CAPÍTULO IV



POIROT INVESTIGA





LA casa que ocupaban los belgas en el pueblo estaba muy cerca de las puertas del parque. Podía ahorrarse tiempo tomando por un estrecho sendero que cruzaba los prados y evitaba las vueltas de la carretera. Por tanto, tomé ese camino. Al llegar a la casa del guarda, me llamó la atención la figura de un hombre que corría en dirección a mí. Era Inglethorp. ¿Dónde había estado? ¿Cómo explicaría su ausencia?

Me abordó ansiosamente.

—¡Dios mío! ¡Es horrible! ¡Mi pobre mujer! Acabo de enterarme.

—¿Dónde ha estado usted? —pregunté.

—Denby me entretuvo anoche hasta muy tarde. No terminamos hasta después de la una. Entonces caí en la cuenta de que había olvidado el llavín. Como no quería levantar a toda la casa, Denby me ofreció una cama.

—¿Y cómo se enteró usted de la noticia? —pregunté.

—Wilkins fue a despertar a Denby para contárselo. ¡Mi pobre Emily! ¡Era tan sacrificada, tan noble! Agotó su salud.

Un movimiento de repulsión me sacudió. ¡Redomado hipócrita!

—Tengo prisa —dije, dando gracias al cielo porque no me preguntó a dónde me dirigía.

Minutos más tarde llamaba a la puerta de Leastways Cottage.

No obteniendo respuesta, repetí con impaciencia mi llamada. Una ventana sobre mi cabeza se abrió con cuidado y por ella asomó el propio Poirot.

Profirió una exclamación de sorpresa al verme. En pocas palabras, le expliqué la tragedia que acababa de ocurrir y que solicitaba su ayuda.

—Espere, amigo; entre usted y volverá a contármelo todo mientras me visto.

Momentos después había desatrancado la puerta y subí tras él hasta su cuarto. Me ofreció una silla y le expliqué toda la historia, sin reservarme nada ni omitir ningún detalle, por insignificante que pareciera, mientras él se arreglaba con todo cuidado y esmero.

Le conté cómo me había despertado, las últimas palabras de mistress Inglethorp, la ausencia de su esposo, la disputa del día anterior, el fragmento de conversación entre Mary y su madre política que yo había oído sin querer, pelea entre mistress Inglethorp y Evelyn Howard y las insinuaciones de esta última.

Mi relato no resultó tan claro como yo deseaba. Me repetí varias veces, y en distintas ocasiones, tuve que retroceder para contar algún detalle que había olvidado. Poirot me sonreía bondadosamente.

—Su mente está confusa, ¿no es así? Tómese tiempo, amigo mío. Está usted agitado, excitado. Es natural. Dentro de poco, cuando estemos más tranquilos, ordenaremos los hechos cuidadosamente, poniendo a cada uno en el sitio debido. Pondremos en un lado los detalles de importancia; los que no la tienen, ¡puf!, los echaremos a volar.

Él, hinchando sus mejillas de querubín, sopló cómicamente como un niño.

—Todo eso está muy bien —objeté—, pero ¿cómo va usted a saber qué cosa es importante y qué cosa no lo es? A mi modo de ver, ésa es la dificultad.

Poirot movió la cabeza enérgicamente. Estaba arreglando su bigote con exquisito cuidado.

—No es así. Voyons! Un hecho conduce a otro, y continuamos. ¿Qué el siguiente encaja en lo que ya tenemos? A merveille! ¡Muy bien! Podemos seguir adelante. El siguiente hecho no. ¡Ah, es curioso! Falta uno, un eslabón en la cadena. Examinamos. Indagamos. Y ponemos aquí ese hecho curioso, ese detallito, quizá insignificante, que no concuerda —hizo con la mano un ademán extravagante—. ¡Es importante! ¡Es formidable!

—S… í…

Poirot agitó su índice con ademán tan terrible que me acobardé.

—¡Ah! ¡Tenga cuidado! Pobre del detective que dice de un hecho cualquiera: «Es insignificante, no importa, no encaja; lo olvidaré». Este sistema implica confusión. Todo es importante.

—Ya lo sé. Siempre me decía usted lo mismo. Por eso he estudiado todos los detalles de este asunto, me parecieran pertinentes o no.

—Y estoy muy satisfecho de usted. Tiene buena memoria, y me ha contado los hechos con toda fidelidad. De lo que no diré nada es del orden realmente deplorable en que me los presentó. Pero le disculpo; está usted trastornado. A ello atribuyo el que se haya olvidado de un hecho de la mayor importancia.

—¿Cuál? —pregunté.

—No me ha dicho usted si mistress Inglethorp cenó bien anoche.

Me quedé mirándole de hito en hito. Indudablemente, la guerra había afectado el cerebro del hombrecillo. Estaba cepillando su abrigo con todo cuidado antes de ponérselo, y parecía absorto en la tarea.

