7

Era la tercera vez que se encontraban en el lugar convenido, el pequeño pinar junto a la carretera de Monza, pero esta vez no permanecieron al aire libre, se refugiaron a tiempo en la posada del estanque, pues el cielo estaba nublado y amenazaba con un chaparrón. Cuando se acercaron a la casa, un águila ratera que estaba encadenada a un madero, les saludó con un batir de alas y un graznido ronco. En lugar de los posaderos, que durante el día realizaban las faenas del campo, les esperaba un joven que atendía a los clientes que venían de cuando en cuando. En el estrecho comedor sirvió a la muchacha leche y pan de higos, y a Behaim vino furlano, en una calabaza.

– Es mudo de nacimiento -dijo la muchacha cuando el chico salió del comedor-, no podrá contar por ahí que he estado aquí en compañía de un desconocido. Para él es una desgracia, pero para mí una ventaja, pues uno sólo se puede fiar de los mudos. Es pariente de un cura de la comarca y la gente le llama el Nepote.

Behaim había probado mientras tanto el vino.

– No quiero que algún día me reproches -dijo a la muchacha- que te oculté la verdad acerca de mí. Quiero que sepas que soy de los que están dispuestos a perder caballo y coche cuando les gusta un vino. Y éste no parece malo…

– Bebed cuanto os plazca -le recomendó Niccola-, pues para venir aquí y encontraros conmigo no necesitáis caballo ni coche.

En sus conversaciones amorosas seguían rememorando su primer encuentro, cuyo escenario había sido la calle de San Jacobo, así como el asombroso milagro que había sido que volviesen a encontrarse en esa ciudad tan grande y populosa.

– Tenía que encontrarte -le explicó Behaim-, pues lograste despertar un amor tan súbito y ardiente en mí, que no habría podido seguir viviendo sin verte. Pero la verdad es que no facilitaste el reencuentro.

– ¿Y qué podría haber hecho? -objetó Niccola.

– No regresaste a la calle donde nos habíamos visto por primera vez, yo me he hartado de buscarte allí -se quejó él-. Incluso dejé mi albergue que estaba bien provisto de todo lo que necesito y me instalé en una casa bastante miserable de la calle de San Jacobo. Durante horas he estado sentado junto a la ventana buscándote entre los que pasaban.

– ¿De verdad os interesaba tanto volver a verme? -Quiso saber Niccola.

– ¡Qué pregunta! -dijo Behaim-. Sabes muy bien que eres de las que sólo necesitan echar una mirada a un hombre para hacerle perder la razón.

– Vaya cosas que tengo que oír -opinó Niccola-. ¿De modo que hay que perder la razón para sentir deseos de volver a verme?

– Bah, cállate y no tergiverses mis palabras, me entiendes perfectamente -dijo Behaim-. Me viste, hiciste que perdiese la cabeza y luego saliste corriendo como una gata salvaje. Y yo me quedé allí plantado sin saber qué hacer. Y créeme, por encontrarte me habría arrojado al infierno.

– No debéis pronunciar esas palabras -dijo Niccola santiguándose.

– Y que me haya encontrado otra vez contigo -prosiguió Behaim-, se lo debo sólo a mi suerte que en el momento oportuno me condujo precisamente a la taberna donde estaba sentado Mancino esperándote. Tú no has colaborado en absoluto.

– ¿De verdad que no? -preguntó Niccola sonrojándose con una sonrisa-. Y Mancino está enfadado conmigo. Desde aquel día no se deja ver, evita cruzarse conmigo.

– Tu contribución fue prácticamente nula -explicó Behaim-. Buscabas a Mancino, no a mí.

– Me visteis pasar pero no hicisteis el más mínimo ademán de seguirme -le reprochó Niccola-. Me visteis y me dejasteis marchar. Recuerdo que teníais una jarra de vino delante de vos y no queríais abandonarla por mí. Ése era todo vuestro entusiasmo. ¿Y yo? Os vi sentado con Mancino y me dije: alto, Niccola, ésta es la ocasión…

Precisamente eso era lo que había querido escuchar Behaim, pero no se dio por satisfecho, quería escuchar más de su boca y siguió indagando:

– Así que me viste sentado con Mancino. ¿Y qué encontraste en mí?

