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El tratante que había tenido en el patio del castillo ducal un encuentro tan fugaz con messere Leonardo, el Florentino, se llamaba Joachim Behaim. Había nacido en Bohemia y vivía allí, pero prefería hacerse pasar por alemán porque eso le daba más prestigio y autoridad en los países que recorría. A Milán había llegado desde Levante para vender sus dos caballos -caballos de especial belleza y de tan noble raza que, en su opinión, el lugar que les correspondía sólo podían ser las caballerizas de un duque, y si no hubiese llegado a un acuerdo con el caballerizo mayor del Moro habría tenido que probar suerte en la corte de Mantua, de Ferrara o de Urbino-. Y ahora que se había librado de la preocupación que suponían los dos caballos, cuyo sustento y mantenimiento le habían costado cada día un buen dinero, y ahora que tenía en sus manos la suma de la venta, habría podido regresar a Venecia donde le reclamaban sus negocios. Pues él comerciaba con todo lo que le era ofrecido a precios ventajosos en los países de Levante. Así tenía en los almacenes de Venecia telas de seda chipriota y mantas de la más fina lana por valor de ochocientos cequíes, y la subida y la bajada del precio de estos y otros productos de Levante requerían toda su atención si no quería salir perjudicado por dejar pasar el momento oportuno para lanzar su mercancía al mercado. Sin embargo, no podía decidirse a partir de Milán. No es que le atrajese demasiado la vida de esa ciudad, aunque es cierto que en aquel entonces ésta había reunido en sus casas y palacios a las mentes más refinadas y cultas de Italia, y todos en Milán, desde el zapatero hasta el duque, escribían con pasión, comentaban, discutían, medían versos, pintaban, cantaban, tocaban el violín o la lira, y quien no dominaba ninguna de esas artes interpretaba al menos a su Dante. Para él, Joachim Behaim, esa ciudad de fama mundial no valía más que otra, pues él se sentía a gusto donde podía comprar o vender con ventaja, y por la noche, en amena compañía, beber sus dos medidas de buen vino de Chipre o de hippocras sin ser engañado. Y se quedó en Milán porque unos días antes se había cruzado con una muchacha que con su aspecto, su manera de andar, su porte, una mirada que le había dirigido y una sonrisa que le había regalado, le había quitado la tranquilidad y le había cautivado tanto que tenía que pensar en ella día y noche. Y como suele ocurrir con los enamorados, estaba convencido de que nunca volvería a ver a una muchacha tan bella y encantadora, aunque recorriese el mundo entero en busca de ella.

Sin embargo, habría ido en contra de su carácter voluntarioso tener que aceptar que había sucumbido a semejante hechizo y que el deseo de volver a ver a esa muchacha y de llegar a conocerla le retenía en Milán. En las mujeres y las muchachas que había encontrado hasta entonces en su país o en tierras extranjeras sólo había visto a donantes de breves alegrías, criaturas hechas para pasar un buen rato. Amor no había sentido por ninguna de ellas. Y que se hubiese enamorado seriamente esa vez, era algo que no quería reconocer, y por eso se decía constantemente que, desde luego, no se quedaba en Milán por aquella muchacha, eso era ridículo, eso era no conocerle, la muchacha era lo de menos, al fin y al cabo, hacía tiempo que pensaba cobrar en esa ciudad una vieja deuda y, después de tantos años de requerimientos y de espera inútil, no estaba dispuesto a perder la ocasión de recuperar su dinero, y nadie podía pretender que renunciase, sin más ni más, a una reivindicación incuestionable y a un derecho más que evidente, él no era de ésos, y los derechos eran los derechos…, y todo eso se lo repitió hasta que por fin se convenció de que sólo esa cuestión y no otra le retenía en Milán.

En cuanto a la joven milanesa que, sin sospecharlo, le había sumido en semejante desasosiego, y que se había cruzado con él en la calle de San Jacobo que bordea el mercado de frutas y verduras, a la hora del Ave María, en un momento en que la gente se agolpaba más de lo habitual en esa calle, pues a los que la cruzaban para comprar en el mercado sus zanahorias, coles, manzanas, higos o aceitunas se sumaban aquellos que salían de oír misa de las iglesias vecinas. Al principio, no había reparado en la muchacha y quizás habría pasado por su lado sin prestarle atención, sobre todo porque ella llevaba la cabeza baja como era la costumbre, mientras que él pensaba en la venta de sus caballos. Entonces oyó, procedentes del mercado, las notas de la canción, y al mirar en la dirección de donde venían, vio, en medio del ruido y ajetreo del mercado, entre cestos de uvas y carros de verduras, a un hombre que estaba de pie sobre un tonel de col y que, rodeado de burros que rebuznaban, campesinos que discutían, mujeres que regateaban y gatos que corrían de un lado para otro, cantaba su canción con voz melodiosa, imperturbable como si estuviese completamente solo en la plaza y reinase el silencio alrededor y, mientras cantaba, movía los dedos como si tañese las cuerdas de una lira…, y eso hizo reír a Joachim Behaim, hasta que se dio cuenta de que el extraño personaje miraba con una expresión expectante en su dirección, es decir en la de Joachim Behaim, y al volver la cabeza descubrió a la muchacha.

