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En marzo de 1498, en un día que trajo a la llanura lombarda aguaceros interrumpidos por ráfagas de viento y nevadas tardías, el prior del convento dominico de Santa Maria delle Grazie se dirigía al castillo de Milán para presentar sus respetos al duque Ludovico Maria Sforza, a quien llamaban el Moro, y obtener el apoyo del duque en un asunto que, desde hacía tiempo le causaba constante preocupación y contrariedad.

El duque de Milán ya no era en aquellos días el soldado y estadista de pensamiento audaz y decisiones rápidas que en el pasado había logrado mantener tantas veces alejada la guerra de su ducado y que, fomentando los desórdenes en todos los países vecinos, distraía las fuerzas enemigas y aumentaba su propio poder. Su buena estrella y su prestigio estaban declinando y, en cuanto a la buena estrella, el propio duque solía decir que una onza de suerte vale a veces más que diez libras bien pesadas de sabiduría. Habían pasado los tiempos en que llamaba al papa Alejandro VI su capellán, al rey de Francia su correo diligente, a la Serenísima – la República de Venecia- su bestia de carga y al emperador romano su mejor condotiero. Aquel rey de Francia, Carlos VIII, había muerto y su sucesor, Luis XII, aspiraba, como nieto de un Visconti, al ducado de Milán. Maximiliano, el emperador romano, estaba enredado en tantos conflictos que él mismo necesitaba ayuda y, en cuanto a la Serenísima, había demostrado ser un vecino tan díscolo que el Moro le había advertido que le mandaría a pescar mar adentro y no le dejaría ni un palmo de tierra firme donde sembrar grano si se le ocurría unirse a la liga de sus adversarios. Pues aún poseía algunas toneladas de oro para hacer la guerra en caso de necesidad.

El Moro recibió al prior del convento de Maria delle Grazie en su viejo castillo, en la sala de los Dioses y Gigantes, que debía su nombre a los frescos que cubrían dos de sus paredes, mientras que la tercera, con sus colores muy desvaídos y parcialmente descascarillados, sólo mostraba atisbos de una Visión de Ezequiel de la época de los Visconti. Aquí solía tratar el duque en las horas de la mañana parte de los asuntos de Estado. Raramente se le encontraba solo en esa tarea, pues a todas las horas del día necesitaba tener rostros familiares cerca de él o al alcance de su voz. La soledad, aunque sólo durase unos minutos, le inquietaba y agobiaba; se sentía entonces como si ya hubiese sido abandonado por todos, y un presentimiento sombrío hacía que el más amplio recinto se le estrechase hasta convertirse en un calabozo.

Aquel día, pues, y a esa hora, se encontraba con el duque el consejero de Estado Simone di Treio que le acababa de exponer cómo se debía recibir al gran senescal del reino de Nápoles que era esperado en la corte. Además estaba presente tomando notas, un secretario de la cancillería ducal. En el vano de una ventana se hallaban el tesorero Landriano y el capitán del ejército Da Corte, de quien ya entonces se decía que prefería las coronas de oro francesas a cualquier otra moneda, y ambos señores contemplaban con gesto de entendidos dos caballos, un gran beréber y un siciliano, que unos mozos de caballería hacían ir y venir por el viejo patio mientras el caballerizo del duque discutía el precio con su dueño, un tratante de caballos alemán que movía la cabeza todo el tiempo con gesto negativo. Al fondo de la sala, no lejos del fuego de la chimenea, a los pies de un mural que representaba a un gigante descomunal que hinchaba los carrillos de manera aterradora, estaba sentada la dama Lucrezia Crivelli que era considerada la amante del duque. La dama se hallaba en compañía de dos caballeros: el poeta cortesano Bellincioli, un hombre flaco cuyo rostro tenía la expresión melancólica de un mono tísico y el tañedor de lira Migliorotti, llamado El Hinojo en la Corte. Pues del mismo modo que los dulces y las golosinas elaborados con hinojo sólo se sirven al final del almuerzo, cuando todos ya están ahitos, el tañedor de lira sólo era llamado por el duque cuando éste estaba harto de cualquier otro entretenimiento. Este Hinojo era un hombre parco en palabras, y si alguna vez decía algo, resultaba torpe y vulgar, además tenía una voz áspera y por ello prefería guardar silencio. Sin embargo, sabía expresar de manera muy hábil y comprensible todos sus pensamientos y opiniones por medio de las notas de su lira. Y ahora, en el preciso instante en que el Moro daba con palabras amables la bienvenida al prior y le acompañaba acto seguido a un sillón, el Hinojo entonó de manera solemne y ampulosa, haciendo que sonase como un canto coral, una copla milanesa que comenzaba con estas palabras:

