VIII. EL BOSQUE SAGRADO

Kip salió del campo en el que había estado cavando con la mano izquierda levantada delante de él, como si se la hubiera torcido.

Pasó por delante del espantapájaros del huerto de Hana, el crucifijo con sus latas de sardinas colgadas, y subió hacia la villa. Juntó la otra mano a la que mantenía delante de sí, como para proteger la llama de una vela. Hana se reunió con él en la terraza y él le cogió la mano y la mantuvo dentro de la suya. La mariquita que giraba en torno a la uña de su meñique pasó corriendo a la muñeca de ella.

Hana volvió a la casa. Ahora era ella la que llevaba la mano levantada delante de sí. Pasó por la cocina y subió la escalera.

El paciente se volvió hacia ella, cuando entró. Tocó el pie dé él con la mano en la que llevaba la mariquita y la dejó moviéndose por la piel negra. La mariquita eludió el mar de la blanca sábana e inició la larga caminata por el resto de su cuerpo: una manchita de un rojo vivo sobre una carne que parecía volcánica.

En la biblioteca, la caja de la espoleta salió despedida por el aire, cuando Caravaggio, al oír el grito de alegría de Hana en el pasillo, se volvió y le dio un codazo. Antes de que llegara al suelo, el cuerpo de Kip se deslizó por debajo y la atrapó en la mano.

Caravaggio bajó la vista y vio al joven soltar rápidamente todo el aire que había contenido en la boca.

De repente pensó que le debía la vida.

Kip perdió la timidez ante aquel hombre mayor que él y se echó a reír, mientras sostenía en alto la caja de cables.

Caravaggio no iba a olvidarlo nunca. Podía marcharse, no volver a verlo y nunca lo olvidaría. Años después, en una calle de Toronto, Caravaggio se apearía de un taxi y sujetaría la puerta abierta a un indio que estaba a punto de montar y entonces recordaría a Kip.

Ahora el zapador reía levantando la vista hacia el rostro de Caravaggio y, más arriba, hacia el techo.


«Soy un experto en sarongs», dijo Caravaggio a Kip y Hana, al tiempo que les hacía un expresivo gesto con la mano. «En Toronto conocí a unos indios. Estaba robando en una casa y resultó que pertenecía a una familia india. Se levantaron de la cama y llevaban puesta esa ropa, los sarongs, para dormir, cosa que me intrigó. Pasamos un largo rato hablando y al final me convencieron para que lo probara. Me quité la ropa y me puse uno y al instante se lanzaron sobre mí y me echaron medio desnudo a la calle.

«¿Es una historia real?», preguntó Hana sonriendo.

«¡Una de tantas!»

Lo conocía lo suficiente como para casi creérsela. El elemento humano distraía constantemente a Caravaggio durante sus robos. Al allanar una casa durante la Navidad, le molestaba ver que no habían abierto las casillas del calendario de Adviento hasta los corrientes.

Con frecuencia celebraba conversaciones con los diversos animales domésticos que estaban solos en las casas, en las que comentaba retóricamente las comidas con ellos y les daba grandes raciones, animales que, si regresaba a la escena del delito, lo recibían con mucha alegría.

Se acercó a las estanterías de la biblioteca, con los ojos cerrados, y cogió un libro al azar. Encontró una página en blanco entre dos secciones de un libro de poesía y se puso a escribir en ella.


Dice que Lahore es una ciudad antigua. Comparada con Lahore, Londres es una ciudad reciente. Le digo: «Pues yo soy de una ciudad aún más reciente.» Dice que siempre han conocido la pólvora. Ya en el siglo XVII los fuegos artificiales aparecían representados en las pinturas de la corte.

Es bajo, apenas más alto que yo. Tiene una sonrisa íntima que, vista de cerca, puede seducir a cualquiera, una tenacidad que no se aprecia a simple vista. El inglés dice que es uno de los santos guerreros. Pero tiene un sentido del humor peculiar, más bullicioso de lo que sugieren sus modales. Recuerda: «Mañana por la mañana volveré a conectarlo.» Ooh la la!

Dice que en Lahore hay trece puertas, que llevan nombres de santos y emperadores o del lugar al que conducen.

La palabra bungalow procede del bengalí.


