CAPÍTULO VIII



NUEVAS SOSPECHAS





TODOS nos quedamos mudos por la estupefacción. Japp, el menos sorprendido, fue el primero en hablar.

—¡Palabra que es usted estupendo! —exclamó—. ¿Y no hay error posible, monsieur Poirot? ¿Supongo que sus testigos son de fiar?

—Desde luego. He preparado una lista con sus nombres y direcciones. Puede usted hablar con ellos, naturalmente; pero lo encontrará todo en regla.

—Estoy seguro de ello —Japp bajó la voz—. Le estoy muy agradecido. En buena nos hubiéramos metido arrestándole —se volvió a Inglethorp—. Usted me perdonará, señor; pero ¿por qué no dijo todo esto en la investigación?

—Yo se lo diré —interrumpió Poirot—. Corría cierto rumor…

—Un rumor ruin y falso a todas luces —interrumpió Alfred Inglethorp con voz agitada.

—Y míster Inglethorp deseaba fervientemente que no se promoviera ningún escándalo, precisamente ahora, ¿no es cierto?

—Exacto —asintió Inglethorp—. Ya comprenderá usted que, estando mi pobre Emily aún sin enterrar, quería evitar a toda costa que circularan esos falsos rumores.

—De usted para mí, señor —observó Japp—, yo hubiera preferido cualquier clase de rumores a ser arrestado por asesinato. Y me atrevo a pensar que su pobre esposa hubiera pensado lo mismo. Y lo cierto es que, de no ser por monsieur Poirot, le hubiéramos arrestado como dos y dos son cuatro.

—Obré estúpidamente, lo reconozco —murmuró Inglethorp—; pero usted no sabe, inspector, de qué modo he sido perseguido y calumniado.

Y lanzó a miss Howard una mirada de resentimiento.

—Ahora, señor —dijo Japp volviéndose vivamente hacia John—, me gustaría ver el cuarto de la señora y después tener una breve conversación con los criados. No se moleste usted por mí; monsieur Poirot me enseñará el camino.

Cuando salían todos del cuarto, Poirot me hizo seña de que le siguiera escaleras arriba. Luego me cogió por el brazo y me llevó aparte.

—Rápido, vaya a la otra ala del edificio. Quédese allí, en este lado de la puerta giratoria. No se mueva hasta que yo vuelva.

Entonces, dando rápidamente media vuelta, se reunió a los dos detectives.

Seguí sus instrucciones, ocupando mi posición junto a la puerta giratoria y preguntándome qué habría detrás de todo aquello. ¿Por qué tenía que hacer guardia precisamente en aquel lugar? Miré a lo largo del corredor, meditando. Una idea me asaltó. Con excepción del cuarto de Cynthia Murdoch, todas las habitaciones estaban en el ala izquierda. ¿Tendría algo que ver eso con mi presencia allí? ¿Tendría que dar cuenta de las entradas y salidas? Seguí en mi puesto fielmente. Pasaron los minutos. Nadie se presentó. No ocurrió nada.

Habrían pasado lo menos veinte minutos antes de que Poirot apareciera.

—¿No se ha movido usted de aquí?

—No, aquí me estuve, firme como una roca. Y nada ha ocurrido.

—¡Ah! —¿estaría satisfecho o desilusionado?—. ¿No ha visto usted nada en absoluto ?

—No.

—Pero sí habrá oído algo, un topetazo ¿no, amigo mío?

—No.

—¿Es posible? Ah, pues estoy muy irritado conmigo mismo. No suelo ser tan torpe. Hice un pequeño movimiento con la mano izquierda —ya conozco los pequeños movimientos de las manos de Poirot— y tiré la mesa que está junto a la cama.

Su irritación era tan pueril y estaba tan alicaído que me apresuré a consolarle.

—No se disguste, hombre. ¿Qué importancia tiene eso? Su triunfo de hace un rato le ha excitado. Se lo aseguro, fue una sorpresa para todos nosotros. En ese enredo de Inglethorp con mistress Raikes debe de haber más de lo que pensábamos para que se negara a hablar con tanta obstinación. ¿Qué va usted a hacer ahora? ¿Dónde están los de Scotland Yard?