En seguida comprendió que la canción sólo podía estar dirigida a ella. La muchacha se había detenido y sonreía. Su sonrisa era especial, expresaba reconocimiento, saludo, timidez y un poco de alegría, regocijo y un cierto agradecimiento. Con un movimiento de la cabeza apenas perceptible hizo una seña al cantante que estaba sobre el tonel de col. Después se volvió, sonriendo todavía, y su mirada cayó sobre Joachim Behaim que estaba allí fascinado, contemplándola con unos ojos en los que se podía leer la declaración de una pasión impetuosa. Ella le miró con curiosidad, y la sonrisa que aún no había desaparecido de su rostro se convirtió en una sonrisa distinta que ahora le dedicaba a él.

Se miraron mutuamente. Sus labios estaban cerrados, sus semblantes eran como los de personas que no se conocen, pero sus ojos hacían peguntas:

¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Adonde vas? ¿Me querrás?

Luego los ojos de ella se separaron de los suyos como separa uno de un abrazo, inclinó levemente la cabeza y a instante se alejó.

Joachim Behaim que parecía despertar de un encantamiento, corrió tras ella; no la quería perder de vista, y mientras la seguía todo lo deprisa que podía mascullando furioso muchos «¡diantre!» y «¡maldita sea!» porque como siempre que tenía prisa, se cruzaban en su camino todos los mozos de cuerda y muleros, vio en la calle justo delante de sus pies, un pañuelo. Lo recogió del suelo y lo deslizó ente sus dedos, pues en cuestión de pañuelos, ya fuesen de lira o de seda, procediesen de Flandes, de Florencia o de Levante, era un experto y no necesitaba examinar el que tenía en la mano para saber que era de ese lino finamente tejido, de brillo sedoso, que llamaban boccaccino en el comercio y que las mujeres y las muchachas de Milán llevaban, porque así lo exigía la moda, prendidos a un lado de sus vestidos, hasta medio dormido podría haber dicho en el acto a cuánto salía una vara de ese boccaccino. También le parecía evidente que la muchacha había dejado caer el pañuelo a propósito; él debía recogerlo del suelo y entregárselo, ella se detendría y se haría la sorprendida, «Sí, en efecto, señor, es mi pañuelo, no me había dado cuenta de que lo había perdido, os doy las gracias, señor, ¿dónde lo habéis encontrado?». Y para entonces ya estarían en plena conversación. De tales pequeñas artimañas y trucos se servían las mujeres, tanto en el sur como en el norte y, desde luego, también las milanesas, de las que se decía que habían sido dotadas por la naturaleza de un carácter alegre y que siempre estaban dispuestas a amar y dejarse amar.

Una Anita adorable, dijo para sí, pues cada muchacha que le gustaba era para él una «Anita», aunque luego resultase llamarse Giovanna, Maddalena, Beatrice, o si vivía en los países de Oriente, Fatima o Dschulnar, para él seguía siendo «Anita». Ahora no hay tiempo que perder, se dijo a sí mismo, pero en el mismo instante se dio cuenta de que la muchacha ya no caminaba delante de él, ya no veía a su Anita, había desaparecido, y eso le desconcertó y confundió tanto que, con el pañuelo en la mano, se dejó durante unos instantes increpar y empujar de un lado a otro por los muleros y los porteadores, hasta que por fin comprendió que su aventura, que tan prometedoramente había comenzado, terminaba nada más empezar.

«La culpa será suya y no mía, si no recupera el pañuelo -pensó contrariado-; del mejor boccaccino y apenas usado, ¡cómo lo puede abandonar así! ¿Por qué tenía tanta prisa? ¡Al menos podría haberse vuelto una vez! ¡Dios santo, esos ojos, ese rostro! ¡Maldita sea debería haberla seguido más deprisa!»

