CAPÍTULO I
LLEGADA A STYLES
EL intenso interés que despertó en el público lo que fue conocido en su tiempo como «El caso de Styles» se ha apagado algo. Sin embargo, en vista de la resonancia mundial que tuvo, mi amigo Poirot y la propia familia me han pedido que escriba una relación de todo lo ocurrido. De este modo confiamos en acallar los escandalosos rumores que aún persisten.
Expondré brevemente las circunstancias que me llevaron a relacionarme con el asunto.
Desde el frente me habían enviado a Inglaterra, por inválido, y después de unos meses en una deprimente casa de convalecencia me concedieron un mes de permiso. Yo no tenía parientes próximos ni amigos, y no había decidido que hacer cuando me encontré con John Cavendish. Le había visto muy poco en los últimos años. En realidad, nunca le había conocido muy a fondo. Me llevaba sus buenos quince años, aunque no representaba los cuarenta y cinco que tenía entonces. Sin embargo, cuando chico me habían invitado a pasar temporadas en Styles, la residencia de su madre en Essex.
Después de charlar largo y tendido sobre aquellos años, me invitó a pasar mi tiempo de permiso en Styles.
—A mamá le encantará volverte a ver, después de tantos años —añadió.
—¿Qué tal está tu madre? —pregunté.
—Muy bien. ¿No sabes que se ha vuelto a casar?
Creo que no pude disimular mi sorpresa. Mistress Cavendish se había casado con el padre de John, viudo con dos hijos, y era en mis recuerdos una hermosa señora de mediana edad. Debía de tener ya setenta años, por lo menos. La recordaba con una personalidad enérgica y autócrata, amiga de figurar en acontecimientos sociales y benéficos y con cierta debilidad por organizar tómbolas de caridad e interpretar el papel de Hada Buena. Era una señora extraordinariamente generosa y poseía una cuantiosa fortuna personal.
Su residencia de campo, Styles Court, había sido comprada por míster Cavendish en los primeros tiempos de su matrimonio. Míster Cavendish había estado en todo tiempo dominado por su mujer, hasta el extremo de que, al morir, le dejó la finca en usufructo, así como la mayor parte de su renta, decisión a todas luces injusta respecto a sus dos hijos. La madrastra de éstos, sin embargo, había sido muy generosa con ellos; eran tan jóvenes cuando su padre volvió a casarse que siempre la habían considerado como su propia madre.
Lawrence, el más joven, era un muchacho delicado. Había estudiado la carrera de Medicina, pero pronto abandonó la profesión y vivió en la casa materna, entregado a trabajos literarios, aunque sus versos no habían alcanzado gran éxito.
John había practicado algún tiempo como abogado, pero mas tarde se había retirado a la vida de campo, para la que se sentía mejor dispuesto. Se había casado dos años antes y vivía con su mujer en Styles, aunque me pareció que hubiera preferido que su madre le aumentara la pensión y tener un hogar propio. Pero a mistress Cavendish le gustaba hacer sus planes e imponerlos y en este caso tenía la sartén por el mango, es decir, los cordones de la bolsa.
John se dio cuenta de mi sorpresa ante la noticia del nuevo matrimonio de su madre y sonrió tristemente.
—¡Es un condenado patán! —tronó furioso—. Te aseguro, Hastings, que está haciéndonos la vida imposible. En cuanto a Evie, ¿te acuerdas de Evie?
—No.
—No habría venido todavía en los tiempos en que tú frecuentabas nuestra casa. Es la compañera de mi madre, su factótum, su correveidile. Buena persona, aunque no precisamente joven y guapa.
—¿Qué ibas a decir?
—¡Ah, sí!, el individuo ese. Se presentó en casa por las buenas, con el pretexto de ser primo segundo o algo por el estilo de Evie, aunque ella no parece muy dispuesta a reconocer su parentesco. Salta a la vista que el tipo es extranjero. Lleva una gran barba negra y unas botas de cuero, haga el tiempo que haga. Pero mamá se aficionó a él enseguida y le tomó como secretario. Ya sabes que siempre ha dirigido un ciento de sociedades.
