9

La posada del Cordero no estaba iluminada por un acogedor fuego de chimenea la noche en que Behaim volvió, sino que recibía su escasa luz de las dos lámparas de aceite humeantes que colgaban del techo ennegrecido por el humo, entre salchichas y ristras de cebollas. Al mirar a su alrededor, Behaim reconoció al calvo del pequeño mostacho que se había presentado como maestro de novicios de la posada y también a varios de los jóvenes pintores y artesanos en cuya compañía había bebido hasta emborracharse la primera noche. El hombre en hábito de monje que, según decían, enseñaba matemáticas en la Universidad de Pavía, también estaba sentado detrás a una de las mesas, con la tiza en la mano, sumido en la contemplación de sus figuras geométricas. Pero Behaim no vio a Mancino. Tenía prisa por hablar con él, y también en esta ocasión, había ido allí únicamente por Mancino, aunque el vino que le había servido el posadero aquella noche le había dejado un agradable recuerdo. Ahora que estaba decidido a que Niccola -cuyo nombre ni siquiera conocía en su primera visita a la posada-, le acompañase a dondequiera que fuese como su bien amada, ahora que tenía la intención de contraer matrimonio con ella, ya no le retenía nada en Milán, sólo necesitaba llevar a buen término el asunto que tenía pendiente con Boccetta, quería cobrar sus diecisiete ducados, y para conseguirlo necesitaba la ayuda de un hombre que supiese manejar un garrote, y si era necesario, también un puñal.

El posadero, a quien preguntó por Mancino, torció la boca como si se hubiese roto un diente al morder sobre algo duro, y soltó una risa breve y amarga.

– ¿A Mancino? -exclamó-. ¿A esa persona buscáis hoy aquí? ¿Y no esperáis encontrar en mi casa a su Excelencia, el señor duque y a su eminencia el cardenal arzobispo de Milán? Un ducado, señor, es una cantidad de dinero considerable y uno precisa varios días para gastarlo, a no ser que uno se rodee de una docena de mujeres de mala vida dispuestas a aprovecharse. Pero tenéis razón, él sería muy capaz de ello pues es de esa clase de hombres.

– No os he preguntado por el señor arzobispo -dijo malhumorado el alemán-, y tampoco me importa cuántas rameras mantiene ni cómo se divierte con ellas. Os he preguntado por Mancino.

– ¿Así que no lo sabéis? -Se asombró el posadero-. En fin, después de todo sois forastero. Escuchad pues: cuando Mancino hace sonar el dinero en su bolsillo, debéis buscarle en todas las demás posadas o tabernas de esta ciudad; en la Grulla, en la Campanilla, en la Lanzadera o en la Morera le encontraréis sin falta, en mi local sólo vuelve a aparecer cuando no le queda un solo céntimo, entonces vendrá, de eso podéis estar seguro. «¡Tabernero! -le oiréis gritar-. «¿Me fías una ronda? ¡Sé un buen cristiano, tabernero, piensa en la salvación de tu alma!». Así es, y así son todos los que veis aquí, ya sean pintores o canteros, organistas o poetas, cuando conocéis a uno, los conocéis a todos, y ese de allí, el del hábito de monje, tampoco es distinto, en las últimas semanas no ha sacado ni medio quartino de su bolsa, se instala aquí, gasta mi tiza y me estropea el tablero de la mesa con sus garabatos… sí, hablo de vos, reverendísimo hermano, estaba explicándole al señor que me ha preguntado por vos, lo buen conocedor que erais de vuestros libros y de la ciencia… pues sí, así son todos, ¿y yo, señor? Si algo tengo que reprocharme, es mi excesiva bondad. Vos sabéis, señor, que tengo un carácter pacífico y mucha paciencia, pero muy pronto voy a dejar de ser su pagano, muy pronto, señor, os lo aseguro.

– ¿Así que pensáis que ha conseguido dinero? -interrumpió Behaim los lamentos del posadero.