Mientras argüía y porfiaba de esa manera consigo mismo y con la muchacha, tan pronto echándose a sí mismo la culpa de haberla perdido de vista, tan pronto echándosela a ella, se le ocurrió que, ya que había desaparecido, podía al menos estudiar más de cerca al extraño admirador que tenía la muchacha en el mercado, y que quizás era aconsejable llegar a conocerle. De ese modo sería tal vez posible, se dijo, averiguar algún dato sobre ella, sobre su persona y su condición, sobre dónde vivía, sobre su origen, sus costumbres y su familia, sobre dónde podría volver a verla y si era una muchacha decente o una de las ligeras pues, al fin y al cabo, uno siempre desea saber en qué agua está pescando. Mientras tanto, el cantante del mercado había terminado su canción y había bajado del tonel de col. Y caminando hacia él, Joachim Behaim descubrió con asombro que aquel hombre que había actuado como un muchacho enamorado divirtiendo a los muleros con su canción, estaba ya bastante entrado en años; probablemente había rebasado con creces los cincuenta. Y Joachim Behaim tuvo la sensación de que con aquel hombre, que más que un galán parecía la mismísima muerte descarnada, se había cruzado en alguno de sus viajes y eso debía haber sido hacía mucho tiempo y en otro país. «¿En Francia tal vez? ¿En Troyes? ¿En Besançon? ¿O en Flandes? ¿En Borgoña?» No, no podía recordar el escenario ni las circunstancias concretas del encuentro que parecía perderse en un pasado irreal, pero cuanto más reflexionaba, más seguro estaba de que no veía por primera vez aquel rostro donde los años, las experiencias, las pasiones y, sin duda también, el desengaño y más de una preocupación habían trazado sus profundos surcos.

El hombre parecía haberse dado cuenta de que Joachim se acercaba a él con la intención de hablarle. Arqueando las cejas miró displicente por encima de él, y su rostro adoptó una expresión fría y distante. «Altivo como uno que es conducido a la horca», pensó Joachim Behaim, y al instante se dio cuenta de lo disparatada que era esa ocurrencia, pues nadie caminaba altivo hacia la horca, más bien digno de lástima, desesperado, reclamando compasión o quizás indiferente, si se había resignado con su destino. Ese hombre de semblante altivo tomaría sin duda muy a mal una pregunta sobre aquella muchacha y no estaría en absoluto dispuesto a dar explicaciones a nadie. Quizás era de los que aprovechaban cualquier motivo para iniciar una reyerta y daba la impresión de tener una mano muy suelta con el puñal.

A Behaim no le faltaba coraje, sabía salir airoso de las riñas y las peleas. Sin embargo, tendía a la prudencia, y en una ciudad donde era extranjero y no tenía un solo amigo, prefería evitar las reyertas, pues no se podía prever cómo terminaban.

Así que pasó por el lado del hombre en silencio, con fingida indiferencia y sin dirigirle una sola mirada.

Desde entonces no había vuelto a ver a la muchacha, tampoco había acudido todos los días a la calle de San Jacobo pues la venta de los dos caballos había ocupado gran Parte de su tiempo. Pero en cuanto cerró el trato y pudo olvidarse del asunto, abandonó su posada, aunque le ofrecía todas las comodidades que él exigía y podía esperar en un país extranjero, y alquiló una buhardilla espaciosa con una cama en la calle de San Jacobo, en la casa de un hombre que comerciaba con velas de cera.

Durante toda una tarde, acechó la calle desde la ventana de su habitación, pero la muchacha no apareció. Cayó en la cuenta de que si la veía, tendría que bajar antes por la escalera de caracol y atravesar la habitación que servía de almacén al cerero y que para entonces la muchacha habría vuelto a desaparecer y le contrarió no haber pensado antes en ello. También se decía que se había quedado en Milán por otro asunto completamente distinto y mucho más importante, lo de la muchacha era secundario; antes de nada debía conseguir su dinero, y como estaba cansado de esperar y de acechar la calle y además empezaba a oscurecer, bajó a la tienda del cerero en busca de consejo.

El cerero era un hombre bastante simple que no veía más allá de la puerta de su tienda, pero era muy charlatán y entremetido y cuando entablaba conversación con alguien no le soltaba tan deprisa. Ese «alemán» llegaba muy oportuno.

