5

La casa del Pozo se encontraba realmente como había descrito D'Oggiono, en un estado de abandono extremo, parecía llevar deshabitada muchos años, el tejado estaba en mal estado, las vigas podridas, la chimenea derrumbada, el revoque de las paredes desconchado, por todas partes aparecían grietas en los muros y Behaim podía llamar y gritar con todas sus fuerzas que nadie le abría la puerta. Y mientras golpeaba con los nudillos y esperaba y gritaba y golpeaba con los nudillos y volvía a gritar y volvía a esperar, cayó su mirada casualmente sobre un ventanuco enrejado que había encima de la puerta, y en ese ventanuco divisó un rostro que le dio la misma impresión de abandono y decrepitud que la casa, el rostro hirsuto y poco aseado de un hombre que observaba atentamente cómo se magullaba los nudillos contra la puerta cerrada.

– Señor, ¿qué significa esto? ¿Por qué no me abrís? -preguntó Behaim enojado.

– Por qué alborotáis en propiedad ajena y además, ¿quién sois? -replicó el preguntado.

– Busco a un tal Boccetta -explicó Behaim-, Bernardo Boccetta. Me dijeron que le encontraría en esta casa.

– A Bernardo Boccetta le buscan todos -gruñó el hombre del ventanuco-. Demasiados buscan a Bernardo Boccetta. Mostradme lo que traéis antes de dejaros entrar.

– ¿Lo que traigo? -exclamó asombrado Behaim-. ¿Qué demonios debo traer para que me dejéis entrar?

– Si no tenéis nada que empeñar, ya podéis dar media vuelta -le aconsejó el hombre del ventanuco-. Aquí no se presta nada sobre un simple aval. ¿O acaso habéis venido a desempeñar una prenda? En ese caso, no es hora, venid por la tarde.

– ¡Señor! -dijo Behaim-. No quiero que me prestéis dinero, ni he depositado una prenda. Quiero ver al señor Boccetta y nada más.

– ¿Ver al señor Boccetta y nada más? -repitió el hombre del ventanuco dando vivas muestras de asombro-. ¿Qué motivo tenéis para desear ver al señor Boccetta si a juzgar por las apariencias, no os encontráis en ningún apuro? ¿Qué tiene él de interesante? Y cuando le hayáis visto, ¿qué querréis después? ¡Porque yo soy ese Boccetta!

El alemán dio un paso atrás sorprendido y volvió a contemplar la apariencia desastrada y el semblante decrépito del hombre que en otro tiempo había pertenecido a la Nobleza de Florencia. Luego dijo haciendo una reverencia:

– Me llamo Behaim, señor, y os traigo los saludos de mi padre, Sebastian Behaim, comerciante en Melnik. Él se alegrará cuando le cuente que estuve en vuestra casa y que gozáis de buena salud y de una posición desahogada.

– ¡Behaim! ¡Sebastian Behaim! -murmuró Boccetta-. Sí, señor, tenéis razón, él os estará agradecido por cualquier noticia que le llevéis de mí; es tan raro saber algo de los amigos. Decidle que en cuanto a la salud no tengo motivo de queja, todavía me encuentro bien, por lo demás… en fin, vos mismo conocéis los tiempos que corremos, los rumores de guerra, la carestía, la envidia y la malevolencia de las personas, toda clase de estafas, hay que tener paciencia y también aceptar lo malo, Dios no lo ha querido de otra manera, es Su voluntad y nadie sabe si el día de mañana nos traerá cosas peores. Decidle pues, decidle a vuestro señor padre…

– ¡Señor! ¿No queréis dejarme entrar? -le interrumpió Behaim.

– Por supuesto que sí. En seguida -dijo Boccetta-. De modo que sois el hijo de Sebastian Behaim. Debe ser una gran dicha dejar un hijo en el mundo, a mí me ha sido negada. En fin, decid a vuestro señor padre cuando le habléis de mí…

– Creía que me dejabais entrar -opinó el alemán.