– Aquí en la taberna lo saben todos -le contó el posadero-. Ayer le vieron cambiar un ducado en la Campanilla, la noticia me ha llegado de todas partes. ¡Un ducado, señor! ¡Mancino! Se dice que lo recibió de messere Bellincioli que también es un poeta, aunque un gran señor, que está al servicio de su excelencia el señor duque. Por varios versos -dicen- que le encargó la casa ducal y que él entregó a messere Bellincioli. ¿Pero vos lo creéis? ¿Un ducado por varios versos? Por una puñalada asestada a alguien por encargo de no se sabe quién, eso ya es más creíble, pues es experto en esas artes. Pero, ¿por versos? Eso es ridículo. Si fuese cierto que por versos se reciben buenos y sólidos ducados, yo también me pondría a elaborar versos y poesías en lugar de estar aquí sirviendo mi buen furlano a todos los necios y pobres diablos. Sí señor, eso es lo que haría. Y ahora, ¿que queréis tomar, señor? ¿Os traigo una jarra de mi Vino Santo de Castiglione que es alabado por todos los que lo han probado?

En cuanto Behaim tuvo delante de sí el vaso de estaño y la jarra de vino y, saboreando trago a trago la bendición, dejó correr el Vino Santo por su garganta, le sobrevino con el bienestar también el cansancio, y mientras, con la frente apoyada en la mano, pensaba en Mancino y, paladeando el vino, se preguntaba cuántos días tardaría el experto en puñaladas y poeta de taberna en beberse sus ducados, llegaron a su oído en desconcertante confusión los fragmentos de las conversaciones de los artesanos y artistas que estaban sentados en las mesas de alrededor:

– ¡Hay que ver qué tiempos corren! Nadie está hoy dispuesto a soltar un quatrino en honor de Dios o de su santa madre.

– Para poder siquiera empezar necesitaba una cierta cantidad de buen color azul, así que le dije…

– Mucho talento no tiene. Lo que mejor domina son las flores, las hierbas y los animales pequeños. Pero el muy insensato se ha empeñado en…

– Yo debería haber obedecido a mi padre y haberme hecho cocinero, pues por una comida bien guisada…

– Cuando me cruzo con ella, me paro aunque tenga prisa, y la sigo con la mirada, no puedo evitarlo.

– Reverendo hermano, yo no soy teólogo. En cambio, vos no sabéis nada del arte de la pintura y por eso no podéis decir…

– Quiere representar la vida de su santo patrón sobre ocho grandes tablas, pues dice, como buen asno que es, que también hay que ir detrás de la fama.

– Para poder empezar de una vez le digo: ve y compra una onza de laca, pero que sea de la mejor que se puede encontrar en Milán.

– Las matemáticas penetran e iluminan la vida humana, y como estudioso de las matemáticas, sé…

– Pues de las artes, me decía mi padre, no te podrás vestir ni alimentar.

– Como estudioso de las matemáticas no podéis saber cuan difícil es pintar un ojo enfurecido o un ojo luminoso.

– Eso que dices es una osadía. Con todos mis respetos por la música, pero no puedes llamarla hermana de la pintura.

– ¡Y si aquí no hay laca de primerísima calidad, déjalo -le digo- y tráeme otra vez el medio carlino!

– Hoy también me he cruzado con ella y la he seguidc un buen rato con la mirada, ¿pero eso de qué me sirve?

– El muy necio se tiene ahora por la gloria y el faro del arte italiano y para su desgracia, no se deja sacar del error.

– ¿Hablar con ella? ¡Si fuese tan sencillo! Y luego… mírame. Siendo así, tan calvo y gordo… dilo tú mismo, ¿no resultaría lamentable como galán? Y de mis años, prefiero no hablar.

– Pues no muere como la música nada más nacer, no, la pintura subsiste en su gloria y esplendor…

– Sí, ya de niño soñaba con ser pintor…

– Todos los días me cruzo con ella, generalmente delante de la iglesia donde oye misa.

– … y no sigue actuando como un tenue recuerdo sino como algo vivo.

– … y por desgracia, he terminado siéndolo…

– ¿Cómo algo vivo? Eso es ridículo. Lo que yo veo es una mezcla de colores aplicados en gruesas capas, y un poco de laca.