Yo asentí.
—Naturalmente, con la guerra, esas cien sociedades se han convertido en mil. Hay que reconocer que el tal sujeto le ha resultado muy útil. Pero excuso decirte cómo nos quedamos cuando, hace tres meses, nos anunció mamá de pronto que ella y Alfred se habían comprometido. Si nos pinchan no sangramos. Él es lo menos veinte años más joven que ella. Un cazadotes descarado, claro; pero ella es dueña de sus actos y se casó con él.
—Debe de ser una situación muy difícil para vosotros.
—¿Difícil? Es endemoniada.
De modo que tres días más tarde descendía yo del tren en Styles Saint Mary, una diminuta estación cuya existencia no parecía muy justificada, colocada en medio de los verdes campos. Cavendish me esperaba en el andén y me condujo en coche.
—Como ves, tenemos un poco de gasolina —indicó—. Gracias a las actividades de mi madre.
El pueblo de Styles Saint Mary estaba situado a unas dos millas de la pequeña estación y Styles Court se asentaba una milla más allá. Era un día tranquilo y cálido de principios de julio. Contemplando la llanura de Essex, tan verde y quieta bajo el sol de la tarde, parecía casi imposible que una gran guerra siguiera su curso no lejos de allí. Sentí como si me hubiera perdido en otro mundo. Al cruzar la verja de entrada, dijo John:
—No sé si te parecerá esto demasiado tranquilo, Hastings.
—Amigo mío, eso es precisamente lo que deseo.
—Es bastante agradable, si te gusta la vida reposada. Yo hago instrucción con los voluntarios dos veces por semana y echo una mano a las fincas. Mi mujer trabaja regularmente la tierra. Se levanta todos los días a las cinco para ordeñar las vacas y sigue las faenas hasta la hora del almuerzo. En conjunto es una buena vida. Si no fuera por ese Alfred Inglethorp.
De pronto detuvo el coche y miró su reloj.
—No sé si tendremos tiempo de recoger a Cynthia. No, ya habrá salido del hospital.
—¿Tu mujer?
—No, es una protegida de mi madre, hija de una compañera de colegio que se casó con un bribón. Fracasó rotundamente y la niña quedó huérfana y sin un céntimo. Mi madre la recogió y lleva casi dos años con nosotros. Trabaja en el hospital de la Cruz Roja de Tadminster, a siete millas de aquí.
Mientras pronunciaba las últimas palabras, nos deteníamos frente a la casa, antigua y hermosa. Una señora vestida con gruesa falda de tweed y que se inclinaba sobre un macizo de flores, se levantó al vernos.
—¿Qué hay, Evie? Éste es nuestro heroico herido. Míster Hastings, miss Howard.
Y así hizo las presentaciones mi amigo John.
Miss Howard me estrechó la mano calurosamente, casi me hizo daño. En su cara, quemada por el sol, resaltaban los ojos, profundamente azules. Era una mujer de unos cuarenta años y de agradable aspecto, con voz profunda, algo masculina, y cuerpo fuerte y anguloso. Enseguida noté que su conversación era cortada, al estilo telegráfico.
—Los hierbajos se propagan como el fuego. Imposible librarse de ellos. Tendré que reclutarle a usted. Tenga cuidado.
—Le aseguro que me encantará ser útil en algo —respondí.
—No diga eso. Se arrepentiría.
—No seas cínica, Evie —dijo John riendo—. ¿Dónde tomamos el té, dentro o fuera?
—Fuera. Demasiado buen tiempo para encerrarse en casa
—Pues ven, ya has trabajado bastante en el jardín. El labrador se ha ganado su jornal. Anda, ven a refrescarte.
—Bueno —dijo miss Howard, quitándose los guantes de jardinero—. De acuerdo contigo.
Nos condujo al lugar donde estaba dispuesto el té bajo la sombra de un gran sicómoro.
Una figura femenina se levantó de una de las sillas de mimbre y avanzó unos pasos para recibirnos.
—Mi mujer, Hastings —dijo John.
