CAPÍTULO V



NO FUE CON ESTRICNINA, ¿VERDAD?





¿DÓNDE lo ha encontrado usted? —pregunté a Poirot con viva curiosidad.

—En el cesto de los papeles. ¿Reconoce usted la letra?

—Sí, es de mistress Inglethorp. Pero ¿qué significa?

Poirot se encogió de hombros.

—No sé, pero sugiere muchas cosas.

Una idea disparatada cruzó por mi mente como un relámpago. ¿Sería posible que mistress Inglethorp tuviera perturbadas sus facultades mentales? ¿Tendría una absurda manía de posesión? Y siendo así, ¿no se habría suicidado?

Estaba a punto de expresar a Poirot estas teorías, pero sus palabras me distrajeron.

—Vamos a examinar las tazas de café —dijo.

—Pero, ¡querido Poirot! ¿Qué importancia tiene eso ahora que sabemos lo del chocolate?

Oh, là, là! El pobre chocolate —exclamó Poirot ligeramente.

Y se rió muy divertido, levantando los brazos al cielo, con cómica desesperación, actitud que me pareció del peor gusto.

—De todos modos —dije acentuando mi frialdad—, desde el momento en que fue la propia mistress Inglethorp la que subió su café, no sé qué es lo que espera usted encontrar en él, como no sea un paquete de estricnina en la bandeja.

Poirot se serenó inmediatamente.

—¡Vamos, vamos, amigo mío! —dijo, cogiéndome del brazo—. Ne vous fachez pas! Permítame que me interese en mis tazas de café y yo respetaré su chocolate. ¿De acuerdo?

Parecía tan sumamente divertido, que no tuve más remedio que reírme y fuimos juntos al salón, donde seguían las tazas de café y la bandeja, tal como antes las habíamos dejado.

Poirot me hizo reconstruir la escena de la noche anterior, escuchándome con mucha atención y comprobando la posición de las diversas tazas.

—De modo que mistress Cavendish estaba junto a la bandeja y sirvió el café. Eso es. Entonces se acercó a la ventana, donde estaban usted y mademoiselle Cynthia. Aquí están las tres tazas. Y la taza de la repisa de la chimenea, a medio tomar, será la de míster Lawrence Cavendish. ¿Y la de la bandeja?

—Es la de John Cavendish. Le vi dejarla allí.

—Bien. Una, dos, tres, cuatro, cinco…; pero… ¿dónde está la de míster Inglethorp?

—Él no toma café.

—Entonces todo está en regla. Un momento, amigo mío.

Con infinito cuidado tomó un granito o dos de los posos de cada taza, sellándolos en tubos de ensayo separados, después de probar uno tras otro. Su fisonomía sufrió una transformación extraña, adquiriendo una expresión mitad de desconcierto, mitad de alivio.

—¡Bien! —dijo finalmente—. Es evidente. Tenía una idea, pero está claro que era equivocada. Sí, completamente equivocada. Sin embargo, es extraño. Pero no importa.

Con un encogimiento de hombros característico desechó la idea que le importunaba, cualquiera que fuera. Pude haberle dicho que aquella obsesión suya por el café estaba destinada desde el principio a terminar en un callejón sin salida, pero me mordí la lengua. Aunque envejecido, Poirot había sido un gran hombre en sus tiempos.

—El desayuno está listo —dijo John Cavendish, que venía del vestíbulo—. ¿Desayunará usted con nosotros, monsieur Poirot?

Poirot asintió. Observé a John. Había recuperado casi por completo su ser habitual. La impresión de los sucesos de la noche anterior le habían afectado temporalmente, pero su equilibrio se había restablecido. Era un hombre de muy pobre imaginación, en vivo contraste con su hermano, que quizá tenía demasiada.

Desde las primeras horas de la mañana, John había estado muy atareado enviando telegramas, uno de los primeros para Evelyn Howard, escribiendo las reseñas para los periódicos y dedicándose en general a todos los melancólicos deberes que una muerte trae consigo.

—¿Cómo van las cosas? —dijo—. ¿Ha descubierto usted si mi madre ha muerto de muerte natural o si… debemos estar preparados para lo peor?

—Creo, míster Cavendish —dijo Poirot gravemente—, que no debe usted abrigar falsas esperanzas. ¿Qué opinan los restantes miembros de la familia?

—Mi hermano Lawrence está convencido de que toda esta excitación no está justificada. Dice que todo indica que mi madre murió de un ataque al corazón.

—¿Ah, sí? Muy interesante, muy interesante —murmuró Poirot suavemente—. ¿Y mistress Cavendish?

El rostro de John se ensombreció.

—No tengo la menor idea de cuál es la opinión de mi mujer respecto a este asunto.

La respuesta fue un poco seca. John rompió el violento silencio diciendo con cierto esfuerzo:

—¿Le he dicho que ya ha vuelto míster Inglethorp?

Poirot asintió con la cabeza.

—Es una situación muy molesta para todos nosotros. Naturalmente, tenemos que tratarlo como de costumbre; pero, ¡diablo!, le revuelve a uno el estómago el tener que sentarse a la mesa con un posible asesino.

Poirot asintió comprensivamente.

—Lo comprendo perfectamente. Es una situación muy difícil para usted, míster Cavendish. Me gustaría hacerle una pregunta. La razón por la que míster Inglethorp no volvió anoche fue, según creo, que había olvidado el llavín, ¿verdad?

—Sí.

—Supongo que estará usted completamente seguro de que realmente se le olvidó el llavín, que no se lo había llevado.

—No tengo idea. No se me ocurrió mirar. Siempre lo guardamos en el mismo sitio del vestíbulo. Iré a ver si está allí ahora.

Poirot levantó una mano, sonriendo débilmente.

—No, no, míster Cavendish; es demasiado tarde ya. Estoy seguro de que lo encontraría allí. Si míster Inglethorp se lo llevó anoche, ha tenido tiempo sobrado de volverlo a su sitio.

—Pero ¿usted cree que…?

—No creo nada. Si alguien por casualidad hubiera mirado antes de su regreso y hubiera visto allí el llavín, sería un punto a su favor. Eso es todo.

John se quedó perplejo.

—No se preocupe —dijo Poirot suavemente—. Le aseguro que no debe preocuparse por ello. Ya que es usted tan amable, vamos a tomar el desayuno.

