CAPÍTULO XI



LA CAUSA CRIMINAL





EL juicio contra John Cavendish por el asesinato de su madrastra se celebró dos meses después.

Poco tengo que decir de las semanas que precedieron al juicio. Sólo que Mary Cavendish despertó toda mi admiración y simpatía. Se puso apasionadamente de parte de su marido, rechazando la idea de su culpabilidad, y luchó por él con uñas y dientes.

Le manifesté a Poirot mi admiración y asintió, pensativo.

—Sí, es una de esas mujeres que se crecen en la adversidad. Entonces sale a relucir lo más dulce y auténtico que hay en ellas. Su orgullo y sus celos han…

—¿Celos? —indagué.

—Sí. ¿No se ha dado usted cuenta de que es una mujer extraordinariamente celosa? Como le iba diciendo, ha dejado a un lado su orgullo y sus celos. Sólo piensa en su marido y en el terrible peligro que le amenaza.

Hablaba con mucho sentimiento y le miré gravemente, recordando la tarde en que había estado dudando entre hablar o no. Conociendo su debilidad «por la felicidad de una mujer», me alegré de que no tuviera que decidir.

—Aun ahora —dije— casi no puedo creerlo. Ya ve usted, ¡hasta el último minuto creí que había sido Lawrence!

Poirot hizo una mueca.

—Sabía que usted lo creía.

—¡Pero John, mi viejo amigo John!

—Todo asesino es, posiblemente, el viejo amigo de alguien —observó Poirot filosóficamente—. No puede usted mezclar los sentimientos y la razón.

—Debiera usted haberme insinuado algo.

—Quizá, mon ami, y no lo hice, precisamente porque era su viejo amigo John.

Me quedé confundido, recordando con cuánto afán le había transmitido a John lo que yo creía era la opinión de Poirot con respecto a Bauerstein. Por cierto, el doctor había sido liberado del cargo contra él. Sin embargo, aunque por esta vez había sido más listo que ellos y no pudo probarse la acusación de espionaje, le habían cortado las alas para el futuro.

Le preguntó a Poirot si creía que John sería condenado. Con gran sorpresa por mi parte, me contestó que, por el contrario, era sumamente probable que lo absolvieran.

—Pero Poirot… —protesté.

—Amigo mío, ¿no le he dicho siempre que no tengo pruebas? Una cosa es saber que un hombre es culpable y otra completamente distinta es probarlo. Y en este caso hay muy pocas pruebas. Ése es el problema. Yo, Hércules Poirot, lo sé todo, pero me falta el último eslabón de la cadena. Y a menos que encuentre ese eslabón perdido…

Movió la cabeza, pensativo.

—¿Cuándo empezó usted a sospechar de John Cavendish? —pregunté.

—¿Usted no sospechó nada?

—Desde luego que no.

—¿Ni siquiera después de las palabras que usted oyó entre mistress Cavendish y su madre política y la falta de sinceridad de la primera pesquisa?

—No.

—Cuando Alfred Inglethorp negó tan insistentemente que hubiera peleado con su esposa, ¿no ató usted cabos y pensó que si no había sido él tenían que haber sido Lawrence o John? Pero si hubiera sido Lawrence, la conducta de Mary Cavendish hubiera sido inexplicable. Sí, por el contrario, se trataba de John, todo quedaba explicado con sencillez.

—¿Así que fue John el que disputó con su madre aquella tarde? —exclamé, haciéndose de pronto la luz en mi cerebro.

—Exactamente.

—¿Y lo ha sabido usted todo el tiempo?

—Desde luego. Sólo de este modo podía explicarse la conducta de mistress Cavendish.

—Y, sin embargo, ¿dice usted que fácilmente puede ser absuelto?

Poirot se encogió de hombros.

—Claro que lo digo. En la sesión ante el tribunal de la policía oiremos el caso para el encausamiento, pero probablemente sus procuradores le aconsejarán que reserve su defensa. Ya lo veremos en la causa. Ah, por cierto, tengo que hacerle una advertencia. Yo no debo aparecer en este asunto.

—¿Qué?

—No. Oficialmente no tengo nada que ver con todo esto. Hasta que encuentre ese eslabón que falta en la cadena tengo que quedarme entre bastidores. Mistress Cavendish debe creer que estoy trabajando en favor de su marido, no en contra de él.