– Bueno, os miré -dijo Niccola-, y volví a miraros, y en el fondo no encontré nada que me pudiese desagradar.

– Es cierto que no soy contrahecho, ni cojo, ni bizco -dijo Behaim y se pasó la mano por la mejilla, la barbilla y la barba.

– Y entonces me dije: Niccola, ya sabes que a veces en el amor es la mujer quien debe dar el primer paso -prosiguió la muchacha-. Sin embargo, no sé si en ese caso fue lo adecuado…

– ¡No lo dudes! -dijo Behaim-. Hiciste exactamente lo adecuado. Tú conoces mi estado de ánimo y que por el amor que siento por ti, casi enloquezco.

– Ya me lo habéis dicho -opinó Niccola-. Y quizás me amáis de verdad, pero sólo como ama un gran señor y un gentilhombre a una pobre muchacha… con moderación.

Mientras pronunciaba esas palabras, la muchacha contemplaba el estanque y los árboles que parecían estremecerse bajo la lluvia, y un poco de la melancolía del paisaje se introdujo en su alma.

– Además sería insensato que yo esperase algo más -añadió.

– No soy un gentilhombre -puntualizó Behaim-. Soy un mercader, comercio con esto y lo otro, y así me busco la vida. Aquí en Milán he vendido dos caballos y del beneficio que me han reportado, podré vivir algún tiempo. También tengo que cobrar aquí… -Su rostro se ensombreció al pensar en Boccetta-. Unas deudas.

– ¡Loado sea el cielo! -dijo la muchacha-. Creía que erais un gentilhombre de una casa importante. Prefiero que no sea así. Pues en el amor no es bueno que uno coma pastel y otro papilla de mijo.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Behaim que, al acordarse de Boccetta, sólo había escuchado con medio oído-. ¿Me estás llamando papilla de mijo porque no soy de la nobleza?

– Yo -le explicó Niccola- soy la papilla de mijo y vos el pastel.

– ¿Tú? ¿Papilla de mijo? ¿Pero qué dices! -Se acaloró Behaim y dejó de pensar en Boccetta-. ¡Papilla de mijo! Tú lo sabes muy bien y sólo quieres oírmelo repetir, que en Milán eres la muchacha más hermosa, y, para mí, la más encantadora, y que no volveré a encontrar una como tú.

Niccola se ruborizó satisfecha.

– ¿De modo que me queréis? ¿Sentís afecto por mí?

– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó Behaim-. No me habrás echado algún filtro en el vino o en la sopa… Cuando no estoy contigo, sólo puedo pensar en ti. En toda mi vida he estado tan enamorado.

– Eso está bien -dijo Niccola-, y me llena de alegría.

– ¿Y tú? -preguntó Behaim-. ¿Cuáles son tus sentimientos? ¿Me quieres?

– Sí -dijo Niccola-. Mucho.

– ¡Dilo otra vez!

– Os quiero mucho. Siento un gran afecto por vos.

– ¿Y por medio de qué señal, por medio de qué acto piensas manifestármelo y probármelo?

– ¿Hace falta una señal? Vos sabéis que es así. -La primera vez que nos encontramos -dijo Behaim-, jne prometiste un beso y mucho más.

– ¿Eso hice? -exclamó Niccola.

– Tus miradas lo hicieron -declaró Behaim-. En tus ojos había una promesa. Y ahora que nuestra relación va por buen camino, exijo que la cumplas.

– Con mucho gusto dejaré besarme por vos -prometió Niccola-, pero no aquí, donde ese muchacho, el Nepote… ¡No, os lo ruego, no ahora, hacedme caso! ¿Por qué cuando estabais ayer conmigo no habéis…?

Quiso recordarle que el día anterior ella había abandonado el pequeño pinar sin recibir un beso de él, aunque habían estado solos sin que nadie les estorbase, pero no pudo continuar pues él la había atraído hacia sí pensando que había llegado el momento. Y mientras ella se entregaba a sus caricias estrechamente abrazada, no perdía de vista la puerta ni la ventana y permanecía atenta a los pasos del Nepote que bajaba a la bodega.

Behaim tardó algún tiempo en soltarla.

