Te prometí contarte cómo se enamora uno.
Un joven llamado Geoffrey Clifton se había encontrado con un amigo en Oxford, que le había hablado de lo que estábamos haciendo. Se puso en contacto conmigo, se casó el día siguiente y dos semanas después se trasladó en avión a El Cairo. Eran los últimos días de su luna de miel. Ése fue el comienzo de nuestra historia.
Cuando conocí a Katharine, estaba casada. Una mujer casada. Clifton bajó del avión y después, sin que nos lo esperáramos, pues al preparar la expedición habíamos pensado que acudiría solo, apareció ella, con sus pantalones cortos de color caqui y sus huesudas rodillas. En aquella época, era demasiado fogosa para el desierto. Me gustó más la juventud de él que el entusiasmo de su joven esposa. Él era nuestro piloto, mensajero, explorador del terreno. Representaba la Nueva Era: pasaba volando y dejaba caer mensajes en forma de largas cintas de colores para indicarnos a dónde debíamos dirigirnos. Constantemente nos hacía partícipes de su adoración por ella. Éramos cuatro hombres y una mujer y su marido, entregado al gozo verbal de su luna de miel. Regresaron a El Cairo y, cuando volvieron, un mes después, fue casi lo mismo. Aquella vez ella estaba más calmada, pero él seguía siendo la juventud en persona. Mientras Clifton se deshacía en elogios de ella, Katharine estaba sentada en unas latas de gasolina, con la barbilla entre las manos y los codos en las rodillas y se quedaba mirando una lona que no cesaba de agitarse con el viento. Intentamos disuadirlo a base de bromas, pero pretender que se mostrara más discreto habría equivalido a una agresión, lo que no era la intención de ninguno de nosotros.
Después de aquel mes en El Cairo, ella se mostraba silenciosa, leía constantemente, se mantenía más encerrada en sí misma, como si hubiera ocurrido algo o hubiese comprendido de repente esa característica prodigiosa del ser humano: la de que puede cambiar. No tenía que seguir siendo la persona mundana que se había casado con un aventurero. Estaba descubriéndose a sí misma. Era penoso de contemplar, porque Clifton no advertía el proceso de autoeducación de ella, que leía todo lo relativo al desierto, podía hablar de Uweinat y del desierto perdido e incluso había buscado con afán artículos marginales.
Yo, verdad, tenía quince años más que ella. Había llegado a esa fase de la vida en que me identificaba con los personajes perversos y cínicos de los libros. No creo en la permanencia, en las relaciones que se prolongan durante siglos. Tenía quince años más, pero ella era más inteligente. Tenía más deseos de cambiar de lo que yo pensaba.
¿Qué sería lo que la hizo cambiar durante su aplazada luna de miel en el estuario del Nilo, en las afueras de El Cairo? Los habíamos visto unos días: habían llegado dos semanas después de su boda en Cheshire. Clifton se había traído a la novia, pues no podía separarse de ella ni romper el compromiso con nosotros: con Madox y conmigo. Lo habríamos matado. Conque las huesudas rodillas de Katharine surgieron del avión aquel día. Así comenzó nuestra historia, nuestra situación.
Clifton celebraba la belleza de sus brazos, las finas líneas de sus tobillos. La describía nadando. Hablaba de los nuevos bidets de la suite del hotel, de su hambre canina en el desayuno.
Ante todo aquello, yo no decía ni palabra. A veces alzaba la vista, mientras él hablaba, y mi mirada se cruzaba con la de ella, testigo de mi muda exasperación, y entonces aparecía su sonrisa recatada. La situación no dejaba de resultar irónica. Yo era el mayor. Era el hombre de mundo, que había caminado diez años antes desde el oasis de Dajla al Gilf Kebir, había cartografiado el Farafra, conocía la Cirenaica y se había perdido más de dos veces en el Mar de Arena. Cuando me conoció, yo tenía todas esas distinciones o podía girar la vista unos pocos grados y ver las de Madox. Y, sin embargo, aparte de la Sociedad Geográfica, nadie nos conocía, éramos la franja marginal de un círculo que había conocido por su matrimonio.
Las palabras de elogio de su marido no significaban nada para ella, pero yo soy una persona cuya vida en muchos sentidos, incluso como explorador, ha estado regida por las palabras, por rumores y leyendas, mapas, trozos de loza con inscripciones, el tacto de las palabras. En el desierto repetir algo habría equivalido a tirar más agua en la tierra. Allí un matiz daba para cien kilómetros.
Nuestra expedición se encontraba a unos sesenta kilómetros de Uweinat y Madox y yo íbamos a salir solos de reconocimiento. Los Clifton y los demás iban a quedarse atrás. Ella había consumido toda su lectura y me pidió libros. Yo sólo llevaba conmigo mapas. «¿Y ese libro que hojea usted por las noches?» «Herodoto. ¡Ah! ¿Quiere ése?» «Si figuran en él asuntos íntimos, nunca me tomaría esa libertad.» «Tengo anotaciones en él y recortes. Necesito llevarlos conmigo.» «Ha sido un atrevimiento por mi parte, discúlpeme.» «Cuando vuelva, se lo enseñaré. No estoy acostumbrado a viajar sin él.»
Todo ello con mucha elegancia y cortesía. Le expliqué que era más que nada un libro de anotaciones y lo aceptó. Pude marcharme sin sentirme en modo alguno egoísta. Le agradecí su cortesía. Clifton no estaba. Estábamos solos. Cuando ella se había dirigido a mí, me encontraba en mi tienda preparando el equipaje. Soy una persona que ha dado la espalda a gran parte de las convenciones sociales, pero a veces agradezco los modales delicados.
Regresamos una semana después. Habíamos hecho muchos descubrimientos y habíamos atado muchos cabos. Estábamos de buen humor e hicimos una pequeña celebración en el campamento. Clifton siempre estaba dispuesto para celebrar a los demás. Era contagioso.
Ella se acercó con un vaso de agua. «Enhorabuena, ya he sabido por Geoffrey…» «¡Sí!» «Tenga, beba esto.» Extendí la mano y ella me dejó la taza en la palma. El agua estaba muy fría en comparación con la que habíamos estado bebiendo de nuestras cantimploras. «Geoffrey ha preparado una fiesta en su honor. Está escribiendo una canción y quiere que yo lea un poema, pero a mí me gustaría hacer otra cosa.» «Mire, tenga el libro y échele un vistazo.» Lo saqué de la mochila y se lo entregué.
Después de la comida y el té de hierbas, Clifton sacó una botella de coñac que había mantenido oculta hasta aquel momento. Había que beber toda la botella aquella noche durante el relato de Madox y la interpretación de la chistosa canción de Clifton. Después ella se puso a leer un pasaje de las Historias: el de Candaulo y su reina. Yo siempre me salto esa historia. Está al principio del libro y tiene poco que ver con los lugares y la época que me interesan, pero es, desde luego, una historia famosa. También era el tema del que ella había decidido hablar.
Aquel Candaulo se había enamorado apasionadamente de su esposa, por lo que la consideraba más bella, con mucha diferencia, que ninguna otra mujer. Solía describir a Giges, hijo de Daskilo (pues de todos sus lanceros era el que más apreciaba), la belleza de su esposa y la elogiaba sobremanera.
«¿Oyes, Geoffrey?»
«Sí, cariño.»
Dijo a Giges: «Giges, me parece que no me crees, cuando te hablo de la belleza de mi esposa, ya que los oídos de los hombres son menos aptos para creer que sus ojos. Así, pues, idea algún medio para verla desnuda.»
Se pueden hacer varias observaciones, sabiendo que con el tiempo yo llegaría a ser su amante, de igual modo que Giges sería el amante de la reina y el asesino de Candaulo. Con frecuencia abría yo el libro de Herodoto para aclarar una duda geográfica, pero, al hacer eso mismo, Katharine había abierto una ventana por la que asomarse a su vida. Leía con voz cautelosa. Tenía los ojos clavados en la página, como si, mientras hablaba, estuviera hundiéndose en arenas movedizas.
«Creo que es, en verdad, la más hermosa de todas las mujeres y te ruego que no me pidas que haga algo ilícito.» Pero el Rey le contestó así: «Ten valor, Giges, y no temas que yo diga estas palabras para ponerte aprueba ni que mi esposa pueda causarte daño alguno, pues idearé de antemano un medio para que no se dé cuenta de que has estado viéndola.»