– Ahí está Mancino. Viene justo a tiempo. Puesto que te aferras, terco como una muía, a tu error, que decida él entre los dos. No es organista ni pintor, pero cuando recita sus versos, está tan cerca de la música como de la pintura. ¡Eh, Mancino!

Despertando bruscamente del letargo que se había apoderado de él, más por las conversaciones confusas y fatigantes de la gente que tenía alrededor que por el vino que había bebido, Behaim oyó gritar el nombre de la persona que había estado esperando con tanta impaciencia. Volvió la cabeza. Mancino estaba de pie en la entrada vacilando un poco como si estuviese ligeramente bebido y saludaba con su gorra a los dos hombres jóvenes que le habían llamado a su mesa. Behaim se puso de pie. Y cuando Mancino atravesaba la sala con distendida naturalidad deteniéndose tan pronto aquí, tan pronto allí para intercambiar algunas palabras con este o aquel camarada, se interpuso Behaim en su camino con un saludo cortés, casi respetuoso.

– ¡Os deseo un buen día, señor! -comenzó-. Os esperaba, y si no llego en mal momento, me gustaría hablar con vos unos instantes.

Mancino le miró contrariado. No se sabía si veía en él al rival favorecido por la fortuna o simplemente a un hombre fastidioso que venía a incordiarle con sus tonterías.

– ¡Decidme lo que tengáis que decir, señor! -respondió después de un instante de reflexión, y con una seña pidió un poco de paciencia a los dos jóvenes que le habían elegido como arbitro en su disputa sobre si había que dar entre las artes la preferencia a la música o a la pintura.

– En primer lugar -le explicó Behaim-, quisiera pediros que vinieseis a mi mesa y fueseis mi invitado si no habéis cenado todavía.

– ¡Ay de mí! -exclamó Mancino-. He nacido en una hora adversa. Con el honor que me concedéis llegáis demasiado tarde, señor, pues hace una hora llené mi estómago con pan y queso. Y el hecho de que tal cosa pudiese ocurrir, demuestra que he perdido la gracia de Dios. ¿Pero debo asombrarme? ¿Yo que atravieso la vida con una inmensa carga de pecados?

– Eso -dijo Behaim que no estaba pensando en la gracia de Dios ni en la carga de pecados sino en el queso- no os debe impedir vaciar conmigo una o dos jarras del Vino Santo que sirve aquí el tabernero.

– Acabáis de encontrar -dijo Mancino sentándose a la de Behaim- unas palabras que serían capaces de hacer que superase su infortunio un ser que está completamente desesperado, un ser que está condenado incluso al más profundo infierno. ¡Eh, tabernero! ¡No seas tan parsimonioso, acércate y atiende las órdenes del caballero! Y supongo que vos -dijo dirigiéndose de nuevo a Behaim-, no habéis esperado aquí sólo para dejarme degustar el Vino Santo.

– Me han dado y encarecido vuestro nombre -explicó Behaim-, como el de una persona a quien se puede recurrir con toda confianza en casos difíciles. ¡A vuestra salud, señor!

– ¡Y a la vuestra! -le respondió Mancino-. En efecto, algunos tienen acerca de mí esa opinión, otros en cambio, creen que es hora de que me retire de los negocios y se los deje a otros, dicen que a mis años no soy nada más que el vacilante cabo de una vela que puede apagarse con un leve soplo. Sea como fuere, estoy a vuestra disposición.

– Es curioso -dijo Behaim pensativo-. Ahora que estoy sentado aquí enfrente de vos me da la sensación, yo diría que estoy casi seguro, de haberme cruzado con vos hace años. Pues vuestra cara no es de las que se olvidan fácilmente. Era un día de verano y yo estaba sentado delante de mi albergue tomando un vino, en algún lugar de Borgoña o de Provenza, entonces vi subir por la carretera un cortejo, dos alabarderos a la derecha y dos a la izquierda, que conducían a la horca a un hombre que caminaba entre ellos, y ese hombre erais vos. Pero no teníais aspecto de maleante, caminabais orgulloso con la cabeza alta como si estuvieseis invitado a un banquete ducal.