Todo el mundo se había reunido en el comedor. En aquellas circunstancias no constituíamos, naturalmente, una asamblea muy alegre. La reacción después de una conmoción es siempre penosa y todos nos resentíamos de sus efectos. Claro que por decoro y buena educación nos conducíamos más o menos como de costumbre. Pero no pude menos de preguntarme si ese comportamiento requería un gran esfuerzo. Nadie tenía los ojos rojos ni en los rostros había esas señales que deja el dolor. Me di cuenta de que estaba en lo cierto al pensar que Dorcas era la persona más afectada por la tragedia.

Miré a Alfred Inglethorp, que representaba el papel de viudo atribulado con una hipocresía que me pareció del peor gusto. Me pregunté si sabría que sospechábamos de él. Es seguro que no podía ignorar el hecho, por mucho que lo disimuláramos. ¿No sentiría miedo interiormente o confiaría en que su crimen quedaría impune? Era imposible que la atmósfera, cargada de sospechas, no le advirtiera de que era ya un hombre marcado gravemente.

Pero ¿sospecharía todo el mundo de él? ¿Y mistress Cavendish? La observé sentada a la cabecera de la mesa, graciosa, serena, enigmática. Estaba muy hermosa con su ligero vestido gris y aquellos volantes de las muñecas que caían sobre sus manos. Sin embargo, cuando se sirvió, su rostro tenía la inescrutabilidad del de una esfinge. Apenas abrió los labios, pero la gran fuerza de su personalidad nos dominaba a todos.

¿Y la pequeña Cynthia? ¿Sospecharía ella? Me pareció muy cansada y enferma. Su actitud era muy lánguida y pesada. Le pregunté si se sentía mal y me contestó sin ambages:

—Sí, tengo un brutal dolor de cabeza.

—¿Otra taza de café, mademoiselle? —preguntó Poirot solícitamente—. La animará mucho. No hay nada como el café para el dolor de cabeza.

Se levantó a coger su taza.

—Sin azúcar —dijo Cynthia, viéndole coger los terrones.

—¿Sin azúcar? Sacrificios de guerra, ¿verdad?

—No, nunca tomo azúcar con el café.

Sacré! —murmuró Poirot entre dientes al devolverle la taza llena.

Sólo yo le oí y, levantando hacia él la vista, vi que se esforzaba en reprimir su excitación y que sus ojos eran verdes como los de un gato. Había visto u oído algo que le había afectado extraordinariamente, pero ¿qué sería? No suelo tenerme por torpe, pero debo confesar que nada fuera de lo corriente había llamado mi atención.

Momentos más tarde, la puerta se abrió y apareció Dorcas.

—Míster Wells quiere verle, señor —le dijo a John.

Recordé que Wells era el nombre del abogado a quien mistress Inglethorp había escrito la noche anterior.

John se levantó inmediatamente.

—Páselo a mi estudio —luego se volvió hacia nosotros—. Es el abogado de mi madre. Es también —terminó en voz baja— el coroner… Ya me entienden. Si quieren acompañarme…

Asentimos y salimos con él de la habitación. John iba delante de nosotros y aproveché la oportunidad para murmurar al oído de Poirot:

—¿Es que va a haber interrogatorio?

Poirot asintió distraídamente. Parecía tan absorto en sus pensamientos que mi curiosidad se despertó.

—¿Qué ocurre? No está usted escuchando lo que le digo.

—Es cierto amigo. Estoy preocupado.

—¿Por qué?

—Porque mademoiselle Cynthia no toma azúcar con el café.

—¿Cómo? ¡No hablará usted en serio!

—Claro que hablo en serio. Hay algo aquí que no entiendo. Mi instinto no se equivocó.

—¿Qué instinto?

—El instinto que me llevó a examinar esas tazas de café. ¡Chis! A callar ahora.

Seguimos a John a su estudio y se cerró la puerta tras de nosotros.

Míster Wells era un hombre agradable, de mediana edad. Con ojos penetrantes y la boca característica de los abogados. John nos presentó y explicó la razón de nuestra presencia por nuestra inmediata intervención en el asunto.

—Comprenderá usted, Wells —añadió—, que todo esto es estrictamente confidencial. Todavía confiamos en que no haga falta ninguna clase de investigación.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Wells políticamente—. Me hubiera gustado ahorrarles a ustedes el disgusto y la publicidad de una pesquisa; pero, naturalmente, es inevitable, faltando el certificado médico.

—Sí, ya me lo figuro.

—Es inteligente, ese Bauerstein. Una autoridad en toxicología, según parece.

—Desde luego —dijo John con cierta sequedad. Después añadió, dudando—. ¿Tendremos que presentarnos como testigos…, quiero decir, todos nosotros?

—Usted, naturalmente, y… hum, míster Inglethorp también, desde luego.

Siguió una breve pausa, antes de que el abogado continuara, con su tono apaciguador:

—Cualquiera otro testimonio será simplemente confirmatorio, pura cuestión de fórmula.

—Ya.

Una ligera expresión de alivio cruzó por el rostro de John. Me sorprendió, porque no aprecié motivo para ello.

—Si no tiene usted nada que oponer —prosiguió Wells—, he pensado en el viernes. Así tendremos tiempo suficiente para el informe médico. ¿La autopsia se practicará esta noche?

—Sí.

—Entonces, ¿le conviene a usted el viernes?

—Desde luego.

—No necesito decirle, querido Cavendish, lo apenado que estoy con este trágico asunto.

—¿No puede usted ayudarnos a resolverlo, monsieur? —intervino Poirot, hablando por primera vez desde que habíamos entrado en el estudio.

—¿Yo?

—Sí. Hemos oído decir que mistress Inglethorp le escribió anoche. Debe de haber recibido usted la carta esta mañana.

—Sí, pero no contiene ninguna información de interés. Es sencillamente una nota pidiéndome que viniera a verla esta mañana, pues quería mi consejo en un asunto de gran importancia.

—¿No le insinúa de qué se trataba?

—No, por desgracia.

—Es una lástima —dijo Poirot.

Nos quedamos en silencio. Poirot se perdió en sus pensamientos durante unos cuantos minutos. Finalmente, se volvió de nuevo al abogado.

