CAPÍTULO VII
POIROT PAGA SUS DEUDAS
AL salir del hotel, Poirot me llevó aparte, presionándome suavemente en el brazo. Comprendí su propósito. Estaba esperando a los hombres de Scotland Yard.
Minutos más tarde aparecieron y Poirot se adelantó y abordó al más bajo de los dos.
—No sé si me recordará usted, inspector Japp.
—¡Pero si es monsieur Poirot! —exclamó el inspector. Se volvió hacia el otro hombre—. ¿No me ha oído usted hablar de monsieur Poirot? Trabajamos juntos en mil novecientos cuatro en el caso del falsificador Abercombie, ¿recuerda?, que fue cazado en Bruselas. ¡Ah, qué días aquellos, señor! ¿Y el «barón» Altara? ¡Menudo bribón! Había escapado de las garras de la Policía de media Europa, pero al fin lo cogimos en Amberes, gracias a monsieur Poirot.
Mientras se entregaba a sus recuerdos, me acerqué y fui presentado al detective inspector Japp, quien, a su vez, nos presentó a su compañero, el superintendente Summerhaye.
—No necesito preguntarles lo que están haciendo ustedes aquí, señores —indicó Poirot.
Japp guiñó un ojo con inteligencia.
—Desde luego que no. Me parece un caso bastante claro.
Pero Poirot contestó gravemente:
—No lo veo yo tan claro.
—¡Vamos! —dijo Summerhaye, abriendo los labios por primera vez—. Está tan claro como la luz del día. El hombre ha sido cogido con las manos en la masa, como quien dice. Lo que me choca es que haya sido tan estúpido.
Pero Japp miró a Poirot con atención.
—No se excite, Summerhaye —observó jocosamente—. Monsieur Poirot y yo nos conocemos de antiguo y creo en su juicio más que en el de ningún otro. O estoy completamente equivocado o algo oculta. ¿No es así, señor?
Poirot sonrió.
—Sí, he sacado ciertas conclusiones.
Summerhaye continuaba en su escepticismo, pero Japp siguió sonsacando a Poirot.
—El caso es —dijo— que hasta ahora nosotros sólo hemos visto el caso desde fuera. En casos como éste, en que el asesinato sale a la luz, por decirlo así, después del interrogatorio. Scotland Yard está en situación de inferioridad. Depende mucho de estar en el lugar en el primer momento, y ahí es donde monsieur Poirot nos lleva ventaja. Ni siquiera hubiéramos estado todavía aquí de no ser por cierto doctor que nos dio el soplo por medio del fiscal. Pero usted ha estado aquí desde el principio y puede haber encontrado algunas pistas. Según lo que hemos oído en las pesquisas, es tan seguro como que ahora es de día que Inglethorp asesinó a su esposa, y si alguien que no fuera usted insinuara lo contrario, me reiría en sus barbas. Me extrañó mucho que el jurado no dictara veredicto de culpabilidad contra él sin más dilación. Creo que lo hubieran hecho a no ser por el fiscal, que parecía estar refrenándolos.
—Sin embargo, puede que usted tenga una orden de arresto en su bolsillo —insinuó Poirot.
Sobre el expresivo semblante de Japp cayó como una cortina de reserva oficial.
—Puede ser que sí y puede ser que no —replicó fríamente.
Poirot le miró pensativo.
—Deseo vivamente, señores, que no sea detenido.
—Eso parece —observó Summerhaye sarcásticamente.
Japp contemplaba a Poirot con cómica perplejidad.
—¿No puede ir un poco más lejos, monsieur Poirot? Viniendo de usted, cualquier afirmación es buena. Usted ha estado en el lugar del hecho y Scotland Yard no quiere cometer errores.
Poirot asintió con gravedad.
—Eso es exactamente lo que yo creo. Bien, lo que les digo es esto: utilicen su orden de arresto, detengan a míster Inglethorp, pero no obtendrán con ello ninguna gloria. La causa contra él se vendría abajo en un abrir y cerrar de ojos, se lo aseguro.
E hizo sonar sus dedos expresivamente.
El rostro de Japp se tornó más grave, aunque Summerhaye lanzó un bufido de incredulidad.
En cuanto a mí, me quedé mudo de asombro. La única explicación era que Poirot se había vuelto loco.
Japp había sacado un pañuelo y se lo pasaba suavemente por la frente.
—No me atrevo, monsieur Poirot. Yo creo en su palabra, pero hay otros que me preguntarían que diablos estoy haciendo. ¿No puede adelantarme nada más?