Ladrones merodean en la noche.

¡Ten cuidado de tu bolsa!

Pues todos sabían en la corte que el prior había adquirido la costumbre de solicitar la munificencia del duque siempre que se le presentaba la ocasión, y generalmente iniciaba sus peticiones quejándose de que, debido a la adversidad del clima, las viñas de las dos propiedades del convento no habían brotado, una circunstancia que le había puesto o terminaría por poner en el más grave apuro.

La amante del duque, que se había levantado de su asiento junto al fuego de la chimenea y caminaba hacia donde estaba el prior, volvió la cabeza hacia el Hinojo y le dirigió una mirada de reprobación. Ella había recibido una educación religiosa y, aunque ya no veía en cada sacerdote o en cada monje a un representante de Dios en la tierra, le parecía que el dinero que iba a parar a la Iglesia era un dinero bien empleado del que cabía esperar el mayor provecho.

Mientras tanto, el prior se había dejado caer en el sillón con un leve gemido. Al preguntarle el duque por su salud, se lamentó de que en las últimas semanas había perdido el apetito y puso a Dios por testigo de que en dos días no había podido ingerir más que un trozo de pan y media ala de perdiz. De seguir así -añadió-, terminaría completamente depauperado.

Para sorpresa general, resultó que esa vez no había venido a pedir una ayuda en forma de dinero, pues sin mencionar en ningún momento las viñas, que probablemente tampoco habían brotado ese año, abordó directamente el asunto al que culpaba de su mal estado de salud.

– Se trata de ese Cristo con sus apóstoles – dijo abanicándose- es decir, si es realmente un Cristo, pues todavía no se distingue nada salvo unas piernas y unos brazos pertenecientes a no sé qué apóstol. Estoy harto. Ese hombre se pasa de la raya. No aparece durante meses, y cuando por fin viene, permanece medio día delante del cuadro sin tocar un solo pincel. Creedme, ha empezado esa pintura nada más que para matarme a disgustos.

El Hinojo había acompañado todo este discurso con una nueva melodía, una copla satírica que solían cantar las gentes sencillas de Milán cuando no querían seguir escuchando un sermón malo, largo y aburrido, y esa canción decía:

¡Vamonos a casa! ¡Bendito sea Dios!

Lo que él dice es una monserga.

– Habéis llegado, reverendo padre -se oyó decir ahora al duque-, a una fragua donde me encuentro constantemente entre el yunque y el martillo, pues raro es el día en que no me sea presentada alguna queja contra ese hombre por quien siento, como todo el mundo sabe, el mismo afecto que hacia un hermano, y al que nunca dejaré de querer. Al parecer, se ha instalado una calma en gran parte de sus artes y desde que dirige su atención, no sé si por terquedad o por verdadera pasión, a los experimentos y las matemáticas, no se puede obtener de él ni siquiera una pequeña Virgen; eso, dice él, es una tarea que corresponde a Salai, el discípulo que molía sus colores hasta el año pasado.

