CAPÍTULO X



EL ARRESTO





CON gran disgusto por mi parte, Poirot no estaba en su casa y el anciano belga que contestó a mi llamada me informó que creía que había ido a Londres.

Me quedé sin habla. ¿Qué se le había perdido a Poirot en Londres? ¿Se había decidido de pronto o tendría ya esa idea cuando se despidió de mí horas antes?

Tomé el camino de Styles algo molesto. Sin Poirot no sabía cómo actuar. ¿Habría previsto el arresto? ¿No habría sido obra suya? No pude contestar a estas preguntas. Pero, entretanto, ¿qué hacer? ¿Anunciaría a todos en Styles el arresto? Aunque no quería confesármelo a mí mismo, no podía apartar de mi imaginación el recuerdo de Mary Cavendish. ¿No sería un choque terrible para ella? Por de pronto rechacé cualquier sospecha que pudiera haber tenido de su culpabilidad. No podía estar complicada, o acaso hubiera oído yo alguna insinuación al respecto.

Naturalmente, era ya imposible ocultar por mucho tiempo la detención del doctor Bauerstein. Todos los periódicos del día siguiente lo dirían. Sin embargo, no me decidía a dar la noticia. Si hubiera tenido a mano a Poirot le hubiera pedido consejo. ¿Qué mosca le habría picado para marcharse a Londres tan rápida e inexplicablemente?

A pesar mío, mi buena opinión sobre su sagacidad se fortaleció. Nunca se me hubiera ocurrido sospechar del doctor si él no me hubiera metido la idea en la cabeza. Sí, decididamente el hombrecillo era inteligente.

Tras reflexionar un poco, decidí convertir a John en mi confidente y dejarle a él la alternativa de hacer pública la noticia o no, según le pareciera mejor.

Al comunicarle el hecho, John lanzó un silbido.

—¡Atiza! Entonces tenías razón. No podía creerlo.

—No, es asombroso hasta que te acostumbrabas a la idea y ves como todo encaja. Y ahora, ¿qué vamos a hacer? Naturalmente, todo el mundo lo sabrá mañana.

John reflexionó.

—No importa —dijo por fin—, no diremos nada por ahora. No es necesario. Como tú has dicho, todos lo sabrán a su debido tiempo.

Pero, con gran sorpresa por mi parte al bajar temprano a la mañana siguiente y abrir con ansiedad los periódicos, no encontré ni una palabra sobre la detención. Había una columna de relleno acerca de «El envenenamiento de Styles», pero nada más. Era inexplicable; pero pensé que, por alguna razón, Japp quería ocultar la noticia a los periódicos. Me preocupó un poco esto, porque parecía indicar la posibilidad de nuevos arrestos.

Después del desayuno decidí bajar al pueblo y ver si Poirot había regresado, pero antes de ponerme en camino un rostro familiar asomó por una de las puertas-ventana y una voz conocida dijo:

Bonjour, mon ami.

—¡Poirot! —exclamé reconfortado, y agarrándole con ambas manos lo arrastré a la habitación—. Nunca me he alegrado tanto de ver a alguien. Escuche, sólo se lo he dicho a John. ¿He hecho bien?

—Amigo mío —replicó Poirot—, no sé de qué me habla.

—De la detención del doctor Bauerstein; ¿de qué voy a hablar? —contesté con impaciencia.

—¿De modo que han arrestado a Bauerstein?

—¿No lo sabía usted?

—Primera noticia.

Pero después de una pausa añadió:

—Bien mirado, no me sorprende. Recuerde que sólo estamos a cuatro millas de la costa.

—¿La costa? —preguntó desconcertado—. ¿Qué tiene eso que ver?

Poirot se encogió de hombros.

—Está clarísimo.

—Para mí no. Debo de ser muy tonto, pero no veo la relación que puede tener la proximidad de la costa con el asesinato de mistress Inglethorp.

—Ninguna en absoluto —replicó Poirot sonriendo—. Pero estamos hablando de la detención del doctor Bauerstein.

—Pero está detenido por el asesinato de mistress Inglethorp…

—¿Cómo? —exclamó Poirot, al parecer completamente estupefacto—. ¿Que el doctor Bauerstein está detenido precisamente por el asesinato de mistress Inglethorp? ¿Está usted seguro?