Poirot reflexionó un momento.
—Lo haré —dijo al fin—. La verdad es que preferiría no hablar, seguir por ahora trabajando en la sombra. Pero las circunstancias me obligan. Lo que usted dice es muy justo; la palabra de un policía belga retirado no es suficiente. Y hay que evitar que Alfred Inglethorp sea arrestado. Lo he jurado, como mi amigo Hastings, aquí presente, sabe muy bien. Mire, querido Japp, ¿va usted ahora a Styles?
—Dentro de una media hora. Tenemos que ver primero al fiscal y al médico.
—Muy bien. Recójame al pasar; es la última casa del pueblo; iré con usted. En Styles, míster Inglethorp le dará a usted pruebas, o, si él se niega, lo que es muy probable, se las daré yo, que le convencerán de que la acusación contra él no puede sostenerse. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Japp cordialmente—, y en nombre de Scotland Yard le doy las gracias, aunque le confieso que, por el momento, no veo la menor posibilidad de encontrar un fallo en las pruebas presentadas. Claro que usted ha sido siempre maravilloso. Hasta luego entonces, monsieur Poirot.
Los dos detectives se alejaron a grandes pasos, Summerhaye con expresión de duda.
—Bueno, amigo —exclamó Poirot, antes de que yo pudiera pronunciar una sola palabra—, ¿qué cree usted? Mon Dieu! Pasé un mal rato en el interrogatorio. No creí que ese hombre tuviera la cabeza de chorlito y rehusara decir nada en absoluto. Decididamente, su conducta fue la de un imbécil.
—¡Hum! Hay otras explicaciones posibles, además de la imbecilidad —observé—. Porque si la teoría contra él es cierta, ¿cómo iba a defenderse, sino con el silencio?
—¡Vaya! Hay mil modos ingeniosos —exclamó Poirot—. Mire, si yo hubiera cometido ese asesinato, podía haber contado siete historias más verosímiles, mucho más convincentes, desde luego, que las frías negativas de míster Inglethorp.
Me reí, sin poderlo remediar.
—Querido Poirot, ¡estoy seguro de que es usted capaz de inventar setenta! Pero hablando en serio, a pesar de lo que les dijo a los detectives, es imposible que crea usted todavía en la inocencia de Alfred Inglethorp.
—¿Por qué voy a creer en ella menos ahora que antes? Nada ha cambiado.
—¡Son tan convincentes las pruebas!
—Sí, demasiado convincentes.
Entramos en Leastways Cottage y subimos las ya familiares escaleras.
—Sí, sí, demasiado convincentes —continuó Poirot, más bien para sí mismo—. Las pruebas, cuando son auténticas, son generalmente vagas e insuficientes. Tienen que ser examinadas, desmenuzadas. Pero aquí todo está preparado y a punto. No, amigo mío, esta declaración ha sido amañada muy hábilmente, tan hábilmente que su propio fin ha fallado. Porque mientras las pruebas contra él eran vagas e intangibles, era muy difícil refutarlas. Pero en su ansiedad, el criminal ha cerrado tanto la red que un simple corte dejará a Inglethorp en libertad.
Yo permanecí en silencio y, después de un minuto o dos, Poirot continuó:
—Vamos a considerar el asunto de este modo. Tenemos un hombre que se dispone a envenenar a su mujer. Ha vivido siempre de gorra, como vulgarmente se dice. Esta gente suele tener cierta inteligencia y es de suponer que Inglethorp no es completamente tonto. Pues bien, ¿qué es lo primero que hace? Va temerariamente a la farmacia del pueblo y compra estricnina, dando su propio nombre e inventando una historia absurda sobre un perro, historia cuya falsedad es muy fácil de comprobar. No utiliza el veneno aquella noche, no; espera a tener con su mujer una disputa violenta de la que todo el mundo tiene noticia y que, naturalmente, le hace sospechoso. No prepara su defensa, ni siquiera la más débil coartada, sabiendo que el que le vendió la estricnina se presentará a declarar los hechos. ¡Bah!, no me pida que crea que hay nadie tan idiota. Sólo actuaría así un lunático que quisiera suicidarse haciéndose ahorcar.
—Sin embargo, no veo… —empecé.
—Ni yo tampoco. Le digo a usted, amigo mío, que este caso me tiene desconcertado a mí, a mí, a Hércules Poirot.
—Pero si le cree usted tan inocente, ¿cómo explica el que haya comprado la estricnina?
—Muy sencillamente; no la compró.