– ¿Y bien? -dijo-. ¿Qué piensa mi adorable amada?

– La adorable amada se encomienda a vos -dijo Niccola con una pequeña y encantadora reverencia-. Y tal vez sea cierto eso que se oye tan a menudo… que una boca besada no ha perdido nada.

Y se relamió como una gata que ha bebido un poco de leche.

– ¿Quieres decir con ello -quiso saber Behaim-, que nadie te ha abrazado y besado antes?

– No hace falta que lo sepáis todo -opinó Niccola- Quizás soy de las que se dejan besar en cualquier esquina de la calle.

– Pero sí conviene que tú sepas -le explicó Behaim-, y para que no haya discusiones te lo digo de antemano, que yo no soy de los que se contentan con simples besos.

– Ya me he dado cuenta -dijo Niccola tratando de dar a sus palabras un tono de severa reprensión-. Cuando me dejé besar por vos, dejasteis jugar también vuestras manos. Eso fue un atrevimiento. Y, ciertamente, yo no os he prometido que en tan poco tiempo vos…

Enmudeció, pues el muchacho que les atendía estaba en la sala con una jarra de vino en la mano; se sonrojó, apurada, pues no sabía si el muchacho había oído sus palabras. Entonces se acercó a la ventana y se quedó mirando la carretera y el estanque. Había dejado de llover. El águila ratera levantaba las plumas y afilaba el pico contra la cadena que la sujetaba.

En voz baja, con labios inmóviles, se dijo a sí misma: «Quizás es verdad que me ama, pues no es de los que pronuncian palabras vanas. Sí, creo que me tiene afecto. Pero probablemente habrá amado a muchas mujeres. ¡Oh Dios, asísteme! Ojalá que lo que se ha iniciado entre nosotros tenga para mí un final dichoso y feliz. Pues cómo podría ocultártelo, Tú no ignoras que seré suya cuando él lo quiera».

Esa tarde lluviosa, messere Leonardo había acudido, como solía hacer a menudo, al mercado de pájaros que se celebraba dos veces por semana cerca de la Porta Nuova. Mientras deambulaba entre los puestos, tenderetes y carros examinando a los pájaros en sus cárceles hechas de varas de mimbre y ramas de aligustre, había preguntado a los pajareros de qué manera y por medio de qué artimañas engañaban a los pájaros con reclamos, varetas y redes, y también había escuchado sus quejas sobre la cautela, la paciencia y el esfuerzo que requería un oficio que sin embargo era tan poco rentable.

Luego, con el medio escudo que había caído inesperadamente en su bolsillo esa misma mañana, messere Leonardo compró algunos verderones, dos tordos, dos pinzones y un pico manchado a los que, como era su costumbre, quería poner en libertad, a las afueras de la ciudad, en un prado o un bosquecillo. Pues no se cansaba de observar las distintas maneras de actuar de los pájaros cuando, tras una larga cautividad, recuperaban la libertad, cómo algunos revoloteaban indecisos como si no supiesen qué hacer con ella, mientras que otros se elevaban a gran altura y desaparecían al instante.

En compañía de algunos de sus amigos, había tomado el camino que conducía a Monza, y uno de ellos, Matteo Bandello, que pese a su juventud gozaba ya de un considerable prestigio como autor de novelas y narrador de cuentos, había cargado con las jaulas. El día anterior había llegado a Milán procedente de Brescia, con el único objeto de ver los Progresos que había hecho la Cena de messere Leonardo.

– En el relato que me ocupa actualmente y que pienso titular «El Retrato alegórico» -dijo Bellincioli, el poeta de la corte ducal que caminaba a su lado-, me gustaría ser capaz de expresar siquiera una partícula de esa riqueza de formas y relaciones que messere Leonardo muestra en todos sus cuadros. Y esa variedad y riqueza es tanto más sorprendente si consideramos lo reciente que es en nuestros tiempos el ejercicio de este arte que hasta los días de Giotto estuvo sometido a la locura de los hombres.

– Sin razón -declaró messere Leonardo- elogias, Matteo, lo poco y escaso que he logrado hasta hoy en la pintura. Es posible que en Florencia haya aprendido algo de mi profesor, el maestro Verrocchio, que a su vez tomaría también de mí algún que otro detalle. Pero sólo aquí en Milán, trabajando en esa Cena, me he convertido en pintor.