—¡Me parece muy sucio su juego! —protesté.

—De ningún modo. Tenemos que habérnoslas con un hombre muy inteligente y sin escrúpulos y debemos usar todos los medios que estén a nuestro alcance o se nos escapará de entre las manos. Por eso he tenido cuidado de permanecer en segundo término. Japp ha hecho todos los descubrimientos y toda la gloria será para él. Si me llaman a prestar declaración —se sonrió abiertamente—, probablemente será como testigo de la defensa.

Apenas podía dar crédito a lo que oía.

—Está completamente en règle —continuó Poirot—. Por extraño que parezca, mi declaración puede destruir uno de los puntos de apoyo de la acusación.

—¿Cuál?

—El que se refiere a la destrucción del testamento. John Cavendish no destruyó el testamento.

Poirot resultó ser un verdadero profeta. No entraré en los detalles de la sesión ante el tribunal de la policía, porque implicaría muchas repeticiones tediosas. Sólo diré simplemente que John Cavendish reservó su defensa y fue debidamente condenado a juicio.

Septiembre nos encontró a todos en Londres. Mary tomó una casa en Kensington y Poirot fue incluido en la familia.

A mí me dieron un puesto en el Ministerio de la Guerra, de modo que pude verlos con mucha frecuencia.

Según iban pasando las semanas, Poirot estaba cada vez más nervioso. Seguía sin encontrar aquel «último eslabón» del que había hablado. En mi interior yo deseaba que no apareciera, porque ¿qué vida esperaba a Mary si John no era absuelto?

El 15 de septiembre, John Cavendish apareció en el banquillo de Old Bailey, acusado del «asesinato premeditado de Emily Agnes Inglethorp», declarándose «no culpable».

Se encargaba de la defensa sir Ernest Heavywether

El fiscal, míster Philips, inició la sesión. El asesinato, dijo, demostraba una premeditación y sangre fría extraordinarias. Se trataba, ni más ni menos, del deliberado envenenamiento de una mujer cariñosa y confiada por un hijastro para quien había sido más que una madre. Lo había mantenido desde su infancia. Él y su esposa habían vivido en Styles una vida de lujo, rodeados de su cariño y cuidados. Había sido para ellos una bienhechora cariñosa y espléndida.

Propuso llamar a testigos que demostrarían que el acusado, disoluto y manirroto, no sabía qué hacer para conseguir dinero y sostenía relaciones amorosas con una tal mistress Raikes, esposa de un granjero de la vecindad. Habiendo llegado esto a oídos de su madrastra, le afeó su conducta en la tarde anterior a su muerte y a continuación se desarrolló entre ellos una disputa, parte de la cual fue oída. El día anterior, el acusado había comprado estricnina en la farmacia del pueblo, llevando un disfraz por medio del cual pensaba echar la responsabilidad del crimen sobre otro hombre; esto es, sobre el marido de mistress Inglethorp. Míster Inglethorp pudo presentar una coartada incuestionable.

En la tarde del 17 de junio, continuó diciendo el fiscal, inmediatamente después de la pelea con su hijo, mistress Inglethorp redactó un nuevo testamento. Este testamento fue encontrado destruido en la chimenea del cuarto de la finada, pero se habían hallado pruebas que demostraban que en él constituía en heredero a su esposo. La muerta ya había hecho un testamento en su favor antes de su matrimonio, pero —míster Philips levantó el índice significativamente— el acusado no conocía este hecho. El motivo que habría inducido a la finada a redactar un nuevo testamento estando en vigor el anterior no podía saberlo míster Philips. Era una señora anciana y posiblemente había olvidado la existencia del otro testamento; o, lo cual le parecía a él más probable, podía haber creído que su matrimonio lo había anulado, ya que había habido una conversación a tal respecto. Las señoras no suelen estar muy versadas en cosas de Leyes. Había redactado un testamento en favor del acusado alrededor de un año antes. Míster Philips presentaría un testigo que probaría que fue el acusado el último que tocó el café de la finada en la noche fatal. Más tarde solicitó entrar en el cuarto de su madrastra, encontrando entonces, sin duda, oportunidad de destruir el testamento, pensando que de este modo convertía en válido el redactado a su favor.

