11

De muy mal humor -le faltaba la moneda de cobre para poder comprar la rebanada de pan de cebada que constituía su almuerzo-, Mancino se abrió paso a través de la maleza y los matorrales de la asilvestrada parte del jardín que lindaba con la fachada posterior de la casa del Pozo. Debajo de la ventana de Niccola se detuvo. Ella debía de estar en casa hilando lana en su habitación o remendando su vestido o realizando cualquier otra tarea, pues los postigos de la ventana estaban abiertos para dejar entrar la escasa luz de ese día gris y lluvioso.

Mancino no había venido por Niccola, tenía que hablar unas palabras con Boccetta, pero eso no corría prisa. Absorto en la contemplación de las grietas y hendiduras que había en los muros de la casa ruinosa, veía que si alguien quería escalar la fachada aquellas desigualdades darían apoyo a los pies, primero a uno después a otro, y se dijo que no era imposible, que ni siquiera debía ser demasiado difícil, subir hasta la ventana de Niccola y desde allí entrar en su aposento y llegar a sus brazos. Y aunque de noche las contraventanas estaban cerradas… su madera estaba carcomida y resquebrajada y no resistiría un fuerte empujón.

Pero cuando se sorprendió desarrollando tales pensamientos, se puso furioso consigo mismo y una sensación de vergüenza y melancolía se apoderó de él.

«¡Pero no te das cuenta de quién eres! -arremetió consigo mismo-. ¿Piensas que todavía eres un estudiante? Un buscavidas y un muerto de hambre, eso es lo que eres, un necio y un bufón. Un mozo de cuadra y, cuando se tercia, un matón, siempre encadenado a esta miserable pobreza. Eso es lo que eres, y ahora te hallas en el invierno de tu vida, quién sabe por cuánto tiempo aún, y te sacarán con los pies por delante y berrearán detrás de ti el "De terre vient, en terre tourne". ¡Ay de mí! ¡Por qué me abandonó la juventud! ¿Cómo pudo suceder tal cosa, cuándo fue? No se marchó a pie ni a caballo, de pronto vi que se había ido. ¿Y ahora, necio, pretendes trepar a la habitación de Niccola y mendigarle un poco de amor? Yo te daría una patada en el trasero que te dejaría sentado en el suelo, eso te mereces. ¿No te juraste cuando aún no habías perdido el juicio, que no volverías a acercarte a ella con ese miserable, anodino e insulso sentimiento que llamas amor? Pero ya vuelves a las andadas, está visto que no entras en razón. ¿Penas de amor? Me das risa, el asno debe sentir el mismo dolor cuando se le pincha con el aguijón para que trabaje. ¿Qué quieres con esa cara, que más que una cara es una mueca? Hundidos los ojos, opaca la mirada, las mejillas arrugadas como un guante de piel viejo y encogido que se tira a la basura. Eso eres tú y pretendes que ella te ame aunque sabes que no le importas y que se ha unido con otro. No conoces el orgullo, eres ruin y despreciable como una rata. ¡Necio! ¡Patán! ¡Lárgate de aquí!»

Tras recuperar así el dominio de sí mismo y sin echar una sola mirada a la ventana de Niccola, atravesó la maleza del jardín y llegó a la fachada principal de la casa. Pero no tuvo necesidad de llamar a la puerta, pues Boccetta estaba asomado a su ventanuco. Escuchaba a un fraile mendicante que le había pedido una limosna piadosa en nombre de la Santísima Trinidad, y mostraba al fraile, a Mancino y quien pasase por delante de la casa, su rostro vulgar.

– Me temo -dijo meneando apesadumbrado la cabeza como si lamentase que alguien hubiese gastado una broma pesada a ese pobre fraile- que os han enviado aposta y con mala intención a la puerta equivocada, pues en esta casa, eso lo sabe cualquiera, no se dan limosnas.

El fraile tenía cierta experiencia, sabía que raramente le daba alguien un donativo a la primera demanda. A la gente de la ciudad había que decirle dos o tres veces que en este mundo sólo estaban de paso y que con obras piadosas podían acortar el tiempo del purgatorio.

