10

Hasta el amanecer, erró sin rumbo, presa de sus pensamientos confusos, lleno de desesperación y furioso dolor, y los callejones estrechos y oscuros le condujeron por la ciudad de un lado a otro, hasta que llegó a las murallas de circunvalación y a los Navigli con la cruz de san Eustaquio, donde comenzaban los setos y los muros de los huertos, y a las puertas de la nueva casa de beneficencia de cuyas ventanas salía el olor a pan fresco que se hacía todas las noches a cuenta del Moro, y luego todo el largo camino de vuelta hasta que fue a parar al mercado de pescado y, pasando junto a los puestos de los cambistas, al ayuntamiento y finalmente, a la plaza de la catedral. Allí se dejó caer agotado sobre los peldaños que conducían al portal, pero incapaz de concederse un descanso, se levantó al cabo de unos instantes y reanudó su desesperado peregrinaje.

– Es una mala noticia la que he recibido -se dijo a sí mismo mientras caminaba-. Verdaderamente, la peor que uno se puede imaginar, ni el propio santo Job la recibió peor. ¡Qué maldad! ¡Qué perfidia! ¡He sido traicionado! fatece tan ingenua, finge ser devota mía, me sonríe, habla ¿e todo lo habido y por haber, pero se guarda que es la hija de ese miserable canalla. ¡Menudo canalla! ¡Qué desgracia haberme topado con ella! «La hijita del prestamista», así la llamó el calvo de la posada, el del bigotito, es un calificativo aceptable… no suena tan mal. Pero la hija de Boccetta, eso suena completamente distinto, es como una bofetada. ¡Necio de mí! ¿De qué me dejé guiar? ¿A qué encanto sucumbí? ¿En qué trampa he caído? ¿Por qué me dejé arrastrar por ese amor engañoso? ¿Adonde me conducirá? Lucardesi… que su madre era una Lucardesi, me decía. ¡Sí, su madre! ¡Pero su padre es Boccetta y eso me lo ha ocultado! ¡Oh, que se vaya al infierno el padre, y la hija con él!

Behaim se detuvo y apretó la mano contra su corazón agitado. En su alma turbada ya se había convertido en realidad lo que sólo había sido un pensamiento furioso. La idea de ver a Niccola caminando con paso vacilante hacia el infierno y desaparecer en las brasas atrapada por lenguas de fuego le asustó, creyó oír desde la profundidad del abismo su grito de dolor y su voz lastimera, y con una angustia insoportable se percató de que todavía la seguía queriendo.

– ¡Esa voz! -se lamentaba continuando su marcha-. ¡Cómo me rompe el corazón! ¡Ojalá pudiese apartar esa voz para siempre de mis oídos! Pero si cien voces me hablasen y yo escuchase esa voz… sólo tendría oídos para ella. ¡Oh Dios, Dios misericordioso, haz que olvide esa voz, haz que olvide todo lo que me atrajo de ella, todo lo que me encadenó a ella, borra en mí el recuerdo de su voz, de su caminar, de su mirada, de sus abrazos, de su sonrisa, oh Dios misericordioso, haz que olvide que sabe sonreír corno sólo saben hacerlo los ángeles, tú sabes que es la hija de Boccetta, libérame, Dios, ayúdame, haz que la olvide para siempre o quítame la vida, eso sería aún mejor!

Y ahora que había hablado con Dios y suplicado su auxilio con palabras tan apremiantes se sintió más aliviado y trató de mirar con otros ojos lo que le había sucedido.

– ¿En realidad, qué ha ocurrido? -se dijo a sí mismo-. Una pequeña adversidad que cualquiera puede sufrir, una contrariedad de la que no vale la pena hablar, eso es todo. Estaba un poco enamorado, me he dejado trastornar por esa jovencita, eso es grave, ciertamente, pero son cosas que ocurren y a quien le toca le toca. Y ahora que, gracias al cielo, me he enterado a tiempo de quién es ella y de dónde viene… ya ha pasado todo, es preciso que haya pasado todo. Verdaderamente, sería insensato que persistiese en mi amor a la hija de Boccetta, sería ridículo. ¿Amor? ¿Se le puede llamar amor a eso? No, no es más que un deseo estúpido y molesto que se ha adueñado de mí pero, ¡afortunadamente! me hallo en buen camino para superarlo.