El acusado ha sido arrestado por el detective inspector Japp, funcionario de gran capacidad, como consecuencia de haberse descubierto en su cuarto el mismo frasco de estricnina que había sido vendido en la farmacia del pueblo al supuesto míster Inglethorp el día anterior del asesinato. El Jurado decidiría si estos hechos condenatorios constituían o no prueba abrumadora de la clara culpabilidad del reo.

Y dando a entender que no podía imaginarse a un Jurado diciendo lo contrario, míster Philips se sentó, enjugándose la frente.

Los primeros testigos de la acusación fueron en su mayor parte los que habían sido llamados en la encuesta y, como entonces, con anterioridad había sido oído el informe medico.

Sir Ernest Heavywether, famoso en toda Inglaterra por su falta de escrúpulos para intimidar a los testigos, sólo hizo dos preguntas.

—Tengo entendido, doctor Bauerstein, que la estricnina, como droga, actúa rápidamente.

—Sí.

—Y que usted no puede explicar el retraso en este caso.

—No.

—Gracias.

Míster Mace identificó el frasco que le entregó el fiscal como el que había vendido al «míster Inglethorp». Al ser presionado por sir Ernest, admitió que conocía sólo de vista a míster Inglethorp. Nunca había hablado con él. El testigo no fue interrogado por la parte contraria.

Fue llamado Alfred Inglethorp, quien negó haber comprado el veneno. Negó, asimismo, haber disputado con su esposa. Varios testigos afirmaron la veracidad de estas declaraciones.

Los jardineros declararon que habían firmado como testigos del testamento, y entonces fue llamada Dorcas.

Dorcas, fiel a «su señorito», negó enérgicamente la posibilidad de que la voz que ella había oído fuera la de John y declaró resueltamente, contra toda razón, que era míster Inglethorp quien había estado en el boudoir con su señora. En el banquillo, el acusado sonrió anhelante. Demasiado bien sabía él que el animoso desafío de la vieja sirviente no servía de nada, ya que la defensa no tenía intención de negar este punto. Naturalmente, mistress Cavendish no pudo ser llamada a prestar declaración contra su esposo.

Después de varias preguntas sobre otros temas, míster Philips preguntó:

—¿Recuerda usted la llegada, el pasado mes de junio, de un paquete de Parkson, los sastres de teatro, para míster Lawrence Cavendish? Le suplico haga memoria.

—No recuerdo, señor. Puede haber sido así, pero míster Lawrence estuvo fuera durante una parte de aquel mes.

—En caso de que el paquete hubiera llegado en su ausencia, ¿qué hubiera hecho con él?

—Lo hubieran llevado a su cuarto o se lo hubieran mandado a él.

—¿Usted?

—No, señor; yo lo hubiera dejado en la mesa del vestíbulo. Miss Howard era la que se cuidaba de esas cosas.

Llamada miss Howard, fue interrogada primeramente sobre otros aspectos de la cuestión, abordándose al fin el tema del paquete.

—No recuerdo. Llegaban montones de paquetes. Imposible recordar uno determinado.

—¿No sabe usted si le fue enviado a Gales a míster Lawrence Cavendish o si fue dejado en su cuarto?

—No creo que haya sido enviado a Gales. Lo hubiera recordado.

—Suponiendo que llegara un paquete dirigido a míster Lawrence Cavendish y que después desapareciera, ¿lo habría echado de menos?

—No, no lo creo. Supondría que alguien lo había guardado.

—¿Fue usted, miss Howard, quien encontró este pliego de papel de estraza?

Y mostró el mismo pliego de papel polvoriento que Poirot y yo habíamos examinado en el saloncito de mañana de Styles.

—Sí, yo fui.

—¿Cómo se le ocurrió a usted buscarlo?

—El detective belga llamado para investigar el caso me pidió que lo buscara.

—¿Dónde lo encontró usted?

—En la parte superior de… de… un armario.

—¿En el armario del acusado?

—Creo, creo que sí.

—¿No fue usted misma quien lo encontró?

—Sí.

—Entonces, debe usted saber dónde lo encontró.

—Sí. Fue en el armario del acusado.

—Esto ya está mejor.