– Adelante, adelante, sentaos y poneos cómodo -comenzó-, y luego decidme dónde os aprieta el zapato, pues he vivido el suficiente tiempo en esta ciudad como para poder ayudaros con mi consejo y con información de toda clase y así complaceros. ¿Deseáis vender o comprar aquí y de qué productos se trata? Cuidado al comprar, señor, cuidado, ése es el primer consejo que os doy; no compréis nada sin consultarme, pues esta ciudad tiene, como suelen decir de ella, los señores, las piedras y los canallas más grandes. ¿O acaso tenéis alguna queja de vuestra salud, buscáis un boticario, un médico? A mí me parece que os vendría bien que os sangrasen un poco.

– Me encuentro aquí buscando a un hombre que desde hace tiempo me debe dinero por unas mercancías que recibió de mi padre para venderlas -dijo Behaim cuando pudo tomar la palabra-. Siempre he sido un poco congestionado, pero me encuentro perfectamente.

– ¿Buscáis a un hombre que os debe dinero por mercancías que recibió de vuestro padre? -repitió el cerero tan despacio y grave como si esa noticia le indujese a reflexionar profundamente pero antes tuviese que grabarla palabra por palabra en su memoria-. ¿Qué clase de mercancías? -Quiso saber entonces.

– Cajitas de plata para meter agujas -le informó Joachim Behaim-. Además pequeñas pantuflas, de esas que llaman zoccoli en Venecia.

Zoccoli, zoccoli -repitió el cerero como si esa palabra le sumiese en profundas cavilaciones-. Y cajitas de plata, ¿decís? ¿Estáis seguro de que aún vive?

– ¿El hombre que me debe el dinero? Sí, ese hombre vive -declaró el alemán-. Me lo han dicho.

– Qué lástima -opinó el cerero-. Ese dato es muy poco oportuno y temo que no podré proporcionaros información. Verdaderamente no es un dato favorable. Habéis de saber que yo vendo velas para entierros y funerales, ése es mi negocio y por eso sólo averiguo algo sobre los habitantes de Milán cuando han muerto. Sólo entonces se descubre quiénes eran y la fama que tenían en vida.

– ¿De verdad? ¿Es así? -se sorprendió Behaim.

– Pero si sigue con vida -prosiguió el cerero-, mi consejo es el siguiente: dirigios a un miembro del gremio de los mozos de cuerda y preguntadle por ese hombre. Pues aquí en Milán, los mozos de cuerda entran en todas las casas, ven lo que pasa en ellas y nada se les escapa. Pero procurad no toparos con uno que vaya demasiado cargado con cajas y fardos, con ése es mejor no hablar, pues no se limitará a sus «¡eh!», «¡oh!», «¡cuidado!», «¡despejen», y en un instante se pondrá soez y podréis consideraros afortunado si no os desea más que la peste, una apoplejía o la podredumbre de los dientes. ¡Sí, aquí en Milán se pueden averiguar muchas cosas de los mozos de cuerda!

– Hay algo todavía que quisiera preguntaros -dijo Behaim-. Hace unos días, iba por esta calle con la intención de conseguir algo bueno y agradable para la noche…

– ¿Algo bueno y agradable para la noche? -exclamó el cerero muy ufano-. Yo puedo sugeriros algo. No me cuesta nada daros un consejo, si es eso lo que deseáis. ¡Comprad un par de lampreas! Son el plato ideal para un paladar refinado, son exquisitas y precisamente ahora es la época. Yo os las preparo, vos os encargáis mientras tanto del vino y juntos pasaremos una excelente velada. Uno cuenta esto, el otro aquello…

– Yo no pensaba en lampreas para esa noche, sino en una chica -le interrumpió Behaim-. En alguna joven bonita, y tuve suerte, me crucé con una que me encantó. Pero la perdí de vista y no pude encontrarla; pienso que seguramente habrá pasado más de una vez por delante de la puerta de vuestra tienda y si os la describo podréis decirme quién es.

– ¡Adelante! -le animó el cerero-. Pero sed breve, no vaya a ser que os quiten las lampreas delante de las narices. Esta vez habéis acertado conmigo, pues conozco a todas las muchachas de este barrio, las conozco aún de la época en que pensaba casarme. Lo creáis o no, pero entonces revoloteaban a mi alrededor como los tordos cuando maduran las uvas.

– ¿Hace mucho tiempo que pensabais casaros? -preguntó Joachim Behaim.

– Hace ya bastantes años -admitió el cerero con un suspiro-. Dejadme pensar. Sí, hará unos doce o quince años. Tenéis razón: después de la muerte, el mayor destructor es el tiempo, y al vinagre no se le nota que también fue vino algún día.

– Era una criatura joven y hermosa con la que me crucé en ese callejón -le informó Behaim-. Alta pero de miembros finos. Y tenía una naricilla…

Se interrumpió y reflexionó porque no sabía muy bien qué decir de esa naricilla.

