CAPÍTULO XIII



POIROT SE EXPLICA





¡POIROT, viejo zorro! —dije—. ¡Casi me dan ganas de estrangularle! ¿Qué pretendía usted al engañarme como lo ha hecho?

Estábamos sentados en la biblioteca, después de unos días de febril excitación. En la habitación de abajo, John y Mary estaban juntos de nuevo, mientras Alfred Inglethorp y miss Howard habían sido arrestados. Al fin tenía a Poirot para mí solo y podría satisfacer mi curiosidad, todavía candente.

Poirot no me contestó enseguida, pero finalmente dijo:

—Yo no le engañé, amigo mío. Lo más que hice fue dejar que se engañara usted mismo.

—Bueno, pero ¿por qué?

—Es difícil de explicar. Usted, amigo mío, es de una naturaleza tan honrada, tan sumamente transparente, que… en fin, ¡le es imposible ocultar sus sentimientos! Si le hubiera dicho lo que pensaba, en la primera ocasión en que hubiera usted visto a míster Inglethorp, el astuto caballero habría «olido la rata», como dicen ustedes muy expresivamente. Y entonces, ¡adiós a nuestras probabilidades de cogerlo!

—Creo que soy más diplomático de lo que usted supone.

—Amigo mío —suplicó Poirot—, ¡no se enfade, se lo ruego! Su ayuda me ha sido valiosísima. Lo que me detuvo fue su modo de ser, tan extraordinariamente hermoso.

—Bueno —rezongué, apaciguándome un poco—. Pero sigo creyendo que debió haberme insinuado algo.

—Si eso es lo que he hecho, amigo mío. Lo hice varias insinuaciones, pero usted no las entendió. Piense un poco, ¿le he dicho alguna vez que creyera culpable a John Cavendish? ¿No le dije, por el contrario, que era casi seguro que lo absolverían?

—Sí, pero…

—¿Y no hablé inmediatamente después de la dificultad de entregar al asesino a la justicia? ¿No estaba claro que hablaba de dos personas distintas?

—No —dije—, para mí no estaba claro.

—Y además —continuó Poirot—, al principio, ¿no le repetí varias veces que no quería que míster Inglethorp fuera arrestado entonces? Esto debía haberle dicho algo a usted.

—¿Quiere decir que ya sospechaba de él entonces?

—Sí; para empezar, aunque hubiera otras personas beneficiadas con la muerte de mistress Inglethorp, ninguna como su marido. Esto era indiscutible. Cuando fui a Styles con usted por primera vez no tenía idea de cómo se había cometido el crimen, pero por lo que sabía de míster Inglethorp comprendí que sería muy difícil encontrar algo que lo relacionara con él. Cuando llegué a la casa me di cuenta inmediatamente de que había sido mistress Inglethorp la que había quemado el testamento; y en eso, amigo mío, no puede usted quejarse, porque he hecho todo lo posible por hacerle comprender el significado de aquel fuego en medio del verano.

—Sí, sí —dije con insistencia—. Continúe.

—Bien, amigo mío, como le iba diciendo, mi opinión sobre la culpabilidad de Inglethorp se hizo mucho más débil. En realidad, había tantas pruebas en contra de él que me sentí inclinado a creer en su inocencia.

—¿Cuándo cambió de opinión?

—Cuando vi que cuantos más esfuerzos hacía yo para salvarle, más hacía él para ser arrestado. Y cuando descubrí que Inglethorp no tenía nada que ver con mistress Raikes, sino que era John Cavendish el que tenía relaciones amorosas con ella, tuve la completa seguridad.

—¿Pero por qué?

—Muy sencillo. Si hubiera sido Inglethorp el que estaba interesado por mistress Raikes, su silencio sería comprensible. Pero cuando descubrí que todo el pueblo sabía que era John el que se sentía atraído por la linda esposa del granjero, tuve que interpretar su silencio de modo completamente distinto. Era estúpido pretender que tenía miedo al escándalo, pues no podía relacionársele con ningún escándalo. Esa actitud suya me hizo devanarme los sesos y, lentamente, llegué a la conclusión de que Alfred Inglethorp debía ser arrestado. En bien!, desde aquel mismo momento yo deseé igualmente que no fuera arrestado.