—Míster Wells, me gustaría preguntarle una cosa, si no es contrario a su ética profesional. En caso de que mistress Inglethorp muriera, ¿quién heredaría su dinero?

El abogado dudó un momento y luego replicó:

—Todo esto será del dominio público muy pronto, de modo que, si míster Cavendish no tiene nada que objetar…

—En absoluto —intervino John.

—No veo razón que impida contestar a su pregunta. Según el último testamento, fechado en agosto del pasado año, después de varios legados sin importancia a sirvientes, etcétera, deja toda su fortuna a su hijastro míster John Cavendish, al que quería mucho.

—Perdone la pregunta, míster Wells: ¿no era esta disposición muy injusta con respecto a su otro hijastro, Lawrence Cavendish?

—No, no lo creo así. Según los términos del testamento de su padre, en tanto que John heredaría la propiedad, Lawrence, a la muerte de su madrastra, entraría en posesión de una considerable suma. Mistress Inglethorp dejó su dinero a su hijastro mayor sabiendo que él tendría que conservar Styles. A mi modo de ver, fue un reparto muy justo y equitativo.

Poirot asintió, pensativo.

—Sí, ya veo. ¿Pero es cierto que, según la Ley inglesa, ese testamento quedaba automáticamente anulado al volver a casarse mistress Inglethorp?

Míster Wells hizo una señal de afirmación.

—Según iba a decir ahora, monsieur Poirot, ese documento no tiene actualmente ninguna validez.

Hein! —exclamó Poirot, preguntando después de reflexionar un momento—. ¿Conocía este hecho mistress Inglethorp?

—No lo sé. Seguramente…

—Lo sabía —dijo John inesperadamente—. Todavía ayer estuvimos discutiendo acerca de los testamentos anulados por el matrimonio.

—¡Ah! Otra pregunta, míster Wells. Dijo usted «su último testamento». ¿Es que mistress Inglethorp había hecho más testamentos con anterioridad?

—Por término medio, hacía un nuevo testamento por lo menos una vez al año —dijo míster Wells imperturbable—. Era dada a cambiar de opinión respecto a sus disposiciones testamentarias, beneficiando ahora a uno y luego a otro miembro de la familia.

—Supongamos —sugirió Poirot— que, sin saberlo usted, hubiera otorgado otro testamento en favor de alguien que no fuera de la familia, digamos, en favor de miss Howard, por ejemplo, ¿le sorprendería a usted?

—En absoluto.

—¡Ah!

Poirot parecía haber agotado sus preguntas. Me acerqué a él, mientras John y el abogado discutían sobre la conveniencia de revisar los papeles de mistress Inglethorp.

—¿Cree usted que mistress Inglethorp hizo un testamento dejando todo su dinero a miss Howard? —pregunté en voz baja, con cierta curiosidad.

Poirot sonrió.

—No.

—Entonces, ¿por qué lo preguntó usted?

—¡Silencio!

John Cavendish se había vuelto hacia Poirot para preguntarle:

—¿Viene con nosotros, monsieur Poirot? Vamos a revisar los papeles de mi madre. Míster Inglethorp está dispuesto a confiarnos esa tarea a míster Wells y a mí.

—Lo que simplifica mucho las cosas —murmuró el abogado—, ya que legalmente, por supuesto, estaba autorizado a…

No terminó la frase.

—Miraremos primero en el escritorio del boudoir —explicó John—, y después subiremos a su cuarto. Tenemos que revisar minuciosamente una caja de documentos de color morado donde guardaba sus papeles más importantes.

—Sí —dijo el abogado—, es muy posible que haya en la caja un testamento posterior al que yo tengo.

Hay un testamento posterior.

Fue Poirot quien habló.

John y el abogado miraron a Poirot, sobresaltados.

—¿Qué?

—Mejor dicho —siguió mi amigo, sin perder su calma—, lo había.

—¿Qué quiere usted decir con eso de lo había? ¿Dónde está ahora?

—Quemado.

—¿Quemado?

—Sí. Miren esto.

Mostró el fragmento chamuscado que había encontrado en el hogar de la chimenea del cuarto de mistress Inglethorp y se lo entregó al abogado, explicándole brevemente dónde y cuándo lo había encontrado.

—Puede ser que fuera un testamento antiguo.

—No lo creo. En realidad, estoy casi seguro de que fue redactado ayer tarde.

—¿Qué? ¡Imposible! —saltaron a una los dos hombres.

Poirot se dirigió a John.

—Si me permite usted que mande a buscar a su jardinero, se lo demostraré.

—Claro que sí, pero no veo…

Poirot alzó una mano.

—Haga lo que le digo. Después formulará cuantas preguntas desee.

—Muy bien.

Tocó un timbre y Dorcas se presentó sin tardar.

—Dorcas, ¿quiere decirle a Manning que venga, que tengo que hablarle?

—Sí, señor.

Dorcas se retiró.

Esperamos en un silencio lleno de tirantez. Sólo Poirot parecía estar completamente a sus anchas y quitó el polvo de una esquina olvidada de la librería.

Las pisadas en la arena de una botas claveteadas anunciaron la proximidad de Manning. John consultó a Poirot con la mirada y éste asintió con la cabeza.

—Entre, Manning, quiero hablarle —dijo John.

Manning entró despacio y titubeando a través de la puerta-ventana, quedándose tan cerca de ella como le fue posible. Tenía la gorra en la mano y le daba vueltas y más vueltas sin cesar. Se encorvaba mucho, aunque probablemente no era tan viejo como parecía, y sus ojos, vivos e inteligentes, contradecían sus palabras, lentas y cautelosas.

—Manning —dijo John—, este señor va a hacerle unas preguntas y yo quiero que usted le conteste.

—Sí, señor —musitó Manning.

Poirot se acercó a él con ligereza. La mirada de Manning resbaló sobre él con cierto desprecio.

—Estaba usted ayer tarde plantando un macizo de begonias en la parte sur de la casa, ¿no es así, Manning?

—Sí, señor; yo y William.

—Y mistress Inglethorp se acercó a la ventana y les llamó, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Dígame usted exactamente lo que ocurrió después de acaecer esto.

—No gran cosa, señor. Ella le dijo a William que cogiera la bicicleta y fuera al pueblo a buscar papel para un testamento, o algo por el estilo, no sé bien; se lo escribió.