– ¡En efecto, así es, y yo aquí charlando! Un instante, ¿dónde he metido la llave? Ahora me doy cuenta de que por desgracia no tengo en casa vino, ni fruta, ni nada que ofreceros y a uno le gusta agasajar a sus invitados de acuerdo con la costumbre. En estas condiciones y para no avergonzarme deberíais, quizás, volver en otra ocasión, para entonces estaré mejor provisto de todo lo necesario.

– No, señor -declaró Behaim terminante-. No digo que no sepa apreciar una jarra de buen vino, pero como hacía tiempo que deseaba platicar un rato con vos, no quisiera aplazar la ocasión sin necesidad; podría surgir algún imprevisto, pues, como acabáis de observar muy justamente, no sabemos lo que nos traerá el día de mañana. Así que, os ruego que no me dejéis esperar más tiempo delante de vuestra puerta.

El rostro desapareció del ventanuco, se oyeron pasos arrastrados, sonó una cadena, una llave rechinó en la cerradura y desde la puerta abierta, Boccetta intentó una nueva objeción:

– Como suelo reservar las horas de la mañana para atender mis negocios había pensado que…

Behaim le cortó la palabra.

– No importa, después de todo también podemos hablar de negocios -dijo franqueando la puerta.

La habitación a la que condujo Boccetta a su invitado sólo estaba provista de los más exiguos enseres. Una mesa y dos sillas, un banco que sólo se apoyaba en tres patas, un arca carcomida en un rincón y, cubriendo el suelo, dos esteras de junco…, ése era todo el mobiliario. Encima de la mesa había una garrafa de agua y un vaso de estaño al lado de una escribanía. De la pared colgaba un pequeño cuadro sin enmarcar que representaba a la Virgen y que debía provenir de un buen maestro y Behaim se acercó para contemplarlo.

– Nuestra señora, la santísima Virgen -explicó Boccetta-. La tengo de un pintor que estaba agobiado de deudas. Por ese cuadrito me ha ofrecido cuatro ducados al contado el maestro Leonardo, que también es pintor. ¿Podéis comprender que alguien que sólo necesita coger un pincel y un poco de pintura para crear el mismo cuadro u otro más bello, esté dispuesto a pagar cuatro ducados?… y encima no tiene marco. Por cierto, me hizo el honor de retratarme en su cuaderno de apuntes, el maestro Leonardo.

Después invitó a Behaim a sentarse recomendándole que tuviese cuidado.

– Haceos ligero al sentaros -dijo-. Estas sillas están más adaptadas a mi peso que al vuestro. ¿No queréis refrescaros con un trago de agua? Ahí está preparada. Si tuviese a mi criado a mano, le mandaría traer de la taberna más próxima un poco de vino, pero le envié hace tres semanas a su pueblo con los suyos, pues creedme, en estos tiempos no es ninguna minucia tener una boca más en casa.

Suspiró, meneó la cabeza y se perdió durante un rato en recuerdos.

– Sí, señor, aquéllos eran otros tiempos cuando los dos, vuestro señor padre y yo, íbamos los domingos montados sobre nuestras muías a los pueblos y las granjas para bromear con las mozas y pellizcarles en los brazos y en otras partes. A vuestro señor padre le divertía mucho, y eso que tenía un aspecto tan respetable que le entraban a uno ganas de confesarse con él; así de digno y respetable era su aspecto. Sí, estábamos de buen humor, los negocios prosperaban. Pero lo pasado, pasado; al fin y al cabo, uno se encuentra ahora en una edad en la que, libre de todas las pasiones, puede servir a Dios. De los negocios me he retirado y si de cuando en cuando opero todavía con mi dinero, lo hago sólo para asistir con las ganancias a los pobres, pues aquí en mi barrio me conocen como amigo de Dios y de todos los necesitados… ¿Pero no queríais hablar de vuestros negocios? Quizás habéis pensado invertir dinero aquí en Milán, en cuyo caso yo os podría ser muy útil. Os puedo colocar cualquier suma a un buen interés; garantías, las que queráis, pero no me habléis de comisiones, pues lo que hago, lo hago por la amistad que siento por vos y vuestro padre. ¿Y bien? ¿De qué suma se trata?