Un empleado de «Parkson, sastres de teatro», declaró que el 29 de junio habían enviado una barba negra a míster Lawrence Cavendish, según se les había pedido. El encargo había sido hecho por carta, dentro de la cual iba una orden para cobrar en Correos. No, no conservaban la carta. Todas las transacciones se apuntaban en los libros. Según se les indicaba, habían enviado la barba a «Mr. L. Cavendish, Styles Court».

Sir Ernest Heavywether se levantó con estudiada lentitud.

—¿De dónde venía la carta?

—De Styles Court.

—¿De la misma dirección a donde ustedes enviaron el paquete?

—Sí.

—¿Y la carta venía de allí mismo?

—Sí.

Como un ave de presa, Heavywether cayó sobre él:

—¿Cómo lo sabe usted?

—No… no comprendo.

—¿Cómo sabe usted que la carta venía de Styles? ¿Se fijó en el matasellos?

—No, pero…

—¡Ah! ¡No se fijó en el matasellos! Sin embargo, usted afirma resueltamente que venía de Styles. En realidad, ¿no podía haber venido de cualquier otro sitio?

—Sí…

—En realidad, la carta, aunque escrita en papel timbrado, ¿no podía haber sido enviada desde cualquier parte? ¿Desde Gales, por ejemplo?

El testigo admitió que podía haber ocurrido así y sir Ernest no ocultó su satisfacción.

Elizabeth Well, segunda doncella de Styles, manifestó que después de haberse ido a la cama recordó que había dejado la puerta principal con el cerrojo echado por dentro, y no cerrada sólo con el picaporte, como míster Inglethorp había ordenado. Por consiguiente, había bajado a rectificar su error. Al oír un ligero ruido en el ala izquierda, atisbo a lo largo del pasillo y vio a míster John Cavendish llamando a la puerta de mistress Inglethorp.

Sir Ernest Heavywether terminó pronto con ella. La intimidó de un modo tan despiadado que se contradijo lamentablemente y sir Ernest se sentó con sonrisa satisfecha.

Annie declaró sobre la mancha de grasa en el suelo y cómo había visto al reo llevar el café al boudoir, suspendiéndose la vista hasta el día siguiente, tras su declaración.

Camino de casa, Mary Cavendish se quejó con amargura de los procedimientos del fiscal:

—¡Qué hombre más odioso! ¡Qué red le ha tendido a mi pobre John! ¡Cómo retorcía los hechos hasta hacerles adquirir un sentido distinto!

—Bueno —la consolé—, mañana será otra cosa.

—Sí —dijo Mary, pensativa; de pronto bajó la voz—. Míster Hastings, usted no creerá que… ¡Oh, no, no puede haber sido Lawrence; no, no puede haber sido él!

Pero yo mismo estaba desconcertado y, tan pronto como me reuní con Poirot le pregunté qué sería lo que intentaba sir Ernest.

—¡Ah! —repuso Poirot con admiración—. Es un hombre muy hábil ese sir Ernest.

—¿Creerá culpable a Lawrence?

—Opino que no cree en nada ni le importa nada. No, lo que pretende es sembrar la confusión en el Jurado, que la opinión esté dividida respecto a cuál de los dos hermanos lo hizo. Está tratando de demostrar que hay tantas pruebas contra Lawrence como contra John, y no digo que no lo consiga en algún momento.

Al reanudarse la vista de la causa, el primer testigo requerido fue el detective inspector Japp, quien prestó declaración sucinta y brevemente. Después de relatar los anteriores acontecimientos, continuó:

—Actuando de acuerdo con información recibida, el superintendente Summerhaye y yo registramos el cuarto del acusado, aprovechando su ausencia de la casa. En la cómoda, debajo de unas prendas interiores, encontramos: primero, un par de quevedos con montura de oro, semejantes a los que usa míster Inglethorp —presentó los quevedos—; segundo, este frasco.

El frasco era el que ya había reconocido el ayudante de la farmacia: una pequeña botella de cristal azul con unos granos de un polvo cristalino, y que llevaba la siguiente etiqueta: «Hidrocloruro de estricnina. VENENO».