—No recuerdo —dije— y, de todos modos, no veo qué…

—¿Usted no ve? Pues es de la mayor importancia.

—No veo por qué —dije, algo irritado—. Me parece recordar que no comió mucho. Evidentemente, estaba muy disgustada y no tenía apetito. Es natural.

—Sí… —asintió Poirot, pensativo—; es natural.

Abrió un cajón del que sacó una pequeña cartera de documentos y se volvió hacia mí.

—Ya estoy listo. Vámonos a Styles y estudiaremos el caso sobre el terreno. Perdóneme, mon ami, se ha vestido muy deprisa y su corbata está torcida. Permítame que yo se la arregle.

Con gesto hábil la colocó en su sitio.

Ça y est! ¿Qué? ¿Nos vamos?

Cruzamos el pueblo rápidamente y entramos en Styles por la puesta principal. Poirot se detuvo un instante y contempló tristemente el hermoso parque, que aún resplandecía con el rocío de la mañana.

—Tan hermoso, tan hermoso, y sin embargo, la pobre familia sumida en el dolor, postrada de pena.

Me miraba fijamente mientras hablaba y me sentí enrojecer.

¿Estaba la familia postrada por el dolor? ¿Era tan grande la pena por la muerte de mistress Inglethorp? Me di cuenta de que faltaba emoción en el ambiente. La muerta no tenía poder para hacerse amar. Su muerte constituía un sobresalto y una desgracia, pero no iba a ser sentida muy hondamente.

Poirot pareció adivinar mis pensamientos. Movió la cabeza gravemente.

—No, tiene usted razón —dijo—. No es como cuando hay lazos de sangre. Ha sido buena y generosa con estos Cavendish, pero no era su madre. La sangre llama, recuerde siempre esto; la sangre llama.

—Poirot —dije—. Me gustaría que me explicara por qué quería usted saber si mistress Inglethorp cenó bien anoche. Por más vueltas que le he dado, no veo que tenga nada que ver con el asunto.

Seguimos caminando en silencio durante un minuto o dos y al fin dijo:

—No me importa decírselo, aunque ya sabe usted que no es mi costumbre dar explicaciones antes de llegar al final. Es de presumir que mistress Inglethorp murió envenenada con estricnina, probablemente mezclada con el café.

—¿Y qué?

—Bueno, ¿a qué hora se sirvió el café?

—Alrededor de las ocho.

—Por lo consiguiente, lo tomó entre las ocho y las ocho y media; sin ninguna duda, no mucho después. Pues bien: la estricnina es un veneno bastante rápido. Sus efectos tenían que haberse sentido muy pronto, probablemente una hora después de haber sido tomado. Sin embargo, en el caso de mistress Inglethorp los síntomas no se manifiestan hasta las cinco de la mañana siguiente. ¡Nueve horas! Ahora bien: una comida pesada puede retardar sus efectos, aunque algo difícilmente hasta ese extremo. Sin embargo, es una posibilidad que hay que tener en cuenta. Pero según lo que usted ha dicho, cenó muy poco, a pesar de lo cual los síntomas no se presentaron hasta la madrugada. Es muy curioso, amigo mío. Puede surgir algo en la autopsia que lo explique. Entretanto, recuérdelo.

Ya cerca de la casa, John salió a nuestro encuentro. Parecía cansado y sombrío.

—Todo esto es espantoso, monsieur Poirot —dijo—. Supongo que Hastings le habrá explicado que a toda costa queremos evitar la publicidad.

—Comprendo perfectamente.

—Sólo se trata de una sospecha, por el momento. No tenemos en qué apoyarnos.

—Exactamente. Se trata sólo de una precaución.

John se volvió hacia mí, sacando su pitillera y encendiendo un cigarrillo.

—¿Sabes que Inglethorp ha vuelto?

—Sí. Me lo encontré.

John tiró la colilla a un macizo de flores próximo, lo que resultó excesivo para la sensibilidad de Poirot. Recuperó la colilla y la enterró pulcramente.

—No sabe uno cómo tratarle. Es una situación difícil.

—Esa dificultad durará mucho — declaró Poirot suavemente.

John se quedó perplejo, sin comprender el significado de la misteriosa frase. Me entregó las dos llaves que el doctor Bauerstein le había dado a él.

—Enséñale a monsieur Poirot todo lo que quiera examinar.

—¿Están cerrados los cuartos? —preguntó Hércules Poirot.

—El doctor Bauerstein lo consideró conveniente.

Poirot asintió pensativamente.

—Entonces es que está seguro. Bueno, eso simplifica las cosas.

Subimos juntos al cuarto de la tragedia. Por considerarlo de utilidad, incluyo un plano del cuarto y los principales muebles (PLANO).