– Y por ese motivo -replicó Bellincioli en un tono levemente burlón-, preferiríais que os dejasen seguir trabajando toda la vida en esa Cena y realizar vuestros experimentos con los colores y el barniz…

– No tengo mayor deseo -le respondió Leonardo- que terminar esa bella obra porque después pienso consagrarme por completo al estudio de las matemáticas, pues en ellas se manifiesta y percibe la voluntad divina. Pero el propio cielo y también la tierra tienen que asistirme para que esa Cena se convierta en una obra que signifique algo grande que viva y perdure eternamente y dé testimonio de mí. Es cierto que en los últimos tiempos no he tenido mucho trato con el pincel y las pinturas. Pero para esa obra, dos o tres años no es mucho tiempo. Además deberíais considerar que soy un pintor y no un burro de carga. Y si bien es cierto que no estoy siempre con el pincel en la mano, paso todos los días dos horas delante del cuadro pensando dónde colocar a los personajes y qué apariencia y actitud darles. Por no hablar del laborioso trabajo que realizo en las calles, en las tabernas y en otros lugares y que, por cierto, me ha reportado esta mañana medio escudo. Llegó muy a punto, pues sin él no habría podido rescatar a esos pequeños prisioneros que lleva nuestro Matteo a las espaldas.

Y preguntado sobre la proveniencia de ese medio escudo, messere Leonardo contó lo siguiente:

– Sabéis que este cuadro en el que represento al Salvador sentado a la mesa con sus discípulos exige un trabajo imprevisto que me quita mucho tiempo, y a veces persigo un día entero a un hombre que me llama la atención por su barbilla, su frente, su cabello o su barba, para descubrir su carácter y su naturaleza y modelar a su semejanza a mi san Jacobo, mi san Simón Pedro o a otro de los doce. Y esta mañana, un individuo que yo perseguía de esa manera, se volvió y dirigiéndose hacia mí me dijo enojado: «¡Ahí tienes tu medio escudo, hombre insufrible, y que sepas que lo encontré en el arroyo y ahora lárgate y no incordies más, y en el futuro, cuida mejor de tu dinero!», Y con esas palabras se fue sin dejar de refunfuñar y así, caballeros, fue como conseguí mi medio escudo y eso era todo lo que yo tenía, pues había comprado ayer a mi criado Giacomo, a quien llamáis el Tragaldabas, paño para un abrigo y una gorra para que me dejase en paz, pues no paraba de asediar mis oídos con sus deseos, penas, quejas y ruegos.

– ¿De modo que, después de haber gastado vuestro dinero en ese holgazán y mentiroso, en ese ladrón que os roba las sábanas de la cama y hace yesca con ellas para encender la estufa, no habéis hallado para el medio escudo mejor destino que el mercado de los pájaros? -Se exasperó el escultor Simoni que caminaba detrás de messere Leonardo al lado de Marco d'Oggiono.

El novelista Bandello, que llevaba a las espaldas cinco o seis jaulas de pájaros, se detuvo y volvió su rostro jovial hacia el escultor a quien solía hacer, desde siempre, objeto de sus burlas y gracias.

– ¿Entonces no sabéis, maestro Simoni -dijo reanudando la marcha a su lado-, que messere Leonardo trata de penetrar el secreto del vuelo de las aves? Dentro de poco lo habrá conseguido y todas esas pequeñas criaturas, los pinzones y verderones con los que me ha cargado le ayudarán a hacerlo. Claro que el papel que os corresponde en este asunto es de más envergadura e importancia que el mío y veo llegado el día en que os encontraré tumbado en el hospital donde…

– ¿En el hospital? ¿A mí? -le interrumpió el escultor.

– Sí. Con las fracturas de brazos y piernas inevitables en estos casos -prosiguió Bandello-, pero cubierto de gloria. ¡A todos nos consume la envidia, pues vos sois el hombre a quien messere Leonardo ha concedido el honor y la distinción de ser el primero entre los mortales que se eleve como un dios hasta las nubes, con alas de águila!