—Bajaron a interrogar a los sirvientes. Les he enseñado todas las pruebas que hemos reunido. Estoy desilusionado de Japp. ¡Carece de método!

—¡Vaya! —dije, mirando por la ventana—. Ahí está el doctor Bauerstein. Creo que tiene usted razón respecto a ese hombre, Poirot. No me gusta.

—Es muy inteligente —observó Poirot, pensativo.

—Sí, inteligente como el mismo demonio. La verdad es que disfruté el martes, viéndole en aquella facha. ¡No puede usted imaginarse qué cuadro!

Y le describí la aventura del doctor.

—¡Parecía un espantapájaros! Cubierto de barro de la cabeza a los pies.

—Entonces, ¿usted lo vio?

—Sí. Claro que él no quería pasar; acabábamos de cenar y estábamos en el salón; pero Inglethorp insistió tanto que el doctor entró.

—¿Qué? —Poirot me cogió violentamente por los hombros—. ¿Qué el doctor Bauerstein ha estado aquí el martes por la noche? ¿Aquí? ¿Y usted no me lo ha dicho? ¿Por qué no me lo ha dicho usted? ¿Por qué? ¿Por qué?

Parecía frenético.

—Querido Poirot —rebatí—. No creí que pudiera interesarle. No sabía que tuviera la menor importancia.

—¿Importancia? ¡Es importantísimo! ¡Así que el doctor Bauerstein ha estado aquí el martes por la noche, la noche del asesinato! Hastings, ¿es que usted no lo ve? ¡Esto lo cambia todo, todo!

Nunca le había visto tan trastornado. Me soltó y puso en pie mecánicamente un par de candelabros, murmurando aún para sí mismo:

—Sí, lo cambia todo, todo.

De pronto pareció tomar una decisión.

Allons! —dijo—. Tenemos que actuar inmediatamente. ¿Dónde está míster Cavendish?

John estaba en el salón de fumar. Poirot fue derecho hacia él.

—Míster Cavendish. Tengo algo importante que hacer en Tadminster. Una nueva pista. ¿Puedo llevarme su coche?

—Desde luego. ¿Lo necesita inmediatamente?

—Sí, por favor.

John hizo sonar la campanilla y mandó sacar el coche. Diez minutos más tarde atravesábamos a toda velocidad el parque y tomábamos la carretera de Tadminster.

—Bien, Poirot —observé con aire resignado—, ¿no quiere usted decirme a qué viene todo esto?

—Amigo mío, una gran parte puede usted adivinarla. Naturalmente, usted comprenderá que, ahora que Inglethorp está fuera del asunto, toda la situación ha cambiado enteramente. Tenemos que enfrentarnos con un problema enteramente distinto. Sabemos que hay una persona que no compró el veneno. Hemos rechazado las pistas falsas. En cuanto a las verdaderas, he descubierto que todos en la casa, con excepción de mistress Cavendish, que jugaba con usted al tenis, pudo haberse hecho pasar por Inglethorp el lunes por la tarde. Igualmente, tenemos la declaración de Inglethorp de que dejó el café en el vestíbulo. Nadie se fijó mucho en esto en la pesquisa, pero ahora adquiere un significado totalmente distinto. Tenemos que averiguar quién llevó por fin el café a mistress Inglethorp y quién pasó por el vestíbulo mientras la taza estaba allí. Según su relato, sólo hay dos personas de las que podamos decir con toda seguridad que no se acercaron al café: mistress Cavendish y miss Cynthia. ¿No es eso?

—Sí, eso es.

Sentí que se me quitaba un peso del corazón. Mary Cavendish estaba completamente fuera de sospecha.

—Liberando a Alfred Inglethorp —continuó Poirot—, he tenido que mostrar mi juego antes de lo que pensaba. Mientras parecía que yo le perseguía el criminal se sentía a salvo. Ahora tendrá mucho más cuidado. Sí, mucho más cuidado.