Poirot cerró la puerta por dentro y procedió a una minuciosa inspección. Saltaba de un objeto a otro con la agilidad de un saltamontes. Yo permanecí en la puerta, temiendo destruir alguna pista. Sin embargo, Poirot no pareció agradecerme mi precaución.

—¿Qué le ocurre, amigo mío? —exclamó—. Se queda usted ahí como… ¿Cómo dicen ustedes? ¡Ah, sí!, como un cerdo degollado.

Le explique que tenía miedo de destruir posibles pisadas.

—¿Pisadas? ¡Pero, qué idea! ¡Si se puede decir que ha entrado en el cuarto un verdadero ejército! ¿Qué pisadas vamos a encontrar? No, venga usted aquí y ayúdeme en mi registro. Dejaré aquí mi carpeta hasta que la necesite.

Colocó la carpeta en la mesa redonda próxima a la ventana, pero más le valiera no haberlo hecho, porque el tablero estaba flojo, se ladeó y la carpeta cayó al suelo.

En voilà une table —gritó Poirot—. ¡Ay, amigo mío, puede uno vivir en una gran casa y no tener comodidad!

Después de su filosófico comentario, reanudó la búsqueda.

Un pequeño estuche de documentos, color violeta, que descansaba en el escritorio con la llave en la cerradura, llamó mi atención durante algún tiempo. Sacó la llave y me la entregó a mí para que la examinara. Pero no vi en ella nada de particular. Era una llave corriente, de tipo Yale, atada con un trocito de alambre retorcido.

A continuación examinó el armazón de la puerta forzada, asegurándose de que el cerrojo había sido corrido. Después se dirigió a la puerta del lado opuesto, que comunicaba con el cuarto de Cynthia. También esta puerta tenía echado el cerrojo, como yo había hecho constar. Sin embargo, Poirot llegó al extremo de descorrer el cerrojo y abrir y cerrar la puerta varias veces; lo hizo teniendo mucho cuidado de no hacer ruido. De pronto, algo en el cerrojo mismo pareció llamar su atención. Lo examinó con sumo cuidado y con unas pinzas que sacó vivamente de su carpeta extrajo de él algo muy pequeño que encerró en un sobrecito.

Sobre la cómoda había una bandeja y en ella una lámpara de alcohol y un cazo pequeño. El cazo contenía una pequeña cantidad de un líquido oscuro y cerca de él reposaban una taza vacía, en la que habían bebido de aquel líquido, y un plato.

Me pregunté cómo había podido ser tan mal observador y pasar esto por alto. Aquella pista valía la pena. Poirot introdujo delicadamente un dedo en el líquido y lo probó con cierto escrúpulo, haciendo una mueca.

—Chocolate, creo que con ron.

A continuación pasó a examinar los objetos esparcidos por el suelo, donde la mesilla de noche había sido volcada. Consistían en una lamparita, algunos libros, cerillas, un manojo de llaves y fragmentos desmenuzados de una taza de café.

—¡Qué curioso! —dijo Poirot.

—Le confieso que no veo nada de particular.

—¿No? Fíjese en la lámpara: el tubo de cristal está roto en dos partes; ahí están, tal como quedaron al caer. Pero mire, la taza está completamente hecha cisco.

—Bueno —dije sin mostrar interés—. Alguien la habrá pisado.

—Eso es —dijo Poirot con voz extraña—. Alguien la habrá pisado.

Se levantó, dirigiéndose lentamente a la repisa de la chimenea, donde permaneció absorto, manoseando las figuritas y poniéndolas en orden, viejo recurso suyo cuando estaba agitado.

Mon ami! —dijo volviéndose hacia mí—, alguien pisó esa taza, desmenuzándola, y la razón para hacerlo fue, o bien que contenía estricnina o bien que no la contenía, lo que es mucho más serio.

No contesté. Estaba desconcertado, pero bien sabía que era inútil pedirle explicaciones. Después de unos minutos, se levantó y continuó sus investigaciones. Cogió del suelo el manojo de llaves y les dio vueltas entre sus dedos hasta escoger una muy reluciente, que introdujo en la cerradura de la caja de documentos, de color violeta. La llave abrió la caja, pero Poirot, después de un momento de duda, volvió a cerrarla y deslizó en su bolsillo el manojo, así como la llave que anteriormente estaba en la cerradura.

—No tengo autoridad para examinar esos papeles. Pero hay que hacerlo, y enseguida.

Examinó cuidadosamente los cajones del lavabo. Luego atravesó la habitación en dirección a la ventana de la izquierda, donde pareció interesarle especialmente una mancha redonda, apenas visible en la alfombra color castaño oscuro. Se arrodilló, examinándola minuciosamente, incluso oliéndola.

Por último, vertió unas gotas de chocolate en un tubo de ensayo, cerrándolo cuidadosamente. A continuación sacó un cuadernito.