Nunca olvidaré el primer encuentro con Mary Cavendish. Se han grabado en mi memoria en forma indeleble su alta y esbelta silueta recortándose contra la fuerte luz, el fuego dormido que se adivinaba en ella, aunque sólo encontrase expresión en sus maravillosos ojos dorados, su quietud, que insinuaba la existencia de un espíritu indomable dentro de un cuerpo exquisitamente cultivado.
Me recibió con unas palabras de agradable bienvenida, pronunciadas con voz baja y clara, y me dejé caer en una silla de mimbre, feliz por haber aceptado la invitación de John. Mistress Cavendish me sirvió el té y sus tranquilas observaciones fortalecieron mi primera impresión: era una mujer extraordinariamente atractiva. Animado por la viva atención que me demostraba mi anfitriona, descubrí con voz humorística ciertos incidentes de la casa de convalecencia, y puedo ufanarme de haberla divertido grandemente. Desde luego, John es muy buen chico, pero su conversación no tiene nada de brillante.
En aquel momento llegó a nosotros, a través de una ventana abierta, una voz que yo recordaba muy bien:
—Quedamos, Alfred, en que escribirás a la princesa después del té. Yo escribiré a lady Tadminster para el segundo día. ¿O esperaremos a ver lo que dice la princesa? En caso de que se niegue, lady Tadminster podía presidir el primer día, y mistress Crosbie el segundo. Y la duquesa la fiesta de la escuela.
Se oyó una voz masculina y contestar a mistress Inglethorp.
—Tienes razón. Después del té. Estás en todo.
La puerta-ventana se abrió un poco más y por ella salió al césped una hermosa señora de cabellos blancos, con facciones algo dominantes. La seguía un hombre en actitud obsequiosa.
Mistress Inglethorp me recibió efusivamente.
—Míster Hastings. ¡Qué alegría volverle a ver después de tantos años! Querido Alfred, míster Hastings; mi marido.
Mire con cierta curiosidad al «querido Alfred». Desde luego, parecía extranjero. No me extrañó que a John le disgustara su barba: era una de las más largas y negras que había visto en mi vida. Llevaba anteojos con montura de oro y su rostro tenía una impasibilidad extraña. Me pareció que su puesto estaba en las tablas teatrales, pero en la vida real resultaba completamente fuera de lugar. Su voz era profunda y untuosa. Me dio la mano rígidamente, diciendo:
—Encantado, míster Hastings —y volviéndose a su esposa—. Querida Emily, ese cojín está un poco húmedo.
Ella sonrió cariñosamente a su marido, que le cambió el cojín con grandes demostraciones de afecto. Extraño apasionamiento en una señora inteligente como ella.
Con la llegada de Inglethorp, una especie de hostilidad velada se adueñó de la reunión. Sobre todo miss Howard no se molestó en ocultar sus sentimientos. Sin embargo, mistress Inglethorp no parecía darse cuenta de ello. Su volubilidad no había perdido nada con el transcurso de los años y habló incansablemente, sobre todo de la tómbola que estaba organizando y que tendría lugar muy pronto. De vez en cuando se dirigía a su marido para preguntarle algo relacionado con horarios y fechas. Él no abandonó su actitud vigilante y atenta. Desde el primer momento me disgustó sobremanera; y me ufano de juzgar certeramente a primera vista.
Poco después, mistress Inglethorp se volvió a Evelyn Howard para darle instrucciones sobre unas cartas y su marido se dirigió a mí con su bien timbrada voz:
—¿Es usted militar de carrera, míster Hastings?
—No, antes de la guerra estaba en la Compañía de seguros Lloyd’s.
—¿Y volverá usted allí cuando termine la guerra?
—Puede ser. Aunque quizá empiece algo nuevo.
Mary Cavendish se inclinó.
—Si le fuera posible seguir sus inclinaciones, ¿qué profesión escogería usted?
—Depende de ciertas cosas.
—¿No tiene usted una afición secreta? —preguntó—. ¿No se siente atraído por nada? Casi todos lo estamos, con frecuencia por algo absurdo.
—Se reiría usted de mí si se lo dijera.
Mary Cavendish sonrió.