Se volvió bruscamente hacia mí.

—Dígame, Hastings, ¿no sospecha usted de nadie?

Titubee. A decir verdad, una idea descabellada me había pasado una o dos veces por la imaginación aquella mañana. Había querido rechazarla por absurda, sin conseguirlo del todo.

—No puede llamarse sospecha —murmuré—. En realidad es una teoría.

—Vamos —me apremió Poirot, animándome—. No tenga miedo. Hable claramente. Hay que tener en cuenta nuestros instintos.

—Bien —dije bruscamente—, es absurdo, pero… ¡sospecho que miss Howard no dijo todo lo que sabe!

—¿Miss Howard?

—Sí, ríase todo lo que quiera.

—De ningún modo. ¿Por qué había de reírme?

—No puedo menos de pensar —continué disparatando— que la hemos considerado completamente libre de sospechas, por el simple hecho de haber estado fuera del lugar del crimen. Pero después de todo, sólo estaba a quince millas de aquí. Un coche puede hacer ese recorrido en media hora. ¿Podemos asegurar que no estaba en Styles la noche del crimen?

—Sí, amigo mío —dijo Poirot inesperadamente—. Podemos. Una de las primeras cosas que hice fue telefonear al hospital donde trabaja.

—¿Y qué?

—Me han dicho que miss Howard estuvo de guardia la tarde del martes y que, habiendo llegado inesperadamente un convoy de heridos, se ofreció amablemente a quedarse por la noche, oferta que fue aceptada con prontitud. Asunto liquidado.

—¡Oh! —dije perplejo. Y continué—. Realmente, lo que me hizo sospechar fue su extraordinaria animosidad contra Inglethorp. No puedo menos de pensar que sería capaz de hacer cualquier cosa por perjudicarle. Y se me ocurrió que quizá sepa algo de la destrucción del testamento. Puede ser que haya destruido el nuevo, confundiéndolo con el anterior, a favor de Inglethorp. ¡Se ensaña tanto con él!

—¿Considera usted antinatural su animosidad?

—Sí. ¡Es tan violenta! Hasta me pregunto si estará en su sano juicio a ese respecto.

Poirot movió la cabeza con energía.

—No, no; va usted por mal camino. No hay en miss Howard nada de degeneración o debilidad mental. Es el resultado de la mezcla bien equilibrada de músculo y beef inglés. Es la cordura personificada.

—Sin embargo, su odio hacia Inglethorp casi parece una manía. Mi idea, desde luego una idea ridícula, era que había intentado envenenarle a él y que por alguna razón mistress Inglethorp tomó el veneno equivocadamente. Pero no me explico cómo pudo hacerlo. Todo esto es absurdo y ridículo hasta la exageración.

—Sin embargo, tiene usted razón en una cosa: debemos sospechar de todo el mundo hasta poder probar lógicamente y a entera satisfacción que son inocentes. Ahora bien, ¿qué razones hay para que miss Howard haya envenenado deliberadamente a mistress Inglethorp?

—¡Pero si le tenía gran afecto!

—¡Tá, tá! —exclamó Poirot con irritación—. Razona usted como un chiquillo. Si miss Howard fuera capaz de envenenar a la anciana, sería igualmente capaz de simular afecto. No, tenemos que seguir pensando. Tiene usted razón al suponer que su animosidad contra Alfred Inglethorp es demasiado violenta para ser natural, pero la consecuencia que saca usted de ello es completamente errónea. Yo he sacado las mías y creo no equivocarme; pero no quiero hablar de ello por ahora —se detuvo de momento y luego prosiguió—. Ahora bien, según mi modo de pensar, hay una objeción que hacer a la idea de que miss Howard sea la asesina.

—¿Cuál?

—Que la muerte de mistress Inglethorp no la beneficia en lo más mínimo. Y no hay asesinato sin motivo.

Reflexioné.

—¿No podía haber hecho mistress Inglethorp un testamento a su favor?

Poirot negó con la cabeza.