– Dadme algo, señor -insistió a Boccetta-, por la misericordia de Dios y por los méritos del bendito santo que fundó nuestra orden. Lo que deis redundará en vuestro beneficio. Pues Dios no pierde de vista a los que le honran con su caridad. De Dios viene la gracia.

– Por supuesto -dijo Boccetta, y viendo a Mancino le dirigió una mirada divertida-. Eso es tan bien sabido, como que las salchichas calientes vienen de Cremona.

– Una pequeña limosna -prosiguió su letanía el fraile sin inmutarse-. Ella os servirá de señal cuando un día lleguéis a las encrucijadas del otro mundo. No es mucho lo que os pido. Un poco de queso, un huevo, un poco de manteca, pues, como suele decirse, las limosnas y las misas quitan los pecados.

– Me asombráis, buen hermano -le respondió Boccetta-. Manteca, queso, un huevo… esperáis de mí un verdadero banquete. ¿No os dais cuenta de que además de toda la miseria que Dios hace padecer a la humanidad pecadora, también le ha dejado como herencia el hambre? Actuáis contra la voluntad de Dios tratando de eludir ese legado. ¿Es eso cristiano, os pregunto, es eso justo?

– Lo que decís -admitió el monje, desconcertado ante ese inesperado reproche- pertenece a una teología muy sabia y yo soy un fraile ignorante. Pero yo sé una cosa, y es que hemos sido puestos en este mundo para ayudarnos los unos a los otros en la necesidad. ¿Pues, para qué si no, estamos en este mundo?

– ¿Ayudarnos los unos a los otros? -exclamó Boccetta prorrumpiendo en una carcajada salvaje-. ¡Qué idea! No, hermano, ayudar al prójimo no es propio de mi naturaleza, no tengo esa virtud, y además es algo que suele traer consigo gastos y desembolsos de los que no me prometo ningún provecho. ¿Me habéis entendido, buen hermano? ¡Pues entonces, seguid vuestro camino y llamad a otra puerta!

Completamente intimidado y con pocas esperanzas, el monje intentó inducir por última vez a Boccetta a que diese una limosna.

– Recordad -le exhortó- que Dios ha creado al hombre bueno y para las buenas obras.

– ¡Qué es lo que ha hecho? -exclamó Boccetta-. ¿Qué estáis diciendo? ¿Bueno y para las buenas obras? No sigáis que me muero de risa. ¡Bueno y para las buenas obras! ¡Esto es demasiado, basta, me duelen ya las mandíbulas, parad!

El monje recogió del suelo su saco de mendigo y se lo echó al hombro.

– ¡Adiós, señor! -dijo-. Que Dios en su misericordia os ilumine. Pues parece que estáis necesitado de luz.

El monje se marchó y al pasar al lado de Mancino le hizo una seña confidencial con la cabeza y deteniéndose dijo:

– Si vos también tenéis que pedirle algo, os deseo que Dios os dé más paciencia y mejor suerte, yo ya he gastado bastante saliva. Ese no suelta un quatrino ni siquiera por la fe, es increíble.

– Ése -le hizo saber Mancino- no es capaz de conceder algo bueno a nadie y a sí mismo tampoco. El pan que come lo desdeñaría un cerdo.

– ¡Eh, qué hacéis ahí! -gritó Boccetta a Mancino, mientras el monje se alejaba meneando la cabeza-. Si habéis venido en busca de pendencia, ahorraos la molestia. Me podéis poner de vuelta y media, insultar y denostar, si eso os divierte, a mí no me importa ni me preocupa.

– He venido para avisaros -dijo Mancino-. Tened cuidado, estáis en peligro, me parece que va a correr sangre. Ese alemán anda tras vos.

– ¿Qué alemán? -preguntó Boccetta en tono indiferente y reflexionó un instante-. Que el diablo me lleve si sé de qué estáis hablando.

– ¿No os reclama alguien varios ducados? -le recordó Mancino-, ¿y no os habéis negado a pagarle?