—Claro.

—¡Imposible! ¡Qué absurdo! ¿Quién le ha dicho eso, amigo mío?

—Como decir, no me lo ha dicho nadie —confesé—; pero está detenido.

—¡Ah, sí, desde luego! Pero fue por espionaje, mi pobre amigo.

—¿Espionaje? —balbucí.

—Exactamente.

—¿No está detenido por el asesinato de mistress Inglethorp?

—No, a menos que nuestro amigo Japp haya perdido la cabeza —replicó Poirot tranquilamente

—Pero…, ¡pero si yo creía que usted también pensaba lo mismo…!

Poirot me dirigió una mirada compasiva. Evidentemente la idea le parecía absurda.

—¿Quiere usted decir —pregunté, adaptándome lentamente a la nueva situación— que el doctor Bauerstein es un espía?

Poirot asintió.

—¿No lo sospechaba usted?

—Ni me pasó por la cabeza.

—¿No le pareció extraño que el famoso médico de Londres viniera a enterrarse en un pueblo como éste y tuviera la costumbre de vagabundear por ahí a altas horas de la noche?

—No —confesé—, nunca pensé en semejante cosa.

—Desde luego, es alemán de nacimiento —reflexionó Poirot—, aunque ha ejercido su profesión durante tanto tiempo en este país que nadie diría que no es inglés. Se naturalizó hace unos quince años. Un hombre muy inteligente. Judío, naturalmente.

—¡El muy canalla!

—Nada de canalla; al contrario, es una patriota. Piense en lo que arriesga. Personalmente, yo le admiro.

Pero yo pude considerar el hecho con el mismo sentido filosófico que Poirot.

—¡Pensar que mistress Cavendish se ha paseado por todo el país con ese hombre! —exclamé, indignado.

—Sí. Supongo que a él le resultaría muy útil esa amistad. Mientras se murmuraba acerca de ellos, cualquier otra extravagancia del doctor pasaría inadvertida.

—Entonces, ¿usted cree que nunca estuvo sinceramente interesado por ella? —pregunté ansiosamente, quizá demasiado ansiosamente, dadas las circunstancias.

—Eso no puedo saberlo, como es natural; pero ¿quiere que le dé mi opinión personal, Hastings?

—Sí.

—Ahí va: a mistress Cavendish ni le importa ni le ha importado nunca un bledo el doctor Bauerstein.

—¿De veras lo cree usted así? —pregunté, sin poder ocultar mi satisfacción.

—Estoy completamente seguro. Y le voy a decir por qué.

—Diga.

—Porque quiere a otra persona, mon ami.

—¡Oh!

¿Qué quería decir Poirot? Sin poder remediarlo me invadió una sensación de bienestar. No soy vanidoso en lo que se refiere a mujeres, pero me vinieron a la memoria ciertas demostraciones en las que apenas había pensado, pero que en verdad parecían demostrar…

Mis gratos pensamientos fueron interrumpidos por la aparición de miss Howard. Miró rápidamente a todos lados para asegurarse de que no había nadie más en el cuarto y apresuradamente entregó a Poirot un pliego de papel de estraza, diciendo estas enigmáticas palabras.

—En lo alto del armario.

Y salió del cuarto a toda prisa.

Poirot desdobló ansiosamente el pliego de papel y lanzó una exclamación de satisfacción. Después lo extendió sobre la mesa.

—Acérquese, Hastings. Dígame, ¿qué inicial es ésta una «J» o una «L»?

Era un pliego de regular tamaño y sucio, como si hubiera estado expuesto al polvo durante algún tiempo. Pero era la etiqueta lo que llamaba la atención de Poirot. En la parte superior llevaba impreso el nombre de Parkson, los conocidos sastres de teatro, y estaba dirigida a (aquí la inicial discutida) «Cavendish, Styles Courts, Styles St. Mary, Essex».

—Puede ser una «T» o una «L» —dije, después de examinar la etiqueta durante un par de minutos—; pero desde luego no es una «J».

—Excelente —replicó Poirot, volviendo a doblar el papel—. Opino como usted. No hay duda de que es una «L».

