Ludovico Moro, duque de Milán, yacía en su lecho de enfermo en aquella pieza del castillo ducal llamada sala de los Pastores y del Fauno por las escenas representadas en dos tapices flamencos que adornaban sus paredes. Unos pinchazos que sentía en la región del diafragma le inquietaban y una hinchazón de las rodillas le causaba intensos dolores, pero los esfuerzos del médico que había sido llamado apresuradamente y que gozaba de su confianza, sólo le habían procurado hasta ese momento un escaso alivio. Al pie de su lecho se encontraba, sosteniendo en las manos un volumen abierto del Purgatorio, el chambelán ducal Antonio Benincasa a quien se había concedido ese día el honor de recitar al sufriente duque los versos de Dante; acababa de declamar con armoniosa voz el canto undécimo donde el pintor Oderisi lamenta la transitoriedad de la gloria terrenal. En un nicho de la sala estaba sentado, sumido en el estudio de sus papeles, el presidente de la cancillería secreta, Tommaso di Lancia, que había venido para informar al duque acerca de todo lo que había acontecido durante los últimos días en la ciudad de Milán. A su servicio tenía a varias docenas de personas de los más diversos estratos que debían averiguar y referirle a diario lo bueno o malo que se decía en la ciudad, lo que se planeaba o comenzaba, quién había llegado a la ciudad o la había abandonado y cualquier otro hecho notable. Pues era preciso atajar los afanes de la corte francesa que ponía todo su empeño en mermar la fama, el poder y las posesiones del duque y que no parecía escatimar dinero ni promesas de todo género para conseguir sus propósitos. Y se sabía de muchos que poseían rango y prestigio que no dudarían en derribar, en el momento preciso, las puertas de la ciudad para erigir en su lugar arcos de triunfo con los que honrar y glorificar al rey de Francia en su entrada en Milán.
Maese Zabatto, el médico, se encontraba junto a su trípode de cobre calentando sobre unas brasas la mixtura que pensaba administrar al duque. El criado Giamino, un muchacho, estaba preparado para servir el vino al enfermo cuando lo pidiese, para alisar sus almohadas, para traerle compresas frescas y cumplir todas las demás órdenes suyas y del médico.
Fuera, en las galerías y los pasillos, había grupos de chambelanes y consejeros de Estado, dignatarios, funcionarios de la corte, secretarios de las cancillerías y oficiales de ta guardia del palacio, cada uno de ellos a la espera de ser ñamado a la habitación del duque, que podía desear encomendar a uno cierta misión, recabar informes de otro, debatir con un tercero una apremiante cuestión del día y discutir con un cuarto sobre un pasaje oscuro del Purgatorio. De algún lugar llegaban en breves intervalos los acordes de un instrumento de cuerda: el Hinojo, uno de los músicos de la corte, que esperaba como los otros, pasaba el tiempo manteniendo consigo mismo una conversación hecha de melodías interrumpidas que tan pronto sugerían una pregunta, tan pronto parecían dar una respuesta.
Messere Leonardo, que había venido para cobrar en la tesorería una cierta suma que le había sido acordada, se cruzó en la escalera principal con el chambelán Matteo Bossi que estaba al cuidado de la mesa ducal. De él averiguó que el duque enfermo se había puesto en manos del maestro Zabatto y expresó con palabras elocuentes su disgusto por la elección de ese médico cuyos conocimientos y capacidades tenía en muy poca estima; el chambelán le escuchó tosiendo y carraspeando, pues padecía una afección respiratoria y sólo los continuos carraspeos le procuraban un poco de aliento.