– ¿Os referís a ése? -dijo Boccetta-. Ahora le recuerdo. Como castigo por sus pecados se le debe de haber metido en la cabeza la idea de exigirme diez o no sé cuántos ducados. Vino y estuvo muy pesado; no hacía más que hablar de esos ducados y me costó trabajo deshacerme de él.

– Pues tened cuidado no vaya a ser que la cosa termine mal para vos -dijo Mancino-. Ese alemán se lo ha tomado como una ofensa y una deshonra, y con la ira que se ha apoderado de él está dispuesto a todo.

Boccetta sonrió torciendo la boca con gesto burlón.

– Que venga -dijo tranquilo-. Le dispensaré un buen recibimiento. Algunos que van por lana vuelven trasquilados.

– Ya sé -le reprochó Mancino- que sois ducho en malas lides y que sabéis retener con cien manos el dinero que llega hasta vos, aunque no sea vuestro…

– Me halagáis -le interrumpió Boccetta-, hacéis demasiados elogios de las modestas capacidades que me ha concedido Dios.

– Pero ese alemán -prosiguió Mancino- conoce los procedimientos de esta ciudad, buscará a su hombre y cuando encuentre uno que esté dispuesto a deciros el bene-dícite con el cuchillo o el hacha de mano…

– ¡Que venga con su benedícite! -declaró Boccetta-. Ya le daré yo el dominus de respuesta.

– ¿Pero no está ese alemán en su derecho? -exclamó Mancino-. ¿No le debéis realmente el dinero que exige de vos?

Boccetta se frotó la barbilla hirsuta y en su rostro apareció una expresión de asombro, como si esa objeción fuese lo último que esperase oír.

– ¿En su derecho? ¿Qué queréis decir? -respondió-. Él podrá estar en su derecho ¿Y eso qué importa, si a mí no me da la gana de interpretar el papel del benefactor y despilfarrar mi dinero con un necio!

Mancino miró en silencio el rostro que asomaba detrás del ventanuco.

– Vos que sois de la nobleza -dijo entonces-, vos que venís de una casa tan importante y gloriosa que ha dado más de una vez a la ciudad de Florencia el gonfaloniere, el portaestandarte de la justicia, decidme, ¿por qué lleváis esta vida sin vergüenza ni honor?

Por primera vez apareció en los rasgos de Boccetta un atisbo de contrariedad e impaciencia.

– ¿Sin honor? -contestó-. ¡Qué sabéis vos del honor! Os voy a decir una cosa, y recordadla bien: quien conserva el dinero, tiene el honor. Y ahora, si todavía tenéis algo que decirme, decidlo, si no, dejadme en paz con ese estúpido alemán.

– Está bien -dijo Mancino-. Me voy. Os he avisado y, por mi alma, que no lo he hecho porque os tenga afecto. Y si ahora os lleváis una cuchillada que os cruce la cara de lado a lado… allá vos.

Y dando media vuelta salió del jardín.

– ¡Que venga, si se atreve! -le gritó Boccetta-. Que aparezca por aquí. Decidle que de su dinero no recibirá ni un chavo, ni un chavo, decídselo y luego contadme lo que ha vociferado en su furia.

Luego soltó una carcajada que sonaba como un ladrido ronco y su rostro desapareció del ventanuco.

Joachim Behaim, que estaba escondido detrás de los arbustos, junto al muro del jardín, mantenía la mirada fija en la puerta de la casa, temiendo la aparición de Niccola como una fatalidad. Joachim Behaim había oído las palabras de Boccetta y en seguida había comprendido que hablaban de él, que era él quien no habría de ver ni un solo chavo de su dinero. Una ira sofocante le invadió y se apoderó de sus pensamientos, las venas de su frente se hincharon y sus manos se pusieron a temblar.