– Creo -objetó el poeta Bellincioli- que precisamente ahora se ocupa más que nunca de los problemas de la pintura. Ayer mismo me hablaba con ese énfasis suyo de los diez temas principales que debía administrar el ojo del pintor, y me los enumeró: sombra y luz, contorno y color, figura y fondo, distancia y proximidad, movimiento y descanso. Y, con el gesto más grave, añadió que la pintura debía colocarse por encima del arte de los médicos, pues lograba resucitar a los que están muertos desde hace tiempo y disputar a la muerte a los que todavía viven. Así no habla quien desespera de su arte.

– Se ha convertido en un soñador y un cuentista -dijo el capitán del ejército Da Corte apartando por un instante su atención de los dos caballos que estaban abajo, en el patio-. Me parece que no llegaré a ver en otro lugar que sobre el papel sus puentes portátiles para ríos de orilla; altas y bajas. Acomete los proyectos más extraordinarios no concluye nada.

– Lo que vos, excelentísimo señor, habéis tenido a bien llamar una calma -se dirigió el tesorero Landriano al duque- nace quizás del temor que tiene a cometer errores. Y ese temor crece en él de año en año, a medida que aumenta su saber y madura su maestría. Debería olvidar un poco de su arte y de su saber para realizar otra vez obras hermosas.

– Puede ser -admitió el prior con gesto aburrido-. Pero él debería recordar, ante todo, que un refectorio está pensado para sentarse allí a comer, no para expiar pecados. No soporto más la visión del andamio y del puente delante de esa pared pintada de cualquier manera, y menos aún el olor del mortero, del aceite de linaza, de la laca y de las pinturas, que percibo constantemente. Y cuando quema seis veces al día madera húmeda hasta que el humo espeso nos irrita los ojos, sólo para averiguar, como dice él, de qué color ese humo, visto desde cierta distancia, se muestra al ojo… que alguien me diga lo que tiene que ver eso con la Cena.

– Hemos escuchado -opinó el duque- tres o cuatro versiones sobre la interrupción del trabajo de messere Leonardo y ahora es justo que dejemos que él mismo tome la palabra sobre este asunto suyo. Él está en mi casa. Pero os aconsejo, reverendo padre, que le habléis con tiento, pues no es de los que se dejan obligar.

Y dio orden al secretario de hacer venir al maestro Leonardo.

El secretario encontró al pintor en un rincón del viejo patio, en cuclillas, descubierto bajo la lluvia, apoyando sobre las rodillas el cuaderno de apuntes donde había reteñido a lápiz los movimientos del gran bereber y las medidas de su pata trasera estirada. Cuando oyó lo que querían de él, y que el prior del convento de Santa Maria delle Grazie estaba con el duque, cerró su cuaderno y, sin una palabra y sumido en pensamientos, cruzó el patio y subió las escaleras detrás del secretario. Delante de la puerta de la sala se detuvo y añadió algunos trazos al dibujo de la pata del caballo. Después entró, y todavía estaba tan ensimismado, que hizo ademán de saludar al Hinojo antes de hacer su reverencia al duque y al prior, sin reparar al principio en los demás presentes.

– Sois, messere Leonardo, el motivo de la para nosotros muy grata visita con que nos ha sorprendido aquí el reverendo padre a una hora tan temprana -dijo el duque, y cualquiera que estuviese familiarizado con sus costumbres podía percibir de esas palabras que el reproche que contenían iba menos dirigido a messere Leonardo que al prior, pues el Moro odiaba las sorpresas y para él una visita no anunciada nunca era bienvenida.

– He venido aquí, messere Leonardo -comenzó entonces el prior del convento de Santa Maria delle Grazie-, pese al mal tiempo que en verdad no es nada beneficioso para mi salud, para que vos, en presencia de su alteza el señor duque, que es el protector de nuestro convento, me respondáis, pues es la Santa Iglesia la que a través de mí os ha brindado la oportunidad de demostrar vuestro talento y vos me habéis prometido realizar, con la ayuda de Dios, una obra sin igual en toda la Lombardía, y para demostrar que vos me lo habéis prometido no os traeré dos ni tres testigos, sino cien. Y ahora han vuelto a transcurrir meses sin que hayáis avanzado lo más mínimo en vuestro trabajo, es más, hasta ahora no habéis hecho nada de interés.