—¿Y qué más?

—William fue, señor.

—¿Y qué ocurrió después?

—Continuamos con las begonias, señor.

—¿No les volvió a llamar mistress Inglethorp?

—Sí, señor; nos llamó a los dos, a William y a mí.

—¿Y luego?

—Nos hizo firmar al final de un papel muy largo, debajo de donde ella había firmado.

—¿Vio usted algo de lo que estaba escrito antes de la firma de ella? —preguntó Poirot vivamente.

—No, señor; había un trozo de secante encima de aquella parte.

—¿Y firmaron ustedes donde les dijo?

—Sí, señor, yo primero y después William.

—¿Qué hizo ella después con el documento?

—Lo metió dentro de un sobre largo y lo guardó en una especie de caja morada que había en el escritorio.

—¿Qué hora era cuando les llamó a ustedes por primera vez?

—A eso de las cuatro, creo yo, señor.

—¿No sería más temprano? ¿A las tres y media, por ejemplo?

—No, me parece que no, señor. Más bien un poco después de las cuatro, no antes.

—Gracias, Manning, está bien —dijo Poirot amablemente.

El jardinero consultó a su amo con la mirada, John asintió y Manning se retiró por la puerta-ventana, llevándose un dedo a la frente a guisa de saludo y murmurando entre dientes algo ininteligible.

Nos miramos unos a otros.

—¡Cielo santo! —murmuró John—. ¡Qué coincidencia más extraordinaria!

—¿Cómo coincidencia?

—Que mi madre hubiera hecho el testamento el mismo día de su muerte.

Wells se aclaró la garganta y observó fríamente:

—¿Está usted seguro de que es una coincidencia, Cavendish?

—¿Qué quiere decir?

—Su madre, según me ha dicho, tuvo una violenta disputa con… alguien, ayer tarde.

—¿Qué quiere decir? —volvió a exclamar John.

Había cierto temblor en su voz a la vez que se había puesto muy pálido.

—Como consecuencia de aquella pelea, su madre, súbitamente y a toda prisa, hace un nuevo testamento. Nunca sabremos el contenido de ese testamento. A nadie habló de sus disposiciones. Sin duda, esta mañana me hubiera consultado a mí el asunto, pero no tuvo oportunidad. El testamento desaparece y ella se lleva el secreto a su tumba. Cavendish, me temo que esto no es una coincidencia. Monsieur Poirot, estoy seguro de que está usted de acuerdo conmigo en que estos hechos sugieren muchas cosas.

—De todos modos —interrumpió John—, estamos muy agradecidos a monsieur Poirot por haber aclarado este punto. De no ser por él, nunca hubiéramos tenido noticia del testamento. ¿Puede decirme, monsieur, qué fue lo que le indujo a sospechar su existencia?

Poirot contestó sonriendo:

—Un viejo sobre garabateado y un macizo de begonias recién plantado.

Supongo que John hubiera seguido preguntando, pero se oyó el ronroneo del motor de un coche y todos nos acercamos a la ventana, a tiempo de ver un automóvil que pasaba rápidamente.

—¡Evie! —exclamó John—. Perdóneme, Wells.

Salió corriendo al vestíbulo.

Poirot me miró instintivamente.

—Miss Howard —expliqué.

—Ah, me alegro de que haya venido. Esa mujer tiene cabeza y corazón, Hastings, aunque Dios no le haya dado belleza.

Seguí el ejemplo de John y salí al vestíbulo, donde miss Howard luchaba por desembarazarse del montón de velos que envolvían su cabeza. Cuando fijó en mí sus ojos, un doloroso sentimiento de culpabilidad me hirió. Esa mujer me había advertido encarecidamente del peligro y, por desgracia, yo no había tenido en cuenta su advertencia. ¡Qué pronto y qué despectivamente la había alejado de mi imaginación! Me sentí avergonzado al ver comprobados sus temores de modo tan trágico. Miss Howard conocía bien a Alfred Inglethorp. Me pregunté si la tragedia hubiera ocurrido de hallarse ella en Styles. ¿Habría temido el asesino su mirada vigilante?

Me sentí aliviado cuando me estrechó la mano con aquel apretón doloroso que yo recordaba muy bien. Me miró tristemente, pero sin reprocharme nada. Comprendí por lo rojo de sus párpados que había llorado amargamente, pero su actitud era tan áspera como de costumbre.

—Salí al recibir el telegrama. He tenido guardia de noche. Alquilé un coche. El modo más rápido de llegar aquí.

—¿Has comido algo, Evie?

—No.

—Lo suponía. Ven, todavía no han retirado el desayuno y pueden hacerte té nuevo —se volvió hacia mí—. Cuídate de ella, Hastings, ¿quieres? Wells me está esperando. Ah, aquí está monsieur Poirot. Está ayudándonos en este asunto, Evie.

Miss Howard estrechó la mano de Poirot, pero miró a John con suspicacia por encima de su hombro.

—¿Qué quiere decir eso de «ayudándonos»?

—Está ayudándonos en la investigación.

—Nada de investigación. ¿Está ya en la cárcel?

—¿En la cárcel? ¿Quién?

—¿Quién? Alfred Inglethorp, por supuesto.

—Querida Evie, ten cuidado. Lawrence opina que mi madre ha muerto de un ataque al corazón.

—¡El tonto de Lawrence! —replicó miss Howard—. Está claro que Alfred Inglethorp asesinó a la pobre Emily, como siempre lo pronostiqué.

—Querida Evie, no grites tanto. Por mucho que pensemos o sospechemos, es mejor hablar lo menos posible por el momento. La indagatoria no se celebrará hasta el viernes.

—¡Rábanos cocidos! —el resoplido de miss Howard fue realmente magnífico—. Habéis perdido todos la cabeza. Para entonces el hombre estará fuera del país. Si tiene algún sentido, no se va a quedar aquí esperando a que lo cuelguen.

John Cavendish la miró con desesperación.