—Pero si Mace le ha reconocido.
—Perdone que le contradiga: Mace vio un hombre con una barba negra, como míster Inglethorp, con gafas, como míster Inglethorp, y vestido con la misma ropa llamativa que míster Inglethorp. No pudo reconocer a un hombre a quién probablemente sólo ha visto a distancia; recordará usted que Mace sólo lleva en el pueblo quince días y que mistress Inglethorp solía comprar sus medicinas en Coots, en Tadminster.
—De modo que usted cree…
—Amigo mío, ¿recuerda usted los dos puntos en los que hice hincapié? Dejemos por el momento el primero, ¿cuál era el segundo?
—El importante hecho de que Alfred Inglethorp lleva trajes extraños, barba negra y gafas —cité.
—Exactamente. Ahora, suponga que alguien quisiera hacerse pasar por John o por Lawrence Cavendish, ¿cree usted que sería fácil?
—No —dije pensativo—. Claro que un actor…
Pero Poirot me cortó sin piedad.
—¿Y por que no sería fácil? Se lo voy a decir, amigo mío; porque los dos son hombres afeitados. Para caracterizarse como cualquiera de los dos a la luz del día se necesitaría ser un actor genial y cierto parecido inicial. Pero en el caso de Alfred Inglethorp es muy distinto. Su ropa, su barba, las gafas que esconden sus ojos, son los detalles sobresalientes de su persona. Pues bien, ¿cuál es el primer impulso del criminal? Alejar de sí las sospechas, ¿verdad? ¿Y cuál es el mejor medio de lograr esto? Haciéndolas recaer en cualquier otro. En este caso, había un hombre al alcance de su mano. Todo el mundo estaba predispuesto a creer en la culpabilidad de míster Inglethorp. Era seguro que se sospecharía de él. Pero para asegurarse aún más, hacía falta una prueba tangible, como la compra del veneno, y eso no era difícil con un hombre del aspecto de míster Inglethorp. Recuerde que el joven Mace nunca había hablado con él. ¿Cómo iba a sospechar que un hombre con su ropa, su barba y sus gafas no fuera él?
—Puede ser —dije, fascinado por la elocuencia de Poirot—. Pero si eso es cierto, ¿por qué no dijo dónde estaba a las seis de la tarde del lunes?
—Eso es, ¿por qué? —dijo Poirot, calmándose—. Si lo arrestaran, probablemente hablaría, pero yo no quiero que se llegue a ese extremo. Tengo que hacerle ver la gravedad de su posición. Naturalmente, hay algo deshonroso detrás de su silencio. Aunque no haya matado a su mujer, es un granuja y tiene algo que ocultar, completamente aparte del asesinato.
—¿Pero qué puede ser? —medité, ganado momentáneamente por los puntos de vista de Poirot, aunque conservando la débil convicción de que la explicación obvia era la acertada.
—¿No lo adivina? —preguntó Poirot, sonriendo.
—No. ¿Usted sí?
—Sí; se me ocurrió hace algún tiempo una pequeña idea y ha resultado correcta.
—No me lo había dicho —le reproché.
—Perdóneme, amigo mío, usted no era sympathique precisamente —se volvió a mirarme con seriedad—. Dígame, ¿comprende usted ahora que no debe ser arrestado?
—Quizá —dije ambiguamente, porque en realidad me tenía sin cuidado el destino de Alfred Inglethorp y pensaba que un buen susto no le haría daño.
Poirot, que me observaba atentamente, suspiró.
—Vamos, amigo mío —dijo cambiando de tema—, dejando aparte a míster Inglethorp, ¿qué opina usted de la investigación?
—Fue más o menos lo que esperaba.
—¿No hubo en ella nada que le pareciera extraño?
Mis pensamientos fueron hacia Mary Cavendish y dije, a la defensiva:
—¿En qué sentido?
—Por ejemplo, la declaración de Lawrence Cavendish.
Sentí que me quitaba un peso de encima.
—¡Ah, Lawrence! No lo creo. Siempre ha sido un chico nervioso.
—La insinuación de que su madre podía haberse envenenado por accidente con el tónico que tomaba, ¿no le parece extraña, hein?
—No. Por supuesto, los médicos ridiculizaron su teoría, pero era una sugestión muy propia de un profano.
—Es que míster Lawrence no es un profano. Usted mismo me ha dicho que había estudiado medicina y que obtuvo su título.
—Sí, es cierto. No me acordaba —me sobresalté—. Sí que es extraño.