Ésta es la historia de cómo me enamoré de una mujer que me leyó determinada historia de Herodoto. Oí las palabras que ella pronunciaba al otro lado del fuego y en ningún momento levanté la vista, ni siquiera cuando importunaba a su marido. Tal vez estuviera leyéndola sólo para él. Tal vez no hubiese un motivo oculto en la selección de aquel pasaje, salvo para ellos. Era simplemente una historia que le había chocado por la similitud con su situación, pero de repente se le reveló una senda en la vida real, aun cuando no lo hubiera concebido -estoy seguro- como un primer paso al azar.
«Te llevaré a la alcoba en que dormimos, detrás de la puerta abierta, y, después de que entre yo, llegará también mi esposa. Junto a la entrada de la alcoba, hay una silla, sobre la cual deja sus vestiduras, a medida que se las va quitando, una tras otra; de modo que podrás contemplarla con toda tranquilidad.»
Pero la reina vio a Giges, cuando abandonaba la alcoba. Entonces entendió lo que había hecho su marido y, pese a sentirse avergonzada, no puso el grito en el cielo… mantuvo la calma.
Es una historia extraña. ¿No te parece, Caravaggio? La vanidad de un hombre que lo mueve a desear ser envidiado o a ser creído, porque no le parece que le crean. En modo alguno era un retrato de Clifton, pero éste pasó a ser parte de esta historia. El acto del marido resulta muy escandaloso, humano. Nos sentimos movidos a creerlo.
El día siguiente, la esposa llamó a Giges y lo colocó ante una disyuntiva.
«Tienes dos opciones y te voy a dejar elegir la que prefieras: o bien matas a Candaulo y tomas posesión de mí y del reino de Lidia o bien recibirás muerte inmediata aquí mismo para que en el futuro no puedas ver, obedeciendo a Candaulo ciegamente, lo que no debes. Ha de morir o quien concebía ese plan o tú, que me has visto desnuda.»
Conque el rey es asesinado. Comienza una nueva era. Hay poemas sobre Giges escritos en trímetros yámbicos. Fue el primero de los bárbaros que consagró ofrendas en Delfos. Reinó en Lidia durante veintiocho años, pero aún lo recordamos como un simple eslabón en una historia de amor inhabitual.
Cesó de leer y levantó la vista, fuera de las arenas movedizas. Estaba evolucionando. Conque el poder cambió de manos. Entretanto, con la ayuda de una anécdota, yo me enamoré.
Así son las palabras, Caravaggio. Tienen poder.
Cuando los Clifton no estaban con nosotros, vivían en El Cairo. Clifton hacía otros trabajos para los ingleses. Sólo Dios sabe qué: tenía un tío en alguna oficina del Gobierno. Todo aquello sucedió antes de la guerra. Pero en aquella época la ciudad rebosaba de ciudadanos de todas las nacionalidades, que celebraban veladas musicales en el Groppi y bailaban hasta las tantas de la noche. Ellos eran una joven pareja muy popular y honorable y yo estaba en la periferia de la sociedad de El Cairo. Ellos vivían bien; una intensa vida social en la que yo participaba de vez en cuando: cenas, recepciones, actos que normalmente no me habrían interesado, pero a los que ahora asistía porque ella estaba presente. Soy un hombre que ayuna hasta que ve lo que desea.
¿Cómo podría explicarte cómo era ella? ¿Utilizando las manos? ¿Igual que puedo describir en el aire la forma de una colina o de una roca? Ya hacía un año que ella formaba parte de la expedición. Yo la veía, conversaba con ella. Habíamos estado continuamente en presencia uno del otro. Más adelante, cuando tomamos conciencia de nuestro mutuo deseo, aquellos momentos anteriores volvieron, cargados de sugerencias, a inundar nuestros corazones: aquel asirse nervioso a un brazo en un precipicio, ciertas miradas no percibidas o malinterpretadas.
En aquella época yo iba poco por El Cairo, solía pasar uno de cada tres meses en esa ciudad. Trabajaba en mi libro, Récentes explorations dans le désert lybique, en el departamento de Egiptología y con el paso de los días me sentía cada vez más cerca del texto, como si el desierto estuviera ahí, en la página, con lo que podía oler incluso la tinta, a medida que salía de la estilográfica. Y, al mismo tiempo, luchaba con la presencia cercana de ella, más obsesionado, a decir verdad, con las virtudes de su boca, la tiesura junto a su rodilla, la blanca planicie de su estómago, mientras escribía mi breve libro -setenta páginas-, sucinto y sin divagaciones, completado con mapas de viaje. No conseguía eliminar su cuerpo de la página. Deseaba dedicarle aquella monografía a ella -a su voz, a su cuerpo, que imaginaba blanco y rosado, al salir de la cama, como un largo arco-, pero se la dediqué a un rey, pues estaba convencido de que a ella semejante obsesión la habría movido a burla, le habría inspirado un condescendiente gesto de la cabeza, cortés y azorado.
Empecé a mostrarme doblemente ceremonioso -un rasgo de mi carácter-, como violento por una desnudez revelada antes. Es un hábito europeo. Ahora -tras haberla transpuesto extrañamente en mi texto del desierto- me resultaba natural enfundarme en una armadura ante ella.
El poema exaltado es un substituto
De la mujer a la que se ama o se debería amar,
Una rapsodia exaltada, una impostura por otra.
En el césped de Hassanein Bey -el augusto anciano de la expedición de 1923-, se me acercó junto con el agregado de la embajada Roundell y me dio la mano, pidió a su acompañante que trajera una copa, volvió a mirarme y me dijo: «Quiero que me embelese usted.» Y volvió Roundell. Era como si me hubiese entregado un cuchillo. Al cabo de un mes, era su amante. En aquel cuarto que daba al zoco, al norte de la calle de los loros.
Caí de rodillas en el vestíbulo embaldosado con mosaico, con la cara pegada a la cortina de su vestido y el salado sabor de estos dedos en su boca. Formamos una estatua extraña nosotros dos, antes de que empezáramos a dar rienda suelta a nuestra hambre. Sus dedos rascaban la arena en mi ralo cabello. Nos rodeaban El Cairo y todos sus desiertos.
¿Sería el deseo de su juventud, de su fino y hábil cuerpo de muchacho? Sus jardines eran aquellos a los que me refería cuando te hablé de jardines.
Tenía en el cuello ese huequito que llamábamos el Bósforo. Me zambullía desde su hombro en el Bósforo. Descansaba la vista en él. Me arrodillaba y ella me miraba burlona, como si fuera yo de otro planeta. La de la mirada burlona. Su fresca mano, que sentí de repente en el cuello en un autobús de El Cairo, el amor a toda prisa en un trayecto de taxi cubierto, desde el puente Jedive Ismail hasta el Tipperary Club, o el sol que se filtraba entre sus uñas en el vestíbulo del tercer piso del museo, cuando me cubrió la cara con la mano.
Sólo debíamos procurar que no nos viese una persona.
Pero Geoffrey Clifton era un hombre inmerso en la máquina inglesa. Tenía una genealogía familiar que se remontaba a Canuto. La máquina no necesariamente habría revelado a Clifton, quien sólo llevaba dieciocho meses casado, la infidelidad de su esposa, pero empezó a cercar el fallo, la enfermedad en el sistema. Conocía todos los movimientos que ella y yo hicimos desde nuestro primer contacto cohibido en la porte cochère del hotel Semíramis.
Yo no había hecho caso de los comentarios de ella sobre los parientes de su marido y Geoffrey Clifton era tan inocente como nosotros sobre la gran red inglesa que se cernía sobre nosotros, pero el club de guardaespaldas vigilaba a su esposo y lo mantenía protegido. Sólo Madox, que era un aristócrata y había pertenecido a círculos militares, conocía aquellas discretas circunvoluciones. Sólo Madox me puso en guardia -y con considerable tacto- sobre aquel mundo. Yo llevaba conmigo a Herodoto y Madox -santo en su matrimonio- llevaba Ana Karenina y no cesaba del leer esa historia de amor y engaño. Un día, demasiado tarde para eludir el mecanismo que habíamos puesto en marcha, intentó explicarme el mundo de Clifton mediante el ejemplo del hermano de Ana Karenina. Pásame mi libro. Escucha esto.