– En mis sueños -dijo, indiferente, Mancino-, me veo a menudo debajo de la horca y un cura gordo me tiende su cruz de plata para que la bese. Pero supongo que no habéis venido para escuchar mis sueños. Hacedme pues el favor de darme a conocer vuestros deseos.

– A un hombre hábil, inteligente y experto como vos -opinó Behaim-, no le resultará difícil complacerme.

– La tarea puede ser difícil de ejecutar o también peligrosa -explicó Mancino-, y puede -su voz bajó hasta convertirse en un murmullo- atentar contra las leyes del ducado, todo eso no me asusta, sólo depende del grado de vuestra generosidad, pues, como ya sabéis, no estoy precisamente colmado de bienes terrenales. Es cierto que en los próximos días debería realizar algunos trabajos que tengo pendientes, mi tiempo es escaso, pero si nos ponemos de acuerdo… vos sabéis y en los Evangelios está escrito: hay que estar dispuesto a abandonar el barco y las redes por una buena obra.

– ¡Entonces, al grano! -prosiguió Behaim en un tono un poco más bajo-. Me han hecho saber que ese puñal -dijo, dirigiendo una mirada al arma que llevaba Mancino al cinto- es un verdadero portento que más de una vez ha hecho entrar en razón a un testarudo que no quería ceder.

– Sí que lo es -asintió Mancino y su mano se deslizó cariñosamente sobre la vaina de cuero de su puñal-. En ese arte ya podría haber alcanzado el grado de maestro o de doctor.

– Entonces -dijo Behaim-, no me queda más que buscar unos cuantos monjes que estén dispuestos a rezar oraciones por la salvación de su alma.

– ¿Por la salvación de su alma? Me estimáis en poco, señor -dijo Mancino-. Supongo que no pretenderéis atentar contra la vida de esa persona, por muy testaruda que sea. Es cierto que en mi profesión hay algunos cuyo cuchillo no conoce la medida justa. Apuñalan y matan como buenos chapuceros que son y luego vienen las complicaciones. No, señor, yo no soy de ésos. Mi puñal sabe ser comedido.

– Entonces opináis -quiso oír su confirmación Behaim- que empleando medidas suaves, un tajo en su maldita cara, por ejemplo, hará que ese rufián…

– Sí, le despacharé con algo similar -explicó Mancino-. Recibirá su merecido. Confiad en mí, quedaréis satisfecho.

– De acuerdo -dijo Behaim-. Proceded con él como os parezca oportuno. Yo, desde luego, preferiría ver colgado a Boccetta con un palmo de lengua fuera de la boca.

Por un instante reinó silencio. Mancino alzó la cabeza y miró a Behaim. Posó sobre la mesa, sin haber bebido de él, el vaso de estaño que se había llevado a la boca.

– Así que cuando le deis su merecido -dijo Behaim-, no actuéis con excesiva mezquindad. Considerad las injusticias que ha cometido ese Boccetta conmigo y con muchos otros. Dejadle tan malherido que en el futuro tenga motivo de acordarse de mí de vez en cuando.

Mancino miraba fijamente delante de sí sin decir palabra.

– Así que conocéis mis intenciones -continuó Behaim-, y pienso que estamos de acuerdo en lo que se refiere a Boccetta. Sólo os queda comunicarme vuestras pretensiones. Sé que la ejecución de semejante trabajo no se hace gratuitamente. Por consiguiente, decidme a cuánto ascenderán los gastos.

Mancino seguía guardando silencio.

– Comunicadme vuestro precio -repitió Behaim-, y decidme qué parte de la suma pedís por adelantado por vuestras molestias. Recibiréis el resto en cuanto hayáis cumplido. Sabed que soy un pagador puntual y puedo nombraros a hombres respetables de esta ciudad que lo confirmarán.

Mancino suspiró, movió la cabeza, apartó el pelo de su frente y empezó a hablar.

– Como ya os he dicho al principio -explicó-, carezco de tiempo para esta clase de asuntos. Debo pensar en los míos que también son importantes, pues no hay nadie que se ocupe de ellos en mi lugar.

A Behaim le dio la impresión de que Mancino sólo pretendía obtener un salario más elevado y eso le contrarió.