—Pues usted mismo sugirió la posibilidad a Wells.

Poirot sonrió.

—Lo hice por una razón. No quise mencionar el nombre de la persona que tenía realmente en la cabeza. Mistress Howard ocupa una posición parecida a la de dicha persona. Por eso utilicé su nombre.

—Con todo creo que mistress Inglethorp puede haber hecho eso. Aquel testamento de la tarde de su muerte puede…

Poirot negó con la cabeza tan enérgicamente que me detuve.

—No, amigo mío. Tengo ciertas pequeñas ideas propias acerca de ese testamento. Pero sólo puedo decirle esto: no era en favor de miss Howard.

Acepté su afirmación, aunque realmente no comprendí cómo podía estar tan seguro de ello.

—Bueno —dije con un suspiro—, absolveremos a miss Howard. En parte es culpa suya el que yo haya llegado a sospechar de ella. Lo que usted dijo acerca de su declaración en la pesquisa puso en marcha mi imaginación.

Poirot pareció desconcertado.

—¿Qué es lo que yo dije de su declaración en la indagatoria?

—¿No lo recuerda? Fue cuando yo hice notar que ella y John Cavendish estaban por encima de toda sospecha.

—¡Ah, sí! —parecía un poco confuso, pero se recobró pronto—. Por cierto, Hastings, me gustaría que me hiciera usted un favor.

—Desde luego, ¿qué es?

—La próxima vez que se encuentre usted a solas con Lawrence Cavendish, quiero que le diga esto: «Tengo un mensaje de Poirot para ti». Dice: «Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz». Nada más y nada menos.

—«Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz». ¿Es así? —pregunté, desconcertado.

—Excelente.

—Pero, qué quiere decir?

—¡Ah! Eso le dejaré a usted que lo descubra sólo. Usted conoce los hechos. Dígale eso a Lawrence y vea lo que dice.

—Muy bien, pero esto es muy misterioso.

Entrábamos en el pueblo y Poirot condujo el coche al laboratorio.

Poirot saltó a tierra con viveza y entró en el edificio. Minutos más tarde estaba de vuelta.

—Bueno —dijo—. Eso es todo.

—¿Qué fue usted a hacer ahí dentro? —pregunté con viva curiosidad.

—He dejado algo para que lo analicen.

—Sí, ¿pero qué?

—Una muestra del chocolate que cogí del cazo que estaba en la habitación.

—¡Pero si ya ha sido analizado! —exclamé, estupefacto—. El doctor Bauerstein lo hizo analizar y usted mismo se rió ante la posibilidad de que hubiera estricnina en él.

—Ya sé que el doctor Bauerstein lo mandó analizar —replicó Poirot tranquilamente.

—¿Y entonces?

—Nada, que se me ha ocurrido que lo analicen de nuevo.

Y ya no pude sacar de él otra palabra sobre el asunto.

El proceder de Poirot respecto al chocolate me dejó perplejo. Todo aquello me parecía sin pies ni cabeza. Sin embargo, mi confianza en él, que parecía haber disminuido en los últimos tiempos, se había acrecentado ante su reciente triunfo, cuando demostró la inocencia de Alfred Inglethorp.

El funeral de mistress Inglethorp se celebró el día siguiente. El lunes bajé tarde a desayunar y John me llevó aparte para informarme de que míster Inglethorp se marchaba aquella mañana, estableciéndose en el hotel del pueblo mientras trazaba sus planes para el futuro.

—Y realmente, Hastings, es un alivio pensar que se marcha —continuó mi amigo—. La situación no era agradable cuando todos pensábamos que lo había cometido él, pero que me emplumen si no es mucho peor ahora, después de haberle tratado tan duramente. Porque la verdad es que lo hemos tratado de un modo abominable. Claro que todo estaba contra él. No creo que nadie pueda censurarnos por pensar lo que hemos pensado. Sin embargo, no hay que darle vueltas, estábamos equivocados. Y la idea de darle satisfacciones a un individuo que sigue disgustándonos profundamente no tiene nada de agradable. ¡Es una situación horrible! Le agradezco que haya tenido la delicadeza de quitarse de en medio. Afortunadamente, Styles no era de mi madre. No podría soportar la idea de que ese tipo fuera el amo de todo esto. Él se quedará con el dinero.