—Un momento. No veo por qué quería ser arrestado.

—Porque, amigo mío, según la ley de su país, un hombre que ha sido absuelto no puede volver a ser juzgado por el mismo delito. ¡Aja! ¡Era una idea magnífica! Desde luego, es un hombre de método. Fíjese, sabía que era seguro que se sospecharía de él y concibió la idea, extraordinariamente inteligente, de preparar un montón de pruebas en contra de sí mismo. Quería que se sospechara de él. Quería ser arrestado. Entonces presentaría su perfecta coartada y ¡libre para toda la vida!

—Pero todavía no veo como pudo probar su coartada y estar en la farmacia.

Poirot me miró sorprendido.

—¿Es posible? ¡Pobre amigo mío! ¿No sabía usted que fue miss Howard la que compró estricnina en la farmacia?

—¿Miss Howard?

—¡Pues claro! ¿Quién si no? Para ella fue facilísimo. Tiene buena estatura, su voz es profunda y varonil; además, recuérdelo, ella e Inglethorp son primos y hay un parecido innegable entre los dos, especialmente en su modo de andar y en sus movimientos. Era sencillísimo. ¡Son una pareja inteligente!

—Todavía no veo muy claro cómo fue hecho lo del bromuro.

—Bien. Reconstruiré el caso hasta donde sea posible. Me inclino a pensar que miss Howard era la mente directora de este asunto. ¿Recuerda usted que mencionó un día el hecho de que su padre había sido médico? Es muy posible que le preparara las medicinas, o puede habérsele ocurrido la idea leyendo alguno de los muchos libros que miss Cynthia dejaba por todas partes cuando estaba preparando su examen. Como quiera que sea, sabía perfectamente que añadiendo bromuro a una mezcla que contuviera estricnina se precipitaría esta última. Probablemente, la idea se le ocurrió de pronto. Mistress Inglethorp tenía una caja de polvos de bromuro que tomaba por las noches, de cuando en cuando. Nada más fácil que disolver una pequeña cantidad de estos polvos en el frasco de la medicina de mistress Inglethorp cuando la envió la farmacia de Coots. El riesgo era prácticamente nulo. La tragedia no tendría lugar hasta unos quince días más tarde. Si alguien hubiera visto a cualquiera de los dos manipulando la medicina lo habrían olvidado para entonces. Miss Howard habría ya provocado la pelea y abandonado la casa. El tiempo transcurrido y su ausencia hubieran evitado cualquier sospecha. ¡Sí, era una idea muy hábil! Si lo hubieran dejado así, posiblemente nunca se les hubiera atribuido el crimen. Pero no se conformaron con eso. Quisieron ser demasiado hábiles y esto les perdió.

Poirot aspiró el humo de su diminuto cigarrillo.

—Prepararon un plan para hacer recaer las sospechas sobre John Cavendish, comprando estricnina en la farmacia del pueblo y firmando en el libro con su letra. El lunes, mistress Inglethorp tomaría la última dosis de su medicina. Por tanto, el lunes, a las seis de la tarde, Alfred Inglethorp se las arregla para ser visto por varias personas en un lugar alejado del pueblo. Miss Howard inventó una historia fantástica acerca de él y de miss Raikes, para explicar el silencio que posteriormente había de guardar Inglethorp. A las seis, miss Howard, haciéndose pasar por míster Inglethorp, entra en la farmacia, cuenta la historia del perro, obtiene la estricnina y firma el nombre de Alfred Inglethorp con la letra de John que previamente había estudiado con todo cuidado. Pero como todo el plan fallaría si John podía presentar una coartada, le escribe una nota anónima, siempre copiando su letra, en la que le cita en un lugar muy apartado, donde era sumamente improbable que nadie pudiera verle. Hasta aquí todo va bien. Miss Howard vuelve a Midlingham. Alfred Inglethorp vuelve a Styles. Nada puede comprometerle, ya que es miss Howard quien tiene la estricnina, que, por otra parte, sólo se utilizará para hacer recaer las sospechas sobre John Cavendish. Mistress Inglethorp no toma la medicina aquella noche. La campanilla estropeada, la ausencia de Cynthia, preparada por Inglethorp a través de su esposa, todo en vano. Y ahora es cuando él comete su equivocación. Mistress Inglethorp está ausente y su marido se sienta a escribir a su cómplice, a la que supone presa de pánico por el fracaso del plan. Es posible que mistress Inglethorp regresara antes de lo que él esperaba. Al ser sorprendido, Inglethorp cierra con llave su buró, un poco aturullado. Teme que si sigue en el cuarto tenga que abrir de nuevo el mueble y que mistress Inglethorp pueda ver la carta antes de que él la retire. De modo que se marcha a pasear por los bosques, sin sospechar que mistress Inglethorp abriría el buró y descubriría el documento acusador. Pero esto, como sabemos, es lo que ocurrió. Mistress Inglethorp lee la carta y se entera de la perfidia de su esposo y de Evelyn Howard, aunque, por desgracia, la frase sobre el bromuro no le dice nada. Sabe que está en peligro, pero no sabe por dónde viene. Decide no decir nada a su esposo pero le escribe a su abogado, pidiéndole que vaya a verla a la mañana siguiente, y también determina destruir el testamento que acaba de hacer. Mistress Inglethorp guarda la carta fatal.