La mitad de los habitantes de Moscú y San Petersburgo eran parientes o amigos de Oblonsky. Había nacido entre gentes que eran o habían llegado a ser los poderosos de este mundo. Una tercera parte de los funcionarios de mayor edad habían sido amigos de su padre y lo habían conocido en mantillas. (…) Por consiguiente, todos los repartidores de los bienes terrenales eran amigos suyos y no podían por menos de tomarse interés por él. (…) Lo único que tuvo que hacer fue no contradecir, no sentir envidia, no discutir ni ofenderse, cosas que su innata bondad nunca le había inspirado.
He llegado a coger cariño al toque de tu uña en la jeringa, Caravaggio. La primera vez que Hana me dio morfina delante de ti, estabas junto a la ventana y, al oír el toque de su uña, diste un respingo con el cuello hacia nosotros. Sé reconocer a un camarada, igual que un amante reconoce siempre el camuflaje de otros amantes.
Las mujeres lo quieren todo de un amante y con demasiada frecuencia yo me hundía bajo la superficie. Así desaparecen los ejércitos bajo la arena. Y no hay que olvidar su miedo a su marido, su fe en su honor, mi antiguo deseo de independencia, mis desapariciones, sus sospechas, mi incredulidad de que me quisiera: la paranoia y la claustrofobia del amor oculto.
«Creo que te has vuelto inhumano», me dijo.
«No soy yo el único que traiciona.»
«No creo que te importe… que haya ocurrido esto entre nosotros. Te escabulles de todo con tu miedo y aversión a la posesividad, a que te posean, a que te nombren. Crees que se trata de una virtud. Me pareces inhumano. Si te dejo, ¿a quién recurrirás? ¿Encontrarás otra amante?»
No respondí.
«Niégalo, desgraciado.»
Siempre había querido palabras, le encantaban, se había criado con ellas. Las palabras le daban claridad, le aportaban razón y forma. En cambio, yo pensaba que las palabras deformaban los sentimientos, como ocurre con los bastones, al introducirlos en el agua.
Volvió con su marido.
A partir de este momento -susurró-, o encontramos nuestras almas o las perderemos.
Si los mares se alejan, ¿por qué no habrían de hacerlo los amantes? Los puertos de Éfeso, los ríos de Heráclito desaparecen y son substituidos por estuarios de aluvión. La esposa de Candaulo pasa a ser la esposa de Giges. Arden las bibliotecas.
¿Qué había sido nuestra relación? ¿Una traición a quienes nos rodeaban o el deseo de otra vida?
Volvió a su casa, junto a su marido, y yo me retiré a las tabernas.
Miraré a la luna,
pero te veré a ti.
Esa idea del viejo Herodoto. No cesaba de tararear y cantar aquella canción y de tanto machacar sus versos acababa acoplándolos a su propia vida. La gente se recupera de las pérdidas secretas de diversas formas. Alguien de su círculo me vio sentado con un comerciante de especias, el que en cierta ocasión le había regalado un dedal de peltre que contenía azafrán: como tantos millares de otras cosas.
Y si Bagnold -que me había visto sentado junto al comerciante de azafrán- lo sacó a relucir durante la cena en la mesa a la que estaba sentada ella, ¿qué sentí yo al respecto? ¿Me consolaría que ella recordara al hombre que le había dado un regalito, un dedal de peltre que llevó colgado al cuello de una cadenita obscura durante los dos días en que su marido estuvo ausente de ciudad? El azafrán que contenía le dejaba una mano dorada en el pecho.
¿Cómo se tomaría ella aquella historia relativa a mí -paria para el grupo después de tal o cual escena en que me había desacreditado- y ante la cual Bagnold había reído, su esposo, que era buena persona, se había sentido preocupado por mí y Madox se había levantado y se había acercado a una ventana para ponerse a mirar hacia el sector meridional de la ciudad? Tal vez la conversación pasara a versar sobre otras cosas que hubiesen visto. Al fin y al cabo, eran cartógrafos. Pero, ¿bajaría ella al pozo que habíamos cavado juntos y permanecería en él, del mismo modo que yo expresaba mi deseo con la mano extendida hacia ella?
Ahora cada uno de nosotros tenía su propia vida, protegida por el más secreto de los tratados con el otro.
«¿Qué haces?», me preguntó, al tropezarse conmigo por la calle. «¿Es que no ves que nos estás volviendo locos a todos?»
Yo había dicho a Madox que estaba cortejando a una viuda. Pero ella aún no estaba viuda. Cuando Madox volvió a Inglaterra, ella y yo ya no éramos amantes. «Saluda de mi parte a tu viuda de El Cairo», murmuró Madox. «Me habría gustado conocerla.» ¿Estaría enterado? Siempre me sentí más desleal ante él -aquel amigo con el que llevaba diez años trabajando, el hombre por el que más afecto sentía- que ante nadie. Estábamos en 1939 y todos íbamos a abandonar aquel país, en cualquier caso, para participar en la guerra.
Madox regresó a la aldea de Marston Magna, en Somerset, donde había nacido, y un mes después estaba sentado en la congregación de una iglesia escuchando el sermón dedicado a la guerra, cuando sacó el revólver que había llevado en el desierto y se pegó un tiro.
Yo, Herodoto de Halicarnaso, he expuesto mi historia para que el tiempo no desdibuje las creaciones de los hombres ni las grandiosas y prodigiosas hazañas de los griegos y los bárbaros (…) junto con las razones por las que se enfrentaron.
El desierto siempre había inspirado sentimientos poéticos a los hombres. Y Madox había expuesto -en la Sociedad Geográfica- hermosas relaciones de nuestras caminatas y jornadas. Bermann reducía la teoría a pavesas. ¿Y yo? Yo era el técnico, el mecánico. Los otros ponían por escrito su amor de la soledad y meditaban sobre lo que allí encontraban. Nunca estuvieron seguros de lo que yo pensaba de todo aquello. «¿Te gusta esa luna?», me preguntó Madox, cuando hacía diez años que me conocía. Lo hizo indeciso, como si hubiera violado mi intimidad. Para ellos, yo era demasiado astuto para ser un amante del desierto: más parecido a Odiseo. Y, sin embargo, lo amaba. Para mí, el desierto, es como para otros hombres un río o la ciudad de su infancia.
Cuando nos separamos por última vez, Madox recurrió a la antigua fórmula de despedida. «Que Dios te conceda la seguridad por compañía.» Y yo me alejé de él, al tiempo que decía: «Dios no existe.» Éramos tan diferentes como la noche y el día.
Madox decía que Odiseo nunca escribió una palabra, no llevaba un diario. Tal vez se sintiera ajeno a la falsa rapsodia del arte. Y mi monografía tenía -debo reconocerlo- la austeridad de la precisión. El miedo a describir la presencia de ella, mientras escribía, me hizo eliminar todo sentimiento, toda retórica del amor. Aun así, describí el desierto con la misma pureza con la que habría hablado de ella. El día en que Madox me hizo la pregunta sobre la Luna fue uno de los últimos días en que estuvimos juntos antes de que comenzara la guerra. Nos separamos y él se marchó a Inglaterra, pues la probabilidad de que estallara la guerra lo interrumpió todo, nuestro lento desenterrar la historia en el desierto. Adiós, Odiseo, dijo sonriendo, aunque sabía que Odiseo nunca había sido santo de mi devoción precisamente y menos aún Eneas, si bien habíamos llegado a la conclusión de que Bagnold era Eneas. Pero la verdad es que Odiseo no era un gran santo de mi devoción. Adiós, dije.
Recuerdo que se volvió riendo. Señaló con su grueso dedo el punto junto a su nuez y dijo: «Esto se llama sinoide vascular.» Y dio a ese hueco de su cuello un nombre oficial. Regresó con su mujer a la aldea de Marston Magna y sólo se llevó su volumen favorito de Tolstói: me dejó todas sus brújulas y mapas. Nuestro afecto siguió inexpresado.