– Que ese individuo tenga la audacia de llamarse médico y doctor en anatomía -dijo furioso messere Leonardo-. ¿Pero qué es lo que sabe? ¿Qué conocimientos posee? ¿Acaso puede explicarme por qué el deseo de dormir, al igual que el aburrimiento, nos obliga a realizar ese curioso acto que llamamos bostezo? ¿Puede decirme a qué se debe que la preocupación, la pena y el dolor físico traten de proporcionarnos un cierto alivio haciendo brotar de nuestros ojos un líquido salino en forma de gotas? ¿Y por qué el miedo hace temblar el cuerpo humano en la misma medida que el frío? Preguntádselo y no podrá daros una respuesta. No será capaz de indicaros el número de músculos que se encargan de conservar la movilidad de la lengua para que pueda hablar y alabar a su creador. No podrá deciros el rango y el lugar que ocupa el bazo o el hígado en el funcionamiento del cuerpo humano. ¿Puede explicarme de qué naturaleza es ese maravilloso instrumento, ideado y formado por el supremo artífice… de qué naturaleza es el corazón? Es incapaz. Sólo sabe hacer pastillas y sangrías y quizás poner en su sitio una pierna descoyuntada. Pero para ser médico tendría que tratar de entender antes lo que es el hombre y lo que es la vida.
El chambelán se adhirió a las palabras del enojado Leonardo exponiendo sus propias experiencias:
– Tengo que daros la razón messere Leonardo, pues a mí tampoco me ha sabido ayudar. Pero, a decir verdad, los otros médicos que consulté también estaban in albis. Ahora vivo y cumplo con mis deberes. Pero si mis dolencias se agravan… ¿qué pasará con la mesa ducal? ¿En qué manos se depositará la responsabilidad de su cuidado? ¡Qué horror! ¡Prefiero no pensarlo! Creedme, sólo cuando sea demasiado tarde se dará cuenta su alteza el duque de la clase de servidor que yo era.
Suspiró, estrechó efusivamente la mano de Leonardo y tajó por la escalera tosiendo y carraspeando.
Arriba, en la galería, un grupo de los que esperaban, intentaba acortar el tiempo discutiendo, y después de haber tratado varios temas, se centraron en la cuestión, tantas veces debatida, de qué bienes de la tierra eran capaces de dar a quien que los poseyese el sentimiento de poderse llamar un hombre feliz. El secretario Ferreiro, que estaba encargado de la redacción de los despachos ducales y que estaba tan absorbido por esa tarea que no solía encontrar tiempo para limpiarse la tinta de los dedos, fue el primero en responder a la cuestión.
– Perros, halcones, caza, una buena cuadra… poseer eso sería la felicidad. -Soñó alisando el legajo que tenía en las manos.
– Mis deseos no apuntan tan alto -dijo un joven oficial del la guardia del palacio-. Yo me consideraría dichoso si esta noche pudiese ganar una o dos piezas de oro jugando a la taba.
El consejero de Estado Tiraboschi, que poseía dos viñedos productivos y tenía fama de gran ahorrador, expresó su punto de vista:
– Si pudiese todos los días invitar a mi mesa a tres o cuatro amigos para mantener con ellos conversaciones ingeniosas sobre las artes, las ciencias y el gobierno de los estados, lo consideraría un regalo y una gran dicha. Pero para eso -suspiró- hace falta una mesa bien provista y unos criados aleccionados para servirnos y, por desgracia, carezco de los recursos necesarios para tales lujos.
– ¿La felicidad? Qué es, sino recibir el veneno de la vida servido en una copa de oro -dijo el griego Lascaris, que se había convertido en apátrida tras la caída de Constantinopla y a quien había sido confiada la educación de los príncipes ducales.
– Sólo existe un bien que considero verdaderamente valioso e incluso insustituible, y es el tiempo. El que puede disponer de él a su antojo es dichoso, es rico. Yo, señores, pertenezco a los más pobres de entre los pobres.
Esta queja del consejero de Estado Della Teglia no reflejaba pesadumbre, sino satisfacción, amor propio y orgullo, pues desde hacía años el duque, que depositaba en él la máxima confianza, le enviaba a las grandes y pequeñas cortes de Italia con misiones políticas y en cuanto concluía una le esperaba la siguiente.
– La felicidad, la verdadera felicidad es crear obras que no desaparecen en un día, sino que perduran durante siglos -dijo con resignación el repostero de la corte.
– Entonces, la verdadera felicidad sólo se encontraría en el callejón de los caldereros -opinó el joven Guarniera, uno de los pajes de cámara del duque, aficionado a hacer los honores de las efímeras creaciones del repostero.
