CAPÍTULO XI
EL DOCTOR BAUERSTEIN
NO había tenido la oportunidad todavía de transmitirle a Lawrence el mensaje de Poirot. Pero, un poco más tarde, paseándome por el césped y alimentando aún un resentimiento contra mi amigo por su conducta arbitraria, vi a Lawrence en el campo de croquet. Golpeaba a la ventura dos pelotas muy viejas con un mazo más viejo todavía.
Me pareció una buena oportunidad para entregarle el mensaje. De otro modo, el mismo Poirot me hubiera relevado de ello. Era cierto que no se alcanzaba su propósito muy claramente, pero me hacía ilusiones de averiguarlo por la contestación de Lawrence y por unas cuantas preguntas hábiles que yo le hiciera. Le abordé, por tanto.
—Te estaba buscando —mentí.
—¿Sí?
—Sí. Tengo un mensaje para ti… de Poirot.
—¿De veras?
—Me dijo que esperara a estar a solas contigo.
Y al decir esto bajé la voz significativamente, vigilándole con astucia con el rabillo del ojo. Siempre he sido muy hábil para eso que llaman, según creo, «crear atmósfera».
—¿Y qué?
La expresión de su rostro, moreno y melancólico, no cambió. ¿Tendría idea de lo que iba a decirle?
—El mensaje es éste —bajé aún más la voz—: «Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz».
—¿Qué significa eso?
Lawrence me miraba con una estupefacción que no era fingida.
—¿Es que tú no lo sabes?
—En absoluto. ¿Lo sabes tú?
Me vi forzado a negar con la cabeza.
—¿Qué taza de café?
—No lo sé.
—Sería mejor que preguntara a Dorcas o alguna de las criadas, si quiere saber algo de tazas de café. Es cosa de mujeres, no mía. No sé nada de tazas de café, como no sea que tenemos unas que nunca usamos y que son una verdadera maravilla. Porcelana antigua de Worcester. ¿Eres entendido en porcelana, Hastings?
Hice con la cabeza un movimiento negativo.
—No sabes lo que te pierdes. Es un placer incomparable tener en la mano una pieza perfecta de porcelana antigua; hasta el mirarlo lo es.
—Bueno, ¿qué le digo a Poirot?
—Dile que no sé de qué me habla. Es un jeroglífico para mi persona.
—Muy bien.
Me dirigí hacia la casa cuando me llamó de pronto.
—Es decir, ¿cuál era el final del mensaje? ¿Quieres repetírmelo?
—«Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz». ¿Estás seguro de que no sabes lo que quiere decir? —pregunté con ansiedad, deseoso a mi vez de comprender algo.
Movió la cabeza, negando.
—No —dijo en un susurro—. ¡Ojalá lo supiera!
En aquel momento sonó el batintín y nos dirigimos juntos a la casa. John había invitado a Poirot a almorzar y mi amigo el detective estaba ya sentado a la mesa desde momentos antes.
Por acuerdo tácito, se habían excluido las alusiones a la tragedia. Hablamos de la guerra y de otros temas generales. Pero después de que Dorcas sirvió el queso y las galletas y abandonó el comedor, Poirot, de pronto, se inclinó hacia mistress Cavendish.
—Perdóneme, señora, por traerle a la memoria recuerdos desagradables, pero tengo una pequeña idea —las «pequeñas ideas» de Poirot habían llegado a ser una broma para todos—. Me gustaría hacerle un par de preguntas.
—¿A mí? Desde luego.
—Es usted muy amable, madame. Lo que quiero preguntarle es esto: ¿Dijo usted que la puerta de comunicación entre el cuarto de mistress Inglethorp y el de mademoiselle Cynthia estaba cerrada?
—Claro que estaba cerrada —replicó Mary Cavendish—. Ya lo he dicho en el interrogatorio.
Parecía perpleja.
—Quiero decir —explicó Poirot— si está usted segura de que tenía el cerrojo echado, que no estaba solamente cerrada.
—¡Ah! Ya veo lo que quiere usted decir. No, no lo sé. Quise decir únicamente que estaba cerrada, que no pude abrirla. Pero creo que todas las puertas han sido encontradas con el cerrojo echado por dentro.
—De todos modos, en lo que a usted se refiere, la puerta podía estar simplemente cerrada con llave.