Y Marston Magna, en Somerset, que había evocado para mí una y mil veces en nuestras conversaciones, había convertido sus verdes campos en un aeródromo. Los aviones arrojaban sus gases de escape sobre castillos artúricos. No sé lo que lo movería al suicidio. Tal vez fuera el permanente ruido de los vuelos, tan intenso para él después de haberse acostumbrado al sencillo zumbido de la lagarta, que había puntuado nuestros silencios en Libia y Egipto. Una guerra ajena estaba desgarrando el delicado tapiz que formaban sus compañeros. Yo era Odiseo y entendía los cambios y los vetos temporales que entrañaba la guerra. Pero él era un hombre al que no le resultaba fácil hacer amistades, un hombre que había conocido a dos o tres personas en su vida y ahora resultaban ser el enemigo.
Estaba en Somerset solo con su mujer, que nunca nos había conocido. A él le bastaban pequeños gestos. Una bala puso fin a la guerra.
Sucedió en julio de 1939. Fueron en autobús desde la aldea a Yeovil. El autobús había ido muy lento, por lo que habían llegado con retraso al oficio. En la parte trasera de la atestada iglesia, decidieron separarse para encontrar asientos. Cuando, media hora después, comenzó el sermón, resultó patriotero y partidario sin vacilación de la guerra. El predicador entonó alegre su salmodia sobre la batalla y bendijo al Gobierno y a los hombres que estaban a punto de entrar en la guerra. Madox escuchó el sermón, que se fue haciendo cada vez más exaltado, sacó la pistola que llevaba en el desierto, se inclinó y se disparó en el corazón. Murió en el acto. Se hizo un gran silencio, un silencio propio del desierto, un silencio sin aviones. Oyeron desplomarse su cuerpo contra el banco. Ninguna otra cosa se movió. El predicador quedó paralizado en su gesto. Fue como los silencios que se producen cuando se parte la opalina en torno a una vela y todas las caras se vuelven. Su esposa bajó por la nave central, se detuvo ante su fila, murmuró algo y le dejaron pasar junto a él. Se arrodilló y lo rodeó con los brazos.
¿Cómo murió Odiseo? Un suicidio, ¿no? Me parece recordarlo, ahora. Tal vez el desierto, aquella época en que nada teníamos que ver con el mundo, hubiera acostumbrado mal a Madox. No puedo dejar de pensar en el libro ruso que siempre llevaba consigo. Rusia siempre ha estado más próxima a mi país que al suyo. Sí, Madox fue un hombre que murió por culpa de las naciones.
Me encantaba la calma que mantenía en todo momento. Yo discutía furioso sobre las ubicaciones en un mapa y sus informes hablaban de nuestro «debate» con expresiones razonables. Escribía con calma y gozo, cuando había gozos que describir, sobre nuestros viajes, como si fuéramos Ana y Vronski en un baile. Sin embargo, nunca quiso acompañarme a una de aquellas salas de baile de El Cairo y yo era el que se enamoraba bailando.
Se movía con paso lento. Nunca lo vi bailar. Era un hombre que escribía, que interpretaba el mundo. Su sabiduría se alimentaba con la menor pizca de emoción que se le brindara. Una mirada podía inspirarle párrafos enteros de teoría. Si descubría un nuevo tipo de nudo en una tribu del desierto o encontraba una palmera rara, quedaba encantado durante semanas. Cuando dábamos con mensajes en nuestros viajes -cualquier texto, contemporáneo o antiguo, una inscripción árabe en una pared de barro, una nota en inglés escrita con tiza en el guardabarros de un jeep-, los leía y después les pasaba la mano por encima, como para tocar sus posibles significados más profundos, para lograr la mayor intimidad posible con las palabras.
Extendió el brazo, con las magulladas venas horizontales vueltas hacia arriba, para recibir la dosis de morfina. Mientras ésta lo inundaba, oyó a Caravaggio dejar caer la aguja en la cajita esmaltada y con forma de riñón. Vio su canosa figura darle la espalda y después reaparecer, también enganchado, ciudadano del reino de la morfina como él.
Había días en que volvía a casa después de una árida jornada de escritura y lo único que me salvaba era Honeysuckle Rose de Django Reinhardt y Stéphane Grappelly en su actuación con el Hot Club de Francia. 1935, 1936, 1937: grandes años para el jazz, los años en que salía del hotel Claridge y se difundía por los Campos Elíseos, llegaba hasta los bares de Londres, del sur de Francia y de Marruecos y después pasaba a Egipto, adonde una orquesta de baile anónima de El Cairo introdujo a la chita callando el rumor sobre tales ritmos. Cuando regresé al desierto, me llevé conmigo las veladas de baile en los bares al ritmo de Souvenirs, grabado en discos de 78 rpm, en las que las mujeres se movían como galgos y se inclinaban sobre ti, cuando les susurrabas algo con la cara pegada a sus hombros, mientras sonaba My Sweet. Cortesía de la compañía de discos Société Ultraphone Francaise. 1938, 1939. Murmullos de amor en una cabina. La guerra estaba al caer.
Durante aquellas últimas noches en El Cairo, meses después de que hubiera concluido nuestra historia de amor, logramos convencer por fin a Madox para que celebrara su despedida en una taberna. Asistieron ella y su marido. Una última noche, un último baile. Almásy estaba borracho e intentó interpretar un antiguo paso de baile que había inventado, llamado el Abrazo del Bósforo, levantó a Katharine Clifton en sus nervudos brazos y atravesó la pista hasta caer con ella sobre unas aspidistras crecidas en el Nilo.
¿Por quién hablará ahora?, pensó Caravaggio.
Almásy estaba borracho y su baile parecía a sus acompañantes una serie de movimientos brutales. En aquellos días ella y él no parecían llevarse bien. Él la balanceaba de un lado para otro, como si fuera una muñeca anónima, ahogaba con la bebida su pena por Ia marcha de Madox. Cuando se sentaba en nuestras mesas, hablaba a gritos. Cuando Almásy se comportaba así, solíamos dispersarnos, pero, como aquélla era la última noche de Madox en El Cairo, nos quedamos. Un mal violinista egipcio imitaba a Stéphane Grappelly y Almásy era como un planeta sin control. «Por nosotros que somos de otro planeta», brindó. Quería bailar con todo el mundo, hombres y mujeres. Dio palmas y anunció: «Y ahora el Abrazo del Bósforo. ¿Tú, Bernhardt? ¿Hetherton?» La mayoría se echaron hacia atrás. Se volvió hacia la joven esposa de Clifton, que lo contemplaba con furia cortésmente contenida y cuando le hizo la seña y después la embistió, con el cuello apoyado ya en el hombro de ella, en aquella meseta desnuda por encima de las lentejuelas- se adelantó. Siguió un tango de maníacos hasta que uno de ellos perdió el paso. Ella no quiso disipar su irritación, se negó a dejarle ganar marchándose y volviendo a la mesa. Se limita mirarlo fijamente y con expresión severa, cuando él irguió la cabeza, y actitud carente de solemnidad, pero belicosa. Él bajó la cabeza y le susurró algo, tal vez le espetara la letra de Honeysuckle Rose.
En El Cairo, en los intervalos entre expediciones, nadie veía apenas a Almásy. Parecía distante o inquieto. Trabajaba en el museo durante el día y frecuentaba los bares del mercado, por la zona meridional de El Cairo. Estaba perdido en otro Egipto. Sólo por Madox habían acudido aquella noche todos. Pero ahora Almásy estaba bailando con Katharine Clifton. La hilera de plantas rozaba el esbelto cuerpo de ella. Giró con ella, la levantó y después cayó. Clifton permaneció sentado y contemplando la escena por el rabillo del ojo. Almásy había caído encima de ella y después intentó levantarse despacio, al tiempo que se alisaba su rubio pelo, y se arrodilló por encima de ella en el rincón más alejado de la sala. En tiempos había sido un hombre delicado.
Era la medianoche pasada. Los presentes -excepto los clientes habituales, acostumbrados a aquellas ceremonias de los europeos del desierto, que les resultaban graciosas- no estaban divirtiéndose. Había mujeres con largos y serpenteantes pendientes de plata colgados de las orejas, mujeres cubiertas de lentejuelas, gotitas de metal cálidas por el calor del bar a las que Almásy siempre había sido muy aficionado, mujeres que al bailar hacían oscilar sus dentados pendientes de plata contra su cara. Otras noches bailaba con ellas y, cuando estaba bastante bebido, las hacía girar sobre sus costillas. Sí, les hacía gracia, se reían de la tripa que dejaba al descubierto la camisa suelta de Almásy; menos gracia les hacía, en cambio, que descargase todo su peso sobre sus hombros, cuando hacía una pausa durante el baile, y más adelante acabara desplomándose en la pista en pleno schottische.