Me alegro de haberlo oído, se dijo. Oh Dios, ¿Será posible que exista semejante canalla? ¡Ni un chavo de mi dinero! No veo otra solución que machacarle con mis puños, aunque tenga que estar aquí horas, días enteros esperando delante de su puerta… no me importa, no será tiempo perdido. Tengo que procurar por todos los medios que caiga en mis manos, y entonces le daré tal paliza que se acordará de mí en la hora de su muerte. ¿Pero abandona alguna vez su casa? ¿Se atreve a salir a la calle, a mezclarse entre la gente? Quizás se ha provisto de víveres para varias semanas. ¿Tendré que verle siempre detrás de esa reja? ¡Oh, maldito seas, cobarde, aquí y en el más allá! Quisiera oírte gritar en el infierno por una gota de agua para tu sedienta lengua. ¿Pero aquí en este mundo, permitiré que siga dándose la gran vida, que disfrute de mis ducados y los haga saltar y tintinear en sus manos? ¡Si saliese en este instante por la puerta, si se cruzase casualmente con mis puños, oh, qué placer sólo pensar que eso pudiese suceder! ¡Sal, de ahí, granuja! ¡Qué la peste caiga sobre ti! ¿La peste? ¿Por qué la peste? ¿No sería un castigo demasiado suave para él? ¿No merece una muerte más cruel?

Behaim respiró profundamente y se quitó las gotas de sudor de la frente.

¡Qué necio soy por dejarme arrastrar a semejante cólera!, se dijo a sí mismo. ¿No es eso precisamente lo que busca ese chacal sarnoso? ¿No oí yo mismo cómo lo deseaba riéndose como un chacal? ¿De qué me sirve maldecir? ¿Para qué vale? Puedo jurar y maldecir por cien ducados y desear que coja la peste, ¿pero recuperaré por ello un solo céntimo? Y Aunque caiga en mis manos y le golpee hasta que se me cansen los brazos… mi dinero lo seguirá teniendo él. Y al final, me meteré en un lío por culpa de ese miserable si me paso de la raya y se me queda entre las manos. ¿Pero, para qué estoy aquí, Dios mío! ¿He venido para escuchar sus discursos desvergonzados e impíos? ¿Para eso he venido? ¡No! He venido para ver si ella… si Niccola… oh Dios, salía de esa casa, por esa puerta… oh Dios, tú que eres justo y bueno, ayúdame, ¿permitirás que Niccola…?

Behaim se interrumpió y dejó de implorar al Dios justo. De pronto se le había ocurrido una idea magnífica que lo cambiaba todo. Veía ante sí un camino que parecía conducirle hasta sus derechos y los diecisiete ducados.

Tiene que funcionar, se dijo a sí mismo. No debería ser demasiado difícil, y Boccetta sería entonces el burlado y el que lloraría la pérdida de los diecisiete ducados. Debería ser realizable, pienso yo. Cierto que ese amor se acabaría. Tendría que dejar de pensar en ella, tendría que borrar su imagen de mi mente. ¿Pero lo conseguiré? Ay de mí, estoy demasiado enamorado, es humillante, es una vergüenza que todavía sienta afecto por ella, por la hija de Boccetta. ¿Pero y si no es su hija? Aún no sé si saldrá de esa casa. Y si la espero en vano, todo será distinto. Y mis diecisiete ducados, ¿dónde los buscaré entonces? Pero si aparece, si aparece Niccola por esa puerta, entonces lo conseguiré, aunque tenga que convertir mi corazón en una piedra. ¿Pero seré capaz? ¿Acaso no la amo todavía? ¿Y no fue mi amor desde el principio más grande, más ardiente que el que ella mostraba? ¿No ha adquirido sobre mí un poder mucho mayor que el que yo he tenido jamás sobre ella? ¿Dónde ha quedado mi orgullo? ¿Qué dice mi honor?