—Ya sé lo que pasa —le afeó ella—. Habéis estado escuchando a los médicos. ¿Qué saben ellos? Nada, o lo bastante para hacerlos peligrosos. Lo sé bien; mi padre era médico. Ese Wilkins es el tonto más redomado que me encontré en mi vida. ¡Ataque al corazón! ¡Qué se va a esperar que diga ése! Cualquiera que no esté loco vería enseguida que su marido la ha envenenado. Siempre he dicho que acabaría asesinándola en su propia cama. ¡Alma mía! Ya lo ha hecho. Y todo lo que se os ocurre decir es que si ataque al corazón, que si la indagatoria… Debías estar avergonzado, John Cavendish.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó John, sin poder reprimir una débil sonrisa—. Déjalo ya, Evie, no puedo arrastrarlo al puesto de policía agarrado por el pescuezo como si fuera un perro.

—Bueno, tienes que hacer algo. Descubrir cómo lo hizo. Es un tipo muy astuto. Juraría que usó papeles de matar moscas. Pregunta a la cocinera si le falta alguno.

Comprendí que albergar bajo el mismo techo a miss Howard y a Alfred Inglethorp y mantener la paz entre ellos iba a ser tarea de romanos y no envidié a John. Pude ver por la expresión de su rostro que se daba cuenta de lo difícil de la situación. Por de pronto, trató de salvarse con la retirada y salió del cuarto precipitadamente.

Dorcas trajo el té recién hecho. Cuando se marchó, Poirot se acercó desde la ventana donde había permanecido todo el tiempo y se sentó, mirando a miss Howard.

—Señorita —dijo gravemente—, quisiera hacerle una pregunta.

—Adelante —dijo ésta, mirándole con cierta animosidad.

—Quisiera poder contar con su ayuda.

—Le ayudaré con gusto a colgar a Alfred —replicó, ceñuda—. Aunque la horca es demasiado buena para él. Debería ser arrastrado y descuartizado, como en los buenos tiempos.

—Entonces, estamos de acuerdo —dijo Poirot—, porque yo también quiero colgar al criminal.

—¿A Alfred Inglethorp?

—A él o a quien sea.

—No puede ser otro. La pobre Emily no fue asesinada hasta que él vino. No digo que no estuviera rodeada de tiburones, lo estaba. Pero lo único que hacían era vigilar su pulso. Su vida no estaba en peligro. Pero viene míster Alfred Inglethorp y en dos meses, ¡pumba!

—Créame, miss Howard —dijo Poirot muy seriamente—: si míster Inglethorp es el hombre que buscamos, no se me escapará. Palabra de honor que haré que lo cuelguen en lo más alto.

—Eso es otra cosa —dijo miss Howard con más entusiasmo.

—Pero tengo que pedirle que confíe en mí. Su ayuda puede serme muy útil. Y le diré por qué: porque de todos los de la casa, sus ojos son los únicos que han llorado.

Miss Howard pestañeó y su voz brusca sonó algo distinta.

—Si lo que quiere usted decir es que la quería, sí, es cierto, la quería. ¿Sabe usted? Emily era una vieja egoísta a su modo. Era muy generosa, pero siempre quería su recompensa. Nunca dejaba a las personas olvidar lo que había hecho por ellas, y por eso no se hizo querer. No creo que se diera cuenta de esto, o echara de menos el cariño; al menos, así lo espero. Mi posición era muy distinta. Supe ocupar mi puesto desde el primer momento. «Le cuesto a usted tantas libras al año. Muy bien pero ni un penique más ni un par de guantes, ni una entrada al teatro». Ella no lo comprendió. Algunas veces se ofendía mucho. Decía que yo era estúpidamente orgullosa. No era eso. Era algo que no puedo explicar. De todos modos, pude mantener mi propia estimación. Y por eso, estando fuera de la pandilla, fui la única que pudo permitirse el lujo de quererla. Yo la custodiaba, la guardaba de todos ellos. Y entonces aparece un granuja con mucha labia y, ¡hala!, todos mis años de devoción perdidos.

Poirot asintió, comprensivo.

—Comprendo, mademoiselle, comprendo todo lo que usted siente. Es completamente natural. Usted cree que somos muy fríos, que nos falta fuego y energía; pero créame, no es así.

En ese momento John asomó la cabeza y nos invitó a subir al cuarto de mistress Inglethorp, ya que él y míster Wells habían terminado de revisar el escritorio del boudoir.

Subiendo las escaleras, John volvió la vista hacia el comedor y dijo en tono confidencial:

—Oigan, ¿qué va a pasar cuando esos dos se encuentren?

Moví la cabeza con desesperación.

—Le he dicho a Mary que haga todo lo posible por mantenerlos separados.

—¿Lo conseguirá?

—Sólo Dios lo sabe. Claro que el propio Inglethorp no estará precisamente ansioso de encontrarse con ella.

—Tiene usted las llaves, ¿verdad, Poirot? —pregunté cuando llegamos a la puerta del cuarto cerrado.

Cogiendo las llaves que Poirot le ofreció, John abrió la puerta y todos entramos. El abogado fue directamente al escritorio y John le siguió.

—Mi madre guardaba la mayor parte de sus papeles importantes en esta caja, creo.

Poirot sacó el pequeño manojo de llaves.

—Permítame. La cerré esta mañana, por precaución.

—Pues ahora no está cerrada.

—¡Imposible!

—Mire.

Y John levantó la tapa mientras hablaba.

Mille tonnerres! —gritó Poirot, confundido—. ¡Y yo que tenía las llaves en el bolsillo! —se precipitó sobre la caja. De pronto, se puso rígido—. En voilà une affaire! ¡La cerradura ha sido forzada!

—¿Qué?

Poirot dejó la caja en su sitio.

—¿Pero quién la ha forzado? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¡Si la puerta estaba cerrada!

Todas estas exclamaciones salieron de nosotros desconectadamente.

Poirot contestó categóricamente, casi de un modo maquinal:

—¿Quién? Ahí está el problema. ¿Por qué? ¡Ah, si lo supiera! ¿Cuándo? Después que yo estuve aquí, hace una hora. En cuanto a que la puerta estuviera cerrada, la cerradura es muy corriente. Probablemente, cualquiera de las llaves de las puertas que dan al pasillo podría abrirla.

Nos miramos unos a otros, estúpidamente. Poirot se había acercado a la chimenea, donde mecánicamente se puso a ordenar los diversos objetos colocados en la repisa. Estaba aparentemente tranquilo, pero sus manos temblaban.