—Entonces, ¿fue para encontrar la carta por lo que su marido forzó la cerradura de la caja de documentos?

—Sí, y por el tremendo riesgo que corrió vemos que se daba perfecta cuenta de su importancia. Con excepción de aquella carta no había nada que lo relacionara con el crimen.

—Hay una cosa que no comprendo: ¿por qué no la destruyó enseguida que la tuvo en su poder?

—Porque no se atrevió a correr el mayor riesgo de todos: conservarla en su persona.

—No comprendo.

—Considérelo desde su punto de vista. He descubierto que sólo tuvo cinco minutos durante los cuales pudo coger la carta; los cinco minutos inmediatamente anteriores a nuestra llegada a la escena, porque antes, Annie estaba barriendo las escaleras, y hubiera visto a cualquiera que se dirigiera al ala derecha. ¡Figúrese usted la escena! Entra en la habitación, abriendo la puerta con otra de las llaves, todas eran muy parecidas. Se precipita sobre la caja morada; está cerrada y no encuentra las llaves. Es un golpe terrible para él, porque no puede ocultarse su presencia en el cuarto, como esperaba. Pero comprende que hay que jugarse el todo por el todo con tal de conseguir la maldita prueba. Rápidamente fuerza la cerradura con un cortaplumas y revuelve en los papeles hasta encontrar el que busca. Pero ahora se presenta un nuevo problema: no se atreve a guardar consigo el papel. Puede ser visto al dejar la habitación, puede que le registren. Si le encuentran el papel encima su perdición es segura. Probablemente, en este momento, oye a míster Wells y a John que salen del boudoir. Tiene que actuar rápidamente. ¿Dónde podría esconder ese terrible papel? El contenido del cesto de los papeles es conservado y, de todos modos, lo examinarán. No hay medio de destruirlo y no se atreve a llevarlo encima. Echa una mirada a su alrededor y ve…, ¿qué cree usted que ve, amigo mío?

Moví la cabeza negativamente.

—En un momento rompió la carta en tres tiras largas y las enrolló en la forma en se enrollan las mechas, metiéndolas apresuradamente entre las otras mechas en el recipiente para ellas colocado en la repisa.

Lancé una exclamación.

—A nadie se le hubiera ocurrido mirar allí —continuó Poirot— y podía haber vuelto sin prisas a destruir esta única prueba que existía contra él.

—Entonces, ¿estuvo todo el tiempo en el recipiente de las mechas del cuarto de mistress Inglethorp, delante de nuestras narices? —exclamé.

Poirot asintió.

—Sí, amigo mío. Éste fue mi «último eslabón» y a usted le debo el afortunado descubrimiento.

—¿A mí?

—Sí. ¿Recuerda que me dijo que mis manos temblaban mientras ordenaba los objetos de la repisa?

—Sí, pero no veo…

—No, pero yo vi. Porque recordé que aquella misma mañana, más temprano, cuando estuvimos juntos en la habitación, había colocado ordenadamente los objetos de la repisa. Y habiendo sido ordenados no habría sido necesario ordenarlos nuevamente, a no ser que alguien los hubiese tocado.