– ¡Se trata -dijo Behaim-, de diecisiete ducados!

– Vaya miseria -opinó Boccetta-. No habláis en serio. ¿Queréis invertir una suma de diecisiete ducados?

– No, retirarla -le informó Behaim-. Y, para ser exacto, de vos. En nuestras cuentas existe desde hace años una cantidad sin pagar que asciende a diecisiete ducados y he venido a cobrarla de vos.

– ¿Diecisiete ducados? De eso no sé nada -dijo Boccetta.

– Claro que sabéis -declaró Behaim -, poseo un documento de vuestro puño y letra que lo atestigua. ¿Lo queréis ver?

– No es necesario -opinó Boccetta-. Si vos lo decís, será verdad. Tengo todo el interés en complaceros, a vos y a vuestro padre, señor Behaim… pero decidme una cosa: ¿Por semejante pequenez habéis cargado con las fatigas de un viaje? Comprendo que alguien haga un viaje por una indulgencia u otra obra piadosa…

– Además tenía otros negocios, distintos y más importantes en Milán -le explicó Behaim.

Boccetta pareció reflexionar un instante.

– De acuerdo, el asunto está en orden -dijo entonces-. No os preocupéis por el dinero. Dejadlo tranquilamente en mis manos. No veo que corráis el más mínimo peligro de perderlo. En mi casa está tan bien guardado como en el banco Altoviti, o mejor aún.

– ¡Señor! -exclamó enojado el alemán-. ¿Me tenéis por un necio? ¿Pensáis que me podéis despachar con tales palabras?

– ¿Por qué habría de teneros por un necio? -opinó Boccetta-. Muy al contrario, os estoy haciendo una proposición razonable. ¡No sigamos hablando del asunto, dejémoslo descansar de momento! No merece la pena que por su culpa se separen desavenidos dos hombres que se aprecian y respetan.

– ¡Tened cuidado, señor! -le advirtió Behaim y en su voz sonaba una cólera incipiente-. He tenido ya bastante paciencia. Dándome largas, no conseguiréis nada bueno. ¡Nada bueno, señor! Vos no me conocéis.

Boccetta le miró muy apesadumbrado.

– ¿Por qué esa violencia? -se quejó-. ¿Se habla así con un hombre que os ha acogido con hospitalidad en su casa? Pero por vuestro padre, soportaré también esta ofensa, para que veáis el afecto que le tengo. Y como parece importaros tanto ese dinero, lo tendréis, señor, lo tendréis, me dejo doblegar como la cera cuando trato con un hombre de honor y un buen amigo. Sin embargo, en este momento no dispongo en casa de ese dinero, pero volved mañana, volved esta tarde, recibiréis hasta el último céntimo, aunque tenga que venderme como esclavo para obtenerlo.

Tan sincera sonaba la pesadumbre de Boccetta cuando decía que no tenía el dinero en casa, tan auténtico parecía su afán y su deseo de solucionar rápidamente el asunto que Behaim olvidó con quién estaba tratando y empezó a moderar el tono. Dijo que sentía haber proferido palabras violentas, y luego se declaró dispuesto a conceder a Boccetta un plazo de pago de dos días. Y después, se despidió.

Pero cuando hubo abandonado la casa y la puerta se cerró detrás de él entre chirridos de madera y golpeteos de cerradura, no se sintió del todo satisfecho. Se iba con las manos vacías, no había obtenido más que promesas, y ahora le daba la sensación de que Boccetta sólo pretendía hacerle salir de la casa con buenas maneras. Cayó en la cuenta de que Boccetta prestaba dinero sobre prendas: «¡Enseñadme lo que traéis!», había dicho, y «¡Si no tenéis nada que empeñar, ya podéis dar media vuelta!». Y como prestamista debía tener siempre en casa las cantidades necesarias en dinero efectivo.