—Hemos encontrado en esta habitación —dijo escribiendo afanosamente— seis puntos de interés. ¿Los enumero yo o lo hace usted?

—Usted —repliqué con prontitud.

—Muy bien. Uno, una taza de café triturada; dos, una caja de documentos con una llave en la cerradura; tres, una mancha en el suelo.

—La mancha puede llevar ahí algún tiempo —interrumpí.

—No, porque todavía está húmeda y huele a café. Cuatro, una brizna de tela verde oscuro, sólo un hilo o dos, pero lo suficiente para saber lo que es.

—¡Ah! —exclamé—. Eso fue lo que usted guardó en el sobre.

—Sí. A lo mejor resulta ser de un traje de mistress Inglethorp y carece de importancia. Ya veremos. Cinco, esto… —y con gesto dramático señaló una gran mancha de esperma de bujía en el suelo, cerca de la mesa escritorio—. No podía estar ayer; una buena doncella la hubiese quitado inmediatamente con un papel secante y una plancha caliente. Uno de mis mejores sombreros, una vez…, pero éste es otro asunto.

—Es muy probable que date de anoche. Estábamos todos muy agitados. También puede ser que la propia mistress Inglethorp hubiera dejado caer su vela.

—¿Sólo trajeron ustedes una vela a esta habitación?

—Sólo una. La llevaba Lawrence Cavendish. Pero estaba muy impresionado. Parecía haber visto algo por ahí —indiqué la repisa de la chimenea— que le dejó completamente paralizado.

—Eso es interesante —dijo Poirot rápidamente—. Sí, es un hecho lleno de sugestiones —sus ojos recorrían, mientras hablaba, toda la extensión de la pared—. Pero no fue su vela la que produjo esa gran mancha, porque, como usted puede ver, esta cera es blanca, mientras que la vela que llevaba monsieur Lawrence, que todavía está ahí en el tocador, es de color de rosa. Por otra parte, mistress Inglethorp no tenía candelabro en la habitación, y sí tan sólo una lamparita de alcohol.

—Entonces, ¿qué consecuencia saca usted?

A mi pregunta contestó mi amigo de modo irritante, animándome a usar mis propias facultades.

—¿Y el sexto descubrimiento? —pregunté—. Supongo será el chocolate.

—No —dijo Poirot pensativo—. Debía haber incluido el chocolate en el sexto, pero no lo hice. No, el sexto me lo reservo de momento hasta que lo crea oportuno.

Echó una rápida ojeada alrededor de la habitación.

—No hay nada más que hacer aquí, a menos que… —se quedó contemplando atentamente durante largo rato las cenizas de la chimenea—. El fuego quema y destruye. Pero puede ser que… podría haber… ¡Vamos a verlo!

Se agachó y comenzó a separar las cenizas del hogar, poniéndolas en el guardafuego y manejándolas con sumo cuidado. De pronto profirió una débil exclamación.

—¡Las pinzas, Hastings!

Se las di rápidamente y extrajo con pericia un pedacito de papel medio quemado.

—¡Vaya, mon ami! ¿Qué le parece a usted esto?

Examinó el trozo de papel. A continuación incluyo una reproducción exacta.

Me quedé perplejo. Era un papel muy grueso, completamente distinto del papel de notas corriente. De pronto se me ocurrió una idea.

—¡Poirot! —exclamé—. Es un fragmento de un testamento.

—Exactamente.

Le miré fijamente.

—¿No le sorprende a usted?

—No —dijo gravemente—. Lo esperaba.

Le devolví el trozo de papel y lo guardó en su carpeta, con el mismo cuidado metódico con que hacía todas las cosas. Mi cabeza era un torbellino. ¿Qué significaba aquella complicación del testamento? ¿Quién lo había destruido? ¿La persona que había hecho la mancha en el suelo? Evidentemente. Pero ¿cómo había podido entrar nadie en el cuarto? Todas las puertas tenían echado el cerrojo por dentro.

—Ahora vámonos, amigo mío —dijo Poirot vivamente—. Me gustaría hacer algunas preguntas a la doncella… Se llama Dorcas, ¿verdad?

Pasamos a través del cuarto de Alfred Inglethorp y Poirot se detuvo en él para hacer un examen breve, pero eficiente. Salimos por aquella puerta, cerrándola de nuevo, así como la de mistress Inglethorp.

Poirot había expresado el deseo de ver el boudoir y bajamos juntos, dejándole allí mientras yo iba en busca de Dorcas. Sin embargo, cuando volví con ella, el boudoir estaba vacío.

—¡Poirot! —grité—. ¿Dónde se ha metido?

—Aquí estoy, amigo mío.

Había salido por la puerta-ventana y allí estaba, aparentemente perdido en la admiración de los varios macizos de flores.