—¡Válgame Dios! —exclamé—. ¡De modo que ésa es la explicación de su extraña actitud! ¿Fue usted corriendo a Styles y todavía estaban allí, en el mismo sitio?

—Sí, y fue una carrera contra reloj.

—Pero todavía no comprendo cómo Inglethorp fue tan estúpido como para dejar allí la carta, teniendo tantas oportunidades de destruirla.

—¡Ah, pero es que no pudo oportunidad! De eso me encargué yo.

—Usted?

—Sí. ¿Recuerda que me censuró usted por haberme confiado a toda la servidumbre a ese respecto?

—Sí.

—Bien, amigo mío, sólo había una oportunidad. Yo no estaba seguro entonces de si Inglethorp era el criminal o no; pero si lo era no podía llevar el papel encima, sino que lo habría escondido en alguna parte, y, asegurándome la simpatía de la servidumbre, pude prevenir su destrucción. Inglethorp era ya sospechoso, y dando publicidad al asunto conseguí la ayuda de unos diez detectives aficionados, que le vigilarían sin cesar. Inglethorp, por su parte, sabiéndose observado, no se atrevía a ir en busca del documento para destruirlo. De este modo, tuvo que abandonar la casa dejando la carta en el recipiente de las mechas.

—Pero miss Howard tendría la oportunidad de ayudarle.

—Sí, pero miss Howard no conocía la existencia del papel. De acuerdo con el plan preparado de antemano, no le dirigiría la. palabra a Alfred Inglethorp. Se les suponía enemigos irreconciliables, y hasta que se sintieron seguros con la detención de John no se arriesgaron a celebrar una entrevista. Naturalmente, yo vigilaba a míster Inglethorp, esperando que tarde o temprano acabaría conduciéndome al lugar del escondite. Pero fue demasiado hábil para arriesgarse. El papel estaba seguro donde estaba. No habiéndosele ocurrido a nadie mirar allí en la primera semana, no era probable que lo hiciera después. A no ser por su afortunada observación quizá nunca hubiéramos podido entregarlo a la Justicia.

—Ahora lo entiendo. Pero, ¿cuándo empezó usted a sospechar de miss Howard?

—Cuando descubrí que había mentido en la encuesta, al hablar de la carta que recibió de mistress Inglethorp.

—¿Qué mentira había en ello?

—¿Ha visto usted la carta? ¿Recuerda usted su aspecto?

—Sí, más o menos.

—Recordará usted entonces que mistress Inglethorp tenía una escritura muy característica y que dejaba amplios espacios entre las palabras. Pero mirando la fecha de la carta se ve que el «17 de julio» es completamente distinto. ¿Comprende lo que quiero decir?

—No, no comprendo —confesé.

—¿No ve usted que la carta no fue escrita el diecisiete de julio, sino el siete, el día siguiente de la marcha de miss Howard? El «uno» fue puesto delante del «siete» para convertirlo en «diecisiete».

—Pero ¿por qué?

—Eso es precisamente lo que yo me pregunto. ¿Por qué miss Howard suprime la carta escrita el diecisiete y muestra esta otra? Porque no quiere enseñar la del diecisiete. Pero ¿por qué? Y entonces empecé a sospechar. Recordará que le dije que es conveniente desconfiar de quienes no dicen la verdad.

—¡Y, sin embargo —exclamé con indignación—, después de eso me dio usted dos razones por las que miss Howard no podía haber cometido el crimen!

—Y razones de peso —replicó Poirot—. Como que durante mucho tiempo me indujeron a error, hasta que recordé un hecho muy significativo: que ella y Alfred Inglethorp eran primos. Ella no podía haber cometido el crimen por sí sola, pero no había razón que le impidiera ser cómplice. ¡Y además, aquel odio suyo, tan apasionado! Ocultaba un sentimiento muy diferente. No cabe duda de que les unía un lazo de pasión mucho antes de que él se presentara en Styles. Habían organizado ya su infame complot. Él se casaría con aquella señora rica, pero de poca cabeza; la induciría a hacer un testamento dejándole a él el dinero y alcanzarían sus fines por medio de un asesinato planeado con gran habilidad. Si todo hubiera salido como suponían, seguramente a estas horas habrían dejado Inglaterra y vivirían juntos con el dinero de su pobre víctima. Son una pareja muy astuta y sin escrúpulos de ninguna clase. Mientras las sospechas se dirigían hacia él, ella pudo hacer tranquilamente toda clase de preparativos para un dénouement completamente diferente. Llega de Midlingham con todas las cosas comprometedoras en su poder. Nadie sospecha de ella. Nadie se fija en sus idas y venidas por la casa. Esconde la estricnina y las gafas en el cuarto de John. Guarda la barba en el desván. Ya se encargará ella de que, más tarde o temprano, sean descubiertos.

