedo hablar contigo cuando estás en tu estado de idiotez acrecentada.
Me pegó en tres sitios con la palma de su mano: en la cresta de mi cía derecha, en el centro de mi espalda abajo de los omóplatos, y en la parte superior del músculo pectoral derecho.
De inmediato, empezaron a zumbarme los oídos. Un hilillo de sangre me brotó de la fosa nasal derecha, y dentro de mí, algo se destapó. Era como si algún flujo de energía hubiera estado bloqueado y de pronto volvía a correr.
– ¿Qué buscaban esos videntes y sus aliados? -pregunté.
– No buscaban nada -contestó-. Nosotros somos los que los buscábamos a ellos. Desde luego, los videntes ya notaron tu campo de energía la primera vez que los encontraste; cuando regresaste, estaban listos para darse un festín contigo.
– Usted afirma que están vivos, don Juan -dije-. Debe querer decir que están vivos como están vivos los aliados, ¿no es así?
– Así es, precisamente -dijo-. No es posible que estén vivos como lo estamos tú y yo. Eso sería ridículo.
Prosiguió, explicando que la preocupación de los antiguos videntes por la muerte los hizo investigar las más extrañas posibilidades. Sin duda alguna, aquéllos que optaron por el molde de los aliados tenían en mente el deseo de un refugio. Y lo encontraron, en una posición fija en una de las siete bandas de la conciencia inorgánica. Los videntes pensaron que allí estaban relativamente seguros. Después de todo, quedaban separados del mundo cotidiano por una barrera casi infranqueable, la barrera de la percepción establecida por el punto de encaje.
– Cuando los cuatro videntes vieron que podías mover tu punto de encaje, salieron huyendo como conejos asustados -dijo y se rió.
– ¿Quiere decir usted que yo alinié uno de los siete mundos? -pregunté.
– No, no lo hiciste -contestó-. Pero lo has hecho antes, cuando los videntes y sus aliados te persiguieron. Ese día fuiste de plano hasta su mundo. El problema es que te encanta comportarte como estúpido, y por eso no recuerdas nada.
"Estoy seguro -prosiguió-, de que es la presencia del nagual la que en ocasiones hace que la gente se porte tontamente. Cuando el nagual Julián aún andaba por aquí yo era más tonto de lo que soy ahora. Estoy convencido de que cuando yo ya no esté aquí, serás capaz de recordar todo.
Don Juan explicó que como necesitaba mostrarme a los desafiantes de la muerte, él y Genaro los atrajeron a los confines de nuestro mundo. Lo que me ocurrió al principio fue un cambio lateral hondo, que me permitió verlos como personas, pero al final, hice correctamente el movimiento que me permitió ver a los desafiantes de la muerte y a sus aliados como son.
Muy temprano a la mañana siguiente, ya en casa de Silvio Manuel, don Juan me llamó a la sala grande para discutir los eventos de la noche anterior. Me sentía agotado y quería descansar, dormir, pero don Juan estaba apurado. De inmediato, inició su explicación. Dijo que los antiguos videntes descubrieron una manera de utilizar a la fuerza rodante y de ser impulsados por ella. En vez de sucumbir ante los embates de la tumbadora cabalgaban en ella y dejaban que moviera sus puntos de encaje hasta los confines de las posibilidades humanas.
Don Juan expresó una admiración sin limites por un logro tal. Reconoció que nada más podría darle al punto de encaje el empujón que le da la tumbadora.
Le pregunté acerca de la diferencia entre el levantón de la tierra y el empujón de la tumbadora. Explicó que el levantón de la tierra es la fuerza del alineamiento Únicamente de las emanaciones ambarinas. Es un empujón que aumenta la conciencia de ser a grados imposibles de describir. Para los nuevos videntes es una descarga de conciencia ilimitada, que llaman la libertad total.