—Sí, sí.
—¿Y no se fijó usted por casualidad, madame, cuando entró en el cuarto de mistress Inglethorp, si la puerta tenía echado el cerrojo?
—Creo… creo que sí.
—Pero ¿usted no lo vio?
—No, yo… no miré.
—Yo sí miré —interrumpió Lawrence súbitamente—. Me di cuenta por casualidad de que estaba corrido.
—¡Ah! Eso lo explica.
Y Poirot quedó cabizbajo.
No pude menos de regocijarme de que, por una vez, una de sus «pequeñas ideas» no hubiera conducido a nada práctico.
Después de almorzar, Poirot me rogó le acompañara a su casa. Acepté fríamente.
—Está usted enfadado, ¿verdad? —preguntó con ansiedad mientras cruzábamos el parque.
—Yo no —dije fríamente.
—¡Ah, bueno! Eso me quita un gran peso de encima.
No era ésa precisamente mi intención. Esperaba haberle hecho notar mi actitud resentida. De todos modos, el fervor con que me habló puso fin a mi justificado disgusto y me ablandé.
—Le he dado a Lawrence su mensaje —dije.
—¿Y qué le contestó? Se desconcertó por completo, ¿no es verdad?
—Sí. Estoy completamente seguro de que no tiene idea de lo que usted quería decir.
Esperaba que Poirot se hubiera desilusionado con mi informe; pero, con gran sorpresa por mi parte, replicó que eso era lo que había supuesto y que estaba muy contento. Mi orgullo me impidió formular más preguntas.
Poirot cambió de conversación.
—¿Cómo es que mademoiselle Cynthia no almorzó hoy con nosotros?
—Está en el Hospital. Ha vuelto hoy al trabajo.
—Ah, es una señorita muy inteligente. Y también muy bonita. Se parece a algunos cuadros que he visto en Italia. Me gustaría mucho ver su dispensario. ¿Cree usted que me lo permitiría?
—Estoy seguro de que le encantará hacerle los honores. Es un lugar muy interesante.
—¿Va allí todos los días?
—Tiene los miércoles libres y los sábados viene a almorzar a casa. Son sus únicas horas libres. Trabaja con intensidad.
—Lo tendré presente. Las mujeres están haciendo una gran labor en nuestros días, y mademoiselle Cynthia es inteligente de veras. ¡Ya lo creo que esa pequeña tiene buena cabeza!
—Sí. Creo que ha pasado un examen bastante duro.
—No lo dudo. Después de todo, es un trabajo de mucha responsabilidad. ¿Tendrán allí venenos muy activos?
—Sí, nos los enseñó. Están guardados en un armarito. Creo que tienen que ir con mucho cuidado con ellos. Antes de dejar la habitación siempre cierran con llave dicho armarito.
—Naturalmente. Y ese armarito ¿está cerca de la ventana?
—No. Está precisamente en el lado opuesto de la habitación. ¿Por qué?
—Por nada, por saber. ¿Entra usted conmigo, querido Hastings?
Estábamos ya ante el chalet.
—No. Creo que me vuelvo. Daré un paseo por los bosques.
Los bosques que circundaban Styles eran muy hermosos. Después del paseo por el parque resultaba agradable vagar perezosamente por los frescos claros de la arboleda. Apenas se movía una hoja. Hasta el trinar de los pájaros sonaba tenue y como amortiguado. Anduve un pequeño trecho y después me tumbé bajo una vieja haya. Mis pensamientos hacia la Humanidad eran amables y caritativos. Hasta perdoné a Poirot sus absurdos secretos. Me sentía en paz con el mundo. Bostecé.
Me puse a pensar en el crimen y me pareció irreal y como muy lejos de mí.
Bostecé de nuevo.
Probablemente, pensaba, todo aquello no había ocurrido en realidad. Tenía que ser todo una pesadilla. La verdad era que Lawrence había asesinado a Alfred Inglethorp con un mazo de croquet. Pero era absurdo que John armara por ello semejante escándalo y que anduviera gritando: «¡Te digo que no lo consentiré!».
Me desperté sobresaltado.