—¿Podrás sostener bien la casa?

—¡Ah, sí! Hay que pagar los derechos reales, como es natural, pero la mitad del dinero de mi padre está vinculado a la casa y Lawrence seguirá con nosotros por el momento, de modo que también está su parte. Pasaremos algunos apuros al principio. Ya te he dicho que yo mismo estoy en un atolladero. Pero los acreedores esperarán ahora sin apresurarme.

Satisfechos ante la próxima marcha de Inglethorp, nuestro desayuno fue el más animado desde la tragedia. Cynthia volvía a ser la muchacha encantadora de siempre, animada y vivaz, y todos, con excepción de Lawrence, que continuaba sombrío y nervioso, estábamos plácidamente alegres ante la visión de un futuro nuevo y risueño.

Los periódicos, naturalmente, traían amplia información de la tragedia. Deslumbrantes titulares, biografías intercaladas de cada miembro de la familia, insinuaciones sutiles y el conocido estribillo «la Policía tiene una pista». No se nos escatimó nada. Era un período de tranquilidad. La guerra estaba momentáneamente en un punto muerto y los periódicos se agarraban con avidez a este crimen del gran mundo. El «Misterioso caso de Styles» era el tópico del día.

Naturalmente, esto resultaba irritante para los Cavendish. Los periodistas asediaban constantemente la casa y, aunque se les negó terminantemente la entrada, continuaban paseándose por el pueblo y los campos próximos a Styles con la máquina fotográfica preparada para coger desprevenido a algún miembro de la familia. Vivíamos en un torbellino de publicidad. Los hombres de Scotland Yard iban y venían, examinándolo todo, haciendo preguntas con ojos de lince, pero refrenando la lengua. No sabíamos qué fin perseguían. ¿Tenían alguna pista o quedaría todo como un crimen más sin aclarar?

Después del desayuno, Dorcas se me acercó con mucho misterio y me preguntó, casi en voz baja, si podía hablar unas palabras conmigo.

—Desde luego. ¿De qué se trata, Dorcas?

—Bien, señor, no es más que esto. ¿Va usted a ver hoy al caballero belga?

Yo asentí.

—Bien, señor. ¿Recuerda usted aquella pregunta tan rara que me hizo sobre si la señora o alguien de la casa tenía un traje verde?

—Sí, sí. ¿Es que ha encontrado usted uno?

Mi interés se había despertado.

—No, eso no, señor. Pero después he recordado lo que los señoritos —John y Lawrence eran todavía «los señoritos» para Dorcas— llaman «el arca de los disfraces». Está en el desván, señor. Es un gran cofre lleno de ropas viejas, trajes de carnaval y cosas por el estilo. Y se me ocurrió de pronto que podía ser que hubiera allí un traje verde. De modo que si quiere usted decírselo al caballero belga…

—Se lo diré, Dorcas —prometí.

—Muchas gracias, señor. Es un caballero muy agradable, señor. Y muy distinto de los dos detectives de Londres que andan por ahí espiando y haciendo preguntas. Por regla general no me gustan los extranjeros. Pero por lo que dicen los periódicos, esos valientes belgas no son como los demás extranjeros, y, desde luego, él es un caballero que habla con mucha educación.

¡Querida Dorcas! Allí, de pie, con el honrado rostro levantado hacia mí, era el prototipo de la criada antigua, especie que está desapareciendo tan rápidamente…

Me pareció que sería mejor bajar al pueblo inmediatamente para ver a Poirot, pero me lo encontré a mitad del camino en dirección a la casa y le di el mensaje de Dorcas.

—¡Ah!, la buena de Dorcas. Miraremos el arca, aunque… Pero no importa, la examinaremos de todos modos.

Entramos en la casa por una de las puertas-ventana. No había nadie en el vestíbulo y subimos directamente al desván.