—No comprendo por qué trataron de hacer recaer la culpa sobre John —observé—. Hubiera sido mucho más fácil atribuir el crimen a Lawrence.

—Sí, pero eso fue pura casualidad. Todas las pruebas contra Lawrence surgieron accidentalmente. En realidad, esto debe haber molestado bastante a los dos cómplices.

—Lawrence estuvo afortunado —observé, pensativo.

—Sí. Naturalmente, ya se habrá dado usted cuenta de lo que había tras todo ello.

—No.

—¿No comprendió usted que creía a miss Cynthia culpable del crimen?

—¡No! —exclamé, atónito—. ¡Imposible!

—En absoluto. Yo mismo tuve la misma idea. La tenía en la cabeza cuando le hice a míster Wells aquella pregunta sobre el testamento. Estaban, además, los polvos de bromuro que ella había preparado y lo bien que interpretaba los papeles masculinos, según nos contó Dorcas. Realmente era la más comprometida de todos.

—¡Poirot, usted bromea!

—No. ¿Quiere que le diga por qué Lawrence se puso tan pálido cuando entró por primera vez en la habitación de su madre la noche fatal? Porque mientras su madre yacía en su cama, evidentemente envenenada, vio que la puerta de la habitación de Cynthia tenía el cerrojo descorrido.

—¡Pero si declaró que estaba corrido! —exclamé.

—Exacto —dijo Poirot jocosamente—. Y fue precisamente eso lo que me confirmó en mi idea de que estaba descorrido. Estaba escudando a miss Cynthia.

—Pero ¿por qué tenía que escudarla?

—Por que estaba enamorado de ella.

Me reí.

—¡En eso sí que está usted equivocado, Poirot! Precisamente he tenido ocasión de enterarme de que no sólo no está enamorado de ella, sino que hasta la tenía antipatía.

—¿Quién le ha dicho a usted eso, amigo mío?

—La propia Cynthia.

—¡Pobre muchacha! ¿Y estaba disgustada?

—Dijo que no le importaba en absoluto.

—Entonces es seguro que le importa mucho —observó Poirot—. ¡Son así las mujeres!

—Es una sorpresa para mí lo que dice usted de Lawrence —dije.

—¿Por qué? Está clarísimo. ¿No ponía Lawrence cara de pocos amigos cada vez que Cynthia hablaba y reía con su hermano? Se le había metido en su cabeza alargada la idea de que Cynthia estaba enamorada de John. Cuando entró en la habitación de su madre y la vio en aquel estado, sacó la conclusión de que Cynthia sabía algo de aquel asunto. Desesperado, trituró la taza de café con el pie, recordando que ella había subido con su madre la noche anterior, y decidió evitar que el contenido de la taza pudiera ser analizado. Desde entonces se esforzó en sostener la teoría de la «muerte natural», inútilmente, como sabemos.

—¿Y qué me dice de la taza de café perdida?

—Estaba bastante seguro de que la había escondido mistress Cavendish, pero necesitaba la seguridad absoluta. Lawrence no supo lo que yo quería decir, pero reflexionando llegó a la conclusión de que encontrando la taza perdida la dama de sus pensamientos quedaría libre de sospechas. Y tenía razón.

—Otra cosa. ¿Qué quiso decir mistress Inglethorp con sus últimas palabras?

—Eran, naturalmente, una acusación contra su marido.

—¡Vaya, Poirot; creo que lo ha explicado usted todo! —dije con un suspiro—. Me alegro de que todo haya terminado tan felizmente. Hasta John y su mujer se han reconciliado.

—Gracias a mí.

—¿Cómo gracias a usted?