Los detectives habían descubierto una nueva prueba después de la sesión ante el tribunal de la policía. Se trataba de un largo trozo de papel secante, casi nuevo, encontrado en el talonario de cheques de mistress Inglethorp y que, leído por medio de un espejo, decía claramente: «… de lo que posea al morir se lo dejo a mi amado esposo Alfred Ing…». Con esto quedó establecido sin lugar a duda que el destruido testamento había sido hecho en favor del marido de la difunta señora. A continuación, Japp mostró el trozo de papel medio quemado descubierto en el hogar de la chimenea, y con esto y el hallazgo de la barba en el desván terminó su declaración.

Pero todavía faltaba el interrogatorio de sir Ernest.

—¿En qué día registró usted el cuarto del acusado?

—El martes veinticuatro de julio.

—¿Una semana exactamente después de la tragedia?

—Sí.

—Dice usted que encontró esos dos objetos en la cómoda. ¿Estaba abierto el cajón?

—Sí.

—¿No le parece a usted extraño que un hombre que ha cometido un crimen guarde las pruebas de él en un cajón abierto, donde cualquiera puede encontrarlas a poco que se busque?

—Pudo haberlas escondido allí precipitadamente.

—Pero acaba usted de decir que había transcurrido toda una semana desde el asesinato. Habría tenido tiempo suficiente para sacarlas de allí y destruirlas.

—Quizá.

—Nada de quizá. ¿Tendría o no tendría tiempo suficiente para sacar de allí esos objetos y destruirlos?

—Sí.

—Las prendas interiores bajo las que estaban escondidos los objetos, ¿eran ligeras o gruesas?

—Más bien gruesas.

—En otras palabras, se trataba de prendas de invierno. Era sumamente improbable que el acusado fuera a tal cajón, ¿verdad?

—Quizá.

—Por favor, conteste a mi pregunta. ¿Era probable que el acusado, en la semana más calurosa de un caliginoso verano, fuera al cajón donde guardaba ropa interior de invierno? ¿Sí o no?

—No.

—En tal caso, ¿no es posible que los artículos en cuestión fueran puestos allí por una tercera persona y que el acusado no conociera su presencia?

—No me parece probable.

—¿Pero es posible?

—Sí.

—Eso es todo.

Continuaron las declaraciones. Se declararon las dificultades pecuniarias en que se encontraba el acusado a fines de julio, así como su enredo con mistress Raikes. ¡Pobre Mary, qué amargo debió resultar a su gran orgullo el oír esto! Evelyn Howard había adivinado los hechos, aunque su animadversión contra Alfred Inglethorp le había hecho concluir, llevada por ese odio incomprensible, a que era éste el comprometido.

A continuación subió Lawrence Cavendish al estrado de los testigos. En voz baja, contestando a las preguntas de míster Philips, negó haber encargado algo a la casa Parkson en junio. En realidad, el 29 de junio estaba en Gales pasando una temporada.

Inmediatamente la barbilla de sir Ernest se adelantó belicosamente.

—¿Niega usted haber encargado a Parkson una barba negra el día veintinueve de junio?.

—Lo niego.

—¡Ah! En caso de que le ocurriera algo a su hermano, ¿quién heredaría a Styles Court?

La brutalidad de la pregunta hizo afluir la sangre al rostro pálido de Lawrence. El juez expresó su desaprobación con un débil murmullo y el acusado, en el banquillo, se adelantó furioso.

Heavywether no se impresionó en absoluto por la furia de su cliente.

—Conteste a mi pregunta, por favor.

—Me figuro —dijo Lawrence serenamente— que lo heredaría yo.

—¿Qué quiere decir usted con eso de «me figuro»? Su hermano no tiene hijos. ¿Heredaría usted, sí o no?

—Sí.

—¡Ah, esto está mejor! —dijo Heavywether con alegría salvaje—. Y heredaría usted también una buena cantidad de dinero, ¿no es así?

—Realmente, sir Ernest —protestó el juez—, esas preguntas son improcedentes.

Habiendo lanzado ya la insinuación, sir Ernest se inclinó ante el juez y continuó:

—El martes, diecisiete de julio, visitó usted, según creo, con un invitado de Styles Court, el dispensario del Hospital de la Cruz Roja de Tadminster, ¿no es cierto?

—Sí.

—Cuando se quedó usted solo por unos segundos, ¿abrió usted el armario de los venenos y examinó una de las botellas?