– Felicidad es poder vivir para la tarea que uno ha elegido en sus años jóvenes, y yo considero fútiles todas las demás dichas -declaró el caballerizo Cencio, que se encargaba de proveer de arreos y monturas a los caballos de las caballerizas ducales-. Por lo tanto me contaría, sin duda, entre los felices si de vez en cuando pudiese escuchar una simple palabra de reconocimiento por lo que hago. Pero ya se sabe que…
Se calló, y encogiéndose de hombros dejó que los demás dedujesen si dadas las circunstancias podía ser considerado feliz.
El poeta Bellincioli tomó la palabra.
– Tras muchos años de esfuerzos, he conseguido, como saben mis amigos, reunir una colección de libros raros e importantes y adquirir también un cierto número de cuadros escogidos, de los mejores maestros. Sin embargo, la posesión de estos tesoros no me ha convertido en un hombre feliz, sólo me ha dado la satisfacción de poderme decir que no he malgastado por completo mi vida. Y con eso tengo que contentarme. Pues a los espíritus pensantes no les ha sido concedido sentirse felices en este mundo.
Vio a Leonardo que se aproximaba al grupo, le saludó con la cabeza y, con la esperanza de que le oyese, prosiguió:
– También me aflige que desde hace años exista en mi colección un hueco; está reservado para el Tratado de la Pintura de messere Leonardo que este gran maestro comenzó hace ya bastante tiempo, pero… ¿quién puede decir cuándo lo terminará?
Leonardo, sumido en sus pensamientos, no vio el saludo ni oyó las palabras de Bellincioli.
– No se da cuenta que se habla de él -dijo el consejero de Estado Della Teglia-. No está con su mente en este mundo estrecho sino en las estrellas. Quizás se pregunta en este preciso instante cómo se mantiene la luna en su equilibrio.
– Muestra un semblante tan sombrío -dijo el chambelán Becchi que estaba al frente de la administración doméstica- que se diría que está pensando sobre la manera de representar la caída de Sodoma o la desesperación de los que no lograron escapar del diluvio.
– Se dice -retomó la palabra el joven oficial de la guardia del palacio- que ha inventado unos procedimientos sorprendentes con los que podría proporcionar, tanto a los sitiados como a los sitiadores de una fortaleza, una victoria rápida.
– No cabe duda de que está ocupado con pensamientos profundos -dijo el griego Lascaris-. Quizás medita sobre la manera de pesar en quilates el espíritu de Dios que contiene el universo.
– O se pregunta si en algún lugar del mundo existe un ser como él -opinó en tono burlón el consejero de Estado Tiraboschi.
– Todo el mundo sabe que no le amáis -dijo el poeta Bellincioli-. Os parece un hombre extraño. Pero quien le conoce, por poco que sea, no puede evitar quererle.
El consejero de Estado Tiraboschi esbozó con sus labios finos una sonrisa de superioridad y la conversación derivó hacia otros temas.
Messere Leonardo no había tenido ojos ni oídos para los cortesanos, pues mientras atravesaba la galería, sus pensamientos se hallaban realmente en el cielo, ocupados con esas aves que sin mover las alas, logran mantenerse en las alturas planeando a favor del viento, y ese misterio le llenaba de asombro y veneración desde hacía tiempo. Pero entonces la dama Lucrezia le sacó de su ensimismamiento dándole una palmadita en el hombro.
– Messere Leonardo, no podía desear nada mejor que encontrarme con vos -le dijo la amante del duque-, y si tenéis la bondad de escucharme…
– Señora, estoy a vuestra entera disposición -dijo Leonardo liberando del juego de sus pensamientos a las garzas que planeaban en las nubes.
– Me dicen -comenzó la bella Lucrezia Crivelli-, de todas partes me llega el rumor, que os interesáis por la arquitectura, la anatomía e incluso por el arte de la guerra, en lugar de centraros, como es el deseo de su excelencia en…
Leonardo no le dejó terminar.
– Es cierto -le aseguró-, con todo lo que habéis nombrado podría satisfacer a su alteza mejor que nadie. Y si el duque me hiciese la merced de recibirme, le revelaría algunos de los secretos que se refieren a la construcción de máquinas de guerra. Podría mostrarle dibujos de mis vehículos inexpugnables, que al penetrar en las filas enemigas siembran la muerte y la destrucción, y ni siquiera el mayor número de hombres armados podrá resistirles.