Consternado se percató de que si su plan llegaba a ejecutarse, si lograba llevarlo a buen fin, sería verdad lo que se le había aparecido como una visión espantosa esa noche que vagaba sin rumbo por las calles de Milán, esc que, hasta ese momento sólo había podido imaginar con tanta pena y tanto dolor: que ella era la hija de Boccetta. «¡Ay, y si no lo fuese! -volvió a pensar por última vez-. ¡Sí! ¡Tiene que serlo!», replicó una voz dentro de él, pues para que prosperase su plan tenía que desear lo que antes le había llenado de desesperación y terror. «Tiene que serlo -decidió-. Ella lo es. Sé que es la hija de Boccetta», trató de inculcar en su corazón.

Seguía con la mirada clavada en la puerta, las manos apretadas contra las sienes, y esperaba. No sabía si era temor o esperanza lo que le movía. Se reprendía y censuraba, se mofaba de su amor, luchaba contra él, se peleaba consigo mismo y estaba lleno de ira porque le parecía que su sentimiento no se había extinguido todavía.

Entonces se abrió la puerta y vio a Niccola, supo que era ella antes de haberla visto. Andaba con su paso flotante y orgulloso por el que se la reconocía de lejos, se deslizó a través del huerto y dobló hacia la carretera; luego continuó su camino como una soñadora.

Joachim Behaim echó a andar tras ella y su amor murió, asesinado por su voluntad, traicionado por su orgullo, se interponía en su camino y no debía vivir.


Siguió a Niccola procurando no perderla de vista y, mientras caminaba, preparó el plan que quería llevar a efecto ese mismo día. Detrás de la Porta Vercelli, la vio titubear un instante para luego tomar el camino que conducía a la iglesia de San Eusorgio. Recordó que ella tenía la costumbre de arrodillarse todos los días en esa iglesia delante de un Cristo que ocupaba una hornacina del transepto, para confiarle con palabras susurradas apresuradamente lo que esperaba de él. Y a veces, cuando llegaba con un poco de retraso a su buhardilla, se disculpaba diciendo que había estado con el Cristo de San Eusorgio y que le había tenido que contar más cosas que de costumbre.

– ¡Ve, ve a hablar con él! -dijo Behaim cuando la vio desaparecer en la penumbra de la nave-. Dios no permitirá que él te escuche. Dios está de mi lado, él me indicó este camino cuando le invoqué, él me hará justicia.

Y sin perder tiempo regresó a su albergue para esperar a Niccola.

Cuando ella entró en la buhardilla, le encontró ocupado en llenar su bolsa de viaje y tan absorbido por esa actividad que no pareció darse cuenta de su llegada. Sus trajes y su ropa interior, sus cinturones, zapatos, camisas y pañuelos de colores estaban en parte ordenados y apilados, en parte esparcidos desordenadamente sobre la mesa, las sillas y la cama.

Ella se asustó, pues en un primer momento no supo si eso significaba algo bueno o algo malo, un principio o un fin, una despedida definitiva o el inicio de una convivencia duradera.

– ¿Te marchas? -preguntó angustiada-. ¿Te vas de Milán?

– Me prometiste -respondió él sin levantar la mirada- que me seguirías a dondequiera que yo fuese. Nuestro camino conduce a Lecco y atraviesa el Adda. Desde allí no hay más de una hora hasta Venecia, si disponemos de buenas monturas.

– A Venecia -dijo ella con un hilo de voz, pues como nunca había ido más allá de los pueblos de alrededor, ese viaje le pareció una aventura enorme y temeraria-. ¿Habías dudado que fuese a ir contigo? -preguntó apretándose contra él-. ¿No he puesto todo en tus manos, mi vida y mi alma? Sólo quiero que me digas el día y la hora de la partida para que esté lista. ¿Ha de ser hoy mismo? Y en Venecia, ¿es cierto que durante el día no entiende uno sus propias palabras por el estrépito que arman los moledores de pimienta en las bóvedas? Y dime, ¿habrá en tu saco de viaje sitio para las cosas que quiero llevar conmigo? Pues, has de saber amado mío, que no soy completamente pobre. Poseo seis platos de estaño, dos grandes y cuatro pequeños, además una ensaladera y dos candelabros, los tres de plata y con el escudo de los Lucardesi. Y también tengo una jarra de agua de cobre, pero es pesada y poco manejable, y quizás no merece la pena llevarla en este viaje a Venecia.