– Reverendo señor, me dejáis completamente asombrado -le respondió messere Leonardo-, pues trabajo con tanto ahínco en esa Cena que por ella me olvido de comer y de dormir.

– ¡Os atrevéis a decirme eso a mí! -exclamó el prior rojo de ira-. A mí que acudo tres veces al día al refectorio para ver, cuando por fin estáis, cómo miráis a las musarañas. ¡A eso llamáis trabajar! ¿Acaso soy un necio del que se puede uno burlar?

– Y yo he impulsado -prosiguió imperturbable messere Leonardo- esa obra en mi cabeza, trabajando sin cesar en ella hasta el punto que pronto os podría dar satisfacción, y mostrar de lo que soy capaz a aquellos que vendrán después de mí…, si no estuviese aún detrás de un asunto, es decir… la cabeza de aquel apóstol que…

– ¡Tú y tus apóstoles! -le interrumpió enojado el prior-. La Crucifixión que ocupa el muro de enfrente, también con unos cuantos apóstoles, ya está terminada desde hace tiempo aunque Montorfano la comenzó hace menos de un año.

En cuanto sonó el nombre de Montorfano, que entre los artistas de Milán era considerado un pintor cuyas obras reportaban escaso honor a la ciudad, la lira del Hinojo emitió algunas disonancias ensordecedoras y al mismo tiempo el consejero de Estado Di Treio dio un paso al frente y, con perfecta cortesía pero en un tono de cierta indulgencia, dijo que el reverendo le perdonase, pero que de esos Montorfanos había una docena en cada esquina.

– Vive de pintarrajear todas las paredes -opinó el poeta Bellincioli encogiéndose de hombros-. Los muchachos que le muelen las pinturas se ríen a carcajadas de esa Crucifixión.

– Yo la considero una obra muy digna -dijo el prior, que cuando se había formado una opinión se aferraba a ella con terquedad-. Y en cualquier caso, está terminada. Lo que más aprecio de ese Montorfano, es que sabe dar a la superficie de un cuadro la apariencia de un cuerpo sublime, despegado del fondo y eso también lo ha logrado en esa obra.

– Sólo que en lugar del Salvador colgado de la cruz ha pintado un saco lleno de nueces -le replicó Bellincioli.

– ¿Y vos, messere Leonardo? ¿Cuál es vuestra opinión sobre esa Crucifixión? -preguntó la amante del duque, que deseaba ver en apuros al maestro de tantas artes. Pues sólo a regañadientes se dejaba éste inducir a emitir un juicio sobre las obras de otros artistas, especialmente cuando en ellas no lograba hallar nada bueno. Y tal como había esperado, messere Leonardo trató de eludir la respuesta a una pregunta que le resultaba sumamente inoportuna en presencia del prior.

– Vos, distinguida dama, tenéis, sin duda, el mejor juicio sobre esta cuestión -dijo con una sonrisa y un movimiento apaciguador de la mano.

– ¡Nada de eso! No tratéis de escabulliros. Queremos oír vuestra opinión -exclamó el Moro, divertido e intrigado.

– A menudo -comenzó messere Leonardo tras alguna reflexión- pienso que la pintura va decayendo de generación en generación cuando los pintores sólo se inspiran en las pinturas ya realizadas en lugar de aprender de las cosas que existen en la naturaleza y de aplicar lo aprendido…

– ¡Vayamos al grano! -le interrumpió el prior-. Queremos oír lo que tenéis que decir sobre esa Crucifixión.

– Es una obra que complace más a Dios -dijo ahora messere Leonardo sopesando sus palabras-. Y cada vez que la contemplo, siento todos los sufrimientos del Salvador martirizado…

De la lira del Hinojo llegaron algunos acordes alegres que podían interpretarse como una risa corta y traviesa.