– Lo de las alas de águila no es ni mucho menos definitivo -objetó Marco d'Oggiono-. A mí messere Leonardo gólo me ha hablado de un par de alas de murciélago que había destinado para el maestro Simoni. Pues ya sabéis que las alas de murciélago resultan mucho más baratas que las de águila.

– ¿De qué estáis hablando? -exclamó sobresaltado el escultor-. ¡Por todos los santos! ¿Es que messere Leonardo no ha tenido en cuenta que estoy muy ocupado con mi Ecce Homo? ¿Y acaso no sabe que en estos tiempos difíciles tengo que alimentar además a mi padre que está viejo y enfermo y no gana ni un céntimo con su oficio? ¡A mí! ¡Hasta las nubes! ¡Y sin consultarme! ¿Qué se ha creído? ¿Pretende que el viejo, enfermo como está, tenga que mendigar su pan en la calle? Y vos -se dirigió ahora con vehemencia al joven Bandello-, un mozuelo imberbe, un gandul que no tiene que ocuparse de nadie en el mundo… -Tened en cuenta, maestro Simoni -apuntó Bandello-, que como estáis acostumbrado a trabajar la madera más dura con el formón, la gubia y el mazo, poseéis una fuerza poco común en la musculatura de los brazos, y ésa es la razón por la que messere Leonardo os ha elegido a vos para esa empresa y no a mí que sólo manejo la pluma. Contentaos pues. Yo también cumplo con la parte que me corresponde. Sin murmurar he llevado a mis espaldas durante todo el largo trayecto a los tordos, los pinzones y los verderones en sus jaulas para servir a messere Leonardo. Hablad con él, maestro Simoni, pero hacedlo sin rodeos. Decidle que exigís alas de águila, que son las que os corresponden y no esas miserables alas de murciélago tan indignas de vos. ¡Id y hablad con él!

Con un gesto señaló a messere Leonardo que había caminado más deprisa que ellos y ahora esperaba delante de la posada del estanque donde Niccola y Joachim Behaim mantenían sus conversaciones amorosas.

El pintor D'Oggiono colocó su brazo alrededor de los hombros del escultor y fingió tener un buen consejo para él.

– ¡Escuchad! -dijo-. Con las alas de murciélago las cosas no tendrán un desenlace demasiado malo. No os llevarán hasta las nubes, permaneceréis siempre a escasa altura del suelo y si caéis, no sufriréis más que un susto o quizás la rotura de una pierna. Luego podréis concluir vuestro Ecce Homo y seguir ejerciendo vuestro oficio con un prestigio aumentado y nadie se dará cuenta de que cojeáis o de que arrastráis un poco el pie. Por consiguiente, hacedme caso a mí y no a Bandello, pues yo sólo deseo vuestro bien. ¡Apresuraos, hablad con messere Leonardo y exigid alas de murciélago!

El escultor miró confuso y desesperado a D'Oggiono que ni siquiera pestañeó. Quiso correr tras messere Leonardo que les precedía para pedirle una explicación, pero cuando su mirada cayó sobre Matteo Bandello que ya no podía contener la risa se dio cuenta de que se habían burlado de él. Y aunque se sentía muy aliviado de no tener que afrontar peligros ni de tener que jugarse la vida por los aires, montó en cólera y empezó a jurar como un pagano.

– ¡Mal rayo os parta, hijos de puta! ¡Que el diablo os arranque vuestras lenguas de víbora! -gritó, después de haberles deseado la peste, la viruela, la gangrena y toda clase de calamidades y plagas, y haber maldecido el aire que respiraban-. Sabía desde el principio que no era cierta esa historia. ¡A mí no se me engaña tan fácilmente, recordadlo bien! ¡A mí no!

Y enjugó de su frente las gotas de sudor frío que atestiguaban la angustia mortal que había pasado.

Delante de la posada del estanque, messere Leonardo le exponía mientras tanto al poeta de la corte Bellincioli lo importante que era para un pintor conocer y comprender exactamente la anatomía de los nervios, músculos y tendones.