– … que se adaptaba perfectamente a su cara -prosiguió entonces-. Y tampoco era engreída. Sonrió al verme y dejó caer su pañuelo, este pañuelo que veis aquí de buen boccaccino, para que se lo devolviese.

– ¡Vaya! -exclamó el cerero-. ¡Qué mujer más vulgar! ¡Hacer señas a los hombres! De ésa obtendréis poco honor.

– ¡Mucho cuidado! -se enfadó el alemán-. ¡Cómo osáis hablar así! Y además, ¿quién está hablando aquí de honor? Quiero divertirme con ella y eso es todo. Honor… ¡Vamos hombre! Mal rayo me parta, ¡si la sopa es buena, qué me importa la sopera?

– ¡Está bien! ¡Está bien! -trató de aplacarle el cerero, que no quería quedarse sin lampreas-. Eso es asunto vuestro, no mío. Haced con ella lo que os plazca.

– Todavía no he llegado a ese punto -se lamentó Behaim-. Habéis de saber que sólo la he visto una vez.

– La veréis, la veréis todas las veces que queráis -le prometió el cerero-. Sólo tenéis que pasar por delante de su casa, ella estará asomada a la ventana, ansiosa de veros aparecer. O cuando sepa que vais a venir, se sentará delante de la casa en el pequeño banco del muro, acicalada como la santa Virgen que se prepara para ascender al cielo.

– Ése es el problema…, no conozco su casa ni sé dónde buscarla.

– ¡Dónde buscarla? -se exasperó el cerero-. Pues allí, allá, en esa calle, en aquella, en las iglesias, en los mercados, junto a las barracas de feria… sobran sitios donde buscarla, Milán es una ciudad grande.

– Ahora que lo pienso -dijo Behaim-; tal vez existe un camino que conduce hasta ella.

– Cien caminos -objetó el cerero, como si semejante abundancia de caminos fuese del mayor provecho para Behaim.

– Parece ser -prosiguió Behaim- que ella conoce un hombre al que os puedo describir bastante bien pues le observé detenidamente. Se trata de un individuo alto, delgado, demacrado, de nariz aguileña, entrado en años; lleva calzones grises de piel de carnero, un abrigo viejo de mala calidad guarnecido de escaso terciopelo y a veces se le ve allí enfrente, cantando en el mercado.

– ¿Cantando en el mercado? -exclamó el cerero-. ¿Y cuando está bebido baila la gallarda? En ese caso sé quién decís. Sí, conozco a ese hombre. Es una especie de poeta, recita versos de su propia invención y al hacerlo, sabe lanzar sus palabras tan hábilmente como el tejedor su bobina. No es de los nuestros, se dice que viene de la zona de Aosta o incluso de más lejos, pero baila la gallarda como sólo saben hacerlo los que han nacido en Lombardía. Ignoro cómo se llama o se hace llamar, pero se le puede encontrar todas las noches junto al mostrador de la taberna del Cordero, allí se reúne con los pintores, músicos, autores de pasquines y maestros canteros de la catedral; todo el vecindario les oye alborotar.

– Os estoy muy agradecido -dijo Behaim-. Busco compañía alegre para esta noche.

– La tendréis -declaró el cerero-. La mejor que podríais encontrar. Marchad ahora y comprad las lampreas. Mientras tanto encenderé el fogón, vos os ocupáis del vino, además tengo todavía un poco de cordero. No me conocéis. Cuando estoy inspirado soy capaz de haceros reír toda la noche con mis bromas. ¿Queréis oír cómo en una ocasión le birlé a una prostituta el dinero de sus servicios?

El alemán se frotó el brazo izquierdo con la mano derecha, como solía hacer cuando algo no le agradaba demasiado.

– En otra ocasión -decidió entonces-. Hoy debéis disculparme. En verdad os estoy muy agradecido. ¿Pero dónde encuentro ahora esa taberna del Cordero?

– Eso no me lo preguntéis a mí -dijo el cerero chasqueado-. Yo no soy de los que llevan su dinero a las tabernas. Si preferís la compañía de esa gente a la mía, bendito sea Dios, no se hable más, id a la plaza de la catedral, deambulad un poco por allí y cuando oigáis procedente de algún lugar un ruido infernal seguidlo. Ya sabéis que como sois forastero en esta ciudad, estoy dispuesto a serviros con cualquier clase de información, pero en lo que se refiere a las tabernas preguntad a otro.

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