—Escuchen; lo que pasó es esto —dijo al fin—. Algo había en esa caja, alguna prueba, quizá de poca importancia en sí misma; pero que bastaba para relacionar al asesino con el crimen. Era vital para él destruirla antes de que fuera descubierta y comprendió su significado. Por eso corrió el riesgo, el enorme riego de entrar aquí. Como la caja estaba cerrada, tuvo que forzarla, denunciando así su presencia. Para que se haya arriesgado de este modo, tenía que ser algo sumamente importante.

—¿Pero qué era?

—¡Ah! —gritó Poirot con gesto airado—. ¡Eso no lo sé! Sin duda un documento, posiblemente el trozo de papel que Dorcas vio en su mano ayer por la tarde —su ira estalló libremente—. Y yo, ¡estúpido de mí!, sin sospecharlo. ¡Me he portado como un imbécil! No debí haber dejado aquí la caja, de ninguna manera. Debí habérmela llevado conmigo. ¡Burro y más que burro! Y ahora no está. Lo habrán destruido. ¿O quizá no? Habiendo una posibilidad, no debemos dejar piedra sobre piedra.

Se precipitó fuera del cuarto como un verdadero loco y yo le seguí, tan pronto como volví en mí. Pero cuando llegué a la escalera, ya no se le veía.

Mary Cavendish estaba en el lugar en que la escalera se bifurcaba, mirando con los ojos muy abiertos hacia el vestíbulo, por donde Poirot había desaparecido.

—¿Qué le ha ocurrido a su extraordinario amigo, míster Hastings? Pasó por mi lado corriendo como un caballo desbocado.

—Hay algo que le preocupa sobremanera —repliqué débilmente. En realidad, no sabía cuánto quería Poirot que yo dijera. Al ver en la boca expresiva de mistress Cavendish una sonrisa pálida, traté de desviar la conversación diciendo—. ¿Todavía no se han encontrado?

—¿Quiénes?

—Míster Inglethorp y miss Howard.

Me miró de un modo desconcertante.

—¿Cree usted realmente que sería un desastre tan grande si se encontrasen?

—¿Usted no?

—No —sonreía a su modo tranquilo—. Me gustaría presenciar un buen arrebato de cólera. Purificaría la atmósfera. Hasta ahora, todos pensamos mucho y decimos muy poco.

—John no piensa así —observé—. Quiere evitar a toda costa que se encuentren.

—¡Ah, John!

Algo en el tono de su voz me excitó, y estallé:

—¡John es un chico estupendo!

Me observó con curiosidad durante un minuto o dos y al fin dijo, con gran sorpresa por mi parte:

—Es usted leal con su amigo. Por eso me gusta usted.

—¿No es usted amiga mía también?

—Yo soy muy mala amiga.

—¿Por qué dice eso?

—Porque es cierto. Soy encantadora con mis amigos un día y al siguiente los olvido por completo.

No sé lo me empujó a ello, pero estaba irritado e hice una observación tonta y del peor gusto:

—Con el doctor Bauerstein, no obstante, es usted siempre encantadora.

Inmediatamente me arrepentí de mis palabras. Su rostro se endureció. Tuve la impresión de que una cortina de acero ocultaba su verdadera personalidad. Sin una palabra, giró sobre sus talones y se fue rápidamente escaleras arriba, mientras yo me quedaba como un idiota, mirándola boquiabierto.

Me sacó de mis pensamientos un horrible alboroto en el piso de abajo. Poirot hablaba a gritos con los criados, dándoles toda clase de explicaciones. Me irritó pensar que mi diplomacia había sido inútil. Poirot parecía querer convertir toda la casa en confidente suyo, procedimiento que juzgué improcedente. Una vez más lamenté el que mi amigo fuera tan inclinado a perder la cabeza en momentos de excitación. Bajé rápidamente las escaleras. Al verme, Poirot se calmó casi inmediatamente. Me lo llevé aparte.

—Pero amigo mío —dije—, ¿le parece prudente lo que hace? ¿No querrá usted que toda la casa se entere del hecho? Está usted haciendo el juego al criminal.

—¿Lo cree usted así, Hastings?

—Estoy seguro.

—Bueno, bueno, amigo mío; me guiaré por usted.

—Bien. Aunque, por desgracia, es un poco tarde.

—Cierto.

Parecía tan cabizbajo y avergonzado que lamenté lo dicho, aunque seguía pensando que mi reprimenda había sido justa y sensata.

—Bien, vámonos, mon ami —dijo al fin.

—¿Ya ha terminado aquí?

—Por el momento, sí. ¿Me acompaña hasta el pueblo?

—Con mucho gusto.

Cogió su maletín y salimos por la puerta-ventana del salón. Cynthia entraba en aquel momento y Poirot se hizo a un lado para dejarla pasar.

—Perdone un momento, mademoiselle.

—Dígame.

La muchacha se volvió, interrogante.

—¿Ha preparado usted alguna vez las medicinas de mistress Inglethorp?

Un tinte rosa coloreó sus mejillas y contestó forzadamente:

—No.

—¿Únicamente los polvos?

El rubor de Cynthia se acentuó al contestar:

—¡Ah, sí! Una vez le llevé unos polvos para dormir.

—¿Estos?

Poirot mostró la caja de polvos vacía.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Puede decirme en qué consistían? ¿Sulfonal? ¿Veronal?

—No, eran polvos de bromuro.

—¡Ah! Gracias, mademoiselle; buenos días.

Mientras nos alejábamos a buen paso, le miré más de una vez. Ya antes había observado con frecuencia que, cuando algo le excitaba, sus ojos se volvían verdes como los de los gatos. Entonces estaban brillantes como esmeraldas.

—Amigo mío —saltó por fin—, tengo una pequeña idea; es una idea muy extraña y quizá completamente imposible; pero encaja.

Me encogí de hombros. Pensé para mí que Poirot era demasiado aficionado a esas ideas fantásticas. En el presente caso, la verdad era sencilla y patente.

—De modo que ésa era la explicación de la etiqueta en blanco de la caja —observé—. Muy sencillo, como usted dijo. Me extraña realmente que no se me haya ocurrido a mí.

Poirot parecía no escucharme.