– … hasta tal punto representan fielmente la realidad -prosiguió messere Leonardo-. De Giovanni Montorfano tengo que decir además que sabe trinchar magistralmente una liebre o un faisán, lo cual denota por sí solo una mano hábil.

Las notas de la lira saltaron haciendo cabriolas y entre las amortiguadas risas de los cortesanos se alzó la voz del enojado prior.

– Ya se sabe, messere Leonardo, todo el mundo lo sabe, que tenéis la lengua más viperina de todo Milán -exclamó-, y los que se las han tenido que ver con vos sólo han obtenido perjuicios y disgustos. Los buenos hermanos de San Donato lo saben por experiencia desde hace años. Ojalá les hubiese escuchado.

– Os referís -dijo messere Leonardo sin inmutarse- a aquella Adoración de los pastores que comencé a pintar por encargo de los monjes de San Donato y que no terminé por el apoyo que me concedió el Magnífico.

– Ignoro si era una Adoración y lo que tuvo que ver el Magnífico con el asunto -declaró el prior-. Sólo sé que los monjes salieron perjudicados por vos. Pero parece desprenderse de vuestras palabras que os habéis dejado pagar ese trabajo dos veces, primero por los monjes, después por el Magnífico; tanto el uno como los otros quedaron al final defraudados.

– A mí me parece más bien que detrás de sus palabras se esconde una historia -opinó el duque-, o muy mal tendría yo que conocer a mi Leonardo. ¿Es así, messere Leonardo? Entonces dejad que la oigamos.

– Es una historia -confirmó messere Leonardo-, aunque no muy amena; no obstante, si vos, indulgente señor, deseáis escucharla, empezaré diciendo que, como me acaba de recordar el reverendo señor prior, llegué con los monjes de San Donato a ese acuerdo en Florencia, hace catorce años, el día de santa Magdalena y les prometí…

– Siempre habéis sido un gran prometedor -objetó el prior.

– … pintar para el altar mayor de su iglesia una Adoración de los pastores y los reyes; ese mismo día recibí de los monjes un cántaro de vino tinto como primer pago y me puse manos a la obra. Pronto me di cuenta de que la representación de los pastores y de los reyes, a uno de los cuales pensaba dar los rasgos del Magnífico, exigiría escaso esfuerzo y poca reflexión; en cambio, me pareció que una parte mucho más importante de mi tarea era mostrar en el cuadro cómo recibe la gente esa noche el mensaje de la salvación que es anunciado a artesanos, magistrados, campesinos, vendedoras ambulantes, barberos, carreteros, porteadores y barrenderos, en las tabernas, las viviendas, los patios, los callejones y dondequiera que estuviesen las personas reunidas, sentadas o de pie, irrumpe alguien y proclama (y también al sordo se le ha de gritar al oído) que esa noche ha nacido el Salvador.

Estas últimas palabras habían sido acompañadas por el Hinojo de una melodía que era tan sencilla y piadosa como las canciones que cantan los campesinos de las montañas cuando en Nochebuena acuden a misa por los caminos nevados. Y messere Leonardo se interrumpió y escuchó esa melodía que, ahora que él guardaba silencio, continuó hasta convertirse en un estallido de júbilo; permaneció atento hasta que la melodía se extinguió con un último y leve grito de júbilo. Luego prosiguió:

– En cuanto a ese sordo que también ha de recibir la buena nueva, se me ocurrió que era muy importante observar y seguir, el cambio de expresión de su rostro, y ver cómo la apática indiferencia que muestra frente a todos los acontecimientos que no le conciernen a él mismo, es borrada de sus rasgos, primero por la inquietud que ignora aún su causa, luego por el tormento de no poder comprender y finalmente por el temor de que pueda haber sucedido algo grave para él. Pero entonces llega el momento en que presiente, más que comprende, que él también ha sido hecho partícipe de la salvación; sin embargo, su rostro no refleja todavía la alegre emoción sino, de momento, nada más que impaciencia, porque ahora tiene prisa por saberlo todo. Pero para retener todo eso en mi cuaderno necesitaba tratar con un sordo durante algún tiempo. Sin embargo, no encontré uno que…

– Ya está. -Llegó desde la ventana la voz de Da Corte-. Han llegado a un acuerdo. El alemán ha asentido con la cabeza.