—Quizá.
—Siempre he sentido la secreta ambición de ser detective.
—¿Un auténtico detective de Scotland Yard, o un Sherlock Holmes?
—Sherlock Holmes, por supuesto. Pero hablando en serio, es algo que me atrae enormemente. Conocí en Bélgica a un detective muy famoso, que me entusiasmó por completo. Era maravilloso. Decía siempre que el trabajo de un buen detective es únicamente cuestión de método. Mi sistema está basado en el suyo, aunque, por supuesto, lo he mejorado mucho. Era un hombre muy divertido, un dandi, pero maravillosamente hábil.
—Me gustan las buenas historias policíacas —observó miss Howard—. Sin embargo, son un montón de tonterías muchas veces. El criminal, descubierto en el último capítulo. Todo el mundo equivocado. En el crimen real se sabe enseguida.
—Gran número de crímenes han quedado sin aclarar —repliqué.
—No quiero decir la Policía, sino la gente que está dentro del crimen. La familia. Ellos no se engañan. Lo saben todo.
—¿Entonces usted cree —dije, muy divertido—, que si se viera mezclada en un crimen, digamos un asesinato, descubriría usted inmediatamente al asesino?
—Por supuesto no podría probarlo a los abogados. Pero yo creo que lo sabría. Si se me acercaba el asesino, lo notaría en el aire.
—Podría ser «la» asesina —sugerí.
—Podría. Pero el asesinato es algo violento. Más a menudo es asociado con la idea del hombre.
—Salvo en caso de veneno —la voz de mistress Cavendish me sobresaltó—. El doctor Bauerstein decía ayer que es muy probable que haya habido innumerables envenenamientos por completo insospechados, debido a la ignorancia de los métodos cuando se trata de venenos poco comunes.
—¡Por Dios, Mary, qué conversación tan horrible! —exclamó mistress Inglethorp—. Me estáis espeluznando. ¡Aquí viene Cynthia!
Una muchacha con uniforme de enfermera cruzó rápidamente el césped.
—Cynthia, llegas tarde hoy. Éste es míster Hastings. Miss Murdoch.
Cynthia Murdoch era una joven de aspecto lozano, llena de vida y de vigor. Se quitó su gorrito y admiré las grandes ondas sueltas de su cabellera rojiza y la brevedad y blancura de la mano que adelantó para coger su taza de té. Con ojos y pestañas negros hubiera sido una belleza.
Se tumbó en el suelo, al lado de John, y me sonrió cuando le acerqué un plato de emparedados.
—Siéntese aquí en la hierba. Se está mucho mejor.
Obedecí prontamente.
—Trabaja usted en Tadminster, ¿verdad?
Cynthia asintió.
—Sí, por mis pecados.
—¿Se portan mal con usted sus jefes? —pregunté sonriendo.
—¡Me gustaría verlo! —exclamó Cynthia con dignidad.
—Tengo una prima en un hospital, que les tiene pánico a las enfermeras diplomadas.
—No me extraña. No tiene usted idea de cómo son. Pero yo no soy enfermera, gracias a Dios. Trabajo en el dispensario.
—¿A cuánta gente envenena usted?
Cynthia sonrió también.
—¡A cientos! —dijo.
—Cynthia —llamó mistress Inglethorp—, ¿puedes escribirme unas cartas?
—Desde luego, tía Emily.
Se levantó de un salto y algo en su actitud me recordó que su posición en la casa era subalterna y que mistress Inglethorp, aun siendo tan bondadosa, no le permitía olvidarlo.
Mi anfitriona se volvió hacia mí.
—John le enseñará su cuarto. La comida es a las siete y media. Hemos suprimido la cena, por el momento. Lady Tadminster, la esposa de nuestro diputado, hija del difunto lord Abbotsbury, hace lo mismo. Está de acuerdo conmigo en que somos las personas de nuestra posición las que tenemos que dar ejemplo de austeridad. Aquí seguimos un régimen de guerra; nada se desperdicia, hasta los trozos de papel se recogen y se mandan en sacos.