Dijo que, por otra parte, el empujón de la tumbadora es la fuerza de la muerte. Bajo el impacto de ella, el punto de encaje se mueve a posiciones nuevas, impredecibles. Por eso, en sus viajes, los antiguos videntes siempre andaban solos, aunque la empresa a la que estaban dedicados era siempre comunal. En sus viajes, la compañía de otros videntes era fortuita y generalmente significaba una lucha por la supremacía.
Le confesé a don Juan que, para mí, fuese lo que fuera, la preocupación de los antiguos videntes resultaba peor que los cuentos de terror más mórbidos. Se rió estrepitosamente. Parecía divertirse sin medida.
– Tienes que admitir, a pesar de todo lo que te disgustan, que esos demonios eran muy audaces -prosiguió-. Como sabes, a mi nunca me cayeron bien tampoco, pero no puedo dejar de admirarlos. Su amor a la vida rebasa mi comprensión.
– ¿Cómo puede ser eso amor a la vida, don Juan? Es algo nauseabundo -dije.
– ¿Qué otra cosa podría llevar a un hombre a esos extremos sino el amor a la vida? -preguntó-. Amaban a la vida tan intensamente que no estaban dispuestos a perderla. Así es como yo lo he visto. Mi benefactor vio otra cosa. Él pensaba que tenían miedo de morir, lo que no es lo mismo que amar la vida. Yo digo que no querían morir porque amaban la vida y porque habían visto maravillas, y no porque eran monstruos codiciosos. No. Estaban extraviados porque nadie los desafió jamás, eran caprichosos como niños malcriados, pero su osadía era impecable y también lo fue su valor.
"¿Te aventurarías tú en lo desconocido por codicia? De ninguna manera. La codicia sólo funciona en el mundo de los asuntos cotidianos. Para aventurarse en esa aterradora soledad uno debe tener algo superior a la codicia. Amor, uno necesita amor a la vida, a la intriga, al misterio. Uno necesita de curiosidad insaciable y de una montaña de agallas. Así que no me salgas con estas tonterías de que te hacen sentir nauseabundo. Yo que tú, estaría rojo de vergüenza.
Los ojos de don Juan brillaban con risa contenida. Me ponía en mi lugar, pero se reía de ello.
Por una hora quizá, don Juan me dejó sólo en el cuarto. Quería organizar mis pensamientos y mis sentimientos. No tenía manera de hacerlo. Sabía sin duda alguna que mi punto de encaje se encontraba en una posición en la que no prevalece el razonamiento, y sin embargo me impulsaban preocupaciones razonables. Don Juan dijo que, técnicamente, en cuanto se mueve el punto de encaje, estamos dormidos. Me preguntaba, por ejemplo, si desde el punto de vista de un espectador yo estaba dormido, así como yo había visto dormido a Genaro.
Le pregunté ésto a don Juan en cuanto regresó.
– Estás absolutamente dormido sin tener que estar acostado -contestó-. Si te vieran ahora personas que están en la conciencia normal, les parecería que estás un poco mareado, incluso borracho.
Explicó que durante el sueño normal, el movimiento del punto de encaje ocurre a lo largo de cualquier borde de la banda del hombre. Esos cambios siempre van unidos al sueño. Los cambios que se inducen mediante la práctica ocurren a lo largo de la sección media de la banda del hombre y no van aparejados con el sueño, aunque el ensoñador duerme.
– Fue precisamente en esta coyuntura que los nuevos y los antiguos videntes hicieron sus esfuerzos separados para conseguir poder, cada cual por su lado -prosiguió-. Los antiguos videntes querían una réplica del cuerpo, pero con mayor fuerza física, así que deslizaron sus puntos de encaje a lo largo del borde derecho de la banda del hombre. Mientras más profundo penetraban, más extraño se volvía su cuerpo de ensueño. Anoche tú mismo fuiste testigo del monstruoso resultado de un movimiento en hondo a lo largo del borde derecho.