– Hay que ser capaz de reconocer -le explicaba-, tanto en los diversos movimientos humanos como en cualquier empleo de fuerza, qué músculo es la causa del movimiento y del despliegue de la fuerza, para representar ese músculo en particular y mostrarlo en pleno esfuerzo, independientemente de los demás. Y quien no sea capaz de hacerlo, debería pintar un manojo de rábanos y no el cuerpo humano.

Y volviéndose hacia los otros que se habían acercado mientras tanto dijo:

– No nos quedaremos aquí, y tú, Matteo tendrás que continuar un trecho más con tu carga, pues no había pensado en ese aguafiestas.

Señaló al águila ratera que revoloteaba nerviosamente brizando gritos furiosos.

– Sí, haremos bien en irnos de aquí -opinó Bandello-. El águila ha descubierto la presencia de los pájaros que llevo y les está dando un susto de muerte con sus gritos. Ninguno de ellos abandonará su cárcel sabiendo que ese depredador anda cerca.

Siguieron caminando por la carretera hacia el pequeño pinar. El escultor se detuvo un instante y, volviéndose, dirigió una mirada a la posada. Después alcanzó a los demás.

– Se ha ido, ya no está -comentó-. ¿No la habéis visto? Sólo apareció un momento detrás de la ventana, pero yo la reconocí.

– ¿A quién habéis reconocido? -preguntó el pintor D'Oggiono.

– A esa muchacha, a Niccola -respondió el escultor-. Vos la conocéis, la hija del prestamista. Y aunque al pasar no me regale nunca una mirada, me llevo una alegría cada vez que me cruzo con ella. Es encantadora. Acude a San Eusorgio a oír misa.

– Sí, es hermosa -dijo messere Leonardo-. Al crear su rostro, Dios hizo un gran milagro.

– Vino aquí procedente de Florencia y de las florentinas tiene ese caminar ingrávido -la elogió el escultor.

– Sin embargo -observó el poeta Bellincioli-, ni su caminar ni su belleza le han deparado un marido o un galán.

– ¿Cómo? ¿Un galán? -exclamó el joven Bandello-. No os dais cuenta de que el maestro Simoni se ha enamorado ciegamente de ella? ¿Pretendéis negarlo, maestro Simoni? ¡Vamos, regresad y hablad con ella, exponedle vuestros sentimientos!

– ¿Hablar con ella? -se asombró el escultor-. ¿Pensáis que eso es tan sencillo?

– Volved y no seáis tan pusilánime -le animó el joven Bandello-. ¡Ánimo! Sois un hombre apuesto, ella no se mostrará esquiva. ¿O queréis que lo intente yo? Sólo es cuestión de hallar las palabras adecuadas.

Hizo como si estuviese delante de la muchacha y a pesar de las jaulas que llevaba a la espalda, consiguió hacer una reverencia bastante elegante.

– ¡Señorita! -inició su discurso-. Sin ánimo de importunaros… ¡No! Eso suena vulgar. Hermosa señorita, ya que tengo la dicha de encontrarme con vos tan de improviso, os ruego, con todas mis fuerzas, que aceptéis mi amor y me enseñéis la manera de ganar el vuestro… ¿Qué os ha parecido, maestro Simoni? ¿Os gusta? Sí, estas fórmulas no se pueden comprar en la botica.

– Dejadla en paz -dijo Bellincioli-. Ella es lo bastante inteligente para no embarcarse en aventuras amorosas con tipos como vosotros, pues sabe que al final sólo será desdeñada y humillada. Creedme, no es ninguna suerte tener esa belleza cuando se es la hija de Boccetta.

Durante un rato siguieron su camino en silencio.

– Y yo os digo que ella tiene un galán -declaró de pronto el pintor D'Oggiono-, y que en estos momentos está con él. Seguramente es un forastero, uno que no sabe quién es su padre. Así que ella se cita con su galán en esa Posada. Me gustaría saber…

Se encogió de hombros y no habló más del asunto.

– Se han marchado -dijo Niccola y, dirigiéndose con un suspiro de alivio hacia Joachim Behaim, regresó a sus brazos-. Era messere Leonardo con sus amigos; estoy segura de que entre ellos habrá alguno que me conoce. Menudo susto me he llevado. ¡Si me hubiesen visto aquí… no, por la gloria de mi alma, no habría podido ocurrirme nada peor!

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