– Aún no. Ni mucho menos -le replicó Landriano-. Fijaos, el caballerizo mayor sigue insistiéndole. Estos alemanes son correosos como el cuero cuando se trata de dinero. No se avanza con ellos, es más fácil hablar con un judío.

Entonces volvió a reinar silencio. Los dos caballeros seguían el desarrollo de las negociaciones. Desde el sillón del prior llegaba el sonido de su respiración tranquila y regular. La Crivelli llamó con una seña a un criado de aspecto efébico que había traído una fuente con frutas y se disponía a retirarse silenciosamente, y le dio en voz baja la orden de ocuparse del fuego que se estaba apagando.

– No encontré ningún sordo en Florencia -retomó messere Leonardo la palabra-. Realmente no parecía existir en aquel entonces una sola persona en la ciudad que hubiese perdido el oído hasta tal punto que pudiese servir para mis estudios. Acudía a diario a los mercados y preguntaba a las gentes que compraban o vendían, enviaba a mi criado a los pueblos de los alrededores y cuando é regresaba a casa al anochecer, me hablaba de ciegos, cojos y toda clase de inválidos, pero nunca se topaba con un sordo. Sin embargo, un día al volver del mercado, encontré esperando en mi casa a un hombre que era sordo como una tapia. Era un desterrado que había regresado a Florencia. Cuando vagaba por los callejones, había sido apresado por los alguaciles, y Lorenzo el Magnífico, para castigarle y creyendo complacerme, había mandado privarle del oído. ¡Fijaos bien, señores! Ese ingenioso instrumento, alojado por la inteligencia suprema en un espacio tan pequeño para captar la diversidad de los sonidos y los ruidos del universo y, según su naturaleza, reproducirlos todos con la misma fidelidad, ese instrumento tan fino había sido destruido por una mano torpe y eso había sucedido por mí. Comprended, señores, que no quisiese seguir pintando ese cuadro ni permanecer más tiempo en una ciudad donde se me había hecho semejante favor. Y es cierto que los monjes de San Donato han perdido un cántaro de vino y además algún dinero que me habían asignado para pinturas, aceite y albayalde, pero qué poco pesa su pérdida frente a la que tuvo que sufrir el desterrado por culpa de esa desdichada Adoración de los Reyes que reconocen a Dios pero valoran en nada sus obras maravillosas.

En el silencio que reinaba en la sala se percibía ahora claramente la respiración del prior que, agotado tras el viaje por malos caminos, fatigado en exceso por la controversia, y porque cualquier relato que estuviese obligado a escuchar le cansaba muy deprisa, se había quedado dormido en su sillón. El sueño había alisado sus facciones quitándoles cualquier dureza, su rostro con ralos mechones blancos caídos sobre la frente, era ahora el de un anciano pacífico alejado de las cosas de este mundo y así, dormitando, defendía su causa frente a messere Leonardo mejor que antes con sus alfilerazos y sus accesos de cólera.

– Messere Leonardo -dijo el duque después de un rato de silencio-, nos habéis descrito con mucha claridad esa maravillosa Adoración tal como debería haber sido según vuestros planes, y es lamentable que el gran esfuerzo que I empleasteis entonces no haya producido más resultado I que esa breve historia que sonaba triste pero que fue deliciosa contada por vos. Sin embargo, no nos habéis explicado todavía por qué eludís con tanta obstinación el trabajo de la Cena, en cuya terminación insiste ese venerable hombre con una impaciencia que sólo puede nacer del gran amor que siente por vuestro arte y vuestra persona.