A las cuatro de la tarde bajaron a Kip al foso en un arnés hasta que se encontró con el lodo hasta la cintura y su cuerpo rodeando la bomba Esau. Medía tres metros desde la aleta hasta la punta y tenía la nariz hundida en el barro, junto a sus pies. Bajo el agua carmelita, los muslos de Kip aferraban la envoltura de metal, de forma muy parecida a como -según había visto- aferraban los soldados a las mujeres en un rincón de la pista de baile de la naafi, Cuando se le cansaban los brazos, los colgaba de los puntales de madera destinados a impedir que el barro se desmoronara a su alrededor y que quedaban a la altura de sus hombros. Los zapadores habían cavado el foso en torno a la Esau y habían instalado las paredes y los puntales de madera antes de que él llegara al lugar. En 1941, habían empezado a llegar bombas Esau con una nueva espoleta y, aquélla era la segunda que desactivaba.

En las sesiones preparatorias, se llegó a la conclusión de que la única forma de neutralizar la nueva espoleta era inmunizarla. Era una bomba enorme en postura de avestruz. Kip había bajado descalzo y ya se estaba hundiendo despacio, quedando atrapado en la arcilla, sin un punto de apoyo firme ahí abajo, en la fría agua. No llevaba botas: habrían quedado aprisionadas en la arcilla y después, cuando lo izaran, la sacudida, al desprenderse, habría podido romperle los tobillos.

Pegó la mejilla izquierda a la envoltura de metal, al tiempo que intentaba imaginarse que a su alrededor hacía calor, se concentraba en la pizquita de sol que llegaba hasta el fondo del foso de siete metros y le acariciaba la nuca. Lo que tenía abrazado podía explotar en cualquier momento, en cuanto el temblador vibrara o se incendiase el multiplicador. No existía magia ni rayos X para indicar que una pequeña cápsula se había roto, que un cable había dejado de oscilar. Aquellos pequeños semáforos mecánicos eran como un soplo en el corazón o un ataque dentro del hombre que cruza, inocente, la calle delante de nosotros.

¿En qué ciudad estaba? Ni siquiera lo recordaba. Oyó una voz y levantó la vista. Hardy le pasó el equipo en una mochila atada a una cuerda, que quedó ahí colgada, mientras Kip empezaba a meterse las diversas abrazaderas y herramientas en los numerosos bolsillos de su guerrera. Tarareaba la canción que Hardy iba cantando en el jeep cuando se dirigían a ese lugar:


Están relevando a la guardia en Buckingham Palace, pero Christopher Robin se ha marchado con Alice.


Secó la zona de la cabeza de la espoleta y empezó a moldear como una taza de arcilla a su alrededor. Después abrió la bombona y vertió el oxígeno líquido en ella. Fijó la taza al metal con cinta adhesiva. Ahora tenía que esperar otra vez.

Había tan poco espacio entre la bomba y él, que ya sentía el cambio de temperatura. Si hubiera estado sobre tierra seca, habría podido marcharse y volver al cabo de diez minutos. Ahora tenía que quedarse allí, junto a la bomba. Eran dos seres recelosos en un espacio cerrado. El capitán Carlyle había estado trabajando en un pozo con oxígeno líquido y de pronto se había prendido fuego todo el foso. Lo izaron a toda prisa, ya inconsciente en su arnés.

¿Dónde estaba? ¿Lisson Grove? ¿Oíd Kent Road?

Kip mojó un trozo de algodón en el lodo y tocó con él la envoltura a unos treinta centímetros de la espoleta. Se cayó, lo que significaba que debía seguir esperando. Cuando el algodón se quedaba pegado, significaba que una parte suficiente de la zona en torno a la espoleta estaba helada y podía continuar. Vertió más oxígeno en la taza.

El círculo de hielo en aumento tenía ya unos treinta centímetros de radio: unos minutos más. Miró el recorte que alguien había pegado con cinta adhesiva a la bomba. Se habían reído mucho al leerlo aquella mañana, cuando lo habían recibido con el equipo actualizado que se enviaba a todas las unidades de artificieros.


¿Cuándo es aconsejable la explosión?


Suponiendo que X represente una vida humana, Y el riesgo que corre y V el riesgo que, según se calcula, puede causar la explosión, un lógico sostendría que, si V es menor que X partido por Y, debe explosionarse la bomba, pero, si V partido por Y es mayor que X, debe intentarse evitar la explosión in situ.


¿Quién habría escrito semejante cosa?

Llevaba ya más de una hora en el foso con la bomba. Siguió vertiendo oxígeno líquido. A la altura del hombro, justo a su derecha, había una manguera que bombeaba aire normal para que no lo mareara el oxígeno. (Había visto a soldados curarse la resaca con oxígeno.) Volvió a probar con el algodón y esa vez se congeló. Disponía de unos veinte minutos. Después, la temperatura de la batería dentro de la bomba empezaría a elevarse otra vez. Pero de momento la espoleta estaba congelada y podía empezar a desmontarla.