Joachim Behaim se detuvo y se mordió los labios. Le daba rabia de que le viniese esa idea cuando ya era tarde. Y cuando reanudó la marcha maldiciendo en voz baja, oyó la voz de Boccetta:

– ¡Eh! ¡Alto! ¡Volved! Tengo algo que deciros.

Sorprendido y animado, Behaim se volvió… pero no, la Puerta no estaba abierta. Detrás de los barrotes del ventanuco se veía el rostro de Boccetta y éste, que no tenía ninguna intención de volverle a dejar entrar, le decía a voces:

– ¿No os ha dado vuestro padre dinero para el viaje? ¿Qué habéis hecho con él? ¿Lo habéis malgastado y despilfarrado?

Al oír tales palabras Behaim se quedó tan perplejo que por un instante no supo qué responder.

– ¡Y ahora qué decís! -prosiguió Boccetta-. ¿Qué ha sido del dinero del viaje? ¿Os lo habéis jugado, gastado en vino o en mujerzuelas? ¿Y ahora queréis daros la buena vida a costa de los demás? ¿Pretendéis sablear a los amigos de vuestro padre? ¿No os da vergüenza? ¡Marchaos, marchaos, que Dios os enmiende! Sois joven, tenéis unos brazos fuertes, podríais buscar un trabajo en lugar de mendigar e importunar a la gente. ¿Diecisiete ducados? ¿Nada más? ¡Yo os puedo dar diecisiete palos!

– ¡Señor! -dijo entonces Behaim reprimiendo a duras penas su indignación-. Vuestras insolencias me dejan frío. Pero como os negáis obstinadamente a saldar vuestra deuda, os demandaré ante los tribunales y experimentaréis la vergüenza de que se proclame en público vuestro nombre… por no hablar de la prisión por deudas y el cepo.

– ¿Ante los tribunales? -exclamó Boccetta riendo-. ¡Sí, id en hora mala y demandadme ante los tribunales! ¿O preferís sentaros con el culo desnudo encima de las ortigas que hay detrás del pozo? Quizás saldríais así mejor parado. ¡Prisión por deudas! ¡Cepo! ¡Oh infinita paciencia de Dios! ¡Y semejante animal vive! ¡Id, id a los tribunales!

Y tras esas palabras desapareció el rostro de Boccetta del ventanuco.

A Behaim le costó trabajo resignarse, siquiera pasajeramente, con el desenlace tan poco honroso de aquel encuentro. Sobre todo le mortificaba la alusión a las ortigas que no le pareció carente de fundamento, pues abundaban en el asilvestrado huerto. Le entraron ganas de echar abajo la puerta de Boccetta para tenerle durante un rato a merced de sus puños. Pero con semejante acción habría contravenido la ley, y tal acto repugnaba a su naturaleza. Además, aunque la casa estaba muy deteriorada, justo la puerta se encontraba en un estado bastante aceptable. Estaba hecha de gruesos maderos de roble y habría sido inútil arremeter contra ella sólo con los puños.

Así que de momento no le quedó más remedio que seguir su camino, y mientras se alejaba profería contra Boccetta y contra sí mismo las palabras que le inspiraba la ira. Calificaba a Boccetta de avaro, ladrón y estafador y a sí mismo se culpaba de ser un torpe y un necio que ya no servía para nada y merecía una manta de palos. También afirmó en voz alta, haciendo que los que pasaban a su lado se diesen la vuelta asombrados, que quería ver a Boccetta secarse en la horca, pues Dios le debía esa pequeña satisfacción. Y después de haber incluido de esa manera a Dios en la lista de sus deudores, se tranquilizó un poco, pues Dios, según le habían enseñado, era a veces un pagador tentó pero, en general, digno de confianza que no olvidaba ios intereses. Y después del mal rato que había pasado, le Pareció llegado el momento de concederse una jarra de vino; ésa era la recompensa que se debía a sí mismo, y como se tomaba muy en serio sus compromisos, entró, nada más cruzar la puerta de Vercelli, en una taberna y la primera persona sobre la que cayó su mirada fue Mancino que, sentado en un rincón, contemplaba pensativo la animada calle a través de la ventana.