Sin embargo, el consuelo que intentaba darse a sí mismo con esas palabras no duró mucho. Bastó que le viniese a la mente una palabra enamorada que le había susurrado Niccola al oído durante el abrazo, para que surgiese ante sus ojos su imagen, y la viese tendida a su lado en toda su belleza, estrechándose contra él, dispuesta y decidida a entregarse. Recordó el momento inolvidable en que había comprendido que todas las maravillas del mundo no eran más que baratijas comparadas con las alegrías que había conocido en sus brazos, pero en lugar de la felicidad y la exaltación de aquel instante, sintió el dolor, la vergüenza, la pena y la desesperación abatiéndose sobre él como una marea incontenible.

– ¡No, no es cierto! -gritó una voz dentro de él-. ¡Todo es mentira! ¿Por qué me engaño? ¿Cómo podré superarlo? Es demasiado difícil, ¿cómo podré olvidarla? Ella siempre estará presente. ¡He aquí, a qué extremo he llegado! No se puede ser más desgraciado. ¡Oh, cómo me desprecio! Es la hija de Boccetta y yo lo sé y, sin embargo, no puedo librarme de ella, no logro centrar mis pensamientos en otras cosas, en el comercio, en los mercados, en las subidas de los precios, en las mercancías que me esperan en los almacenes de Venecia. ¿Qué locura se ha apoderado de mí que no puedo dejar de pensar en volver a dormir entre sus brazos y junto a su pecho? ¿Qué dice mi honor, qué dice mi orgullo de todo esto? ¿Es posible vivir en semejante tormento, amar a quien no se puede amar? ¿Podía yo imaginar que es un ser que ha venido al mundo para hacer daño? ¿Para conducirme al desastre y la deshonra? ¡Que Dios me castigue, pero ojalá hubiese convertido en mi amada a la hija de un sucio labriego! ¡Maldita sea la hora en que me crucé con ella! ¡Qué hacía yo en la calle de San Jacobo? Mancino que estaba allí cantando en el mercado, es el culpable de que yo la descubriese, veo una muchacha, la encuentro bonita, me parece encantadora, me sonríe. La pierdo de vista, ahí intervino quizás mi ángel bueno. Y yo, necio de mí, me empeño en encontrarla, la busco por todas partes, no desisto, la encuentro, la hago mía, y luego: ¿Qué ha pasado conmigo? ¿Qué hago ahora? Es evidente que el amor que sentía por la hija de Boccetta… ¿puede soportarse semejante desgracia? El mismísimo demonio se apiadaría de mí si supiese lo que me ha sucedido.

Se llevó la mano a la frente y sintió que estaba empapada de sudor. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

– Estoy enfermo -gimió-. No puedo más, estoy tiritando, qué busco en las calles, debería estar en casa, en mi cuarto. Una jarra de vino caliente con un poco de pimienta, eso me haría bien. Tengo una fiebre que me consume y confunde mis pensamientos. Quizás, todo esto no es más que un delirio, no es real, sólo estoy soñando y ella no es la hija… No, ay de mí, no estoy soñando, estoy despierto, sé que ha ocurrido y ando por las calles… debería estar en casa.

Ya era de madrugada cuando llegó a su albergue y subió a su aposento. Se arrojó sobre la cama y permaneció tendido, acosado por pensamientos atormentadores, hasta que un sueño intranquilo se apiadó de él.

Era una hora avanzada del día cuando despertó. Durante un rato permaneció tumbado envuelto en una somnolencia que no le dejaba formar ni fijar un pensamiento. Sabía que había tenido un incidente desagradable, que había sufrido una desgracia, pero no podía determinar de qué clase era. Se sentía muy abatido, algo que le infundía pavor le esperaba. Y entonces le vino el recuerdo de Ia noche pasada y la voz de D'Oggiono sonó en su oído: «¿Entonces no sabéis que ella es la hija de Boccetta?».

Como un susto paralizante le asaltó el recuerdo de lo que le había sucedido, pero en seguida le vino un nuevo pensamiento que se apoderó de él y le hizo ver con otros Ojos la cuestión que tanto le afligía.