Recorrió la bomba con las palmas de las manos para ver si había alguna fisura en el metal. La parte sumergida estaba a salvo, pero, si el oxígeno entraba en contacto con el explosivo expuesto al aire, podía incendiarse: el error cometido por Carlyle, X partido por Y. Si había fisuras, tendrían que utilizar nitrógeno líquido.

«Es una bomba de una tonelada, mi teniente: una Esau», dijo Hardy desde lo alto del foso de lodo.

«De la clase Cincuenta, en un círculo, B. De dos espoletas, con toda probabilidad. Pero no nos parece probable que la segunda esté armada. ¿De acuerdo?»

Ya habían hablado de todo eso, pero así confirmaban y recordaban todo por última vez.

«Conéctame un micrófono y retírate.»

«Sí, señor.»

Kip sonrió. Tenía diez años menos que Hardy y no era inglés, pero Hardy se encontraba en la gloria encerrado en la disciplina militar. Los soldados siempre vacilaban antes de llamar «señor» a Kip, pero Hardy lo vociferaba con entusiasmo.

Ahora trabajaba rápido para levantar la espoleta, con todas las baterías inactivas.

«¿Me oyes? Silba… Vale, lo he oído. Voy a verter oxígeno por última vez. Lo dejaré burbujear treinta segundos. Después empezaré. Añadiré más hielo. Bien, voy a quitar esta maldita… Listo, ya está fuera de una puta vez.»

Hardy escuchaba y lo grababa todo, por si algo salía mal. Una chispa y Kip se encontraría en un foso de llamas. O podía haber una trampa en la bomba. La siguiente persona tendría que plantearse otras opciones.

«Estoy utilizando la llave revestida de aislante.» La había sacado del bolsillo del pecho. Estaba fría y tuvo que frotarla para calentarla. Empezó a quitar el anillo de cierre. Cedía sin esfuerzo y se lo dijo a Hardy.

«Están relevando a la guardia en Buckingham Palace.»

Sacó el anillo de cierre y el de localización y los dejó hundirse en el agua. Notó cómo rodaban despacio a sus pies. Toda la operación iba a tardar cuatro minutos más.

«Alice se va a casar con uno de la guardia. ¡La vida de un soldado es muy dura, dice Alice!»

Cantaba en voz alta para intentar entrar en calor,; pues tenía el pecho helado y dolorido. Procuraba apartarse lo más posible del helado metal que tenía delante y había de llevarse constantemente las manos a la nuca, donde aún le daba el sol, y después frotárselas para quitarse el barro, la grasa y el hielo. Resultaba difícil llegar hasta la cabeza. Entonces vio horrorizado que la cabeza de la espoleta se había roto y se había desprendido completamente.

«Un problema, Hardy. Se ha roto toda la cabeza de la espoleta. Respóndeme, ¿vale? El cuerpo principal de la espoleta está atascado ahí abajo. No puedo llegar hasta él. No hay ningún saliente al que agarrarse.»

«¿Cómo está el hielo?» Hardy estaba justo encima de él. Había tardado unos segundos, pero había corrido hasta el foso.

«Quedan seis minutos de hielo.»

«Suba y la volaremos.»

«No, bájame un poco más de oxígeno.»

Levantó la mano derecha y sintió que le colocaban en ella un bote metálico helado.

«Voy a hacerlo gotear en la parte de la espoleta que está al descubierto (donde se ha desprendido la cabeza) y después entraré en el metal. Lo mellaré hasta que pueda agarrar algo. Ahora retírate y te lo iré contando.»

Apenas podía contener la rabia por lo sucedido. El oxígeno le chorreaba por toda la ropa y siseaba al entrar en contacto con el agua. Esperó a que apareciera el hielo y después se puso a arrancar metal, con un escoplo.

Vertió más, esperó e intentó penetrar más con el escoplo. Al ver que no se desconchaba, se arrancó un trozo de la camisa, lo colocó entre el metal y el escoplo y después se puso a golpear -operación muy peligrosa-con un mazo y a arrancar fragmentos. La tela de la camisa era su única protección contra una chispa. Más grave era el frío en los dedos. Habían perdido la agilidad, estaban inertes como las baterías. Siguió cortando de lado en el metal alrededor del punto del que se había desprendido la cabeza de la espoleta, arrancando capas de metal, con la esperanza de que el hielo resistiera esa clase de cirugía. Si cortaba directamente, existía la posibilidad de que golpeara la cápsula del percutor que activaba el multiplicador.

