CAPÍTULO VI
LA INDAGATORIA
EN el tiempo que medió hasta la celebración de la pesquisa, Poirot desplegó una actividad inagotable. Por dos veces se encerró con míster Wells. Dio también largos paseos por el campo. Me dolió el que no me hiciera sus confidencias, tanto más cuanto que no podía sospechar en absoluto qué era lo que se traía entre manos.
Se me ocurrió que quizá hubiera estado haciendo indagaciones en la granja de Raikes. De modo que, cuando el miércoles por la tarde me acerqué a Leastways Cottage y no lo encontré, anduve por los campos cercanos a la granja, con la esperanza de tropezarme con él. Pero no había el menor rastro de Poirot y no me decidí a ir directamente a casa de Raikes. Abandonando la búsqueda, me alejaba del lugar cuando me encontré con un viejo campesino que me miró con descaro, astutamente.
—Es usted de la Casa, ¿verdad? —preguntó.
—Sí. Estoy buscando a un amigo mío y pensé que podía haber venido en esta dirección.
—¿Un tipo pequeño, que mueve mucho las manos al hablar? ¿Uno de los belgas que están en el pueblo?
—Sí —dije con ansiedad—. ¿Es que ha estado aquí?
—Oh, sí, ¡claro que ha estado aquí! Y más de una vez. ¿Es amigo suyo? Ustedes los señores de la Casa son una buena pandilla.
Y siguió mirándome, cada vez con expresión más zumbona.
—¿Es que los señores de la Casa vienen aquí con frecuencia? —pregunté con tanta indiferencia como me fue posible.
Me guiñó un ojo con astucia.
—Uno ¡vaya si viene! Sin nombrar a nadie. ¡Y que es un señor muy generoso! ¡Oh, gracias, señor! Sí, estoy seguro.
Continué mi camino en un estado de excitación. ¡De modo que Evelyn Howard tenía razón! Experimenté una fuerte sensación de desagrado al pensar en la generosidad de Alfred Inglethorp con el dinero de otra mujer. ¿Estaría aquella picaresca cara agitanada en el fondo del crimen, o sería el dinero el móvil? Probablemente, una mezcla de ambas cosas.
Había un punto que parecía obsesionar a Poirot. Por una o dos veces me indicó que Dorcas debía de haberse equivocado al fijar la hora de la disputa. Repetidamente insinuó a la sirvienta que eran las cuatro y media, y no las cuatro, cuando oyó las voces.
La pesquisa tuvo lugar el viernes, en el hotel del pueblo. Poirot y yo nos sentamos juntos, no habiendo sido llamados para prestar declaración.
Concluyeron los preliminares reconociendo el jurado el cadáver, que fue identificado como John Cavendish.
Al ser interrogado, John describió cómo se había despertado en las primeras horas de la madrugada y las circunstancias de la muerte de su madre.
A continuación tuvo efecto el testimonio médico. Se hizo un silencio absoluto y todos los ojos se fijaron en el famoso especialista de Londres, conocido como una de las mayores autoridades del día en materia de toxicología.
En breves palabras, resumió el resultado de la autopsia. Despojada su declaración de los tecnicismos y de la fraseología médica, estableció que mistress Inglethorp había sido envenenada con estricnina. A juzgar por la cantidad encontrada, debía haber tomado no menos de tres cuartos de un grano[*] de estricnina, pero probablemente un grano o algo más todavía.
—¿Cabe la posibilidad de que haya tomado el veneno por accidente? —preguntó el fiscal.
—Lo considero muy improbable. La estricnina no se emplea en usos domésticos, como otros venenos, y se vende con restricciones.
—¿No encontró usted nada en su examen que le indique cómo fue administrado el veneno?
—No.
—Creo que llegó usted a Styles antes que el doctor Wilkins, ¿verdad?
—Así es. Me encontré con el coche en la puerta del parque y corrí a la casa.
—¿Quiere decirnos exactamente lo que ocurrió después?
—Entré en el cuarto de mistress Inglethorp. En aquel momento sufría unas convulsiones tetánicas características. Se volvió hacia mí y dijo entrecortadamente: «¡Alfred! ¡Alfred!».
—¿Puede habérsele administrado la estricnina con el café que le llevó su marido después de cenar?
—Es posible, pero la estricnina es una droga de acción bastante rápida. Los síntomas aparecen una hora o dos después de ser ingerida. Su acción se retarda bajo ciertas condiciones, que no aparecen en este caso. Supongo que mistress Inglethorp tomó el café a eso de las ocho y los síntomas no se manifestaron hasta las primeras horas de la madrugada, lo que indica que la droga fue tomada mucho después de las ocho.