Dijo que los nuevos videntes son completamente diferentes, que ellos mantienen sus puntos de encaje a lo largo de la sección media de la banda del hombre. Si el movimiento no es profundo, como por ejemplo el cambio a la conciencia acrecentada, el ensoñador es casi como cualquier otra persona en la calle, salvo por una ligera vulnerabilidad a las emociones, como el temor y la duda. Pero, a cierto grado de profundidad, el ensoñador que se mueve a lo largo de la sección media se convierte en una burbuja de luz. El cuerpo de ensueño de los nuevos videntes es una burbuja de luz.
Dijo también que un cuerpo de ensueño tan impersonal es más conducente al entendimiento y a la examinación, que son la base de todo lo que hacen los nuevos videntes. El cuerpo de ensueño intensamente humanizado de los antiguos videntes los llevó a buscar respuestas que eran igualmente personales, humanizadas.
De pronto, don Juan titubeó y pareció buscar ciertas palabras adecuadas.
– Existe otro desafiante de la muerte -dijo secamente-, tan diferente a los cuatro que viste, que resulta indistinguible del hombre común de la calle. Ha logrado esta hazaña única al ser capaz de abrir y de cerrar su abertura a voluntad.
Casi nerviosamente, jugó con los dedos.
– Ese desafiante de la muerte es el antiguo vidente que el nagual Sebastián encontró en 1723 -prosiguió-. Consideramos que en ese día principia nuestra línea, por segunda vez. Ese desafiante de la muerte, quien ha vivido en la tierra durante cientos de años, ha cambiado la vida de todos los naguales que conoció, algunas veces más profundamente que otras. Y desde ese día en 1723 ha conocido a cada uno de los naguales de nuestra línea.
Don Juan me miró con fijeza. Me sentí extrañamente avergonzado. Pensaba que mi vergüenza era resultado de un dilema. Tenía las más serias dudas respecto al contenido de su narración, y a la vez tenía la más desconcertante confianza de que todo lo que decía era verdad. Le expresé mi dilema.
– El problema de la incredulidad racional no es solamente tuyo -dijo-. Al principio mi benefactor se vio asediado por la misma pregunta. Desde luego, un día todo se le aclaró. Pero se tardó mucho tiempo en hacerlo. Cuando lo conocí ya había recordado todo, así que nunca fui testigo de sus dudas. Sólo oí hablar de ellas.
"Lo extraño de todo esto es que la gente jamás ha visto a ese hombre, como por ejemplo los otros videntes del grupo del nagual, jamás tienen dificultad para aceptar que él es uno de los videntes originales. Mi benefactor dijo que sus incertidumbres provenían del hecho de que la impresión de conocer a una criatura así había amasado cierto número de emanaciones. Se requiere de tiempo para que esas emanaciones se separen.
Don Juan explicó luego que conforme siguiera moviéndose mi punto de encaje, llegaría un momento en que se encendería la combinación adecuada de emanaciones; en ese momento, la prueba de la existencia de ese hombre sería evidente para mí.
Me sentí obligado a hablar nuevamente acerca de mi ambivalencia.
– Nos estamos desviando de nuestro tema -dijo-. Quizá parezca que estoy tratando de convencerte de la existencia de ese señor; y lo que quería decir era que ese antiguo vidente sabe cómo manejar la fuerza rodante. Si crees o no crees que él existe no tiene ninguna importancia. Algún día reconocerás como hecho que efectivamente logró cerrar su abertura. La energía que toma prestada de cada generación de naguales, la usa exclusivamente para cerrar su abertura.
– ¿Cómo logra cerrarla? -pregunté.
– No hay manera de saberlo -contestó-. He hablado con otros dos naguales que vieron a ese hombre cara a cara, el nagual Julián y el nagual Elías. Ninguno sabía cómo lo hizo. El hombre jamás revela cómo cierra esa abertura, que yo supongo comienza a expanderse después de un tiempo. El nagual Sebastián dijo que cuando vio al antiguo vidente por primera vez, el hombre estaba muy débil, de hecho, se estaba muriendo. Pero todos los otros naguales lo encontraron haciendo vigorosas cabriolas, como un jovenzuelo.