—¿De dónde viene esto? —pregunté—. ¿Es importante?

—Relativamente importante. Confirma una teoría mía. Habiendo sospechado su existencia, puse a miss Howard en su busca y, como ve, ha tenido éxito feliz.

—¿Qué quiso decir con eso de «en lo alto del armario»?

—Quiso decir —replicó Poirot rápidamente— que encontró el papel en lo alto de un armario.

—¡Qué sitio más extraño para un papel de estraza! —murmuré.

—De ningún modo. La parte de arriba de un armario es un excelente lugar para el papel de estraza y las cajas de cartón.

—Poirot —pregunté ansiosamente—, ¿ha sacado usted alguna conclusión acerca de este crimen?

—Sí; es decir, creo que sé cómo ha sido cometido.

—¡Ah!

—Desgraciadamente, no tengo pruebas con que sustentar mi teoría, a menos que…

Con repentina energía me cogió por un brazo y me arrastró hasta el vestíbulo, gritando en francés, en su excitación:

Mademoiselle Dorcas, mademoiselle Dorcas! Un moment s’il vous plait!

Dorcas, toda agitada por el alboroto, salió corriendo de la despensa.

—Mi buena Dorcas, tengo una idea, una pequeña idea. Si resulta acertada, ¡qué suerte más magnífica! Dígame, el lunes, no el martes, Dorcas, sino el lunes, el día anterior a la tragedia, ¿le ocurrió algo al timbre de mistress Inglethorp?

Dorcas pareció muy sorprendida.

—Sí, señor; ahora que usted lo dice, sí que le ocurrió algo. Aunque no comprendo cómo ha podido usted enterarse. Un ratón, o algo por el estilo, mordisqueó el alambre. Vino un hombre y lo arregló el martes por la mañana.

Con una prolongada exclamación de éxtasis, Poirot me condujo al saloncito de madame.

—Ya ve usted, no debemos buscar las pruebas en el exterior; la razón debe ser suficiente. Pero la carne es débil, y es consolador comprobar que se va por buen camino. ¡Ay, amigo mío, soy como un gigante renovado! ¡Corro! ¡Salto!

Y, efectivamente, corrió y saltó, y de una cabriola se plantó en el césped que se extendía delante de la ventana.

—¿Qué está haciendo su notable amigo? —preguntó una voz detrás de mí.

Me volví y encontré a Mary Cavendish.

Sonreímos los dos.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Realmente no puedo decírselo. Hizo una pregunta a Dorcas relacionada con un timbre y tan encantado quedó por la respuesta que se porta como usted está viendo.

Mary se rió.

—¡Qué ridículo! Está cruzando la verja. ¿Es que no vuelve hoy?

—No lo sé. Ya no trato de adivinar cuál será su siguiente locura.

—Hastings, está completamente loco, ¿verdad?

—Honradamente, no lo sé. A veces creo que está loco de atar y de pronto, cuando su locura llega al máximo, encuentro que hay método en ella.

—Comprendo.

A pesar de sus risas, Mary parecía pensativa aquella mañana, casi triste.

Se me ocurrió que quizá fuera una buena oportunidad de tratar con ella del asunto de Cynthia. Creo que empecé con mucho tacto, pero no había llegado muy lejos cuando me detuvo autoritariamente.

—Ya sé que es usted un excelente abogado, míster Hastings, pero en este caso está usted desperdiciando su talento. Cynthia no corre el menor peligro de encontrar animosidad por mi parte.

Empecé a decirle, tartamudeando lamentablemente, que no quería que pensara que… Pero de nuevo me interrumpió y sus palabras fueron tan inesperadas que Cynthia y sus problemas casi desaparecieron de mi imaginación.

—Míster Hastings —dijo—, ¿cree usted que mi marido y yo somos felices juntos?

Me quedé completamente sorprendido y murmuré que no era yo quién para pensar esas cosas.

—Bueno —dijo ella quedamente—; de todos modos le voy a decir por qué no somos felices.

No dije nada, porque comprendí que no había terminado.

Empezó a hablar lentamente, paseándose por la habitación, con la cabeza algo inclinada y balanceando suavemente al andar su figura esbelta y flexible. Se detuvo de pronto y me mimó.