—Han hecho otro descubrimiento, là-bas —observó, señalando con el dedo en la dirección de Styles—. Míster Wells me lo dijo cuando subíamos.

—¿De qué se trata?

—Dentro del escritorio del boudoir encontraron un testamento de mistress Inglethorp, fechado antes de su matrimonio en el que deja su fortuna a Alfred Inglethorp. Debió hacerlo cuando se prometieron. Fue una completa sorpresa para Wells, y para John Cavendish, también. Estaba escrito en uno de esos papeles impresos y firmaron como testigos dos de los criados; Dorcas, no.

—¿Conocía míster Inglethorp su existencia?

—Dice que no.

—Lo dudo mucho —observé escépticamente—. Todos esos testamentos son muy confusos. Y dígame, ¿cómo dedujo usted por aquellas palabras garabateadas en el sobre que ayer por la tarde se había hecho un testamento?

Poirot sonrió.

Mon ami! ¿No le ha ocurrido nunca estar escribiendo una carta y encontrarse que no se sabe cómo se escribe una palabra?

—Sí, con frecuencia me ha ocurrido, y supongo que a todo el mundo.

—Exacto. Y en tales casos, ¿no ha escrito usted la palabra una o dos veces en el borde del secante o en un trozo de papel, para ver cómo resulta escrita? Pues bien, eso es lo que hizo mistress Inglethorp[*]. Fíjese en que la palabra «possessed» está escrita primero con una «s» y después con dos, correctamente. Para asegurarse formó una frase completa: «I am possessed». Pues bien, ¿qué me dijo eso? Me dijo que mistress Inglethorp había estado escribiendo la palabra «possessed» aquella tarde y, teniendo grabado en mi memoria el trozo de papel que encontramos en la chimenea, se me ocurrió inmediatamente la idea de un testamento, documento donde es casi seguro encontrar tal palabra. Otra confusión reinante, el boudoir no había sido barrido aquella mañana y cerca del escritorio había varias huellas de tierra mojada. El tiempo había sido muy bueno desde hacía varios días y ninguna bota normal hubiera dejado tales pegotes de tierra. Me acerqué a la ventana y vi que los macizos de begonias acababan de ser plantados. La tierra de los macizos era idéntica a la que había en el suelo del boudoir y usted me dijo que habían sido plantados ayer tarde. Entonces tuve la seguridad de que uno, o quizá los dos jardineros, pues había dos filas de pisadas en el macizo, habían entrado en el boudoir. Si mistress Inglethorp hubiera querido solamente hablar con ellos, es seguro que la conversación hubiera tenido efecto en la puerta-ventana. Entonces me convencí de que había hecho un testamento, y llamado a los jardineros como testigos. Los hechos probaron que mi suposición era cierta.

—Muy ingenioso —no pude menos de admitir—. Debo confesar que las conclusiones que yo saqué de las palabras del sobre eran completamente equivocadas.

Poirot sonrió.

—Dio demasiada rienda a su imaginación. La imaginación es un buen servidor, pero un mal amo. La explicación más sencilla es siempre la más probable.

—Otra cosa. ¿Cómo supo usted que la llave del estuche de documentos se había perdido?

—No lo sabía. Fue una suposición que resultó acertada. Ya vio usted que tenía un trozo de alambre retorcido. Eso me sugirió que posiblemente había sido arrancada de uno de los llaveros sencillos. Ahora bien, si la llave se hubiera perdido y la hubieran vuelto a encontrar, mistress Inglethorp la hubiera puesto inmediatamente en el manojo, con las demás; pero con las demás lo que había era un duplicado de la llave, muy nueva y brillante. Por eso supuse que alguien había puesto la llave original en la cerradura de la caja.

—Si —dije—. Alfred Inglethorp, sin duda alguna.

Poirot me miró con curiosidad.

—¿Está usted completamente seguro de su culpabilidad?

—¡Naturalmente! Cada nuevo descubrimiento lo establece con mayor claridad.

—Al contrario —dijo Poirot suavemente—, hay varios puntos en su favor.

—¡Vamos, Poirot!

—Sí.

—Yo sólo veo uno.

—¿Cuál?

—Que no estaba en casa anoche.

—«¡Mal tiro!», como dicen ustedes los ingleses. Ha ido usted a escoger el único punto que yo veo le perjudica.

—¿Cómo?

—Porque si míster Inglethorp hubiera supuesto que su mujer iba a ser envenenada anoche, es lógico que se las arreglara para estar fuera de casa. Está claro que su disculpa es amañada. Esto nos deja dos posibilidades: o bien sabía lo que iba a ocurrir o tenía una razón personal para ausentarse.

—¿Y qué razón? —pregunté, escéptico.

Poirot se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo yo? Sin duda, algo vergonzoso. Ese míster Inglethorp me parece un canalla, pero eso no quiere decir que sea necesariamente un asesino.

Moví la cabeza sin dejarme convencer.

—No está usted de acuerdo conmigo, ¿verdad? —dijo Poirot—. Bueno, dejemos esto. El tiempo dirá quién tiene razón. Vamos a examinar otros aspectos del caso. ¿Cómo interpreta usted el hecho de que todas las puertas del dormitorio estaban cerradas por dentro?

—Bueno —medité— eso hay que considerarlo, ante todo, con lógica.

—Eso es.

—Yo lo explicaría así. Las puertas estaban cerradas, lo comprobamos nosotros mismos. Sin embargo, la presencia de la mancha de cera en el suelo y la destrucción del testamento demuestran que alguien entró en el cuarto durante la noche. ¿Está usted de acuerdo conmigo ahora?

—Por completo. Lo explica con admirable claridad. Continúe.

—Bien —dije, animado—. Como la persona no entró en el cuarto por la ventana ni por medios sobrenaturales, está claro que la puerta la abrió la misma mistress Inglethorp desde dentro. Otra prueba de que la persona en cuestión era su marido. Naturalmente, ella no hubiera dejado de abrir la puerta a su propio marido.

Poirot movió la cabeza.

—¿Por qué iba a hacerlo? Mistress Inglethorp había cerrado la puerta de comunicación con el cuarto de él contra su costumbre, y había tenido con él aquella misma tarde una disputa violenta. No, a cualquier persona le hubiera abierto antes que a él.