—Pue… puede ser que sí.

—¿Debo entender que lo hizo usted?

—Sí.

Sir Ernest lanzó la siguiente pregunta directamente:

—¿Examinó usted una botella en particular?

—No, no lo creo.

—Tenga usted cuidado, míster Cavendish. Me refiero a una botella pequeña de hidrocloruro de estricnina.

—No… Estoy seguro que no.

—Entonces, ¿cómo explica usted que se hayan encontrado en la botella sus huellas dactilares?

El sistema empleado por sir Ernest para amedentrar a los testigos era especialmente eficaz con un temperamento nervioso.

—Me… me figuro que la habré cogido.

—¡Yo también me lo figuro! ¿Sustrajo usted algo del contenido de la botella?

—Desde luego que no.

—Entonces, ¿para qué la cogió usted?

—En otros tiempos he estudiado Medicina. Naturalmente, esas cosas me interesan.

—¡Ah! De modo que los venenos, «naturalmente», le interesan, ¿no es cierto? Sin embargo, esperó usted a encontrarse a solas para satisfacer su «interés».

—Eso fue pura casualidad. Si hubieran estado allí los demás hubiera hecho exactamente lo mismo.

—Sin embargo, ¿dio la casualidad de que los demás no estaban presentes?

—Sí, pero…

—De hecho, durante toda la tarde, usted estuvo a solas durante un par de minutos, y ¿dio la casualidad, estoy diciendo «la casualidad», de que en esos dos minutos usted se entregó a su «natural interés» por el hidrocloruro de estricnina?

—Bueno, yo… yo…

Con semblante expresivo y satisfecho, sir Ernest observó:

—No tengo nada más que preguntarle, míster Cavendish.

El interrogatorio había causado gran excitación en la sala. Las cabezas de muchas de las elegantes señoras presentes se hallaban muy juntas y sus cuchicheos se hicieron tan ruidosos que el juez amenazó indignado con desalojar la sala si no se hacía silencio inmediatamente.

No hubo mucho más que declarar. Los peritos en caligrafía fueron llamados para que opinasen sobre la firma de «Alfred Inglethorp» en el libro de registros de la farmacia. Declararon todos con unanimidad que no era la escritura de Inglethorp y dijeron que, según su punto de vista, podía ser la del acusado desfigurada. Interrogados por la parte contraria, admitieron que podía ser la del acusado hábilmente falsificada.

El discurso de sir Ernest al iniciar la defensa no fue largo, pero estaba respaldado por la fuerza de su enérgica personalidad. Nunca, dijo, en el transcurso de su larga experiencia, se había encontrado con una acusación de asesinato basada en pruebas tan poco convincentes. No sólo se trataba de pruebas de indicios, sino que la mayor parte de ellas no estaban ni siquiera probadas. Que los señores del Jurado recordaran toda la declaración oída y la examinaran imparcialmente. La estricnina había sido encontrada en un cajón del cuarto del acusado. El cajón no estaba cerrado, como había señalado él con anterioridad, y alegó que no podía probarse que hubiera sido el acusado el que había escondido allí el veneno. De hecho, se trataba de una tentativa ruin y malvada por parte de una tercera persona de hacer recaer el crimen sobre el acusado. La acusación había sido incapaz de mostrar la más insignificante prueba en apoyo de su pretensión de que no fue el acusado quien encargó la barba negra a casa Parkson. La discusión que se cruzó entre el acusado y su madrastra había sido abiertamente admitida, pero tanto esta discusión como sus apuros económicos habían sido exagerados groseramente.

Su docto amigo —sir Ernest inclinó la cabeza con descuido hacia míster Philips— había manifestado que, de ser inocente, el acusado habría explicado en la encuesta que él, y no míster Inglethorp, había disputado con la finada. Creía que los hechos habían sido tergiversados, pero lo que en realidad había ocurrido era lo siguiente: al volver el acusado a su casa el martes por la tarde, supo por fuente autorizada que se había producido una violenta disputa entre míster y mistress Inglethorp. El acusado no había sospechado ni remotamente que su voz hubiera sido confundida con la de míster Inglethorp. Como es natural, sacaría la conclusión de que su madrastra había reñido con dos personas la misma tarde.