– ¿Es seguro que han dicho la verdad? -se preguntó-. ¿No parece más bien que esos dos del Cordero, ese D'Oggiono y el otro, han urdido una broma pesada para fastidiarme? Me han contado una mentira en toda la regla, se han inventado una historia descarada y yo he sido tan simple de dar crédito a lo que decían.

Behaim se había levantado de un salto y, sorprendido por esa ocurrencia, y ya completamente despabilado, se puso a caminar por la habitación.

– No, no es cierto, no, no puede ser cierto. -Siguió desarrollando su idea-. Me han mentido vilmente. ¿Por juego? ¿Por travesura? No, ha sido por maldad. Han cometido conmigo una auténtica granujada. Pero no lo olvidaré, me las pagarán. ¡Niccola… la hija de Boccetta! ¡Qué estupidez! Ella es de un natural completamente distinto, es un alma pura, no le importa el dinero, no tiene apego a las propiedades, no quería aceptar de mí el más mínimo regalo, ni siquiera pude regalarle un cinturón o uno de los bolsitos bordados donde guardan las mujeres de Milán sus Monedas de plata. ¡La hija de Boccetta! ¡Y pretenden que yo ttie lo crea!

Se detuvo y tomó aire. Y como ahora se sentía más Aviado y disminuía su excitación, sintió la necesidad de hablar con otros en lugar de consigo mismo sobre la mala pasada que habían pensado jugarle.

Su patrón, el cerero, no estaba solo. En su cocina donde olía a tocino frito, se encontraba el zapatero de la vecindad, un hombre viejo y arrugado que lucía una barba de chivo rala. El zapatero le había arreglado las suelas desgastadas de sus zapatos de domingo y, tras largos discursos y mucho regateo se había puesto de acuerdo con él sobre el sueldo que debía recibir, y el cerero había contado muy a disgusto seis quatrini sobre la mesa de la cocina.

– ¡Que Dios os depare un buen día! -saludó Behaim al entrar en la cocina-. ¿Llego en mal momento? Si no es así, me gustaría contaros algunas cosas sorprendentes que me han sucedido.

– Este caballero -explicó el cerero al zapatero-, se hospeda en mi casa y acude a mí a menudo en busca de consejo, pues, ¿qué haría sin mí? es forastero y todo el mundo trata de engañarle en esta ciudad.

– Yo soy un hombre honrado, la gente me conoce, yo no engaño a nadie -aseguró el zapatero, volviéndose hacia Behaim con la mano sobre el corazón-. Si tenéis unos zapatos para arreglar, no necesitaréis pagarme más de lo acostumbrado aunque seáis forastero.

– ¡Por Dios, qué gran verdad acabáis de decir! -respondió Behaim al cerero sin prestar atención al zapatero- Efectivamente han intentado engañarme. Hay dos sujetos que dicen por ahí y quieren hacerme creer, que mi amada/ de la que os he hablado, es la hija de Boccetta.

– ¿De Boccetta? -exclamó el cerero mostrándose muy sorprendido-. ¿De verdad? ¿Es eso posible?

Y después de reflexionar unos instantes, preguntó:

– ¿Y quién es ese Boccetta?

– ¿Cómo? ¿No conocéis a Boccetta? -se asombró Behaim-. Yo pensaba que todo el mundo le conocía puesto que engaña a todo el mundo. Os hablé de él largo y tendido; es el hombre que se niega a pagar los diecisiete ducados que me debe desde hace años. De todos los usureros manilargos de esta ciudad es el peor. Un hombre sin vergüenza y sin honor.

– Podrá ser hija suya o de quien sea -sentenció el cerero-, pero es una alhaja y quien la tenga estará bien servido de noche. Es como debe ser, ni demasiado llenita ni demasiado delgada. Pero no me gusta que corra detrás de los extranjeros. Para alguien que no sea de aquí, está demasiado bien.

– ¿Acaso la habéis visto? -inquirió Behaim.

– Me he cruzado con ella dos o tres veces cuando salía de vuestra habitación -le explicó el cerero.

– ¿No os había prometido y asegurado solemnemente -le increpó Behaim- que os deslomaría si os dejabais ver una sola vez mientras ella estuviese en casa?

– No habla en serio -explicó el cerero al zapatero-. Es una de sus bromas. Habéis de saber que él y yo somos buenos amigos. -Volvió a dirigirse a Behaim-. ¿De modo que decís que es la hija de ese usurero manilargo?