—Usted no sabe nada acerca de mí, ¿verdad? —preguntó—. ¿No sabe de dónde vengo, lo que era antes de casarme con John; en fin, nada? Pues bien, se lo voy a decir. Haré de usted mi confesor. Usted es bueno, según creo… sí, estoy segura de que es usted bueno.

Yo no estaba muy satisfecho, que digamos. Recordé que Cynthia había empezado sus confidencias de un modo muy parecido. Además, un confesor debe ser de edad mediana, no es el papel adecuado para un hombre joven.

—Mi padre era inglés —dijo mistress Cavendish—, pero mi madre era rusa.

—¡Ah! —dije—. Ahora comprendo…

—¿Qué es lo que comprende?

—Algo que hay en usted, algo distinto, exótico.

—Creo que mi madre era muy hermosa. No sé, porque no la he conocido. Murió cuando yo era muy pequeña. Creo que hubo alguna tragedia en relación con su muerte, tomó por error una dosis de una medicina para dormir, o algo así. Como quiera que sea, mi padre se quedó con el corazón destrozado. Poco después entró en el Servicio Consular. Donde quiera que iba, yo le acompañaba. A los veintitrés años ya había recorrido yo casi todo el mundo. Era una vida maravillosa, me encantaba.

Sonrió levantando la cabeza. Parecía estar reviviendo aquel pasado feliz.

—Pero murió mi padre, dejándome en muy mala situación. Tuve que irme a vivir con unas tías ancianas al Yorkshire —se estremeció—. Comprenderá usted que era una vida odiosa para una chica educada como yo lo había sido. Casi me volvió loca aquella estrechez de horizontes, aquella espantosa monotonía —se detuvo un segundo y continuó, cambiando el tono—. Y entonces conocí a John Cavendish.

—Siga usted.

—Ya supondrá usted que, desde el punto de vista de mis tías, era un buen matrimonio para mí. Pero le aseguro que no fue eso lo que me decidió. No, era sencillamente un modo de escapar de la insoportable monotonía de mi vida.

No hice comentario alguno, y después de un momento continuó:

—No me interprete mal. He sido muy leal con él. Le dije, y era verdad, que me gustaba mucho, que esperaba que llegara a gustarme más, pero que no estaba lo que se dice «enamorada» de él. Me contestó que con eso ya se conformaba y… nos casamos.

Esperó largo rato, con el entrecejo un poco fruncido. Parecía estar revisando cuidadosamente aquellos días.

—Creo…, estoy segura, de que al principio me quería. Pero debíamos ser incompatibles. Casi inmediatamente nos distanciamos por completo. No es una idea agradable para mi orgullo, pero la verdad es que se cansó muy pronto de mí.

Debí hacer algún movimiento de protesta, porque continuó rápidamente:

—Sí, se cansó de mí. No es que esto tenga ahora ninguna importancia, cuando vamos a separarnos.

—¿Qué quiere usted decir?

Mary contestó quedamente:

—Quiero decir que me marcho de Styles.

—¿Es que no van a vivir ustedes aquí?

—John puede vivir aquí si quiere, pero yo no.

—¿Va usted a dejarle?

—Sí.

—¿Pero por qué?

Sobrevino una larga pausa y al fin dijo:

—Quizá… ¡porque quiero ser libre!

Comprendí lo que la palabra libertad significaba para una persona del temperamento de Mary Cavendish. Oyéndola hablar me pareció adivinar su auténtico ser, orgulloso, salvaje, tan inmune a la civilización como los tímidos pájaros de las montañas, y tuve como una visión de espacios abiertos, de tierras vírgenes, de sendas que nunca habían sido holladas. Un pequeño grito se escapó de sus labios.

—Usted no sabe, no puede saber cómo me he sentido encarcelada en este lugar tan odioso.

—Comprendo —dije—; pero no se precipite.

—¡Que no me precipite! —exclamó, burlándose de mi prudencia.

Y de pronto dije algo por lo que merecería me arrancaran la lengua:

—¿Sabe usted que el doctor Bauerstein ha sido detenido?

Su rostro se cubrió de una máscara de frialdad que borró de él toda expresión.

—John ha sido tan amable que me lo ha dicho esta mañana.