—Querido amigo, ¿se da usted cuenta de que lo único que los ha reunido de nuevo ha sido el proceso? Estaba convencido de que John Cavendish seguía queriendo a su mujer y que ella estaba igualmente enamorada de él. Pero habían llegado a distanciarse mucho. Todo partía de un malentendido. Ella se casó con él sin quererle y él lo sabía. John es un hombre sensible a su manera; no quiso imponerle su amor si ella no lo deseaba. Y al retirarse él se despertó el amor de su esposa. Pero los dos son extraordinariamente orgullosos y su orgullo los mantuvo separados. Él se metió en un lío con mistress Raikes y ella cultivó a propio intento la amistad del doctor Bauerstein. ¿Recuerda usted el día en que John Cavendish fue detenido, que me encontró usted deliberando sobre una decisión muy importante?

—Sí, y comprendí perfectamente su pesar.

—Perdón, amigo mío, pero no lo comprendió usted en absoluto. Estaba dudando entre justificar o no inmediatamente a John Cavendish. Pude evitar que lo detuvieran, aunque posiblemente eso hubiera significado la imposibilidad de coger a los verdaderos culpables. Hasta el último momento los asesinos no tuvieron la menor idea de mis intenciones, y a ello, en parte, debo mi éxito.

—¿De modo que pudo evitar el que John fuera procesado?

—Sí, amigo mío. Pero por último me decidí por «la felicidad de una mujer». Sólo el gran peligro por él que pasaron pudo reunir de nuevo a esas dos almas orgullosas.

Me quedé mirando a Poirot, mudo de asombro. ¡Qué maravillosa desfachatez la del hombrecillo! ¿Quién, sino Poirot, hubiera utilizado un proceso por asesinato como medio para salvar la felicidad de un matrimonio?

—Puedo leer sus pensamientos, amigo mío —dijo Poirot sonriéndome—. ¡Sólo Hércules Poirot se hubiera atrevido a semejante cosa! Y hace usted mal en condenar mi actitud. La felicidad de un hombre y una mujer es lo más importante del mundo.

Sus palabras trajeron a mi memoria acontecimientos ya pasados. Recordé a Mary echada en el sofá, pálida, agotada y escuchando, escuchando. Desde el piso de abajo había llegado el sonido de una campana. Mary se había levantado de un salto. Poirot había abierto la puerta y contestado afablemente a la pregunta de sus ojos agonizantes: «Sí, señora —dijo—, se lo traigo». Se había apartado a un lado, y yo, saliendo de la habitación, sorprendía la expresión de Mary cuando su marido la estrechaba entre sus brazos.

—Puede que tenga usted razón —dije afablemente—. Sí, es lo más importante del mundo.

En aquel momento llamaron a la puerta y Cynthia asomó la cabeza.

—Yo… yo… sólo…

—Pase —dije, levantándome de un salto.

Entró, pero no quiso sentarse.

—Yo… sólo quería decirles una cosa…

—¿Qué cosa?

Cynthia jugó nerviosamente durante unos segundos con una borla que adornaba su vestido y súbitamente, exclamando: «¡Cuánto les quiero!», me besó a mí primero, después a Poirot y se precipitó fuera de su cuarto.

—¿Qué quiere decir todo esto? —pregunté, sorprendido.

Había sido muy agradable ser besado por Cynthia, pero la publicidad casi estropeó el placer de aquel beso.

—Quiere decir que ha descubierto que no le resulta Lawrence tan desagradable como pensaba —replicó Poirot filosóficamente.

—Pero…

—Aquí viene él.

Lawrence pasaba en aquel momento por delante de la puerta.

—¡Eh, míster Lawrence! —llamó Poirot—. Tenemos que darle la enhorabuena, ¿no es así?

Lawrence enrojeció y sonrió con torpeza. Un hombre enamorado es un espectáculo lamentable. Cynthia, en cambio, había sido encantadora.

Suspiré.

—¿Qué pasa, amigo mío?

—Nada —dije tristemente—. ¡Son encantadoras la dos!

—Y ninguna de las dos es para usted, ¿no es eso? —terminó Poirot—. No importa. Consuélese, amigo mío. Puede que volvamos a trabajar juntos, ¿quién sabe?, y entonces…


FIN

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