– Porque todavía no tengo lo más importante, me refiero a la cabeza de Judas -contestó messere Leonardo-. Entendedme bien, señores: no busco un rufián o un delincuente cualquiera, no, quiero encontrar al hombre más malvado de todo Milán, ando tras él para dar a ese Judas sus rasgos, le busco por todas partes, dondequiera que me encuentre, de día y de noche, en las calles, en las tabernas, en los mercados y también en vuestra corte, señor, y hasta que no le tenga no podré continuar mi trabajo… a no ser que deje a Judas de espaldas al espectador, pero eso supondría para mí un deshonor. Dadme a Judas, noble señor, y veréis con qué ardor reanudo el trabajo.

– ¿Pero no decíais hace poco -objetó el consejero de Estado Di Treio en tono humilde y respetuoso- que habíais encontrado al hombre más malvado de Milán en la persona de un florentino de familia antigua, un hombre rico que tiene a su hija hilando hasta altas horas de la noche y le escatima la comida? El otro día la encontré en el mercado donde, para procurarse dinero, trataba de vender uno de sus pocos vestidos.

– Con ese hombre que bajo el nombre de Bernardo Boccetta se dedica aquí a la práctica de la usura me he equivocado -explicó messere Leonardo con un cierto pesar en la voz-. Él no es más que un miserable avaro. En su casa corre con un palo detrás de los ratones para no tener que mantener a un gato. Él se habría embolsado las treinta monedas de plata y no habría delatado a Cristo. No, el pecado de Judas no era la avaricia, no besó al Señor por codicia en el jardín de Getsemaní.

– Lo hizo -opinó Bellincioli- por la envidia y la maldad de su corazón que sobrepasaban ambas la medida humana.

– No -le replicó messere Leonardo-. Pues el Salvador le habría perdonado la envidia y la maldad; ambas son innatas en el hombre. ¿Ha existido jamás un ser superior que no haya conocido la envidia y la maldad de los inferiores? Y así es como quiero representar al Redentor en esa Cena: ardiendo en deseos de expiar, a través del sacrificio en la cruz, todos los pecados del mundo, la envidia y la maldad inclusive. Sin embargo, no perdonó el pecado de Judas.

– ¿Quizás porque Judas conocía el bien y siguió el mal? -sugirió el Moro.

– No -dijo messere Leonardo-. ¡Pues quién puede vivir en el mundo y servir a la obra de Dios sin cometer a veces traición y hacer el mal!

En ese instante, y antes de que el duque hallase una respuesta a esas palabras audaces, apareció el caballerizo mayor en la puerta, y por la expresión de su cara se podía ver que había llegado con el tratante alemán a un acuerdo sobre el precio del beréber y el siciliano. El duque dio inmediatamente orden de que volviesen a mostrarle los dos caballos que en adelante se convertían en su propiedad y todos los cortesanos le acompañaron al patio.

Así ocurrió que messere Leonardo se encontró de pronto solo en la gran sala de los Dioses y Gigantes, con el prior dormido en su sillón y el criado que seguía atizando el fuego de la chimenea. Y como si hubiese esperado ese instante, extrajo de debajo del cinturón su cuadernito y, rememorando la actitud y la expresión del prior cuando le regañaba, escribió, empezando por la derecha y terminando por la izquierda, sobre una hoja sólo parcialmente cubierta con bocetos, las siguientes frases:


Pedro, el apóstol, que está enfurecido: déjale alzar el brazo de manera que los dedos arqueados estén a la altura del hombro. Haz sus cejas bajas y fruncidas, los dientes apretados y las dos comisuras de la boca formando un arco a los lados. Así estará bien. Le llenaré el cuello de arrugas.


Hizo desaparecer el cuadernito debajo del cinturón y, afl alzar los ojos, cayó su mirada sobre el servidor, un muchacho de no más de diecisiete años, que se encontraba con un leño en la mano junto al fuego de la chimenea mirándole fijamente con una expresión de expectación, exaltación e indecisión. Leonardo le indicó con una seña que se acercase.

– Parece -dijo- como si tuvieses que decirme algo y fueses a asfixiarte si no te dejase hablar.

El muchacho asintió y respiró profundamente.