Tardó cinco minutos más. Hardy no se había movido del borde del foso y le indicaba el tiempo aproximado que faltaba para que se derritiera el hielo. Pero, a decir verdad, ninguno de los dos podía estar seguro. Como se había roto la cabeza de la espoleta, estaban congelando una zona diferente y la temperatura del agua, pese a resultarle fría a él, estaba más caliente que el metal.

Entonces vio algo. No se atrevió a agrandar más el agujero. El contacto del circuito temblaba como un zarcillo de plata. ¡Si hubiera podido alcanzarlo! Se frotó las manos para intentar calentárselas.

Exhaló el aire, permaneció inmóvil unos segundos y con los alicates de aguja cortó el contacto en dos antes de tomar aliento otra vez. Lanzó un resuello cuando el hielo le quemó parte de la mano al sacarla de los circuitos. La bomba estaba desactivada.

«Espoleta fuera, multiplicador desconectado. Me merezco un besito.»

Hardy estaba ya haciendo girar el torno y Kip intentaba agarrarse a la cuerda; apenas podía hacerlo con la quemadura y el frío, tenía todos los músculos helados. Oyó la sacudida de la polea y se agarró con fuerza a las tiras de cuero medio atadas aún en torno a su cuerpo. Sintió que sus carmelitas piernas se iban liberando del barro que las atenazaba, salían como un antiguo cadáver de una ciénaga. Sus pequeños pies se alzaron por encima del agua. Emergió, alzado del foso a la luz del sol, primero la cabeza y después el torso.

Quedó ahí colgado y girando lento bajo el tepee del postes que sujetaban la polea. Ahora Hardy lo abrazaba y al tiempo lo desamarraba, lo liberaba. De repente vio una multitud observando a unos veinte metros de distancia, muy cerca, demasiado cerca para su seguridad; habría resultado aniquilada. Pero, claro, Hardy no había estado allí para hacerla retroceder.

Lo contemplaban en silencio, al indio colgado del hombro de Hardy y que apenas podía caminar hasta el jeep con todo el equipo: herramientas, latas, mantas los instrumentos de grabación que aún giraban, escuchaban el vacío en el fondo del foso.

«No puedo andar.»

«Sólo hasta el jeep, unos metros más, mi teniente. Yo recogeré todo lo demás.»

Se detenían y después caminaban despacio. Tenían que pasar por delante de las caras que miraban a aquel hombre ligeramente carmelita, sin zapatos, con la guerrera mojada, miraban la cara agotada que no conocía ni reconocía nada ni a ninguno de ellos. Todos guardaban silencio. Se limitaron a dar un paso atrás para dejar espacio a Hardy y a él. En el jeep empezó a temblar. Sus ojos no soportaban la reverberación del parabrisas. Hardy tuvo que levantarlo para instalarlo poco a poco en el asiento contiguo al del conductor.

Cuando Hardy se marchó, Kip se quitó despacio los pantalones mojados y se envolvió en la manta. Después se quedó ahí sentado, demasiado enfriado y molido para desenroscar siquiera el termo de té caliente que se encontraba sobre el asiento contiguo. Pensó: ni siquiera tenía miedo allá abajo, sólo estaba irritado… por mi error o la posibilidad de que hubiese una trampa. Tan sólo era un animal que reaccionaba para protegerse.

Ahora sólo Hardy, comprendió, me ayuda a seguir siendo humano.


Cuando hacía un día caluroso en la Villa San Girolamo, todos se lavaban la cabeza, primero con queroseno para eliminar los posibles piojos y después con agua. Kip, tumbado y con el cabello extendido y los ojos cerrados al sol, parecía de repente vulnerable. Cuando adoptaba esa frágil postura, había timidez en él, parecía más un cadáver de un mito que algo vivo o humano. Hana estaba sentada a su lado, con su obscuro cabello castaño ya seco. Ésos eran los momentos en que él hablaba de su familia y de su hermano encarcelado.

Se sentaba, se echaba el pelo hacia adelante y se ponía a restregarlo de arriba abajo con una toalla. Ella, imaginaba Asia entera en los gestos de aquel hombre: la indolencia con la que se movía, su silencioso refinamiento. Hablaba de santos guerreros y ahora ella lo consideraba uno de ellos, austero y visionario, alguien que sólo en aquellos raros momentos en que brillaba el sol se olvidaba de Dios y de la solemnidad, con la cabeza apoyada de nuevo en la mesa para que el sol le secara el cabello extendido como el grano en una cesta de paja en forma de abanico, si bien era un asiático que en aquellos últimos años de guerra había adoptado a unos ingleses como padres y había observado sus códigos como un hijo obediente.