Inmediatamente me di cuenta de que me encontraba en un trance muy apurado, pues a unos metros de distancia estaban John y Mary Cavendish, de pie uno frente al otro, y era evidente que disputaban. También era evidente que no habían advertido mi presencia, ya que, antes de que pudiera moverme o hablar, John repetía las palabras que me habían despertado:
—¡Te digo, Mary, que no lo consentiré!
Oí la voz de Mary, fría y clara al contestar:
—¿Tienes tú algún derecho a criticar mis actos?
—Todo el pueblo hablará. Mi madre enterrada el sábado y tú correteando por ahí sin controlar el tiempo, con ese tipo antipático.
—¡Ah, vamos! —Mary se encogió de hombros—. Lo único que te importa es el comadreo.
—No es sólo eso. Y estoy harto de verle por aquí. Además, es un judío polaco.
—Unas gotas de sangre judía no perjudican. Influyen favorablemente sobre la… —le miró— la imperturbable estupidez del inglés medio.
Había fuego en sus ojos y hielo en su voz. No me extrañó que John enrojeciera vivamente.
—¡Mary!
—¿Qué?
El tono de su voz no había cambiado. La súplica murió en los labios de John.
—¿Quieres decir que seguirás viendo a Bauerstein contra mi expreso deseo?
—Sí, si se me antoja.
—¿Me desafías?
—No, pero te niego todo derecho a criticar mis actos. ¿No tienes tú amigos que yo desaprobaría?
John se echó atrás. El color desapareció de su rostro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con voz insegura.
—¡Ya lo ves! —dijo Mary tranquilamente—. Te das cuenta, ¿verdad?, de que tú no tienes derecho a escogerme a mí mis amigos.
John la miró suplicante. Parecía profundamente herido.
—¿Que no tengo derecho, Mary? ¿Que no tengo derecho? —dijo con voz vacilante. Extendió sus manos hacia ella—. ¡Mary!
Por un momento creí que Mary vacilaba. Su expresión se dulcificó, pero de pronto dio media vuelta y exclamó casi con fiereza:
—¡Ninguno!
Se marchaba ya, y John corrió tras ella y la cogió por un brazo.
—Mary —su voz era muy tranquila—, ¿estás enamorada de ese Bauerstein?
Mary titubeó y súbitamente su rostro adquirió una expresión extraña, vieja como el mundo y sin embargo eternamente joven. Las esfinges de Egipto podían haber sonreído así.
Se soltó suavemente y le habló por encima del hombro.
—Puede ser.
Y se marchó rápidamente, dejando a John en el claro del bosque, en pie, como petrificado.
Me acerqué procurando hacer ruido, rompiendo algunas ramas secas con los pies. John se volvió. Afortunadamente supuso que acababa de llegar al lugar de la escena.
—Hola, Hastings, ¿has dejado a salvo en su casa al hombrecillo? Es un tipo muy curioso. ¿Y es tan bueno realmente?
—Estaba considerado como uno de los mejores detectives de su época.
—Ah, entonces supongo que será bueno. Pero, ¡qué mundo éste tan asqueroso!
—¿Te parece asqueroso? —pregunté.
—¡Oh, Dios, así lo creo! Para empezar, está ese horrible asunto. Los hombres de Scotland Yard entrando y saliendo como Perico por su casa. Nunca sabe uno por dónde van a aparecer. Y esos escandalosos titulares de los periódicos. ¡Condenados periodistas! ¿Sabes que se había reunido una verdadera multitud en las puertas del parque esta mañana? Para estos aldeanos este asunto es como una Cámara de los Horrores de madame Tussaud gratuita. ¡Resulta insoportable!
—Anímate, John —dije, tratando de suavizar su ira—. Esto no va a durar eternamente.
—¿Tú crees que no? Durará lo suficiente para que ninguno de nosotros pueda volver a levantar la cabeza en mucho tiempo.
—No, no, no te pongas morboso.
—Hay como para volverse loco. Sentirse asediado por esos idiotas de cara de torta, por más que uno se esconda. Pero todavía hay cosas peores.
—¿Qué?
Bajó la voz.