– Eso lo dice D'Oggiono, uno de los pintores que conocí en el Cordero -le expuso Behaim-. Pero no le creo, pues es un intrigante, un auténtico embustero.

– Os dije que con esa gente sólo tendríais problemas -le recriminó el cerero-. No podéis decir que no os lo he advertido. ¿Pero me habéis escuchado? No, no os habéis dejado decir nada, teníais que ir al Cordero a dejar allí vuestro dinero, y a cambio os han servido mentiras. Deberíais haberos quedado en casa y dejado que preparase vuestras comidas ya que soy famoso en todo el barrio por mi buena cocina.

Y para ratificar esa afirmación, retiró una sartén del fuego e invitó a Behaim y al zapatero a que probasen las lentejas con tocino que había preparado.

– No, no debéis llamar embustero a D'Oggiono -dijo el zapatero después de haber probado las lentejas, y dejando la cuchara sobre la mesa se relamió-. Os equivocáis, señor. D'Oggiono es muy estricto con la verdad.

Después le dio al cerero su opinión sobre la manera correcta de preparar las lentejas con tocino:

– Yo en casa, les echo menos vinagre, en cambio, les pongo dos o tres trozos de manzana y un poco de tomillo, eso mejora su sabor.

– Que cada cual las haga a su entender -puntualizó en tono punzante el cerero, enojado por lo de los trozos de manzana y el tomillo.

– ¿Habláis del pintor D'Oggiono? -preguntó Behaim al zapatero-. ¿Le conocéis?

– Sí, conozco a D'Oggiono, el que ha pintado a la Virgen sobre las nubes que se encuentra debajo del gran ventanal en el deambulatorio de la catedral -dijo el zapatero-. Desde hace años trae sus zapatos a mi taller. Tiene dos pares, uno de piel de oveja y otro de cordobán que lleva en las grandes festividades. Y cuando no tiene dinero dice: maestro Matteo, tened un poco de paciencia, hoy no os puedo pagar, apuntad que os debo ocho quatrini (o nueve o diez según lo que yo le pida) apuntadlo, dice, y el viernes vendré a traeros el dinero. Y cuando dice eso, es como si lo hubiese jurado sobre las Sagradas Escrituras: el viernes viene a traer el dinero. No es un embustero D'Oggiono. Podéis confiar en él, os lo aseguro, dice la verdad.

– ¿En ese caso -dijo, desazonado, Behaim-, esa muchacha… Niccola, sería entonces la hija de Boccetta?

– Ni lo sé, ni tengo interés en saberlo -dijo el cerero en tono agreste-. ¡Ella es vuestra amada, no la mía, no lo olvidéis! Y ya os he dicho más de una vez lo que pienso de esa clase de muchachas. ¿Es que tengo que escuchar precisamente a la hora de comer vuestra monserga sobre esa moza y sobre su padre, y sobre unos trozos de manzana y unos zapatos de cordobán, y Dios sabe qué? Habéis recibido vuestro dinero, maestro Matteo, conmigo no hace falta apuntar nada, lo que tengo que pagar lo pago al contado, así que, ¡id con Dios, maestro Matteo, id con Dios!

– ¡Quedad con Dios! -dijo también Behaim y abandonó la cocina y la casa, confundido y sin saber si debía o no debía creer a D'Oggiono.

«Pero si ha dicho la verdad -pensó cuando salió a la calle-, si he tenido la desgracia de haber elegido como amada a la hija de ese rufián, sé dónde vive y no tengo más que vigilar durante algún tiempo su casa y cuando la vea salir por la puerta… ¡Oh Dios mío no permitas que eso ocurra! ¡Deja que espere en vano delante de su casa y que pierda el tiempo, deja que la aguarde en vano, Dios mío!… Pero si la veo salir de esa casa, no necesitaré más pruebas sabré lo que debo hacer… ¿Pero lo sé realmente? ¿Estoy seguro de mí? ¿Seré capaz de dominar mi deseo? ¿Prestaré oídos a la razón y haré lo que ella me aconseja? ¿O ni siquiera entonces podré dejar de amar a esa muchacha?»

Y con el corazón angustiado se encaminó hacia la casa de Boccetta.

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