—¿Pero está usted de acuerdo conmigo en que la puerta la debió abrir la propia mistress Inglethorp?

—Hay otra posibilidad. Pudo haber olvidado cerrar la puerta del pasillo cuando se fue a la cama y levantarse más tarde, de madrugada, para cerrarla.

—Poirot, ¿piensa en serio lo que dice?

—No, no digo que haya ocurrido así, pero pudo ocurrir. Y ahora, volviendo a otro aspecto del asunto, ¿qué cree usted de las palabras que oyó entre mistress Cavendish y su madre política?

—Lo había olvidado —dije pensativo—. Sigue siendo un enigma. Parece increíble que una mujer como mistress Cavendish, tan orgullosa y reservada, haya tratado tan violentamente de mezclarse en lo que no era de su incumbencia.

—Exactamente. Es sorprendente en una mujer de su educación.

—Muy extraño —concedí—. De todos modos, no tiene importancia y no debemos tomarlo en consideración.

Poirot lanzó un gruñido.

—¿Qué es lo que siempre le he dicho a usted? Todo debe ser tomado en consideración. Si un hecho no encaja en la teoría, deje que la teoría siga adelante.

—Bueno, ya veremos —dije, picado.

—Eso es; ya veremos.

Habíamos llegado a Leastways Cottage y Poirot me condujo escaleras arriba hasta su cuarto. Me ofreció uno de los diminutos cigarrillos rusos que fumaba de vez en cuando. Me hizo gracia el verle colocar con todo cuidado las cerillas en un pequeño cacharro de porcelana. Se me había pasado mi pequeño enfado.

Poirot había colocado nuestras sillas frente a la ventana abierta, por la que se divisaba una vista de la calle del pueblo. El aire que entraba era puro, tibio y agradable. Iba a ser un día de calor.

De pronto llamó mi atención un joven de aspecto enfermizo que bajaba la calle a paso muy rápido. Lo extraordinario en él era su expresión, en la que se mezclaban la agitación y el terror.

—¡Mire, Poirot! —dije.

Poirot se inclinó sobre la ventana.

Tiens! —dijo—. Es míster Mace, el de la farmacia. Viene hacia aquí.

El joven se detuvo delante de Leastway Cottage y, después de una corta vacilación, golpeó vigorosamente la puerta.

—¡Un momentito! —gritó Poirot, asomándose—. ¡Ya voy!

Haciéndome señas de que le siguiera, se precipitó escaleras abajo y abrió la puerta. El doctor Mace empezó a hablar en el acto.

—Monsieur Poirot, siento molestarle, pero he oído decir que acaban de llegar ustedes de la Casa.

—En efecto.

El joven se humedeció los labios resecos. Su rostro mostraba una extraña agitación.

—Todo el pueblo habla de la muerte tan repentina de mistress Inglethorp. Dice… —bajó la voz cautelosamente—. Dicen que fue vilmente envenenada.

Poirot permaneció impasible.

—Sólo los médicos pueden decirlo, míster Mace.

—Sí, claro, naturalmente.

El joven titubeaba, pero su tensión nerviosa se hizo excesiva. Agarró a Poirot por un brazo y su voz se convirtió en un susurro:

—Dígame sólo una cosa, monsieur Poirot, no fue… no fue con estricnina, ¿verdad?

No pude oír bien lo que Poirot respondió, pero creería que se reservó su opinión. El joven se marchó y Poirot se quedó mirando, mientras cerraba la puerta.

—Sí —dijo con voz grave—. Tiene algo que declarar en la indagatoria.

Subimos de nuevo lentamente. Iba a empezar a hablar, pero Poirot me detuvo con un gesto de la mano.

—Ahora no, ahora no, amigo mío. Tengo que reflexionar. Tengo la mente en desorden y eso no está bien. He de concentrarme.

Durante cosa de diez minutos permaneció en el más absoluto silencio, completamente inmóvil, a no ser por ciertos movimientos expresivos de las cejas, y sus ojos iban tornándose cada vez más verdes. Al fin, suspiró profundamente.

—Ya está. Pasó el mal momento. Ahora todo está ordenado y clasificado. No debemos consentir nunca que reine la confusión. No es que el caso esté claro todavía, no. ¡Es de los más complicados! ¡Me desconcierta a mí, a mí, a Hércules Poirot! Hay dos hechos de gran importancia.

—¿Cuáles son?

—El primero, el tiempo que hizo ayer. Esto es muy importante.

—¡Pero si hizo un día maravilloso! —interrumpí—. ¡Usted me está tomando el pelo!

—En absoluto. El termómetro marcaba ayer cerca de veintisiete grados a la sombra. No lo olvide, amigo mío. ¡Ahí está la clave del enigma!

—¿Y el otro detalle? —pregunté.

—El que míster Inglethorp usa trajes muy extraños, tiene barba negra y lleva gafas.

—Poirot, no puedo creer que esté hablando en serio.

—Completamente en serio, amigo mío.

—¡Pero esto es pueril!

—No, es trascendental.

—Y suponiendo que el jurado pronuncie contra Alfred Inglethorp un veredicto de asesinato premeditado, ¿dónde irán a parar sus teorías?

—No se alteraría porque doce estúpidos cometan un error. Pero no ocurrirá eso. En primer lugar, porque un jurado campesino no desea tomar decisiones de gran responsabilidad y míster Inglethorp ocupa prácticamente la posición del señor del lugar. Además —añadió plácidamente—, yo no lo permitiré.

—¿Usted no lo permitirá?

—No.

Miré al extraordinario hombrecillo, entre irritado y divertido. Estaba completamente seguro de sí mismo. Como si leyera en mis pensamientos, insistió dulcemente:

—Sí, sí, amigo mío, haré lo que le digo.

Se levantó y puso una mano sobre mi hombro. Su fisonomía había sufrido un cambio completo. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—Ya ve usted, me acuerdo de la pobre mistress Inglethorp, que está muerta. No es que fuera muy querida, no; pero ha sido muy buena con nosotros los belgas y estoy en deuda con ella.

Traté de interrumpirle, pero Poirot continuó con dignidad:

—Déjeme que le diga una cosa, Hastings. La pobre mistress Inglethorp nunca me perdonaría si yo permitiera que su marido fuera detenido ahora, cuando una palabra mía puede salvarlo.

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