—¿Y qué opina usted? —pregunté débilmente.

—¿De qué?

—Del arresto.

—¿Qué quiere usted que opine? Al parecer, es un espía alemán, según le dijo el jardinero a John.

Su rostro y su voz permanecieron fríos e inexpresivos. ¿Le afectaría o no la noticia?

Se acercó a los floreros y los tocó con el dedo.

—Estas flores están marchitas. Tengo que poner otras. Por favor, míster Hastings, déjeme pasar… Gracias.

Me hice a un lado y salió sin apresurarse por la puerta-ventana, haciéndome un frío gesto de despedida.

No; era seguro que no le interesaba el doctor Bauerstein. Ninguna mujer podría representar su papel con aquella indiferencia helada.

Poirot no compareció a la mañana siguiente y los policías de Scotland Yard tampoco dieron señales de vida.

Pero a la hora del almuerzo se nos presentó una nueva prueba, aunque negativa. Habíamos tratado en vano de seguir la pista de la cuarta carta que mistress Inglethorp había escrito la víspera de su muerte. Al no obtener resultado abandonamos el asunto, con la esperanza de que algún día se aclararía todo. Y esto fue exactamente lo que ocurrió. En el segundo reparto se recibió una comunicación de una firma francesa de editores musicales acusando recibo de un cheque de mistress Inglethorp y lamentando no haberle podido conseguir unas series de canciones folklóricas rusas. De este modo perdimos la última esperanza de resolver el misterio por medio de la correspondencia de mistress Inglethorp en la tarde final.

Poco después del té bajé al pueblo a contarle a Poirot las últimas noticias, pero, con gran contrariedad por mi parte, me encontré con que, una vez más, estaba fuera.

—¿Ha vuelto a ir a Londres?

—¡Oh, no, monsieur! Sólo ha ido en tren a Tadminster. A ver el dispensario de una señorita, según dijo.

—¡Estúpido! —exclamé—. Si le dije que el miércoles era el único día que no estaba allí. Bueno, ¿quiere usted decirle que vaya a vernos mañana por la mañana?

—Desde luego, monsieur.

Pero al día siguiente no hubo señales de Poirot. Empecé a enfadarme. Realmente estaba tratándonos desdeñosamente.

Después de almorzar, Lawrence me llevó aparte y me preguntó si iba a ver a Poirot.

—No, no lo creo. Puede venir aquí, si quiere vernos.

—¡Ah!

Lawrence pareció quedarse indeciso. Estaba tan nervioso y excitado que despertó mi curiosidad.

—¿Qué pasa? —pregunté—. Puedo ir, si hay un motivo especial.

—No tiene mucha importancia, pero… bueno, si vas a verle, dile que —su voz se convirtió en un susurro— creo que he encontrado la taza de café perdida… que tanto me recomendó.

Casi había olvidado el misterioso mensaje de Poirot y de nuevo se despertó mi curiosidad.

Lawrence no parecía dispuesto a decir nada más, de modo que decidí agachar la cabeza e ir a buscar a Poirot.

Me recibieron con una sonrisa. Poirot estaba arriba. ¿Quería subir? Por consiguiente, subí.

Poirot estaba sentado junto a la mesa, con la cabeza escondida entre las manos. Al verme entrar dio un salto.

—¿Qué ocurre? —pregunté solícitamente—. Espero que no estará usted enfermo.

—No, no estoy enfermo. Pero estoy pensando en algo muy importante.

—¿Está usted dudando entre coger al criminal o soltarle? —pregunté humorísticamente.

Pero, con gran sorpresa por mi parte, Poirot asintió gravemente.

—«Hablar o no hablar», como dijo su gran Shakespeare, «ésa es la cuestión».

No me molesté en corregir la cita.

—¿Habla usted en serio, Poirot?

—Completamente en serio. Porque una cosa completamente seria pesa en la balanza.

—¿Qué cosa?

—La felicidad de una mujer, mon ami —dijo gravemente.

No supe qué contestar.

—Ha llegado el momento —dijo Poirot pensativo— y no sé qué hacer. Arriesgo demasiado en este juego. Nadie que no fuera Hércules Poirot lo intentaría.

Y se golpeó el pecho orgullosamente.