—¿Has pensado, Hastings, en quién podría ser el asesino? Porque para mí es una pesadilla. A veces no puedo menos de pensar que debe haber sido un accidente. Porque… porque… ¿quién puede haberlo hecho? Ahora que Inglethorp está fuera del asunto, no queda nadie; es decir, sólo quedamos nosotros…
Realmente, ¡qué pesadilla para cualquiera! ¿Uno de nosotros? Claro, tenía que ser, a menos que…
Se me ocurrió una nueva idea. La estudie rápidamente. La luz se hacía en mi cerebro. La misteriosas andanzas de Poirot, sus insinuaciones, todo encajaba. ¡Que tonto había sido al no pensar antes en ella y qué alivio para todos nosotros!
—No, John —dije—, no ha sido ninguno de nosotros. Eso es imposible.
—Ya lo sé; pero entonces, ¿quién?
—¿No lo adivinas?
—No.
Miré a nuestro alrededor con precaución y dije en voz baja:
—El doctor Bauerstein.
—¡Imposible! ¿Qué interés iba a tener él en la muerte de mi madre?
—Eso no lo sé —confesé—; pero te diré una cosa: Poirot piensa lo mismo.
—¿Poirot? ¿Y cómo lo sabes?
Le conté cómo se había excitado Poirot al saber que el doctor Bauerstein había estado en Styles la noche fatal, y añadí:
—Dijo dos veces: «Esto lo cambia todo». Y he estado pensando sobre ello. Ya sabes que Inglethorp dijo que había dejado el café en el vestíbulo, y fue precisamente entonces cuando llegó Bauerstein. ¿No pudo el doctor echar algo en el café al pasar, cuando cruzó el vestíbulo? ¿No lo encuentras verosímil?
—¡Hum! —dijo John—. Hubiera sido muy arriesgado.
—Sí, pero es posible.
—Y además, ¿cómo iba a saber él que era el café de mi madre? No, chico, no creo que eso pueda tomarse en consideración.
Pero recordé otra cosa aún.
—Tienes razón. No fue así cómo lo hizo. Escucha.
Y le conté que Poirot había mandado analizar la muestra del chocolate.
John me interrumpió.
—¡Pero si Bauerstein ya lo había analizado!
—Claro, claro, precisamente. ¿No lo entiendes? Bauerstein lo había mandado analizar, eso es. Si es Bauerstein el asesino, nada más fácil para él que sustituir la muestra del chocolate de tu madre por otro normal y mandarlo analizar. Naturalmente, ¡no se encontró estricnina! Pero a nadie más que a Poirot se le ocurriría sospechar de Bauerstein y llevar al laboratorio otra muestra de chocolate —añadí con agradecimiento tardío.
—Sí, pero el chocolate no disimula el sabor amargo de la estricnina.
—Sólo lo sabemos porque él lo dijo. Y aún hay otras posibilidades. Está considerado como uno de los más célebres toxicólogos…
—¿Uno de los más célebres qué? Repítelo.
—Es una persona muy entendida en venenos —expliqué—. Bueno, mi idea es que quizá ha encontrado el modo de preparar estricnina insípida. O puede que ni siquiera fuera estricnina, sino alguna droga desconocida de la que nadie ha oído hablar y que produce los mismos efectos.
—¡Hum! Sí, eso puede ser —dijo John—. Pero escucha: ¿cómo pudo acercarse al chocolate? No estaría en el piso de abajo…
—No, no estaba —admití de mala gana.
Y de pronto una posibilidad espantosa pasó por mi imaginación. Deseé con toda mi alma que a John no se le hubiera ocurrido también. Le miré de reojo. Fruncía el ceño, perplejo, y respiré aliviado, porque el terrible pensamiento que había pasado por mi imaginación era éste: el doctor Bauerstein podía tener un cómplice.
Pero no podía ser cierto. Una mujer tan hermosa como Mary Cavendish no podía ser una asesina. Sin embargo, había habido envenenadoras muy hermosas.
Y súbitamente recordé la conversación que habíamos sostenido el día de mi llegada, a la hora del té, y el brillo de sus ojos al decir que el veneno era un arma femenina. ¡Qué agitada estaba en la noche de aquel martes fatal! ¿Habría descubierto mistress Inglethorp algo entre ella y Bauerstein y la amenazaría con decírselo a su marido? ¿Se habría cometido el crimen para evitar la denuncia?
Recordé aquella conversación tan enigmática entre Poirot y miss Howard. ¿Sería eso lo que querían decir, la monstruosa posibilidad que Emily se esforzara en no creer?