—¡Admirable! —murmuró—. ¡Admirable! ¡Qué simetría! Mire aquella media luna y aquellos rombos. Su elegancia alegra la vista. La distancia entre las plantas es también perfecta. Ha sido arreglado hace poco, ¿verdad?

—Sí, creo que estaban haciéndolo ayer tarde. Pero venga usted, aquí está Dorcas.

Eh bien, eh bien! No me escatimé una satisfacción momentánea de la vista.

—No, pero ese otro asunto es más importante.

—¿Y cómo sabe usted que esas hermosas begonias son menos importantes?

Me encogí de hombros. Cuando adoptaba esa actitud había que dejarlo.

—¿No está usted de acuerdo conmigo? Pues cosas así han pasado. Bueno, entraremos y haremos unas preguntas a la buena de Dorcas.

Dorcas permanecía en pie, las manos cruzadas en actitud respetuosa y el pelo gris asomándole en ondas rígidas por debajo de su gorro blanco. Era el prototipo de la buena sirvienta antigua.

Su actitud hacia Poirot demostraba desconfianza, pero pronto se vino abajo su resistencia. Mi amigo acercó una silla.

—Siéntese, por favor, mademoiselle.

—Gracias señor.

—Ha estado usted con su señora muchos años, ¿verdad?

—Diez años, señor.

—La ha servido usted mucho tiempo y con fidelidad. Debía usted de tenerle mucho afecto.

—La señora era muy buena conmigo, señor.

—Entonces no tendrá usted inconveniente en contestar unas cuantas preguntas. Se las hago con la aprobación de míster Cavendish.

—Por supuesto, señor.

—Entonces empezaré a preguntarle acerca de los sucesos de ayer tarde. ¿Tuvo su señora una disputa?

—Sí, señor; pero no sé si debo…

Dorcas titubeó.

Poirot la miró muy seriamente.

—Mi buena Dorcas. Es necesario que yo sepa todos los detalles de esa disputa tan fielmente como sea posible. No piense que está usted traicionando los secretos de su señora. Su señora está en su lecho de muerte y tenemos que saberlo todo si queremos vengarla. Nada puede revivirla, pero si ha habido crimen esperamos entregar al asesino a la Justicia.

—Así sea —dijo Dorcas con fiereza—. Y, sin nombrar a nadie, hay alguien en la casa a quien ninguno de nosotros ha podido nunca soportar. ¡Desgraciado el día en que él pisó por primera vez el umbral de esta casa!

Poirot esperó a que su indignación se calmara y preguntó, adoptando de nuevo su tono práctico:

—¿Qué hay de aquella disputa? ¿Cómo se enteró usted?

—Pasaba ayer por casualidad por el vestíbulo…

—¿Qué hora era?

—No lo sé exactamente, señor; pero faltaba mucho aún para la hora del té. Puede que fueran las cuatro, o quizá un poco más tarde. Bueno, señor, como le iba diciendo, pasaba por casualidad cuando oí unas voces fuertes y muy enfadadas. Yo no me proponía escuchar, pero… bueno, el caso es que me detuve. La puerta estaba cerrada, pero la señora hablaba con voz muy aguda y clara y pude oír fácilmente lo que decía: «Me has mentido y engañado». No pude oír lo que contestó míster Inglethorp, porque hablaba mucho más bajo. Pero ella contestó: «¿Cómo te atreves? Te he cuidado, te he vestido, te he alimentado. ¡Me lo debes todo! ¡Y así es cómo me pagas! Manchando nuestro nombre». No pude oír tampoco lo que dijo él, pero ella siguió: «Nada de lo que digas cambiará la situación. Veo claramente cuál es mi deber. Estoy decidida. No creas que me va a detener el miedo a la publicidad o al escándalo entre marido y mujer». Entonces me pareció que salían y me marché a toda prisa.

—Está usted segura de que era la voz de míster Inglethorp la que oyó?

—¡Oh, sí, señor! ¿De quién iba a ser, si no?

—Bien. ¿Qué ocurrió después?

—Más tarde volví al vestíbulo, pero todo estaba tranquilo. A las cinco, mistress Inglethorp tocó la campanilla y me dijo que le llevara una taza de té al boudoir, nada de comer. Tenía un aspecto espantoso; estaba muy pálida y como trastornada. «Dorcas», me dijo, «he tenido un disgusto horrible». «Lo siento, señora», dije yo, «sé sentirá usted mejor después de tomar una tacita de té, señora». Tenía algo en la mano. No sé si era una carta o sólo un trozo de papel, pero había algo escrito en él y la señora lo miraba como si no pudiera creer lo que estaba leyendo. Hablaba para sí entre dientes, parecía que había olvidado que yo estaba allí. «Sólo estas palabras y todo ha cambiado». Entonces me dijo: «Nunca confíes en un hombre, Dorcas; no lo merecen». Salí corriendo y le llevé una buena taza de té fuerte. Me dio las gracias, diciendo que se sentiría mejor después de haberlo tomado. «No sé qué hacer», dijo. «El escándalo en un matrimonio es una cosa horrible, Dorcas. Lo ocultaría todo, si pudiera». Mistress Cavendish entró en aquel momento y ya no me dijo nada más.