– ¡Os ruego que no me habléis de esos vehículos! -exclamó la dama Lucrezia-. ¿Es la idea del tumulto y del derramamiento de sangre lo que os aparta ya desde hace tanto tiempo del pacífico arte de pintar?
– Debo también -prosiguió Leonardo, apasionándose-, recordar a su alteza que el Adda necesita ser dotado de un nuevo cauce para que pueda transportar barcos, activar molinos, almazaras y otros ingenios, e irrigar campos, prados y jardines. He calculado en qué lugares deben construirse estanques y diques, esclusas y presas para regular el caudal de agua. Y esa obra mejorará el campo y reportará a su alteza unas rentas anuales de sesenta mil ducados-¿Arqueáis las cejas, noble dama, sacudís la cabeza? ¿Os parece exagerada la suma que he nombrado? ¿Pensáis que he cometido un error en mis cálculos?
– Habláis, messere Leonardo, de muchas cosas -dijo Lucrezia-. Pero evitáis tratar del asunto que le importa a su excelencia tanto como a mí. Me refiero al cuadro cuya realización os ha sido encomendada. Hablo de nuestro salvador y sus apóstoles. Me dicen que miráis vuestro pincel con recelo y que sólo lo cogéis con fastidio y desgana. Y de esto y no de almazaras ni de vehículos de guerra quisiera que hablaseis.
Messere Leonardo vio que no había conseguido eludir las preguntas que le resultaban enojosas sobre esa Cena. Sin embargo, no perdió el talante sosegado que le caracterizaba.
– Dejad que os diga, noble dama -explicó-, que todo mi ser está centrado en ese trabajo; y lo que la gente, con su escaso conocimiento de estos asuntos, os ha contado está tan alejado de la verdad como la oscuridad de la luz;. Y he rogado al venerable padre, le he rogado como se suplica a Cristo, que tenga paciencia y deje por fin de acusarme, atormentarme y apremiarme todos los días.
– Yo pensaba que os complacería llevar a término una obra tan piadosa. ¿O acaso os sentís tan debilitado y agotado por el trabajo que habéis dedicado a ese cuadro que…
– ¡Noble dama! -la interrumpió Leonardo-. Habéis de saber que una obra que me atrae, conmueve y acapara tan poderosamente no puede cansarme. Pues así me ha hecho la naturaleza.
– ¿Y por qué -preguntó la amante del duque- no procedéis con ese hombre viejo como procede un buen hijo con su padre? Pues obedeciéndole a él también obedecéis a su excelencia.
– Esa obra -dijo Leonardo- espera su hora. Será realizada en honor de Dios y para gloria de esta ciudad y nadie conseguirá que yo permita que se convierta en mi deshonor.
– ¿De modo que es cierto lo que dicen muchos -se asombró Lucrezia-, que tenéis miedo a cometer errores y a escuchar censuras? ¿Y que vos, a quien llaman el primer maestro de estos tiempos, os obsesionáis en querer ver defectos en vuestro trabajo donde otros ven maravillas?
– Lo que me reprocháis, noble dama -repuso Leonardo-, ignoro si por cortesía o bondad, no es exacto. Sin embargo, me gustaría ser al menos en parte, ese en quien me convertís. La verdad es que estoy unido a esta obra como el amante a la amada. Y como sabéis, a menudo la amada rechaza malhumorada y arisca a quien solicita su amor con pasión.
– Ésas son ocurrencias que no vienen al caso -dijo la amante del duque que atribuía a sí misma todo lo que tenía que ver con los asuntos del amor-. Messere Leonardo, vos sabéis cuánto os aprecio. Pero podría ocurrir que el insistente afán con que eludís la ejecución de esa obra despierte en su excelencia enojo y pesadumbre y entonces no gozaríais por mucho tiempo del favor y la gracia de su excelencia…
Cuando messere Leonardo escuchó esas palabras, le llevaron consigo sus pensamientos errantes y se vio en un país extranjero, muy remoto, sin amigos ni compañeros, sin hogar, solo y en la mayor indigencia dedicado a las artes y las ciencias.