—Mistress Inglethorp tenía la costumbre de tomar una taza de chocolate durante la noche. ¿Pudo administrársele la estricnina con él?
—No, yo mismo cogí un poco del chocolate que quedaba en el cazo y lo hice analizar. No contenía estricnina.
Oí a Poirot reír entre dientes.
—¿Cómo lo supo usted? —le pregunté, en un susurro.
—Escuche.
—En realidad —continuó el doctor—, me hubiera sorprendido enormemente encontrar estricnina.
—¿Por qué?
—Sencillamente, porque la estricnina tiene un sabor muy amargo. Puede notarse en una solución de uno en setenta mil y sólo puede disimularse con alguna sustancia de sabor muy fuerte. El chocolate no reúne esa condición.
Un miembro del jurado quiso saber si la misma objeción era aplicable al café.
—No. El café tiene un sabor amargo que, posiblemente, anularía el de la estricnina.
—Entonces, ¿considera usted más probable que la droga fuera administrada con el café, pero que por alguna razón desconocida, su acción se retrasó?
—Sí; pero como la taza quedó tan finamente desmenuzada, no hay posibilidad de analizar su contenido.
Con esto terminó la declaración del doctor Bauerstein. El doctor Wilkins la corroboró en todas sus partes. Interrogado sobre la posibilidad de suicidio, la rechazo terminantemente. La muerta, dijo, tenía débil el corazón, pero por lo demás disfrutaba de perfecta salud y era de naturaleza alegre y equilibrada. Nunca hubiera pensado en quitarse la vida.
A continuación llamaron a Lawrence Cavendish. Su declaración no tuvo importancia, limitándose a repetir la de su hermano. En el momento en que se retiraba, se detuvo y dijo, titubeando:
—¿Puedo exponer una idea?
—Naturalmente, míster Cavendish. Estamos aquí para averiguar la verdad de este asunto y cualquier indicación que pueda ayudarnos a conseguirlo será bien recibida.
—Es sólo una idea mía —explicó Lawrence—. Puedo estar equivocado, por supuesto, pero a mí me parece que la muerte de mi madre puede ser explicada por medios naturales.
—¿Cómo se la explica usted, míster Cavendish?
—Mi madre, desde algún tiempo antes de su muerte había estado tomando un tónico que contenía estricnina.
—¡Ah! —dijo el fiscal.
Uno del jurado levantó la vista, interesado.
—Creo —continuó Lawrence— que ha habido casos en los que el efecto acumulativo de una droga, tomada durante algún tiempo, ha terminado por producir la muerte. ¿Y no puede ser también que haya tomado por equivocación una dosis exagerada de la medicina?
—Es la primera vez que oímos decir que la muerta tomara antes estricnina. Se lo agradecemos mucho, míster Cavendish.
El doctor Wilkins fue llamado de nuevo y ridiculizó la idea.
—Lo que sugiere míster Cavendish es completamente imposible. Cualquier médico le diría a usted lo mismo. La estricnina es, en cierto sentido, un veneno acumulativo, pero es completamente imposible que la muerte sobreviniera tan súbitamente. Tenía que haber habido un largo período de síntomas crónicos, que hubieran llamado inmediatamente mi atención. Todo esto es absurdo.
—¿Y la segunda suposición? ¿No ha podido mistress Inglethorp tomar equivocadamente una dosis excesiva?
—Ni tres ni cuatro dosis hubieran producido la muerte. Mistress Inglethorp siempre tenía preparada una gran cantidad de medicina, porque era cliente de Coots, los farmacéuticos de Tadminster. Hubiera tenido que tomar casi todo el frasco para explicar la cantidad de estricnina encontrada en la autopsia.
—Entonces, ¿cree usted que debemos desechar la idea de que el tónico haya podido ser de algún modo la causa de la muerte?
—Desde luego. La suposición es ridícula.
El mismo miembro del jurado que había interrumpido antes sugirió que el farmacéutico que había preparado la medicina podía haber cometido un error.
—Eso, por supuesto, siempre es posible —replicó el doctor.
Pero Dorcas, que fue llamada a continuación, disipó también esta posibilidad. La medicina no había sido preparada recientemente. Al contrario, mistress Inglethorp había tomado la última dosis el día de su muerte.
De ese modo, la idea del tónico fue abandonada finalmente y el fiscal siguió con su tarea. Dorcas declaró cómo había sido despertada por la violenta llamada de la campanilla de la señora y cómo a continuación levantó a toda la casa, pasando el fiscal después al tema de la disputa de la noche anterior.