La acusación había asegurado que el lunes 16 de julio el acusado había entrado en la farmacia del pueblo caracterizado como míster Inglethorp. El acusado, por el contrario, se hallaba en aquel momento en un apartado lugar llamado Marton’s Spinney, a donde había acudido citado por una nota anónima, escrita en términos de chantaje, y en la que se amenazaba con revelar a su esposa cierto asunto a menos que siguiera sus instrucciones. Por consiguiente, el acusado había acudido al lugar de la cita y, después de esperar en vano durante media hora, había regresado a su casa. Desgraciadamente, ni a la ida ni a la vuelta encontró a nadie que pudiera dar fe de su historia, pero por fortuna conservaba la nota que sería presentada como prueba.

En cuanto a la destrucción del testamento, el acusado había practicado anteriormente en el foro y sabía perfectamente que el testamento hecho en su favor el año anterior quedaba automáticamente anulado con el nuevo matrimonio de su madrastra. Presentaría pruebas que demostrarían quién fue la persona que realmente destruyó el testamento y era posible que con ello el proceso adquiriera un aspecto totalmente distinto.

Por último, quería llamar la atención del Jurado sobre el hecho de que existían pruebas contra otras personas, además de John Cavendish. Por ejemplo, las pruebas contra Lawrence Cavendish eran tan consistentes, por lo menos, como las que había contra su hermano.

Ahora llamaría al acusado.

El acusado se mantuvo en actitud digna en la tribuna de los testigos. Llevado con habilidad por sir Ernest, su declaración fue clara y verosímil. El anónimo fue presentado al Jurado para su examen. La prontitud con que admitió sus dificultades económicas y el desacuerdo con su madrastra dio valor a sus negativas.

Al final de su declaración se detuvo y dijo:

—Quisiera dejar bien sentado que desapruebo y rechazo enérgicamente las insinuaciones de sir Ernest con respecto a mi hermano. Estoy seguro de que mi hermano no tiene más participación en el crimen que yo mismo.

Sir Ernest se limitó a sonreír. Su aguda mirada observó que la protesta de John había causado una impresión muy favorable al Jurado.

Entonces empezó el interrogatorio de la parte contraria.

—Creo haber oído decir que ni remotamente le pasó a usted por la cabeza el que los testigos de las pesquisas hubieran podido confundir su voz con la de míster Inglethorp. ¿No le parece muy extraño?

—No lo crea. Me dijeron que mi madre había disputado con míster Inglethorp y no se me ocurrió que no fuera así.

—¿Ni siquiera cuando la sirvienta repitió algunos trozos de la conversación, que usted debió haber reconocido?

—No los reconocí.

—¡Su memoria debe ser muy floja!

—No, pero los dos estábamos enfadados y creo que dijimos más de lo que pretendíamos. No me fijé en las palabras exactas de mi madre.

El escéptico bufido de míster Philips fue un golpe maestro de habilidad. Luego pasó al tema del anónimo.

—Ha presentado usted esta nota muy oportunamente. Dígame, ¿no le resulta familiar la escritura?

—No, que yo sepa.

—¿No opina usted que tiene un notable parecido con la suya propia, disimulada con gran cuidado?

—No, no lo creo.

—¡Le digo a usted que es su propia letra!

—No.

—Le digo que, en su ansiedad por mostrar una coartada, concibió usted la idea de fingir una cita increíble y que usted mismo escribió esta nota para apoyar su afirmación.

—No.

—¿No es cierto que, en la hora que usted declara haber estado esperando en un lugar solitario poco frecuentado estaba usted realmente en la farmacia de Stanley Saint Mary, comprando estricnina a nombre de Alfred Inglethorp?

—No; es mentira.

—Le digo a usted que, llevando uno de los trajes de míster Inglethorp y una barba negra recortada de modo que se pareciera a la suya, usted estaba allí y firmó en el registro con toda tranquilidad y con el nombre de él.

—Eso es completamente incierto.

—Entonces dejaré que el Jurado considere el parecido de la escritura de la nota, del registro y de la suya propia —dijo míster Philips, y se sentó con el aire del hombre que ha cumplido con su deber, pero que se siente horrorizado por tener que oír semejante perjurio.

Después de esto, como se había hecho tarde, la vista de la causa se suspendió hasta el siguiente lunes.