– Quizás -dijo- estoy destinado a vivir en adelante en la pobreza. Sin embargo, debo agradecer a la diversidad de la bondadosa naturaleza que a dondequiera que yo vaya encuentre cosas nuevas que estudiar y eso, noble dama, es la tarea que me ha asignado el movedor de todo lo que reposa. Y si tuviera que pasar mi vida en otro país y entre personas de lengua extranjera, no dejaría de pensar en la gloria y el provecho de este ducado, que Dios guarde bajo su protección.
Y se inclinó sobre la mano de Lucrezia como si ya hubiese llegado el momento de despedirse para siempre.
En ese instante el criado Giamino se dirigió hacia ella con una profunda reverencia y le anunció que el duque deseaba verla, pues el presidente de la cancillería secreta había terminado su informe. Messere Leonardo se volvió para irse, pero Giamino le retuvo con un gesto tímido.
– Perdonadme, señor,… también tengo para vos una noticia y no me resulta fácil dárosla pues no es de las que se desean oír. Pero supongo que no querréis que, por no afligiros, se os oculte algo que puede ser de importancia.
– Así que tienes que comunicarme -opinó Leonardo- que me he atraído el descontento del duque y que emplea palabras violentas y amargas para censurarme.
El muchacho sacudió enérgicamente la cabeza.
– No, señor -dijo-, el señor duque no ha hablado nunca de semejante manera de vos, creedme, sólo pronuncia vuestro nombre con el máximo respeto. Y lo que tengo que comunicaros no os afecta a vos, sino a uno de vuestros amigos. Messere di Lancia le llama Mancino y dice que se le ha visto a menudo en vuestra compañía, yo ignoro su nombre cristiano.
– Nadie lo conoce -dijo Leonardo-. ¿Y qué ocurre con ese Mancino?
– Esta mañana -contó Giamino-, le han encontrado mortalmente herido, en el jardín de la casa del Pozo, tendido en un charco de sangre; dice messere Di Lancia, que al parecer le habían partido la frente de un hachazo. Y habéis de saber, señor, que se trata precisamente de la casa de aquel Boccetta al que vos conocéis, y el señor duque ha ordenado su detención y que se abra una investigación y quizás esta vez se le…
– ¿Y dónde -preguntó Leonardo- se encuentra Mancino?
– Perdonad que no os lo haya dicho antes -se disculpó Giamino-. Le han trasladado al hospital de las hiladoras de seda y allí, dice messere Di Lancia, espera al sacerdote y el santo viático.
En la tercera planta, arriba, bajo las vigas del tejado del hospital, en una habitación donde no había camas sino simples lechos de paja sobre los que se habían extendido sábanas bastas y gastadas, encontró messere Leonardo a Mancino. Yacía éste con los ojos cerrados, sus mejillas arrugadas estaban enrojecidas por la fiebre, sus manos, en un movimiento incesante e inquieto, había arrojado al suelo la manta, su cabeza y su frente estaban cubiertas de vendajes. Dos de sus amigos, el pintor D'Oggiono y el organista Martegli, se hallaban de pie junto a su lecho y el organista, que mantenía la cabeza agachada para no chocarse contra las vigas del techo, sostenía una jarra de vino entre las manos.
– No duerme, acaba de pedir que le demos de beber -dijo D'Oggiono-. Pero sólo le podemos dar vino mezclado con agua a partes iguales y eso no le gusta demasiado.
– No se encuentra nada bien -susurró el organista al oído de Leonardo inclinándose aún más-. El sacerdote estuvo aquí, oyó su confesión y le dio la santa comunión. Según el cirujano, se podría haber salvado si la ayuda hubiese llegado a tiempo. Las gentes que le hallaron, imploraron a todos los santos y trajeron objetos sagrados de la iglesia, pero a nadie se le ocurrió llamar a un cirujano. Aquí en el hospital, le limpiaron por fin la herida y le cortaron la hemorragia. Al parecer tuvo un encontronazo con Boccetta pues le encontraron a poca distancia de la casa de ese sujeto.