—¿Tenía todavía la carta, o lo que fuera, en la mano?

—Sí, señor.

—¿Qué cree usted que haría con ella después?

—No lo sé, señor. Supongo que la guardaría en su caja morada.

—¿Era ahí donde acostumbraba a guardar los papeles importantes?

—Sí, señor. La bajaba con ella todas las mañanas y la volvía a subir por la noche.

—¿Cuándo perdió la llave de la caja?

—La perdió ayer, a la hora de almorzar, señor, y me dijo que la buscara por todas partes. Estaba muy angustiada por la pérdida.

—Pero ¿no tenía duplicado de la llave?

—Sí, señor.

Dorcas miraba a Poirot con curiosidad y, si he de decir la verdad, también yo estaba interesado. ¿Qué significaba todo aquello de la llave perdida? Poirot sonrió.

—No tiene importancia, Dorcas. Mi trabajo consiste en enterarme de las cosas. ¿Es esta la llave perdida?

Sacó de su bolsillo la llave que había encontrado en la cerradura de la caja de documentos.

Parecía que los ojos de Dorcas iban a salirse de las órbitas.

—Sí, señor; claro que es ésa. Pero ¿dónde la encontró usted? La busqué por todas partes.

—¡Ah, pero es que ayer no estaba donde estaba hoy! Y ahora, cambiando de tema, ¿tenía su señora un traje de color verde oscuro en su guardarropa?

Dorcas se sobresaltó ante lo inesperado de la pregunta.

—No, señor.

—¿Está usted segura?

—Desde luego, señor.

—¿Tiene alguien en la casa un traje verde?

Dorcas reflexionó.

—Miss Cynthia tiene un traje de noche verde.

—¿Verde claro o verde oscuro?

—Verde claro, señor; una especie de chiffon, creo que lo llaman.

—No, no es eso lo que quiero. ¿Y nadie más tiene nada verde?

—No, señor; que yo sepa, al menos.

El rostro de Poirot no traicionó si estaba o no desilusionado. Sólo observó:

—Bueno, dejemos esto y pasemos adelante. ¿Cree usted que su señora tenía intención de tomar anoche polvos de dormir?

Anoche, no, señor; sé que no los tomó.

—¿Cómo lo sabe usted con tanta seguridad?

—Porque la caja estaba vacía. Tomó la última dosis hace dos días y no tenía más cantidad preparada.

—¿Está usted completamente segura de lo que me cuenta?

—Completamente, señor.

—Entonces está claro. Por cierto, ¿no le pidió ayer su señora que firmara ningún papel?

—¿Firmar un papel? No, señor.

—Cuando míster Hastings y míster Lawrence Cavendish volvieron anoche, encontraron a su señora escribiendo cartas. ¿No puede darme usted una idea de a quién iban dirigidas las cartas?

—Lo siento, señor, pero no puede decírselo. Era mi tarde libre. Quizás Annie lo sepa, aunque es una chica muy atolondrada. No recogió las tazas de café anoche. Eso es lo que pasa cuando yo no estoy para cuidarme de las cosas.

Poirot levantó la mano.

—Ya que no ha recogido las tazas, Dorcas, déjelas un poco más, se lo ruego. Me gustaría examinarlas todas con atención.

—Muy bien, señor.

—¿A qué hora salió usted ayer?

—A eso de las seis, señor.

—Gracias, Dorcas, eso es todo lo que tengo que preguntarle —se levantó y se acercó a la ventana—. He estado admirando estos macizos de flores. A propósito, ¿cuántos jardineros hay en la casa?

—Ahora sólo tres, señor. Había cinco antes de la guerra, cuando esta casa era lo que debe ser una casa de señores. Me gustaría que hubiera usted visto entonces el jardín, señor. Estaba precioso. Pero ahora sólo están el viejo Manning, el joven William y una mujer a la última moda, con pantalones y cosas por el estilo. ¡Qué tiempos más horribles!

—Volverán los buenos tiempos, Dorcas. Por lo menos, eso espero. Bien, ¿quiere decirle a Annie que venga?

—Sí, señor. Gracias, señor.

—¿Cómo ha sabido usted que mistress Inglethorp tomaba polvos para dormir? —pregunté con viva curiosidad cuando Dorcas salió del cuarto—. ¿Y lo de la llave perdida y su duplicado?

—Cada cosa a su tiempo. En cuanto a los polvos de dormir, lo supe por esto.