Después de esperar unos minutos para no estropear el efecto de sus últimas palabras, le transmití el mensaje de Lawrence.

—¡Aja! —exclamó—. ¿De modo que ha encontrado la taza de café? Tiene más inteligencia de lo que parece ese monsieur Lawrence de cara larga.

Yo mismo no tenía una idea muy elevada de la inteligencia de Lawrence, pero me abstuve de contradecirle, censurándole, en cambio, suavemente por haber olvidado mis instrucciones respecto a los días libres de Cynthia.

—Es cierto. Tengo una cabeza de chorlito. Sin embargo, la otra señorita fue de lo más amable. Sintió mucho el verme tan desilusionado y me enseñó todo aquello con la mejor voluntad.

—¡Ah, bueno! Entonces no importa, y otro día cualquiera va usted a tomar el té con Cynthia.

Le conté lo de la carta que habíamos recibido.

—Lo siento —dijo—. Siempre había tenido esperanzas en esa carta. Pero no podía ser. Este asunto tiene que desenredarse desde dentro —se dio unos golpecitos en la frente—. Son estas pequeñas células grises las que tienen que hacer el trabajo.

De pronto me preguntó:

—¿Es usted entendió en huellas dactilares, amigo mío?

—No —dije, muy sorprendido—. A lo único que llega mi ciencia es a saber que no hay dos huellas dactilares iguales.

—Exactamente.

Abrió un pequeño cajón y sacó unas fotografías, que puso sobre la mesa.

—Les he puesto los números uno, dos, y tres. ¿Puede describírmelas?

Estudié las fotografías atentamente.

—Ya veo que están muy ampliadas. Me parece que las de la fotografía número uno pertenecen a un hombre; son del pulgar y el índice. La del número dos son de mujer, son mucho más pequeñas y completamente distintas. Las del número tres… —me detuve un momento— parecen un montón de huellas, todas mezcladas, pero, desde luego, están las del número uno.

—¿Sobre las otras?

—Sí.

—¿Las reconoce sin ningún género de duda?

—Desde luego, son idénticas.

Poirot asintió, cogió con cuidado las fotografías y las guardó de nuevo en el cajón.

—Supongo —dije— que, como de costumbre, no va usted a explicarme nada.

—Al contrario. Las del número uno son las huellas dactilares de monsieur Lawrence. Las del número dos, de mademoiselle Cynthia. No tiene importancia. Las tomé solamente para comparar con las otras. El número tres es más complicado.

—¿Sí?

—Como usted ve, están sumamente ampliadas. No sé si habrá usted notado esa especie de mancha que atraviesa toda la fotografía. No le voy a describir a usted los aparatos especiales, polvos, etcétera, que he utilizado. Es un procedimiento muy conocido de la Policía, con el cual puede usted obtener una fotografía de las huellas dactilares en muy poco tiempo. Bueno, amigo, ya ha visto usted las huellas; ahora sólo me falta decirle en qué objeto han sido encontradas.

—Continúe; estoy interesadísimo.

Eh bien! La foto número tres representa, sumamente ampliada, la superficie de una botella muy pequeña que hay en lo alto del armario de los venenos del dispensario del Hospital de la Cruz Roja de Tadminster, o que suena algo así como el cuento de la casa que hizo Jack[*].

—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Pero cómo es que estaban en la botella las huellas de Lawrence Cavendish? No se acercó al armario de los venenos el día que estuvimos allí.

—Sí, se acercó.

—¡Imposible! Estuvimos nosotros siempre juntos todo el tiempo.

Poirot meneó la cabeza negativamente.

—No, amigo mío; hubo un momento en que no estuvieron ustedes juntos. Hubo un momento en el que no pudieron haber estado juntos, o no hubieran ustedes llamado a monsieur Lawrence para que se reuniera con ustedes en el balcón.

—Lo había olvidado —admití—; pero fue sólo un momento.

—Lo suficiente.

—¿Suficiente para qué?

La sonrisa de Poirot se hizo muy misteriosa.

—Suficiente para que un señor que ha estudiado Medicina pudiera satisfacer a placer su natural curiosidad.