– ¡Tengo sed! -dijo Mancino en voz baja y abriendo los ojos bebió un trago de la jarra que le llevó a los labios el organista. Entonces descubrió a Leonardo, alzó la mano Para saludarle y una sonrisa iluminó su semblante.
– ¡Leonardo mío, sé bienvenido! -dijo-. Grande es la alegría que me das y grande es el honor que me dispensas, Pero sería mejor que dirigieses tu espíritu a asuntos que tienen mayor importancia que mi estado actual. Justo cuando había concluido mi visita y me disponía a saltar por la ventana, ese Boccetta que es aún más necio que canalla, ha probado su hacha en mi persona y en su insensatez me ha rajado la frente. No tiene importancia, nadie se muere de eso, pero consideré oportuno ponerme durante unas horas en manos de un cirujano.
De nuevo pidió que le diesen de beber, tomó un trago y torció la boca. Luego señaló a un hombre que yacía en la paja cerca de él.
– Ése está muy grave. Su muía le tiró al suelo y le dio tantas coces que nadie puede ponerle ya de pie según dice el cirujano. Yo en cambio tuve más suerte.
La fiebre le atacó y sus pensamientos se volvieron confusos.
– No, no tenéis que pelearos por mi alma, vosotros tres, allí arriba, Dios padre, hijo y Espíritu Santo, dejadla donde está, y tú Santísima Trinidad espera también con paciencia, sabes que no me escaparé, siempre he sido un buen cristiano, yo no era de los que van a la iglesia a robar velas. Y tú, patrón del Cordero, que el verdugo te cuelgue por no haberme servido otro vino que el que has bautizado tres veces en tu bodega y has estropeado para todo buen cristiano.
Durante un rato permaneció con los ojos cerrados, callado y respirando violentamente. Después, cuando su respiración se calmó, abrió los ojos. La fiebre le había abandonado y por sus palabras se veía que era consciente de su situación.
Je m'en vais en pays lointain, dijo y tendió las manos hacia sus amigos para despedirse. Os pido que lloréis mis días perdidos, han pasado tan veloces como la lanzadera del tejedor. Si me hubiese sido concedido hallar la muerte luchando contra los turcos o los paganos por el triunfo de la fe cristiana, Dios me habría perdonado con gusto mi vida pecaminosa, y todos los santos y los ángeles del paraíso habrían venido danzando a mi encuentro y habrían dado la bienvenida a mi alma con salmos y sones de viola. Pero así comparezco ante el tribunal de Dios como el que soy y fui «i toda mi vida, un borracho, jugador, buscavidas, pendenciero, putero…
– El guía de nuestros destinos sabe que no eres nada de todo eso sino un poeta -dijo Leonardo rodeando la mano de Mancino con la suya-. ¿Pero dime, qué es lo que te llevó a enzarzarte con ese Boccetta?
– Nada sucede sin causa. Conócela y comprenderás lo sucedido… ¿no son ésas tus palabras, Leonardo mío? Yo te las he oído pronunciar a menudo -respondió Mancino-. ¿No está el mundo lleno de amargura y deslealtad? Resulta que vino una mujer suplicando y llorando y no sabía qué hacer en su desesperación, y si alguien pudiese morir de vergüenza y dolor, ella me habría precedido. Así que cogí el dinero de sus manos y, entrando por la ventana, fui a devolvérselo a Boccetta pero lo hice como un torpe y con tanto alboroto que debió de despertar y creer que había venido a robar. Y si andas detrás de la cabeza de Judas, Leonardo mío, conozco a uno que es como tú le ves. ¡No busques más! Creo que he encontrado al Judas. Sólo que éste no ha metido treinta monedas de plata en su bolsa, sino diecisiete ducados.
Cerró los ojos y respiró dificultosamente.
– Si le he comprendido bien -dijo el pintor D'Oggiono-, está hablando de ese alemán que reclamaba diecisiete ducados de Boccetta. Se apostó conmigo un ducado a que obtendría su dinero de Boccetta, por las malas o por las buenas, pues él no era de los que se dejaban estafar diecisiete ducados. Y hoy me hizo saber que había ganado su apuesta de la manera más honrosa, que tenía en el bolsillo los diecisiete ducados de Boccetta y que mañana, a primera hora, pasaría por mi casa a recoger el que yo había perdido. Así que debo recorrer hoy mismo tres o cuatro casas donde me deben dinero e intentar reunir un ducado, pues no tengo más que dos carlini en mi bolsa.