Súbitamente me mostró una pequeña caja de cartón, como las que los farmacéuticos usan para los polvos.

—¿Dónde la encontró usted?

—En el cajón del lavabo del cuarto de mistress Inglethorp. Era el número seis de mi lista.

—Puesto que los últimos polvos los tomó hace dos días, no es de mucha importancia.

—Probablemente no; pero ¿no hay nada en esta caja que le parezca extraño?

La examiné con cuidado.

—No, la verdad.

—Mire la etiqueta.

Leí la etiqueta con atención: «Tómese una dosis antes de acostarse, si hiciera falta. Mistress Inglethorp».

—No, no veo nada de particular.

—¿No le extraña que no tenga el nombre del farmacéutico?

—¡Ah! —exclamé—. ¡Claro que es extraño!

—Ha conocido usted algún farmacéutico que despache una caja como ésta sin que lleve su nombre impreso?

—No, nunca.

Mi excitación iba en aumento, pero Poirot me echó un jarro de agua fría al decir:

—Sin embargo, la explicación es muy sencilla. De modo que no se alarme usted, amigo mío.

No tuve tiempo de contestar, ya que un crujido anunció que Annie se acercaba.

Annie era una muchacha guapa y pizpireta. En aquel momento era presa de gran excitación, mezclada al placer morboso de la tragedia que había ocurrido en la casa.

Poirot fue directamente al asunto, con actividad realmente práctica.

—La he mandado buscar, Annie, porque he creído que quizá usted pudiera decirme algo acerca de las cartas que mistress Inglethorp escribió anoche. ¿Cuántas cartas eran? ¿Recuerda usted los nombres de las personas a quienes iban dirigidas?

Annie meditó un momento.

—Eran cuatro cartas, señor. Una era para miss Howard, una para míster Wells, y las otras dos, creo que no me acuerdo… ¡Ah, sí! Una era para la Casa Ross, los proveedores de Tadminster. De la otra no me acuerdo.

—Trate de recordar —insistió Poirot.

Annie se devanó los sesos, pero en vano.

—Lo siento, señor, pero no tengo ni idea. Creo que no me fijé.

—No importa —dijo Poirot, sin demostrar desilusión—. Ahora quiero preguntarle a usted otra cosa. Hay un cazo en el cuarto de mistress Inglethorp, con un poco de chocolate. ¿Acostumbraba a tomarlo todas las noches?

—Sí, señor, ciertamente. Se lo subía cada atardecer y ella lo calentaba a cualquier hora de la noche, cuando le apetecía.

—¿Qué era? ¿Sólo chocolate?

—Sí, señor, hecho con leche, con una cucharada de azúcar y dos de ron.

—¿Quién se lo llevaba a su cuarto?

—Yo, señor.

—¿Siempre?

—Sí, señor.

—¿A qué hora?

—Por regla general cuando iba a correr las cortinas, señor.

—Entonces, ¿se lo subía usted directamente de la cocina?

—No, señor. Como usted ve, no hay mucho espacio en la cocina de gas, de modo que la cocinera lo preparaba antes de poner las verduras para la cena. Entonces yo lo subía y lo ponía en la mesa junto a la puerta giratoria, y más tarde se lo llevaba a su cuarto.

—La puerta giratoria está en el ala izquierda, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Y la mesa está en este lado de la puerta o en el lado del servicio?

—En este lado, señor.

—¿A qué hora lo subió usted anoche?

—Creo que a eso de las siete y cuarto, señor.

—¿Y cuándo lo llevó usted al cuarto de mistress Inglethorp?

—Cuando fui a cerrar las cortinas, señor, alrededor de las ocho. Mistress Inglethorp subió a acostarse antes de que yo hubiera terminado.

—¿Entonces, entre las siete y cuarto y las ocho, el chocolate estuvo en la mesa en el ala izquierda?

—Sí, señor.

Annie se había ido poniendo cada vez más roja y de pronto estalló inesperadamente:

—Y si había sal en el chocolate, señor, no fui yo. Yo no lo puse cerca de la sal.

—¿Qué es lo que le hace pensar que había sal en él?

—La he visto en la bandeja, señor.

—¿Vio usted sal en la bandeja?

—Sí. Parecía sal gorda, de cocina. No me di cuenta cuando subí con la bandeja, pero cuando fui a llevarla al cuarto de la señora, la vi enseguida. Debí haberlo bajado otra vez y decirle a la cocinera que hiciera otro chocolate, pero estaba muy apurada porque Dorcas había salido, y pensé que a lo mejor la sal no había tocado al chocolate, sólo a la bandeja. Así que la limpié con mi delantal y la dejé dentro.