Sí, todo parecía encajar. No era extraño que miss Howard hubiera querido ocultar el asunto. Entonces comprendí aquella frase suya que no terminó: «La misma Emily…». E interiormente estuve de acuerdo con ella. ¿No hubiera preferido mistress Inglethorp que su muerte quedara impune antes de ver deshonrado el nombre de los Cavendish?
—Hay otra cosa aún —dijo John de pronto, y el inesperado sonido de su voz me sobresaltó, sintiéndome culpable—. Algo que me hace dudar de que lo que dices pueda ser cierto.
—¿Qué pasa? —pregunté, dando gracias a Dios al ver que había abandonado el tema referente a cómo podía haber sido introducido el veneno en el chocolate.
—El que el doctor Bauerstein haya solicitado la autopsia… No tenía por qué haberlo hecho. El pobre Wilkins hubiera estado muy contento de dejarlo como ataque al corazón.
—Sí —dije pensativo—. Pero no sabemos. Puede que haya pensado que era más seguro a la larga. Podía haber habladurías más tarde. Entonces el Ministerio del Interior podía ordenar la exhumación. Todo habría salido a la luz y él se hubiera encontrado en una situación difícil, porque nadie hubiera creído que un hombre de sus conocimientos se equivocara en lo del ataque al corazón.
—Sí, es posible —admitió John; y añadió—. Sin embargo, que me desuellen si veo qué motivo puede haber tenido.
Me eché a temblar de nuevo.
—Mira —dije—. Puedo estar completamente equivocado. Y recuerda que todo esto es confidencial.
—Ah, por supuesto, ni que decir tiene.
Mientras hablábamos habíamos llegado a la puerta pequeña del jardín. Oímos voces cercanas, porque estaban sirviendo el té bajo el sicómoro, como en el día de mi llegada.
Cynthia había vuelto del hospital y acerqué mi silla a la suya, transmitiéndole el deseo de Poirot de visitar el dispensario.
—Desde luego. Me encantará su visita. Que vaya a tomar el té conmigo una tarde. Tengo que ponerme de acuerdo con él. ¡Es un hombrecillo tan agradable! Pero es cómico. El otro día me hizo quitar el broche que llevaba en la blusa y ponérmelo otra vez, porque al parecer no quedaba derecho.
Me reí.
—Sí, es una verdadera manía.
—¿Verdad que sí?
Estuvimos callados durante un par de minutos, y entonces, mirando en la dirección de Mary Cavendish y bajando la voz, Cynthia dijo:
—Míster Hastings.
—Dígame, Cynthia.
—Quiero hablar con usted, después del té.
El modo como miró a Mary me dio que pensar. Supuse que entre las dos no había gran simpatía. Por primera vez se me ocurrió preguntarme cuál sería el futuro de la muchacha. Mistress Inglethorp no había dejado ninguna disposición con respecto a ella, pero supuse que John y Mary insistirían para que se quedara a vivir con ellos, al menos hasta el fin de semana. John, indudablemente, le tenía gran afecto y sentiría que se marchara.
John que había entrado en la casa, apareció de nuevo. Su rostro, generalmente afable, presentaba una desacostumbrada expresión de ira.
—¡Malditos detectives! ¡Pero qué andarán buscando! Han estado en todas las habitaciones de la casa, poniéndolo todos patas arriba. ¡Es realmente horrible! Me figuro que se aprovecharon de que todos estábamos fuera. La próxima vez que vea a Japp me las va a pagar.
—¡Pandilla de fisgones! —gruñó miss Howard.
Lawrence opinó que tenían que aparentar que hacían algo. Mary Cavendish no dijo una palabra.
Después del té invité a Cynthia a dar una vuelta y, sin prisa, nos dirigimos juntos al bosque.
—¿De qué se trata? —pregunté tan pronto como estuvimos a salvo de miradas curiosas, protegidos por la cortina de árboles.
Con un suspiro, Cynthia se quitó el sombrero y se tumbó en el suelo. La luz del sol, atravesando los árboles, convertía su cabello rojizo en oro palpitante.
—Míster Hastings, usted ha sido siempre tan bueno y sabe usted tanto…
Caí entonces en la cuenta de que Cynthia era realmente una muchacha encantadora. Mucho más encantadora que Mary, que nunca decía cosas así.
—Siga usted —la animé, viendo que titubeaba.