En efecto, allí estaba el cofre, un elegante mueble antiguo, tachonado de clavos de bronce y lleno hasta desbordar de ropas de todas clases imaginables.

Poirot lo amontonó todo en el suelo, sin ninguna ceremonia. Había una o dos prendas verdes de diferentes tonalidades; pero Poirot meneó la cabeza al verlas. Parecía rebuscar con apatía, como si no esperara gran cosa de su trabajo. De pronto profirió una exclamación.

—¿Qué pasa?

—¡Mire!

El arca estaba casi vacía y allí, en el fondo, había una magnífica barba negra.

Ochó! —exclamó Poirot—. Ochó! —cogió la barba y le dio muchas vueltas, examinándola atentamente—. Nueva —observó—. Sí, completamente nueva.

Después de titubear un momento, volvió a colocarla en el cofre, amontonó encima, como estaban antes, todas las demás cosas y bajó rápidamente la escalera. Se fue directamente al office, donde encontramos a Dorcas, muy atareada limpiando la plata.

Poirot le dio los buenos días con áulica cortesía y continuó:

—Hemos estado mirando ese cofre, Dorcas. Le estoy muy agradecido por haberlo mencionado. Verdaderamente tienen ustedes allí una buena colección de cosas. ¿Y usan todo eso con frecuencia?

—Bueno, señor, no con mucha frecuencia en estos tiempos, aunque de tarde en tarde tenemos lo que los señoritos llaman una «noche de disfraces». Y algunas veces es muy divertido, señor. El señorito Lawrence ¡es maravilloso, de lo más cómico! No se me olvidará la noche en que bajó vestido como el Sha de Persia o algo así, dijo él, una especie de rey oriental. Llevaba un gran cuchillo de papel en la mano y me dijo: «¡Mucho cuidado, Dorcas, tiene usted que ser muy respetuosa! ¡Con esta cimitarra le cortaré la cabeza si me disgusta!». Miss Cynthia era lo que llaman un apache o algo por el estilo; me pareció que era como un bandido a la francesa. ¡Había que verla! Parece mentira que una señorita tan guapa como ella se hubiera convertido en semejante bandolero. Nadie la hubiera reconocido.

—Deben de haber resultado muy divertidas todas esas fiestas —dijo Poirot en tono afable—; ¿y míster Lawrence se pondría esa hermosa barba negra que hay en el cofre del desván cuando se vistió de Sha de Persia?

—Llevaba la barba, señor —replicó Dorcas sonriendo—. Bien que me acuerdo, porque me cogió dos madejas de la lana negra de mi labor para hacerla. Y le aseguro que de lejos parecía natural. No sabía que hubiera una barba arriba. Han debido traerla hace poco. Sé que había una peluca roja, pero ninguna otra cosa de pelo. Generalmente se tiznaban con corchos quemados, aunque es muy sucio y muy difícil de quitar. Miss Cynthia se disfrazó una vez de negro y ¡qué trabajo le costó!

—De modo que Dorcas no sabe nada de la barba negra —musitó Poirot pensativo cuando volvíamos de nuevo vestíbulo.

—¿Cree usted que esa es la barba? —susurré con ansiedad.

Poirot asintió.

—Sí, eso creo. ¿No ha notado usted que ha sido recortada?

—No.

—Pues sí. Tenía la forma exacta de la de Inglethorp y encontré algunos cabellos recortados. Hastings, este asunto es muy oscuro.

—¿Quién la pondría en el cofre?

—Alguien muy inteligente —observó Poirot seriamente—. ¿Se da usted cuenta de que ha escogido el único lugar en toda la casa donde su presencia no hubiera llamado la atención? Sí, es muy inteligente. Pero nosotros tenemos que ser más inteligentes que él. Tenemos que ser tan inteligentes como para pasar a su ojos por tontos.

Yo asentí.

—Amigo mío, puede usted ayudarme mucho, pero mucho, en todo ello.

Me complació mucho el cumplido. Hubo momentos en los que creí que Poirot no me apreciaba en mi verdadero valor.