«Ah, pero mi hermano me considera un idiota por confiar en los ingleses.» Se volvió hacia ella con la luz del sol en los ojos. «Dice que algún día abriré los ojos. Asia no es aún un continente libre y le consterna vernos participar con entusiasmo en guerras inglesas. Es una discusión que siempre hemos tenido. Mi hermano no cesa de decirme: "Algún día abrirás los ojos."»

Lo dijo con los ojos cerrados y muy apretados, como para burlarse de esa metáfora. «Japón es parte de Asia y en Malasia los japoneses han cometido atrocidades contra los sijs. Pero mi hermano no se fija en eso. Dice que ahora los ingleses están ahorcando a sijs que luchan por la independencia.»

Ella se apartó de él, con los brazos cruzados. Los odios del mundo. Entró en la penumbra diurna de la villa y fue a sentarse con el inglés.

Por la noche, cuando ella le soltaba el pelo, Kip era una vez más otra constelación, los brazos de mil ecuadores sobre su almohada, oleadas entre ellos en su abrazo y en las vueltas que daban dormidos. Ella tenía en sus brazos una diosa india, trigo y cintas. Cuando se inclinaba, se derramaba sobre ella. Podía atárselo a la muñeca. Ella mantenía los ojos abiertos para contemplar las chispas de electricidad de su pelo en la obscuridad de la tienda.


Él se movía siempre en relación con las cosas, junto a las paredes, los setos de las terrazas. Exploraba la periferia. Cuando miraba a Hana, veía un fragmento de su flaca mejilla en relación con el paisaje que había tras ella. Igual que contemplaba el arco que dibujaba un pardillo en función del espacio que cubría sobre la superficie de la tierra. Había subido por Italia intentando ver con los ojos todo, excepto lo temporal y humano. En lo único en que nunca se fijaba era en sí mismo: ni en su sombra en el crepúsculo, ni en su brazo extendido hacia el respaldo de una silla, ni en el reflejo de su figura en una ventana, ni en cómo lo observaban los otros. En los años de la guerra había aprendido que la única seguridad estaba en uno mismo.

Pasaba horas con el inglés, que le recordaba a un abeto que había visto en Inglaterra, con su única rama enferma, vencido por el peso de los años y sostenido con un soporte de madera de otro árbol. Se encontraba en el jardín de lord Suffolk, en el borde del farallón que dominaba el canal de Bristol, como un centinela. Sentía que el ser que había dentro de él era, pese a su debilidad, noble, un ser cuya memoria sobrepujaba la enfermedad.

Él, por su parte, no tenía espejos. Se enrollaba el turbante fuera, en su jardín, al tiempo que contemplaba el musgo en los árboles. Pero había advertido los tajos que las tijeras habían asestado al cabello de Hana De tanto pegar la cara al cuerpo de ésta, a la clavícula donde el hueso afinaba la piel, conocía su aliento. Pero si ella le hubiese preguntado de qué color eran sus ojos pese a haber llegado a adorarla, no habría podido -pensaba- contestar. Se habría reído y habría intentado adivinarlo, pero si ella, cuyos ojos eran negros, los hubiese cerrado y hubiese dicho que eran verdes, la habría creído. Podía mirar con intensidad en los ojos, pero no advertir de qué color eran, de igual modo que la comida, una vez en su garganta o su estómago, era simple textura y no sabor ni objeto alguno.

Cuando alguien hablaba, le miraba la boca, no los ojos y sus colores, que, según le parecía, siempre cambiarían con la luz de un cuarto, el minuto del día. Las bocas revelaban la inseguridad o la suficiencia o cualquier otro punto del espectro del carácter. Para él, era el aspecto más intricado de los rostros. Nunca estaba seguro de lo que revelaban los ojos. Pero sabía interpretar cómo se ensombrecían las bocas con la crueldad o sugerían ternura. Muchas veces se podían interpretar erróneamente unos ojos por su reacción ante un simple rayo de sol.

Lo acopiaba todo como parte de una armonía mutable. Veía a ella en horas y lugares diferentes que variaban su voz y su naturaleza, su belleza incluso, como la fuerza subyacente del mar acuna o gobierna el sino de los botes salvavidas.


Tenían la costumbre de levantarse al amanecer cenar con la última luz del día. Por la noche había una sola vela encendida junto al paciente inglés o un quinqué a medias lleno, en caso de que Caravaggio se hubiera agenciado petróleo, pero los pasillos y las demás alcobas estaban sumidos en las tinieblas, como en una ciudad enterrada. Se habían acostumbrado a caminar en la obscuridad, con las manos extendidas y tocando la paredes a ambos lados con la punta de los dedos.