Durante semejantes veladas era importante meterse en el ambiente de la velada, mientras la constelación humana se arremolinaba y resbalaba alrededor, sin reflexiones ni ideas preconcebidas. Las observaciones sobre la velada venían más adelante, en el desierto, en los accidentes geográficos entre Dajla y Kufra. Entonces recordaba el gañido canino que le había hecho buscar un perro por la pista y comprendía, mientras observaba el disco de la brújula flotando en aceite, que debía de haberse tratado de una mujer a la que había pisado. Cuando avistaba un oasis, se enorgullecía de su forma de bailar, agitando los brazos y el reloj de pulsera hacia el cielo.
Noches frías en el desierto. Arrancó un hilo del enjambre de noches y se lo llevó a la boca, como si fuera comida. Sucedía durante los dos primeros días de una expedición, cuando estaba en la zona del limbo entre la ciudad y la meseta. Pasados seis días, nunca se acordaba de El Cairo ni de la música, las calles, las mujeres; se movía ya en el tiempo antiguo. Se había adaptado al lento ritmo de las aguas profundas. Su única conexión con el mundo de las ciudades era Herodoto, su prontuario, antiguo y moderno, de supuestas mentiras. Cuando descubría la verdad de lo que había parecido una mentira, cogía el bote de cola y pegaba un mapa o un artículo o utilizaba un espacio en blanco del libro para esbozar hombres con faldas junto a animales desaparecidos. Pese a lo que afirmaba Herodoto, los antiguos habitantes de los oasis no solían dibujar ganado. Adoraban a una diosa encinta y sus figuras rupestres eran sobre todo de mujeres encinta.
Transcurridas dos semanas, ni siquiera concebía la idea de una ciudad. Era como si hubiese caminado bajo el milímetro de neblina justo por encima de las fibras cubiertas de tinta de un mapa, esa zona pura entre la tierra y el gráfico, entre las distancias y la leyenda, entre la naturaleza y el narrador. Sandford la llamaba geomorfología: el lugar que habían elegido para visitar, para dar lo mejor de sí, para olvidar a sus antepasados. Allí, apañe de la brújula solar, el kilometraje del odómetro y el libro, estaba solo, era su propia invención. En esos momentos sabía cómo funcionaba el espejismo, el fatamorgana, pues se encontraba dentro de él.
Se despertó y descubrió que Hana estaba lavándolo. Había una cómoda que le llegaba a la cintura. Ella se inclinó y con las manos cogió agua de la palangana de porcelana y se la pasó por el pecho. Cuando acabó, se pasó varias veces los húmedos dedos por el cabello, que se humedeció y obscureció. Alzó la vista, le vio los ojos abiertos y sonrió.
Cuando volvió a abrir los ojos, estaba ahí Madox, con aspecto andrajoso y cansado, con la inyección de morfina y obligado a usar las dos manos, porque carecían de pulgares. ¿Cómo se la pondrá a sí mismo?, pensó. Reconoció sus ojos, el hábito de pasarse la lengua por los labios, la lucidez de su cabeza, que captaba todo lo que decía. Dos viejos chiflados.
Caravaggio observaba el color rosado de la boca del hombre que hablaba. Las encías tenían tal vez el pálido color de yodo de las pinturas rupestres descubiertas en Uweinat. Había más cosas que descubrir, que adivinar en aquel cuerpo en la cama, inexistente, salvo una boca, una vena en el brazo y unos ojos grises como de lobo. Seguía asombrado ante la claridad y la disciplina de aquel hombre, que unas veces hablaba en primera y otras en tercera persona y seguía sin reconocer que era Almásy.
«¿Quién hablaba, entonces?»
«La muerte significa estar en tercera persona.»
Habían pasado todo el día compartiendo las ampollas de morfina. Para hacerlo devanar la historia, Caravaggio se atenía al código de señales. Cuando el hombre quemado aminoraba o cuando Caravaggio tenía la sensación de no enterarse de todo -la historia de amor, la muerte de Madox-, cogía la jeringa de la caja esmaltada con forma de riñón y, tras romper la punta de una ampolla con la presión de un nudillo, la cargaba. Ahora, después de haber desgarrado completamente la manga de su brazo izquierdo, ya no se molestaba en disimular ante Hana. Almásy tenía puesta sólo una camiseta gris, por lo que tenía desnudo el brazo extendido bajo la sábana.
Cada absorción de morfina por el cuerpo abría otra puerta o lo hacía remontarse a la historia de las pinturas de la gruta o a la del avión enterrado o entretenerse una vez más con la mujer a su lado bajo un ventilador y la mejilla de ella sobre su estómago.
Caravaggio cogió el volumen de Herodoto. Pasó una página, trepó por una duna y descubrió el Gilf Kebir, Üweinat, Gebel Kissu. Cuando Almásy hablaba se quedaba a su lado reordenando los sucesos. Sólo a deseo se debía que la historia errara, vacilase como una aguja de una brújula. Y, en cualquier caso, se trataba del mundo de los nómadas, una historia apócrifa: una mente viajando por el Este y por el Oeste disfrazada de tormenta de arena.
En el suelo de la Gruta de los Nadadores, después de que su marido estrellara su avión, él había cortado y extendido el paracaídas que ella había traído. Ella se agachó y se arrebujó con él, al tiempo que hacía muecas de dolor por las heridas. El le pasó suavemente los dedos por el cabello en busca de otras heridas y después le tocó los hombros y los pies.
Ahora, en la gruta, lo que no quería perder era su belleza, su gracia, aquellas formas. Ya tenía -eso lo sabía- su ser en sus manos.
Era una mujer que, cuando se maquillaba, transformaba su rostro. Al entrar en una fiesta, al meterse en la cama, se había pintado los labios de color sangre y los ojos de bermellón.
Él alzó la vista hacia la única pintura rupestre que había en la gruta y le robó los colores. En la cara le puso ocre y en torno a los ojos azul. Cruzó la gruta con las manos impregnadas de rojo y le pasó los dedos por los cabellos y después por toda la piel, por lo que la rodilla que había asomado del avión el primer día pasó a tener color de azafrán. El pubis. Aros de color alrededor de las piernas para que la protegieran de los seres humanos. En Herodoto había descubierto tradiciones en las que los viejos guerreros celebraban a sus seres queridos situándolos y manteniéndolos en un mundo en el que cobraban eternidad: un líquido de color, una canción, una pintura rupestre.
Ya hacía frío en la gruta. La envolvió en el paracaídas para que entrara en calor. Encendió un pequeño fuego, quemó las ramitas de acacia y dispersó el humo hacia los cuatro rincones de la gruta. Se dio cuenta de que no podía hablarle directamente, por lo que habló con comedimiento y procurando superponer su voz a la resonancia de las paredes de la gruta. Ahora me voy a buscar ayuda, Katharine. ¿Entiendes? Cerca de aquí hay otro avión, pero no tiene combustible. Tal vez me encuentre una caravana o un jeep y en ese caso regresaré antes. No sé. Sacó el volumen de Herodoto y lo dejó junto a ella. Era septiembre de 1939. Salió de la gruta, del resplandor del fuego, y penetró en la obscuridad y en el desierto inundado por la luna.
Bajó la pendiente de cantos rodados hasta la base de la meseta y esperó.
Sin camión ni aeroplano ni brújula. Sólo la luna y su propia sombra. Encontró el antiguo hito de piedra que indicaba la dirección de El Taj: nornoroeste. Se grabó en la mente el ángulo de su sombra y empezó a caminar. A cien kilómetros de allí se encontraba el zoco con su calle de los relojes. Colgado del hombro llevaba -chapoteando como en una placenta- un odre que había llenado de agua en el ain.