—Quiero pedirle consejo. ¿Qué voy a hacer?
—¿Qué va usted a hacer de qué?
—¡Ya lo está usted viendo! La tía Emily siempre me había dicho que se acordaría de mi futuro. Supongo que se olvidó, o quizá no pensó que iba a morir tan pronto. De todos modos, no se acordó de mí. Y no sé qué hacer. ¿Cree usted que debo marcharme inmediatamente?
—¡Por Dios, claro que no! Estoy seguro de que no quieren separarse de usted.
Cynthia titubeó un momento, arrancando la hierba con sus pequeñas manos. Al fin dijo:
—Mistress Cavendish quiere que me vaya. Me odia.
—¿Qué la odia? —exclamé, atónito.
Cynthia asintió.
—Sí. No sé por qué, pero no puede resistirme; ni él tampoco.
—Eso sí que no —dije con calor—. Al contrario, John le tiene a usted mucho cariño.
—¡Ah, sí, John! Me refería a Lawrence. Naturalmente, no es que me importe el que Lawrence me odie o no. Pero es horrible cuando nadie la quiere a una, ¿verdad?
—¡Pero si la quieren, mi querida Cynthia! —dije sinceramente—. Estoy seguro de que se equivoca usted. Mire, están John y miss Howard.
Cynthia asintió, sombría.
—Sí, supongo que John me quiere, y Evie, con todas sus brusquedades, es incapaz de matar una mosca. Pero Lawrence nunca me habla si puede evitarlo, y Mary tiene que hacer un esfuerzo para tratarme con educación. Quiere que se quede Evie, se lo ha pedido, pero no me quiere a mí, y yo… yo… no sé lo que voy a hacer.
Súbitamente, la pobre chiquilla se echó a llorar.
No sé lo que se apoderó de mí. Quizá fue que estaba muy bella, sentada allí, con el sol reflejándose en su cabeza; quizá el alivio que representaba el encontrarse con alguien completamente desconectado de la tragedia; o simplemente sincera compasión hacia su juventud y abandono. El caso es que me incliné hacia ella y cogiendo su manita le dije con voz torpe:
—Cásase conmigo, Cynthia.
Sin proponérmelo, había encontrado un remedio maravilloso para sus lágrimas. Se enderezó inmediatamente, retiró su mano de la cara y dijo con alguna aspereza:
—¡No sea usted tonto!
Me enfadé un poco.
—No soy tonto. Le estoy pidiendo que me conceda el honor de ser mi mujer.
Con gran sorpresa por mi parte Cynthia se echó a reír y me llamó «querido payaso».
—Es muy amable por su parte —dijo—; pero usted bien sabe que no desea casarse conmigo.
—Sí, quiero. Tengo…
—No importa lo que tenga usted. Usted no quiere realmente casarse conmigo… y yo tampoco.
—En ese caso, no hay más que hablar —dije ofendido—. Pero no veo en ello motivo de risa. No hay nada de cómico en una proposición matrimonial.
—Claro que no —dijo Cynthia—. Puede que alguien le acepte la próxima vez. Adiós, me ha animado usted mucho.
Y desapareció entre los árboles con una última explosión de regocijo.
Pensando en la entrevista, la encontré profundamente desagradable.
Se me ocurrió de pronto que haría bien en bajar al pueblo y ver a Bauerstein. Alguien tenía que vigilarlo. Al mismo tiempo, sería prudente calmar las sospechas que sobre él pesaban. Recordé la confianza que había depositado Poirot en mi diplomacia. Por consiguiente, me dirigí a la bonita casita donde sabía se alojaba. En la ventana había un cartel con el letrero «Departamentos». Golpeé en la puerta.
Una mujer vieja salió a abrir.
—Buenas tardes —dije amablemente—. ¿Está el doctor Bauerstein?
Se me quedó mirando.
—¿Pero ¿no lo sabe?
—¿Si no sé qué?
—Lo que ha pasado.
—¿Qué le ha pasado?
—Se lo han llevado.
—¿Que se lo han llevado? ¿Se ha muerto?
—No; se lo ha llevado la «poli».
—La Policía —corregí con dificultad—. ¿Quiere usted decir que lo han detenido?
—Sí eso es; y…
No esperé oír más, sino que crucé el pueblo corriendo en busca de Poirot.