«Se acabó la luz. Se acabó el color.» Hana tarareaba esas frases una y otra vez. Había que poner fin a una exasperante costumbre de Kip de saltar la escalera con una mano en la mitad de la barandilla. Se imaginaba sus pies volando por el aire y golpeando en el estómago a Caravaggio, en el momento en que éste entraba.


Hacía una hora que había apagado la vela en el cuarto del inglés. Se había quitado las zapatillas de tenis y llevaba el vestido desabrochado en el cuello por el calor del verano y también en las mangas, sueltas, en la parte superior del brazo: un desorden delicioso.

En la planta baja del ala, aparte de la cocina, la biblioteca y la capilla abandonada, había un patio interior acristalado: cuatro paredes de cristal y una puerta, también de cristal, por la que se entraba a un recinto con un pozo cubierto y estanterías llenas de plantas muertas y que en tiempos debían de haber medrado con el calor del cuarto. Ese patio interior le recordaba cada vez más a un libro que, al abrirse, dejaba al descubierto flores disecadas, un lugar que contemplar al pasar y en el que no se debía entrar nunca.

Eran las dos de la mañana.

Cada uno de ellos entró en la villa por una puerta diferente: Hana por la de la capilla, junto a los treinta y seis peldaños, y él por el patio que daba al Norte. En cuanto entró en la casa, se quitó el reloj y lo dejó en un nicho a la altura del pecho en el que había la figurita de un santo. El patrón de aquella villa-hospital. Ella no pudo ver ni rastro de fósforo, pues se había quitado ya los zapatos y llevaba sólo pantalones. La lámpara atada al brazo estaba apagada. No llevaba nada más y se quedó un rato en la obscuridad: un chico flaco, un turbante obscuro, el kara suelto en su muñeca contra la piel. Se reclinó contra el ángulo del vestíbulo como una lanza.

Después se coló por el patio interior. Llegó a la cocina e inmediatamente sintió el perro en la obscuridad, lo atrapó y lo ató con una cuerda a la mesa. Cogió la leche condensada del estante y volvió al cuarto acristalado en el patio interior. Pasó las manos por la base de la puerta y encontró los palitos apoyados en ella. Entró y cerró la puerta tras él, al tiempo que deslizaba la mano fuera en el último momento para apuntalarla con los palos otra vez, por si los hubiera visto ella. Después se metió en el pozo. A un metro de profundidad había una tabla cruzada de cuya firmeza tenía constancia. Cerró la tapa sobre sí y se acurrucó ahí, al tiempo que imaginaba a Hana buscándolo o escondiéndose, a su vez. Se puso a chupar la lata de leche condensada.

Hana sospechaba algo así de él. Tras haber llegado hasta la biblioteca, encendió la linterna que llevaba al brazo y avanzó junto a las estanterías que se extendían desde sus tobillos hasta alturas invisibles por encima de ella. La puerta estaba cerrada, por lo que nadie que pasara por los pasillos podía ver la luz. Kip sólo podría ver la luz al otro lado de las puertas acristaladas, en caso de que estuviese fuera. Daba un paso y se detenía a buscar; una vez más por entre los libros -italianos la mayoría- uno de los pocos volúmenes ingleses que podía regalar al paciente inglés. Había llegado a estimar aquellos libros acicalados con sus encuadernaciones italianas, los frontispicios, las ilustraciones en color pegadas y cubiertas con papel de seda, su olor, incluso el crujido que emitían, si se abrían demasiado rápido, como si se hubieran roto una serie invisible de huesos diminutos. Dio otro paso y volvió a detenerse. La cartuja de Parma.


«Si salgo airoso», dijo a Clelia, «iré a ver las hermosas pinturas de Parma y después, ¿ tendrá usted a bien recordar este nombre: Fabrizio del Dongo?».


Caravaggio estaba tumbado en la alfombra en el extremo de la biblioteca. Desde la obscuridad que lo envolvía parecía que el brazo izquierdo de Hana fuera fósforo puro, que iluminara los libros y reflejase el rojo en su obscuro cabello, que ardiera pegado al algodón de su vestido y su manga fruncida a la altura del hombro.


Kip salió del pozo.


La luz se extendía desde su brazo en un diámetro de un metro y después quedaba absorbida por la obscuridad, por lo que Caravaggio tenía la sensación de que había un valle de tinieblas entre ellos. Hana se metió bajo el brazo derecho el libro con la cubierta carmelita. A medida que avanzaba, aparecían nuevos libros y otros desaparecían.