Expresé mi aprobación y John me condujo a la casa. Subimos la ancha escalera que, bifurcándose a derecha e izquierda, conducía a las dos alas del edificio. Mi cuarto estaba en el ala izquierda y tenía vistas sobre el parque.
John me dejó y unos minutos más tarde lo vi desde mi ventana paseando sosegadamente por la hierba, cogido del brazo de Cynthia Murdoch. Oí la voz de mistress Inglethorp llamando a Cynthia con impaciencia y la muchacha corrió en dirección a la casa. Al mismo tiempo, un hombre surgió de la sombra de un árbol y tomó lentamente la misma dirección. Representaba unos cuarenta años, era muy moreno y su rostro, pulcramente afeitado, tenía una expresión melancólica. Parecía dominado por una emoción violenta. Al pasar miró casualmente hacia mi ventana y lo reconocí, aunque había cambiado mucho en los últimos quince años. Era el hermano menor de John, Lawrence Cavendish. Me pregunté cuál podría ser el motivo de la extraña expresión que sorprendí en su rostro.
Después me olvidé de él y me hundí en mis propios asuntos.
La tarde se deslizó agradablemente y por la noche soñé con la enigmática Mary Cavendish.
La mañana amaneció clara y llena de sol y presentí que mi estancia en Styles me iba a ser extraordinariamente grata.
No vi a mistress Cavendish hasta la hora del almuerzo. Entonces me invitó a dar un paseo con ella y pasamos una tarde deliciosa, vagando por los bosques y regresando a casa alrededor de las cinco.
Al entrar en el amplio vestíbulo, John nos hizo seña de que le siguiéramos al salón de fumar. Por la expresión de su rostro comprendí enseguida que algo desagradable había ocurrido. Le seguimos y cerró la puerta detrás de nosotros.
—Escucha, Mary; hay un jaleo horrible. Evie ha disputado con Alfred Inglethorp y se marcha.
—¿Que se marcha Evie?
John asintió sombrío.
—Sí, fue a ver a mamá y… ¡Aquí viene ella!
Miss Howard apretaba los labios con obstinación y llevaba una pequeña maleta. Parecía excitada y decidida, ligeramente a la defensiva.
—¡Al menos —estalló— se las canté claras!
—Querida Evie —exclamó mistress Cavendish—, no puedo creer que te marches.
Miss Howard asintió, ceñuda.
—Pues es la verdad. Siento haber dicho a Emily algunas cosas que no perdonará ni olvidará fácilmente. No me importa si mis palabras no han hecho mucho efecto. Probablemente no conseguiré nada. Le dije: «Eres vieja, Emily, y las tonterías de los viejos son las peores. Es veinte años más joven que tú y tú te engañas respecto al motivo de su matrimonio: Dinero. No le des demasiado. La mujer del granjero Raikes es joven y guapa. Pregunta a tu querido Alfred cuánto tiempo pasa en su casa». Emily se enfadó mucho. ¡Natural! Y yo continué: «Te lo advierto, si te gusta como si no te gusta: ese hombre te matará mientras duermes, en un decir “¡Jesús!”. Es un mal bicho. Puedes decirme lo que quieras, pero recuerda que te he avisado. ¡Es un mal bicho!».
—¿Y qué dijo ella?
Miss Howard hizo una mueca muy expresiva.
—«Mi queridísimo Alfred, mi pobrecito Alfred, calumnias viles, mentiras ruines, horrible mujer, acusar a mi querido esposo…». Cuanto antes deje esta casa, mejor. De modo que me marcho.
—Pero ¿ahora mismo?
—En este mismo momento.
Durante unos instantes nos quedamos contemplándola. Finalmente, John Cavendish, viendo que sus argumentos no tenían éxito, fue a consultar el horario de trenes. Su mujer le siguió, murmurando que sería mejor convencer a mistress Inglethorp de que recapacitara.
Al quedarnos solos, la expresión de miss Howard se transformó. Se inclinó hacia mí ansiosamente.
—Míster Hastings, usted es una buena persona. ¿Puedo confiar en usted?
Me sobresalté ligeramente. Posó su mano en mi brazo y su voz se convirtió en un susurro.