Cuando Mancino levantó la vista y descubrió a Joachim Behaim, su rostro reflejó sentimientos contradictorios. Be-haim ya le había importunado varias veces con sus continuas preguntas acerca de la muchacha a la que se empeñaba en llamar su Anita. Sin embargo, en ese momento su llegada no pareció molestarle demasiado. Y esos sentimientos se expresaron así.

– Sentaos, ya que mi ángel bueno ha querido que fueseis vos y no otro quien viniese aquí -dijo.

– ¡Señor! -le replicó Behaim-. No creo que ésta sea una manera correcta de recibirme. Estoy acostumbrado a que se me trate con más cordialidad y tengo derecho a exigirlo.

– Tenéis razón -admitió Mancino-. Primer mandamiento: llevarse bien con el que tiene dinero. Sentaos pues, y soportad mi compañía. En cuanto a mi ángel bueno, he de decir, que se ha ocupado poco de mí a lo largo de mi vida, de lo contrario yo estaría ahora más boyante y podría obsequiaros con un capón joven o un pecho de ternera condimentado con cilantro.

– No os aflijáis por eso -le consoló Behaim-. Sólo he venido aquí a beber un cuartillo de vino.

– ¡Eh, tabernero! -gritó Mancino-. ¿Qué andas merodeando por ahí? ¡Un cuartillo para el caballero! Como ves, no me faltan los amigos.

Y volviéndose hacia Behaim prosiguió:

– Hace una hora, el inútil de mi ángel bueno incumplió gravemente las obligaciones que tiene contraídas conmigo al permitir que entrase de manera confiada en esta taberna donde, por lo visto, ya me conocen, pues ese tabernero barrigudo no me quitaba ojo de encima antes de que llegaseis. Y eso que he tenido con él una consideración que no merece, pues sólo me he dejado servir un plato de nabos que apenas han saciado un tercio de mi hambre. ¡Pero a quién se le ocurre contar con el agradecimiento de un tabernero!

Guardó silencio, y un aire de preocupación y arrepentimiento apareció en su rostro surcado de arrugas.

– ¿Y por qué os presta el tabernero tanta atención? -dijo sin ninguna necesidad Behaim, pues conocía de antemano la respuesta.

– Porque -le explicó Mancino- ve venir el momento en que, en lugar de pagar, le dé permiso para que palpe los pliegues de mi bolsa vacía. Y si no se contenta con eso y busca pelea, le propinaré una patada o la recibiré de él, según quiera la suerte y el dios de las batallas, y luego dataré de escabullirme.

– Muy bien, será divertido -opinó Behaim-. ¿Y no habrá también alguna cuchilladita?

– Es muy posible -dijo con gesto sombrío Mancino.

– ¡Pienso estar presente, qué demonios! -exclamó Behaim-. ¿Pero no podríamos concluir antes nuestro pequeño negocio?

– ¿De qué negocio habláis? -preguntó Mancino.

– Resulta que mi ángel bueno -le explicó el alemán-que no es un inútil como el vuestro, sino uno que conoce sus obligaciones, me ha concedido que os haga servir un capón asado o un pecho de ternera condimentado, según os plazca. Después obtendréis…

– ¡Eh, posadero! -gritó Mancino-. ¡Venid acá y escuchad lo que dice el señor! Escuchadle, pues a través de él habla la voz de Dios.