– ¡Basta de pretextos, decidme vuestro precio! -le ordenó-. Dejaos de rodeos, no llevan a ninguna parte. ¡Hablad alto y claro! Así nos entenderemos mejor.

– Habéis venido en vano -dijo Mancino preocupado-Yo no puedo serviros, señor, pues un asunto como este con sus especiales circunstancias, debe ser preparado cuidadosamente, y yo no tengo tiempo para esa preparación. Además, se da el caso de que mi mano ya no es tan segura como antaño y podría ser que os causase complicaciones a vos y también me las causase a mí.

– Quiero que me entendáis bien -le insistió Behaim-. Recibiréis una parte de vuestro salario en el acto, aquí en esta mesa os la embolsáis, en cuanto hayamos llegado a un acuerdo.

Mancino le interrumpió con un gesto de la mano.

– Os entiendo perfectamente, pero parece que sois vos quien no me entiende -dijo-. No os puedo servir, os he nombrado mis motivos. Además debéis tener en cuenta que ese Boccetta es un hombre viejo. No me reportaría mucha gloria pelearme con él.

– ¿Acaso andáis buscando gloria? -se impacientó Behaim-. ¿No os interesa el dinero que podéis ganar en este asunto, y encima de un modo tan sencillo?

– Que se esfuerce otro en ganarlo -decidió Mancino-. A mí ese dinero no me interesa. Así que no sigáis hablando del asunto, es inútil. Y ahora, si me queréis disculpar…

– ¿Qué demonios ocurre con vos? -exclamó Behaim consternado-. Hace unos minutos hablabais muy sensatamente, ¿y ahora me queréis dejar en la estacada? Sabéis lo importante que es para mí este asunto. ¡Qué voy a hacer Para conseguir los ducados que se ha quedado ilegítimamente ese canalla!

– Si queréis un consejo -opinó Mancino levantándose-, os diré lo siguiente: tomaos tiempo, esperad tranquilamente a ver cómo evolucionan las cosas y no os precipitéis. Hoy es un día, mañana otro. Si hoy habéis perdido dinero con Boccetta, mañana lo recuperaréis con otro.

– ¡Maldita sea! -gritó Behaim, enfurecido-. No me vengáis con esas triquiñuelas. Hace un momento me habéis asegurado que él recibiría su merecido y que contase con ello. Y ahora que tenéis que pasar a la acción y emplear vuestro puñal en una buena causa… ¿ahora os tiembla el corazón?

– Sí, es posible -dijo Mancino-. Por lo visto, soy así.

– ¡Un cobarde y un fanfarrón, eso es lo que sois! -le increpó Behaim-. Sois un embustero, un auténtico francés al que no le llega la camisa al trasero. Un farsante y un bocazas.

– De acuerdo, podéis llamarme así si os divierte -respondió Mancino-. ¡Y ahora que habéis dicho todo lo que teníais que decir, id con Dios! Sí, señor, lo mejor que podéis hacer es desaparecer de aquí lo más rápido posible, pues no podré responder de mí por mucho tiempo.

Mancino se llevó la mano izquierda al pomo de su puñal y su diestra señaló la puerta con ademán autoritario. En las mesas vecinas se habían dado cuenta de que se estaba armando una reyerta y el escultor Simoni se levantó para apaciguar los ánimos.

– ¡Eh, vosotros! -exclamó-. ¿Quién de los dos quiere sembrar aquí la discordia y la confusión?

– ¿Se ha vuelto a emborrachar el alemán? -Quiso saber uno de los maestros canteros.

Mancino hizo con la mano un gesto de desdén como si no mereciese la pena hablar de la cuestión.

– Cada cual tiene un demonio que no le deja vivir plicó a los presentes-, y el suyo se ha empeñado en que tiene que hacer de Boccetta un hombre de honor.

– ¡Cómo que honor! -gritó Behaim enfurecido-. ¿Quién habla de honor? ¡Lo que quiero es recuperar mis diecisiete ducados!

A su alrededor, los presentes empezaron a reír a carcajadas y a menear la cabeza, pero el que daba más muestras de regocijo era el pintor D'Oggiono.