Don Juan dijo que el nagual Sebastián le puso un apodo a aquel hombre sin nombre, le llamó "el inquilino", porque llegaron a un acuerdo según el cual el hombre recibía energía, es decir, alojamiento, y pagaba la renta en forma de favores y conocimientos.
– ¿Nunca le fue mal en el intercambio a algún nagual? -pregunté.
– A ningún nagual le fue mal en el intercambio de energía con él -contestó-. La promesa del hombre era que sólo le quitaría al nagual un poco de energía superflua y a cambio le enseñaría extraordinarias habilidades. Por ejemplo, el nagual Julián recibió el paso de poder. Con el podía activar o adormecer las emanaciones interiores de su capullo para verse joven o viejo, a voluntad.
Don Juan explicó que en general, los desafiantes de la muerte llegaron al grado de adormecer todas las emanaciones interiores de sus capullos, salvo aquellas que correspondían a las emanaciones de los aliados. De esta forma, pudieron imitar a los aliados.
Agregó don Juan que cada uno de los desafiantes de la muerte que encontramos en la roca había movido su punto de encaje a un sitio preciso dentro de su capullo, para acentuar las emanaciones compartidas con los aliados y actuar con ellos. Sin embargo, ninguno de esos videntes fue capaz de regresarlo a su posición cotidiana para actuar con la gente. Por otra parte, el inquilino era capaz de mover su punto de encaje para alinear el mundo cotidiano y actuar como si nunca hubiera pasado nada.
Don Juan dijo también que su benefactor estaba convencido, y que él estaba completamente de acuerdo con su benefactor, de que lo que ocurre durante el préstamo de energía es que el brujo antiguo mueve el punto de encaje del nagual para acentuar las emanaciones del aliado que existen dentro del capullo del nagual. Y luego utiliza la gran descarga de energía producida por esas emanaciones que repentinamente quedan alineadas, después de estar tan profundamente adormecidas.
Dijo que la energía encerrada en nosotros, en las emanaciones adormecidas, tiene una fuerza tremenda y un alcance incalculable. Sólo podemos apreciar vagamente el alcance de esa tremenda fuerza, si consideramos que la energía requerida para percibir y actuar en el mundo cotidiano es producto del alineamiento de ni siquiera la décima parte de las emanaciones encerradas en el capullo del hombre.
– Lo que ocurre en el momento de la muerte es que toda esa energía es liberada a la vez -continuó-. En ese momento los seres humanos se ven inundados por la fuerza más inconcebible. No es la fuerza rodante que ha roto sus aberturas, porque esa fuerza jamás penetra al interior de capullo; sólo lo hace desplomarse. Lo que los inunda es la fuerza de todas las emanaciones que repentinamente quedan alineadas después de estar adormecidas durante toda una vida. No hay otra salida para una fuerza tan gigante, sino escapar a través de la abertura rota. Esa es la muerte.
Añadió que el brujo antiguo encontró una manera de utilizar esa energía. Al alinear un espectro limitado y muy específico de las emanaciones adormecidas, el antiguo vidente tenía acceso a una descarga limitada pero gigantesca.
– ¿Cómo cree usted que saca esa energía? -pregunté.
– Rompiendo la abertura del nagual -contestó-. Mueve el punto de encaje del nagual hasta que la abertura se abre un poco. Cuando la energía de esas emanaciones recientemente alineadas es liberada a través de esa abertura, la toma a través de su propia abertura.
– ¿Por qué está haciendo todo eso ese antiguo vidente? -pregunté.
– Mi opinión es que está atrapado en un círculo que no puede romper -contestó-. Nosotros llegamos a un acuerdo con él. Hace lo mejor que puede por respetarlo, y nosotros también. No podemos juzgarlo, pero tenemos que saber que su camino no lleva a la libertad. Él lo sabe, y también sabe que no puede cambiarlo; está atrapado en una situación de su propia hechura. Lo único que puede hacer es prolongar lo más que pueda su vida y conciencia de hombre y aliado.