– … un doble provecho -prosiguió Behaim-. En primer lugar, el provecho para vuestra alma, porque hacéis una buena obra diciéndome dónde puedo volver a encontrar a mi Anita y encima tendréis el capón.

– ¡Lárgate! -dijo Mancino al posadero que se había acercado-. De modo que pensáis que soy un individuo que vende lo que sea a cambio de un poco de comida. Tenéis razón, señor. Gente modesta, paga modesta. Y qué soy yo más que un pobre mercachifle que comercia con lo que tiene a mano, una veces versos, otras, mujeres. Tenéis razón, señor, soy uno de ésos, tenéis razón.

– Entonces, si os he entendido bien, aceptáis mi propuesta -constató Behaim.

– Suponiendo que lo hiciese -dijo Mancino-, no veo qué ventaja podéis obtener de ello.

– Decidme de una vez dónde vive -le apremió Behaim-. Del resto ya me ocuparé yo.

– ¡Tened cuidado! -dijo Mancino mirando pensativo a Ia calle-. Por dos ojos ardientes perdió Sansón la luz de los suyos. Por dos blancos pechos olvidó el rey David el temor de Dios. Por dos esbeltas piernas cayó la cabeza del Bautista.

– ¡Bah! -se rió el alemán-. Yo me torceré quizás una pierna en esta empresa, y nada más.

– ¿Que os torceréis qué…? No os entiendo -opinó lancino.

– Delante de su casa -le explicó Behaim-, haré primero caracolear, bailar y corvetear a mi caballo y luego, que me derribe suavemente. Después, pediré auxilio, me quejaré y lanzaré gemidos lastimeros, fingiré desmayarme y me llevarán a su casa. No necesito nada más.

– ¿Y luego? -preguntó Mancino.

– Eso es asunto mío -dijo Behaim acariciándose su barba oscura cuidadosamente recortada.

– De acuerdo, entonces os dejaré tirado en la calle con una pierna magullada, torcida o partida -le prometió Mancino-, pues ella no os acogerá en su casa, de eso podéis estar seguro. Quizás si fueseis francés o flamenco, pues están de moda y gozan del favor de las milanesas. ¿Pero los alemanes? Tanto como los turcos.

– ¡No seáis insolente! -dijo Behaim, ofendido.

– A lo mejor llamarán al cabo de un rato a un cirujano -prosiguió Mancino-, y ése os recompondrá la pierna. Así que pensad bien si no haríais mejor en encargar el capón por el amor de Dios. Vos también obtendrías entonces un doble provecho. En primer lugar, el provecho para vuestra alma y encima conservaríais enteros vuestros miembros.

– Tal vez tengáis razón -admitió el alemán-. Pero eso iría en contra de cualquier regla mercantil.

– ¡Entonces quedaos con el capón! -dijo Mancino-. Y si a pesar de todas las reglas mercantiles se os ocurriese la generosa idea de pagarme los nabos, no creáis que me hacéis un favor. Que os lo agradezca el patrón que de ese modo obtendrá su dinero. En cuanto a la muchacha, yo sabía que pasaría por aquí y estaba preocupado de que pudieseis verla. Ha pasado y no la habéis visto. En ese momento estabais ocupados en hacer caracolear a vuestro caballo delante de su casa y luego yacíais en el suelo con una pierna rota poniendo los ojos en blanco. Por esta vez habéis…

Mancino enmudeció. La muchacha que había sido objeto de la negociación, acababa de entrar en la posada. Sonrió y saludó con un gesto familiar a Mancino. Luego se acercó. Behaim se había puesto de pie y la miraba fijamente. Entonces ella dijo:

– Al pasar os vi sentado aquí, señor, y pensé que era un buen momento para daros las gracias por haber recogido el pañuelo que había perdido y habérmelo devuelto.

La muchacha guardó silencio y respiró profundamente.

– ¡Oh, Niccola! -dijo Mancino con voz llena de rabia y tristeza.

Joachim Behaim seguía sin articular palabra.

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