—Sí —continuó, mirándome pensativo—. Usted será de valor incalculable.

Esto era muy agradable de oír, pero las siguientes palabras de Poirot no lo fueron tanto.

—Tengo que tener un aliado en la casa —dijo pensativo.

—Me tiene usted a mí —protesté.

—Cierto, pero usted no es suficiente.

Esto me dolió y no lo oculté. Poirot se apresuró a explicarse.

—No ha comprendido usted lo que quiero decir. Todo el mundo sabe que trabaja usted conmigo. Necesito a alguien que no se relacione con nosotros en ningún momento.

—¡Ah, ya! ¿Qué le parece John?

—No, creo que John no.

—Puede que el pobre John no sea muy brillante —dije, pensativo.

—Ahí viene miss Howard —dijo Poirot de pronto—. Es la persona más indicada. Pero me ha puesto en su lista negra desde que demostré la inocencia de míster Inglethorp. De todos modos, puede intentarse.

Con una inclinación de cabeza secamente cortés miss Howard accedió a la petición que le hizo Poirot de unos minutos de conversación.

Entramos en el pequeño saloncito y Poirot cerró la puerta.

—Bueno, monsieur Poirot —dijo miss Howard con impaciencia—. ¿Qué ocurre? Suéltelo pronto. Estoy ocupada.

—¿Recuerda usted, señorita, que una ocasión le pedí que me ayudara?

—Lo recuerdo —asintió miss Howard— y le contesté que le ayudaría con gusto… a colgar a Alfred Inglethorp.

—¡Ah! —Poirot estudió su rostro con seriedad—. Miss Howard, voy a hacerle una pregunta. Le ruego que me conteste sinceramente.

—¡Nunca digo mentiras! —replicó miss Howard.

—Es ésta. ¿Todavía cree usted que mistress Inglethorp fue envenenada por su marido?

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó ella desabrida—. No crea usted que sus preciosas explicaciones me convencen lo más mínimo. Admito que no fue él quien compró la estricnina en la farmacia, pero ¿eso qué importa? Creo que utilizó papel de matar moscas, como le he dicho desde el primer momento.

—Eso es arsénico, no estricnina —aclaró Poirot suavemente.

—¿Qué importa? El arsénico quitaría de en medio a la pobre Emily tan eficazmente como la estricnina. Si estoy convencida de que lo hizo, no me importa un bledo cómo lo hizo.

—Exactamente, si usted está convencida de que lo hizo… —dijo Poirot con calma—. Le haré la pregunta de otra forma. ¿Ha creído usted alguna vez, en lo más recóndito de su corazón, que mistress Inglethorp fue envenenada por su esposo?

—¡Cielo Santo! —exclamó miss Howard—. ¿No he dicho siempre que la mataría en su propio lecho? ¿No lo he odiado siempre como al mismísimo diablo?

—Exactamente —dijo Poirot—. Esto confirma por completo mi pequeña idea.

—¿Qué pequeña idea?

—Miss Howard. ¿Recuerda usted una conversación que se celebró aquí el día de la llegada de mi amigo? Me la ha repetido y hay una frase de usted que me impresionó mucho. ¿Recuerda que usted afirmó que si se asesinaba estaría usted segura de conocer por instinto al criminal, aunque no pudiera comprobarlo?

—Sí, recuerdo haberlo dicho. Y es cierto. Supongo que usted creerá que es una tontería…

—De ningún modo.

—¿Y sin embargo no hace usted caso de lo que mi instinto me dice en contra de míster Inglethorp?

—No —repuso Poirot concisamente—; porque su instinto no está contra míster Inglethorp.

—¿Qué?

—No. Usted desea creer que él ha cometido el crimen. Usted lo cree capaz de cometerlo. Pero su instinto le dice que no lo cometió. Le dice… ¿Continuó?

Ella le miraba con los ojos abiertos, fascinada, y con la mano hizo un movimiento afirmativo.