Observé que Poirot parecía completamente descorazonado. Fruncía el ceño.

—¿Qué ocurre, Poirot? —pregunté.

—¡Ay, amigo mío, esto va mal, muy mal!

Sin poderlo remediar, mi corazón dio un vuelco de alegría. Era evidente que había una posibilidad de que John fuera absuelto.

Cuando llegamos a la casa, mi amigo rechazó con un gesto el ofrecimiento de té que le hizo Mary.

—No, gracias, señora. Voy a subir a mi cuarto.

Subí tras él. Todavía frunciendo el ceño se acercó al escritorio y cogió una pequeña baraja. Después acercó una silla a la mesa y, con gran pasmo por mi parte, empezó con todo solemnidad a construir casas con las cartas.

Involuntariamente me quedé con la boca abierta, y él me dijo de pronto:

—No, amigo mío, no estoy en mi segunda infancia. Quiero calmar mis nervios. Nada más que eso. Este ejercicio requiere precisión con los dedos. Con la precisión de los dedos viene la precisión de la mente. ¡Y nunca la he necesitado como ahora!

—¿Pero qué ocurre? —pregunté.

De un manotazo Poirot deshizo el edificio construido con tanto cuidado.

—Lo que ocurre es esto, amigo mío. Que puedo construir con las cartas casas de siete pisos, pero no puedo —manotazo a la mesa— encontrar —nuevo manotazo— el último eslabón que le hablé a usted.

Guardé silencio, no sabiendo qué contestar, y Poirot empezó de nuevo lentamente a construir edificios con las cartas, hablando entrecortadamente mientras lo hacía:

—Se hace… ¡así! Colocando… una carta… sobre la otra… con precisión… matemática.

Bajo su mano, la construcción de cartas crecía piso a piso. Poirot no tuvo ni un fallo, ni un titubeo. Era casi como un conjuro mágico.

—¡Qué firme tiene usted la mano! —observé—. Creo que sólo una vez le he visto temblar.

—Estaría furioso, sin duda alguna —dijo Poirot plácidamente.

—¡Ah, sí, endiabladamente furioso! ¿No lo recuerda? Fue cuando descubrió usted que había sido forzada la cerradura de la caja de documentos de mistress Inglethorp. Se quedó usted en pie junto a la repisa de la chimenea, jugando con las cosas, como acostumbra, y sus manos temblaban como hojas. Creo que…

Pero me callé repentinamente. Porque Poirot, lanzando un grito ronco e inarticulado, redujo a la nada la obra maestra construida con la baraja y, cubriéndose los ojos con las manos, se balanceaba hacia delante y hacia atrás, como si sufriera una agonía espantosa.

—¡Por Dios, Poirot! —grité—. ¿Qué ocurre? ¿Está usted enfermo?

—No, no —balbució—. Es que, es que… ¡tengo una idea!

—¡Ah, bueno! —exclamé, reconfortado—. ¿Una de sus pequeñas ideas?

—¡Ah, ma foi, no! —replicó Poirot—. ¡La de ahora es una idea gigantesca, maravillosa! Y es usted, usted, amigo mío, quien me la ha dado.

De pronto me estrechó entre sus brazos, besándome calurosamente en las mejillas, y antes de que me hubiera recobrado de mi asombro salió disparado de la habitación.

En aquel momento entró Mary Cavendish.

—¿Qué le ocurre al monsieur Poirot? Ha pasado por mi lado corriendo y gritando: «¡Un garaje! Por el amor de Dios, señora, dígame dónde hay un garaje». Y sin esperar contestación se precipitó a la calle.

Me acerqué corriendo a la ventana. Cierto, allí estaba, corriendo de un lado para otro, sin sombrero y gesticulando. Me volví hacia Mary Cavendish con expresión desesperada.

—De un momento a otro lo detendrá un policía. ¡Allá va, por la esquina!

Nos miramos sin saber qué hacer.

—¿Pero qué le pasará?

Moví la cabeza negativamente.

—No lo sé. Estaba construyendo casas con una baraja cuando de pronto dijo que tenía una idea y salió disparado, como usted ha visto.

—Bueno —dijo Mary—. Supongo que estará de vuelta antes de la cena.

Pero llegó la noche y Poirot no había regresado.

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