– ¿De modo que se trata de los diecisiete ducados? -exclamó-. ¿Y nuestra apuesta? ¿Sigue todavía en pie? Apostasteis dos ducados contra el mío.

– Sí, sigue en pie -dijo Behaim malhumorado.

– Entonces -exclamó el pintor-, los dos ducados están a punto de pasar a mi bolsillo. Vosotros los alemanes tenéis fama de cumplir vuestra palabra.

– Sí, cumplimos nuestra palabra -dijo Behaim con voz fuerte y firme para que también le oyese Mancino que, como si la cuestión hubiese dejado de importarle, se había sentado a la mesa del organista Martegli y había entablado con él una conversación-. ¡Pero no os alegréis demasiado pronto! -prosiguió-. Ignoro qué final tendrá este asunto para la existencia de Boccetta, pero sé que conseguiré mis diecisiete ducados, pues me conozco. Y vos seréis quien tenga que pagar los costos.

– ¡Diecisiete ducados de Boccetta! -suspiró el hermano Luca sin levantar la mirada del tablero de la mesa sobre el que había formulado y demostrado con tiza un teorema algebraico-. ¿Cómo os imagináis eso, señor? Si Boccetta pudiese salvar a su padre del purgatorio a cambio de medio escudo, no lo desembolsaría.

– Lo que yo no entiendo -se oyó la voz del maestro cantero-, es que en estos tiempos en que la cristiandad es asolada por la peste y amenazada por la guerra, podáis pensar en semejantes ridiculeces.

– ¿Llamáis ridiculeces a que yo quiera recuperar mis ducados? -exclamó Behaim indignado-. ¿Creéis que apaleo el dinero?

– Aceptad un buen consejo -dijo Alfonso Sebastiani, un joven noble que había abandonado su palacio de la Romana para convertirse en discípulo de messere Leonardo en el arte de pintar-. Acostaos temprano, cenad frugalmente, dormid mucho, y cuanto podáis. Quizás volváis entonces a ver alguna vez vuestro dinero en sueños.

– Dejadme en paz con vuestra palabrería, señor, me molestáis -le espetó Behaim-. Obtendré mi dinero, aunque tenga que partirle a Boccetta, uno a uno, todos los huesos de su cuerpo.

– ¿Y qué dirá -le preguntó muy intrigado y un poco burlón el pintor D'Oggiono- vuestra amada cuando le tratéis así?

– ¿Mi amada? ¿Que sabéis vos de mi amada? -preguntó Behaim-. Yo no os he dicho quién es mi amada en Milán. ¿De quién habláis?

– Pues de esa Niccola que, por lo visto, es vuestra amada -contestó D'Oggiono-. ¿Acaso no se os ha visto esperarla todos los días en la posada que se halla en la carretera de Monza? Y ella, rauda como una corza, acude a vuestro encuentro con el único vestido bueno que tiene.

Behaim se levantó de un salto y miró en torno suyo como si en aquella taberna estuviese rodeado de enemigos jnortales.

– ¿Señor, cómo osáis mezclaros en mis asuntos? -reprendió indignado a D'Oggiono-. ¿Qué os importa si es mi amada? Y si lo es… recibirá buenos vestidos, todos los que necesite, no os preocupéis. ¿Y qué, por todos los demonios, tiene eso que ver con Boccetta?

Ahora le tocó sorprenderse y maravillarse a D'Oggiono.

– ¿Y vos lo preguntáis? -exclamó-. ¿No sabéis, o fingís no saber que ella es la hija de Boccetta?

– ¡Oh! -gimió el escultor Simoni presa del dolor y los celos. Niccola, la hijita del prestamista…, ¿de modo que él es su amante? ¿Él es con quien ella…? ¿Pertenece a ese alemán?

Behaim les miraba fijamente como un jabalí acorralado por una jauría de perros.

– ¿Qué estáis diciendo? ¿Os habéis vuelto locos los dos? -gritó, pero él lo sabía ya, lo supo con una certeza mortal en ese instante, que decían la verdad y sintió como si le diesen una puñalada en el corazón.

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