La declaración de Dorcas en este punto fue en sustancia la misma que Poirot y yo habíamos oído ya; de modo que no la repito.
El testigo siguiente fue Mary Cavendish. Se mantuvo muy firme y habló en voz baja, clara y completamente tranquila. Contestando a la pregunta del fiscal, dijo que su reloj despertador había sonado a los 4.30, como de costumbre, y que estaba vistiéndose cuando la sobresaltó el ruido de la caída de algo pesado, no pudiendo deducir qué cuerpo podía haberlo originado.
—Debió ser la mesa que está junto a la cama —comentó el fiscal.
—Abrí la puerta —continuó Mary— y escuché. A los pocos minutos la campanilla sonó violentamente. Dorcas vino corriendo y despertó a mi marido y todos juntos fuimos al cuarto de mi madre política, pero estaba cerrado…
El fiscal la interrumpió:
—Creo que no necesitamos molestarla a usted más en ese punto. Sabemos todo lo que tenemos que saber acerca de los hechos subsiguientes. Pero le agradecería mucho nos contara lo que oyó de la disputa del día anterior.
—¿Yo?
En su voz había cierta insolencia. Se arregló con la mano el volante de encaje de su cuello, volviendo un poco la cabeza cuando lo hacía. Y un pensamiento cruzó rápidamente por mi imaginación: «¡Está ganando tiempo!».
—Sí, ya sé que estaba usted sentada leyendo en el banco junto a la ventana del boudoir —continuó el fiscal lentamente—. ¿No es así?
La noticia era nueva para mí y, mirando a Poirot de reojo, me hizo suponer que también lo resultaba para él.
Hubo una pausa muy breve, sólo un momento de duda, antes de que ella contestara.
—Sí, así es.
—Y la ventana del boudoir estaba abierta, ¿no es cierto?
Palideció ligeramente al contestar.
—Sí.
—Entonces tiene que haber oído la conversación sostenida en el boudoir, especialmente si hablaban alto, con cólera. Realmente, desde donde estaba usted tenía que oírse mejor aún que desde el vestíbulo.
—Posiblemente.
—¿Quiere repetirnos lo que oyó de la disputa?
—La verdad es que no recuerdo haber oído nada.
—¿Quiere usted decir que no oyó las voces?
—¡Oh, sí, oí voces! Pero no oí lo que decían —sus mejillas se colorearon ligeramente—. No tengo la costumbre de escuchar conversaciones privadas.
El coroner insistió.
—¿Y no recuerda usted nada en absoluto? ¿Nada, mistress Cavendish? ¿Ni siquiera una palabra o una frase perdida que le indicaran que se trataba de una conversación privada?
Mistress Cavendish pareció reflexionar. Aparentemente, seguía tan serena como siempre.
—Sí; recuerdo que mistress Inglethorp dijo algo, no sé exactamente qué, acerca de causar escándalo entre marido y mujer.
—¡Ah! —el fiscal se recostó satisfecho—. Eso concuerda con lo que Dorcas oyó. Pero perdóneme, señora Cavendish. ¿No se marchó usted de allí, a pesar de darse cuenta de que era una conversación personal? ¿Permaneció donde estaba?
Sorprendí un fulgor momentáneo en los ojos dorados de Mary Cavendish. Comprendí que de buena gana hubiera hecho pedazos al abogaducho, pero contestó tranquilamente:
—No. Estaba a gusto allí. Me absorbí en la lectura.
—¿Y eso es todo lo que puede decimos?
—Todo.
Se dio por terminado el interrogatorio de Mary Cavendish, aunque dudo que el fiscal quedara completamente satisfecho. Creo que sospechó que la testigo podía haber hablado más.
Amy Hill, dependiente de comercio, fue llamada a continuación y declaró haber vendido a William un impreso para testamento en la tarde del 17.
William Earl y Manning la sucedieron y declararon haber firmado un documento como testigos. Manning fijó la hora en las 4.30 aproximadamente; William opinó que debía ser un poco antes.
A continuación se presentó Cynthia Murdoch. Poco tenía que decir. No había sabido nada de la tragedia hasta que mistress Cavendish la había despertado.
—¿No oyó usted la caída de la mesa?
—No; estaba profundamente dormida.
El fiscal sonrió.
—El sueño del justo —observó—. Gracias, miss Murdoch; eso es todo.
—¡Miss Howard!