– Ya sé -comenzó- que no me corresponde hablar en este lugar. Tampoco tuve hasta ahora ocasión de prestaros el más mínimo servicio, pero como hace un instante se mencionó a ese Boccetta…

– ¿Cómo te llamas, muchacho? -le interrumpió messere Leonardo.

– Me llamo Girolamo, aquí en la casa me llaman Giomino, soy el hijo del bordador en oro Ceppo, al que vos conocíais. Mi padre tenía su taller en el mercado de pescado junto a la barbería que todavía se encuentra allí, y yo os he visto dos o tres veces en su casa.

– ¿Tu padre ya no vive? -preguntó messere Leonardo.

– No -dijo el chico mirando el leño que sostenía en la mano, y al cabo de un rato añadió-: Se quitó la vida, Dios se apiadará de él. Estaba enfermo y siempre le perseguía la desgracia y al final, ese Boccetta de quien hablabais antes, le arrebató lo poco que le quedaba. Vos decíais que ese Boccetta no era más que un avaro, pero creedme, también es un estafador y además sin ningún escrúpulo; yo podría contar muchas cosas de él, tantas que mientras tanto se apagaría ese fuego que arde ahí, ¿pero un Judas…? No, no es un Judas, pues cómo podría ser un Judas, si no existe en todo el mundo una sola persona a la que él ame.

– ¿Tú conoces el secreto y el pecado de Judas? ¿Sabes por qué traicionó a Cristo? -preguntó messere Leonardo.

– Le traicionó cuando comprendió que le amaba -res-] pondió el muchacho-. Vio que tendría que amarle demasiado y eso no se lo permitía su orgullo.

– Sí. Ese orgullo, que le llevó a traicionar su propiol amor, ése fue el pecado de Judas -dijo messere Leonardo.

Miró atentamente el rostro del muchacho como buscando en sus rasgos algo que mereciese la pena retener. Luego tomó de sus manos el leño que sostenía y lo contempló.

– Es madera de aliso -constató-, una madera bastante buena, pero produce un fuego poco intenso. Con la madera de pino sucede lo mismo. Habría que alimentar el círculo de las llamas con troncos de encina, ésos dan eti calor adecuado.

– ¿Os referís al fuego del infierno? -preguntó consternado el muchacho que seguía pensando en Judas, y no id habría sorprendido en absoluto escuchar que messerd Leonardo, que entendía de todas las artes y disciplinas y que incluso había ideado para la cocina ducal un asador que giraba solo, se hubiese propuesto ahora mejorar las instalaciones del infierno.

– No, me refiero a los hornos de fusión que he construido -dijo Leonardo haciendo ademán de marcharse.


Abajo en el viejo patio estaba todavía el tratante alemán. Sostenía una bolsa de cuero en la mano pues le habían pagado una parte del dinero en letras de cambio y ochenta ducados en efectivo. Era un hombre de extraordinaria belleza, de unos cuarenta años, alto, con ojos de mirada vivaz y una barba oscura que llevaba recortada a la manera levantina. Estaba de buen humor y satisfecho con el mundo que había creado Dios, porque había obtenido por los dos caballos el precio que esperaba.

Cuando vio a un hombre de aspecto respetable, incluso atemorizante, cruzar el patio y dirigirse hacia él, pensó primero que era alguien enviado por el duque y que quizás había surgido algún problema con los caballos. Pero pronto se dio cuenta de que ese hombre caminaba sumido en sus pensamientos y no perseguía un objetivo concreto. Así pues, se hizo a un lado para dejarle pasar mientras trataba de introducir apresuradamente la bolsa del dinero en el bolsillo de su abrigo, al tiempo que echaba la cabeza ligeramente hacia atrás con la expresión asombrada e interrogante de un hombre dispuesto a aceptar explicaciones y eventualmente a entablar una conversación.

Pero messere Leonardo, que estaba con sus pensamientos en el Judas de su Cena, no tuvo ni una mirada para él.

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