Había dos momentos del día en los que no podía moverse: al mediodía, cuando la sombra quedaba a su espalda, y en el crepúsculo, entre el ocaso y la salida de las estrellas. Entonces todo en el disco del desierto era lo mismo. Si se movía, podía desviarse hasta noventa grados de su rumbo. Esperaba a que apareciera el mapa vivo de las estrellas y después avanzaba leyéndolas a cada hora. En el pasado, cuando habían tenido guías del desierto, colgaban una linterna de un palo largo y los demás seguían la luz que oscilaba por encima del lector de las estrellas.
Un hombre camina tan rápido como un camello: cuatro kilómetros por hora. Si tenía suerte, podía encontrar huevos de avestruz. Si no, una tormenta de arena lo borraría todo. Caminó tres días sin comer nada. Se negaba a pensar en ella. Si llegaba a El Taj, comería abra, que las tribus del desierto preparaban con coloquíntida: hirviendo las pepitas para eliminar el amargor y después machacándolas junto con dátiles y langostas. Caminaría por la calle de los relojes y el alabastro. Que Dios te conceda la seguridad por compañía, le había dicho Madox. Adiós. Un gesto con la mano. Sólo en el desierto hay Dios, ahora estaba dispuesto a reconocerlo. Fuera de él, sólo había comercio y poder, dinero y guerra. Los déspotas financieros y militares gobernaban el mundo.
Se encontraba en una zona de terreno quebrado, había pasado de la arena a la roca. Se negaba a pensar en ella. Después surgieron colinas como castillos medievales. Caminó hasta entrar con su sombra en la sombra de una montaña. Arbustos de mimosa, coloquíntidas. Gritó el nombre de ella a las rocas. Pues el eco es el alma de la voz que se excita en las oquedades.
Y después El Taj. Durante la mayor parte del viaje había imaginado la calle de los espejos. Cuando llegó a los alrededores de la colonia, lo rodearon jeeps militares ingleses y se lo llevaron, sin acceder a escuchar su historia de la mujer herida en Uweinat, a sólo cien kilómetros, ni a escuchar, de hecho, nada de lo que decía.
«¿Me estás diciendo que los ingleses no te creyeron? ¿Nadie te escuchó?»
«Nadie me escuchó.»
«¿Porqué?»
«No les di un nombre satisfactorio.»
«¿El tuyo?»
«Les di el mío.»
«Entonces, ¿qué…?»
«El de ella. Su nombre. El de su marido.»
«¿Qué dijiste?»
Guardó silencio.
«¡Despierta! ¿Qué dijiste?»
«Dije que era mi esposa. Dije Katharine. Su marido había muerto. Dije que estaba gravemente herida, en una gruta en el Gilf Kebir, en Uweinat, al norte del pozo de Ain Dua, que necesitaba agua y comida y que yo volvería con ellos para guiarlos. Dije que lo único que necesitaba era un jeep, uno de sus dichosos jeeps… Tal vez pareciera, después del viaje, uno de aquellos locos profetas del desierto, pero no creo. Ya estaba empezando la guerra. Estaban deteniendo a espías en el desierto. Toda persona con nombre extranjero que vagara por aquellos pueblecitos de los oasis resultaba sospechosa. Ella estaba a sólo cien kilómetros y se negaron a escucharme. Una unidad inglesa aislada en El Taj. Entonces debí de perder los estribos. Utilizaban unas cárceles de mimbre, del tamaño de una ducha. Me metieron en una de ellas y me trasladaron en un camión. Empecé a dar tumbos en él hasta que caí a la calle, todavía dentro. Gritaba el nombre de Katharine y el Gilf Kebir, cuando, en realidad, el único nombre que debería haber gritado, que debería haber soltado como una tarjeta de visita en sus manos, era el de Clifton.
«Volvieron a subirme al camión. Era simplemente un posible espía de segunda categoría, otro cabrón internacional simplemente.»
Caravaggio quería levantarse y marcharse de aquella villa, del país, los detritos de una guerra. Lo que Caravaggio quería era rodear con sus brazos al zapador y a Hana o, mejor, a personas de su edad, en un bar en el que conociera a todo el mundo, en el que pudiese bailar y hablar con una mujer, descansar la cabeza en su hombro, reclinar la cabeza en su frente, lo que fuera, pero sabía que primero había de salir de aquel desierto, su arquitectura de morfina. Tenía que alejarse de la carretera invisible que llevaba a El Taj. Aquel hombre -Almásy, según suponía- se había valido de él y de la morfina para regresar a su mundo, para tristeza suya. Ya no importaba en qué bando estuviera durante la guerra.
Pero Caravaggio se inclinó hacia adelante.
«Necesito saber una cosa.»
«¿Qué?»
«Si asesinaste tú a Katharine Clifton. Es decir, si asesinaste a Clifton y, al hacerlo, la mataste a ella.»
«No, ni siquiera se me ocurrió semejante cosa.»
«Te lo pregunto porque Geoffrey Clifton trabajaba para el Servicio de Inteligencia británico. No era un simple inglés inocente, la verdad, vuestro simpático muchacho. Vigilaba a vuestro extraño grupo en el desierto egipcio-libio para informar a los ingleses. Sabían que el desierto sería un día escenario de la guerra. Era un fotógrafo aéreo. Su muerte les preocupó y sigue preocupándoles. Todavía abrigan dudas al respecto. Y el Servicio de Inteligencia estaba enterado de tu historia amorosa con su mujer, desde el principio. Aunque Clifton no lo supiera. Pensaban que su muerte pudo haberse planeado como una protección, para alzar el puente levadizo. Te estaban esperando en El Cairo, pero, claro, tú volviste al desierto. Más adelante, cuando me enviaron a Italia, me perdí la última parte de tu historia. No sabía qué había sido de ti.»
«Conque por fin me has encontrado.»
«Vine por la muchacha. Conocía a su padre. La última persona a la que pensaba encontrar aquí, en este convento bombardeado, era el conde Ladislaus de Almásy. Para ser sincero, he de decir que te he tomado más cariño que a la mayoría de la gente con la que trabajé.»
El rectángulo de luz que había ido subiendo poco a poco por la silla de Caravaggio enmarcaba ahora su pecho y su cara, por lo que al paciente inglés el rostro le parecía un retrato. Con luz mortecina su cabello parecía obscuro, pero ahora su desgreñada cabellera resplandecía, brillante, y las ojeras quedaban eclipsadas por la rosada luz del atardecer.
Había vuelto la silla para poder reclinarse hacia adelante sobre el respaldo, enfrente de Almásy. A Caravaggio no le salían las palabras fácilmente. Se frotaba la mandíbula, arrugaba la cara, cerraba los ojos, para pensar en la obscuridad y sólo entonces soltaba algo, se forzaba a sí mismo a desprenderse de sus pensamientos. Esa obscuridad era la que se percibía en él, sentado ahí, en el romboidal marco de la luz, encorvado sobre una silla junto a la cama de Almásy. Uno de los dos hombres de mayor edad de esta historia.
«Contigo, Caravaggio, puedo hablar, porque tengo la sensación de que los dos somos mortales. La chica, el muchacho, pese a lo que han pasado, no son aún mortales. Cuando conocí a Hana, estaba muy afligida.»
«A su padre lo mataron en Francia.»
«Comprendo. No quería hablar de ello. Se mostraba distante con todo el mundo. La única forma como conseguí comunicar con ella fue pidiéndole que me leyera… ¿Te das cuenta de que ninguno de nosotros tiene hijos?»
Hizo una pausa, como examinando una posibilidad.
«¿Tienes esposa?», preguntó Almásy.
Caravaggio estaba sentado a la rosada luz, con la manos en la cara para borrarlo todo y poder pensar con precisión, como si se tratara de otro de los dones de la juventud del que ya no disfrutaba tan fácilmente.
«Tienes que hablarme, Caravaggio. ¿O es que soy sólo un libro, algo que leer, un ser al que tentar para que salga de un lago y atracarlo a base de morfina, a base de pasillos, mentiras, vegetación, montículos de piedras?»
«A los ladrones nos han utilizado mucho durante esta guerra. Nos legitimaron. Robábamos. Después algunos de nosotros empezamos a asesorar. Sabíamos por naturaleza desentrañar el disimulo y el engaño mejor que los servicios oficiales de inteligencia. Engañábame por partida doble. De la dirección de campañas entera se encargaba una combinación de estafadores e intelectuales. Estuve por todo el Oriente Medio, allí fue donde oí hablar de ti por primera vez. Tú eras un misterio, un vacío en sus mapas. Habías puesto tus conocimientos sobre el desierto en manos de los alemanes.»