Con gran dificultad pude dominar mi excitación. Sin darse cuenta, Annie nos había suministrado una pista importante. ¡Cómo se hubiera asombrado de saber que su «sal gorda de cocina» era estricnina, uno de los venenos mortíferos que conoce la Humanidad! Me maravilló la calma de Poirot. Su dominio de sí mismo era asombroso. Esperaba con impaciencia la siguiente pregunta, pero me desilusionó.

—Cuando usted fue al cuarto de mistress Inglethorp, ¿estaba cerrada la puerta que comunica al cuarto de miss Cynthia?

—Sí, señor. Siempre ha estado cerrada. Nunca se abre.

—¿Y la puerta del cuarto de míster Inglethorp? ¿Se fijó usted si estaba cerrada también?

Annie dudó.

—No puedo decirlo con seguridad, señor; estaba cerrada, pero no sé si el cerrojo estaba echado.

—Cuando usted dejó el cuarto, ¿cerró mistress Inglethorp la puerta?

—No, señor, no la cerró entonces; pero me figuro que lo haría más tarde. Acostumbraba a encerrarse todas las noches. Me refiero a la puerta que da al pasillo.

—¿Vio usted una mancha de esperma de vela en el suelo cuando arregló el cuarto ayer?

—¿Esperma? No, señor. Mistress Inglethorp no tenía vela, sólo una lámpara de alcohol.

—Entonces, si hubiera habido una gran mancha de esperma en el suelo, ¿está usted segura de que se hubiera dado cuenta?

—Sí, señor, y la hubiera limpiado con un secante y una plancha caliente.

Entonces Poirot repito la pregunta que había hecho a Dorcas:

—¿Ha tenido alguna vez su señora un traje verde?

—No, señor.

—¿Ni una capa, ni una mantilla, ni un… cómo dicen ustedes…, ni un abrigo de deporte?

—Verde, no, señor.

—¿Ni ninguna otra persona de la casa?

Annie reflexionó.

—No, señor.

—¿Está usted segura?

—Completamente segura.

—¡Bien! Eso es todo. Muchas gracias.

Con una risa nerviosa, Annie salió del cuarto. Mi excitación, refrenada hasta entonces, estalló.

—¡Poirot! —grité—. ¡Le felicito! ¡Qué gran descubrimiento!

—¿A que llama usted un gran descubrimiento?

—¡A qué va a ser! A que era el chocolate, y no el café, el que estaba realmente envenenado. ¡Esto lo explica todo! Naturalmente, no hizo efecto hasta la mañana, porque el chocolate fue tomado a mitad de la noche.

—¿De modo que usted cree que el chocolate, fíjese bien en lo que digo, el chocolate, contenía estricnina?

—¡Claro! ¿Qué podía ser, si no, la sal de la bandeja?

—Podía haber sido sal —replicó Poirot plácidamente.

Me encogí de hombros. Si se ponía así, era inútil hablar con él. Se me ocurrió la idea, y no por primera vez, de que mi pobre Poirot estaba envejecido. Pensé que era una suerte que se hubiera asociado con alguien de mente más rápida.

Poirot me observaba con ojos chispeantes.

—¿No está usted satisfecho de mí, mon ami?

—Mi querido Poirot —dije con indiferencia—, no soy yo quién para dirigirle a usted. Usted tiene derecho a su propia teoría, como yo lo tengo a la mía.

—Admirable pensamiento —observó Poirot, levantándose con ligereza—. Ya he terminado con este cuarto. A propósito, ¿de quién es ese pequeño escritorio de la esquina?

—De míster Inglethorp.

—¡Ah! —hizo una tentativa de abrir la cubierta enrollable—. Está cerrado. Pero puede ser que la abra alguna de las llaves de mistress Inglethorp.

Ensayó con varias, retorciéndolas y haciéndolas girar con mano práctica, hasta que finalmente lanzó una exclamación de júbilo.

Voilà! No es la llave de aquí, pero puede abrir el gabinete en caso de apuro.

Levantó el cierre enrollable y echó una rápida ojeada a los papeles, ordenados cuidadosamente. Con gran sorpresa por mi parte, no los examinó, sino que se limitó a observar, mientras cerraba de nuevo el mueble:

—Decididamente, este míster Inglethorp es un hombre de método.

Un «hombre de método», desde el punto de vista de Poirot, era la mayor alabanza que podía hacerse de un individuo.

Me di cuenta de que mi amigo no era el de antes cuando siguió divagando deshilvanadamente.

—No había sellos en este escritorio, pero podía haberlos habido, ¿verdad, mon ami? ¡Podía haberlos habido! No —sus ojos recorrieron la habitación—, este boudoir no tiene nada más que decirnos. No nos dio gran cosa. Sólo esto.

Sacó de su bolsillo un sobre arrugado y me lo tiró. Era un sobre vulgar, viejo y de aspecto sucio, y en él, al parecer sin propósito definido, se veían unas cuantas palabras garabateadas. Incluso a continuación un facsímil del sobre[*].

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