– Me gustaría ver a ese alemán a quien Mancino llama un Judas -dijo Leonardo-. Y que nos cuente cómo se las ha arreglado para obtener su dinero de Boccetta.
– ¡Tengo sed! -gimió Mancino.
– Podéis preguntárselo al propio Boccetta -dijo el organista que, acercando la jarra de vino a los labios de Mancino, señaló la puerta con su otra mano.
– ¡Por la cruz de Cristo! ¡Es él! -exclamó D'Oggiono.
En la habitación habían entrado dos alguaciles que llevaban preso a Boccetta, éste se hallaba entre ellos con su miserable abrigo y sus zapatos desgastados; tenía las manos atadas a la espalda, pero mostraba una actitud altanera como si fuese un gran señor que se deja acompañar y servir en sus salidas por dos de sus hombres.
– Ya estáis aquí, señor, hemos satisfecho vuestro deseo -dijo uno de los alguaciles-. Pero ahora daos prisa en soltar vuestro discursito, sed breve y no nos hagáis perder el tiempo.
Boccetta reconoció a messere Leonardo y le saludó como saluda un gentilhombre a otro. Luego vio a Mancino y, seguido de cerca por los alguaciles, se acercó a su lecho de paja.
– ¿Me reconocéis? -le preguntó-. He venido por la gloria de vuestra alma, no me ha importado el camino ni el esfuerzo, por caridad cristiana, por devolveros al camino de la rectitud. Habéis de saber que cuando huíais esparcisteis los ducados robados por el suelo como si fuesen lentejas o judías; tuve que arrastrarme por todos los rincones para recogerlos. Pero me faltan diecisiete ducados, pese a mis búsquedas no pude encontrarlos, han desaparecido, y lo malo es que no me pertenecen a mí sino a un piadoso servidor de la Iglesia, a un honorable sacerdote que los dejó a mi custodia, es por lo tanto un dinero santo y consagrado. Indicadme el lugar donde los habéis enterrado o escondido, os lo pido por la salud de vuestra alma.
– ¡La manta! -pidió Mancino, tiritando de fiebre, a D'Oggiono. Y después, cuando hubieron extendido la manta sobre su cuerpo, respondió a Boccetta-. Buscadlos -dijo-, buscadlos afanosamente. No os dejéis desalentar, gatead de un lado a otro, esforzaos, deslomaos hasta encontrarlos. Pues ya sabéis que quien tiene el dinero, tiene el honor.
– ¿No me lo quieres decir? -gritó Boccetta lívido de rabia tratando en vano de soltar sus manos-. Ve pues al infierno y que mil demonios se diviertan allí contigo, ojalá te pudiese yo…
– ¡Libradle de esa plaga, por Dios! -gritó D'Oggiono a los dos alguaciles-. ¿Para qué habéis traído aquí a ese andrajoso, tendría que estar en manos del verdugo!
– Durante todo el camino -dijo uno de los alguaciles-, no ha dejado de darnos la tabarra insistiendo en que le trajésemos aquí para que este pobre hombre pudiese obtener su perdón.
– ¿Cómo me habéis llamado, joven? -se dirigió Boccetta a D'Oggiono-. ¿Andrajoso? ¿Y que debería estar en manos del verdugo? ¿Eso habéis dicho? Pues me da igual, soy un hombre al que no impresionan los insultos, pero a vos os costará un buen dinero, joven, pues tendréis que pagar por ello cuando vuelva a estar libre y sea dueño de mis actos. ¡Messere Leonardo, vos lo habéis oído y me serviréis de testigo!
– Lleváosle -ordenó Leonardo a los alguaciles-, pues la justicia que él ofende y escarnece a diario, por fin le ha sentado la mano.
– Notre Seigneur se taist tout quoy, se oyó murmurar a Mancino, y ésas fueron sus últimas palabras en este mundo. Ya no contestó a ninguna pregunta. Sólo se percibió su leve gemido y luego su estertor, que duró hasta que murió cuando empezaba a anochecer.