Se había hecho mayor y él la quería ahora más que en otra época en que, por ser producto de sus padres, la entendía mejor. Ahora era lo que ella misma había decidido llegar a ser. Sabía que, si se hubiera cruzado con Hana en una calle de Europa, le habría recordado a alguien, pero no la habría reconocido. La noche en que llegó a la villa había disimulado su estupor. El ascético rostro de Hana, que al principio parecía frío, no carecía de mordacidad. Comprendió que durante los dos últimos meses él mismo había experimentado una evolución que lo aproximaba a la nueva personalidad de ella. Apenas podía creer el placer que le daba su transformación. Años antes, había intentado imaginarla como adulta, pero había inventado a alguien con características moldeadas por su comunidad, no aquella maravillosa extraña a la que podía querer más profundamente, porque nada había en ella que hubiera aportado él.

Estaba tumbada en el sofá, había girado la linterna hacia adentro para poder leer y ya estaba absorta en el libro. Un poco después, levantó la vista, escuchó y se apresuró a apagar la linterna.

¿Se habría dado cuenta de su presencia en el cuarto? Caravaggio sabía que le resonaba la respiración, que le estaba costando mantener una respiración ordenada y discreta. Se encendió un momento la linterna y volvió a apagarse rápidamente.

Entonces todo en la habitación pareció ponerse en movimiento, menos Caravaggio. Lo oía todo a su alrededor, sorprendido de poder permanecer oculto. El muchacho estaba allí dentro. Caravaggio se acercó al sofá y extendió la mano hacia Hana. No estaba ahí. Al erguirse, un brazo le rodeó el cuello, lo aferró y lo tiró hacia atrás. Una luz intensa aplicada a su cara lo deslumhró y los dos lanzaron un resuello al caer al suelo.

El brazo con la linterna seguía teniéndolo sujeto del cuello. Entonces apareció un pie descalzo a la luz, que pasó por sobre la cara de Caravaggio y pisó el cuello del muchacho a su lado. Se encendió otra linterna.

«Ya te tengo. Ya te tengo.»

Los dos cuerpos en el suelo levantaron la vista hacia la obscura silueta de Hana por encima de la luz. Estaba cantándolo:

«Ya te tengo. Ya te tengo. He utilizado a Caravaggio… ¡que tiene un resuello tremendo, la verdad! Sabía que estaría aquí. Él ha sido la trampa.»

Apretó aún más el pie en el cuello del muchacho. «Ríndete. Confiesa.»

Caravaggio empezó a agitarse bajo las garras del muchacho, cubierto ya todo él de sudor e incapaz para luchar y liberarse. Ahora la deslumbradora luz de las dos linternas lo enfocaba a él. Tenía que alzarse y escabullirse de algún modo de aquella pesadilla. Confiesa. La muchacha se reía. Necesitaba calmar la voz antes de hablar, pero ellos, excitados con su aventura, apenas escuchaban. Se zafó del brazo del muchacho, que iba cediendo, y, sin decir palabra, salió del cuarto.


Volvían a estar en la obscuridad. «¿Dónde estás?», preguntó ella. Y después se movió rápida. Él se situó de modo que ella chocara contra su pecho y cayera en sus brazos. Ella le puso la mano en la nuca y después llevó la boca hasta la suya. «¡Leche condensada! ¿Durante nuestra lucha? ¿Leche condensada? Ella llevó la boca al cuello de él, todo sudado, lo cató allí donde ella había mantenido su pie descalzo. «Quiero verte.» Se encendió la linterna de él y la vio, con la cara veteada de churretes, el cabello erizado en un torbellino por la transpiración y una sonrisa dirigida a él.

Él le introdujo las manos por las sueltas mangas del vestido y se las colocó sobre los hombros. Ahora, si ella se hacía a un lado, las manos de él la seguirían. Empezó a inclinarse, a dejarse caer con todo su peso hacia atrás, con la esperanza de que él la acompañara, de que sus manos suavizasen la caída. Después él se hizo un ovillo, con los pies en el aire y sólo las manos, los brazos y la boca en ella y el resto de su cuerpo como la cola de una mantis. Seguía llevando la linterna pegada al músculo y al sudor de su brazo izquierdo. La cara de ella entraba en la luz para besar, lamer y catar. La frente de él se frotaba contra el húmedo cabello de ella.