—Cuide de ella, míster Hastings. ¡Mi pobre Emily! Son una manada de tiburones, todos ellos. Bien sé lo que me digo. Todos están a la cuarta pregunta y la acosan con peticiones de dinero. La he protegido todo lo que he podido. Ahora que les dejo el campo libre, se impondrán.
—Naturalmente, miss Howard —dije—. Haré todo lo que esté en mi mano; pero tranquilícese, está usted muy nerviosa.
Me interrumpió, amenazándome con el índice.
—Joven, créame. He vivido más que usted. Sólo le pido que tenga los ojos bien abiertos. Verá luego si tengo o no razón.
El ruido del motor del coche nos llegó a través de la ventana abierta y miss Howard se levantó, encaminándose hacia la puerta. John llamó desde fuera. Con la mano en la portezuela del coche, Evie me miró por encima del hombro y me hizo una seña.
—Y sobre todo, míster Hastings, vigile a ese demonio, al marido.
No hubo tiempo para hablar más. Miss Howard desapareció entre un coro de protestas y adioses. Los Inglethorp no se presentaron para la despedida.
Mientras el coche desaparecía, mistress Cavendish se separó súbitamente del grupo y avanzó hacia el césped, saliendo al encuentro de un hombre alto, con barba, que evidentemente venía de la casa. Sus mejillas se colorearon al darle la mano.
—¿Quién es ése? —pregunté con viveza, porque instintivamente me disgustó aquel hombre.
—Es el doctor Bauerstein —contestó John brevemente.
—¿Y quién es el doctor Bauerstein?
—Está en el pueblo haciendo una cura de reposo, después de haber sufrido un grave desequilibrio nervioso. Es un especialista de Londres, hombre muy inteligente; uno de los mejores especialistas toxicólogos, según creo.
—Y es muy amigo de Mary —apuntó Cynthia, incorregible.
John Cavendish frunció el ceño y cambió de tema.
—Vamos a dar un paseo, Hastings. Todo este asunto ha sido muy desagradable. Siempre ha tenido la lengua muy suelta, pero no hay en toda Inglaterra amiga más fiel que Evelyn Howard.
Tomó el camino que cruzaba el bosque y nos dirigimos hacia el pueblo.
De regreso, al cruzar una de las verjas, una bonita joven de belleza gitana que venía en dirección opuesta nos hizo una inclinación y sonrió afectuosamente.
—Es guapa esa chica —observé apreciativamente.
La cara de John se endureció.
—Es mistress Raikes.
—¿La que dijo miss Howard que…?
—La misma —dijo John, con brusquedad que juzgué innecesaria.
Comparé mentalmente a la anciana señora de la casa con la vehemente y picaresca joven que acababa de sonreímos y el presentimiento de que algo malo se avecinaba me estremeció. Sacudí mis pensamientos y dije:
—¡Styles es maravilloso!
John asintió, con voz sombría.
—Sí, es una hermosa propiedad. Algún día será mía. Ya lo sería en derecho si mi padre hubiera hecho un testamento justo. Y yo no andaría tan endiabladamente mal de dinero como lo estoy ahora.
—¿Estás muy mal de dinero?
—Querido Hastings, no me importa decirte que no sé qué hacer para conseguirlo.
—¿No puede ayudarte tu hermano?
—¿Lawrence? Se ha gastado hasta su último penique publicando versos malos con encuadernaciones de fantasía. No, somos una pandilla de pobretones. Tengo que reconocer que mi madre ha sido muy buena con nosotros hasta ahora. Desde su matrimonio, quiero decir…
Se interrumpió bruscamente, frunciendo el ceño malhumorado.
Sentí por primera vez que con la marcha de Evelyn Howard el ambiente había perdido algo indefinible. Su presencia infundía seguridad. Ahora esta seguridad había desaparecido y el aire parecía lleno de sospechas. Volví a ver con la imaginación el rostro siniestro del doctor Bauerstein. Me sentí lleno de suspicacia, contra todo y contra todos. Por un instante barrunté la proximidad del mal y me sentí hondamente preocupado.