Miss Howard mostró la carta que le había escrito mistress Inglethorp en la tarde del 17. Poirot y yo, por supuesto, ya la habíamos visto. No añadió nada nuevo a lo que sabíamos de la tragedia. A continuación reproduzco el contenido de la carta:
17 de julio. Styles Court. Essex.
Querida Evelyn:
¿Quieres que hagamos las paces? Me ha costado trabajo olvidar lo que dijiste de mi querido esposo, pero soy una vieja que te tiene mucho afecto.
Con todo cariño,
Emily Inglethorp.
La carta fue entregada al jurado, que la examinó con toda atención.
—Me parece que no nos ayuda gran cosa —dijo el fiscal, suspirando—. No menciona en ella los acontecimientos de la tarde.
—Para mí, está claro como la luz del día —dijo miss Howard brevemente—. Esta carta demuestra que mi pobre amiga acababa de darse cuenta de cómo había hecho el ridículo.
—No hay nada por el estilo en la carta —señaló el fiscal.
—No, porque Emily nunca reconocería haber obrado mal. Pero yo la conocía. Quería que volviera. Claro que no iba a reconocer que yo había tenido razón. Andaba con rodeos. Como la mayoría de la gente. Yo no soy así.
Míster Wells sonrió débilmente, y lo mismo hicieron algunos miembros del jurado. Miss Howard debía ser una figura muy conocida.
—De todos modos, toda esta payasada es perder el tiempo —continuó mistress, mirando al jurado de arriba abajo, con desprecio—. ¡Hablar, hablar, hablar! Cuando todos sabemos perfectamente…
El fiscal la interrumpió, angustiado:
—Gracias, miss Howard; eso es todo.
Me figuro que suspiraría aliviado al ver que miss Howard obedecía.
Entonces llegó la sensación del día. El fiscal llamó a Albert Mace, el ayudante de la farmacia.
Era nuestro excitado joven de rostro pálido. Contestando a las preguntas del fiscal, explicó que era farmacéutico graduado y que trabajaba en esa farmacia desde hacía poco tiempo, por haber sido llamado a filas el ayudante anterior.
Concluidos los preliminares, el fiscal no perdió tiempo.
—Míster Mace, ¿ha vendido usted últimamente estricnina a alguna persona desautorizada?
—Sí, señor.
—¿Cuándo fue eso?
—El lunes pasado, por la noche.
—¿El lunes? ¿No fue el martes?
—No, señor; fue el lunes dieciséis.
—¿Quiere hacer el favor de decirme a quién se la vendió?
Se hubiera podido oír el vuelo de una mosca.
—Sí, señor. Se la vendí a míster Inglethorp.
Todas las miradas se volvieron simultáneamente al lugar donde se sentaba Alfred Inglethorp inexpresivo e impasible.
—¿Está usted seguro de lo que dice? —preguntó el fiscal.
—Completamente seguro, señor.
—¿Tiene usted la costumbre de despachar estricnina así a la ligera?
El desventurado joven desfallecía a ojos vistas ante el ceño del fiscal.
—No, señor. ¡Claro que no! Pero tratándose de míster Inglethorp, de la Casa, creí que no había peligro. Dijo que era para envenenar un perro.
Comprendí su actitud. Era muy humano tratar de ayudar a «la Casa», especialmente si de ahí podía resultar que dejaran de ser clientes de Coots para serlo del establecimiento local.
—¿No es costumbre que todo el que compre un veneno firme en un libro?
—Sí, señor, y míster Inglethorp firmó.
—¿Tiene usted aquí el libro?
—Sí, señor.
El libro fue mostrado, y con unas palabras de severa censura del fiscal despidió al desdichado míster Mace.
Entonces, en medio del silencio más absoluto, fue llamado míster Inglethorp. Me pregunté si se daría cuenta de cómo iba apretándose la soga alrededor de su cuello.
El fiscal fue derecho al asunto.
—En la tarde del último lunes, ¿compró estricnina con el propósito de envenenar un perro?
Inglethorp replicó con perfecta calma:
—No, no lo hice. No hay ningún perro en Styles, con excepción de un perro pastor que disfruta de excelente salud.
—¿Niega usted haber comprado estricnina a Albert Mace el pasado lunes?
—Lo niego.
—¿También niega usted eso?
El fiscal le entregó el registro en el que figuraba su firma.
—Naturalmente que lo niego. Esta escritura es completamente diferente de la mía. Se lo demostraré inmediatamente; vea…
Sacó de su bolsillo un sobre viejo y escribió en él su nombre, entregándoselo luego al jurado. La escritura era, efectivamente, distinta por completo.