Poirot asintió
—Desde el primer momento su conducta ha sido algo particular. De toda la gente de la casa, sólo él estaba preparado para reconocer los síntomas del envenenamiento por estricnina, y nos encontramos con que es el único que sostiene la teoría de la muerte natural. Si hubiera sido míster John, lo hubiera comprendido. No tiene conocimientos técnicos y carece de imaginación. Pero míster Lawrence tenía que saber que era ridícula la idea que lanzó en la pesquisa. Me da qué pensar todo eso, amigo mío.
—Es desconcertante —convine.
—Luego tomemos a mistress Cavendish —continuó Poirot—. Ésa es otra que no dice todo lo que sabe. ¿Cómo interpreta usted su actitud?
—No la entiendo. Parece inconcebible que esté escudando a Alfred Inglethorp. Sin embargo, ésa es la impresión que da.
Poirot asintió, pensativo.
—Sí; es muy extraño. Lo seguro es que oyó de la «conversación privada» mucho más de lo que está dispuesta a admitir.
—Sin embargo, es la última persona a quien uno acusaría de humillarse fisgoneando.
—Exacto. Su declaración me demostró una cosa. Me equivoqué. Tenía razón Dorcas. La disputa tuvo lugar más temprano, a eso de las cuatro, como ella dijo.
Le miré con curiosidad. Nunca había comprendido su insistencia en ese punto.
—Sí, salieron hoy a relucir muchas cosas extrañas —continuó Poirot—. ¿Qué hacía el doctor Bauerstein levantado a aquella hora de la mañana? Me asombra que nadie haya comentado el hecho.
—Padece de insomnio, creo — dije ambiguamente.
—Ésa es una explicación muy buena o muy mala —observó Poirot—. Lo abarca todo y no explica nada. No apartaré mi vista de nuestro eminente doctor Bauerstein.
—¿Más fallos en la investigación? —pregunté con voz satírica.
—Amigo mío —replicó Poirot gravemente—, cuando vea usted que la gente no dice la verdad, ¡cuidado! Pues bien, en la sesión de hoy, a menos que esté completamente equivocado, sólo una persona, lo más dos, dijeron la verdad sin reservas ni subterfugios.
—Vamos, Poirot. Dejemos a Lawrence y a mistress Cavendish, pero John y miss Howard, ¿no decían la verdad?
—¿Los dos, amigo mío? Uno de ellos, se lo concedo, ¡pero los dos!
Sus palabras me produjeron una impresión desagradable. La declaración de miss Howard, con tener poca importancia, había sido hecha tan sincera, tan hondamente, que nunca se me hubiera ocurrido dudar de su veracidad. Sin embargo, sentía gran respeto por la sagacidad de Poirot, excepto en las ocasiones en que se comportaba como lo que yo calificaba en mi interior de «cabeza de chorlito».
—¿De verdad lo cree usted así? —pregunté—. Miss Howard me ha parecido siempre tan íntegra. Casi en un grado molesto.
Poirot me miró con una curiosa expresión que no supe interpretar. Pareció como si fuera a hablar, pero luego se detuvo.
—En miss Murdoch —continué— no hay nada falso.
—No; pero es extraño que no haya oído nada, durmiendo en la habitación de al lado; mientras que mistress Cavendish, en la otra ala del edificio, oyó claramente la caída de la mesa.
—Bueno, es joven y tiene el sueño profundo.
—Desde luego. Debe ser una buena dormilona.
No me gustó el tono de su voz, pero en aquel momento oímos golpear la puerta vigorosamente y, mirando por la ventana, vimos a los detectives que nos esperaban.
Poirot cogió su sombrero, se retorció furiosamente su bigote, y, sacudiendo de la manga una imaginaria mota le polvo, me hizo señas de que le precediera escaleras abajo. Allí nos unimos a los detectives y nos pusimos en marcha hacia Styles.
Creo que la aparición de los hombres de Scotland Yard fue un gran golpe, sobre todo para John. Nada como la presencia de dos detectives podía haberle hecho ver la verdad tan claramente.
Durante el camino, Poirot había conferenciado en voz baja con Japp y fue éste el que solicitó que todos los habitantes de la casa, con excepción de los criados, acudieran al salón. Me di cuenta de lo que esto significaba: Poirot iba a cumplir su promesa.
En mi interior no me sentía optimista. Poirot podía tener excelentes razones para creer en la inocencia de Inglethorp, pero un hombre del tipo de Summerhaye exigiría pruebas tangibles que era muy poco probable pudiera presentarse.