Nuestras miradas se encontraron. La expresión de Poirot era vaga y apacible. Se puso en pie y tarareó una cancioncilla. Yo le observaba con desconfianza.

—Poirot —dije—. ¿Qué había en la botellita?

Poirot miró a través de la ventana.

—Hidrocloruro de estricnina —dijo por encima de su hombro.

Y continuó tarareando.

—¡Dios mío! —dije quedamente.

No me sorprendió su respuesta. La esperaba.

—Usan el hidrocloruro de estricnina puro muy raramente, sólo en algunas ocasiones, para píldoras. Es la solución empleada en la mayoría de las medicinas. Por eso las huellas dactilares no han sido borradas desde entonces.

—¿Cómo se las arregló usted para tomar esas fotografías?

—Dejé caer el sombrero desde el balcón —explicó Poirot candorosamente—. A aquella hora no estaban permitidas las visitas abajo; así que, a pesar de todas mis disculpas, la compañera de mademoiselle Cynthia tuvo que bajar a cogérmelo.

—¿De modo que usted sabía lo que iba a encontrar?

—No, de ningún modo. Oyendo su historia me di cuenta de que monsieur Lawrence podía haber ido al armario de los venenos. La posibilidad tenía que ser confirmada o eliminada.

—Poirot —dije—, no puede usted engañarme con esa alegría. Este descubrimiento es muy importante.

—No lo sé —dijo Poirot—; pero una cosa me llama la atención. Seguro que también se la ha llamado a usted abiertamente.

—¿Qué cosa?

—Que hay demasiada estricnina en este asunto. Es la tercera vez que nos encontramos con ella. Había estricnina en el tónico de mistress Inglethorp. Tenemos la estricnina que expendió Mace en la farmacia de Styles St. Mary. Ahora tropezamos con una estricnina que tuvo en sus manos uno de los miembros de la casa. Es muy confuso; y, como usted sabe, no me gusta la confusión.

Antes de que pudiera contestar, uno de los belgas abrió la puerta y asomó la cabeza.

—Hay abajo una señora que pregunta por míster Hastings.

—¿Una señora?

Me puse en pie de un salto. Poirot me siguió escaleras abajo. En la puerta estaba Mary Cavendish.

—Estuve visitando a una anciana en el pueblo —explicó—, y como Lawrence me dijo que estaba usted con monsieur Poirot… se me ocurrió llamarle al pasar.

—¡Qué lástima, madame! —dijo Poirot—. Creí que venía usted a honrarme con su visita.

—Lo haré otro día, si usted me invita —prometió ella, sonriendo.

—Eso está mejor. Si necesita usted un confesor, madame —Mary se sobresaltó ligeramente—, recuerde que papá Poirot está siempre a su disposición.

Mary se le quedó mirando durante unos segundos, como si quisiera encontrar un significado oculto en sus palabras. Después, bruscamente, dio media vuelta.

—Monsieur Poirot, ¿no viene usted con nosotros?

—Encantado, madame.

Durante todo el trayecto, Mary habló muy deprisa y febrilmente. Me pareció que se sentía nerviosa bajo la mirada de Poirot.

El tiempo había cambiado y la furia cortante del viento era casi otoñal. Mary se estremeció ligeramente y se cruzó su abrigo negro de corte deportivo. El viento sonaba entre los árboles con silbido lastimero, como el suspiro de un gigante.

Entramos por la puerta principal de Styles y enseguida nos dimos cuenta de que algo malo ocurría.

Dorcas salió corriendo a nuestro encuentro. Lloraba y se retorcía las manos. Divisé a otros criados que se amontonaban en segundo término, todo ojos y oídos.

—¡Ay, señora! ¡Ay, señora! No sé cómo decírselo…

—¿Qué ocurre, Dorcas? —pregunté con impaciencia—. Dígalo enseguida.

—Esos malditos detectives. Le han arrestado, ¡han arrestado a míster Cavendish!

—¿Que han arrestado a Lawrence? —balbucí.

Sorprendí una expresión extraña en los ojos de Dorcas.

—No, señor; al señorito Lawrence, no. Al señorito John.

Mary Cavendish estaba a mi espalda y con un grito desgarrador cayó sobre mí. Al volverme a cogerla tropecé con la mirada de triunfo de Poirot.

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