«En 1939, cuando me rodearon creyendo que era un espía, sucedieron muchas cosas en El Taj.»
«O sea, que fue entonces cuando te pasaste a los alemanes.»
Silencio.
«¿Y seguiste sin poder volver a la Gruta de los Nadadores y a Uweinat?»
«No pude hasta que me ofrecí voluntario para guiar a Eppler por el desierto.»
«Tengo que decirte una cosa, relacionada con tu expedición en 1942 para guiar a aquel espía hasta El Cairo…»
«Operación Salaam.»
«Sí. Cuando trabajabas para Rommel.»
«Un hombre brillante… ¿Qué ibas a decirme?»
«Iba a decir que cruzar el desierto, como lo hiciste, con Eppler evitando a las tropas de los Aliados… fue una auténtica heroicidad. Del oasis de Gialo hasta El Cairo. Sólo tú podías haber introducido al hombre de Rommel en El Cairo con su ejemplar de Rebecca.»
«¿Cómo te enteraste de eso?»
«Lo que quiero decir es que no descubrieron sólo a Eppler en El Cairo. Estaban enterados de todo lo relativo al viaje. Hacía mucho que se había descifrado un código de claves alemanas, pero no podíamos permitir que Rommel se enterara, porque en ese caso habrían descubierto a nuestros informadores, conque hubimos de esperar hasta que Eppler llegara a El Cairo para capturarlo.
»Te vigilamos durante todo el trayecto, por todo el desierto, y, como los del Servicio de Inteligencia tenían tu nombre y sabían que tú participabas, estaban aún más interesados. Querían atraparte también a ti. Había orden de matarte… Por si no me crees, te diré que saliste de Gialo y tardaste veinte días. Seguiste la ruta de los pozos enterrados. No podías acercarte a Uweinat por la presencia de las tropas de los Aliados y eludiste Abu Bailas. Hubo momentos en que Eppler contrajo la fiebre del desierto y tuviste que cuidarlo, atenderlo, aunque, según dices, no lo apreciabas…
»Los aviones te "perdieron", supuestamente, pero se te seguía el rastro muy concienzudamente. No erais vosotros los espías, sino nosotros. Los del Servicio de Inteligencia pensaban que tú habías matado a Geoffrey Clifton por la mujer. Habían encontrado su tumba en 1939, pero no había rastro de su esposa. Tú habías pasado a ser el enemigo, no cuando te pusiste de parte de Alemania, sino cuando comenzó tu historia de amor con Katharine Clifton.»
«Comprendo.»
«Después de que abandonaras El Cairo en 1942, te perdimos. Tenían que atraparte y matarte en el desierto, pero te perdieron: al tercer día. Debiste de enloquecer, no debías de actuar racionalmente; de lo contrario, te habríamos encontrado. Habíamos minado el jeep escondido. Más adelante lo encontramos destrozado por la explosión, pero ni rastro de ti. Te habías esfumado. Aquél debió de ser tu gran viaje, cuando debiste de enloquecer, no el otro, con destino a El Cairo.»
«¿Estabas tú en El Cairo siguiéndome la pista con ellos?»
«No, pero vi los archivos. Salía para Italia y pensaron que podías estar allí.»
«Aquí.»
«Sí.»
El romboide de luz se desplazó pared arriba y dejó Caravaggio en la sombra, con el cabello obscuro otra vez. Se echó hacia atrás y apoyó el hombro en el follaje.
«Supongo que no importa», murmuró Almásy.
«¿Quieres morfina?»
«No. Estoy intentando entender. Siempre he sido muy celoso de mi intimidad. Me resulta difícil creer que se hablara tanto de mí.»
«Estabas viviendo una historia de amor con una persona conectada con el Servicio de Inteligencia. Había personas de ese Servicio que te conocían personalmente.»
«Probablemente Bagnold.»
«Sí.»
«Un inglés muy inglés.»
«Sí.»
Caravaggio hizo una pausa.
«Tengo que hablar contigo de una última cosa.»
«Ya lo sé.»
«¿Qué fue de Katharine Clifton? ¿Qué ocurrió justo antes de la guerra para que todos volvierais al Gilf Kebir, después de que Madox se marchara a Inglaterra?»
Yo tenía que hacer un viaje más al Gilf Kebir, para recoger lo que quedaba del campamento en Uweinat. Nuestra vida allí se había acabado. Pensaba que nada más sucedería entre nosotros. Hacía más de un año que no me había reunido con ella como amante. En alguna parte se estaba gestando una guerra, como una mano que entra por la ventana de un ático. Y ella y yo nos habíamos retirado ya tras los muros de nuestros hábitos anteriores, a la aparente inocencia de la falta de relación. Ya no nos veíamos con demasiada frecuencia.
Durante el verano de 1939 había de acompañar por tierra a Gough hasta el Gilf Kebir y recoger el campamento y Gough regresaría en camión. Clifton iba a ir a recogerme en el avión. Después nos dispersaríamos, desharíamos el triángulo que se había formado entre nosotros.
Cuando oí y vi el avión, ya estaba yo bajando por las rocas de la meseta. Clifton siempre llegaba puntual.
Un pequeño avión de carga tiene una forma muy peculiar de aterrizar deslizándose desde la línea del horizonte. Ladea las alas en la luz del desierto y después cesa el sonido y flota hasta tocar tierra. Nunca he entendido del todo cómo funcionan los aviones. Los he visto acercárseme en el desierto y siempre he salido de mi tienda con miedo. Cruzan la luz inclinados hacia abajo y después entran en ese silencio.
El Moth pasó casi rozando la meseta. Yo agitaba la lona azul. Clifton perdió altura y pasó rugiendo por encima de mí, tan bajo, que a los arbustos de acacia se les cayeron las hojas. El avión viró hacia la izquierda, describió un círculo y, tras volver a localizarme, enderezó el rumbo y se dirigió recto hacia mí. A cincuenta metros de mí, se inclinó de repente y se estrelló y yo eché a correr hacia él.
Pensaba que iba solo. Había de ir solo. Pero, cuando llegué hasta allí para sacarlo, estaba ella a su lado. Estaba muerto. Ella estaba intentando mover la parte inferior de su cuerpo, al tiempo que miraba hacia adelante. Por la ventana de la carlinga había entrado arena que le cubría el regazo. No parecía tener ni un rasguño. Había adelantado la mano izquierda para amortiguar el desplome del avión. La saqué del avión que Clifton había bautizado Rupert y la llevé hasta las grutas en la roca, hasta la Gruta de los Nadadores, la de las pinturas. En la latitud 23° 30' y la longitud 25° 15' del mapa. Aquella noche enterré a Geoffrey Clifton.
¿Fui una maldición para ellos? ¿Para ella? ¿Para Madox? ¿Para el desierto, violado por la guerra, bombardeado como si fuese mera arena? Los bárbaros contra los bárbaros. Los dos ejércitos cruzaron el desierto sin la menor idea de lo que era. Los desiertos de Libia. Si eliminamos la política, se trata de la frase más encantadora que conozco. Libia. Una palabra evocadora, erótica, un pozo sin fondo para quien sepa descubrirlo. La b y las dos íes. Madox decía que era una de las poca palabras en que oías la lengua dar un viraje. ¿Recuerdas a Dido en los desiertos de Libia? Un hombre debe ser como raudales de agua en un erial…
No creo que entrara en una tierra maldita ni que me viese atrapado en una situación funesta. Todos los lugares y las personas fueron dádivas para mí: el hallazgo de las pinturas en la Gruta de los Nadadores, cantar «estribillos» con Madox durante las expediciones, la aparición de Katharine entre nosotros en el desierto, acercarme a ella por el rojo suelo de cemento encerado, caer de rodillas y pegar mi cabeza a su vientre, como si fuera un niño, las curas que me prodigó la tribu de los fusiles, nosotros cuatro incluso: Hana, tú y el zapador.
Me he visto privado de todo lo que amé y valoré.
Me quedé junto a ella. Descubrí que tenía tres costillas rotas. Seguí esperando a que sus ojos se animaran, a que su muñeca rota se doblase, a que su boca muda hablara.