Después él se encontraba de repente en el otro extremo del cuarto y se veía su lámpara de zapador recorriéndolo, seguro ahora, después de que pasara semanas limpiándolo de toda clase de posibles espoletas: como si aquel cuarto hubiera salido por fin de la guerra y no fuese ya una zona o un territorio. Movió sólo la lámpara haciendo oscilar el brazo e iluminando el techo y la sonriente cara de ella, cuando la luz la reveló junto al respaldo del sofá contemplando su brillante y esbelto cuerpo. La siguiente vez que pasó la luz, la mostró agachada y limpiándose la cara con la falda. «Pero yo te he cogido, te he cogido», exclamó Hana. «Soy el mohicano de Danforth Avenue.»

Después se encontraba a horcajadas sobre la espalda de él y la luz de su linterna oscilaba por los lomos de los libros en los estantes más altos, al subir y bajar sus brazos, mientras él la hacía girar y ella se vencía hacia adelante como muerta, cayó y lo cogió de los muslos y después se volteó, se desprendió de él y se quedó tumbada en la vieja alfombra, que aún desprendía el olor de la antigua lluvia, y con los brazos humedecidos y cubiertos de polvo y arenilla. Él se inclinó sobre ella y ella alargó la mano y apagó la linterna. «Yo he ganado, ¿eh?» Él aún no había dicho nada desde que había entrado en el cuarto. Con la cabeza hizo el gesto que ella adoraba, en parte asentimiento y en parte indicación de un posible desacuerdo. La luz lo deslumbraba y no podía verla. Apagó la linterna de ella para que estuvieran iguales en la obscuridad.


Aquél fue el mes de sus vidas en que Hana y Kip durmieron uno junto al otro. Un solemne celibato entre ellos. Descubrieron que en el galanteo podía haber toda una civilización, todo un territorio por explorar. El amor por la idea que de él tenía ella y viceversa. No quiero que me folles. No quiero follarte. ¿Dónde lo habría aprendido él -o ella, ¿quién sabe?-, pese a su juventud? Tal vez de Caravaggio, que durante aquellas veladas había hablado a Hana de la juventud de él, de la ternura hacia todas y cada una de las células de un amante que desencadena el descubrimiento de la mortalidad propia. Al fin y al cabo, era una época caracterizada por la omnipresencia de la muerte. El deseo del muchacho sólo se satisfacía en la profundidad del sueño en brazos de Hana y su orgasmo tenía más que ver con el ascendiente de la Luna, con la sacudida de la noche en su cuerpo.

Todas las noches, Kip reposaba su delgada cara en las costillas de Hana, quien, escudriñando en círculos su espalda con sus uñas, le había recordado el placer que se siente al ser rascado. Era algo que un aya le había enseñado años atrás. Durante su infancia, todo el bienestar y la paz los había recibido -recordaba Kip- de ella, nunca de su amada madre, ni de su hermano ni de su padre, con quienes jugaba. Cuando sentía miedo o no podía dormir, el aya -aquella íntima extraña procedente de la India meridional, que vivía con ellos, ayudaba a llevar la casa, cocinaba y les servía las comidas y criaba a sus hijos bajo la protección de la familia- era quien lo advertía y lo ayudaba a conciliar el sueño pasándole la mano por su pequeña y fina espalda y años atrás había aliviado de forma similar a su hermano mayor, pues probablemente conociera el carácter de todos los niños mejor que sus padres auténticos.

Era un afecto mutuo. Si a Kip le hubieran preguntado a quién quería más, habría nombrado a su aya antes que a su madre. Su amor y su consuelo habían sido mayores que ningún amor consanguíneo o sexual. Durante toda su vida se sintió -iba a comprender más adelante- inclinado a buscar esa clase de amor fuera de la familia: la intimidad platónica -o a veces sexual- de una persona extraña. Iban a pasar muchos años antes de que lo comprendiera, antes de que pudiese formularse siquiera a sí mismo la pregunta de a quién quería más.

Aunque ella ya sabía que la quería, sólo en una ocasión le parecía haberle devuelto algo de consuelo. Cuando murió la madre de su aya, él entró a hurtadillas en la habitación de ésta y abrazó su cuerpo, repentinamente envejecido. Se tumbó a su lado en silencio y la acompañó en su duelo en su cuartito de criada, en el que lloraba muy exaltada y al tiempo ceremoniosa. La observó recoger sus lágrimas en una tacita pegada a la cara. Sabía que las llevaría al entierro. Estaba detrás de su encogido cuerpo y tenía puestas sus manitas de niño de nueve años en los hombros de ella y, cuando por fin se calmó y sus estremecimientos fueron cada vez menos frecuentes, empezó a rascarla sobre el sari y después lo apartó y le rascó la piel, como Hana recibía ahora -en 1945, en su tienda, cerca del pueblo encaramado en las colinas en el que sus continentes se habían juntado- el tierno arte de sus uñas en los millones de células de su piel.

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