—¿Le explico por qué se ha puesto usted tan apasionadamente en contra de míster Inglethorp? Porque usted, trata de creer lo que quiere creer, porque está usted esforzándose en callar y ahogar su instinto, que apunta hacia otra persona.

—¡No, no, no! —miss Howard dio un grito salvaje, levantando los brazos—. ¡No lo diga! ¡No lo diga! ¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! ¡No sé cómo ha podido entrar en mi cabeza esa idea tan disparatada, tan horrible!

—¿Tengo razón o no?

—Sí, sí. Debe de ser usted un brujo para haberlo adivinado. Pero no puede ser cierto, es demasiado monstruoso, es imposible. Tiene que ser Alfred Inglethorp.

Poirot movió la cabeza con gravedad.

—No me pregunte —continuó miss Howard—, porque no se lo diré. Ni aun a mí misma quiero admitírmelo. He debido estar loca para pensar semejante cosa.

Poirot asintió, como si estuviese satisfecho.

—No le preguntaré nada. Me basta con saber que es como yo había pensado. Y… también a mí me dice algo mi instinto: nos dirigimos juntos hacia una meta común.

—No me pida que le ayude, porque no lo haré. No moveré un dedo para… para… —balbució.

—Me ayudará usted, mal que le pese. No le pido nada, pero será usted mi aliado. Usted no sería capaz de ayudar por sí misma, pero hará lo único que le pido.

—¿Y qué es lo que me pide usted?

—¡Vigilar!

Evelyn Howard inclinó la cabeza y se tapó la cara con las manos.

—Sí, no puedo dejar de hacerlo. Siempre estoy vigilando, con la esperanza de comprobar que me he equivocado.

—Si nos equivocamos, tanto mejor —dijo Poirot—. Nadie se alegrará más que yo. Pero ¿y si tenemos razón? Si tenemos razón, miss Howard, ¿en qué lado se pondría usted?

—No sé, no sé…

—Vamos, hable.

—Podríamos callarlo…

—No, no podríamos.

—La pobre Emily… —se interrumpió.

—Miss Howard —acusó Poirot gravemente—, su actitud es indigna de usted.

De pronto, miss Howard separó las manos de su rostro.

—Sí —dijo recobrando su calma—. La que hablaba antes no era Evelyn Howard —levantó la cabeza con orgullo—. Evelyn Howard aparece ahora y está al lado de la justicia, ¡cueste lo que cueste! ¡Lo haría!

Y con estas palabras salió decidida de la habitación.

—Ahí va un aliado valioso —dijo Poirot, siguiéndola con la vista—. Esa mujer, Hastings, tiene cabeza y corazón.

No respondí.

—El instinto es algo maravilloso —musitó Poirot—. No podemos negar su existencia, aunque no pueda ser explicado.

—Parece ser que usted y miss Howard saben de lo que hablan —observé fríamente—. Quizá no se da usted cuenta de que yo sigo en las nubes.

—¿De verdad? ¿Es cierto, amigo mío?

—Sí. ¿Quiere usted explicarme?

Poirot me observó atentamente durante unos instantes. Al fin, con gran sorpresa por mi parte, movió la cabeza negativamente.

—No, amigo mío.

—¡Pero, vamos! ¿Por qué no?

—No deben compartir un secreto más de dos personas.

—Me parece muy injusto que me oculte los hechos.

—No estoy ocultando hechos. Todos los hechos que conozco los conoce usted. Puede usted sacar sus propias conclusiones. Ahora es cuestión de ideas.

—De todos modos sería interesante conocerlas.

Poirot me miró muy serio y movió la cabeza de nuevo.

—No —dijo tristemente—, usted no tiene instinto.

—Era inteligencia lo que usted pedía hace un momento —indiqué.

—Con frecuencia van los dos juntos —dijo Poirot con voz misteriosa.

La observación me pareció tan fuera de lugar que ni siquiera me tomó la molestia de replicar. Pero decidí que, si hacía algún descubrimiento importante o interesante, lo cual era seguro, me lo guardaría para mí y sorprendería a Poirot con el resultado final.

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