—Entonces, ¿cómo explica usted la declaración de míster Mace?
Alfred Inglethorp replicó, imperturbable:
—Míster Mace debe haberse equivocado.
El fiscal dudó un momento y dijo:
—Míster Inglethorp, por pura fórmula, le importaría decirnos dónde estaba la tarde del lunes dieciséis de julio?
—Realmente… no recuerdo.
—Eso es absurdo, míster Inglethorp —dijo el fiscal severamente—. Piense usted mejor.
Inglethorp movió la cabeza negativamente.
—No puedo recordarlo. Tengo una idea de que estaba paseando.
—¿En qué dirección?
—Es que no puedo recordarlo.
La expresión del fiscal se hizo más severa.
—¿Estaba usted con alguien?
—No.
—¿Se encontró a alguien en su paseo?
—No.
—Es una pena —dijo el fiscal secamente—. ¿Debo entender que se niega a declarar dónde estaba en el momento en que míster Mace asegura haberle visto en la tienda comprando estricnina?
—Si quiere usted interpretarlo de ese modo…
—¡Tenga cuidado, míster Inglethorp!
Poirot se removía, nervioso.
—Sacré! —murmuró—. ¿Es que ese imbécil quiere que lo detengan?
Indudablemente, Inglethorp estaba causando muy mala impresión. Sus fútiles negativas no convencían a un niño. Sin embargo, el fiscal pasó rápidamente al siguiente punto y Poirot respiró, aliviado.
—¿Tuvo usted una discusión con su esposa el martes por la tarde?
—Perdón —interrumpió Alfred Inglethorp—, le han informado mal. Yo no he disputado con mi querida esposa. Toda esa historia es absolutamente falsa. Estuve fuera de casa toda la tarde.
—¿Hay alguien que pueda atestiguar lo que usted dice?
—Tiene usted mi palabra —dijo Inglethorp altivamente.
El fiscal no se molestó en contestar.
—Hay dos testigos dispuestos a jurar que le han oído discutir con mistress Inglethorp.
—Esos testigos se equivocan.
Yo estaba desconcertado. El hombre hablaba con tal seguridad que empecé a dudar. Miré a Poirot. Su rostro tenía una expresión de regocijo cuya razón no pude comprender. ¿Estaría convencido, después de todo, de la culpabilidad de Alfred Inglethorp?
—Míster Inglethorp —apuntó el fiscal—, ha oído usted repetir aquí las últimas palabras de su esposa. ¿Puede usted explicarlas de algún modo?
—Claro que puedo.
—¿De verdad?
—Es muy sencillo. El cuarto estaba medio a oscuras, y el doctor Bauerstein es más o menos de mi estatura y también lleva barba. En la semioscuridad y enferma como estaba, mi pobre esposa lo confundió conmigo.
—¡Ah! —murmuró Poirot entre dientes—. ¡Es una idea!
—¿Cree usted que es cierto? —susurré.
—No digo eso. Pero es una suposición muy ingeniosa.
—Usted interpreta las últimas palabras de mi esposa como una acusación —continuaba Inglethorp—, pero eran, por el contrario, una llamada.
El fiscal reflexionó un momento y dijo:
—Creo, míster Inglethorp, que usted mismo sirvió el café y se lo llevó a su esposa aquella noche.
—Efectivamente, lo serví, pero no se lo llevé. Pensaba hacerlo, pero me dijeron que me esperaba un amigo en la puerta y dejé la taza en la mesa del vestíbulo. Cuando volví, minutos más tarde, no estaba allí.
Me pareció que esta manifestación, cierta o no, no mejoraba mucho las cosas para Inglethorp. De todos modos, había tenido tiempo sobrado para echar el veneno en el café.
En aquel momento, Poirot me dio con el codo suavemente, señalándome dos hombres sentados cerca de la puerta. Uno de ellos era menudo, moreno, con expresión astuta y cara de hurón; el otro era alto y rubio.
Le pregunté a Poirot con la mirada y él acercó los labios a mi oído.
—¿Sabe usted quién es ese hombre menudo?
Moví la cabeza negativamente.
—Es James Japp, detective inspector de Scotland Yard. El otro también es de Scotland Yard. Las cosas van deprisa, amigo.
Miré a los dos hombres detenidamente. Nada en ellos recordaba al policía. Nunca hubiera creído que fueran personajes oficiales.
Todavía seguía mirándolos cuando me sobresalté al oír el veredicto:
—Asesinato cometido por persona o personas desconocidas.