Poco después entramos todos en el salón, cuya puerta cerró Japp. Poirot, cortésmente, acercó sillas a todos. Los hombres de Scotland Yard eran el blanco de todas las miradas. Me parece que fue entonces cuando por primera vez nos dimos cuenta de que todo aquello no era una pesadilla, sino una realidad palpable. Habíamos leído cosas parecidas, pero ahora éramos nosotros los actores del drama. Al día siguiente, los periódicos de toda Inglaterra publicarían a los cuatro vientos la noticia con llamativos titulares:
MISTERIOSA TRAGEDIA EN ESSEX
MILLONARIA ENVENENADA
Vendrían fotografías de Styles, instantáneas de «la familia abandonando el lugar de la tragedia». El fotógrafo del pueblo no había estado ocioso. Todo lo que habíamos leído cientos de veces, esas cosas que pasan a otra gente, no a uno mismo. Y ahora, en esta casa, se había cometido un asesinato. Frente a nosotros estaban «dos detectives encargados del caso». La conocida fraseología pasó rápidamente por mi imaginación, hasta el momento en que Poirot inició la sesión.
Creo que todos se sorprendieron un poco al ver que él, y no uno de los policías, tomaba la iniciativa.
—Señoras y caballeros —dijo Poirot, inclinándose como si fuera un personaje que se dispone a dar una conferencia—. Les he hecho venir aquí a todos por cierto motivo. Este motivo se refiere a míster Inglethorp.
Inglethorp estaba sentado un poco apartado de los demás. Creo que inconscientemente todos habían retirado algo su silla de la suya, y se sobresaltó ligeramente cuando Poirot anunció su nombre.
—Míster Inglethorp —dijo Poirot, dirigiéndose a él directamente—, una sombra negra se ha cernido sobre esta casa, la sombra de un asesinato.
Inglethorp movió la cabeza tristemente.
—¡Mí pobre esposa! —murmuró—. ¡Pobre Emily! Es horrible.
—Creo, señor —dijo Poirot categóricamente—, que no se da usted perfecta cuenta de lo horrible que puede ser… para usted.
Y como míster Inglethorp parecía no comprender, añadió Poirot:
—Míster Inglethorp, está usted en un peligro muy grande.
Los dos detectives se agitaron inquietos. La advertencia oficial: «todo lo que usted diga será utilizado como prueba contra usted», pugnaba por salir de los labios de Summerhaye. Poirot continuó:
—¿Entiende usted ahora, señor?
—No. ¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir —dijo Poirot lentamente— que se sospecha de usted como asesino de su esposa.
Todos nos quedamos sin aliento, en suspenso, ante este lenguaje tan claro.
—¡Cielo santo! —gritó Inglethorp, poniéndose en pie de un salto—. ¡Qué idea más espantosa! ¡Yo… envenenar a mi idolatrada Emily!
Poirot observó atentamente.
—No creo —dijo— que se dé usted perfecta cuenta de lo desgraciada que ha sido su declaración en la pesquisa. Míster Inglethorp, sabiendo lo que acabo de decirle, ¿insiste usted en callar dónde estuvo a las seis de la tarde del pasado lunes?
Con un quejido, Alfred Inglethorp se derrumbó en su asiento y escondió la cara entre las manos.
Poirot se acercó a él y permaneció a su lado.
—¡Hable! —grito en tono amenazador.
Haciendo un esfuerzo, Inglethorp levantó el rostro y lentamente, vacilando, negó con la cabeza.
—¿No quiere usted hablar?
—No. No creo que nadie sea tan monstruo como para acusarme de lo que usted dice.
Poirot hizo un gesto, como si hubiera decidido.
—Soit! —dijo—. Hablaré yo por usted.
Alfred Inglethorp volvió a levantarse de un salto.
—¿Usted? ¿Cómo va usted a hablar? Usted no sabe… —se interrumpió bruscamente.
Poirot se volvió hacia nosotros.
—Señoras y caballeros. ¡Voy a hablar! ¡Escuchen! Yo, Hércules Poirot, afirmo que el hombre que entró en la farmacia y compró estricnina a las seis de la tarde del lunes no era míster Inglethorp, porque a las seis de aquel día míster Inglethorp acompañaba a mistress Raikes a su casa desde una granja vecina. Puedo presentar por lo menos cinco testigos que jurarán haberlos visto juntos, a las seis o inmediatamente después, y, como ustedes saben, Abbey Farm, la casa de mistress Raikes, está por lo menos a dos millas y media del pueblo. La coartada no admite objeción.