¿Cómo es que me odiabas?, susurró. Me dejaste casi muerta por dentro.
Katharine… tú no…
Abrázame. Deja de defenderte. A ti nada te cambia.
La ferocidad de su mirada no se disipaba. No podía escaparme de aquella mirada. Yo iba a ser la última imagen que viera, el chacal en la gruta que la guiaría y protegería, que nunca la defraudaría.
Existen cien deidades asociadas con animales, le dije. Unas son las vinculadas a los chacales: Anubis, Duamutef, Wepwawet. Otras son seres que te guían al otro mundo, como mi fantasma me acompañaba antes de que nos conociéramos. Todas aquellas fiestas en Londres y Oxford. Observándote. Estaba sentado frente a ti, mientras hacías los deberes escolares con un gran lápiz. Yo estaba presente cuando conociste a Geoffrey Clifton, a las dos de la madrugada, en la biblioteca de la Unión de Oxford. Todos los abrigos estaban esparcidos por el suelo y tú descalza como una garza abriéndote paso entre ellos. Él estaba observándote, pero yo también, aunque no advertiste mi presencia, no te fijaste en mí. Tenías una edad en la que sólo veías a los hombres apuestos. Aún no te fijabas en quienes no perteneciesen a la esfera de personas de tu agrado. En Oxford no se suele salir con el chacal, mientras que yo soy un hombre que ayuna hasta que ve lo que desea. La pared situada detrás de ti estaba cubierta de libros. Con la mano izquierda sujetabas un largo collar que te colgaba del cuello. Tus descalzos pies se iban abriendo paso. Buscabas algo. En aquella época estabas más llenita, pero tenías la belleza idónea para la vida universitaria.
En la biblioteca de la Unión de Oxford éramos tres pero tú sólo viste a Geoffrey Clifton. Iba a ser un idilio rapidísimo. Él tenía trabajo con unos arqueólogos en el norte de África, nada menos. «Estoy trabajando con un tipo estrambótico.» Tu madre estuvo encantada con tu aventura.
Pero el espíritu del chacal, «el que abría los caminos» cuyo nombre era Wepwawet o Almásy, estaba en aquella sala junto con vosotros dos. Observé, con los brazos cruzados, vuestros intentos de entablar con entusiasmo una charla trivial, cosa que os resultaba difícil, porque los dos estabais borrachos, pero lo maravilloso fue que, a las dos de la mañana y pese a la borrachera, cada uno de vosotros vio en cierto modo un valor y un placer perdurables en el otro. Puede que llegarais con otros, tal vez os acostaseis con otros aquella noche, pero los dos habíais encontrado vuestro destino.
A las tres de la mañana, sentiste la necesidad de marcharte, pero no lograste encontrar un zapato. Llevabas el otro en la mano, una zapatilla rosada. Yo vi una medio enterrada a mi lado y la recogí. Su brillo. Era, evidentemente, uno de tus pares de zapatos favoritos, con la marca de tus dedos. Gracias, dijiste al cogerla, y te marchaste sin siquiera mirarme a la cara.
Estoy convencido de que, cuando conocemos a las personas de las que nos enamoramos, hay un aspecto de nuestro espíritu que hace de historiador, un poquito pedante, que imagina o recuerda una ocasión en que el otro pasó por delante con total inocencia, del mismo modo que Clifton podría haberte abierto la puerta de un coche un año antes y no haber advertido el sino de su vida. Pero todas las partes del cuerpo deben estar preparadas para el otro, todos los átomos deben saltar en una dirección para que se produzca el deseo.
Yo he vivido años en el desierto y he llegado a creer en cosas así. Es un lugar lleno de bolsas. El trampantojo del tiempo y del agua. El chacal con un ojo que mira hacia atrás y otro que mira el camino que estás pensando tomar. En sus mandíbulas hay trozos del pasado que te entrega y, cuando descubres enteramente todo ese tiempo, resulta que ya lo conocías.
Sus ojos me miraban, cansados de todo. Un hastío terrible. Cuando la saqué del avión, su mirada había intentado abarcar todas las cosas que la rodeaban. Ahora los ojos se mostraban cautelosos, como protegiendo algo dentro. Me acerqué más y me senté en los talones. Me incliné hacia adelante y pasé la lengua por el azul ojo derecho: sabor a sal. Polen. Transmití ese sabor a su boca. Y después el otro ojo: mi lengua contra la fina porosidad del globo ocular, borrando el azul; cuando me erguí, un reguero blanco cruzaba su mirada. Esa vez dejé que los dedos entraran más a fondo y le abrí los dientes, tenía la lengua «replegada» y tuve que sacarla hacia adelante. Su vida pendía de un hilo, de un hálito. Ya casi era demasiado tarde. Me incliné hacia adelante y con la lengua le transmití el polen azul a la boca. Nos tocamos así una vez. No hubo nada. Me retiré, cogí aire y me incliné otra vez. Al tocar la lengua, hubo una contracción en ella.
Y entonces soltó un terrible gruñido, violento e íntimo, que me embistió. Un estremecimiento por todo su cuerpo, como una descarga eléctrica. Salió despedida contra la pared pintada. El animal había entrado en ella y saltaba y se tiraba contra mí. Parecía haber cada vez menos luz en la gruta. Su cuello sufría sacudidas a un lado y a otro.
Conozco las estratagemas de un demonio. De niño aprendí lo que era el demonio del amor. Me hablaron de una hermosa tentadora que se presentaba en la alcoba de un joven y, si éste era avisado, le pedía que se diese la vuelta, porque los demonios y las brujas no tienen espalda, sólo lo que quieren mostrarte. ¿Qué había yo hecho? ¿Qué animal le había transmitido? Creo que llevaba más de una hora hablándole. ¿Habría sido yo su demonio del amor? ¿Habría sido yo el demonio de la amistad de Madox? ¿Habría cartografiado aquel país para convertirlo en un escenario de guerra?
Es importante morir en lugares sagrados. Ése era uno de los secretos del desierto. Por eso, Madox entró en una iglesia de Somerset, lugar que había perdido -tuvo la sensación- su carácter sagrado, y cometió un acto que consideraba sagrado.
Cuando le di la vuelta, tenía todo el cuerpo cubierto de una pigmentación brillante. Hierbas, piedras, luz y cenizas de acacia para volverla eterna. El cuerpo impregnado de un color sagrado. Sólo el azul del ojo había desaparecido, reducido al anonimato, mapa desnudo en el que nada aparecía representado: ni la signatura de un lago ni la mancha obscura de una montaña como la que hay al norte del Borkou-Ennedi-Tibesti, ni el abanico, verde de limo, donde el río Nilo entra en la palma abierta de Alejandría, el borde de África.
Y todos los nombres de las tribus, los nómadas de la fe que caminaban en la monotonía del desierto y veían claridad, fe y color, de igual modo que una piedra o una caja de metal hallada o un hueso pueden llegar a ser objetos de amor y volverse eternos en una plegaria. La gloria del país en el que ella estaba entrando y del que pasaba a formar parte. Morimos con un rico bagaje de amantes y tribus, sabores que hemos gustado, cuerpos en los que nos hemos zambullido y que hemos recorrido a nado, como si fueran ríos de sabiduría, personajes a los que hemos trepado como si fuesen árboles, miedos en los que nos hemos ocultado, como en cuevas. Deseo que todo eso esté inscrito en mi cuerpo, cuando muera. Creo en semejante cartografía: las inscripciones de la naturaleza y no las simples etiquetas que nos ponemos en un mapa, como los nombres de los hombres y las mujeres ricos en ciertos edificios. Somos historias comunales, libros comunales. No pertenecemos a nadie ni somos monógamos en nuestros gusto y experiencia. Lo único que yo deseaba era caminar por una tierra sin mapas.
Llevé a Katharine Clifton al desierto, donde está el libro comunal de la luz de la Luna. Estábamos entre los rumores de los pozos, en el palacio de los vientos.
La cabeza de Almásy se inclinó hacia la izquierda, con la mirada perdida: en las rodillas de Caravaggio tal vez.
«¿Quieres un poco de morfina ahora?»
«No.»
«¿Quieres que te traiga algo?»
«Nada.»