– Esos objetos no me servirán de mucho -dijo Behaim y alzó la cabeza mostrando a la muchacha un semblante sombrío-. Me preguntas por el día y la hora y no te los puedo decir. Mis negocios me reclaman en Venecia, pero han surgido dificultades, las cosas no se ha desarrollado como yo esperaba, en una palabra, estoy preocupado.

Y con gesto de desánimo, alzó los brazos y los volvió a dejar caer.

Niccola le miró desconcertada e inquieta.

– Si tienes preocupaciones, amado mío, déjame que las comparta contigo -le pidió-. No sé si podré serte útil. Pero sé que no hay nada en el mundo que no haría por ti.

Él soltó una risa corta.

– ¡Ah, tú! -dijo-. ¿Cómo podrías ayudarme! Pero puesto que te urge saber lo que me preocupa, no te ocultaré que mis asuntos no van demasiado bien. He dejado de percibir un dinero, una suma considerable que necesito urgentemente; sí, Dios sabe que nunca he tenido tanta necesidad de dinero como ahora y no sé cómo conseguirlo. Puedes imaginar que un viaje como éste…

– Amado mío, créeme, yo no necesito mucho -exclamó Niccola asustada-. Con un poco de pan y un huevo o quizás algunas frutas…

Encogiéndose de hombros Behaim interrumpió su objeción.

– No se trata de lo que vamos a comer -le explicó-. Un viaje como éste supone otros gastos muy considerables. Y cuando haya pagado lo que debo en esta casa, no sé si llegaremos hasta Lecco con lo que me quede y si podré pagar allí nuestra posada.

Y como si le disgustase haberle dicho todo eso, añadió:

– Ahora conoces la situación. ¿Pero me sirve de algo?

Niccola suspiró, miró ante sí y reflexionó.

– ¿Es mucho lo que has dejado de percibir? -preguntó angustiada-. ¿Es una suma importante?

– Cuarenta ducados, sí, es fácil decirlo -respondió Behaim-. Suena insignificante. Pero es increíble la cantidad de dinero que supone cuando hay que conseguirla y no se sabe cómo.

Y se pasó la mano por la frente como uno que se siente agobiado por las preocupaciones.

– Cuarenta ducados -dijo Niccola y durante un rato permaneció callada. Pensó en el dinero de su padre, ese dinero que él quería más que a las niñas de sus ojos y que trataba por todos los medios de mantener oculto, pero ella no ignoraba en qué rincones y agujeros, detrás de qué sillares de la pared y debajo de qué losas del suelo estaba escondido. Leyó preocupación y pesadumbre en el rostro de su amado, pero no le resultó fácil tomar su decisión.

– Cuarenta ducados -repitió-. Cuarenta ducados. Quizás… sería posible, querido, podría ser que yo supiese procurártelos.

– ¿Tú? -exclamó Behaim y en su voz sonó una excitación alegre-. ¿Hablas en serio? ¿De verdad? ¿Podrías… ¡Por mi alma, en ese caso me libraría de todas las preocupaciones! Pero no puede ser cierto. No puedo creerlo. No hablas en serio.

Ella seguía con sus pensamientos en la casa de su padre.

No cometo ninguna injusticia, se dijo. Debo tomar lo que me corresponde, que Dios me juzgue. Me voy de casa, pero de una dote, por modesta que sea, no querrá ni oír hablar. Ni siquiera me dará provisiones para el viaje. ¡Cuarenta ducados! Es evidente que no tardará en darse cuenta. Recuerda cada trozo de leña que hay en la casa.

Pero ese pensamiento no le asustó. Se veía ya viajando a Venecia.

– Hablo en serio -dijo-. ¿No me crees? ¡Tú no te imaginas lo que sería capaz de hacer por ti!

– Si hablas en serio, si es cierto que puedes conseguir el dinero, ¡no pierdas el tiempo! -le dijo Behaim-. ¡No me hagas esperar! ¡Date prisa!

Загрузка...